Capítulo 8

Transcurrido el primer día, el viento amainó y el pálido sol otoñal reapareció. La ruta hacia el sur los condujo a lo largo del río Darine, una corriente turbulenta que bajaba de las montañas hasta el golfo de Cherek. El terreno era accidentado y lleno de bosques pero, como los carros iban vacíos, los caballos tiraron de ellos con facilidad.

Garion presto escasa atención al paisaje mientras avanzaban por el valle del Darine hacia sus fuentes, toda la atención del muchacho estaba concentrada casi exclusivamente en los dedos vertiginosos de Seda.

—No grites —le indicó el hombrecillo mientras Garion practicaba.

—¿Gritar? —repitió el muchacho, desconcertado.

—No exageres los gestos, hazlos siempre pequeños. La idea general es conseguir que toda la conversación pase desapercibida.

—Solo estoy practicando —dijo Garion.

—Es mejor eliminar las malas costumbres antes de que arraiguen demasiado —indicó su maestro—. Y ten cuidado de no hablar en murmullos.

—¿En murmullos?

—Forma cada frase con precisión. Termina cada una antes de pasar a la siguiente, no te preocupes por la velocidad, eso viene con el tiempo.

Al tercer día, sus conversaciones eran mitad con palabras y mitad con gestos, y Garion empezaba a sentirse muy orgulloso de sí mismo. Ésa tarde, se apartaron del camino al llegar a una arboleda de altos cedros y formaron el habitual semicírculo con los carros.

—¿Cómo va la instrucción? —preguntó Lobo al apearse.

—Progresa —informó Seda—. Espero que vaya un poco más deprisa cuando el muchacho supere la tendencia a parlotear como los niños.

Garion se sintió hundido. Barak, que también había bajado del carro, se echo a reír.

—Muchas veces he pensado que sería útil conocer la lengua secreta, pero los dedos conformados para sujetar la espada no son lo bastante flexibles para ello. —El gigante extendió su manaza enorme y sacudió la cabeza.

Durnik alzó su rostro y olfateó el aire.

—Ésta noche va a hacer frío —declaró—. Caerá una helada antes de que amanezca.

Barak también olisqueó el aire y asintió:

—Tienes razón, Durnik. Vamos a necesitar una buena hoguera esta noche. —Introdujo la mano en la caja del carro y tomó el hacha.

—Se acercan unos jinetes —anunció tía Pol, sentada todavía en el pescante del carro.

Todos dejaron de hablar y oyeron el ligero retumbar de los cascos en el camino del que acababan de apartarse.

—Tres, por lo menos —dijo Barak con voz sombría. Entregó el hacha a Durnik y volvió a introducir la mano en el carromato para sacar su espada.

—Cuatro —precisó Seda, y saltó a su carro para empuñar también su espada, que guardaba bajo el pescante.

—Estamos a suficiente distancia de la carretera —aseguró Lobo—. Si permanecemos en silencio, pasarán sin advertir nuestra presencia.

—Los árboles no nos ocultarán de los grolims —dijo tía Pol—. Ellos no buscan con los ojos. —Hizo dos breves gestos a Lobo que Garion no supo reconocer.

No —replicó con otro gesto Lobo—. En lugar de eso, vamos a… —y añadió otro gesto irreconocible. Tía Pol lo miró un instante y asintió.

—Quedaos todos quietos y callados —ordenó Lobo a los demás. Después, se volvió hacia el camino con gesto atento. Garion contuvo la respiración y el sonido de los caballos al galope continuó acercándose.

Entonces sucedió algo extraño. Aunque Garion sabía que debía temer a los jinetes por la amenaza que representaban, notó que le invadía una especie de lasitud soñolienta. Era como si su mente se hubiera adormilado de repente, aunque su cuerpo siguiera despierto y consciente, contemplando con indiferencia el paso de los oscuros jinetes por el camino.

El muchacho no supo decir cuánto tiempo permaneció así pero, cuando salió de aquel estado de somnolencia, los jinetes habían desaparecido y el sol se había puesto. Al este, el firmamento había adquirido ya un tono púrpura ante la proximidad del crepúsculo y, en el horizonte occidental, aparecían jirones de nubes teñidas por el sol.

—Murgos —dijo tía Pol con toda calma— y un grolim.

La mujer empezó a apearse del carro y Seda se apresuró a ayudarla al tiempo que comentaba:

—Hay muchos murgos en Sendaria, noble dama, y en muchas misiones distintas.

—Una cosa son los murgos —replicó Lobo con aire sombrío— y otra muy distinta los grolims. Creo que será mejor que nos apartemos de los caminos más transitados. ¿Conoces alguna ruta alternativa hasta Medalia?

—Amigo mío —replicó Seda con modestia—. Conozco rutas alternativas para todos los lugares.

—Bien —asintió Lobo—. Vamos a internarnos más en los bosques. Prefiero que no llegue al camino el menor resplandor de nuestra fogata nocturna.

Garion sólo había visto por un instante a los murgos envueltos en sus capas. No había modo de estar seguro de si uno de ellos había sido el mismo Asharak que por fin había tenido frente a él después de tantos años de conocerlo sólo como una figura oscura sobre un caballo negro, pero de algún modo, el muchacho estaba seguro de que Asharak formaba parte del grupo. Asharak lo seguiría y estaría siempre donde él se encontrara. Garion supo que podía estar seguro de ello.

Durnik no se había equivocado al anunciar que caería una helada, A la mañana siguiente, el suelo estaba cubierto de una capa blanca y el aliento de los caballos formaba nubes en el aire helado cuando reanudaron la marcha. Avanzaron por caminos y sendas poco utilizados que estaban medio invadidos por la maleza. La marcha era un poco más lenta de lo que habría sido por la ruta principal, pero así se sentían mucho más seguros.

Tardaron cinco días más en llegar al pueblo de Winold, a unas doce leguas al norte de Medalia. Allí, ante la insistencia de tía Pol, se detuvieron a pasar la noche en una posada bastante desvencijada.

—Me niego a dormir en el suelo otra vez —anunció categóricamente.

Cuando hubieron cenado en la sucia sala común de la posada, los hombres se dedicaron a sus jarras de cerveza y tía Pol subió a las habitaciones después de haber ordenado que le llevaran agua caliente para darse un baño. Garion, por su parte, buscó el pretexto de ir a ver los caballos para salir del edificio. No tenía por costumbre mentir deliberadamente pero, durante la ultima jornada del viaje, le había pasado por la cabeza que no había disfrutado un sólo segundo de soledad desde que saliera de la casa de Faldor. El muchacho no era, por naturaleza, una persona solitaria; sin embargo, había empezado a acusar claramente la limitación de estar siempre ante presencia de gente adulta.

El pueblo de Winold no era demasiado grande y Garion lo exploró de cabo a rabo en menos de media hora. Vagó por sus callejas estrechas y empedradas bajo el aire vigorizante de última hora de la tarde. La luz dorada de las velas iluminaba las ventanas de las casas y Garion sintió de pronto una profunda nostalgia.

Después, en la esquina de la calleja retorcida y bajo la breve luz de una puerta al abrirse, vio una figura conocida. No le dio tiempo a cerciorarse del todo, pero se ocultó de todos modos tras un muro de piedra sin pulir.

El hombre de la esquina se volvió con irritación hacia la luz y Garion captó el súbito destello blanco de uno de sus ojos. Era Brill. El desaseado individuo se apartó velozmente de la luz con la clara intención de no ser visto; cuando estuvo de nuevo al amparo de las sombras, se detuvo.

Garion se pegó a la pared y observó a Brill dando unos pasos impacientes en la esquina. Lo más razonable habría sido escabullirse de allí y regresar a toda prisa a la posada, pero Garion descartó muy pronto tal idea. Allí, protegido a la sombra del muro estaba bastante seguro y, por otro lado, la curiosidad le picaba lo suficiente para impedirle irse sin averiguar qué hacía Brill allí, con exactitud.

Le pareció que transcurrían horas pero, en realidad, pasaron sólo unos pocos minutos hasta que otra forma envuelta en sombras apareció en la calle, con paso sigiloso. La figura iba cubierta con una capucha que hacía invisible su rostro, pero su perfil revelaba a un hombre vestido con la túnica, el calzón y las botas hasta las pantorrillas propias de los sendarios. Cuando el segundo desconocido se dio la vuelta, Garion advirtió también la silueta de una espada a su cintura, y tal cosa le pareció impropia de un hombre como aquél. Aunque no podía considerarse ilegal que los sendarios de clases inferiores portaran armas, tal hecho era lo bastante infrecuente para llamar la atención.

Garion trató de acercarse lo suficiente para escuchar qué le decía Brill al hombre de la espada, pero apenas cuchichearon durante un instante. Oyó el tintineo de unas monedas que cambiaban de mano y, tras ello, los dos individuos se separaron. Brill dobló la esquina con sigilo y el hombre de la espada avanzó por la estrecha calleja serpenteante hacia el lugar donde se encontraba el muchacho.

No tenía dónde ocultarse y, cuando el individuo encapuchado llegara lo bastante cerca, lo descubriría irremediablemente. Dar media vuelta y echar a correr sería todavía más peligroso. Privado de otra alternativa, Garion decidió correr el riesgo y echó a andar con determinación hacia la figura que se aproximaba.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el hombre de la capucha llevando la mano a la empuñadura de la espada.

—Buenas noches, señor —dijo Garion con voz deliberadamente forzada, con el tono agudo de un niño mucho más pequeño—. Vaya frío, ¿verdad?

El individuo soltó un gruñido y pareció tranquilizarse.

A Garion le temblaban las piernas, impacientes por echar a correr. Pasó junto al hombre de la espada y un escalofrío le recorrió el espinazo al notar la mirada suspicaz que lo observaba.

—Muchacho —dijo el hombre con brusquedad.

Garion se detuvo en seco.

—¿Sí, señor? —dijo, volviéndose.

—¿Eres de aquí, chico?

—Si, señor —mintió Garion, tratando de reprimir el temblor de su voz.

—¿Hay alguna taberna cerca?

Garion acababa de explorar el pueblo y respondió con aplomo:

—Si, señor. Siga esta calle hasta la próxima esquina y tome a la izquierda. Verá unas antorchas a la entrada. No tiene pérdida.

—Gracias, pequeño —dijo lacónicamente el hombre encapuchado, continuando su camino.

—Buenas noches, señor —respondió Garion a su espalda, estimulado por el hecho de que el peligro parecía haber pasado.

El hombre no volvió a hablarle y Garion continuó calle abajo, eufórico tras el breve encuentro. Sin embargo, una vez hubo doblado la esquina, abandonó los ademanes de un simple chico pueblerino y echo a correr.

Llegó sin aliento a la posada e irrumpió en la sala común, cargada de humo, donde el señor Lobo y los demás estaban sentados junto al fuego.

En el ultimo momento, comprendió que sería un error explicar en voz alta lo sucedido en un lugar donde podían escucharlo otros oídos y se obligó a caminar pausadamente hasta donde se encontraban sus amigos. Se detuvo ante el fuego como para calentarse y dijo en voz baja:

—Acabo de ver a Brill en el pueblo.

—¿Brill? —repitió Seda—. ¿Quién es Brill?

—Un mozo de labranza con demasiado oro angarak en la bolsa para ser trigo limpio —explicó Lobo con el entrecejo fruncido. En pocas palabras, explicó a Seda y a Barak la aventura del establo de Faldor.

—Deberías haberlo matado —declaró Barak.

—Esto no es Cherek —replicó Lobo—. A los sendarios no nos gusta matar innecesariamente. —Se volvió a Garion y le preguntó—: ¿Te vio seguirlo?

—No —declaró Garion—. Yo lo descubrí primero y me oculté en las sombras. Se reunió con otro hombre y le entregó dinero, me parece. El otro hombre llevaba una espada.

El muchacho hizo un resumen del incidente.

—Esto cambia las cosas —dijo Lobo—. Creo que saldremos esta mañana más temprano de lo que habíamos proyectado.

—No debería ser difícil hacer que Brill perdiera interés por nosotros —comentó Durnik—. Podría salir a buscarlo: unos cuantos golpes en su cabezota deberían bastar.

—Es una propuesta tentadora —sonrió Lobo—, pero creo que será mejor dejar el pueblo a primera hora de mañana y evitar que llegue a saber siquiera que hemos estado aquí. No tenemos tiempo de pelearnos con cualquiera que aparezca en nuestro camino.

—De todos modos, me gustaría echarle un vistazo más de cerca a ese sendario que porta una espada —intervino Seda, poniéndose de pie—. Si resulta que nos está siguiendo, prefiero saber qué aspecto tiene. No me gusta que me siga un desconocido.

—Sé discreto —le previno Lobo. Seda se echó a reír.

—¿Me has visto alguna vez actuar de otra manera? No tardare mucho —continuó—. ¿Dónde has dicho que estaba esa taberna, Garion?

El muchacho le indicó la dirección.

Seda asintió con un curioso brillo en los ojos y una vibración en su larga nariz. Dio media vuelta, atravesó a buen paso la sala llena de humo y salió al aire helado de la noche.

—Me estaba diciendo que, si nos siguen tan de cerca —comentó Barak—, ¿no sería preferible deshacernos de los carros y de estos molestos disfraces, comprar unos buenos caballos y, sencillamente, salir al galope por el camino más corto hasta Muros?

Lobo sacudió la cabeza en gesto de negativa y respondió:

—No creo que los murgos estén tan seguros de quiénes somos. Brill podría estar aquí por algún otro asunto turbio y seríamos estúpidos si empezáramos a huir de las sombras. Lo mejor es continuar nuestro avance lentamente. Aunque Brill esté trabajando todavía para los murgos, prefiero escabullirme y dejarlos dando palos de ciego por toda la Sendaria central. —Se puso en pie y añadió—: Voy arriba a informar a Pol de lo sucedido.

Lobo atravesó la estancia y ascendió las escaleras.

—Sigue sin gustarme —murmuró Barak con rostro sombrío.

Permanecieron sentados en silencio esperando el regreso de Seda. Un tronco crepitó en el fuego y sobresaltó ligeramente a Garion. Mientras aguardaban, el muchacho reflexionó sobre lo mucho que había cambiado desde que salieran de la hacienda de Faldor. Allí, todo le había parecido muy sencillo, con el mundo claramente dividido entre amigos y enemigos. En cambio, en el breve plazo de tiempo transcurrido desde su partida, había empezado a percibir unas complejidades como jamás había imaginado que pudieran existir. Se había vuelto reservado y desconfiado y escuchaba con más frecuencia aquella voz interior que siempre le aconsejaba cautela, cuando no pura astucia. También había aprendido a no dar nada por sentado. Lamentó por un breve instante la pérdida de su anterior inocencia, pero la seca voz interior le dijo que tales lamentaciones eran una niñería.

Pronto el señor Lobo apareció en las escaleras y se unió de nuevo a ellos. Casi una hora más tarde, se presentó Seda.

—El individuo tiene un aspecto poco recomendable —explicó, acercándose al fuego—. Supongo que se trata de un salteador de caminos de poca monta.

—Brill está en contacto con los de su ralea —apuntó Lobo—. Si todavía trabaja para los murgos, es probable que esté contratando rufianes para que sigan nuestra pista. Sin embargo, buscaran a cuatro personas que viajan a pie, y no a seis transportistas en carromato. Si conseguimos salir de Winold antes de las primeras luces, creo que podremos eludirlos totalmente.

—Creo que Durnik y yo deberíamos montar guardia esta noche —dijo Barak.

—No es mala idea —asintió Lobo—. Propongo que salgamos a las cuatro de la madrugada. Me gustaría poner dos o tres leguas de caminos secundarios entre nosotros y este pueblo antes de que el sol luzca en lo alto.

Garion apenas pegó ojo esa noche y, cuando lo hizo, tuvo pesadillas sobre un hombre encapuchado con una cruel espada que lo perseguía incansablemente por estrechas callejas oscuras. Cuando Barak los despertó, a Garion le escocían los ojos y tenía la cabeza espesa tras la noche extenuante.

Tía Pol cerró a conciencia las contraventanas de su habitación antes de encender una sola vela.

—A esta hora hará más frío —dijo, abriendo el gran fardo que le había hecho trasladar del carromato. Sacó unos calzones gruesos de lana y unas botas de invierno forradas en borrego—. Póntelas —ordenó a Garion—, y ponte también la capa gruesa.

—Ya no soy un niño, tía Pol —protestó el muchacho.

—¿Te gusta acaso pasar frío?

—Claro que no, pero… —se detuvo a media frase, incapaz de encontrar palabras para describir cómo se sentía. Empezó a vestirse y llegó hasta él el leve murmullo de los demás cuchicheando en la habitación contigua con esa voz susurrante que suelen emplear los hombres cuando se levantan antes que el sol.

—Ya estamos listos, señora Pol —dijo la voz de Seda al otro lado de la puerta.

—Vámonos, pues —respondió ella, levantando la capucha de su abrigo.

Ésa noche la luna había salido tarde y brillaba deslumbrante en el hielo que cubría las piedras del exterior de la posada. Durnik había enganchado los caballos a los carromatos y los había sacado del establo.

—Conduciremos los caballos hacia el camino —dijo Lobo en voz muy baja—. No veo la necesidad de despertar a la gente del pueblo a nuestro paso.

Seda abrió de nuevo la marcha y avanzaron lentamente, hasta dejar atrás el patio de la posada.

Los campos que rodeaban el pueblo estaban cubiertos de un blanco manto de escarcha y la pálida luz de la luna, de aspecto vaporoso, parecía haber absorbido todo el color del paisaje.

—Cuando estemos seguros de que ya no pueden oírnos en el pueblo —indicó Lobo, subiendo a su carro—, pondremos una buena distancia entre nosotros y este lugar. Los carros están vacíos y una pequeña carrera no les irá mal a los caballos.

—Desde luego —asintió Seda.

Todos montaron en los carros y avanzaron al paso. Las estrellas titilaban en el cielo frío y vigorizante. Los campos estaban muy blancos bajo la luna y los macizos de árboles junto al camino, muy oscuros.

Cuando llegaron a lo alto de la primera colina, Garion volvió la vista hacia el oscuro racimo de casas al fondo del valle. En una de las ventanas había una luz, el solitario resplandor dorado de una vela que desapareció enseguida.

—Alguien se ha despertado en el pueblo —informó a Seda—. Acabo de ver una luz.

—Algún madrugador, tal vez —apuntó Seda—. Aunque, claro, tal vez no.

Sacudió ligeramente las riendas y los caballos apretaron el paso. Tras una nueva sacudida, empezaron a trotar.

—Sujétate, muchacho —aviso a éste. Después, se inclinó hacia delante y dio un medido golpe con las riendas en el lomo de los caballos.

El carro se bamboleó y traqueteó tras el par de caballos y el aire frío cortó el rostro de Garion mientras éste se agarraba del pescante.

A todo galope, los tres carromatos se lanzaron por la pendiente hacia el valle siguiente, dejando muy atrás el pueblo y su solitaria luz. Cuando salió el sol, habían cubierto unas buenas cuatro leguas y Seda detuvo los humeantes caballos. Garion se sentía dolorido y machacado tras la loca carrera por los caminos duros como el metal y agradeció la oportunidad de descansar. Seda le entregó las riendas y saltó del carromato. Tras hablar un instante con el señor Lobo y tía Pol, regresó al carro.

—Nos desviaremos por esa senda de ahí delante —dijo a Garion mientras se frotaba los dedos. Garion le tendió las riendas—. Llévalas tú —le ofreció al muchacho—. Tengo las manos heladas. Sólo tienes que dejar andar a los caballos.

Garion lanzó un chasquido a los animales y sacudió ligeramente las riendas. Los caballos, obedientes, avanzaron de nuevo.

—El camino rodea esa colina de ahí —indicó Seda, señalando con la barbilla pues tenía las manos guardadas bajo la túnica—. Al otro lado hay una arboleda de abetos. Nos detendremos allí para dar descanso a los caballos.

—¿Crees que nos están siguiendo? —preguntó Garion.

—Ésa será una buena ocasión para descubrirlo —respondió el hombrecillo.

Rodearon la colina y continuaron hasta el lugar donde los oscuros abetos bordeaban el camino. Entonces, Garion desvió los caballos y se adentró bajo las sombras de la arboleda.

—Aquí está bien —indicó Seda, saltando a tierra—. Vamos.

—¿Dónde me llevas?

—Quiero echar un vistazo al camino por el que veníamos —explicó Seda—. Subiremos a la cumbre a través de los árboles para comprobar si el desvío ha atraído el interés de alguien.

Empezó a ascender por la ladera con considerable rapidez pero sin hacer el menor ruido al andar. Garion lo siguió a duras penas, haciendo crujir bajo sus pies las ramitas muertas hasta que empezó a aprender el truco que utilizaba el hombrecillo. Éste se volvió y asintió con la cabeza para mostrar su aprobación, pero no dijo una palabra.

Los árboles terminaban justo en la cresta de la colina y Seda se detuvo allí. Abajo, el valle con el oscuro camino que lo atravesaba aparecía desierto, salvo por un par de ciervos que habían salido de los bosques para pacer la hierba helada en la ladera opuesta.

—Esperaremos un rato —dijo Seda—. Si Brill y su mercenario nos siguen, no deberían andar muy lejos.

Tomó asiento en un tocón y observó el valle vacío.

Al cabo de un rato, un carro apareció a la vista: avanzaba lentamente por el camino en dirección a Winold. Empequeñecido por la distancia, su deambular —por el surco que marcaba la ruta— parecía tremendamente pausado.

El sol se alzó un poco más y los dos observadores se protegieron los ojos bajo su potente resplandor matinal.

—Seda —dijo Garion en tono vacilante.

—¿Sí, Garion?

—¿Qué es todo esto? —La pregunta era atrevida, pero el muchacho ya creía conocer a Seda lo suficiente para hacérsela.

—¿Todo esto? ¿A que te refieres?

—A lo que estamos haciendo. He oído algunas cosas y he intuido algunas más pero, en realidad, no les encuentro demasiado sentido.

—¿Y qué es lo que crees haber intuido, Garion? —inquirió Seda con sus ojillos muy brillantes en su rostro sin afeitar.

—Hay algo que ha sido robado, algo muy importante… y el señor Lobo y tía Pol, junto al resto de nosotros, están tratando de encontrarlo.

—Muy bien —asintió Seda—. Todo eso es verdad.

—El señor Lobo y tía Pol no son lo que parecen —continuó Garion.

—No, no lo son —concedió Seda.

—Creo que pueden hacer cosas que son imposibles para los demás —añadió el muchacho, luchando por encontrar las palabras adecuadas—. El señor Lobo puede seguir esa cosa, sea lo que sea, sin verla. Y la semana pasada en el bosque, cuando pasaron los murgos, él y tía Pol hicieron algo…, no sé cómo describirlo, pero fue casi como si se metieran en mi mente y la dejaran dormida. ¿Cómo lo hicieron? ¿Y por qué?

—Eres un chico muy observador —comentó Seda con una risilla. Después, su voz se hizo más seria—. Estamos viviendo momentos trascendentales, Garion. Los acontecimientos de un millar de años o más se han concentrado en estos días presentes. El mundo, según me han dicho, es así. Transcurren siglos sin que suceda nada y luego, en unos pocos años, tienen lugar sucesos de tan tremenda importancia que el mundo no vuelve a ser el mismo.

—Creo que, si pudiera escoger, preferiría uno de esos siglos de tranquilidad —murmuró Garion, abatido.

—¡Oh, no! —replicó Seda, separando los labios en una sonrisa de hurón—. Éste es el momento de estar vivo para ver cómo sucede todo, para participar en ello. Eso hace correr la sangre en las venas y cada respiración es una aventura.

Garion dejó pasar el comentario.

—¿Qué es eso que estamos siguiendo? —preguntó.

—Es mejor que ignores incluso eso —le respondió Seda con gravedad—. Igual que el nombre de quien lo ha robado. Hay gente que intenta detenernos y así no podrás revelar lo que no sepas.

—No tengo por costumbre hablar con murgos —replicó Garion con energía.

—No es necesario hablar con ellos. Hay algunos murgos que pueden penetrar en la mente de uno y leerle los pensamientos.

—Eso es imposible —dijo Garion.

—¿Quién puede decir qué es posible y qué no? —exclamó Seda, y Garion recordó la conversación que había sostenido una vez con el señor Lobo acerca de lo posible y lo imposible.

Seda permaneció sentado en el tocón bajo el sol recién salido, observando con aire meditabundo el valle aún en sombras. No parecía más que un hombrecillo de aspecto vulgar con una túnica y unos calzones de aspecto vulgar y una capa áspera de color pardo en los hombros, con la capucha cubriéndole la cabeza.

—Tú te has educado como un sendario, Garion —dijo entonces—, y los sendarios son hombres sólidos y prácticos, poco dados a creer en la magia, la hechicería y las cosas que no pueden verse o tocarse. Tu amigo Durnik es un perfecto sendario. Puede remendar un zapato, reparar una rueda rota o medicar un caballo enfermo, pero dudo de que sea capaz de creer lo más mínimo en la magia.

—¡Yo soy un sendario! —protestó Garion. La insinuación implícita en el comentario de Seda hacía tambalear el centro mismo de lo que tenía por su propia identidad. Seda se volvió y lo miró fijamente.

—No —replicó—, no lo eres. Sé reconocer a un sendario cuando lo tengo delante, igual que sé advertir la diferencia entre un arendiano y un tolnedrano, o entre un cherek y un algario. Los sendarios poseen cierta conformación de la cabeza, cierta expresión en los ojos, que tú no tienes: tú no eres sendario.

—¿Qué soy, entonces? —dijo Garion, retador.

—No lo sé —respondió Seda con expresión de desconcierto—, y eso es muy raro, porque he sido educado para conocer de qué pueblo es cada cual. Pero tal vez me venga a la cabeza con el tiempo.

—¿Tía Pol es una sendaria?

—Claro que no —dijo Seda, riéndose.

—Eso lo explica, entonces. Probablemente, soy lo mismo que ella.

Seda lo miró detenidamente.

—Al fin y al cabo, ella es hermana de mi padre —continuó Garion—. Al principio pensé que llevaba la misma sangre que mi madre, pero me equivocaba. Tía Pol era pariente de mi padre, ahora estoy seguro.

—Eso es imposible —afirmó Seda categóricamente.

—¿Imposible?

—Absolutamente. La mera idea es inconcebible.

—¿Por qué?

Seda se mordió el labio un instante.

—Volvamos a los carromatos —dijo con brusquedad.

Dieron la vuelta y descendieron entre los árboles umbríos con el brillante sol de la mañana iluminando al sesgo sus espaldas bajo el aire helado.

Continuaron por los caminos secundarios durante el resto del día. Avanzada la tarde, cuando el sol empezaba a caer tras una masa de nubes púrpura hacia el poniente, llegaron a la casa de campo donde tenían que recoger los jamones de Mingan. Seda habló con el robusto campesino y le mostró el pergamino que Mingan les había dado en Darine.

—Me alegro de librarme de ellos —dijo el hombre—. Ocupaban un espacio en mis cobertizos que me hacía mucha falta.

—Es lo que suele suceder cuando se hacen tratos con tolnedranos —apuntó Seda—. Tienen un gran talento en conseguir un poco más de lo que pagan, aunque sólo sea la utilización gratuita de los cobertizos de almacenaje de otro.

El campesino asintió lúgubremente.

—Me pregunto… —dijo entonces Seda, como si acabara de pasársele por la cabeza el pensamiento—, me pregunto si no habrás visto por aquí a un amigo mío…, Brill, se llama. Es un hombre de talla mediana, cabello y barba negros y un ojo ligeramente bizco.

—¿Con ropas remendadas y aire avinagrado? —preguntó el campesino.

—Exacto —asintió Seda.

—Ha estado por la comarca —le informó el hombre—. Buscaba, o al menos eso dijo, a un viejo y una mujer con un muchacho. Dijo que le habían robado algunas cosas a su amo y que éste lo había enviado a buscarlos.

—¿Cuánto hace de eso? —inquirió el hombrecillo.

—Hace una semana, más o menos.

—Es una lástima no haber dado con él —se quejó Seda—. Ojalá me llegue el momento de encontrarlo.

—No se me ocurre por qué lo deseas tanto —replicó el granjero con brusquedad—. Para ser sincero contigo, tu amigo no me gustó nada.

—Tampoco yo estoy muy orgulloso de él —asintió Seda—, pero la verdad es que me debe algún dinero. Me encantaría librarme de la compañía de Brill, pero añoro el dinero que me debe, no sé si me entiendes.

El campesino se echó a reír.

—Te ruego tengas la amabilidad de olvidar que he preguntado por él —añadió Seda—. Ya me será suficientemente difícil dar con él sin que esté advertido de que lo sigo.

—Puedes confiar en mi discreción —respondió el hombre, riéndose todavía—. Tengo un desván donde tú y tu gente podéis pasar la noche, y me encantará que compartáis la cena con mis trabajadores en el comedor.

—Gracias —dijo Seda con ligera inclinación de cabeza—. El suelo está frío y ya hace algún tiempo que no comemos otra cosa que la aburrida dieta del camino.

—Vosotros los carreteros lleváis vidas de aventuras —comentó el robusto campesino casi con envidia—. Libres como los pájaros y siempre con un nuevo horizonte tras la siguiente cumbre.

—Eso es exagerar mucho —replicó el hombrecillo—. Y el invierno es época de penuria tanto para los pájaros como para los carreteros.

El campesino se rió una vez más, dio unas palmaditas en el hombro a Seda y le mostró dónde podía guardar los caballos.

La comida de la mesa del campesino era sencilla pero abundante y en el desván, el piso superior de un almacén, corría un poco de viento pero el heno era mullido. Garion durmió como un tronco. La hacienda no era la de Faldor pero se le parecía bastante y producía también aquella reconfortante sensación de tener unas paredes firmes en torno a uno que lo hizo sentirse seguro otra vez.

A la mañana siguiente, después de un buen desayuno, cargaron en los carros los jamones cubiertos de sal del tolnedrano y se despidieron amistosamente del campesino.

Las nubes que habían empezado a asomar por el oeste la tarde anterior habían cubierto el cielo durante la noche y la jornada se iniciaba fría y gris cuando pusieron rumbo a Muros, a cincuenta leguas hacia el sur.