El palacio del rey Anheg de Cherek era un edificio enorme y sombrío situado junto al centro de Val Alorn. Unas alas inmensas se extendían a partir del edificio central en todas direcciones; muchas de ellas en ruinas, con sus ventanas sin cristales enmarcando el cielo a través de los techos hundidos. Por lo que Garion podía apreciar, no parecía haberse seguido ningún plan arquitectónico para la construcción del palacio, que más bien parecía haber sido varias veces ampliado de forma anárquica durante los más de tres mil años que los reyes de Cherek habían gobernado allí.
—¿Por qué tiene tantas partes vacías y convertidas en ruinas? —preguntó el muchacho a Barak mientras el trineo se introducía en el patio central cubierto de nieve.
—Lo que unos reyes construyeron, otros soberanos lo dejan desmoronarse —replicó Barak, lacónico—. Así son los monarcas.
Desde su encuentro con la anciana ciega del templo, el humor del cherek había cambiado por completo.
El resto de los viajeros habían desmontado ya de los trineos y los estaban esperando.
—Has estado lejos de casa demasiado tiempo, si ya te pierdes en el camino desde el puerto al palacio —comentó Seda alegremente.
—Nos han retrasado —gruñó Barak.
Una gruesa puerta revestida de hierro se abrió en lo alto de los anchos escalones que conducían al palacio, como si alguien detrás de ella estuviese aguardando su llegada. Una mujer de largas trenzas de color pajizo y envuelta en una capa de un intenso tono escarlata guarnecida de ricas pieles apareció en el pórtico que remataba la escalinata y contempló desde allí a los recién llegados.
—Saludos, señor Barak, conde de Trellheim y esposo mío —dijo la mujer con aire ceremonioso.
El rostro de Barak adoptó una expresión todavía más sombría.
—Merel —se limitó a responder con un seco gesto de cabeza.
—El rey Anheg me ha otorgado permiso para acudir a recibirte, mi señor, como es mi derecho y mi deber —continuó la esposa de Barak.
—Siempre has sido escrupulosa en el cumplimiento de todos tus deberes, Merel —asintió Barak—. ¿Dónde están mis hijas?
—En Trellheim, mi señor —respondió ella—. No me ha parecido una buena idea que hicieran un viaje tan largo con este frío.
En la voz de la mujer había un cierto tono malicioso. Barak exhaló otro suspiro.
—Entiendo —murmuró.
—¿He cometido un error, mi señor? —quiso saber Merel.
—Olvídalo —replicó él.
—Si tú y tus amigos estáis preparados, mi señor —dijo entonces la mujer—, os escoltaré hasta el salón del trono.
Barak subió la escalinata, dio a su esposa un solemne abrazo y ambos cruzaron el enorme umbral de la puerta.
—Resulta trágico —murmuró el conde de Seline sacudiendo la cabeza mientras, en compañía de los demás, ascendía las escalinatas de palacio.
—No hay para tanto —intervino Seda—. Al fin y al cabo, Barak ha encontrado lo que buscaba, ¿no es cierto?
—Eres un hombre cruel, príncipe Kheldar —respondió el conde.
—No, no —protestó Seda—. Soy realista, eso es todo. Barak se pasó años suspirando por Merel y ahora ya la tiene. Estoy encantado de ver recompensada tanta constancia, ¿tú, no?
El conde de Seline respondió con un suspiro.
Un grupo de guerreros en cota de malla se unió al grupo y lo escoltó por un laberinto de pasadizos, subiendo escaleras anchas y descendiendo por otras estrechas, internándose más y más en el inmenso edificio.
—Siempre he admirado la arquitectura cherek —comentó Seda con ironía—. Resulta tan inesperada…
—Ampliar el palacio sirve de ocupación a los reyes débiles —apuntó el rey Fulrach—. No es una mala idea, en realidad. En Sendaria, los malos reyes suelen dedicar el tiempo a promover obras públicas, pero en Val Alorn todas las calles fueron pavimentadas hace miles de años.
Seda sonrió y añadió un nuevo comentario:
—Majestad, siempre ha sido un problema evitar que los malos reyes se metan en líos.
—Príncipe Kheldar —replicó el rey Fulrach—. No le deseo ningún mal a tu tío, pero creo que sería interesante si la corona de Drasnia terminara por reposar en tu cabeza.
—Por favor, majestad —respondió Seda con fingida conmoción—, ni siquiera menciones tal posibilidad.
—Y también una esposa —añadió el conde de Seline, socarrón—. Está claro que el príncipe necesita una esposa.
—Eso sería aún peor —respondió Seda con un escalofrío. La sala del trono del rey Anheg era una cámara abovedada con un gran hogar en el centro, donde crepitaban ardientes troncos enteros. Al contrario que el salón del rey Fulrach, adornado con profusión de tapices, las paredes de piedra estaban aquí desnudas y las antorchas ardían y humeaban, colgadas de unas argollas de hierro clavadas en la roca. Los hombres que deambulaban junto al fuego no eran los elegantes cortesanos de Fulrach, sino más bien guerreros chereks de largas barbas, relucientes en sus cotas de malla. En un extremo del salón había cinco tronos, cada uno rematado con un estandarte. Cuatro de éstos estaban ocupados y tres mujeres de aspecto regio conversaban junto a los mismos.
—¡Fulrach, rey de Sendaria! —anunció uno de los guerreros que los habían escoltado, tras hacer sonar el extremo de su pica contra el suelo de piedra gastado por el uso.
—Salud, Fulrach —dijo un hombre corpulento de barba negra que ocupaba uno de los tronos, poniéndose de pie. Llevaba una larga y arrugada túnica azul salpicada de manchas, y el cabello revuelto y descuidado. La corona de oro que portaba lucía un par de abolladuras y tenía rota una de sus puntas.
—Salud, Anheg —respondió el rey de los sendarios con una ligera reverencia.
—Vuestro trono aguarda, mi querido Fulrach —indicó el hombre de aspecto desaseado con su índice dirigido hacia la enseña de Sendaria tras el trono vacante—. Los reyes de Aloria reunidos en este consejo dan la bienvenida a la sabiduría del rey de Sendaria.
A Garion, aquella forma antigua y pomposa de dirigirse le produjo una extraña impresión.
—¿Quién es cada rey, amigo Seda? —cuchicheó Durnik mientras se aproximaban a los tronos.
—El gordo de la túnica roja con el reno en la enseña es mi tío, Rhodar de Drasnia. El de cara chupada y vestido de negro con la enseña del caballo es Cho-Hag de Algaria. El grande de rostro torvo vestido de gris y sin corona que está debajo del estandarte con la espada es Brand, el Guardián de Riva.
—¿Brand? —lo interrumpió Garion, desconcertado al recordar las historias de la batalla de Vo Mimbre.
—Todos los Guardianes de Riva se llaman Brand —explicó Seda.
El rey Fulrach saludó a cada uno de los demás reyes con las formulas que parecían ser costumbre y ocupó su lugar bajo la gran bandera verde con la gavilla de trigo dorada, emblema de Sendaria.
—Salud, Belgarath, Discípulo de Aldur —dijo Anheg—, y salud a ti, Dama Polgara, honorable hija de Belgarath, el inmortal.
—No tenemos tiempo para tantas ceremonias, Anheg —respondió con acritud el señor Lobo, al tiempo que echaba la capa a su espalda y avanzaba unos pasos—. ¿Por qué me han convocado todos los reyes de Aloria?
—Permítenos seguir con nuestro pequeño ritual, Anciano —intervino con voz irónica Rhodar, el obeso monarca de Drasnia—. Rara vez tenemos la oportunidad de actuar como reyes. No tardaremos gran cosa.
El señor Lobo sacudió la cabeza, disgustado.
Una de las tres mujeres de aspecto regio se adelantó entonces. Era una mujer alta y hermosa, de cabello azabache y vestida con un traje largo de terciopelo negro ceñido con un delicado lazo. Hizo una reverencia al rey Fulrach y rozó su mejilla con la de él por un instante.
—Majestad, vuestra presencia honra nuestra casa —dijo la mujer.
—Alteza —replicó Fulrach con una respetuosa inclinación de cabeza.
—Es la reina Islena —murmuró Seda a Durnik y Garion—, la esposa de Anheg. —El hombrecillo torció la nariz en una mueca de hilaridad contenida—. Miradla cuando salude a Polgara.
La reina se volvió e hizo una profunda reverencia al señor Lobo.
—Divino Belgarath —exclamó con voz vibrante de respeto.
—En absoluto divino, Islena —respondió con sequedad el viejo.
—Inmortal hijo de Aldur —continuó ella, sin hacer caso de la interrupción—, el más poderoso de los hechiceros del mundo. Mi pobre casa tiembla ante el tremendo poder que acogen sus muros.
—Una frase muy bonita, Islena —dijo Lobo—. Un poco inexacta, pero bonita de todos modos.
Pero la reina ya se había vuelto hacia Pol.
—Gloriosa hermana… —se dirigió a ella.
—¿Hermana? —repitió Garion, sobresaltado.
—La reina es una mística —respondió Seda en voz baja—. Sabe algunos trucos de magia y se las da de hechicera. Observa.
Con un rebuscado gesto, la reina hizo aparecer en su mano una joya verde y se la ofreció a tía Pol.
—La llevaba en la manga —cuchicheó Seda alegremente.
—Un regalo regio, Islena —respondió tía Pol con una voz extraña—. Es una lástima que sólo pueda ofrecerte esto a cambio. —Y le tendió una solitaria rosa de un rojo intenso.
—¿De dónde la ha sacado? —preguntó Garion, admirado.
Seda le hizo un guiño.
La reina contempló la rosa sin saber qué hacer y luego la guardó entre ambas manos. La examinó con atención y sus ojos se abrieron de sorpresa. El color desapareció de su rostro y le empezaron a temblar las manos.
La segunda reina se había adelantado hasta donde estaba Islena. Era una mujer rubia y delicada de hermosa sonrisa que, sin ceremonias, besó al rey Fulrach y al señor Lobo, para abrazar luego a Pol con calor. Su demostración de afecto parecía sencilla y desinhibida.
—Es Porenn, reina de Drasnia —anunció Seda, y Garion notó una extraña inflexión en su voz. Se volvió a mirarlo y apareció en su rostro un levísimo asomo de amargura, un parpadeo como burlándose de sí mismo. En aquel preciso instante, con la misma claridad que si lo hubiera iluminado una centella, Garion comprendió la razón del comportamiento de Seda, a veces tan extraño. Una oleada de comprensión se le subió a la garganta hasta casi impedirle la respiración.
La tercera reina, Silar de Algaria, saludó al rey Fulrach, al señor Lobo y a tía Pol con unas breves palabras en voz baja.
—¿El Guardián de Riva no está casado? —preguntó Durnik tras buscar con la mirada otra reina.
—Tenía esposa —respondió en pocas palabras Seda, con los ojos fijos todavía en la reina Porenn—, pero murió hace algunos años. Le dejó cuatro hijos.
—¡Ah! —dijo Durnik.
En ese instante, con rostro sombrío y evidentemente irritado, Barak entró en el salón y avanzó hasta llegar ante el trono del rey Anheg.
—Bienvenido a casa, primo —dijo el rey—. Pensaba que te habías extraviado.
—Asuntos familiares, Anheg —respondió Barak—. Tenía que cambiar unas palabras con mi esposa.
—Entiendo —respondió Anheg.
—¿Conocéis a nuestros amigos? —preguntó Barak.
—Todavía no nos han sido presentados, noble Barak —intervino el rey Rhodar—. Aún estábamos procediendo a las formalidades de costumbre. —Soltó una risotada y se le agitó toda su enorme panza.
—Estoy seguro de que todos conocéis al conde de Seline —dijo Barak—, y éste es Durnik, herrero y un hombre valeroso. El muchacho se llama Garion y está al cuidado de la Dama Polgara. Es un buen chico.
—¿Os parece bien continuar con nuestro asunto? —preguntó el señor Lobo con impaciencia.
Cho-Hag, rey de los algarios, habló con una voz extrañamente grave:
—Tenéis conocimiento, inmortal Belgarath, del infortunio que nos ha sucedido. Es por eso que recurrimos a vos en súplica de consejo.
—Cho-Hag —replicó Lobo en tono visiblemente irritado—, hablas como salido de algún mal cantar de gesta arendiano. ¿De veras es necesario tanto «vos» y tanto «inmortal»?
Cho-Hag, con aire avergonzado, volvió la mirada hacia Anheg.
—Es culpa mía, Belgarath —dijo el rey de Cherek, apesadumbrado—. He ordenado a los escribas que tomen nota de cuanto se habla en el consejo. Cho-Hag, además de a ti, hablaba para la Historia.
La corona se le había ladeado ligeramente y ahora colgaba sobre una de sus orejas en posición precaria.
—La Historia es muy tolerante, Anheg —replicó Lobo—. No debes tratar de impresionarla pues, de todos modos, olvidará la mayor parte de cuanto hablemos aquí. —Se volvió hacia el Guardián de Riva y le dijo—: Brand, ¿te ves capaz de explicar todo esto sin excesivas florituras?
—Me temo que yo tengo la culpa, Belgarath —dijo con voz ronca el Guardián, vestido de gris—. El Apóstata ha conseguido llevar a cabo su robo debido a mi negligencia.
—Se suponía que el objeto se protegía a sí mismo, Brand —le respondió Lobo—. Ni siquiera yo puedo tocarlo. Conozco al ladrón y no tenías ningún modo de impedirle que penetrara en Riva. Lo que me preocupa realmente es que haya sido capaz de ponerle la mano encima al objeto sin ser destruido por su poder.
Brand extendió las manos en gesto de impotencia.
—Una mañana, al despertarnos, había desaparecido. Los sacerdotes sólo fueron capaces de adivinar el nombre del ladrón. El espíritu del dios Oso no reveló nada más. Como sabíamos de quién se trataba, hemos tenido mucho cuidado en no citar su nombre ni el del objeto que se ha llevado.
—Muy bien —intervino Lobo—. El ladrón es capaz de captar palabras en el aire a enormes distancias. Yo mismo le enseñé a hacerlo.
—Eso lo sabíamos —asintió Brand—. Lo cual nos lo hizo aún más difícil. Al comprobar que no venías y que mi mensajero tampoco regresaba, pensé que algo había salido mal y envié a mis hombres a buscarte.
Seda carraspeó y, con ademán respetuoso, interrumpió el diálogo.
—¿Puedo hablar?
—Desde luego, príncipe Kheldar —asintió el rey Anheg.
—¿Creéis prudente continuar esta conversación en público? Los murgos tienen oro suficiente para comprar oídos en muchos lugares, y las artes de los grolims pueden extraer los pensamientos de la mente de los guerreros más leales. Lo que se ignora no puede revelarse, si captáis a qué me refiero.
—Los guerreros de Anheg no son tan fáciles de comprar, Seda —replicó Barak con enojo—. Y en Cherek no hay un solo grolim.
—¿También confías tanto en los sirvientes y en las criadas de la cocina? —insistió Seda—. Yo he encontrado grolims en los sitios más insospechados.
—Lo que apunta mi sobrino tiene algo de razonable —intervino el rey Rhodar con aire pensativo—. Drasnia posee siglos de experiencia en la recopilación de información y Kheldar es uno de nuestros mejores agentes. Si él cree que nuestros comentarios pueden llegar más lejos de lo que desearíamos, tal vez sería mejor hacerle caso.
—Gracias, tío —dijo Seda con una reverencia.
—¿Podrías tú introducirte en este palacio, príncipe Kheldar? —preguntó el rey Anheg en tono desafiante.
—Ya lo he hecho, majestad —confesó Seda con modestia—. Una decena de veces o más.
Anheg se volvió hacia Rhodar con una mueca inquisitiva. Rhodar carraspeó ligeramente y se disculpó.
—Hace ya tiempo de eso, Anheg. No era nada serio. Sólo sentía curiosidad por una cosa, nada más.
—No tenías más que preguntar —dijo Anheg en un tono de voz algo ofendido.
—No quería molestarte —respondió Rhodar con un encogimiento de hombros—. Además, resulta más divertido de la otra manera.
—Amigos —interrumpió el rey Fulrach—, el asunto que tenemos ante nosotros es demasiado importante para correr el albur de verlo comprometido. ¿No sería preferible excederse en la cautela, en lugar de correr riesgos?
El rey Anheg frunció el entrecejo y se encogió de hombros.
—Como os guste —murmuró—. Continuaremos esta conversación en privado, entonces. Primo, ¿querrás despejarnos el viejo salón del rey Eldrig y montar una guardia de seguridad en los pasadizos de los alrededores?
—Ahora mismo, Anheg —asintió Barak, quien tomó una decena de hombres y abandonó el salón.
Los reyes se levantaron de sus tronos… todos salvo Cho-Hag. Un soldado poco robusto, casi tan alto como Barak y con la cabeza rapada, salvo el mechón largo de los algarios, se adelantó un paso y le ayudó a ponerse en pie y caminar.
Garion se volvió hacia Seda con aire inquisitivo.
—Sufrió una enfermedad cuando era niño —explicó Seda en voz baja—. Le dejó las piernas tan débiles que no puede sostenerse en pie sin ayuda.
—¿No le impide eso desempeñarse como rey? —preguntó Garion.
—Los algarios pasan más tiempo montados a caballo que con sus pies en el suelo —respondió Seda—. Y cuando está en su silla de montar, Cho-Hag vale tanto como cualquier hombre de Algaria. El guerrero que le ayuda es Hettar, su hijo adoptivo.
—¿Lo conoces? —inquirió Garion.
—Conozco a todo el mundo, muchacho —dijo Seda con una comedida risilla—. Hettar y yo nos hemos encontrado varias veces. Me cae bien, aunque preferiría que él no lo supiera.
La reina Porenn se acercó hacia donde estaba congregado el grupo.
—Islena nos lleva a Silar y a mí a sus aposentos privados —explicó a Seda—. Al parecer, aquí en Cherek las mujeres no deben participar en los asuntos de Estado.
—Nuestros primos chereks tienen algunos puntos negros, Alteza —respondió Seda—. Son ultraconservadores, desde luego, y todavía no se les ha pasado por la cabeza que las mujeres son también seres humanos.
La reina Porenn le guiñó el ojo con una sonrisa irónica.
—Esperaba que tendríamos la oportunidad de hablar, Kheldar, pero parece que no va a poder ser. ¿Le llevaste mi mensaje a Layla?
Seda asintió.
—Dijo que te escribiría enseguida —respondió—. Si hubiera sabido que ibas a estar aquí, yo mismo habría traído su carta.
—Fue idea de Islena —comentó ella—. Decidió que sería estupendo celebrar un consejo de reinas mientras los reyes permanecían reunidos. Habría invitado también a Layla, pero todo el mundo sabe cuánto le asustan los viajes por mar.
—¿Vuestro consejo ha tornado alguna decisión trascendental? —quiso saber Seda.
La reina Porenn respondió con una mueca.
—Ninguna. Lo único que hacemos es sentarnos a contemplar los trucos de magia de Islena; ya sabes, hacer desaparecer monedas, sacar objetos de la manga y cosas parecidas. O escucharla cuando echa la buenaventura. Silar es demasiado educada para protestar y yo soy la más joven de las tres, por lo que se supone que no debo hablar demasiado. Islena me hace sentir muy incómoda, sobre todo cuando entra en trance delante de esa estúpida bola de cristal que posee. ¿Qué te dijo Layla? ¿Cree que puede ayudarme?
—Si alguien puede, es ella —le aseguró Seda—. Debo advertirte, sin embargo, que su consejo es probable que te resulte muy explícito. La reina Layla es una mujercita pragmática y, en ocasiones, puede parecer excesivamente brusca.
La reina Porenn emitió una risilla traviesa.
—Está bien —murmuró—. Al fin y al cabo, soy una mujer hecha y derecha.
—Desde luego —asintió Seda—. Solo pretendía prepararte, eso es todo.
—¿Te burlas de mi, Kheldar? —replicó ella.
—¿Cómo iba a hacer tal cosa, Alteza? —exclamó Seda con una expresión de inocencia en el rostro.
—Te creo muy capaz, Kheldar —insistió ella.
—¿Vienes, Porenn? —preguntó la reina Islena no muy lejos del grupito.
—Enseguida, Alteza —respondió la reina de Drasnia, mientras sus dedos transmitían un breve y rápido mensaje a Seda: ¡Qué fastidio!
—Paciencia, Alteza —respondió Seda en la lengua secreta.
La reina Porenn siguió con docilidad a la majestuosa reina de Cherek y a la silenciosa reina de Algaria, que abandonaban ya el salón. Seda siguió a su reina con la mirada y en su rostro apareció de nuevo la expresión anterior, como si se burlara de sí mismo.
—Los demás se van —le dijo Garion con tiento, mientras señalaba la puerta del otro extremo del salón, por la cual salían en aquel preciso instante los reyes alorn.
—Está bien —asintió Seda, y abrió la marcha tras los soberanos con paso ágil.
Garion permaneció en la retaguardia del grupo mientras éste avanzaba por los pasadizos, bajo las corrientes de aire, en dirección al salón del rey Eldrig. La voz seca de su mente dijo al muchacho que, si tía Pol lo veía era muy posible que encontrara alguna buena razón para enviarlo lejos, a otra parte.
Mientras Garion remoloneaba al final del grupo, apareció por un instante un movimiento furtivo en uno de los pasadizos secundarios. Solo llegó a captar la breve imagen de un hombre, un guerrero cherek de aspecto normal enfundado en una capa verde oscuro, y enseguida dejó atrás la abertura lateral del pasadizo. Garion se detuvo y volvió sobre sus pasos para echar un nuevo vistazo, pero el hombre de la capa verde ya había desaparecido.
Al llegar a la puerta del salón del rey Eldrig, tía Pol lo esperaba con los brazos cruzados.
—¿Dónde estabas? —preguntó al muchacho.
—Solo echaba un vistazo por ahí —respondió con toda la inocencia de que fue capaz.
—Entiendo —asintió ella. Se volvió a Barak y añadió—: Tal vez el consejo se prolongue bastante y Garion se va a cansar mucho antes de que termine. ¿Hay algún lugar donde pueda entretenerse hasta la hora de la cena?
—¡Tía Pol! —protestó Garion.
—¿La armería, tal vez? —sugirió Barak.
—¿Qué podría hacer yo en una armería? —preguntó Garion.
—¿Acaso prefieres el fregadero? —replicó tía Pol en tono mordaz.
—Pensándolo bien, creo que me gustaría ver la armería.
—Estaba segura de ello.
—La encontrarás en el fondo de este pasillo, Garion —indicó Barak—. Es la sala de la puerta roja.
—Ve allí, pues, querido —dijo tía Pol—, y ten cuidado de no cortarte ni nada parecido.
Con aire enfurruñado, Garion recorrió con lentitud el pasillo que le había indicado Barak. Meditó profundamente sobre lo injusto de la situación; los centinelas apostados en el pasadizo ante las puertas del salón del rey Eldrig hacían imposible incluso escuchar a escondidas. Garion suspiró y continuó su solitario camino hacia la armería.
No obstante, la otra parte de su mente estaba ocupada en cavilar sobre problemas distintos. Pese a su terca negativa a aceptar la posibilidad de que el señor Lobo y la tía Pol fueran realmente Belgarath y Polgara, el comportamiento de los reyes alorn evidenciaba que, por lo menos, éstos si lo creían. También estaba el asunto de la rosa que tía Pol le había entregado a la reina Islena. Aparte de que las rosas no florecían en invierno, ¿cómo había sabido tía Pol que Islena iba a regalarle la gran joya verde, para tener preparado también su presente, aquella misteriosa rosa? El muchacho soslayó con deliberación la posibilidad de que su tía, sencillamente, hubiera creado la flor allí mismo, en aquel instante.
El pasadizo por el que avanzaba Garion sumido en sus pensamientos estaba mal iluminado por un puñado de antorchas instaladas en unos aros de hierro en las paredes. Desde ese corredor partían aquí y allá diversos pasillos secundarios, aberturas lóbregas que se perdían al fondo en las tinieblas más absolutas. Casi había llegado ya a la armería cuando escuchó un leve sonido en uno de los pasillos oscuros. Sin saber exactamente por qué, Garion retrocedió hacia otra de las aberturas y aguardó allí.
El hombre de la capa verde apareció en el corredor iluminado y echó una mirada furtiva a su alrededor. Era un hombre de aspecto normal con una barba corta de color de la arena y, probablemente, podría haber deambulado por cualquier rincón del palacio sin atraer apenas la atención. Sin embargo, sus ademanes y sus movimientos sigilosos denunciaban, más que cualquier palabra, que estaba haciendo algo que no debía. El individuo se escabulló por el pasadizo en la misma dirección que había tomado Garion y el muchacho se refugió en la oscuridad protectora de su escondrijo. Cuando volvió a asomar la cabeza con suma cautela, el hombre de la capa verde había desaparecido y le resultó imposible determinar por cuál de los oscuros pasadizos secundarios había tomado.
La voz interior de Garion le dijo que, aunque le contara a alguien lo sucedido, nadie le prestaría atención. Necesitaría algo más tangible que una mera sensación de inquietud y suspicacia si no quería aparecer como un tonto delante de los demás. Lo único que podía hacer, por el momento, era mantener los ojos muy abiertos por si volvía a ver al hombre de la capa verde.