Capítulo 9

Las casi dos semanas que tardaron en llegar a Muros fueron las más incómodas que Garion había pasado nunca. La ruta rodeaba el pie de las colinas por un terreno suavemente ondulado y apenas poblado, y el cielo se mantenía frío y gris sobre sus cabezas. De vez en cuando encontraban una lengua de nieve y las montañas se recortaban, negras, en el horizonte oriental.

A Garion le pareció que jamás lograría entrar de nuevo en calor. Pese a los esfuerzos de Durnik por encontrar madera seca cada noche, sus fogatas parecían siempre lastimosamente pequeñas y el frío que los envolvía, demasiado intenso. El suelo sobre el que dormían estaba siempre helado y el frío les calaba hasta los huesos.

Su educación en el lenguaje secreto drasniano continuó, y si bien Garion no llegó a convertirse en un experto, para cuando pasaron el lago Camaar y la extensa pendiente que los conducía a Muros había aprendido lo suficiente.

La ciudad de Muros, en la zona central meridional de Sendaria, era un lugar desparramado y carente de atractivo que había sido, desde tiempos inmemoriales, sede de una gran feria anual. A fines del verano, los jinetes algarios conducían inmensos rebaños de reses a través de las montañas por la Gran Ruta del Norte hasta Muros, donde los compradores de ganado de todas las tierras del oeste se congregaban a la espera de su llegada. Sumas enormes cambiaban de manos y, como los hombres de los clanes algarios también solían realizar en esas fechas las compras anuales de artículos de utilidad y ornamentales, su presencia atraía a mercaderes incluso de lugares tan lejanos como Nyissa, en el remoto sur, para ofrecer sus productos. Una gran planicie al este de la ciudad quedaba dedicada exclusivamente a corrales para el ganado; las vallas se extendían largos kilómetros pero, aun así, eran inadecuados para guardar los rebaños presentes en el momento álgido de la feria. Al este, más allá de los corrales, se instalaba el campamento, más o menos permanente, de los algarios.

A media mañana de uno de los últimos días de la feria, cuando los corrales ya estaban casi vacíos y la mayoría de los algarios había partido de nuevo y sólo quedaban en el lugar los comerciantes más desesperados, Seda encabezó la entrada en la ciudad de la pequeña caravana de carros cargados con los jamones de Mingan el tolnedrano.

La entrega de la mercadería se desarrolló sin incidentes y, muy pronto, los carros se detuvieron en el patio de una posada en el extremo norte de la ciudad.

—Ésta es una posada respetable, gran dama —aseguró Seda a tía Pol mientras la ayudaba a descender del carromato—. Ya he estado aquí anteriormente.

—Espero que tengas razón —respondió ella—. Las posadas de Muros tienen mala reputación.

—Los locales que han dado lugar a esa fama se encuentran en el extremo este de la ciudad —la tranquilizó Seda con delicadeza—. Los conozco bien.

—Estoy segura de ello —replicó la mujer, con el entrecejo ligeramente fruncido.

—A veces, mi profesión me exige acudir a sitios que, de otro modo, evitaría pisar —dijo él en tono apaciguador.

Garion advirtió que el local estaba sorprendentemente limpio y sus huéspedes parecían ser, en su gran mayoría, comerciantes sendarios.

—Pensaba que aquí, en Muros, encontraríamos muchos tipos de gente distintos —comentó el muchacho a Seda mientras ambos llevaban sus bultos a la segunda planta.

—Así es —explicó Seda—, pero cada grupo tiende a permanecer separado de los demás. Los tolnedranos se juntan en una parte de la ciudad, los drasnianos en otra y los nyissanos en otra. El Señor de los Muros lo prefiere de esta manera. A veces se calientan los ánimos en el ardor de un largo día de negocios y es mejor no tener a los enemigos naturales albergados bajo el mismo techo.

Garion asintió con la cabeza mientras entraban en la habitación que habían alquilado para su estancia en Muros y comentó:

—Creo que no he visto en mi vida a un nyissano, ¿sabes?

—Eres afortunado —respondió Seda con gesto de desprecio—. Es una raza desagradable.

—¿Son como los murgos?

—No —explicó Seda—. Los nyissanos adoran a Issa, el dios serpiente, y, al parecer, entre ellos es de buen tono adoptar los hábitos característicos de dicho animal. Es una costumbre que no me resulta nada atractiva. Además, los nyissanos asesinaron al rey rivano y todos los alorn los han despreciado desde entonces.

—Los rivanos no tienen rey —protestó Garion.

—Ahora, no —respondió Seda—, pero lo tuvieron en otro tiempo…, hasta que la reina Salmissra decidió hacerlo asesinar.

—¿Cuándo sucedió eso? —preguntó Garion, fascinado.

—Hace trece siglos —dijo Seda, como si el hecho hubiese sucedido el día anterior.

—¿No es mucho tiempo para seguir aún enemistados?

—Hay cosas que no pueden olvidarse nunca —respondió lacónico el hombrecillo.

Como aún tenían por delante la mayor parte del día, Seda y Lobo salieron de la posada después del mediodía para buscar en las calles de Muros aquellos extraños rastros que, al parecer, Lobo era capaz de ver o de captar y que le indicarían si el objeto tras el cual iba había pasado por allí. Garion tomó asiento junto al fuego en la habitación que compartía con la tía Pol, tratando de quitarse el frío de los pies. La mujer también estaba sentada cerca de la lumbre remendando una de sus túnicas. La reluciente aguja despedía reflejos al entrar y salir de la tela.

—¿Quién era el rey rivano, tía Pol? —preguntó el muchacho. La mujer dejó de coser.

—¿Por qué me lo preguntas? —respondió.

—Seda me estaba hablando de los nyissanos —dijo él—. Me contó que su reina asesinó al rey rivano. ¿Por qué habría de hacer tal cosa?

—Hoy estás muy preguntón, ¿no es cierto? —murmuró tía Pol moviendo de nuevo la aguja.

—Seda y yo hemos hablado de muchas cosas durante el viaje —comentó el muchacho mientras aproximaba todavía más los pies al fuego.

—No vayas a quemarte los zapatos —le aviso ella.

—Dice que no soy un sendario —explicó Garion—. Dice que no sabe a qué pueblo pertenezco pero que, con seguridad, no soy un sendario.

—Seda habla demasiado —murmuró tía Pol.

—Y tú nunca me cuentas nada, tía Pol —replicó él con irritación.

—Te cuento todo lo que necesitas saber —sentenció ella con calma—. De momento, no es preciso que conozcas nada sobre reyes rivanos o reinas nyissanas.

—Lo que pretendes es que siga siendo un chico ignorante —afirmó Garion, impertinente—. Ya casi soy un hombre y todavía no sé qué soy… ni quién.

—Yo sé quién eres —dijo ella sin alzar la vista.

—Dímelo, entonces.

—Eres un muchachito que está a punto de quemarse los zapatos en la lumbre.

Garion encogió las piernas rápidamente.

—No me has contestado —insistió.

—Es cierto —aceptó ella con el mismo tono de voz enfurecedoramente tranquilo.

—¿Por qué?

—Porque todavía no es necesario que lo sepas. Cuando llegue el momento te lo diré, pero no antes.

—¡No es justo! —protestó él.

—El mundo está lleno de injusticia —replicó tía Pol—. Ahora, ya que te sientes tan mayor, ¿por qué no vas a buscar un poco más de leña? Así tendrás algo útil en qué pensar.

Garion le lanzó una mirada de odio y cruzó la estancia con pasos enfurecidos.

—Garion —dijo la mujer.

—¿Qué?

Ni se te ocurra cerrar de un portazo.

A última hora de la tarde, cuando regresaron Lobo y Seda, el viejo narrador, habitualmente alegre y animado, parecía impaciente e irritable. Tomó asiento en la mesa de la sala común de la posada y se quedó contemplando el fuego, sombrío.

—No creo que pasara por aquí —dijo por fin—. Quedan algunos lugares para mirar, pero estoy casi seguro de que no han estado aquí.

—Entonces, ¿vamos a Camaar? —preguntó Barak con voz atronadora mientras se mesaba la barba encrespada con sus gruesos dedos.

—Es preciso —asintió Lobo—. Probablemente deberíamos haber empezado por ahí.

—No hay modo de saberlo —le replicó tía Pol—. ¿Por qué habría de ir él a Camaar si su intención es llevar el objeto hasta los reinos angaraks?

—Ni siquiera podemos estar seguros de cuál es el destino de su viaje —insistió él con irritación—. Quizá quiera guardárselo para él. Siempre lo ha codiciado.

Lobo volvió a concentrar la vista en las llamas hasta que Seda comentó:

—Vamos a necesitar algún tipo de carga para el viaje a Camaar.

—Eso nos retrasaría mucho —respondió Lobo sacudiendo la cabeza en gesto de negativa—. No es raro que los carros vuelvan sin carga a Camaar tras la feria de Muros, y está llegando el momento en que tal vez sea preciso poner en riesgo nuestro camuflaje a cambio de una mayor rapidez. Hay cuarenta leguas hasta Camaar y el tiempo está empeorando. Una nevada copiosa podría inmovilizar por completo los carros y no puedo pasarme todo un invierno atascado en mitad de un banco de nieve.

De pronto, Durnik dejó caer su cuchillo y se incorporó de un brinco.

—¿Qué sucede? —preguntó Barak al instante.

—Acabo de ver a Brill —informó el herrero—. Estaba en esa puerta.

—¿Estás seguro? —intervino Lobo.

—Lo conozco bien —replicó Durnik con firmeza—. Era Brill, sin duda.

Seda descargó el puño sobre la mesa.

—¡Qué idiota he sido! —se maldijo—. ¡He subestimado al tipo!

—Ahora, eso no tiene importancia —dijo el señor Lobo, casi con una especie de alivio en la voz—. Y nuestro disfraz resulta inútil. Creo que es hora de darse prisa.

—Yo me ocupo de los carros —se ofreció Durnik.

—No —respondió Lobo—. Los carros resultan demasiado lentos. Acudiremos al campamento de los algarios y compraremos buenos caballos.

—¿Qué hacemos con los carromatos? —insistió Durnik.

Lobo se puso en pie rápidamente mientras contestaba:

—Olvídate de ellos. Ahora sólo son un estorbo. Montaremos los caballos de tiro hasta el campamento algario y sólo llevaremos con nosotros lo que podamos transportar sin problemas. Reuníos conmigo en el patio de la posada.

El viejo narrador acudió con pasos rápidos hasta la puerta y salió a la fría noche.

Sólo transcurrieron unos minutos hasta que todos se reunieron de nuevo junto a la puerta del establo en el patio empedrado de la posada, cada uno cargado con un pequeño hatillo. El enorme Barak venía andando acompañado de un chirrido y llegó hasta el olfato de Garion el olor a acero aceitado de la cota de malla. Unos copos de nieve eran arrastrados por el viento ligero y se posaban en el suelo como delicado plumón.

Durnik fue el ultimo en llegar. Salió de la posada jadeante y entregó al señor Lobo un pequeño puñado de monedas.

—Es todo lo que he podido conseguir —se disculpó—. No es ni mucho menos lo que valen los carros, pero el posadero se ha dado cuenta de que me urgía vender y se ha aprovechado de mí. —Tras encogerse de hombros, añadió—: Al menos nos hemos librado de ellos, pero no es conveniente dejar bienes de valor tras uno. Son un fastidio para la mente y le distraen a uno de los asuntos que tiene entre manos.

—Durnik —comentó Seda con una carcajada—, tienes toda el alma de un sendario.

—Cada cual debe seguir su propia naturaleza —respondió el herrero.

—Gracias, amigo mío —dijo entonces Lobo con aire grave, mientras dejaba caer las monedas en la bolsa que llevaba al cinto—. Llevaremos los caballos de la brida. Galopar de noche por estas calles estrechas no haría más que atraer la atención sobre nosotros.

—Yo abriré la marcha —anunció Barak, al tiempo que desenvainaba su espada—. Si hay algún problema, estoy bien preparado para afrontarlo.

—Yo avanzaré a tu lado, amigo Barak —anunció Durnik, y escogió un garrote contundente de entre la leña.

Barak asintió con un lúgubre fulgor en la mirada y condujo por las bridas a su montura a través de la puerta, seguido de cerca por Durnik.

A imitación del herrero, Garion hizo un alto al pasar junto a la pila de leña y escogió un buen garrote de roble. Tenía el peso adecuado y lo agitó a un lado y a otro varias veces para tomarle la medida. Luego vio que lo observaba tía Pol y continuó la marcha sin nuevas demostraciones.

Las calles por las que pasaban eran estrechas y oscuras y la nieve había empezado a caer con un poco más de intensidad, deslizándose casi con pereza a través del aire encalmado. Los caballos, inquietos por la nieve, parecían atemorizados y se apretaron contra los que abrían la marcha.

Cuando se produjo el ataque, éste fue inesperado y rápido. Se escucharon unas pisadas en tropel y el tintineo del acero cuando Barak paró el primer golpe con su espada.

Garion sólo alcanzó a ver unas siluetas en sombras contra la nieve y, enseguida, como en aquella ocasión de su infancia en que había golpeado ciegamente a su amigo Rundorig mientras jugaban, un zumbido ensordeció sus oídos, la sangre le hirvió en las venas y se lanzó al combate sin hacer caso del breve grito de tía Pol.

Recibió un golpe seco en el hombro, se volvió y descargó su garrote. El golpe tuvo como respuesta un sordo gemido. Golpeó de nuevo, una vez más, dirigiéndose a las zonas de su enemigo en sombras que, por instinto, sabía más sensibles.

La lucha principal, sin embargo, se libró en torno a Barak y Durnik. El estruendo de la espada del primero y el ruido sordo del garrote del herrero resonaron en las callejas junto con los gemidos de sus atacantes.

—¡Ahí está el muchacho! —gritó una voz detrás de ellos. Garion dio media vuelta. Dos hombres venían veloces por la calle hacia él, uno con una espada y el otro con un siniestro machete curvo. Consciente de que era inútil, Garion levantó el garrote. Pero entonces apareció Seda. El hombrecillo se lanzó desde las sombras directo a los pies de los dos atacantes y los tres rodaron por el empedrado en una confusión de brazos y piernas. Seda se incorporó como un gato, giró sobre sí mismo y golpeó con el pie a uno de los desconcertados individuos justo por debajo de la oreja. El hombre cayó al suelo retorciéndose. Su compinche se apartó gateando y ya se levantaba cuando recibió en la cara el impacto simultáneo de los dos talones del hombrecillo de rostro de hurón; el drasniano había saltado, había hecho una pirueta en el aire y había lanzado ambas piernas con todas sus fuerzas. Al aterrizar, se volvió y preguntó a Garion casi despreocupado:

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Eres estupendo en eso de las cabriolas.

—No olvides que soy acróbata —respondió Seda—. Es fácil, cuando uno sabe cómo hacerlas.

—Ya se retiran —le anunció el muchacho.

Seda dio media vuelta: los dos tipos que acababa de derrotar desaparecían por una calleja oscura.

Barak lanzó un grito de triunfo y Garion vio que el resto de los atacantes huía también.

Al fondo de la calle, bajo la luz salpicada de nieve de un ventanuco, estaba Brill salido de sí por la rabia.

—¡Cobardes! —gritaba a sus mercenarios—. ¡Cobardes!

Pero cuando Barak se lanzó hacia él, también Brill dio media vuelta y echó a correr.

—¿Te encuentras bien, tía Pol? —preguntó Garion, una vez que hubo cruzado la calle hasta donde ella estaba.

—Claro que sí —replicó ella con aspereza—. Y no vuelvas a hacer eso, hombrecito. Deja las peleas callejeras para los que están mejor dotados para ellas.

—A mí no me pasaba nada —protestó él—. Tenía el garrote.

—No discutas conmigo. No me he tomado la molestia de criarte para que termines en cualquier cuneta.

—¿Estáis todos bien? —se interesó Durnik con ansiedad, retrocediendo hasta donde estaban los dos.

—Claro que sí —replicó de nuevo la mujer con su proverbial malhumor—. ¿Por qué no pruebas a ayudar al Viejo Lobo con los caballos?

—Claro, señora Pol —asintió Durnik con mansedumbre.

—Una refriega magnífica —comentó Barak, limpiando su espada mientras se sumaba al grupo—. No ha habido mucha sangre pero, a pesar de ello, ha sido muy satisfactoria.

—Estoy encantada de que te haya parecido así —comentó tía Pol con ácida ironía—. A mí no me agradan en absoluto estos encuentros. ¿Han dejado algún herido en su retirada?

—Lamentablemente, no, querida señora —informó Barak—. El lugar era demasiado angosto para descargar buenos golpes y el empedrado, demasiado resbaladizo para asentar bien los pies. Sin embargo, he marcado a un par de ellos sin ninguna duda. Hemos roto unos cuantos huesos y hemos abollado un par de cabezas. Como grupo, eran mucho mejores en la huida que en la lucha.

Seda regresó del callejón por el cual había perseguido a los dos que habían tratado de atacar a Garion. Traía los ojillos brillantes y un rictus en los labios.

—Muy estimulante —comentó, y se echó a reír sin razón aparente.

Lobo y Durnik habían conseguido calmar a sus monturas de ojos espantados y las condujeron de vuelta hasta donde se encontraban Garion y los demás.

—¿Algún herido? —inquirió Lobo.

—Estamos todos ilesos —respondió Barak con su voz atronadora—. El encuentro apenas merecía que desenvaináramos la espada.

Los pensamientos se desencadenaban a toda velocidad en la mente de Garion; llevado de la excitación, habló sin detenerse a considerar el hecho de que tal vez sería mejor repasar primero todo el asunto.

—¿Cómo ha sabido Brill que estábamos en Muros? —preguntó.

Seda lo miró incisivamente, con los ojos entrecerrados.

—Quizá nos ha seguido desde Winold —dijo.

—Pero nosotros nos detuvimos muchas veces a comprobar si venía alguien tras nosotros —replicó Garion—. Brill no nos siguió cuando dejamos el pueblo y mantuvimos la vigilancia todos los días desde entonces.

Seda frunció el entrecejo y murmuró:

—Continúa, Garion.

—Creo que Brill sabía cuál era nuestro destino —soltó el muchacho, luchando contra un extraño impulso que le incitaba a no revelar lo que ahora veía con toda claridad en su mente.

—¿Y qué más crees? —intervino Lobo.

—Que alguien se lo dijo. Alguien que sabía que veníamos hacia aquí.

—Mingan lo sabía —apuntó Seda—, pero Mingan es un comerciante y no hablaría de sus tratos y negocios a una persona de la calaña de Brill.

—Sin embargo, Asharak el murgo estaba en el despacho de Mingan cuando éste nos contrató. —El impulso de no seguir hablando era tan fuerte que Garion casi notaba la lengua rígida.

—¿Por qué mencionas eso ahora? —exclamó Seda encogiéndose de hombros—. Asharak no sabía quiénes éramos.

—¿Y si no es así? —replicó Garion—. ¿Y si no era un murgo normal, sino uno de esos otros…, como el que iba con los que nos pasaron un par de días después de nuestra salida de Darine?

—¿Un grolim? —apuntó Seda, abriendo los ojos como platos—. Si, supongo que si Asharak es un grolim, pudo saber quiénes éramos y que hacíamos.

—¿Y si el grolim que pasó por el camino ese día era Asharak? —dijo a duras penas Garion—. ¿Y si en realidad no nos buscaba, sino que se dirigía hacia el sur al encuentro de Brill para enviarlo aquí a esperarnos?

Seda lanzó una mirada penetrante al muchacho y murmuró:

—Muy bien. ¡Muy, pero que muy bien! —Se volvió hacia tía Pol—. Mis felicitaciones, señora Pol. Has criado a un muchacho poco común.

—¿Qué aspecto tenía ese Asharak? —se apresuró a preguntar Lobo.

—El de cualquier murgo —respondió Seda encogido de hombros—. Dijo que era de Rak Goska. Lo tomé por un espía corriente ocupado en algún asunto que no nos afectaba. Parece que se me durmió el cerebro.

—Suele pasar cuando uno trata con grolims —sentenció Lobo.

—Hay alguien observándonos desde esa ventana de ahí —dijo Durnik en un murmullo.

Garion se volvió rápidamente y vio una silueta oscura en una ventana del primer piso, recortada contra una luz mortecina. La sombra le resultó siniestramente familiar.

El señor Lobo no levantó la vista, pero su rostro se volvió inexpresivo como si estuviera examinando su interior o como si su mente estuviera buscando algo. Después, volvió a erguirse y miró directamente a la silueta de la ventana con ojos ardientes.

—Un grolim —dijo escuetamente.

—Un grolim muerto, quizás —añadió Seda.

Se llevó la mano bajo la túnica y sacó un puñal de hoja larga y afilada. Se apartó un par de pasos de la pared de la casa desde donde el grolim espiaba, giró sobre sus talones y lanzó el puñal con un movimiento fluido por encima de la cabeza.

La daga penetró en la ventana haciendo añicos los cristales. Se escuchó un grito ahogado y la luz se apagó. Garion notó un extraño dolor en el brazo izquierdo.

—He acertado —dijo Seda con una sonrisa.

—Buen tiro —comentó Barak con admiración.

—Uno ha adquirido ciertas habilidades —dijo Seda, modesto—. Si era Asharak, se la debía por engañarme en el despacho de Mingan.

—Al menos le dará algo en qué pensar —añadió Lobo—. Ahora ya no tiene ningún sentido recorrer la ciudad tratando de no hacer ruido. Saben que estamos aquí. Montemos y salgamos.

Saltó a la montura y abrió la marcha calle abajo a paso rápido.

Libre al fin del extraño impulso que lo había atenazado, Garion quiso hablar de Asharak a sus compañeros, pero no tuvo ocasión de hacerlo mientras cabalgaban.

Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, azuzaron a los caballos a un trote más veloz. La nevada era más copiosa ahora y el terreno hollado por las pezuñas del ganado en los inmensos corrales ya estaba cubierto por una fina capa blanca.

—Va a ser una noche muy fría —gritó Seda mientras avanzaban.

—Siempre podemos regresar a Muros —apuntó Barak—. Un par de peleas más y entraréis en calor.

Seda se echó a reír y espoleó de nuevo a su montura.

El campamento de los algarios estaba a tres leguas al este de Muros. Era una extensa zona rodeada de una firme empalizada de maderos clavados en el suelo. La nieve caía ya en cantidad suficiente para que el campamento apareciera borroso y uniforme. El portón de entrada, flanqueado por antorchas siseantes, estaba defendido por dos guerreros de aspecto fiero con polainas de cuero, chaleco del mismo material y cascos de acero redondeados. Las puntas de sus lanzas brillaban a la luz de las antorchas.

—Alto —ordenó uno de los guerreros apuntando su lanza hacia el señor Lobo—. ¿Qué asuntos os traen por aquí a esta hora de la noche?

—Tengo urgente necesidad de hablar con el jefe de vuestro rebaño —respondió Lobo de buen grado—. ¿Puedo echar pie a tierra?

Los dos centinelas hablaron entre sí un instante.

—Puedes bajar —dijo uno de ellos—, pero tus acompañantes deben retirarse un poco… aunque sin salir de la zona iluminada.

—¡Algarios! —murmuró Seda para sí—. Siempre tan suspicaces.

El señor Lobo se apeó de su caballo, echó hacia atrás su capucha y se acercó a los centinelas pisando la nieve.

Entonces sucedió algo extraño: el centinela de más edad observó al señor Lobo, en particular se fijó en su cabello y su barba plateados. De pronto, abrió los ojos como platos, murmuró unas apresuradas palabras a su compañero y los dos hombres hicieron una exagerada reverencia delante de Lobo.

—No hay tiempo para eso —dijo éste, incómodo—. Conducidme ante vuestro jefe de rebaño.

—Al momento, anciano —asintió enseguida el centinela de más edad, corriendo a abrir el portón.

—¿Qué ha sido eso? —cuchicheó Garion a tía Pol.

—Los algarios son muy supersticiosos —se limitó a responder ella—. No hagas tantas preguntas.

Esperaron con la nieve que caía sobre ellos y se fundía sobre el lomo de los caballos. Al cabo de media hora, la puerta se abrió de nuevo y dos decenas de algarios a caballo, de aspecto fiero con sus petos de cuero llenos de remaches metálicos y sus cascos de acero, aparecieron conduciendo seis caballos ensillados y listos para montar.

Detrás de ellos caminaba el señor Lobo acompañado de un hombre alto de cabeza afeitada salvo un penacho de cabello al viento.

—Has honrado nuestro campamento con tu visita, anciano —decía el hombre—. Te deseo toda la rapidez del mundo en tu viaje.

—Poco temo ahora los retrasos, con estos caballos algarios bajo la silla —respondió Lobo.

—Mis jinetes os acompañarán por una ruta que conocen y que os llevará al otro lado de Muros en pocas horas. Después, aguardarán un tiempo para estar seguros de que no os siguen.

—No sé cómo expresarte mi gratitud, noble jefe de rebaño —dijo Lobo con una inclinación de cabeza.

—Soy yo quien agradece la oportunidad de prestarte un servicio —respondió el jefe del rebaño con otra reverencia.

El cambio de monturas sólo llevó un minuto. Precedidos por la mitad del destacamento de algarios y con la otra mitad en la retaguardia, el grupo dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia el oeste a través de la noche oscura y nevada.