Capítulo 16

Garion estaba aún demasiado dolorido y magullado al día siguiente para pensar siquiera en levantarse de la cama. No obstante, un río de visitas lo mantuvo demasiado ocupado para que tuviese tiempo de pensar en sus dolores. La de los reyes alorn con sus espléndidas galas resultó especialmente halagadora, pues, uno tras otro, los monarcas ensalzaron su valor. Después acudieron las reinas y armaron un gran revuelo al observar sus heridas, mostrándole su cálida simpatía con unas caricias reconfortantes en la frente. La mezcla de alabanzas y muestras de cariño, junto con el hecho de verse como el centro absoluto de la atención de todos, resultaba abrumadora y llenó el corazón del muchacho.

El último visitante del día, sin embargo, fue el señor Lobo, quien se presentó cuando el crepúsculo ganaba ya terreno en las calles nevadas de Val Alorn. El viejo llevaba su túnica y su capa habituales, con la capucha levantada como si acabara de llegar del exterior.

—¿Has visto mi jabalí, señor Lobo? —le preguntó Garion, orgulloso.

—Un animal excelente —respondió Lobo sin mucho entusiasmo—, pero ¿no te dijo nadie que, una vez alanceado un jabalí, tenías que apartarte de su camino?

—En realidad, no se me ocurrió —reconoció Garion—. De todos modos, ¿no te parece tal conducta un poco…, en fin, un poco cobarde?

—¿Tanto te importaba lo que un cerdo pudiera pensar de ti?

—Bueno… —Garion titubeó unos instantes—, en realidad, supongo que no.

—Creo que demuestras una sorprendente falta de juicio para tus pocos años —comentó Lobo—. Por norma, lleva años y años alcanzar el punto al que tú pareces haber llegado de la noche a la mañana. —Se volvió hacia tía Pol, que estaba sentada cerca de ellos, y continuó—: Polgara, ¿estás segura de que no hay rastro de sangre arendiana entre los antepasados de Garion? Últimamente se porta como un perfecto arendiano. Primero, pasa el Gran Torbellino como si estuviera montado en un caballito de balancín; ahora, intenta romperle los colmillos a un jabalí con sus propias costillas. ¿Estás segura de que no lo dejaste caer de cabeza cuando era pequeño?

Tía Pol sonrió, pero no dijo nada.

—Espero que te recuperes pronto, muchacho —añadió Lobo—. Y trata de pensar un poco en lo que acabo de decirte.

Garion calló, furioso y enconado por las palabras del señor Lobo. Las lágrimas afloraron a sus ojos pese a todos sus esfuerzos por reprimirlas.

—Gracias por haber pasado por aquí, padre —dijo tía Pol.

—Siempre es un placer visitarte, hija —respondió Lobo antes de salir de la estancia sin hacer ruido.

—¿Por qué ha tenido que hablarme así? —estalló Garion, sorbiéndose las lágrimas—. ¡Ahora se ha ido y lo ha estropeado todo!

—¿Estropeado qué, cariño? —preguntó tía Pol alisándose la falda de su traje gris.

—Todo —se quejó el muchacho—. Todos los reyes han dicho que fui muy valiente.

—Los reyes son así —respondió tía Pol—. Yo que tú no prestaría mucha atención a sus palabras.

—¡Pero fui realmente valiente! ¿Verdad que lo fui?

—Estoy segura de que sí, querido —replicó ella—. Y estoy segura de que el jabalí quedó muy impresionado.

—¡Eres peor que el señor Lobo! —la acusó Garion.

—Si, cariño, supongo que tienes razón, pero es natural que lo sea. Bueno, ¿qué te gustaría para cenar?

—No tengo hambre —replicó Garion, desafiante.

—¿De veras? Entonces es probable que necesites un tónico. Prepararé uno ahora mismo.

—Creo que he cambiado de idea —se apresuró a decir Garion.

—Ya sabía yo que lo harías —replicó tía Pol. Y a continuación, sin la menor explicación, pasó de pronto los brazos en torno al muchacho y lo estrechó durante un momento largo—. ¿Qué voy a hacer contigo? —murmuró por fin.

—Estoy perfectamente, tía Pol —le aseguró Garion.

—Por esta vez, quizá —dijo ella, tomando entre sus manos la cara del muchacho—. Ser valiente es una cosa estupenda, Garion, pero de vez en cuando debes tratar de pensar un poco las cosas antes de lanzarte a ellas. Prométeme que lo harás.

—Está bien, tía Pol —asintió el muchacho, un poco incómodo ante todo aquello.

Tía Pol, aunque pareciera extraño, actuaba como si de verdad se preocupase por él. En la mente de Garion comenzó a abrirse paso la idea de que, pese a no llevar la misma sangre, podía seguir existiendo un vínculo entre ellos. Nunca sería lo mismo, naturalmente, pero al menos ya era algo. Garion empezó a sentirse mejor respecto a todo aquel asunto.

Al día siguiente ya estaba en condiciones de levantarse. Los músculos aún le dolían un poco y tenía algo resentidas las rodillas, pero era joven y se recuperaba deprisa. A media mañana, estaba sentado con Durnik en el gran salón del palacio de Anheg cuando el conde de Seline, con su barba plateada, se acercó a ellos.

—El rey Fulrach ha pedido si serías tan amable de unirte a nosotros en la cámara del consejo, herrero Durnik —dijo el conde con su cortesía habitual.

—¿Yo, mi señor? —preguntó Durnik, incrédulo.

—Su Majestad está muy impresionado ante tu buen juicio —expuso el viejo noble—. Considera que representas lo mejor del sentido práctico de los sendarios. El asunto al que nos enfrentamos es cosa de todos los hombres y no sólo de los reyes del oeste; por eso es conveniente y oportuno que alguien represente el sentido común y la sabiduría popular en nuestras discusiones.

—Acudiré de inmediato, mi señor —dijo Durnik, y se incorporó enseguida—, pero tendréis que perdonarme si no tengo mucho que decir.

Garion aguardó, expectante.

—Hemos tenido noticia de tu aventura, muchacho —comentó el conde de Seline a Garion con un gesto afable—. ¡Ah, volver a ser joven! —Con un suspiro, se volvió hacia Durnik y añadió—: ¿Vamos pues?

—Cuando quieras, mi señor —asintió Durnik, y los dos hombres abandonaron el gran salón en dirección a la cámara del consejo.

Garion se quedó sentado a solas donde estaba, herido por la exclusión de que había sido objeto. Tenía una edad en la que su autoestima estaba muy tierna y, por dentro, le angustiaba la falta de consideración que representaba el hecho de no haber sido invitado a participar con ellos. Herido y ofendido, abandonó el salón con aire enfurruñado y acudió a visitar a su jabalí, que estaba colgado en una despensa repleta de hielo, contigua a la cocina. Al menos, el jabalí sí que lo había tomado en serio.

Sin embargo, uno no podía pasar demasiado tiempo en compañía de la fiera muerta sin empezar a deprimirse. El jabalí no parecía en absoluto tan grande como cuando estaba vivo y cargaba contra él, y sus colmillos eran impresionantes, pero ni tan largos ni tan afilados como los recordaba Garion. Además, en la despensa refrigerada hacía frío y sus músculos doloridos se le entumecían rápidamente.

No tenía objeto tratar de visitar a Barak. El hombretón de barba pelirroja se había encerrado en su habitación para meditar en la más negra melancolía y se negaba a abrir la puerta, incluso a su esposa. Y así Garion, privado de cualquier compañía, pasó un rato abatido y taciturno hasta que tomó la decisión de explorar aquel inmenso palacio, con sus salas polvorientas en desuso y sus pasillos oscuros y serpenteantes. Vagó durante lo que le parecieron horas, abriendo puertas y siguiendo pasadizos que a veces terminaban bruscamente en una lisa pared de piedra.

El palacio de Anheg era enorme pues, como le había explicado Barak, su construcción se remontaba a más de tres mil años atrás. Una de las alas del lado sur estaba tan abandonada que todo el techo se había derrumbado hacía siglos. Garion deambuló un rato por los pasadizos del primer piso de las ruinas, con la cabeza llena de lúgubres pensamientos sobre su condición mortal y sobre lo efímero de la gloria, y recorrió una serie de estancias donde la nieve se acumulaba sobre antiguos lechos y taburetes formando una gruesa capa recorrida por las minúsculas huellas de ratones y ardillas. Llegó luego a un pasadizo sin techo donde había otras huellas, éstas correspondientes a un hombre. Las pisadas eran muy recientes, pues no había en ellas el menor rastro de nieve y ésta había estado cayendo con intensidad durante la noche. Al principio, Garion pensó que las huellas eran suyas y que, de algún modo, se había movido en círculo hasta volver a un pasillo que ya había explorado, sin embargo, las huellas eran mucho mayores que las del muchacho.

Por supuesto, había una decena de explicaciones posibles, pero Garion notó que se le aceleraba la respiración. El hombre de la capa verde seguía su merodeo por el palacio. Asharak el murgo se encontraba en algún rincón de Val Alorn y el noble de cabello pajizo se ocultaba en el bosque con intenciones claramente hostiles.

Garion se dio cuenta de que la situación podía ser peligrosa y que, a excepción de su pequeña daga, iba desarmado. Volvió sobre sus pasos a toda prisa hasta llegar a una estancia nevada que acababa de explorar y descolgó una espada de hoja oxidada del gancho donde había permanecido olvidada desde tiempo inmemorial. Tras esto, ya un poco más seguro, reemprendió el seguimiento de las silenciosas huellas.

Mientras el rastro del desconocido intruso siguió por el corredor sin techo largo tiempo abandonado, a Garion no le costó ningún trabajo reconocerlo pues las huellas se apreciaban con nitidez en la nieve virgen. En cambio, cuando las pisadas lo condujeron por un montón de ruinas caídas y por la oscuridad de un pasadizo polvoriento que todavía conservaba el tejado, las cosas se pusieron un poco más difíciles. La capa de polvo del suelo era de cierta utilidad, pero Garion tuvo que agacharse y detenerse continuamente a comprobar el rastro. Al muchacho todavía le dolían las costillas y las piernas y, cada vez que tenía que inclinarse a examinar el suelo de piedra, el esfuerzo le arrancaba un gemido y una mueca de sufrimiento. Al poco rato estaba sudoroso, con los dientes apretados y pensando en abandonar su empeño.

Entonces escuchó un leve sonido al fondo del pasadizo por el que caminaba. Se ocultó, aplastándose contra la pared, con la esperanza de que, a su espalda, no se filtrara ninguna luz mortecina que delatara su presencia. A lo lejos, una silueta pasó furtiva ante un pequeño ventanuco iluminado por una tenue luz. Garion percibió un breve aleteo verde y, por fin, supo con certeza a quién estaba siguiendo. Se mantuvo pegado a la pared y avanzó, silencioso como un gato con sus zapatos de cuero blando y empuñando la espada oxidada con mano firme. Sin embargo, de no haber sido por la sorprendente proximidad de la voz del conde de Seline, probablemente habría tropezado de bruces con el hombre al que estaba siguiendo.

—¿En verdad es posible, noble Belgarath, que nuestro enemigo pueda ser despertado antes de que se cumplan todas las condiciones de la antigua profecía? —preguntaba el conde.

Garion se detuvo. Justo delante de él, en una estrecha aspillera de la pared del pasadizo, captó un ligero movimiento. El hombre de la capa verde acechaba allí, escuchando en la penumbra las palabras que parecían proceder de algún lugar situado más abajo. Garion retrocedió, pegado a la pared y sin apenas atreverse a respirar. Con cuidado, dio unos pasos atrás hasta encontrar otra abertura en la pared y se ocultó allí en una profunda oscuridad.

—Es una pregunta muy apropiada, Belgarath —oyó que decía la serena voz de Cho-Hag de los algarios—. ¿Puede ese Apóstata utilizar el poder que tiene ahora en sus manos para hacer revivir al Maldito?

—Tiene el poder para hacerlo —respondió la voz familiar del señor Lobo—, pero tal vez le dé miedo utilizarlo. Si no hace las cosas como es debido, el poder lo destruirá. No se apresurará a decidir sobre un asunto así; lo pensará con mucho cuidado antes de intentarlo. Precisamente es esa vacilación lo que nos proporciona el escaso tiempo de que disponemos.

Entonces habló Seda.

—¿No dijiste que tal vez quisiera el poder para sí mismo? Acaso tiene el plan de dejar dormir a su amo sin perturbarlo y utilizar el poder que ha robado para proclamarse rey de las tierras de los angaraks.

—No veo a la casta sacerdotal de los grolims renunciando con tanta facilidad a su dominio sobre las tierras de Angarak y cediendo paso a un advenedizo —intervino el rey Rhodar de Drasnia—. El Sumo Sacerdote de los grolims no es un hechicero torpe, precisamente.

—Perdona, Rhodar —lo corrigió el rey Anheg—, pero si el ladrón tiene en sus manos el poder, los grolims no tienen otra opción que aceptar su dominio. He estudiado el poder del objeto y, si sólo es cierto la mitad de cuanto he leído, el Apóstata puede emplearlo para arrasar Rak Cthol con la misma facilidad que cualquiera puede aplastar a patadas un hormiguero. Y, si aun así quisieran resistir, podrían acabar con toda la población de Cthol Murgos desde Rak Goska a la frontera de Tolnedra. En cualquier caso, tanto si es el Apóstata quien se hace al final con el poder como si es el Maldito, los angaraks lo seguirán e invadirán el oeste.

—¿No deberíamos, entonces, informar de lo sucedido a los arendianos y a los tolnedranos, así como a los ulgos? —sugirió el Guardián de Riva—. Que no vuelva a tomarnos por sorpresa.

—Yo no me daría demasiada prisa en alertar a nuestros vecinos del sur —dijo el señor Lobo—. Cuando Pol y yo dejemos Val Alorn, iremos hacia el sur. Si Arendia y Tolnedra se movilizan para la guerra, la conmoción general no hará más que obstaculizar nuestro camino. Las legiones del emperador están formadas por soldados expertos, que saben responder con rapidez cuando surge la necesidad. Además, los arendianos siempre están preparados para el combate. Todo el reino anda siempre al borde de una contienda generalizada.

—Sí, es prematuro —asintió la voz familiar de tía Pol—. Los ejércitos no harían más que entrometerse en lo que tratemos de hacer. Si conseguimos echar el guante al antiguo discípulo de mi padre y devolver a Riva el objeto que ha robado, la crisis habrá pasado. No alarmemos a los sureños inútilmente.

—Tiene razón —dijo Lobo—. La movilización siempre supone un riesgo. Un rey con un ejército en sus manos no tarda en pensar en malas jugadas. Cuando pase a verlos, yo me encargaré de poner al corriente de todo cuanto deban saber el rey de los arendianos, en Vo Mimbre, y el emperador, en Tol Honeth. En cambio, tendremos que enterar del asunto al Gorim de Ulgo. Cho-Hag, ¿crees que un mensajero podría llegar a Prolgu en esta época del año?

—Es difícil de decir, Anciano —respondió el aludido—. Los pasos de las montañas están difíciles en invierno, pero lo intentaré.

—Bien —asintió Lobo—. Salvo esto, no podemos hacer mucho más. De momento, no sería mala idea mantener este asunto en la familia, por así decirlo. Si las cosas empeoran y los angaraks vuelven a invadirnos, Aloria al menos estará armada y preparada. Arendia y el Imperio tendrán tiempo de realizar sus preparativos.

El rey Fulrach habló entonces con voz preocupada.

—Es fácil para los reyes alorn hablar de guerra —declaró—. Los alorn son guerreros; en cambio, mi Sendaria es un reino pacífico. No tenemos castillos ni plazas fortificadas y mi gente son campesinos y comerciantes. Kal Torak cometió un error al escoger Vo Mimbre como escenario de la batalla y no es probable que los angaraks vuelvan a cometer el mismo error. Creo que irrumpirán directamente a través de las praderas del norte de Algaria y caerían sobre Sendaria. Allí tenemos mucha comida y pocos guerreros. Nuestro país les proporcionaría una base ideal para una campaña contra el oeste y me temo que caeríamos muy pronto.

En ese instante, para sorpresa de Garion, Durnik interrumpió a su rey.

—No menosprecie así a los hombres de Sendaria, majestad —replicó con voz firme—. Conozco a mis vecinos y ellos lucharán. No sabemos mucho de lanzas y espadas, pero combatiremos. Si los angaraks entran en Sendaria, adueñarse de ella no les será tan fácil como algunos imaginan y, si prendemos fuego a los campos y los silos, no les dejaremos mucho que comer.

Se produjo un largo silencio. Por fin el rey Fulrach volvió a hablar con un extraño tono de humildad en su voz.

—Tienes razón, herrero Durnik. Haces que me avergüence de mis palabras. Tal vez llevo tanto tiempo siendo rey que he olvidado lo que significa ser un sendario.

Hettar, el hijo del rey Cho-Hag, intervino entonces para decir en voz baja:

—Según recuerdo, sólo hay unos pocos pasos de montaña que permitan llegar a Sendaria por la cordillera occidental. Unos cuantos aludes de piedras en los lugares adecuados podrían dejar Sendaria tan inaccesible como la Luna. Y si las avalanchas se producen en el momento oportuno, ejércitos enteros de angaraks podrían verse atrapados en esos estrechos desfiladeros.

—Vaya, es una idea muy interesante —dijo Seda con una risilla—. Así podríamos hacer mejor uso de los impulsos incendiarios de Durnik que quemar unos sembrados de nabos. Ya que Torak el Tuerto parece disfrutar tanto con el olor de los sacrificios arrojados a las llamas, quizá podamos satisfacerlo.

Al fondo del pasadizo polvoriento en el que estaba oculto, Garion captó el súbito parpadeo de una antorcha y escuchó un ligero tintineo de varias cotas de malla. No se dio cuenta del peligro casi hasta el último momento. El hombre de la capa verde también escuchó el ruido y vio la luz de la antorcha. Salió del rincón donde se ocultaba y huyó por donde había venido, pasando directamente por el resquicio de la aspillera donde se había escondido el muchacho. Garion se encogió en las sombras y asió con fuerza su oxidada espada. Por fortuna, en el momento de pasar delante de él, el individuo volvió la cabeza para echar un vistazo a la antorcha que se acercaba.

Cuando el hombre de la capa verde hubo pasado, Garion se deslizó también de su escondrijo y escapó de la zona. Los guerreros chereks hacían su ronda en busca de intrusos y le habría resultado difícil explicar que lo había llevado a aquel oscuro pasadizo. Por un instante, pensó en seguir la persecución del espía, pero decidió que ya tenía bastante por aquel día. Era hora de hablar con alguien de lo que había visto. Alguien debía saberlo: alguien a quien los reyes estuvieran dispuestos a escuchar. Cuando al fin llegó a los pasillos más frecuentados del palacio, se encaminó con firmeza hacia la cámara donde Barak seguía encerrado, presa de una silenciosa melancolía.