Capítulo 10

De forma gradual, casi imperceptible, la oscuridad fue haciéndose más pálida. La nieve que caía con suavidad hizo borrosa incluso la llegada de la mañana, y los caballos, que parecían inagotables, continuaron su galopar bajo la luz creciente del amanecer. El sonido de sus pezuñas quedaba amortiguado por la nieve que ahora cubría la ancha superficie de la Gran Ruta del Norte, y en la que los caballos hundían sus patas hasta los espolones. Garion volvió la vista atrás en una ocasión y vio las huellas revueltas del paso del grupo que se extendían tras ellos y, ya en el límite gris y brumoso de su visión, empezaban a cubrirse otra vez de nieve.

Cuando ya fue pleno día, Lobo tiró de las riendas de su caballo humeante y lo hizo avanzar al paso durante unos minutos.

—¿Cuánto trecho hemos recorrido? —preguntó a Seda.

El hombrecillo de rostro de hurón se sacudía la nieve de los pliegues de su capa. Miró a su alrededor tratando de encontrar un punto destacado del paisaje entre el velo brumoso de los copos que caían de las nubes.

—Diez leguas. Tal vez un poco más —dijo finalmente.

—Viajar de esta manera es agotador —atronó el aire la voz de Barak mientras cambiaba de postura sobre la silla.

—Piensa en cómo debe de sentirse tu caballo —le respondió Seda con una sonrisa.

—¿A que distancia está Camaar? —preguntó tía Pol.

—A cuarenta leguas de Muros —dijo Seda.

—Entonces, será preciso encontrar un refugio —apuntó ella—. No podemos galopar cuarenta leguas sin descanso, no importa quién venga tras nuestros pasos.

—Creo que no debemos preocuparnos por posibles perseguidores, en este momento —replicó Lobo—. Los algarios detendrán a Brill y a sus mercenarios e incluso a Asharak, si alguno de ellos intenta seguirnos.

—Por lo menos, para eso sí podemos confiar en los algarios —asintió Seda con sequedad.

—Si recuerdo bien, debería haber una hostería imperial a unas cinco leguas hacia el oeste —dijo Lobo—. Tendríamos que llegar a ella hacia el mediodía.

—¿Nos permitirán alojarnos? —inquirió Durnik, dubitativo—. Nunca he oído que los tolnedranos se destacasen por su hospitalidad.

—Los tolnedranos tienen un precio para todo —respondió Seda—. La hostería será un buen lugar para hacer un alto. Incluso si Brill o Asharak eluden a los algarios y nos siguen hasta ella, los legionarios imperiales no permitirán ninguna tontería dentro de sus muros.

—¿Por qué ha de haber soldados tolnedranos en Sendaria? —preguntó Garion, notando una breve oleada de resentimiento patriótico ante el comentario del hombrecillo.

—Allí donde haya grandes rutas, encontrarás sin duda a las legiones —respondió Seda—. Los tolnedranos son aún más hábiles redactando tratados que robando en el peso a sus clientes.

—Eres bastante incongruente, Seda —replicó Lobo con una risilla—. No protestas de sus buenas vías de comunicación, pero te disgusta la presencia de sus legiones. Pues bien, no se pueden tener las primeras sin las segundas.

—Nunca he pretendido ser coherente —comentó con voz frívola el hombrecillo de nariz afilada—. Pero, si queremos alcanzar la dudosa comodidad de la hostería imperial antes de mediodía, será mejor que nos pongamos en marcha enseguida. No deseo privar a Su Majestad Imperial de la oportunidad de vaciarme la bolsa.

—Muy bien, vamos allá —asintió Lobo, al tiempo que clavaba los talones en los flancos del caballo algario, que ya había empezado a patear con nerviosismo bajo sus piernas.

Cuando llegaron a ella bajo la luz plena del mediodía nevado, la hostería resultó ser una serie de sólidos edificios rodeados por una muralla todavía más recia. Los legionarios que la guarnecían no se parecían en nada a los mercaderes tolnedranos que Garion había conocido con anterioridad. Al contrario que los untuosos comerciantes, los soldados eran combatientes profesionales de rostros endurecidos que lucían corazas lustrosas y cascos emplumados. Su porte era orgulloso, arrogante incluso, y cada uno de ellos transmitía la confianza de estar respaldado por el poder de toda Tolnedra.

La comida de la sala común era sencilla y completa, pero exorbitantemente cara. Los minúsculos cubículos para dormir brillaban por su pulcritud, contenían camas duras y estrechas y gruesas mantas de lana, y también resultaban caros. Los establos estaban cuidados, pero también representaron un gasto considerable para la bolsa del señor Lobo. Garion se asombró al calcular cuánto les iba a costar el alojamiento, pero Lobo asumió todos los gastos con indiferencia, como si el contenido de su bolsa de monedas fuera inagotable.

—Descansaremos aquí hasta mañana —anunció el viejo narrador de barba canosa cuando terminaron de comer—. Es posible que haya dejado de nevar cuando amanezca. De momento, no me complace la idea de continuar nuestro avance a ciegas bajo una tormenta de nieve. Con este mal tiempo, pueden acechar nuestro paso demasiadas cosas.

Garion, ya entumecido por el agotamiento, escuchó estas palabras con satisfacción, medio adormilado sobre la mesa. Los demás conversaban en voz baja, pero el muchacho estaba muy cansado para entender qué decían.

—Garion —dijo entonces tía Pol—. ¿Por qué no vas a acostarte?

—Estoy bien, tía Pol —dijo el muchacho despejándose rápidamente, mortificado al sentirse una vez más como un niño pequeño.

Ahora, Garion —insistió la mujer en aquel tono de voz exasperante que tan bien conocía el muchacho. Parecía como si tía Pol se hubiera pasado toda la vida diciéndole «ahora, Garion». Pero sabía que era mejor no discutir.

Se puso en pie y le sorprendió comprobar que las piernas le temblaban. Tía Pol también se incorporó y lo acompañó hacia la puerta del comedor.

—Ya encontraré la habitación yo solo —protestó Garion.

—Claro —respondió ella—. Ahora, ven conmigo.

Una vez acostado en su cubículo, tía Pol lo arropó, ajustando las mantas en torno a su cuello.

—No te destapes —le avisó—. No quiero que cojas frío.

Tía Pol le puso un instante su mano en la frente como solía hacer cuando Garion era más pequeño.

—¿Tía Pol? —preguntó el muchacho, soñoliento.

—¿Sí, Garion?

—¿Quiénes fueron mis padres? Quiero decir, ¿cómo se llamaban?

La mujer le dirigió una grave mirada.

—Ya hablaremos de eso más tarde —respondió.

—¡Quiero saberlo! —insistió él con terquedad.

—Está bien. Tu padre se llamaba Geran y tu madre, Ildera.

Garion meditó sobre lo que acababa de oír.

—Ésos nombres no parecen sendarios —dijo por ultimo.

—No lo son.

—¿Por qué?

—Es una historia muy larga —dijo tía Pol—, y estás demasiado cansado para oírla entera ahora.

Llevado por un súbito impulso, Garion alargó el brazo y tocó el mechón blanco de la frente de la mujer con la marca que tenía en la palma de la mano derecha. Como había sucedido en otras ocasiones, una ventana pareció abrirse en su mente bajo aquel contacto que le producía un hormigueo en la mano. Percibió una sensación de furia, de cólera, y un único rostro: una cara que guardaba un extraño parecido con la del señor Lobo, pero que no era la de éste, y en cuyas facciones se recogía toda la violencia y la rabia del mundo.

Tía Pol apartó la cabeza.

—Te he dicho que no hagas eso, Garion —dijo en un tono de voz neutro y desapasionado—. Todavía no estás preparado para ello.

—Algún día vas a tener que explicarme qué es esto —respondió él.

—Puede ser, pero no ahora. Cierra los ojos y duérmete.

Y entonces, como si la orden hubiera disuelto su voluntad, cayó de inmediato en un sueño profundo y reposado.

A la mañana siguiente había dejado de nevar. El mundo al otro lado de la muralla de la hostería imperial estaba cubierto de un grueso manto blanco inmaculado y el aire estaba impregnado de una especie de calina húmeda que no llegaba a ser niebla.

—La brumosa Sendaria —comentó Seda con voz irónica a la hora del desayuno—. A veces me sorprende que el reino entero no esté oxidado y enmohecido.

Viajaron toda la jornada a un medio galope que los hizo cubrir leguas rápidamente y por la noche llegaron a otra hostería imperial casi idéntica a la que habían dejado por la mañana, tanto que a Garion casi le produjo la impresión de haber cabalgado todo el día para regresar al mismo punto de partida. Comentó el asunto con Seda mientras entraban los caballos en el establo.

—Si algo caracteriza a los tolnedranos es su cabeza cuadrada —explicó Seda—. Todas sus hosterías son exactamente iguales. Uno puede encontrar edificios idénticos a éste en Drasnia, Algaria, Arendia y cualquier otro lugar que recorran con sus grandes rutas. Ésta carencia de imaginación es su única debilidad.

—¿No se cansan de hacer lo mismo una y otra vez?

—Supongo que los hace sentirse cómodos —respondió Seda entre risas—. Vamos a ver si cenamos.

Al día siguiente volvió a nevar pero, hacia mediodía, Garion captó un aroma diferente al olor levemente polvoriento que siempre parecía poseer la nieve. Igual que había sucedido cuando se habían aproximado a Darine, empezó a oler el mar y supo que su viaje estaba a punto de concluir.

Camaar, la mayor ciudad de Sendaria y el principal puerto del norte, era una gran población situada en la desembocadura del gran río Camaar, donde había existido desde la antigüedad. Allí tenía su término natural por el oeste la Gran Ruta del Norte, que se extendía hasta Boktor, en Drasnia, y era también el extremo norte natural de la Gran Ruta del Oeste, que se extendía a través de Arendia hasta Tolnedra y la capital imperial, Tol Honeth. No estaba fuera de lugar decir que todos los caminos conducían a Camaar.

Avanzada la tarde, bajo el frío y la nieve, el grupo descendió la pendiente poco inclinada de una colina en dirección a la ciudad. A cierta distancia de la puerta, tía Pol detuvo su caballo.

—Ya que no es preciso fingirnos vagabundos —anunció—, no veo ninguna razón para seguir frecuentando posadas de mala muerte, ¿no os parece?

—En realidad, no había pensado en ello —dijo el señor Lobo.

—Pues yo, sí —replicó ella—. Ya tengo más que suficiente de hosterías al lado del camino y de destartaladas posadas de pueblo. Necesito darme un baño, dormir en una cama limpia y tomar una cena como es debido. Si no os importa, esta vez me encargaré yo de buscar el alojamiento.

—Desde luego, Pol —asintió Lobo, apaciguador—. Lo que tú digas.

—Perfecto, entonces —contestó ella, y abrió la marcha hacia la puerta de la ciudad seguida del resto de aventureros.

—¿Qué os trae a Camaar? —preguntó con rudeza uno de los centinelas del gran portón, enfundado en una capa de pieles.

Tía Pol se quitó la capucha de la cabeza y fijó una mirada acerada en el soldado.

—Soy la duquesa de Erat —anunció con voz altisonante—. Éstos son mis servidores y lo que me trae a Camaar es asunto mío.

El centinela parpadeó y efectuó una respetuosa inclinación de cabeza.

—Perdonadme, vuestra gracia —dijo el hombre—. No tenía intención de ofenderos.

—¿De veras? —respondió tía Pol con un tono de voz todavía helado y una mirada aún amenazadora.

—No he reconocido a vuestra gracia —balbució el pobre hombre, encogido bajo la dominante mirada de la mujer—. ¿Puedo seros de alguna ayuda?

—Me parece difícil —replicó tía Pol, contemplándolo de arriba abajo—. ¿Cuál es la mejor posada de Camaar?

«El León», mi señora, sin duda.

—¿Y…? —añadió ella con impaciencia.

—¿Y qué, mi señora? —respondió el soldado, confundido ante su pregunta.

—¿Dónde está? —preguntó—. No te quedes ahí con la boca abierta como un bobo. Habla.

—Está detrás de los edificios de aduanas —respondió el centinela ya sonrojado—. Seguid está calle hasta llegar a la plaza de Aduanas. Desde allí, cualquier viandante os indicará dónde queda «El León».

Tía Pol volvió a cubrirse la cabeza con la capucha.

—Dadle algo a este hombre —dijo por encima del hombro, y emprendió la marcha hacia el interior de la ciudad sin volver la mirada.

—Muchas gracias —murmuró el centinela mientras Lobo se inclinaba en su montura para entregarle una pequeña moneda—. He de reconocer que no había oído hablar de la duquesa de Erat hasta hoy.

—Eres un hombre afortunado —respondió Lobo.

—Es una dama de gran belleza —comentó el soldado con admiración.

—Y tiene un genio que la iguala —añadió Lobo.

—Ya lo he advertido.

—Y nosotros hemos notado que lo advertías —dijo Lobo, socarrón.

El grupo espoleó los caballos hasta alcanzar a tía Pol.

—¿La duquesa de Erat? —inquirió Seda con voz digna de su nombre.

—Los modales del tipo me han exasperado —respondió tía Pol, altiva—. Además, estoy harta de poner cara de pobre delante de los extraños.

En la plaza de Aduanas, Seda se acercó a un mercader de aspecto atareado que avanzaba a paso rápido por el pavimento cubierto de nieve.

—Tú, ven aquí —le dijo en el tono más insultante posible, deteniendo el caballo justo delante del sorprendido mercader—. Mi señora, la duquesa de Erat, pregunta la dirección de una posada llamada «El León». Ten la amabilidad de indicárnosla.

El mercader parpadeó, turbado ante el tono de voz del hombrecillo de cara de ratón.

—Por esa calle hacia arriba —dijo lacónico, y señaló con el dedo—. Está a bastante distancia y queda a mano izquierda. Delante hay un rótulo con el dibujo de un león.

Seda lanzó un bufido de displicencia, arrojó unas monedas sobre la nieve a los pies del hombre e hizo girar el caballo en una elegante cabriola. Garion apreció que el mercader parecía furioso de indignación, pero que terminaba por recoger de la nieve las monedas que Seda le había arrojado.

—Dudo de que ninguno de los presentes vaya a olvidarse rápidamente de nuestro paso —comentó Lobo con acritud cuando ya se habían adentrado en la calle indicada.

—Recordarán la presencia de una aristócrata arrogante —replicó Seda—. Es un disfraz que nos sirve tanto como cualquier otro.

Cuando llegaron a la posada, tía Pol no pidió las habitaciones de costumbre, sino toda un ala para ella y sus servidores.

—Mi chambelán te pagará —dijo al posadero, señalando a Lobo—. Los caballos con el equipaje vienen unas jornadas detrás de nosotros con el resto de mis sirvientes, de modo que necesitaré los servicios de una modista y una doncella. Ocúpate de ello.

Tras esto, la mujer dio media vuelta y subió con aire imperial el largo tramo de escaleras que conducían a los aposentos, detrás de un sirviente que le indicaba el camino.

—La duquesa tiene una presencia imponente, ¿verdad? —se aventuró a decir el posadero mientras Lobo empezaba a contar monedas.

—Desde luego —asintió Lobo—. Y hemos aprendido que es mejor no contrariar sus deseos.

—En tal caso, me dejaré guiar por esa enseñanza —le aseguró el posadero—. Mi hija menor es una muchacha bien dispuesta. Le ordenaré que acuda a servirle de doncella.

—Muchas gracias, amigo —dijo Seda—. Nuestra señora se pone muy irritable cuando las cosas que desea se retrasan, y somos nosotros quienes padecemos la mayoría de sus accesos de furia.

Lobo, Seda y los demás subieron a los aposentos que había escogido tía Pol y entraron en el salón de estar, una espléndida cámara mucho más lujosa que ninguno de los lugares donde había estado Garion en toda su vida. Las paredes estaban cubiertas de tapices de complicados diseños. Una gran cantidad de velas —de cera auténtica y no de sebo, que ardía peor y producía más humo— brillaba en los brazos de las paredes y en un enorme candelabro situado sobre una mesa de madera lustrosa. En el hogar ardía un buen fuego y una alfombra de gran tamaño con unos curiosos dibujos cubría el suelo.

Tía Pol estaba de pie delante del fuego, calentándose las manos.

—¿No es mejor esto que una de esas posadas destartaladas del puerto que apestan a pescado y a marineros sucios y sudorosos? —proclamó.

—Si la duquesa de Erat me disculpa el atrevimiento —replicó Lobo con cierta acritud—, no es éste el modo de pasar inadvertidos, y el coste de nuestro alojamiento aquí bastaría para alimentar a una legión durante una semana.

—No te vuelvas ahorrativo con tus fondos, Viejo Lobo —dijo ella—. Nadie se toma en serio a una aristócrata arruinada y tus carros tampoco impidieron que ese repugnante Brill nos encontrase. Al menos, este disfraz es más confortable y nos permite movernos con más rapidez.

—Sólo espero que no nos tengamos que arrepentir de esto —murmuró Lobo con un gruñido.

—Déjate de gruñidos, viejo —ordenó la mujer.

—Como tú gustes, Pol —dijo Lobo con un suspiro.

—Así lo quiero —añadió ella en tono concluyente.

—¿Cómo hemos de comportarnos, señora Pol? —preguntó Durnik, titubeante. Los modales regios que de pronto había empezado a utilizar la mujer lo habían desconcertado visiblemente—. No estoy familiarizado con los modales de la nobleza.

—Es muy sencillo, Durnik —respondió ella observándolo de arriba abajo y apreciando su rostro sereno e inspirador de confianza, así como su aire de hombre firme y lleno de recursos—. ¿Te gustaría ser caballerizo de la duquesa de Erat? ¿Y jefe de sus cuadras?

Durnik se rió, algo incómodo.

—Títulos nobles para el trabajo que he hecho toda mi vida —respondió—. Puedo encargarme del trabajo con facilidad, pero los títulos me caen un poco grandes.

—Serás un caballerizo espléndido, amigo Durnik —le aseguró Seda—. Ése rostro de honradez que tienes hará que la gente crea todo cuanto decidas decirles. Si yo tuviera un rostro como el tuyo, sería capaz de robarle a medio mundo. —El hombrecillo se volvió hacia tía Pol y le preguntó—: ¿Qué papel has pensado para mí?

—Tú serás mi alguacil —dijo ella—. El amor a las raterías que suele atribuirse a quien ocupa ese cargo te va al pelo.

Seda le dirigió una reverencia cargada de ironía.

—¿Y yo? —preguntó Barak, con una sonrisa abierta.

—Serás mi guardaespaldas. Dudo que nadie creyera que eres mi maestro de baile. Limítate a rondar cerca de mí con aire de ferocidad.

—¿Qué hay de mi? —intervino Garion—. ¿Qué hago yo?

—Puedes ser mi paje.

—¿Qué hace un paje?

—Me vas a buscar lo que te pida.

—Eso es lo que siempre he hecho. ¿Así que eso tiene un nombre?

—No seas impertinente. También puedes abrir la puerta y anunciar a los visitantes. Y, cuando me sienta melancólica, puedes cantar para mí.

—¿Cantar? —replicó el muchacho, incrédulo—. ¿Yo?

—Es lo habitual.

—No pretenderás obligarme a hacerlo, ¿verdad, tía Pol?

—Vuestra Gracia —lo corrigió ella.

—Gracia… No te hará tanta gracia si tienes que oírme cantar —le advirtió el muchacho—. No tengo una voz agradable.

—Lo harás muy bien, querido —respondió ella.

—Y yo ya he sido nombrado chambelán de vuestra Gracia —apuntó Lobo, a lo que ella se apresuró a añadir:

—Serás mi servidor principal, el administrador de mis propiedades y quien se ocupa de mi bolsa.

—No sé por qué, estaba seguro de que esto último sería parte de mi cargo.

Se escucharon unos tímidos golpes a la puerta.

—Ve a ver quien es, Garion —dijo tía Pol.

Cuando abrió la puerta, Garion encontró a una muchachita de cabello castaño claro con un vestido sobrio, un delantal almidonado y un casquete en la cabeza. La muchacha tenía unos grandes ojos pardos que lo miraron con aprensión.

—¿Sí? —preguntó Garion.

—Me han enviado para servir a la duquesa —dijo la muchacha en un susurro.

—Ha llegado la doncella, Vuestra Gracia —anunció Garion.

—Espléndido —dijo tía Pol—. Entra, pequeña.

La muchacha entró en la estancia.

—Eres una criatura preciosa —comentó tía Pol.

—Gracias, señora —respondió la chica con una breve reverencia al tiempo que se ruborizaba.

—¿Cómo te llamas?

—Donia, señora.

—Un nombre encantador —admitió tía Pol—. Bien, pasemos ahora a cuestiones importantes. ¿Hay algún baño en la posada?

A la mañana siguiente, seguía nevando. Los tejados de las casas cercanas tenían una gruesa capa blanca y la nieve también era abundante en las estrechas callejas.

—Creo que estamos cerca del final de nuestra búsqueda —proclamó el señor Lobo, quien miraba a través del imperfecto cristal de la ventana de la sala de los tapices.

—No es probable que nuestro hombre se quedara mucho tiempo en Camaar —comentó Seda.

—Tienes razón —asintió Lobo—, pero, una vez que hayamos encontrado su pista, podremos movernos con más rapidez. Salgamos a la ciudad y veamos si estoy en lo cierto.

Cuando el señor Lobo y Seda se marcharon, Garion se quedó un rato charlando con Donia, que parecía tener más o menos su edad. Aunque no era tan bonita como Zubrette, Garion encontró muy atractivos sus grandes ojos pardos y su voz suave. Las cosas iban bien entre los dos hasta que llegó el sastre de tía Pol y Donia tuvo que presentarse en la cámara donde la duquesa de Erat se tomaba las medidas para sus nuevos vestidos.

Durnik, sin duda incómodo en el lujoso ambiente de sus aposentos, se había trasladado a los establos después del desayuno y, debido a ello, Garion quedó en compañía del gigante Barak, que se dedicaba a pasar con mucha paciencia una pequeña piedra por el filo de la espada hasta hacer en él una muesca, en recuerdo de la escaramuza de Muros. Garion no se había sentido nunca del todo cómodo con aquel gigantón de barba roja. Barak no solía hablar mucho y siempre parecía demostrar una cierta actitud amenazadora. Así pues, Garion pasó la mañana en la contemplación de los tapices del salón. Los tapices mostraban imágenes de caballeros con armadura completa y castillos en las cimas de los montes, y damas de facciones extrañamente angulosas paseando con aire abatido por unos jardines.

—Arendiano —dijo Barak justo detrás de él.

Garion saltó. El gigante se había movido con tal sigilo que Garion no lo había oído.

—¿Cómo lo sabes?

—Los arendianos tienen una profunda afición a los tapices —tronó la voz de Barak— y el tejido de estampas ocupa a las mujeres mientras los hombres están ausentes, abollándose las armaduras unos a otros.

—¿De veras llevan encima todo eso? —quiso saber Garion, e indicó a un caballero con armadura que aparecía en el tapiz.

—Desde luego que sí —se rió Barak—. Eso y más. Incluso sus caballos llevan armadura. Es un modo estúpido de hacer la guerra.

Garion señaló con el pie la alfombra y preguntó:

—¿También es arendiana?

—Malloreana —replicó Barak sacudiendo la cabeza en gesto de negativa.

—¿Cómo ha podido llegar aquí desde Mallorea? Según ha llegado a mis oídos esa tierra está en el otro extremo del mundo.

—Bueno, está bastante lejos —asintió Barak—, pero un mercader sería capaz de recorrer el doble de distancia en busca de un buen negocio. Los productos como éste suelen llegar desde Gar og Nadrak a Boktor por la Ruta de Caravanas del Norte. Las alfombras malloreanas son apreciadas por los ricos, pero yo no les doy ningún valor porque no me gusta nada que proceda de los angaraks.

—¿Cuántos tipos de angaraks existen? —preguntó Garion—. Conozco a los murgos y a los thulls y he oído relatos sobre la batalla de Vo Mimbre y todo eso, pero en realidad no sé gran cosa de ellos.

—Hay cinco tribus de angaraks —le explicó Barak, mientras volvía a sentarse y reanudaba su trabajo con la piedrecilla y la espada—. Murgos, thulls, nadraks y malloreanos y, por supuesto, los grolims. Viven en los cuatro reinos del este: Mallorea, Gar og Nadrak, Mishrak ac Thull y Cthol Murgos.

—¿Y dónde viven los grolims?

—En ningún lugar concreto —respondió Barak con gesto lúgubre—. Los grolims son los sacerdotes de Torak el Tuerto y están por todas partes, en las tierras de los angaraks. Son ellos quienes realizan los sacrificios a Torak. Los puñales de los grolims han derramado más sangre angarak que una decena de Vo Mimbres.

—¿Por qué se complace tanto Torak en la matanza de su propio pueblo? —inquirió el muchacho con un escalofrío.

—¿Quién sabe? —contestó Barak encogiéndose de hombros—. Es un dios retorcido y perverso. Hay quien cree que se volvió loco cuando utilizó el Orbe de Aldur para agrietar el mundo y el Orbe le pagó quemándole el ojo y la mano.

—¿Cómo es posible agrietar el mundo? Nunca he entendido esa parte de la historia.

—El poder del Orbe de Aldur es tal que puede conseguir cualquier cosa —le explicó Barak—. Cuando Torak lo alzó, la tierra se partió bajo su poder y los mares penetraron hasta ahogar la tierra. La historia es muy antigua pero creo que probablemente es cierta.

—¿Dónde está ahora el Orbe de Aldur? —preguntó de pronto Garion. Barak lo miró, con sus ojos azules helados y el rostro pensativo, pero no respondió—. ¿Sabes qué pienso? —añadió el muchacho, dejándose llevar por un impulso repentino—. Pienso que es el Orbe de Aldur lo que han robado. Creo que es el Orbe lo que intenta encontrar el señor Lobo.

—Y yo pienso que sería mejor si no le dieras tantas vueltas a esas cosas —le aviso Barak.

—¡Pero yo quiero saber cosas! —protestó Garion, llevado por la curiosidad a pesar de las palabras de Barak y de la voz de advertencia de su mente—. Todo el mundo me trata como a un muchacho ignorante. Lo único que hago es ir de un lado a otro sin la menor idea de lo que estamos haciendo. ¿Quién es el señor Lobo? ¿Por qué los algarios se comportaron como lo hicieron cuando lo vieron? ¿Cómo puede seguir la pista de algo que no ve? Explícamelo, Barak, por favor.

—Yo no lo haré —se echo a reír Barak—. Tu tía me arrancaría la barba pelo a pelo si cometiera tal error.

—No tendrás miedo de ella, ¿verdad?

—Cualquier hombre con un poco de juicio lo tendría —replicó Barak mientras se ponía de pie y guardaba la espada en la vaina.

—¿A tía Pol? —preguntó Garion, incrédulo.

—¿Tú no le tienes miedo? —preguntó Barak con cierto sarcasmo.

—No —respondió Garion, pero luego se dio cuenta de que no era exactamente cierto—. Bueno…, miedo, no, en realidad… Es más bien… —Dejó la frase inacabada, sin saber cómo explicarse.

—Exacto —dijo Barak—. Y yo no soy más valiente y temerario que tú. Estás demasiado lleno de preguntas que yo haré mejor en no responder. Si quieres saber algo sobre esas cosas, tendrás que preguntarle a tu tía Pol.

—Ella no me contestará —respondió Garion con abatimiento—. Nunca me aclara nada. Ni siquiera quiere hablarme de mis padres…

—Que extraño —murmuró Barak, con el entrecejo fruncido.

—Me parece que no eran sendarios —continuó Garion—. Sus nombres no eran sendarios y Seda dice que yo no lo soy o que, al menos, no lo parezco.

Al oírlo, Barak lo estudió con detenimiento.

—Es cierto —dijo por ultimo—. Ahora que lo mencionas, no lo pareces. Más bien recuerdas a un rivano…, aunque tampoco tienes del todo su aspecto.

—¿Tía Pol es rivana?

Barak entrecerró los ojos.

—Creo que estamos a punto de llegar a esas preguntas que será mejor que no conteste.

—Algún día voy a descubrirlo todo —afirmó Garion.

—Pero no será hoy —replicó Barak—. Vamos. Necesito un poco de ejercicio. Salgamos al patio de la posada y te enseñaré a utilizar la espada.

—¿A mi? —exclamó Garion. De repente, toda su curiosidad se desvaneció ante la excitación que le produjo el ofrecimiento.

—Ya tienes la edad debida para empezar a aprender —añadió Barak—. Tal vez algún día se presente una circunstancia en la que te resulte útil saber manejar el acero.

Avanzada la tarde, cuando a Garion ya había empezado a dolerle el brazo debido al esfuerzo de blandir la pesada espada de Barak, y la idea de aprender las habilidades del guerrero había perdido gran parte de su excitación para el muchacho, el señor Lobo y Seda regresaron de su paseo por la ciudad. Traían las ropas mojadas de la nieve que habían tenido que soportar durante todo el día, pero Lobo tenía un extraño brillo en los ojos y su rostro mostraba una expresión curiosamente exultante cuando convocó a todo el grupo y lo condujo al salón del piso superior de la posada.

—Dile a tu tía que acuda aquí —ordenó a Garion mientras se despojaba de su capa empapada y se acercaba al fuego para entrar en calor.

Garion percibió enseguida que no era momento para preguntas. Corrió a la puerta pulimentada tras la cual tía Pol llevaba todo el día encerrada con el sastre y llamó con los nudillos.

—¿Qué sucede? —le llegó la voz de tía Pol al otro lado de la puerta.

—El señor…, quiero decir, vuestro chambelán ha vuelto, señora —respondió Garion, al recordar en el ultimo momento que la mujer no estaba sola—. Solicita hablar con vos.

—Ah, muy bien —dijo ella. Al cabo de un minuto, apareció en el corredor y cerró la puerta tras ella.

Garion soltó una exclamación. El rico vestido de terciopelo azul que lucía tía Pol le daba un aire tan magnífico que el muchacho se quedó sin habla, contemplándola con absoluta admiración.

—¿Dónde está Lobo? —preguntó ella—. No te quedes ahí con la boca abierta, Garion. No está bien.

—Eres muy bonita, tía Pol —balbució el muchacho.

—Si, cariño —respondió ella dándole unos cariñosos cachetes en la mejilla—, ya lo sé. ¿Dónde está el Viejo Lobo?

—En la sala de los tapices —le indicó Garion, aún incapaz de apartar sus ojos de ella.

—Vamos, entonces —dijo ella, y echo a andar por el corto pasillo hasta el salón. Cuando entraron, todos los demás estaban congregados de pie junto al hogar.

—¿Y bien? —preguntó tía Pol.

Lobo se volvió a mirarla con los ojos todavía brillantes.

—Una elección excelente, Pol —comentó con admiración—. El azul ha sido siempre el color que mejor te sienta.

—¿Te gusta? —preguntó ella con los brazos abiertos y dándose la vuelta con un gesto casi infantil para que todos pudieran apreciar su espléndido aspecto—. Espero que si, Viejo Lobo, porque te va a costar bastante dinero.

—Estaba seguro de que así sería —replicó Lobo, con una carcajada.

El efecto del vestido de tía Pol sobre Durnik resultó dolorosamente obvio. Los ojos del pobre hombre se le salieron de las órbitas y su rostro pasaba de forma alternativa de una profunda lividez a un intenso sonrojo, para adoptar por ultimo una expresión de tal impotencia que Garion se sintió conmovido hasta el tuétano.

Seda y Barak efectuaron —curiosamente al unísono— unas profundas y mudas reverencias ante tía Pol y los ojos de ésta resplandecieron ante el silencioso tributo de admiración.

—El objeto ha estado aquí —anunció Lobo con aire grave.

—¿Estás seguro? —inquirió tía Pol. Lobo asintió.

—He apreciado el recuerdo de su paso en las propias piedras.

—¿Llegó por mar? —preguntó ella.

—No. Es probable que nuestro hombre bajara a tierra con el objeto en alguna caleta desierta de la costa y luego viajara hasta aquí por tierra.

—¿Y embarcó de nuevo?

—Lo dudo —dijo Lobo—. Lo conozco bien y no se siente a gusto en el agua.

—Además de lo cual —añadió Barak—, una palabra del rey Anheg de Cherek habría puesto tras su estela a un centenar de naves de guerra. En el mar, nadie puede escapar de las naves de Cherek y nuestro hombre lo sabe.

—Tienes razón —asintió Lobo—. Creo que evitará los territorios de los alorn. Ésa fue, probablemente, la razón de que decidiera no pasar por la Ruta del Norte a través de Algaria y Drasnia. El espíritu de Belar está arraigado en los reinos de los alorn y ni siquiera nuestro ladrón es lo bastante atrevido como para arriesgarse a una confrontación con el dios oso.

—Lo cual nos deja como posibles rutas Arendia y la tierra de los ulgos —intervino Seda.

—Me decanto por Arendia —dijo Lobo—. La cólera de Ul es más temible incluso que la de Belar.

—Perdonadme —lo interrumpió Durnik con los ojos aún fijos en tía Pol—. Todo esto me resulta muy confuso. Todavía no sé siquiera quién es ese ladrón.

—Lo siento, querido Durnik —respondió Lobo—. No es conveniente mencionar su nombre. Ése ladrón tiene ciertos poderes que le permiten conocer todos nuestros movimientos si lo alertamos de nuestra posición, y es capaz de oír mencionar su nombre a mil leguas de distancia.

—¿Un hechicero? —preguntó Durnik, incrédulo.

—No es la palabra que yo escogería —replicó Lobo—. Es un término que utilizan los hombres que no comprenden ese arte. En lugar de hechicero, vamos a llamarlo «el ladrón», aunque yo emplearía otros nombres mucho menos amables.

—¿Podemos estar seguros de que se dirigirá a los reinos de los angaraks? —preguntó Seda con el entrecejo fruncido—. Si es así, ¿no será más rápido tomar un barco y acudir directamente a Tol Honeth, para retomar allí su pista por la Ruta de Caravanas del Sur hasta Cthol Murgos?

Lobo movió la cabeza con gesto de negativa.

—Es mejor seguir la pista que tenemos, ahora que la hemos encontrado. Ignoramos sus intenciones. Tal vez quiera quedarse con el objeto que ha robado en lugar de hacerlo llegar a los grolims. Incluso es posible que haya buscado refugio en Nyissa.

—No podría hacer tal cosa sin la connivencia de Salmissra —comentó la mujer.

—Tampoco sería la primera vez que la reina del Pueblo Serpiente se entromete en cosas que no son de su incumbencia —apuntó el viejo narrador.

—Si resulta que tienes razón —proclamó tía Pol con aire ceñudo—, creo que me daré el placer de encargarme definitivamente de la mujer serpiente.

—Todavía es demasiado pronto para saberlo —insistió Lobo—. Mañana compraremos provisiones y pasaremos a Arendia cruzando el río en el transbordador. Una vez en la otra orilla, yo me encargaré de seguir el rastro. De momento, lo único que podemos hacer es seguir ese rastro; cuando sepamos con certeza adónde conduce, estaremos en condiciones de considerar nuestras alternativas.

De pronto llegó a sus oídos el estrépito de un numeroso grupo de jinetes en el patio de la posada, envuelto en las sombras del atardecer. Barak acudió deprisa a la ventana y echó un vistazo.

—Soldados —se limitó a decir.

—¿Aquí? —se preguntó Seda, quien corrió también a la ventana.

—Parecen formar parte de uno de los regimientos del rey —informó Barak.

—Seguramente, nuestra presencia no les interesará —dijo tía Pol.

—A menos que no sean lo que parece —replicó Seda—. Al fin y al cabo, no es tan difícil conseguir unos uniformes, del tipo que sean.

—Desde luego, no son murgos —afirmó Barak—. Si lo fueran, los reconocería.

—Brill tampoco era un murgo —apuntó Seda con la vista fija en el patio.

—Prueba a escuchar lo que dicen —sugirió Lobo.

Barak abrió unos centímetros la ventana con cautela y las velas del salón parpadearon bajo el impulso del viento helado. Debajo de ellos, en el patio, el capitán de la tropa hablaba con el posadero.

—Es un hombre de estatura algo superior a la normal, de cabello blanco y barba corta y canosa. Tal vez viaje acompañado.

—Aquí hay un hombre que responde a esa descripción, señor capitán —dijo el posadero, dubitativo—, pero estoy seguro de que no es el que buscas. Es el chambelán de la duquesa de Erat, que honra mi casa con su presencia.

—¿La duquesa de dónde? —preguntó el capitán con cierta sorpresa.

—De Erat —repitió el posadero—. Una dama muy noble de gran belleza y de presencia autoritaria.

—Desearía poder cambiar unas palabras con esa dama —solicitó el capitán, apeándose del caballo.

—Le preguntaré si quiere recibirle, capitán —replicó el posadero.

Barak cerró la ventana y dijo con firmeza:

—Yo me encargaré de ese capitán entrometido.

—No —dijo Lobo—. Lleva demasiados soldados con él y, si realmente son lo que parecen, se trata de buena gente que no nos ha hecho ningún daño.

—Tenemos la escalera de atrás —sugirió Seda—. Podríamos estar a tres calles de aquí antes de que lleguen a nuestra puerta.

—¿Y si han apostado soldados en la parte de atrás de la posada? —intervino tía Pol—. ¿Qué hacemos entonces? Ya que el capitán desea hablar con la duquesa de Erat, ¿por qué no dejamos que ésta le conceda una audiencia?

—¿Qué plan te ronda la cabeza? —quiso saber Lobo.

—Si los demás permanecéis ocultos a su vista, hablaré con el capitán. Conseguiré desembarazarme de él citándolo de nuevo para mañana por la mañana; para cuando se presente, todos podemos estar ya en Arendia, al otro lado del río.

—Es posible —replicó Lobo—, pero este capitán parece un hombre obstinado.

—Ya he tratado muchas veces con hombres obstinados —afirmó ella.

—Es preciso tomar una decisión enseguida —les apremió Seda desde la puerta—. Ya está en las escaleras.

—Probaremos tu plan, Pol —aceptó Lobo al tiempo que abría la puerta de la cámara contigua.

—Garion —dijo tía Pol—, tú quédate aquí. Una duquesa no puede estar sin su paje.

Lobo y los demás abandonaron deprisa la sala.

—¿Qué quieres que haga, tía Pol? —cuchicheó Garion.

—Sólo recuerda que eres mi paje, querido —respondió ella al tiempo que se acomodaba en una gran silla cerca del centro de la estancia y arreglaba con cuidado los pliegues del vestido—. Quédate cerca de mí y trata de estar atento. Yo me encargaré del resto.

—Si, mi señora —respondió Garion.

Cuando apareció a la puerta de la estancia después de que el posadero llamara con los nudillos, el capitán resultó ser un hombre alto de aspecto sobrio con unos penetrantes ojos grises. Garion, que hacía todo lo posible por parecer oficial, solicitó el nombre al soldado y se volvió luego hacia tía Pol.

—Un tal capitán Brendig quiere veros, mi señora —anunció—. Dice que es un asunto de importancia.

Tía Pol lo miró unos instantes como si estudiara la petición.

—¡Ah, muy bien! —dijo por fin—. Hazlo pasar.

El capitán entró en la sala y el posadero desapareció apresuradamente.

—Señora —dijo el capitán con una cortés reverencia.

—¿Qué deseáis, capitán? —preguntó tía Pol.

—No os molestaría, mi señora, si mi misión no fuera tan urgente —se disculpó Brendig—. Cumplo órdenes directas del rey y vos, más que nadie, sabrá que debemos someternos a sus deseos.

—Supongo que puedo concederos unos minutos si se trata de asuntos del rey —concedió ella.

—El rey desea que se detenga a cierto hombre, un viejo de cabello y barba canosos. Tengo entendido que entre vuestros criados hay uno que corresponde a la descripción.

—¿Se trata de algún delincuente?

—El rey no dijo tal cosa, señora —respondió el capitán—. Sólo se me ha ordenado capturarlo y conducirlo al palacio de Sendar… junto a todos los que lo acompañen.

—Voy muy poco por la corte —dijo tía Pol—. Es muy improbable que ninguno de mis sirvientes despierte tal interés en el rey.

—Señora —replicó el capitán midiendo sus palabras—, además de mi cargo como oficial de uno de los regimientos reales, también tengo el honor de pertenecer a una familia de la nobleza. Llevo toda la vida en la corte y debo confesar que no os he visto nunca allí. Y una dama de vuestra atractiva presencia no es fácil de olvidar.

Tía Pol inclinó ligeramente la cabeza, en agradecimiento al cumplido.

—Supongo que debería haberlo adivinado, señor capitán —respondió—. Vuestros modales no son los de un soldado cualquiera.

—Además, mi señora —continuó Brendig—, conozco a todas las grandes familias del reino. Si no me equivoco, el distrito de Erat es un señorío y el señor de Erat es un hombre bajo y rechoncho…, tío abuelo mío, por cierto. No ha existido un ducado en esa zona desde que el reino estuvo bajo el dominio de los arendianos wacitas. —Tía Pol lo atravesó con una mirada glacial—. Señora —prosiguió Brendig casi como si se disculpara—, los arendianos wacitas fueron exterminados por sus primos de Vo Astur en el tercer milenio. La nobleza wacita dejó de existir hace más de dos mil años.

—Os agradezco la lección de historia, capitán —respondió tía Pol con frialdad.

—Sin embargo, todo eso no viene a cuento, ¿verdad? —añadió entonces Brendig—. La misión que me ha encargado el rey es buscar al hombre a quien me he referido. Por vuestro honor, mi señora, ¿conocéis a ese hombre?

La pregunta quedó flotando en el aire y Garion, presa del pánico al darse cuenta de que estaban atrapados, casi estuvo a punto de gritar a Barak que acudiera. En ese instante, se abrió la puerta que comunicaba con la estancia contigua y el señor Lobo entró en el salón.

—No es preciso continuar con esto —dijo—. Yo soy quien andáis buscando, capitán. ¿Qué quiere de mí Fulrach de Sendaria?

Brendig miró al viejo sin dar señal de sorprenderse.

—Su Majestad no ha creído conveniente confiarme la razón —le contestó—. Sin duda, él mismo te la expondrá cuando lleguemos al palacio de Sendar.

—En tal caso, cuanto antes, mejor —respondió Lobo—. ¿Cuándo nos vamos?

—Saldremos para Sendar mañana por la mañana, justo después de desayunar —respondió Brendig—. Aceptaré vuestra palabra de que nadie intentará salir de la posada durante la noche. Prefiero no tener que someter a la duquesa de Erat a la indignidad del confinamiento en el destacamento militar local. Según me han dicho, las celdas son muy incómodas.

—Tenéis mi palabra de que así será —asintió el señor Lobo.

—Gracias —dijo Brendig con una ligera inclinación de cabeza—. También debo advertiros que estoy obligado a colocar centinelas en torno a la posada… para vuestra protección, naturalmente.

—Vuestra preocupación nos abruma, capitán —murmuró tía Pol con sequedad.

—Soy vuestro servidor, señora —declaró Brendig con una reverencia formal. Después, dio media vuelta y abandonó la estancia.

La puerta pulimentada era sólo de madera y Garion lo sabía pero, cuando se cerró tras el capitán Brendig, al muchacho le pareció que resonaba con el temible y definitivo estampido de la puerta de una mazmorra.