Tardaron cuatro días en llegar a Darine, en la costa norte. El primer día transcurrió muy bien pues, aunque estaba nublado y seguía soplando el viento, el aire era seco y los caminos buenos. Pasaron junto a tranquilas casas de campo y vieron algún que otro campesino encorvado en mitad de sus campos, dedicado a su trabajo. Sin excepción, todos ellos hacían un alto en su labor para verlos pasar. Algunos los saludaban con la mano; otros no.
Luego encontraron pueblos, racimos de casas altas en el fondo de los valles. A su paso, los niños salían de las casas y corrían tras los carromatos, con gritos de excitación. Los aldeanos los observaban, desocupados y curiosos, hasta que se hacía evidente que los carros no iban a detenerse; entonces, se volvían con desdén y regresaban a sus asuntos.
Cuando la tarde de esa primera jornada avanzaba ya hacía la noche, Seda los condujo a una arbolada próxima al camino e hicieron los preparativos para pasar la noche. Dieron cuenta de los últimos restos del jamón y del queso que Lobo había tomado de las despensas de Faldor y, tras ello, extendieron las mantas en el suelo debajo de los carros. El suelo estaba duro y frío pero la sensación excitante de ser partícipe de una aventura ayudó a Garion a soportar la incomodidad.
A la mañana siguiente, sin embargo, empezó a llover. Al principio era una lluvia fina, casi un rocío que volaba al impulso del viento; sin embargo, mientras transcurría la mañana, se convirtió en una llovizna pertinaz. El húmedo olor de los nabos en los sacos empapados se hizo más intenso y Garion se acurrucó penosamente entre ellos, envuelto en su capa. La aventura resultaba ya mucho menos excitante.
El camino se volvió enfangado y resbaladizo y a los caballos les costaba un gran esfuerzo salvar las cuestas, por lo que necesitaron frecuentes descansos. El primer día habían cubierto ocho leguas; al final de esta jornada, con suerte habrían hecho cinco.
La tía Pol se mostró picajosa y malhumorada.
—Esto es una idiotez —dijo a Lobo hacia el mediodía de la tercera jornada.
—Todo es una idiotez si te lo pones a mirar en la perspectiva adecuada —replicó él, filosóficamente.
—¿Por qué carreteros? —exigió saber ella—. Hay medios de viajar más rápidos; podríamos ser una familia rica en un carruaje como es debido, por ejemplo, o mensajeros imperiales con buenos caballos… De cualquiera de esas dos maneras, ya estaríamos en Darine.
—Y habríamos dejado en el recuerdo de estas gentes sencillas que nos ven pasar una huella tan profunda que incluso un thull podría seguirla —explicó Lobo con voz paciente—. Brill ya habrá informado de nuestra partida a sus amos y, ahora mismo, todos los murgos de Sendaria deben de estar buscándonos.
—¿Por qué nos escondemos de los murgos, señor Lobo? —preguntó Garion, no muy seguro de si debía interrumpir la conversación, pero impelido por la curiosidad a intentar penetrar en el misterio de su huida—. ¿No son acaso simples mercaderes como los tolnedranos y los drasnianos?
—Los murgos no están interesados por el comercio —explicó Lobo—. Los nadraks son mercaderes, pero los murgos son guerreros. Se hacen pasar por comerciantes por la misma razón que nosotros nos fingimos carreteros: para poder movernos sin riesgo de ser detectados. Si partes de la base de que todos los murgos son espías, no estarás muy lejos de la verdad.
—¿A qué vienen tantas preguntas? ¿No tienes nada mejor que hacer, Garion? —intervino tía Pol.
—En realidad, no —respondió Garion y, al momento, supo que había cometido un error.
—Bien —añadió la mujer—. En la parte trasera del carro de Barak encontrarás los platos sucios de la comida de hoy. También hallarás en ese lugar un barreño. Cógelo y ve a buscar agua a ese riachuelo de ahí; después, vuelve al carro y lava los platos.
—¿Con agua fría? —protestó él.
—Ahora, Garion —insistió ella con firmeza.
Entre gruñidos, el muchacho saltó del carromato, que seguía su lento avance.
Caía ya la tarde del cuarto día de viaje cuando llegaron a la cresta de una sierra empinada a cuyos pies se extendía la ciudad de Darine y, detrás de ella, el mar gris plomizo. Garion se quedó sin aliento. A sus ojos, la ciudad era enorme. La muralla que la rodeaba era alta y sólida, y en su interior había más edificios de los que el muchacho había visto en toda su vida. Sin embargo, lo que más atrajo su atención fue el mar. El aire tenía un olor intenso y penetrante. El viento ya había traído hasta él algunos ligeros indicios de aquel aroma durante las últimas leguas recorridas, pero ahora, cuando inspiraba en profundidad, podía apreciar el perfume del mar con toda su intensidad por primera vez en su vida. La sensación lo estimuló de nuevo.
—¡Por fin! —exclamó tía Pol.
Seda había detenido el carro que abría la marcha y retrocedía a pie hacia los demás. Lleva una capucha ligeramente echada hacia atrás y la lluvia corría por su larga nariz hasta gotearle desde su puntiagudo extremo.
—¿Nos detenemos aquí o continuamos hasta la ciudad? —preguntó.
—Bajamos a la ciudad —respondió tía Pol—. No pienso dormir debajo de un carro cuando hay posadas tan cerca a nuestra disposición.
—Unos auténticos carreteros buscarían una posada —asintió el señor Lobo— y una taberna donde quitarse el frío.
—Debería haber adivinado esto último —comentó la mujer.
—Es preciso que representemos bien nuestros papeles.
Descendieron la ladera de la sierra. Las patas de los caballos resbalaban en el terreno húmedo en su esfuerzo por frenar los carromatos e impedir que se despeñaran.
A las puertas de la ciudad, dos centinelas de túnicas sucias y cascos manchados de herrumbre salieron de la pequeña caseta de guardia situada junto a las barreras.
—¿Qué os trae a Darine? —preguntó uno de ellos a Seda.
—Soy Amber de Kotu —mintió con tranquilidad Seda—, un pobre mercader drasniano que espera hacer negocios en vuestra espléndida ciudad.
—¿Espléndida? —repitió uno de los centinelas con aire burlón.
—¿Qué llevas en esos carromatos, mercader? —quiso saber el otro.
—Nabos —informó Seda con modestia—. Mi familia se ha dedicado durante generaciones al comercio de especias, pero ahora me veo obligado a traficar con nabos —explicó con un suspiro—. El mundo da muchas vueltas, ¿no es cierto, mi buen amigo?
—Estamos obligados a inspeccionar tus carromatos —informó el centinela—. Me temo que esa tarea nos llevará algún tiempo.
—¡Con la humedad que hace! —comentó Seda, a la vez que alzó sus ojos rasgados hacia el cielo lluvioso—. Sería mucho más agradable matar el tiempo mojándose uno por dentro en alguna acogedora taberna.
—Eso no es fácil cuando uno no tiene demasiado dinero —sugirió esperanzado el centinela.
—Me sentiría muy honrado si aceptaras una pequeña muestra de mi amistad para poder hacer realidad ese deseo —propuso Seda.
—Eres muy amable, mercader —se apresuró a responder el centinela con una leve inclinación de cabeza.
Algunas monedas cambiaron de mano y los carros entraron en la ciudad sin ser inspeccionados.
Desde lo alto de la sierra, Darine había ofrecido un aspecto muy espléndido, pero Garion la encontró mucho menos imponente a medida que avanzaban en su traqueteo por las calles empedradas. Todos los edificios parecían iguales y poseían una especie de altivez y retraimiento, pagados de sí mismos. Las calles estaban llenas de basuras y suciedad. El sabor salado del mar se mezclaba allí con el del pescado muerto, y las facciones de la gente que pasaba apresurada por las calles eran severas y poco amistosas. La excitación inicial de Garion empezó a desvanecerse.
—¿Por qué parece tan desgraciado todo el mundo? —preguntó al señor Lobo.
—Tienen un dios severo y exigente —fue su respuesta.
—¿Qué dios es ése? —quiso saber el muchacho.
—El dinero —explicó Lobo—. El dinero es un dios peor que el propio Torak.
—No le llenes la cabeza de tonterías —intervino tía Pol—. Ésa gente no es desgraciada, Garion. Tienen prisa, eso es todo. Tienen asuntos importantes que atender y tienen miedo de llegar tarde, eso es todo.
—Creo que no me gustaría vivir aquí —dijo Garion—. Parece un lugar triste y poco amistoso —añadió con un suspiro—. Hay momentos en que añoro estar de vuelta con vosotros en la casa de Faldor.
—Hay lugares peores que la hacienda de Faldor, en efecto —asintió el señor Lobo.
La posada que Seda escogió para pasar la noche estaba cerca de los muelles y el aroma del mar y de los desperdicios del encuentro entre el mar y la tierra resultaba allí muy intenso. La posada, sin embargo, era un edificio sólido con establos anejos y cobertizos para guardar los carros. Como en la mayoría de hospederías, la planta baja estaba dedicada a la cocina y al gran salón con sus hileras de mesas y sus grandes hogares. En los pisos superiores estaban las habitaciones de los huéspedes.
—El lugar está bien —anunció Seda cuando salió de nuevo a los carromatos después de hablar un rato con el encargado—. La cocina parece limpia y no he visto bichos en las habitaciones.
—Iré a inspeccionarlas —dijo tía Pol apeándose del carro.
—Como desees, gran dama —aceptó Seda con educada reverencia.
La inspección de tía Pol se prolongó mucho más tiempo que la de Seda y ya casi había oscurecido por completo cuando asomó de nuevo en el patio.
—Parecen adecuadas, pero poco más —informó con desdén.
—No estamos buscando un lugar para pasar el invierno, Pol —respondió Lobo—. Como mucho, estaremos aquí sólo algunos días.
—He ordenado que suban agua caliente a nuestras habitaciones —anunció ella sin hacer caso del comentario—. Llevaré arriba al muchacho para asearlo mientras tú y los demás os ocupáis de los carros y de los caballos. Vamos, Garion —añadió, y dio media vuelta para entrar en la posada.
Garion deseó con fervor que dejaran de referirse a él como «el muchacho». Al fin y al cabo, se dijo, tenía un nombre y no era tan difícil de recordar. Tuvo la lúgubre sensación de que, aunque algún día llegara a lucir una larga barba cana, sus compañeros de aventura seguirían llamándolo de aquella manera.
Una vez atendidos los carros y las monturas, todos los viajeros se asearon y bajaron al salón para cenar. Los platos no estaban a la altura de la cocina de tía Pol, pero resultaron una agradable variación después de tanto nabo. Garion se dijo con toda rotundidad que no volvería a probar un nabo en su vida.
Cuando terminaron la cena, los hombres se relajaron frente a unas jarras de cerveza y la tía Pol puso cara de desaprobación.
—Garion y yo vamos a acostarnos ahora mismo —les dijo—. Procurad no tambalearos demasiado cuando subáis.
Lobo, Barak y Seda se echaron a reír ante el comentario, pero Garion creyó apreciar que Durnik se sentía algo avergonzado.
A la mañana siguiente, el señor Lobo y Seda salieron temprano de la posada y estuvieron fuera todo el día. Garion se había colocado en un lugar estratégico con la esperanza de que advirtieran su presencia y lo llevaran con ellos, pero no lo hicieron; así pues, cuando Durnik bajó a ocuparse de los caballos, el muchacho lo acompañó.
—Durnik —comentó después de haber dado el pienso y el agua a las monturas, mientras el herrero examinaba sus pezuñas para observar posibles cortes o heridas producidas durante el viaje—, ¿no te parece extraño todo esto?
Durnik bajó con cuidado la pata del paciente caballo que inspeccionaba en ese momento.
—¿A qué te refieres, Garion? —inquirió, con su rostro inexpresivo.
—A todo esto —dijo Garion sin concretar más—. El viaje, Barak y Seda, el señor Lobo y tía Pol…, todo. A veces, se ponen a hablar entre ellos cuando creen que no los oigo. Todo este asunto parece terriblemente importante pero aún no sé si huimos de alguien o si vamos a la busca de algo.
—Yo también estoy un poco confundido, Garion —reconoció Durnik—. Muchas cosas no son lo que parecen…, no son en absoluto lo que parecen.
—¿Encuentras diferente a la tía Pol? —preguntó Garion—. Me refiero a que todos la tratan como si fuera una dama de la nobleza o algo así, y a que ella también se comporta de otra manera desde que salimos de la hacienda de Faldor.
—La señora Pol es, en efecto, una gran dama —asintió Durnik—. Eso lo he sabido siempre.
La voz del herrero poseía el mismo tono respetuoso que empleaba siempre cuando se refería a la mujer y Garion comprendió que era inútil intentar que Durnik percibiera algo inusual en ella.
—¿Y el señor Lobo? —preguntó Garion, probando otra aproximación—. Siempre había pensado que sólo era un viejo narrador de cuentos.
—Desde luego, no parece un vagabundo normal —reconoció Durnik—. Creo que nos encontramos entre personas importantes dedicadas a cuestiones también importantes. Probablemente será mejor que gente sencilla como nosotros no hagamos demasiadas preguntas, pero debemos mantener muy abiertos los ojos y los oídos.
—¿Volverás a la hacienda de Faldor cuando todo esto acabe? —inquirió Garion con cautela.
Durnik meditó la respuesta con la mirada fija en el patio de la posada, barrido por la lluvia.
—No —dijo por fin en voz baja—. Seguiré a la señora Pol mientras ella me lo permita.
Movido por un impulso, Garion alargó el brazo y dio unas palmaditas en el hombro del herrero.
—Todo va a terminar bien, Durnik.
—Esperemos que así sea —respondió él con un suspiro, antes de concentrar de nuevo su atención en los caballos.
—Durnik —preguntó Garion—, ¿tú conociste a mis padres?
—No —dijo el herrero—. La primera vez que te vi, eras un bebé en brazos de la señora Pol.
—¿Cómo era ella entonces?
—Parecía enfadada —dijo Durnik—. Creo que no he visto nunca a nadie tan enfadado. Estuvo un rato hablando con Faldor y después entró a trabajar en la cocina. Ya conoces a Faldor, no ha rechazado a nadie en toda su vida. Al principio, trabajaba sólo como ayudante, pero no por mucho tiempo. Nuestra vieja cocinera estaba volviéndose gruesa y holgazana hasta que, por fin, nos dejó para ir a vivir con su hija menor. Desde entonces, la señora Pol se hizo cargo de la cocina.
—Entonces debía de ser mucho más joven, ¿verdad? —preguntó Garion.
—No —respondió el herrero tras pensárselo—. La señora Pol no cambia nunca. Ahora tiene exactamente el mismo aspecto que el día de su llegada.
—Estoy seguro de que sólo son figuraciones tuyas —replicó Garion—. Todo el mundo envejece.
—La señora Pol, no —aseguró Durnik.
A ultima hora de la tarde, Lobo y su amigo de prominente nariz regresaron con aire abatido.
—Nada —anunció lacónico Lobo mientras se rascaba su barba nevada.
—Ya te lo decía yo —comentó tía Pol, desdeñosa.
Lobo le dirigió una mirada de irritación y se encogió de hombros.
—Teníamos que asegurarnos —comentó.
Barak, el gigante de barba pelirroja, alzó la vista de la cota de malla a la que estaba sacando brillo.
—¿Ni el menor rastro? —preguntó.
—Nada de nada —asintió Lobo—. No ha pasado por aquí.
—¿Dónde vamos ahora, pues? —quiso saber el gigante, que dejó a un lado la cota de malla.
—A Muros —respondió Lobo.
Barak se levantó y se asomó a la ventana.
—La lluvia amaina, pero los caminos van a estar difíciles —comentó.
—De todos modos, no podremos salir mañana —dijo Seda, repantigado en un taburete junto a la puerta—. Tengo que deshacerme de los nabos. Si los llevamos con nosotros a Darine le resultará curioso y no queremos que se acuerde de nosotros nadie que pueda tener ocasión de charlar con algún murgo errante.
—Supongo que tienes razón —dijo Lobo—. No me gusta perder tiempo, pero no hay otro remedio.
—Los caminos estarán mejor si dejamos pasar un día para que se sequen —apuntó Seda—; además, los carros viajarán más deprisa descargados.
—Entonces, ¿estás seguro de poder vender la carga, amigo Seda? —preguntó Durnik.
—Soy drasniano —replicó Seda, confiado—. Puedo vender cualquier cosa. Tal vez incluso saquemos un buen beneficio.
—No te preocupes de eso —dijo Lobo—. Los nabos han servido para su propósito. Sólo tenemos que librarnos de ellos.
—Es una cuestión de principios —insistió Seda con voz frívola—. Además, si no trato de conseguir el mejor precio, también eso podría ser recordado. No te preocupes. El trato no llevará mucho tiempo y no nos retrasará.
—¿Puedo ir contigo, Seda? —preguntó Garion, expectante—. No he visto nada de Darine, a excepción de la posada.
Seda dirigió una mirada de interrogación a tía Pol y ésta meditó la respuesta unos instantes.
—Supongo que no le hará ningún daño —dijo por ultimo—, y así tendré tiempo de atender algunas cosas.
A la mañana siguiente, después del desayuno, Seda y Garion salieron a la calle. El muchacho iba cargado con una cesta de nabos y el hombrecillo parecía estar de extraordinario buen humor. Su nariz larga y puntiaguda casi parecía temblar.
—Todo consiste —comentó mientras recorrían las calles empedradas y llenas de basura— en no parecer demasiado ansioso por vender… y en conocer el mercado, naturalmente.
—Parece razonable —dijo Garion con cortesía.
—Ayer hice algunas averiguaciones —continuó Seda—. Los nabos se venden en los muelles de Kotu, en Drasnia, a un peso de plata el quintal.
—¿Un que?
—Es una moneda drasniana —explicó Seda—, del valor aproximado del imperial de plata…, no el mismo, pero casi. El comerciante querrá comprar nuestros nabos a no más de un cuarto de esa cantidad, pero subirá hasta medio.
—¿Cómo lo sabes?
—Es la costumbre.
—¿Cuántos nabos tenemos? —preguntó Garion mientras saltaba por encima de un montón de desperdicios acumulado en la calle.
—Tenemos treinta quintales —respondió Seda.
—Eso serían… —Garion puso una mueca en su esfuerzo por realizar de memoria la complicada operación.
—Quince imperiales —le ayudó Seda—. O tres coronas de oro.
—¿Oro? —repitió Garion con asombro, pues las monedas de oro eran tan raras en los tratos rurales que la palabra parecía tener una cualidad casi mágica.
—Siempre es preferible —asintió Seda—. Es más fácil de transportar. Las monedas de plata resultan engorrosas.
—¿Y cuánto pagamos nosotros por los nabos?
—Cinco imperiales —le informó Seda.
—¿El campesino recibe cinco, nosotros sacamos quince y el comerciante los vende por treinta? —comentó el muchacho, incrédulo—. No parece muy justo.
—Así es como van las cosas —replicó su interlocutor, encogiéndose de hombros—. Ahí está la casa del comerciante —añadió e indicó un edificio bastante imponente de amplios escalones—. Cuando entremos, él hará ver que está muy ocupado y no nos prestará la menor atención. Después, cuando él y yo discutamos el trato, se dará cuenta de tu presencia y comentará que eres un muchacho estupendo.
—¿Yo?
—Pensará que eres pariente mío, tal vez un hijo o un sobrino, y que puede aprovecharse de mi si te halaga.
—Que idea tan estrafalaria —comentó Garion.
—Yo le diré muchas cosas —continuó Seda, hablando ahora con gran rapidez. Los ojillos le parecían brillar; la punta de su nariz se retorcía literalmente a un lado y a otro—. No prestes atención a lo que le diga y no demuestres la menor reacción de sorpresa. Él nos observará con mucha atención.
—¿Vas a contarle mentiras?
—Es lo que se espera de mi —dijo el hombrecillo—. El comerciante también lo hará. Quien mejor mienta de los dos sacará más provecho del trato.
—Todo esto parece muy pero muy complicado —dijo Garion.
—Es un juego —replicó Seda con una sonrisa en su rostro de hurón—. Un juego muy emocionante que se practica en todo el mundo. Los buenos jugadores se hacen ricos; los malos, no.
—¿Tú eres un buen jugador? —quiso saber el muchacho.
—Uno de los mejores —respondió Seda con modestia—. Entremos —añadió, y empujó a Garion hacia los anchos peldaños que daban acceso a la casa del comerciante.
Éste llevaba una túnica larga de color verde pálido guarnecida de piel, sin cinturón, y un gorro ajustado a la cabeza. El hombre se comportó como Seda había predicho: se sentó ante una mesa y repasó numerosos fragmentos de pergamino con el entrecejo fruncido y aire ocupado mientras Seda y Garion esperaban a que advirtiera su presencia.
—Muy bien, pues —dijo por fin—. ¿Queréis hacer algún negocio conmigo?
—Tenemos una carga de nabos —dijo Seda con cierta humildad.
—Es una lástima, amigo —respondió el comerciante con semblante apenado—. Los muelles de Kotu gimen bajo el peso de los nabos en este momento. Apenas ganaría nada aunque te los quitara de las manos gratis.
—Tal vez los quieran los chereks o los algarios, entonces —murmuró Seda con un encogimiento de hombros—. Quizá sus mercados no estén tan saturados como los tuyos. Vámonos, muchacho —añadió, dirigiéndose a Garion.
—Un momento, mi buen amigo —dijo el comerciante—. Detecto por tu manera de hablar que somos compatriotas. Puede que, por hacerte un favor, eche un vistazo a tus nabos.
—Tu tiempo debe de ser valioso. Si no te interesan los nabos, ¿para que molestarte más?
—Quizá pueda encontrar un comprador en alguna parte —protestó el mercader—, si la mercancía es de buena calidad, claro…
Tomó la cesta de Garion y la abrió.
Garion escuchó fascinado los comentarios y replicas entre los dos hombres, cada cual tratando de conseguir ventaja.
—Qué muchacho más estupendo —comentó el mercader, como si viera de pronto a Garion por primera vez.
—Es un huérfano puesto a mi cuidado —explicó Seda—. Intento enseñarle los rudimentos del comercio, pero es lento en aprender.
—¡Ah! —exclamó el comerciante, algo decepcionado.
Entonces, Seda hizo un curioso gesto con los dedos de la mano derecha.
Los ojos del mercader reflejaron una ligera sorpresa y también él respondió con un gesto.
A partir de ese momento, Garion no tuvo la menor idea de lo que sucedía. Las manos de Seda y del comerciante trazaban complejos dibujos en el aire, moviéndose a veces con tal rapidez que el ojo apenas podía seguirlos. Los dedos largos y finos de Seda parecían bailar y los ojos del mercader estaban fijos en ellos, bajo su frente sudorosa por el esfuerzo de concentración.
—¿Hecho, pues? —dijo por ultimo Seda, rompiendo el prolongado silencio de la estancia.
—Hecho —asintió el comerciante, con cierto desconsuelo.
—Siempre es un placer hacer negocios con un hombre honrado —respondió Seda.
—Hoy he aprendido mucho —confesó su interlocutor—. Espero que no tengas intención de seguir en este negocio mucho tiempo, amigo. De lo contrario, más me vale entregarte las llaves de mi almacén y de mi bóveda de seguridad ahora mismo y ahorrarme la angustia que experimentaría cada vez que aparecieras.
—Has sido un valioso oponente, amigo mercader —concedió Seda con una sonrisa.
—Así lo he creído al principio —murmuró el hombre sacudiendo la cabeza—, pero no soy adversario para ti. Envía tus nabos a mi almacén del puerto de Bedik mañana por la mañana. —Garabateó unas líneas en un pedazo de pergamino con una pluma de ave—. Mi capataz te pagará.
Seda hizo un saludo con la cabeza y tomó el documento.
—Vamos, muchacho —dijo a Garion, abriendo la marcha hacia la puerta.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Garion cuando estuvieron de nuevo en la calle.
—Hemos conseguido el precio que quería —le informó Seda un tanto presumido.
—Pero no decíais nada —objetó Garion.
—Hablábamos muy deprisa, muchacho. ¿No lo veías?
—Yo solo os vi a los dos gesticulando con los dedos.
—Es así como hablábamos —explicó Seda—. Es un idioma particular que inventaron mis compatriotas hace miles de años. Se llama la lengua secreta y es mucho más rápida que la hablada. También nos permite entendernos en presencia de extraños sin que nos entiendan. Quienes lo conocen pueden, si lo desean, tratar de negocios mientras hablan del tiempo.
—¿Me lo enseñarás? —pidió Garion, fascinado.
—Se tarda mucho en aprender —le advirtió Seda.
—¿No va a ser muy largo el viaje a Muros? —replicó Garion.
—Como quieras —accedió el hombrecillo, encogiéndose de hombros—. No será fácil, pero nos ayudará a pasar el tiempo, supongo.
—¿Volvemos a la posada?
—Todavía no. Necesitaremos un cargamento como excusa para entrar en Muros.
—Pensaba que íbamos a salir de aquí con los carros vacíos.
—Así es.
—Pero acabas de decir que…
—Ahora vamos a ver a otro mercader —explicó Seda—. Compra productos agrícolas por toda Sendaria y los conserva en las casas de campo hasta que los precios de los mercados de Arendia y Tolnedra son favorables. Entonces, los hace transportar hasta Muros o hasta Camaar.
—Parece muy complicado —comentó Garion, dubitativo.
—En realidad, no —aseguró Seda—. Vamos, muchacho, ahora lo verás.
El comerciante era un tolnedrano que vestía una blusa ancha de color azul y tenía una expresión de desdén en su rostro. Estaba hablando con un murgo de facciones rudas cuando Seda y Garion entraron en su despacho. El murgo, como todos los de su raza que Garion había conocido, tenía el rostro surcado de grandes cicatrices y sus ojos negros poseían una mirada penetrante.
Seda alertó a Garion con unos golpecitos en el hombro cuando entró y vio al murgo; después, dio un paso adelante.
—Perdona, noble mercader —dijo, obsequioso—. No sabía que estuvieras ocupado. Mi mozo y yo esperaremos fuera hasta que tengas un momento para atendernos.
—Mi amigo y yo tenemos para casi todo el día —respondió el tolnedrano—. ¿Se trata de algo importante?
—Solo quería preguntarte si tendrías alguna carga para mí —contestó Seda.
—No —dijo lacónico el tolnedrano—. Nada. —Empezó a darse la vuelta hacia el murgo; luego, se detuvo y miró más detenidamente a Seda—. ¿No eres tú Amber de Kotu? —preguntó—. Pensaba que eras comerciante en especias.
Garion reconoció el mismo nombre que Seda había dado a los centinelas de las puertas de la ciudad. Era evidente que el hombrecillo había utilizado aquel nombre con anterioridad.
—¡Ay! —suspiró Seda—. Mi última aventura yace en el fondo del mar frente a la punta de Arendia: dos naves completas con destino a Tol Honeth. Una tormenta repentina y ahora estoy en la pobreza.
—Un relato trágico, querido Amber —dijo el mercader tolnedrano, algo relamido.
—Y he quedado reducido a pequeño transportista —añadió Seda de mal talante—. Tengo tres carromatos desvencijados… y eso es todo lo que queda del imperio de Amber de Kotu.
—Todos sufrimos reveses —comentó el tolnedrano con gesto filosófico.
—De modo que éste es el famoso Amber de Kotu —dijo el murgo con su pronunciado acento y la voz en un susurro. Miró a Seda de pies a cabeza taladrándolo con sus ojos—. Es una casualidad afortunada la que me ha traído hoy aquí. Me siento enriquecido al conocer a un hombre tan ilustre.
—Eres demasiado amable, noble señor —respondió Seda con una cortés inclinación de cabeza.
—Soy Asharak de Rak Goska —se presentó el murgo, quien se volvió hacia el tolnedrano—. Podemos posponer un rato nuestras negociaciones, Mingan. Será un verdadero honor ayudar a empezar a recuperarse de sus pérdidas a un comerciante tan habilidoso.
—Eres muy amable, poderoso Asharak —le dio las gracias Seda con una nueva reverencia.
La mente de Garion estaba gritándole todo tipo de advertencias pero los penetrantes ojos del murgo le impedían hacer el menor gesto a Seda. Mantuvo el rostro impasible y los ojos inexpresivos aunque su mente trabajaba a toda velocidad.
—Te ayudaría con gusto, amigo —dijo Mingan—, pero no tengo ninguna carga en Darine en este momento.
—Ya estoy contratado para un transporte de Darine a Medalia —se apresuró a decir Seda—. Tres carros de hierro de Cherek. Y también tengo un contrato para llevar pieles de Muros a Camaar. Son las cincuenta leguas desde Medalia a Muros lo que me preocupa. Los carros que viajan vacíos no rinden beneficios.
—Medalia… —repitió Mingan con el entrecejo fruncido—. Déjame examinar los libros. Me parece que tengo algo allí.
Salió de la estancia y Asharak de Rak Goska aprovechó para comentar:
—Tus hazañas son legendarias en los reinos del Este, Amber. La última vez que salí de Cthol Murgos, aún se ofrecía un buen precio por tu cabeza.
—Un mal entendido sin importancia, Asharak —se rió Seda—. Sólo estaba investigando las actividades de espionaje tolnedranas en vuestro reino. Me aventuré a algunos riesgos que no debería haber corrido y los tolnedranos descubrieron el juego. Las acusaciones que lanzaron contra mí eran meras patrañas.
—¿Cómo hiciste para escapar? —quiso saber Asharak—. Los soldados del rey Taur Urgas casi volvieron del revés el reino para encontrarte.
—Conocí por casualidad a una dama thull de alto rango —explicó Seda—. Conseguí convencerla para que me ayudara a pasar de incógnito la frontera de Mishrak ac Thull.
—¡Ah! —asintió Asharak con una breve sonrisa—. Las damas thull tienen fama de ser muy fáciles de convencer.
—Pero también son muy exigentes —replicó Seda—. Esperan una recompensa satisfactoria por sus favores. Me resultó más difícil escapar de ella que de Cthol Murgos.
—¿Todavía realizas ese tipo de servicios para tu gobierno? —preguntó Asharak en tono despreocupado.
—Ni siquiera me hablan —respondió el hombrecillo con expresión sombría—. Amber el mercader de especias es de utilidad para ellos, pero Amber el pobre carretero es otra cosa muy distinta.
—Claro —asintió Asharak, pero su tono de voz indicaba que evidentemente, no creía nada de cuanto le había dicho.
Dedicó una breve mirada a Garion sin aparente interés y el muchacho tuvo la extraña sensación de reconocerlo. Sin saber muy bien cómo era que lo sabía, tuvo la repentina certeza de que Asharak de Rak Goska le había seguido toda su vida. En aquella mirada había una familiaridad surgida de la decena de veces o más que sus ojos se habían cruzado mientras Garion crecía y Asharak, siempre envuelto en una capa negra y a lomos de un caballo negro, se detenía a observarlo y a continuación desaparecía. Garion le devolvió una mirada inexpresiva y el levísimo rictus de una sonrisa iluminó por un breve instante el rostro cosido a cicatrices del murgo.
Mingan hizo su entrada en el despacho en aquel instante.
—Tengo unos jamones en una casa de campo cerca de Medalia —anunció—. ¿Cuándo calculas llegar a Muros?
—Dentro de quince o veinte días —le indicó Seda.
Mingan asintió.
—Redactaré el contrato para el transporte de los jamones a Muros —se ofreció el comerciante—. Siete nobles de plata por carro.
—¿Nobles tolnedranos o sendarios? —se apresuró a preguntar Seda.
—Estamos en Sendaria, apreciado Amber.
—Nosotros somos ciudadanos del mundo, noble mercader —apuntó Seda—. Las transacciones entre nosotros siempre han sido en moneda tolnedrana.
—Eres muy rápido, apreciado Amber —suspiró Mingan—. Está bien, siete nobles tolnedranos…, porque somos viejos amigos y me apiado de tu infortunio.
—Tal vez volvamos a encontrarnos, Amber de Kotu —dijo el murgo.
—Tal vez —respondió Seda; tras esto, él y Garion abandonaron el despacho.
—Tacaño —murmuró Seda cuando llegaron a la calle—. Tendría que haberme pagado diez, no siete.
—¿Qué hay del murgo? —inquirió Garion. De nuevo, lo invadió el habitual rechazo a revelar demasiadas cosas acerca del extraño vínculo sin palabras que había existido entre él y la figura que ahora, por fin, tenía un nombre.
Seda se encogió de hombros y respondió:
—Sabe que estoy metido en algo, pero ignora en qué, exactamente…, igual que yo sé que él también trama algo. He tenido decenas de encuentros como éste. Salvo que nuestros objetivos se enfrenten por casualidad, no nos entrometemos el uno con el otro. Asharak y yo somos dos profesionales.
—Eres una persona muy extraña, Seda —declaró Garion. El hombrecillo le lanzó un guiño—. ¿Por qué discutías con Mingan sobre las monedas? —añadió el muchacho.
—Las monedas tolnedranas son un poco más puras —le explicó Seda—. Tienen más valor.
—Entiendo —asintió Garion.
A la mañana siguiente, todos montaron en los carromatos y trasladaron los nabos al almacén del mercader drasniano. A continuación, acompañados del traqueteo de los carromatos vacíos, salieron de Darine en dirección al sur.
La lluvia había cesado pero la mañana estaba encapotada y ventosa. Ya en la ladera de las colinas contiguas a la ciudad, Seda se volvió hacia Garion, que viajaba a su lado.
—Muy bien —dijo el hombrecillo—, empecemos.
Movió sus dedos ante la cara de Garion y explicó:
—Esto significa «buenos días».