Tardaron nueve días de viaje por la ruta de la costa desde Camaar a la capital de Sendar, aunque sólo había cincuenta y cinco leguas de distancia. El capitán Brendig media su paso con tal cuidado y el destacamento de soldados avanzaba colocado de tal manera que resultaba descabellada cualquier idea de escapar. Aunque había dejado de nevar, el camino seguía estando difícil y el viento que soplaba de mar a tierra y barría las amplias marismas cubiertas de nieve era helado y penetrante. Tras cada jornada, hicieron noche en una de las hosterías sendarias, equidistantes unas de otras, que se sucedían como hitos orientadores a lo largo de la costa deshabitada. Las hosterías no estaban tan bien dotadas como sus correspondientes tolnedranas de la Gran Ruta del Norte pero, al menos, resultaban adecuadas. El capitán Brendig pareció ocuparse a conciencia de que el grupo se sintiera cómodo, pero también apostó centinelas a la puerta cada noche.
La tarde del segundo día, Garion se sentó cerca del fuego con Durnik, contemplando las llamas con aire taciturno. Durnik era su amigo más antiguo y Garion sintió una desesperada necesidad de tener la amistad de alguien en aquel instante.
—Durnik —dijo por ultimo.
—¿Sí, muchacho?
—¿Has estado alguna vez en una mazmorra?
—¿Qué podría haber hecho para merecer que me encerraran en una?
—Pensaba que tal vez hubieras visto alguna de cerca.
—La gente honrada no anda cerca de tales lugares —dijo Durnik.
—He oído que son horribles, frías y oscuras y llenas de ratas.
—¿Qué es tanto hablar de mazmorras? —quiso saber Durnik.
—Me temo que muy pronto lo averiguaremos todo de esos lugares terribles —le confió Garion, tratando de no parecer demasiado asustado.
—No hemos hecho nada malo —respondió Durnik.
—Entonces, ¿por qué mandaría el rey que nos prendieran de esta manera? Los reyes no hacen cosas así sin una buena razón.
—No hemos hecho nada malo —repitió Durnik con terquedad.
—Pero puede que el señor Lobo si —apuntó Garion—. El rey no mandaría todos estos soldados tras él sin una buena razón… y todos los demás podríamos terminar en las mazmorras junto a él sólo por ser sus acompañantes.
—En Sendaria no suceden cosas así —replicó Durnik con firmeza.
Al día siguiente, el viento soplaba de mar a tierra con gran fuerza, pero era un viento cálido y el palmo de nieve que cubría el camino empezó a aguarse. A mediodía, se puso a llover y siguieron la marcha hacia la siguiente hostería, empapados y castigados por el viento.
—Me temo que habremos de retrasar el viaje hasta que el tiempo mejore —anunció el capitán Brendig esa noche, mientras miraba por una de las pequeñas ventanas de la hostería—. Mañana por la mañana, el camino va a estar intransitable.
Efectivamente, pasaron el día siguiente, y el otro, sentados en la sala principal de la hostería escuchando el sonido de la lluvia impulsada por el viento contra las paredes y el techo, bajo la permanente vigilancia de Brendig y sus soldados.
—Seda —dijo Garion el segundo día, deslizándose hasta el banco donde el hombrecillo de rostro de hurón estaba adormilado.
—¿Sí, muchacho? —respondió el aludido, incorporándose.
—¿Qué clase de persona es el rey?
—¿Qué rey?
—El de Sendaria.
—Un hombre estúpido… como todos los reyes. —Seda se echó a reír—. Los reyes sendarios son tal vez un poco más estúpidos, pero es lógico que así sea. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno… —Garion vaciló antes de continuar—. Supongamos que alguien ha hecho algo que ha disgustado al rey y que esa persona está viajando con otras y que el rey las hace prender a todas. ¿Sería capaz el rey de arrojarlos a todos a las mazmorras, o más bien dejaría marchar en paz a los demás y se quedaría con el que lo ha hecho enfadar?
Seda lo miró un momento y luego dijo:
—Ésa pregunta es impropia de ti, Garion.
El muchacho se ruborizó.
—Las mazmorras me dan miedo —dijo con una vocecilla hueca, súbitamente avergonzado de sí mismo—. No me gustaría que me encerraran para siempre en la oscuridad sin saber siquiera la razón.
—Los reyes de Sendaria son hombres justos y honrados —dijo Seda—. No muy brillantes, me temo, pero siempre justos.
—¿Cómo pueden ser reyes si no son inteligentes? —protestó Garion.
—La inteligencia es una cualidad útil en un rey —afirmó Seda—, pero no fundamental.
—Entonces, ¿cómo pueden ser reyes? —quiso saber Garion.
—Algunos nacen siéndolo —explicó su interlocutor—. El hombre más estúpido puede ser rey si tiene los padres debidos. Los reyes sendarios tienen una desventaja porque empezaron de muy abajo.
—¿Abajo?
—Eran proclamados por elección. Nadie hasta entonces había elegido a un rey…, sólo los sendarios.
—¿Cómo se elige un rey?
—Muy mal, Garion —respondió Seda con una sonrisa—. Es un mal sistema para escoger un rey. Los otros sistemas son peores, pero la elección es un sistema muy malo de escoger un rey.
—Cuéntame cómo se hizo —pidió Garion.
Seda dirigió una breve mirada a la ventana salpicada por la lluvia del otro extremo de la sala y se encogió de hombros.
—Supongo que es un medio como otro de pasar el tiempo —murmuró. Se reclinó hacia atrás en el asiento, extendió los pies hacia el fuego y empezó su relato—:
Todo empezó hace unos quince siglos —dijo con voz lo bastante alta para que llegara hasta los oídos del capitán Brendig, quien estaba sentado cerca de ellos escribiendo algo en un pergamino—. Sendaria no era por entonces un reino, ni siquiera un país independiente. En diversos momentos de su historia perteneció a Cherek, Algaria o a los arendianos del norte, wacitas o de Vo Astur, según los vaivenes de la guerra civil arendiana. Cuando esta guerra terminó por fin y los wacitas fueron destruidos y Vo Astur fue derrotada y sus gentes expulsadas hacia las extensiones inexploradas del gran bosque de Arendia septentrional, el emperador de Tolnedra, Ran Horb II, tomó la decisión de que se estableciera un reino en estas tierras.
—¿Cómo es posible que un emperador de Tolnedra tomara una decisión así con Sendaria? —se extrañó Garion.
—El brazo del Imperio es muy largo —comentó Seda—. La Gran Ruta del Norte había sido construida durante la segunda dinastía Borune…, creo que fue Ran Borune IV quien inició la construcción, ¿no es así, capitán?
—El Quinto —respondió Brendig con cierta acritud y sin alzar la vista—. Ran Borune V.
—Gracias, capitán —dijo el hombrecillo—. Nunca consigo aprenderme correctamente las dinastías Borune. En cualquier caso, las legiones imperiales ya recorrían Sendaria por aquel entonces para mantener la vía de comunicación y, si uno tiene tropas en una zona, ejerce cierta autoridad sobre ella, ¿no opináis así, capitán?
—Tú eres quien narra esta historia —replicó Brendig, lacónico.
—Desde luego —asintió Seda—. Ahora bien, si Ran Horb tomó tal decisión no fue en un arrebato de generosidad, no vayamos a engañarnos. Los tolnedranos nunca regalan nada. Lo único que sucedió fue que los arendianos de Vo Mimbre habían ganado por fin la guerra civil arendiana, mil años de traiciones y derramamientos de sangre, y Tolnedra no se podía permitir que el pueblo de Vo Mimbre se expandiera hacia el norte. La creación de un reino independiente en Sendaria cerraría el acceso de Vo Mimbre a las rutas comerciales que descendían desde Drasnia e impedirían que la sede del poder mundial se desplazara a Vo Mimbre y con ello arrinconaría la capital imperial de Tol Honeth dejándola en un segundo plano.
—Todo esto suena terriblemente complicado —dijo Garion.
—En realidad, no lo es —respondió Seda—. Sólo se trata de política, y ése es un juego muy sencillo, ¿verdad, capitán?
—Es un juego que yo no practico —respondió Brendig sin levantar la mirada.
—¿De veras? —inquirió Seda—. ¿Tanto tiempo en la corte y sin hacer política? Sois un hombre extraño, capitán. En cualquier caso, los sendarios descubrieron de pronto que tenían un reino pero carecían de una nobleza hereditaria. Había, claro, algunos nobles tolnedranos retirados que vivían en grandes haciendas aquí y allá, diversos pretendientes a este o aquel título wacita o de Vo Astur, un par de jefes guerreros chereks con un puñado de seguidores, pero no existía una auténtica nobleza sendaria. Así pues, se decidió celebrar una votación nacional…, se escogió un rey, ¿entiendes?, y se dejó a éste el reparto de títulos. Una solución muy práctica y típicamente sendaria.
—¿Cómo se escoge un rey? —preguntó Garion, que empezaba a perder el miedo a las mazmorras, fascinado con el relato.
—Todo el mundo vota —explicó Seda—. Naturalmente, es probable que los padres pongan los votos en nombre de los hijos, pero, en general, parecen producirse muy pocas trampas. El resto del mundo contempló esta estupidez y se burló de ella, pero los sendarios continuaron celebrando una selección tras otra durante una decena de años.
—Seis años, para ser exactos —precisó Brendig sin levantar todavía el rostro del pergamino—. De 3827 a 3833.
—Y hubo más de mil candidatos —añadió Seda.
—Setecientos cuarenta y tres —replicó Brendig, estricto.
—Me doy por corregido, noble capitán. Es un alivio enorme tener aquí un experto semejante para matizar mis datos, pues no soy más que un sencillo mercader drasniano con poca instrucción en historia. Sea como fuere, en la vigésima tercera convocatoria, las urnas dieron finalmente un rey: un cultivador de nabos llamado Fundor.
—Cultivaba otras cosas, además de nabos —replicó Brendig, alzando por fin la mirada con gesto irritado.
—¡Oh, es cierto! —exclamó Seda, golpeándose la frente con la palma de la mano—. ¿Cómo he podido olvidarme de las coles? ¡Fundor también cultivaba coles, Garion! ¡No olvides nunca las coles! Bien, todos los que se consideraban importantes en Sendaria acudieron a la huerta de Fundor y lo encontraron abonando sus tierras enérgicamente, y lo saludaron con grandes voces, «¡Viva Fundor el Magnífico, rey de Sendaria!», e hincaron la rodilla ante su augusta presencia.
—¿Es preciso continuar con esto? —preguntó Brendig con voz dolida.
—El muchacho quiere saber, capitán —replicó Seda con una mueca de inocencia—. Es nuestro deber, como adultos que somos, instruirlo con la historia de nuestro pasado, ¿no os parece?
—Sigue diciendo lo que te venga en gana —masculló Brendig con voz tensa.
—Gracias por darme permiso, capitán —añadió Seda con una inclinación de cabeza—. ¿Sabes qué dijo entonces el rey de Sendaria, muchacho?
—No —dijo Garion—. ¿Qué?
—«Os ruego, eminencias —dijo el rey—, que tengáis cuidado con vuestros atavíos. Acabo de abonar la tierra en la que estáis arrodillados».
Barak, que estaba sentado cerca de ellos, lanzó una carcajada como un rugido, golpeándose la rodilla con una de sus manazas.
—Vuestra historia me resulta muy poco divertida —murmuró el capitán Brendig con frialdad, al tiempo que se ponía en pie—. Yo no hago bromas sobre el rey de Drasnia, ¿verdad?
—Vos sois un hombre educado, capitán —replicó Seda con suavidad—, y de noble cuna. Yo sólo soy un pobre hombre que trata de abrirse camino en el mundo.
Brendig lo miró con impotencia, giró sobre sus talones y salió de la estancia con enérgicas zancadas.
A la mañana siguiente, el viento había amainado y la lluvia había cesado. El camino era casi un lodazal, pero Brendig decidió que era preciso continuar. La jornada fue difícil aquel día, pero al siguiente resultó más fácil pues el camino empezó a secarse.
Tía Pol no parecía preocupada por el hecho de que los hubieran apresado por orden del rey. Mantuvo su porte regio aunque Garion no veía ninguna necesidad de continuar fingiendo y deseaba fervientemente que dejara de hacerlo. La sensibilidad y sentido práctico con que había dirigido su cocina en la hacienda de Faldor habían sido reemplazados de pronto por una especie de exigente testarudez que le resultaba especialmente inquietante al muchacho. Por primera vez en su vida, notaba una distancia entre ellos, y esa distancia creaba un hueco, un vacío, que hasta entonces nunca había sentido. Para empeorar más las cosas, la torturadora incertidumbre que había ido creciendo dentro de él desde la inequívoca declaración de Seda en la colina a la salida de Winold de que la tía Pol no podía ser su tía carnal tenía el efecto de una sierra en su tambaleante sentido de su propia identidad, y el muchacho solía descubrirse enfrentado a la terrible pregunta: «¿Quién soy yo?».
El señor Lobo también parecía cambiado. Rara vez hablaba, ni durante el viaje ni por la noche, en las hosterías, Pasaba gran parte del tiempo sentado en solitario, con una expresión lúgubre e irritada en el rostro.
Por ultimo, a los nueve días de su partida de Camaar, las extensas marismas quedaron atrás y dieron paso a un terreno más ondulado. Hacia mediodía, alcanzaron la cima de una colina mientras el pálido sol invernal asomaba entre las nubes, y a sus pies, en el fondo de un valle y de cara al mar, divisaron la ciudad amurallada de Sendar.
El destacamento de guardia de la puerta sur de la ciudad saludó con energía al capitán Brendig cuando éste se acercó al frente del grupo; el capitán devolvió el saludo a los centinelas con gesto marcial. Las anchas calles de la ciudad parecían llenas de gente vestida con sus ropas más finas y todos los transeúntes se movían con aire pomposo, como si sus recados fueran la cosa más importante del mundo.
—Cortesanos —masculló con desagrado Barak, que avanzaba al lado de Garion—. No existe entre ellos un solo hombre de verdad.
—Son un mal necesario, mi querido Barak —replicó Seda por encima del hombro a su gigantesco compañero—. Las empresas poco importantes precisan hombres de poca valía, y son los asuntos menores los que mantienen el funcionamiento de un reino.
Cuando hubieron cruzado una plaza de grandiosas dimensiones, los recién llegados recorrieron una ancha avenida hasta el palacio. Éste era un edificio muy grande, con muchos pisos y alas extensas a ambos lados del patio central pavimentado. El edificio estaba rematado por una torre redonda que constituía, seguramente, la estructura más alta de la ciudad.
—¿Dónde supones que están las mazmorras? —cuchicheó Garion a Durnik cuando se detuvieron.
—Muchacho, te agradeceré mucho que no sigas dándole vueltas a eso de las mazmorras —replicó el herrero con expresión afligida.
El capitán Brendig desmontó y fue al encuentro de un hombre de aspecto melindroso, vestido con una túnica bordada y un sombrero emplumado, que descendía los amplios peldaños de la escalinata principal del palacio para recibirlos. Los dos hombres conversaron durante unos instantes y pronto entraron en una abierta discusión.
—Tengo órdenes directas del rey —exclamó Brendig, y su voz enérgica llegó con claridad a los oídos de los viajeros—. Se me ha encomendado la misión de llevar a estas personas directamente a su presencia cuando llegáramos a la ciudad.
—Yo también cumplo órdenes del rey —replicó el hombre de aspecto melindroso— y tengo encomendado asearlos y dejarlos presentables antes de llevarlos a la sala del trono. Yo me haré cargo de ellos.
—Éstas personas seguirán bajo mi custodia, conde Nilden, hasta que hayan sido entregados al propio rey —respondió Brendig con frialdad.
—No permitiré que vuestros soldados deambulen por el palacio tan sucios de barro, capitán Brendig —replicó el conde.
—Entonces, esperaremos aquí, conde Nilden —insistió Brendig—. Haced el favor de ir a buscar a Su Majestad.
—¿A buscarlo? —La expresión del conde era de incredulidad—. Soy el edecán mayor del rey, Brendig. Yo no voy a buscar nada ni a nadie.
Brendig dio media vuelta como si se dispusiera a montar de nuevo su caballo.
—Está bien, está bien —concedió por fin el conde Nilden con gesto malhumorado—, si no hay más remedio, lo haremos a vuestro modo. Pero al menos limpiaos los zapatos.
Brendig asintió con frialdad.
—No olvidaré esto, capitán Brendig —amenazó Nilden.
—Yo tampoco, conde Nilden —replicó el soldado.
Todos descabalgaron entonces y, rodeado por los soldados del destacamento dispuestos en formación, el grupo atravesó el patio hasta el gran portalón situado casi en el centro del ala oeste.
—Tened la bondad de seguirme —dijo el conde Nilden, observando con un escalofrío a los soldados de uniformes enfangados, y los condujo hacia el ancho pasadizo que se abría al otro lado de la puerta.
La aprensión y la curiosidad pugnaron por imponerse en la mente de Garion. Pese a las seguridades que le habían proporcionado Seda y Durnik y a las esperanzadoras implicaciones del comentario del conde Nilden respecto a que se proponía darles un aspecto más presentable, la amenaza de una mazmorra húmeda, fría e infestada de ratas, con sus máquinas de tortura y otros detalles desagradables, seguía pareciéndole muy real al muchacho. Sin embargo, por otra parte, Garion no había estado nunca en un palacio y sus ojos trataban de captarlo todo a la vez. Aquélla voz de su mente que a veces le hablaba en tono seco y desapasionado le dijo que sus temores eran infundados, probablemente, y que su embobada admiración por el lugar lo hacía parecer un estúpido patán de aldea.
El conde Nilden los condujo directamente a una zona del pasadizo donde se abrían diversas puertas de madera muy lustrada.
—Está es para el muchacho —anunció, señalando una de ellas.
Un soldado abrió la puerta y Garion pasó al interior a regañadientes, volviendo la cabeza para mirar a tía Pol.
—Vamos, entra de una vez —dijo una voz algo impaciente en el interior de la estancia. Garion dio media vuelta, sin saber qué le esperaba—. Cierra la puerta, muchacho —le indicó el hombre de agradable aspecto que lo esperaba en la estancia—. No tenemos todo el día, ¿sabes? —El hombre estaba esperando junto a una gran bañera de madera de la cual se levantaba una densa columna de humo—. Deprisa, chico, quítate esos harapos y métete en la bañera. Su Majestad está aguardando.
Demasiado perplejo para protestar o responder siquiera, Garion empezó a desabrocharse la túnica, aturdido.
Cuando se hubo bañado y terminó de desenredarse el cabello con un cepillo, el hombre le ayudó a ponerse unas ropas dispuestas en un banco próximo. Sus calzones de lana basta, de sufrido tono pardo apropiado para el trabajo en el campo, le fueron cambiados por otros de tejido mucho más fino y de un color azul lustroso. Sus botas gastadas y enfangadas fueron sustituidas por unos cómodos zapatos de piel flexible. Su nueva túnica era de suave lino blanco, y el chaleco que completaba la indumentaria era de un azul intenso, guarnecido por una piel plateada.
—Creo que no puedo hacer más con tanto apresuramiento —comentó el hombre que le había ayudado a bañarse y a vestirse, mirando a Garion de arriba abajo con aire crítico—. Al menos no me sentiré del todo avergonzado cuando seas llevado a presencia del rey.
Garion le dio las gracias en un murmullo y permaneció de pie a la espera de nuevas instrucciones.
—Bueno, chico, vamos. No debes hacer esperar a Su Majestad.
Seda y Barak estaban en el pasadizo, charlando en voz baja. La mole enorme de Barak tenía un aspecto espléndido con su casaca verde de brocado, pero parecía incómodo sin su espada. La casaca de Seda era de un negro profundo, guarnecida de plata, y sus patillas ralas aparecían pulcramente recortadas, formando una elegante barba corta.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Garion acercándose a la pareja.
—Estamos aquí para ser presentados al rey —respondió Barak—, y nuestras honradas ropas quizá le habrían disgustado. Los reyes no están acostumbrados a ver a la gente normal.
Durnik sacó la cabeza por una de las puertas con el rostro lívido de cólera.
—¡Ése estúpido emperifollado quería darme un baño! —exclamó, escandalizado.
—Es la costumbre —explicó Seda—. Se supone que los nobles invitados necesitan un criado para bañarse. Espero que no le hayas hecho daño.
—Yo no soy ningún noble y me considero perfectamente capaz de bañarme sin ayuda —respondió Durnik acaloradamente—. Le he dicho que lo ahogaría en su propia bañera si no apartaba las manos de mí. Después de la advertencia, no me ha vuelto a incordiar, pero se ha llevado mis ropas y he tenido que ponerme éstas. —Señaló con un gesto su nueva indumentaria, que era muy parecida a la de Garion—. Espero que no me vea nadie con todos estos perifollos.
—Barak dice que el rey quizá se ofendería si nos viera con nuestras ropas de verdad —le comentó Garion.
—Estoy seguro de que el rey no me prestará atención —respondió Durnik— y no me gusta esto de intentar parecer lo que no soy. Esperaré fuera con los caballos si puedo recuperar mis viejas ropas.
—Ten paciencia, Durnik —le aconsejó Barak—. Aclararemos nuestros asuntos con el rey y luego continuaremos viaje.
Si Durnik estaba enfadado, el señor Lobo mostraba lo que únicamente podía describirse como una cólera extrema. Apareció en el pasadizo enfundado en una túnica blanca como la nieve, con una gran capucha en la espalda.
—Alguien va a pagar por esto —masculló, furioso.
—¡Pero si te sienta muy bien…! —replicó Seda en tono de admiración.
—Siempre has tenido un gusto más que dudoso, Seda —dijo Lobo con voz helada—. ¿Dónde está Pol?
—La señora aún no ha hecho acto de presencia —informó Seda.
—Debí imaginarlo —murmuró Lobo, tomando asiento en un banco próximo—. Ya podemos ponernos cómodos. Los preparativos de Pol siempre llevan un buen rato.
Y, en efecto, allí esperaron. El capitán Brendig, que se había cambiado de casaca y de botas, deambuló arriba y abajo por el pasillo mientras transcurrían los minutos. Garion estaba del todo desconcertado ante aquel recibimiento. No parecían estar detenidos, pero su imaginación aún veía mazmorras y eso era más que suficiente para mantener sus nervios de punta.
Entonces apareció tía Pol. Llevaba el vestido de terciopelo azul que se había confeccionado en Camaar y una diadema de plata en la cabeza que realzaba el mechón blanco de su frente. Su porte era regio y su rostro, serio y altivo.
—¿Tan pronto, señora Pol? —comentó Lobo con sequedad—. Espero que no hayas tenido que apresurarte.
Ella hizo caso omiso del comentario y examinó uno tras otro a sus compañeros de viaje.
—Supongo que estáis presentables —dijo por ultimo, ajustando con gesto inconsciente el cuello del chaleco de Garion—. Dame el brazo, Viejo Lobo, y averigüemos de una vez qué desea de nosotros el rey de los sendarios.
El señor Lobo se incorporó del asiento, extendió su brazo y los dos empezaron a avanzar por el corredor. El capitán Brendig formó rápidamente a los soldados y siguió a la pareja, manteniendo a los hombres en cierto orden.
—Si me permitís, señora —dijo a tía Pol—, yo os enseñaré el camino.
—Lo conocemos perfectamente, capitán —replicó ella sin dignarse siquiera a volver la cabeza.
El conde Nilden, edecán mayor del rey, los esperaba frente a dos puertas inmensas, guardadas por dos centinelas uniformados y armados. Tras una ligera inclinación de cabeza hacia tía Pol, el conde chasqueó los dedos. Los centinelas abrieron las pesadas hojas de la puerta hacia el interior.
Fulrach, el rey de Sendaria, era un hombre rechoncho y de aspecto hosco, con una corta barba de color pardo. Estaba sentado —bastante incómodo, al parecer— en un trono de respaldo alto instalado sobre un estrado, en un extremo del gran salón al que los condujo el conde Nilden. La sala del trono era inmensa, con un techo alto y abovedado y las paredes cubiertas con hectáreas de pesados cortinajes de terciopelo rojo. En todos los rincones brillaban las velas encendidas y decenas de personas deambulaban por su interior, envueltas en finas ropas y cuchicheando ociosamente en pequeños corrillos, sin hacer el menor caso de la presencia del rey.
—¿Puedo anunciaros? —preguntó el conde Nilden al señor Lobo.
—Fulrach me conoce bien —replicó Lobo, lacónico, al tiempo que echaba a andar por la larga alfombra escarlata hacia el trono, con tía Pol asida todavía a su brazo. Garion y los demás avanzaron tras ellos, seguidos de cerca por Brendig y sus soldados, abriéndose paso entre la multitud de cortesanos y damas, que había quedado sumida en un repentino silencio.
Al pie del trono, el grupo se detuvo y el señor Lobo dedicó al rey una reverencia bastante fría. Tía Pol inclinó la cabeza con una mirada helada mientras Barak y Seda lo hacían siguiendo los modales cortesanos. Durnik y Garion trataron de imitarlos, aunque el resultado no fue tan garboso.
—Si Su Majestad me permite —anunció la voz de Brendig detrás de ellos—, éstos son los que me ordenasteis buscar.
—Sabía que podía confiar en vos, capitán Brendig —respondió el rey en una voz que sonó bastante normal—. Vuestra fama es merecida. Os doy las gracias.
A continuación, el monarca dirigió una mirada al señor Lobo y a los demás componentes del grupo, con una expresión indescifrable en su rostro.
Garion se puso a temblar.
—Mi querido y viejo amigo —dijo el rey al señor Lobo—. Hace demasiados años que no nos habíamos visto.
—¿Has perdido por completo la razón, Fulrach? —replicó el señor Lobo en un cuchicheo que sólo pudieron escuchar los oídos del rey—. ¿Por qué has tenido que entrometerte en mi camino… precisamente ahora, en el momento más inoportuno? ¿Y qué te ha dado para que me hagas vestir con estas ropas absurdas? —añadió, tirando de la parte delantera de su túnica blanca con gesto de disgusto—. ¿Pretendes acaso anunciar mi presencia a todos los murgos desde aquí hasta los confines de Arendia?
El rey lo miró con expresión dolida y, en un tono de voz tan inaudible para los demás como el que había utilizado Lobo, respondió:
—Temía que te lo tomarías así, pero ya te explicaré más tarde, cuando podamos conversar con más tranquilidad.
El rey se volvió rápidamente hacia tía Pol como si intentara mantener, al menos, una apariencia de dignidad.
—Hace muchísimo tiempo que no os veía, querida dama. Layla y los niños os han echado de menos y yo me he sentido desolado en vuestra ausencia.
—Su Majestad es muy amable —respondió tía Pol en un tono de voz tan frío como el de Lobo. El rey frunció el entrecejo.
—Os ruego que no me juzguéis tan deprisa, querida señora —se disculpó—. Tenía razones poderosas y apremiantes para lo que he hecho. Espero que la misión encomendada al capitán Brendig no os haya supuesto un excesivo inconveniente.
—El noble capitán ha sido la personificación de la cortesía —respondió tía Pol sin cambiar un ápice el tono de voz y dirigiendo una breve mirada a Brendig, que había palidecido visiblemente.
—Y vos, mi señor Barak —se apresuró a decir el rey como si tratara de salir lo mejor librado posible de una mala situación—, ¿qué tal vuestro primo, nuestro querido hermano en realeza, Anheg de Cherek?
—Estaba bien la ultima vez que lo vi, majestad —respondió formal Barak—. Un poco bebido, pero eso no es inusual en Anheg.
El rey emitió una risilla algo nerviosa y pasó rápidamente a Seda.
—Príncipe Kheldar, de la casa real de Drasnia —proclamó—. Estamos sorprendidos de encontrar tan nobles visitantes en nuestro reino, y algo más que molestos por el hecho de que decidieran no visitarnos para que los saludáramos. ¿Acaso el rey de los sendarios es tan poco importante que no merece ni siquiera un breve alto en el camino?
—No pretendíamos faltaros el respeto, majestad —respondió Seda con una reverencia—, pero nuestro encargo era tan urgente que no hemos encontrado tiempo para las cortesías habituales.
Al oírlo, el rey dirigió a Seda una breve mirada de advertencia y luego, para sorpresa de Garion, empezó a mover los dedos en los gestos apenas perceptibles del lenguaje secreto de los drasnianos. Aquí, no. Hay demasiados oídos pendientes. A continuación, el monarca miró inquisitivamente a Durnik y a Garion. La tía Pol dio un paso al frente.
—Éste es Durnik, del distrito de Erat, majestad —lo presentó—. Un hombre valiente y honrado.
—Bienvenido, Durnik —respondió el rey—. Sólo espero que algún día también digan de mí que soy un hombre valiente y honrado.
Durnik hizo una torpe reverencia con una expresión de perplejidad.
—No soy más que un simple herrero, majestad —murmuró—, pero deseo que todo el mundo sepa que soy el más leal y devoto súbdito de Su Majestad.
—Bien dicho, Durnik —le agradeció el rey con una sonrisa; después, volvió los ojos a Garion. Tía Pol siguió su mirada y, en tono de absoluta indiferencia, comentó:
—Éste muchacho, majestad, se llama Garion. Fue puesto a mi cargo hace años y nos acompaña porque no supe qué otra cosa hacer con él.
Un jarro de agua fría cayó sobre Garion. La certeza de que las palabras despreocupadas de tía Pol no eran sino la verdad desnuda lo aplastó como un enorme peso. Tía Pol ni siquiera había tratado de amortiguar el golpe. La indiferencia con la que había destruido toda su vida dolió al muchacho casi más que la destrucción misma.
—Sé bienvenido también, Garion —dijo el rey—. Viajas en muy noble compañía, para ser tan joven.
—Yo ignoraba quiénes eran, majestad —respondió Garion, abrumado—. Nadie me cuenta nada.
El rey se echo a reír, entre divertido y tolerante. Después, añadió:
—Cuando seas mayor, Garion, probablemente descubrirás que en estos tiempos la ignorancia es el mejor estado en el que vivir. Últimamente han llegado a mis oídos cosas que preferiría no saber.
—¿Podemos hablar en privado ahora, Fulrach? —intervino el señor Lobo, con voz todavía irritada.
—A su debido tiempo, mi viejo amigo —replicó el rey—. He ordenado preparar un banquete en vuestro honor. Vayamos todos a cenar. Layla y los pequeños están esperándonos. Ya tendremos tiempo de discutir ciertos asuntos más tarde.
Tras esto, el rey se puso en pie y bajó del estrado.
Garion, hundido en su íntima desdicha, se situó a la altura de Seda.
—¿Príncipe Kheldar? —dijo, en un desesperado intento de apartar de su mente la perturbadora realidad que acababa de caer sobre él.
—Una cuestión accidental de nacimiento, Garion —respondió Seda encogiéndose de hombros—. Algo que queda fuera de mi control. Por fortuna, sólo soy el sobrino del rey de Drasnia y estoy muy abajo en la línea sucesoria. No corro un peligro inmediato de ser ascendido al trono.
—¿Y Barak es…?
—Es el primo del rey Anheg de Cherek —explicó Seda. Volvió la cabeza por encima del hombro y preguntó al gigante—: ¿Cuál es tu título, exactamente?
—Soy señor de Trellheim —contestó la voz atronadora de Barak—. ¿Por qué quieres saberlo?
—Aquí, el muchacho sentía curiosidad.
—Todo el asunto es un disparate —comentó Barak—. Cuando Anheg se convirtió en rey, hubo de delegar en otro el título de jefe de clan. En Cherek no puede ser ambas cosas el mismo hombre. Se considera que trae mala suerte… sobre todo entre los jefes de los demás clanes.
—Comprendo que se sientan así —comentó Seda entre risas.
—En cualquier caso, es un título vacío —apuntó Barak—. Hace más de tres mil años que no ha habido una guerra de clanes en Cherek. Dejé a mi hermano menor en el ejercicio del cargo. Es un hombre bastante ingenuo y fácil de entretener. Además, eso molestó a mi esposa.
—¿Estás casado? —preguntó Garion, sorprendido.
—Si quieres llamarlo así —replicó Barak en tono agrio.
Seda dio un golpe disimulado de advertencia a Garion para indicarle que estaba adentrándose en un tema delicado.
—¿Por qué no nos has dicho nada? —inquirió el muchacho en tono acusador—. Me refiero a tus títulos de nobleza.
—¿Habría significado eso alguna diferencia? —intervino Seda.
—Bueno…, no —reconoció Garion—, pero… —Se detuvo a mitad de la frase, incapaz de expresar en palabras lo que pensaba del asunto—. No comprendo nada de lo que sucede aquí —terminó por decir sin convicción.
—Con el tiempo, todo quedará aclarado —le aseguró Seda mientras entraban en la sala del banquete.
La sala era casi tan grande como el salón del trono. Había largas mesas cubiertas de finos manteles de lino y, de nuevo, las velas resplandecían en todas partes. Detrás de cada silla había un sirviente y todo estaba supervisado por una mujercita regordeta de rostro radiante que lucía una pequeña corona colocada con descuido sobre la cabeza. Cuando el grupo hizo su entrada, la mujer se adelantó deprisa a recibirlos.
—Querida Pol —saludó a ésta—, tienes un aspecto estupendo. La mujer abrazó con afecto a tía Pol y ambas se pusieron a charlar con gran animación.
—Es la reina Layla —explicó Seda a Garion—. La llaman la Madre de Sendaria. Ésos cuatro niños de ahí son sus hijos. Tiene cuatro o cinco más, pero son mayores y es probable que estén dedicados a los asuntos de gobierno, pues Fulrach insiste en que todos ellos se ganen la vida. Entre los demás reyes la broma de que la reina Layla ha estado embarazada de forma permanente desde los catorce años es moneda corriente, pero eso se debe, creo yo, a que deben cumplir con la cortesía de enviar un regalo con cada nuevo nacimiento. En el fondo, es una buena mujer y sabe impedir que el rey Fulrach cometa demasiados errores.
—Ella y tía Pol se conocen —dijo Garion; por alguna razón, la idea le molestó.
—Todo el mundo conoce a tu tía Pol —respondió Seda.
Dado que la tía Pol y la reina seguían con su conversación y se dirigían ya hacia la cabecera de la mesa, Garion se quedó junto a Seda. No me dejes cometer ningún desliz, le indicó por gestos, tratando de que los movimientos de sus dedos pasaran inadvertidos.
Seda le contestó con un guiño.
Cuando estuvieron todos sentados y empezó a llegar la comida, Garion se tranquilizó un poco. Se concentró en seguir los movimientos de Seda y las complicadas sutilezas de la urbanidad en la mesa dejaron de intimidarlo. La conversación a su alrededor era seria y del todo ajena a su comprensión, pero se dijo que nadie iba a prestarle excesiva atención si mantenía la boca cerrada y los ojos fijos en el plato.
Sin embargo, un anciano de la nobleza, con una barba blanca que le caía en hermosos rizos, se inclinó hacia él.
—Me han dicho que has viajado recientemente —dijo en un tono de voz un tanto condescendiente—. ¿Qué tal has encontrado el reino, muchacho?
Garion lanzó a Seda una petición de auxilio con su mirada.
—¿Qué le respondo?, gesticuló con sus dedos.
—Dile que no has encontrado el reino ni mejor ni peor de lo que cabría prever bajo las presentes circunstancias —respondió Seda.
Garion se apresuró a repetir la frase.
—¡Ah! —exclamó el noble anciano—, es lo que yo esperaba, eres muy observador para tu edad, muchacho. Me gusta hablar con los jóvenes. Sus puntos de vista son muy frescos.
—¿Quién es? —preguntó Garion.
—El señor de Seline —respondió Seda—. Un viejo latoso y pesado, pero sé educado con él, Llámalo «Señoría».
—¿Y que tal están los caminos? —quiso saber el noble.
—En cierto mal estado —respondió Garion, aleccionado por Seda—. Pero es normal en esta época del año, ¿verdad?
—Desde luego que sí —respondió el noble con gestos de aprobación—. Vaya muchacho tan espléndido tenemos aquí.
La extraña conversación a tres bandas continuó y Garion empezó incluso a disfrutar de la situación pues los comentarios que apuntaba Seda parecían complacer al viejo señor de Seline.
Por fin, el banquete terminó y el rey se levantó de su asiento en la cabecera de la mesa.
—Ahora, queridos amigos —anunció—, la reina Layla y yo desearíamos tener una audiencia privada con nuestros nobles invitados. Os ruego que nos excuséis.
El monarca ofreció su brazo a tía Pol, el señor Lobo ofreció el suyo a la rolliza reina y el cuarteto se encaminó hacia la puerta del fondo del salón.
El señor de Seline dirigió una amplia sonrisa a Garion y luego volvió la vista hacia Seda.
—He disfrutado mucho con nuestra conversación, príncipe Kheldar. Tal vez sea, en efecto, un viejo latoso, pero, a veces, eso puede ser una ventaja, ¿no os parece?
Seda soltó una risilla, sorprendido y algo avergonzado.
—Debería haber sabido que un viejo zorro como vos seríais conocedor de la lengua secreta, señoría.
—Es el legado de una juventud disipada —respondió el anciano, riéndose también—. Éste alumno vuestro es muy despierto, príncipe Kheldar, pero tiene un acento extraño.
—El tiempo era muy frío mientras aprendía, señoría —respondió Seda—, y teníamos los dedos un poco entumecidos. Corregiré el defecto cuando tengamos tiempo para ello.
El anciano señor de Seline parecía inmensamente satisfecho de haberse mostrado más astuto que Seda.
—Un muchacho magnífico —añadió, dando unas palmaditas en el hombro a Garion y se alejó sin dejar de reírse por lo bajo.
—Tú sabías que él lo entendía todo —acusó Garion al hombrecillo.
—Por supuesto —reconoció Seda—. El espionaje drasniano conoce a todos los que dominan nuestra lengua secreta. A veces resulta útil para permitir que sean interceptados ciertos mensajes cuidadosamente escogidos con suma atención, pero no subestimes jamás al señor Seline. No es imposible que sea al menos tan listo como yo, pero observa cómo ha disfrutado al cazarnos.
—¿No podrías alguna vez hacer algo sin marrullerías ni propósitos ocultos? —preguntó Garion con un gruñido malhumorado, pues estaba convencido de que, de algún modo, él había sido el blanco de toda la broma.
—No, a menos que fuera absolutamente necesario, muchacho —replicó Seda con una nueva carcajada—. La gente como yo practica el engaño de un modo constante…, incluso cuando no es necesario. Nuestra vida depende de lo astutos que seamos, de modo que es preciso que mantengamos a punto nuestras habilidades.
—Debe de ser una vida muy solitaria —comentó Garion con determinada perspicacia, bajo el silencioso impulso de su voz interior—. Tú nunca confías de verdad en nadie, ¿no es cierto?
—Supongo que no —reconoció Seda—. Es un juego que practicamos, Garion. Tenemos una gran habilidad para ello…, al menos, debemos poseerla si queremos tener una vida larga. Todos nos conocemos entre nosotros, ya que somos miembros de una profesión muy selectiva. Las recompensas son grandes, aunque al cabo de un tiempo, nos dedicamos a nuestro juego sólo por el placer de derrotar al otro. Pero tienes razón: es un trabajo solitario y a veces desagradable… si bien la mayoría de las veces proporciona una estupenda diversión.
El conde Nilden se aproximó a ellos e hizo una cortés reverencia.
—Su Majestad ha pedido que vos y el muchacho os reunáis con él y vuestros otros amigos en sus aposentos privados, príncipe Kheldar —anunció—. Si tenéis la amabilidad de seguirme.
—Desde luego —respondió Seda—. Vamos, Garion.
Los aposentos reservados a la familia real eran mucho más sencillos que los engalanados salones del palacio principal. El rey Fulrach se había quitado la corona y las vestiduras de gala y parecía ahora un sendario más, enfundado en ropas bastante normales. El monarca departía tranquilamente con Barak. La reina Layla y la tía Pol, sentadas en un sofá, continuaban sumidas en su conversación, y Durnik estaba situado cerca de ellas, aunque hacía cuanto podía para pasar desapercibido. El señor Lobo permanecía apartado de los demás junto a una ventana; negros nubarrones ensombrecían sus facciones.
—¡Ah, príncipe Kheldar! —dijo el rey—. Pensábamos que tal vez vos y Garion habíais tenido algún mal encuentro.
—¡Qué va…! Sólo practicábamos un poco de esgrima con Seline, majestad —respondió Seda con animación—. Esgrima verbal, por supuesto.
—Tened cuidado con él —le recomendó el monarca—. Es muy posible que ese hombre sea demasiado astuto incluso para alguien de vuestro talento.
—El viejo bribón me merece un gran respeto —se echo a reír Seda.
El rey Fulrach miró con cierta aprensión al señor Lobo, encogió los hombros y emitió un suspiro.
—Supongo que será mejor tratar de una vez ese desagradable tema que nos ha reunido aquí —dijo—. Layla, ¿serás tan amable de atender a los demás invitados mientras yo doy a nuestro amigo de rostro avinagrado y a la noble dama la oportunidad de regañarme? Es evidente que no van a sentirse satisfechos hasta que me hayan dicho unas cuantas palabras gruesas respecto a unos asuntos que, en realidad, no han sido culpa mía.
—Desde luego, querido —respondió la reina Layla—. Procurad no tardar mucho y, por favor, no gritéis. Los niños ya están acostados y necesitan descansar.
Tía Pol se levantó del sofá y, acompañada del señor Lobo —quien no había cambiado un ápice su expresión—, siguió al rey a una cámara contigua.
—Bien, pues —dijo a continuación la reina Layla—, ¿de qué vamos a hablar?
—Alteza, tengo instrucciones de transmitiros afectuosos saludos de la reina Porenn de Drasnia —respondió Seda con modales cortesanos—. La reina solicita de vos iniciar una correspondencia sobre un tema de cierta delicadeza.
—Desde luego que sí —respondió la reina Layla, radiante—. Porenn es una joven deliciosa, demasiado bonita y encantadora para el viejo Rhodar. Espero que ese gordo ladrón no la haga muy infeliz.
—Estad tranquila, alteza —respondió Seda—. Por sorprendente que os pueda resultar, Porenn ama con delirio a mi tío y él, por supuesto, está loco de alegría con una esposa tan joven y tan guapa. Resulta desarmante ver cómo se idolatran el uno al otro.
—Algún día, príncipe Kheldar, también vos os enamoraréis —dijo la reina con una mueca burlona—, y los doce reinos unirán sus risas ante la caída de un soltero tan afamado. ¿Sabéis vos cuál es ese asunto que Porenn quiere tratar conmigo?
—Es una cuestión relacionada con la fertilidad, su alteza —respondió Seda con una ligera tos—. Quiere ofrecer un heredero a mi tío y necesita tu consejo para conseguirlo. Todo el mundo contempla con asombro vuestras dotes en ese aspecto.
La reina Layla se ruborizó, aunque no sin sentirse halagada, y enseguida se echó a reír.
—Le escribiré muy pronto —prometió.
Mientras tanto, Garion se había aproximado poco a poco a la puerta tras la cual se había encerrado el rey Fulrach con la tía Pol y el señor Lobo. Una vez allí, empezó un minucioso examen de los tapices de la pared para disimular el hecho de que trataba de escuchar qué se hablaba al otro lado de la puerta. Sólo tardó unos instantes en distinguir las voces familiares:
—¿Qué significa con exactitud esta tontería, Fulrach? —preguntaba Lobo.
—Por favor, no me juzgues con excesiva precipitación, Anciano —respondió el rey en tono apaciguador—. Han sucedido algunas cosas que tal vez ignores.
—Ya sabes que estoy al corriente de todo cuanto sucede —replicó Lobo.
—¿Tenías conocimiento de que estamos indefensos si el Maldito despierta? ¿Estabas al corriente de que el objeto que lo mantenía a raya ha sido robado del trono del rey rivano?
—Precisamente seguía un rastro del ladrón cuando tu noble capitán Brendig interrumpió mi búsqueda.
—Lo lamento —replicó el rey—, pero, de todos modos, no hubieras podido llegar muy lejos. Todos los reyes de Aloria llevan más de tres meses en tu busca. Tus facciones, dibujadas por los mejores pintores, están en posesión de todos los embajadores, agentes y funcionarios de los cinco reinos del norte. En realidad, te han perseguido desde que saliste de Darine con tus compañeros.
—Fulrach, tengo muchas cosas que hacer. Di a los reyes de Aloria que me dejen en paz. ¿A qué viene ese súbito interés por mis movimientos?
—Los reyes quieren celebrar consejo contigo —explicó el rey—. Los alorn se preparan ya para la guerra e incluso mi pobre Sendaria, aunque de forma discreta, está siendo movilizada. Si el Maldito se levanta ahora, estamos todos perdidos. El poder del objeto robado es capaz de despertarlo otra vez, y tú ya sabes, Belgarath, que su primer movimiento será atacar el oeste. Como también conoces que el oeste carece de auténtica defensa hasta que se produzca el retorno del rey rivano.
Garion parpadeó y dio un violento respingo; después trató de disimular el brusco movimiento con una inclinación, como si se interesara por algún detalle concreto del tapiz que tenía ante él. Se dijo que había oído mal: el nombre que acababa de pronunciar el rey Fulrach no podía ser Belgarath. Belgarath era un personaje de leyenda, un mito.
—Comunica a los reyes alorn que estoy tras los pasos del ladrón —respondió Lobo—. Ahora no tengo tiempo para consejos. Si me dejaran en paz, sería capaz de alcanzar al ladrón antes de que éste pueda causar algún daño con el objeto del que se ha logrado apropiar.
—No tientes al destino, Fulrach —le advirtió tía Pol al monarca—. Tu intromisión nos cuesta un tiempo que no podemos permitirnos desperdiciar. De hecho, estoy a punto de enfadarme contigo.
Pese al comentario, la voz del rey se mantuvo firme cuando respondió:
—Conozco tu poder, Polgara —dijo, y Garion dio un nuevo respingo—. Sin embargo, no tengo otra elección —prosiguió el rey—. He dado mi palabra a los reyes de Aloria de conduciros a todos a Val Alorn, y un rey no puede quebrantar la promesa hecha a otros reyes.
Se produjo un largo silencio en la cámara mientras por la mente de Garion pasaba vertiginosamente una decena de posibilidades distintas.
—No eres un mal hombre, Fulrach —dijo por fin el señor Lobo—. Tal vez no tan brillante como yo desearía, pero eres bueno, sin duda. No levantaré mi mano contra ti… ni tampoco lo hará mi hija.
—¡Habla sólo por ti, Viejo Lobo! —replicó tía Pol con voz severa.
—No, Polgara —respondió Lobo—. Si tenemos que ir a Val Alorn, será mejor hacerlo lo más deprisa posible. Cuanto antes expliquemos las cosas a los alorn, antes dejarán de entrometerse en nuestro camino.
—Creo que la edad empieza a ablandarte el cerebro, padre —replicó tía Pol—. No disponemos de tiempo para una excursión a Val Alorn. Fulrach puede explicarles las razones a los reyes alorn.
—No serviría de nada, Polgara —terció el rey con pesadumbre—. Como ya ha mencionado tu padre con tanto sarcasmo, no soy hombre tenido por muy inteligente. Los reyes alorn no me harían caso. Si os marcháis ahora, enviarán a otro como el capitán Brendig para que os detengan de nuevo.
—Si lo hacen, ese desdichado tal vez se vea convertido de pronto en un conejo o un rábano para el resto de sus días —anunció tía Pol con voz lúgubre.
—Ya basta, Pol —dijo Lobo—. ¿Tienes preparado algún barco, Fulrach?
—Está amarrado en el muelle norte, Belgarath —asintió el rey—. Es una nave cherek enviada por el rey Anheg.
—Muy bien —continuó Lobo—. En tal caso, mañana zarparemos para Cherek. Creo que voy a tener que puntualizar unas cuantas cosas a ese grupo de estúpidos alorn. ¿Nos acompañarás?
—Estoy obligado a hacerlo —asintió Fulrach—. El consejo va a ser general y Sendaria participa en él.
—Todavía no sabes en qué te metes, Fulrach —murmuró tía Pol.
—No importa, Polgara —replicó Lobo—. Fulrach sólo hace lo que cree correcto. Ya lo pondremos todo en claro en Val Alorn.
Garion temblaba cuando se apartó de la puerta. Aquello era imposible. Su escéptica educación sendaria le impidió, en un primer momento, tomar en consideración siquiera tal absurdo. Sin embargo, a regañadientes, el muchacho se obligó por ultimo a afrontar la idea con todas sus consecuencias.
¿Y si el señor Lobo era realmente Belgarath el Hechicero, un hombre que había vivido más de siete mil años? ¿Y si la tía Pol era realmente su hija, Polgara la Hechicera, sólo unos años más joven que él? Todas las palabras y detalles sueltos, todos los indicios crípticos y las medias verdades, encajaban ahora. Seda tenía razón: la mujer no podía ser su tía carnal. Ahora, la condición de huérfano de Garion era absoluta. Iba a la deriva por el mundo sin ningún lazo de sangre o de herencia al que asirse. Deseó con desesperación volver a casa, a la hacienda de Faldor, donde podría sumirse en la oscuridad de un rincón apacible en el que no hubiera hechiceros ni extrañas búsquedas ni nada que le recordara a tía Pol ni al cruel fraude en que ésta había convertido su vida.