Recorrieron a caballo las tranquilas calles de Sendar hasta el puerto con las primeras luces grises del amanecer; el barco los aguardaba. Las galas de la velada anterior habían quedado a un lado y todos lucían de nuevo sus ropas habituales. Incluso el rey Fulrach y el conde de Seline vestían indumentarias sencillas que les daban el aspecto de un par de comerciantes de Sendar moderadamente prósperos que se dispusieran a salir en viaje de negocios. La reina Layla, que no iba a acompañarlos, cabalgaba al lado de su marido; al parecer, hablaba seriamente con él, pues la expresión de su rostro sugería que estaba todo el tiempo al borde de las lágrimas. El grupo iba acompañado por una escolta de soldados envueltos en sus capas para protegerse del áspero y helado viento procedente del mar.
Al pie de la calle que conducía desde el palacio hasta el puerto, los muelles de piedra de Sendar penetraban en las agitadas aguas, y allí, meciéndose en ellas y tirando de las amarras que lo mantenían sujeto, estaba su barco. Era una nave esbelta, de manga estrecha y proa alta, cuya apariencia afilada, lobuna, estaba lejos de contribuir a calmar a un Garion nerviosísimo ante su primer viaje por mar. En la cubierta de la embarcación haraganeaba un grupo de marineros de aspecto salvaje, barbudos y vestidos con unas toscas prendas de pieles. Con la excepción de Barak, aquéllos eran los primeros chereks que Garion veía en su vida, y su impresión inicial fue que resultarían muy poco de fiar.
—¡Barak!
Un hombre robusto encaramado en mitad del mástil gritó el nombre y descendió mano a mano por un cabo hasta la cubierta, desde la cual saltó al muelle.
—¡Greldik! —rugió Barak en respuesta, y desmontó deprisa del caballo para fundirse en un abrazo de oso con el marinero de temible apariencia.
—Parece que Barak de Trellheim conoce a nuestro capitán —comentó el conde de Seline.
—Eso resulta inquietante —añadió Seda con ironía—. Esperaba tener por capitán a un hombre sobrio y sensible, de mediana edad y naturaleza conservadora. No soy hombre amante de los barcos y las travesías marítimas.
—Me han dicho que el capitán Greldik es uno de los mejores marinos de todo Cherek —le aseguró el conde.
—Señor —replicó Seda con aire dolorido—, las definiciones chereks pueden ser engañosas.
Después, observó con acritud a Barak y Greldik, que celebraban su encuentro con unas jarras de cerveza que un sonriente marinero les había bajado de la nave.
La reina Layla había desmontado y abrazaba a tía Pol.
—Por favor, cuida de mi pobre marido, Pol —dijo a ésta con una risita algo nerviosa—. No dejes que esos pendencieros alorn lo empujen a hacer alguna tontería.
—Desde luego, Layla —la reconfortó tía Pol.
—Vamos, Layla —intervino el rey Fulrach con voz turbada—. No me pasará nada. Al fin y al cabo, soy un hombre hecho y derecho.
La rechoncha soberana se secó las lágrimas.
—Prométeme que irás bien abrigado —murmuró—, y que no te pasarás toda la noche bebiendo con Anheg.
—Tenemos entre manos un asunto muy serio, Layla —dijo el rey—. No habrá tiempo para eso.
—Conozco demasiado bien a Anheg —aseguró la reina mientras se sorbía las lágrimas. Después se volvió hacia el señor Lobo, se puso de puntillas y lo besó en su barbuda mejilla—. Querido Belgarath —le dijo—, cuando esto haya terminado, prométeme que tú y Pol volveréis para hacernos una larga visita.
—Te lo prometo, Layla —declaró el señor Lobo, solemne.
—La marea está cambiando, majestad —indicó Greldik—, y mi barco está cada vez más inquieto.
—¡Oh, querido! —exclamó la reina. Pasó sus brazos en torno al cuello del monarca y hundió el rostro en su hombro.
—Vamos, vamos, está bien… —murmuró Fulrach, sin saber qué hacer.
—Si no te vas ahora mismo, voy a ponerme a llorar delante de todos —dijo ella al tiempo que se apartó del rey de un empujón.
Las losas del muelle estaban resbaladizas y la estilizada nave de Cherek se mecía y se bamboleaba con el oleaje. La estrecha pasarela que tenían que cruzar se movía peligrosamente en todas direcciones, pero consiguieron subir a bordo sin contratiempos. Los marineros armaron los aparejos y ocuparon sus puestos en los remos. El esbelto barco se apartó del muelle y cruzó deprisa el puerto pasando ante los robustos y amplios buques mercantes anclados en él. La reina Layla permaneció llorosa en el muelle, rodeada de recios soldados. Después, agitó la mano varias veces en señal de adiós y siguió mirando, con la cabeza levantada en gesto animoso.
El capitán Greldik ocupó su puesto al timón con Barak a su lado e hizo una seña a un guerrero bajo y musculoso que estaba acuclillado cerca de él. El guerrero asintió y puso a un lado un trapo de lona que cubría un timbal con un parche de cuero. Con un mazo en la mano, el hombre inició un lento batir y los remeros se acoplaron de inmediato al ritmo marcado. La nave saltó adelante y puso proa a mar abierto.
Cuando dejaron atrás la protección del puerto, las olas se hicieron tan poderosas que el barco dejó de mecerse y empezó, por contra, a subir y bajar a toda velocidad los valles y crestas de las olas. Los largos remos, que se hundían al ritmo del hosco timbal, apenas dejaban huellas en la superficie de las olas. El mar tenía un color gris plomizo bajo el cielo ventoso y las costas bajas de Sendaria, cubiertas de nieve, se deslizaron a su derecha, yermas y solitarias.
Garion pasó la mayor parte del día tiritando en un rincón abrigado cerca de la proa, con la vista puesta en el mar y el ánimo encogido. Las astillas y fragmentos en que se había roto su vida la noche anterior seguían dispersos a su alrededor. La idea de que Lobo fuera Belgarath y la tía Pol fuera Polgara resultaba absurda, naturalmente. No obstante, el muchacho estaba convencido de que una parte de todo aquello, al menos, era cierto. Tal vez Pol no fuera Polgara pero, desde luego, casi seguro que no era su tía. Garion evitó mirarla todo el tiempo que pudo y no habló con nadie.
Por la noche durmieron en los estrechos camarotes, debajo de la cubierta de popa. El señor Lobo se quedó hablando un buen rato con el rey Fulrach y el conde de Seline. Garion estudió a hurtadillas al viejo, cuyo cabello plateado y barba rala casi brillaban bajo la luz de una lámpara de aceite que se balanceaba sin cesar, colgada de una de las vigas bajas. El señor Lobo parecía el mismo de antes y Garion terminó por darse la vuelta y caer dormido.
Al día siguiente, doblaron el cabo de Sendaria y continuaron con rumbo nordeste favorecidos por un buen viento. Las velas fueron izadas y los remeros pudieron descansar. Garion continuó atribulado por sus problemas.
El tercer día de travesía el viento se volvió tormentoso y muy frío. Los aparejos crujían a causa del hielo y una llovizna helada descargó sobre el mar a su alrededor.
—Si no aclara el tiempo, el paso del canal va a resultar difícil —comentó Barak, con el entrecejo fruncido bajo el aguanieve.
—¿Qué? —preguntó Durnik con aprensión. El herrero no se encontraba nada cómodo a bordo. Acababa de recuperarse de un prolongado mareo y estaba, obviamente, un poco irritable.
—El canal de Cherek —explicó Barak—. Es un paso de una legua aproximada de anchura que se abre entre el vértice norte de Sendaria y la punta meridional de la península de Cherek. Está lleno de corrientes, remolinos y esas cosas, pero no debes preocuparte, Durnik. Éste es un buen barco y Greldik conoce los secretos de la navegación por el canal. Quizás el paso resulte un poco movido, pero estaremos a salvo…, a menos que tengamos mala suerte, claro.
—No sabes cuánto me alegro de oírte —murmuró con aspereza Seda, que se había acercado a ellos—. Llevo tres días que intento no pensar en el canal.
—¿Tan terrible es? —quiso saber Durnik con voz llena de aprensión.
—Yo siempre me aseguro de no cruzarlo sobrio —le confesó Seda.
Barak soltó una carcajada.
—Deberías dar gracias de que exista ese canal, Seda —dijo a continuación—. Mantiene al Imperio fuera del golfo de Cherek. De no ser por él, toda Drasnia sería una provincia tolnedrana.
—Desde el punto de vista político, lo admiro —asintió Seda—; pero, personalmente, me sentiría mucho más feliz si no tuviera que volver a verlo nunca más.
Al día siguiente, echaron el ancla cerca de la costa rocosa del norte de Sendaria y esperaron a que cambiara la marea. Por fin, el movimiento de las aguas se invirtió y la masa del mar de los Vientos formó olas y corrientes a través del canal para elevar el nivel del golfo de Cherek.
—Busca algo sólido y sujétate bien, Garion —le aconsejó Barak mientras Greldik ordenaba que fuera izada el ancla—. Con este viento favorable, el paso puede resultar interesante.
Barak se alejó a grandes pasos por la estrecha cubierta, mostrando los dientes en una abierta sonrisa.
Era una estupidez. Garion lo sabía desde el mismo momento en que se levantó y empezó a seguir al gigante de barba roja hacia la proa; cuatro días de meditaciones solitarias sobre un problema que no parecía tener ninguna lógica lo hacían sentirse casi beligerantemente temerario. Con los dientes apretados, se agarró de una oxidada argolla de hierro incrustada en la proa.
Barak se echo a reír y le dio una contundente palmadita en la espalda.
—Buen chico —asintió, con un gesto de aprobación—. Nos quedaremos los dos aquí y veremos las entrañas del canal.
Garion prefirió no responder.
Con el viento y la marea a popa la nave de Greldik voló literalmente por el paso, encabritada y estremecida bajo la fuerza de violentas contracorrientes. La espuma helada salpicaba sus rostros y Garion, medio cegado por ella, no vio el enorme remolino del centro del canal hasta que casi lo tuvieron encima. Le pareció escuchar un inmenso rugido y se aclaró los ojos justo a tiempo de verlo bostezar delante de él.
—¿Qué es eso? —gritó, haciéndose oír por encima del ruido.
—El Gran Torbellino —respondió Barak—. Sujétate.
El Torbellino era tan grande como todo el pueblo de Gralt y descendía siniestro hasta formar un pozo agitado lleno de niebla de una inconcebible profundidad. Garion advirtió incrédulo que, en lugar de guiar la nave lejos del vórtice, Greldik la llevaba directo hacia la vorágine.
—¿Qué hace? —gritó el muchacho.
—Éste es el secreto del paso por el canal —explicó Barak con un rugido—. Debemos dar dos vueltas al Torbellino para ganar velocidad. Si el barco no se rompe, saldrá disparado como la piedra de una honda y salvará las corrientes del otro lado antes de que éstas frenen su marcha y lo arrastren hacia atrás.
—¿Si el barco no qué?
—A veces, alguna embarcación es destrozada por el remolino —dijo Barak—. Pero no te preocupes, muchacho; no sucede muy a menudo y el barco de Greldik parece bastante sólido.
La proa de la nave se hundió de modo escalofriante en el borde exterior del torbellino y dio dos vueltas en torno al enorme embudo a velocidad creciente, mientras los remeros doblaban con ímpetu la espalda bajo el ritmo frenético del timbal. El viento era como una cuchilla en el rostro de Garion y el muchacho se cogió con todas sus fuerzas de la argolla de hierro y apartó la vista de las amenazadoras fauces que se abrían debajo de él.
Entonces, la embarcación salió despedida del torbellino y surcó las aguas agitadas como un proyectil silbante. El viento causado por la velocidad de la nave aullaba en las jarcias y su fuerza dejó a Garion casi sin respiración.
Poco a poco, la nave aminoró su marcha entre las aguas inquietas por las corrientes, pero el impulso que había acumulado en el remolino fue suficiente para llegar hasta las aguas tranquilas de una ensenada de la costa de Sendaria. Ellas proporcionaron a los viajeros cierto refugio.
Barak, con una sonrisa de júbilo, se limpió la espuma de la barba y dijo al muchacho:
—Bueno, Garion, ¿qué te ha parecido el canal?
Garion no estuvo seguro de poder contestar y se concentró en tratar de desasir sus dedos entumecidos del aro de hierro.
Una voz familiar se oyó entonces desde la popa.
—¡Garion!
—Ahora sí que me has metido en un buen problema —murmuró Garion con resentimiento, sin recordar que había sido idea suya quedarse en la proa.
La tía Pol dirigió una severa reprimenda a Barak por su irresponsabilidad y luego volvió su atención al muchacho.
—Muy bien —le dijo—, estoy esperando. ¿Quieres hacer el favor de explicarme esto?
—No ha sido culpa de Barak —respondió Garion. Al fin y al cabo, no era necesario que la responsabilidad los alcanzara a los dos—. Todo ha sido idea mía.
—Entendido —replicó tía Pol—. ¿Y por qué se te ha ocurrido hacerlo?
Las confusiones y dudas que habían atribulado al muchacho le hicieron responder con descaro.
—Porque me ha dado la gana —replicó con aire medio desafiante. Por primera vez en su vida, se sintió a punto de rebelarse.
—¿Qué?
—Porque me ha dado la gana —repitió el muchacho—. ¿Qué importa por qué lo he hecho, si de todos modos me vas a castigar?
Tía Pol se puso muy tensa y en sus ojos apareció una llamarada de cólera. El señor Lobo, sentado cerca de la pareja, soltó una risilla.
—¿Encuentras esto muy divertido? —le soltó de pronto la mujer.
—¿Por qué no dejas que me encargue del asunto, Pol? —sugirió el viejo.
—Puedo encargarme de todo —replicó ella.
—Pero no lo haces bien, Pol —insistió Lobo—. Nada bien. Tienes el genio demasiado vivo y la lengua demasiado afilada. Garion ya no es un niño. Todavía no es un hombre, pero ya tampoco es un niño. Éste problema debe ser enfocado de una manera especial. Yo me encargaré de ello —repitió, incorporándose—. Debo insistir en ello, Pol.
—¿Qué?
—Debo insistir. —El señor Lobo le dirigió una dura mirada.
—Está bien —concedió ella entonces y, dando media vuelta, se alejó.
—Siéntate, Garion —dijo el anciano.
—¿Por qué es tan mala? —exclamó Garion.
—No lo es —respondió el señor Lobo—. Está enfadada porque le has dado un susto. A nadie le gusta que lo sobresalten así.
—Lo siento —murmuró el muchacho, avergonzado de si mismo.
—No te disculpes conmigo —continuó Lobo—. Yo no estaba asustado. —Dirigió una mirada penetrante a los ojos de Garion por un instante y le preguntó—: ¿Qué problema tienes?
—He oído que te llaman Belgarath —dijo el muchacho como si eso lo explicara todo— y a ella, Polgara.
—¿Y?
—Que no es posible.
—¿No hemos tenido ya esta misma conversación hace mucho tiempo?
—Entonces, ¿eres Belgarath? —exigió saber Garion abiertamente.
—Hay gente que me llama así. ¿Qué importa eso, Garion?
—Lo siento —respondió éste—, pero no puedo creerlo.
—Está bien. —Lobo se encogió de hombros—. No tienes que hacerlo si no quieres pero ¿qué tiene que ver eso con tratar a tía Pol de la manera grosera en que lo has hecho?
—Es que… —Garion titubeó—. Bueno…
El muchacho deseaba con desesperación poder hacer aquella última y fatal pregunta pero, a pesar de estar seguro de que no existía parentesco alguno entre él y la tía Pol, no podía soportar la idea de ver confirmado irrevocable y definitivamente tal hecho.
—Te sientes confundido, ¿no es eso? —intervino Lobo—. Nada parece ser lo que debería y estás enfadado con tu tía porque te parece que ha de ser la culpable.
—Explicado así, suena más que infantil —murmuró Garion, ligeramente sonrojado.
—¿Y no lo es? —El muchacho se ruborizó aún más—. El problema es tuyo, Garion —prosiguió el señor Lobo—. ¿De veras crees que es justo hacer sentirse desgraciados a los demás por culpa de ello?
—No —reconoció Garion con voz apenas audible.
—Tu tía y yo somos quienes somos —respondió Lobo con parsimonia—. La gente ha dicho muchas tonterías de nosotros, pero eso no tiene importancia, en realidad. Hay cosas que deben hacerse y nosotros somos quienes hemos de llevarlas a cabo. Eso es lo que importa. No le pongas más difíciles las cosas a tu tía porque el mundo no se ajuste al modo en que a ti te gustaría. Tal actitud no sólo es infantil, sino desconsiderada, y tú eres un chico demasiado bueno para comportarte así. Me parece que le debes una disculpa, ¿no crees?
—Supongo que sí —reconoció el muchacho.
—Me alegro de que hayamos tenido ocasión de hablar —añadió el anciano—, pero en tu lugar no tardaría mucho en ir a ver a Pol. No podrías creer el tiempo que puede llegar a durarle un enfado —con una súbita sonrisa, Lobo añadió—: lleva enojada conmigo desde que puedo recordar, y eso es tanto tiempo que no me gusta ni pensar en ello.
—Iré a verla ahora mismo —afirmó Garion.
—Bien —asintió Lobo con un gesto de aprobación.
El muchacho se puso en pie y se dirigió con paso decidido hacia la tía Pol, que contemplaba desde la cubierta las corrientes cambiantes que formaban rápidos torbellinos en el canal de Cherek.
—Tía Pol —dijo el muchacho.
—¿Sí, querido?
—Lo siento. Me he portado mal.
La mujer se volvió y lo miró con aire grave.
—Si, tienes razón en eso.
—No volveré a hacerlo.
Pol se echo a reír entonces con una risa cálida y profunda, al tiempo que pasaba sus dedos por el cabello enmarañado del muchacho.
—No hagas promesas que no puedas cumplir, cariño —respondió ella. Mujer y muchacho se abrazaron y todo quedó olvidado.
Cuando se hubo calmado la furia de la marea en el canal, la nave tomó rumbo al norte por la costa este de la península de Cherek, cubierta de nieve, en dirección a la antigua ciudad que era el hogar ancestral de todos los alorn, tanto de los algarios y drasnianos como chereks y rivanos. El viento soplaba helado y el cielo se extendía amenazador, pero el resto de la travesía transcurrió sin problemas.
Tres días después, la nave hizo su entrada en el puerto de Val Alorn y quedó amarrada en uno de los muelles cubiertos de hielo.
Val Alorn no se parecía a ninguna ciudad sendaria. Sus muros y edificios tenían una antigüedad tan increíble que más parecían formaciones rocosas naturales que obra de la mano del hombre. Las callejas estrechas y serpenteantes estaban llenas de nieve y, detrás de la ciudad, las montañas se recortaban, blancas e imponentes, contra el cielo oscuro.
En el muelle los esperaban varios trineos tirados por caballos, con cocheros de aspecto feroz y animales muy peludos que pateaban la nieve dura con gesto de impaciencia. En los trineos había varias capas de pieles y Garion se envolvió en una de ellas mientras esperaba que Barak terminara de despedirse de Greldik y de los tripulantes.
—Vámonos —indicó Barak al conductor del trineo al tiempo que montaba en éste—. Veamos si eres capaz de alcanzar a los demás.
—Si no te hubieras entretenido tanto tiempo con tu charla, conde Barak, no nos habrían tomado tanta delantera —replicó el cochero con acritud.
—Es probable que tengas razón —asintió Barak.
El hombre del pescante lanzó un gruñido, tocó a los caballos con el látigo y el trineo inició la marcha calle arriba, siguiendo la ruta por la que habían desaparecido los demás.
Las estrechas callejas estaban repletas de guerreros chereks vestidos con pieles y muchos de ellos saludaron a gritos a Barak cuando lo vieron pasar en el trineo. En una esquina, el cochero hubo de detener la marcha mientras dos hombres corpulentos, desnudos de cintura para arriba bajo el frío terrible, estaban enzarzados en una lucha con llaves en plena calle, sobre la nieve, rodeados por una multitud de curiosos que los jaleaba.
—Un pasatiempo habitual —explicó Barak a Garion—. El invierno es una época aburrida en Val Alorn.
—¿Eso de ahí enfrente es el palacio? —inquirió Garion.
Barak respondió con un gesto de negativa.
—Es el templo de Belar —le informó—. Hay quien dice que el dios Oso reside en él en espíritu, pero yo no lo he visto nunca personalmente, así que no puedo estar seguro de ello.
Cuando los luchadores se apartaron por fin de su camino, el trineo continuó la marcha.
En la escalinata de acceso al templo, una vieja envuelta en unas raídas prendas de lana y con el cabello revuelto y sucio cayéndole en guedejas sobre el rostro, se incorporó ayudada de un largo bastón que sujetaba con su mano huesuda.
—Saludos, conde Barak —exclamó la anciana con voz cascada cuando el trineo se acercó a ella—. El Destino todavía te aguarda.
—Detén el trineo —ordenó Barak al cochero con un gruñido, al tiempo que apartaba la capa de pieles y saltaba al suelo—. Martje —dijo a la vieja con voz atronadora—, tienes prohibido vagar por aquí. Si le cuento a Anheg que le has desobedecido, él hará que los sacerdotes del templo te quemen por bruja.
La anciana le respondió con un graznido que quería ser una risa y Garion advirtió con un escalofrío que la desconocida tenía los ojos cubiertos por un velo lechoso que le impedía ver.
—El fuego no tocará a la vieja Martje —exclamó ésta con una risa que sonó como un aullido—. No es ése el Destino que le aguarda.
—Basta ya de destinos —dijo Barak—. Aléjate del templo.
—Martje ve lo que ve —insistió la mujer—. La marca del Destino aún está sobre ti, gran conde Barak. Cuando te alcance, recordarás las palabras de la vieja Martje.
Tras estas palabras, la anciana pareció mirar hacia el trineo donde Garion seguía sentado, aunque era evidente que sus ojos estaban ciegos. Su expresión cambió de pronto: la sonrisa maliciosa se transformó en una extraña mueca de asombro y respeto.
—Salve a ti, supremo entre los grandes —murmuró con voz ronca al tiempo que efectuaba una profunda reverencia—. Cuando tomes posesión de tu herencia, recuerda que fue la vieja Martje la primera en saludarte.
Barak dio unos pasos hacia la mujer con un rugido, pero ella se escabulló lejos de su alcance, tanteando los peldaños con el bastón.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó Garion a Barak cuando éste volvió al trineo.
—Es una vieja chiflada —replicó Barak con el rostro lívido de furia—. Siempre merodea por el templo, pide limosna y asusta con su palabrería a las mujeres crédulas. Si Anheg tuviera dos dedos de frente, la habría expulsado de la ciudad o la habría hecho quemar hace años.
Saltó al vehículo e indicó con sequedad al cochero que reanudara la marcha.
Garion volvió la cabeza, pero no vio a la anciana por ninguna parte.