Capítulo 6

Habían caminado muchos kilómetros, más de los que era capaz de calcular el muchacho. Garion avanzaba bamboleando la cabeza y en ocasiones tropezaba con piedras que no distinguía en el oscuro sendero. Lo que más deseaba era poder echarse a dormir. Le escocían los ojos y las piernas le temblaban, al borde del agotamiento.

Al llegar a la cima de la siguiente montaña —siempre parecía haber otra montaña, ya que aquella parte de Sendaria estaba tan llena de pliegues como una tela arrugada—, el señor Lobo se detuvo y miró a su alrededor, parecía escrutar la opresiva oscuridad con su mirada.

—Nos apartaremos del camino aquí —anunció.

—¿Te parece prudente? —preguntó Durnik—. Estamos rodeados de bosques y he oído decir que puede haber asaltantes ocultos en la espesura. Y aunque no haya bandidos, ¿no crees probable que nos perdamos en la oscuridad? —El herrero alzó la mirada hacia el lóbrego cielo; en su rostro poco agraciado, apenas visible, había un gesto de preocupación—. Ojalá tuviéramos luna.

—No creo que debamos tener miedo de los bandidos —respondió Lobo con confianza—, y me alegro mucho de que no haya luna. No creo que aún nos sigan, pero no nos conviene que alguien nos vea pasar por casualidad. El oro de los murgos puede comprar muchos secretos.

Tras estas palabras, Lobo condujo a los demás hacia los campos que se extendían junto al camino.

A Garion, avanzar a campo traviesa le resultó imposible. Si ya en el camino había tropezado de vez en cuando, ahora los surcos, hoyos y demás irregularidades del terreno parecían colocarse bajo sus pies a cada paso. Cubierto apenas un kilómetro, cuando alcanzaron el negro lindero del bosque, el muchacho estaba a punto de echarse a llorar de agotamiento.

—¿Cómo vamos a encontrar nuestro camino ahí dentro? —quiso saber, mientras observaba la absoluta oscuridad del interior del bosque.

—No lejos de aquí hay un sendero de leñadores —dijo Lobo, e indicó una dirección—. Sólo tenemos que avanzar un poco más.

Tras esto, reemprendió la marcha por el lindero del bosque umbrío. Garion y los demás fueron tras él, entre tropiezos y tambaleos.

—Ya hemos llegado —anunció por fin, y se detuvo para darles tiempo de alcanzarlo—. Ahí dentro vamos a tener muy poca luz y el camino no es cómodo. Yo abriré la marcha y los demás me seguiréis.

—Yo iré detrás de ti, Garion —dijo Durnik—. No te preocupes. Todo va a salir bien —añadió. Sin embargo, la voz del herrero dejaba entrever que sus palabras iban más dirigidas a tranquilizarse él mismo que a dar ánimos al muchacho.

En el bosque, la sensación de frío era menor. Los árboles los protegían de las ráfagas de viento pero la oscuridad era tal que Garion no lograba entender cómo podía Lobo encontrar el camino. Creció en su cabeza la temible sospecha de que el narrador tampoco sabía dónde estaba y que, simplemente, confiado en la suerte, daba tumbos a ciegas.

—Alto —dijo de pronto una voz atronadora justo delante de ellos, sobresaltándoles. Los ojos de Garion, ligeramente habituados ahora a la penumbra del bosque, vieron la confusa silueta de algo tan enorme que no podía corresponder a un ser humano.

—¡Un gigante! —gritó, presa de un repentino pánico. A continuación, debido al agotamiento y a que todo lo sucedido aquella jornada había resultado excesivo para asimilarlo de una vez, el muchacho perdió la presencia de ánimo y, dando media vuelta, echo a correr entre los árboles.

—¡Garion! —gritó a su espalda la voz de tía Pol—. ¡Regresa!

Sin embargo, el pánico se había apoderado de él y continuó en su huida. Una y otra vez cayó sobre raíces y arbustos, tropezó con los troncos y se enredó las piernas en las matas y los zarcillos. Chocó de frente con una rama baja que colgaba invisible y sus ojos se llenaron de lucecitas con el inesperado golpe en el cráneo. Quedó tendido en el suelo húmedo, jadeando entre sollozos mientras trataba de superar la conmoción.

Al cabo de unos instantes, notó sobre él unas manos invisibles, horrendas. Mil agujas de terror taladraron su mente al mismo tiempo, se debatió desesperado e intentó desenvainar su puñal.

—¡Ah, no! —dijo una voz—. ¡De eso nada, conejito!

Garion notó que le arrebataban el arma.

—¿Vas a comerme? —balbució Garion, con voz llorosa. Su captor se echo a reír.

—Ponte de pie, conejo —dijo, y el muchacho se sintió levantado por una mano muy poderosa que le sujetó del brazo y lo llevó medio a rastras por la espesura.

Delante de Garion y a cierta distancia, la luz de una hoguera titilaba entre los árboles y parecía que su captor lo conducía hacia ella. Debía pensar algo rápidamente, encontrar algún medio de escapar, pero su mente estaba paralizada por el miedo y el agotamiento y se negaba a funcionar.

En torno a la hoguera divisó tres carromatos que formaban una especie de semicírculo. Allí estaban Durnik, Lobo y tía Pol, acompañados de un tipo tan enorme que la mente de Garion se negaba a aceptar la posibilidad de que fuera real. Sus piernas, gruesas como troncos de árboles, iban envueltas en pieles sujetas mediante tiras de cuero, y llevaba una cota de malla que le llegaba a las rodillas, ceñida con un cinturón. De éste colgaba una pesada espada a un lado y un hacha de mango corto en el otro. Llevaba el cabello largo en grandes trenzas y lucía una espesa y larga barba pelirroja muy encrespada.

Cuando salieron a la luz, Garion pudo ver a su captor. Era un hombre menudo, apenas más alto que el propio Garion y su rostro estaba dominado por una nariz prominente y puntiaguda. Tenía unos ojillos pequeños y rasgados y el cabello liso, negro y mal cortado. Su rostro no era de los que inspiran confianza y su túnica estaba sucia y llena de remiendos; junto con el aspecto perverso de su corta espada, todo ello no contradecía en absoluto la impresión que producían sus facciones.

—Aquí tenemos a nuestro conejo —anunció el hombrecillo de aspecto de comadreja mientras empujaba a Garion hacia el círculo de luz de la hoguera—. Y vaya si me ha proporcionado una buena caza.

La tía Pol se volvió hacia Garion con ademán encolerizado.

—¡No vuelvas a hacer eso nunca más! —le dijo con severidad.

—No te precipites, señora Pol —intervino Lobo—. De momento, es mejor que huya a que intente pelear. Hasta que sea mayor, los pies son sus mejores amigos.

—¿Hemos sido capturados por bandidos? —preguntó el muchacho con voz temblorosa.

—¿Bandidos? —Lobo soltó una carcajada—. ¡Qué imaginación más desbocada tienes, chico! Éstos dos son amigos nuestros.

—¿Amigos? —repitió Garion, dubitativo, mientras lanzaba una mirada suspicaz al gigante de barba pelirroja y al hombrecillo de aspecto de comadreja situado junto a él—. ¿Estás seguro?

El gigante se echo a reír también y sus carcajadas retumbaron como un terremoto.

—El muchacho parece receloso —dijo con su voz grave—. Amigo Seda, tu rostro debe de haberle puesto sobre aviso.

El hombrecillo lanzó una mirada desabrida a su corpulento compañero.

—Éste es Garion —dijo Lobo—. Ya conocéis a la señora Pol. —Su voz pareció hacer énfasis en el nombre de tía Pol—. Y éste es Durnik, un valiente herrero que ha decidido acompañarnos.

—¿La señora Pol? —dijo el hombrecillo, y soltó una risilla sin aparente razón.

—Así soy conocida —intervino tía Pol, tajante.

—En tal caso, será un placer para mí llamarla así, noble dama —añadió entonces el hombre con una burlona reverencia.

—Nuestro corpulento amigo de ahí es Barak —continuó las presentaciones Lobo—. Es muy útil tenerlo cerca cuando hay problemas. Como puedes ver, no es un sendario, sino un cherek de Val Alorn.

Garion no había visto nunca un cherek y los espantosos relatos de sus hazañas en el combate se hicieron de pronto muy creíbles ante la presencia del enorme Barak.

—Y yo —dijo el hombrecillo con la mano en el pecho— me llamo Seda… No es un gran nombre, lo reconozco, pero va muy bien con mi carácter. Nací en Boktor, Drasnia, y soy prestidigitador y acróbata.

—Y también ladrón y espía —añadió Barak con un rugido de satisfacción.

—Todos tenemos nuestros pecados —reconoció Seda con tranquilidad, al tiempo que se rascaba sus ralas patillas.

—Y yo soy llamado señor Lobo en éste momento y lugar —dijo el viejo narrador—. Es un nombre que me gusta bastante, puesto que fue el muchacho quien me lo puso.

—¿Señor Lobo? —repitió Seda antes de soltar una nueva carcajada—. Vaya nombre más divertido para ti, viejo amigo.

—Estoy verdaderamente encantado de que te guste tanto, viejo amigo —replicó Lobo con sequedad.

—Sea entonces, señor Lobo —dijo Seda—. Venid al fuego, amigos, calentaos, que yo me ocuparé de traer algo de comer.

Garion seguía sin saber muy bien qué pensar de la extraña pareja. Era evidente que conocían a tía Pol y al señor Lobo… pero también era obvio que los conocían por otros nombres. El hecho de que tía Pol pudiera no ser quien él siempre había pensado resultaba muy perturbador. Uno de los pilares básicos de toda su existencia acababa de derrumbarse.

La comida que trajo Seda era frugal: un estofado de nabo con grandes pedazos de carne y unas rebanadas de pan mal cortadas, pero Garion, asombrado de su propio apetito, cayó sobre su plato como si no hubiera comido en varios días.

Luego, con el estómago lleno y los pies calientes gracias al fuego crepitante, se sentó en un tronco y se adormiló.

—¿Y ahora qué, Viejo Lobo? —oyó preguntar a tía Pol—. ¿Qué plan hay tras esos incómodos carromatos?

—Una idea brillante, aunque esté mal que yo mismo lo diga —respondió Lobo—. Como sabes, en esta época del año hay carros que circulan por todos los caminos de Sendaria. Las cosechas se trasladan del campo a la casa, de las haciendas a los pueblos y de las aldeas a las ciudades. No hay nada más normal en Sendaria que ver pasar un carro. Hay tantos que casi resultan invisibles. Así vamos a viajar nosotros. Ahora, somos honrados transportistas.

—¿Somos qué? —saltó tía Pol.

—Carreteros —respondió Lobo efusivamente—. Esforzados transportistas de las mercancías de Sendaria que van a hacer fortuna y a buscar aventuras, picados por el deseo de viajar y contagiados sin remedio por el romanticismo del camino.

—¿Tienes idea del tiempo que nos llevará viajar en carromato? —preguntó tía Pol.

—De seis a diez leguas por jornada —replicó él—. Es lento, lo reconozco, pero es preferible avanzar poco a poco que atraer la atención sobre nosotros.

La mujer sacudió la cabeza con gesto de disgusto.

—¿Dónde vamos primero, señor Lobo? —intervino Seda.

—A Darine —anunció el aludido—. Si el que seguimos ha tomado hacia el norte, tiene que haber pasado a través de Darine camino de Boktor y más allá.

—¿Y que llevamos a Darine, exactamente? —quiso saber tía Pol.

—Nabos, noble señora —le informó Seda—. Ésta mañana, mi enorme amigo y yo hemos comprado tres carros de nabos en el pueblo de Winold.

—¿Nabos? —repitió tía Pol en tono exaltado.

—Si, noble dama, nabos —repitió Seda con aire solemne.

—¿Estamos a punto, entonces? —preguntó Lobo.

—Así es —respondió el gigante Barak, incorporándose acompañado del chirrido de la cota de malla.

—Deberíamos vestir de acuerdo con lo que fingimos ser —comentó Lobo con palabras cautas, mientras observaba a Barak de arriba abajo—. Tu armadura, amigo mío, no es precisamente el atuendo que llevaría un honrado carretero. Creo que deberías cambiarla por una ropa de lana.

Barak pareció como si acabara de recibir una afrenta.

—Podría ponerme una túnica por encima —sugirió, indeciso.

—El metal hace ruido —señaló Seda— y tu armadura tiene un olor muy particular. Cuando sopla el viento de tu dirección, hueles a hierros oxidados, Barak.

—Sin la cota de malla me siento desnudo —protestó con energía Barak.

—Todos tenemos que hacer sacrificios.

Con un gruñido, Barak se acercó a uno de los carromatos, sacó un hatillo de ropa y empezó a quitarse la cota de malla. La blusa larga de lino que llevaba debajo mostraba unas grandes manchas rojizas de óxido.

—Yo que tú me cambiaría también de ropa —sugirió Seda—. Ésa blusa huele peor aún que la armadura.

—¿Algo más? —replicó Barak con mirada asesina—. En nombre de la decencia, espero que no pienses hacerme desnudar del todo.

Seda lanzó una risilla.

Barak se quitó la blusa. Su torso era inmenso y estaba cubierto de una espesa pelambrera pelirroja.

—Pareces una alfombra —apuntó Seda.

—No puedo remediarlo —declaró Barak—. En Cherek los inviernos son fríos y el vello me ayuda a conservar el calor —explicó mientras se ponía una túnica limpia.

—El mismo frío hace en Drasnia —apuntó Seda—. ¿Estás completamente seguro de que tu abuela no se lió con un oso durante uno de esos largos inviernos?

—Algún día, esa lengua tuya te meterá en un buen problema, amigo Seda —anunció Barak en un tono cargado de amenazas.

Seda se echo a reír otra vez.

—He estado metido en problemas la mayor parte de mi vida, amigo Barak.

—No puedo entender por qué —dijo Barak con ironía.

—Creo que podríais discutir todo esto más tarde —intervino Lobo con energía—. Me gustaría marcharme de aquí antes de que termine la semana, si es posible.

—Claro, claro, viejo amigo —asintió Seda, incorporándose de un salto—. Barak y yo solo nos entreteníamos.

Tres troncos de caballos percherones aguardaban estacados en las proximidades, y todos ayudaron a ponerles los arneses y unirlos a los carros.

—Voy a apagar el fuego —dijo Seda mientras llenaba un par de cubos con el agua de un riachuelo que corría por las cercanías. La hoguera siseó al contacto con el agua y unas grandes nubes de vapor se alzaron hacia las ramas de los árboles que se extendían a poca altura.

—Conduciremos los caballos a pie hasta el lindero del bosque —indicó Lobo—. Prefiero no dejarme los dientes en una rama demasiado baja.

Los caballos parecían ansiosos por empezar la marcha y avanzaron sin necesidad de estímulos por el estrecho camino que cruzaba el bosque en sombras. Se detuvieron al borde de los campos abiertos y Lobo estudió con atención los alrededores para comprobar si había alguien a la vista.

—No diviso a nadie —informó—. Vamos allá.

—Monta conmigo, buen herrero —propuso Barak a Durnik—. La conversación con un hombre honrado es preferible a pasar una noche soportando los insultos de un drasniano rápido y burlón.

—Como tú desees, amigo —aceptó Durnik con educación.

—Yo abriré la marcha —indicó Seda—. Conozco bien los caminos poco transitados y los atajos de esta región. Os llevaré al camino real más allá de Gralt antes del mediodía. Barak y Durnik pueden cuidar de la retaguardia. Estoy seguro de que, entre los dos, desanimarán a cualquiera que tenga la intención de seguirnos.

—Muy bien —asintió Lobo; montó en el pescante del carro de en medio y luego alargó la mano y ayudó a subir a tía Pol.

Garion subió rápidamente a la caja del carromato de en medio, algo nervioso ante la posibilidad de que alguien le propusiera viajar con Seda. El señor Lobo podía decir y jurar que la extraña pareja que acababan de encontrar eran amigos suyos, pero el terror que había sentido en el bosque estaba todavía demasiado reciente en su mente para que se sintiera cómodo entre ellos.

Los sacos de nabos de aroma húmedo estaban llenos de bultos pero Garion no tardó en hacerse, a base de empujones, una especie de asiento medio reclinado justo detrás del pescante que ocupaban tía Pol y el señor Lobo. Allí estaba protegido del viento, tenía cerca a tía Pol, y su capa, extendida sobre él, lo mantenía caliente. Llegó a sentirse bastante cómodo y, pese a la excitación de los acontecimientos de aquella noche, pronto se quedó amodorrado. La seca voz de su mente sugirió brevemente que no se había portado demasiado bien en el bosque, pero también esa voz calló muy pronto, y Garion se sumió en el sueño.

Lo despertó el cambio en el sonido. El sordo ruido de las herraduras de los caballos sobre el camino de tierra se convirtió en un traqueteo estridente cuando llegaron a las calles empedradas de un pueblo aún dormido en las últimas horas heladas de la noche otoñal. Garion abrió los ojos y observó, soñoliento, las casas altas y estrechas con sus esbeltas ventanas a oscuras.

Un perro ladró unos instantes y luego se retiró al calor de su refugio bajo alguna escalera. Garion se preguntó qué pueblo sería y cuánta gente dormiría bajo aquellos puntiagudos techos de tejas, ajena al paso de los tres carromatos.

La calle empedrada era muy estrecha y Garion podía haber tocado, con sólo extender la mano, las piedras gastadas por la erosión de las casas junto a las que pasaban.

Pronto el pueblo anónimo quedó atrás y se encontraron de nuevo en el camino. El sordo sonido de las pezuñas de los caballos lo hizo caer dormido otra vez.

—¿Y si no ha pasado por Darine? —preguntó tía Pol a Lobo en voz baja.

Garion cayó en la cuenta de que, con la excitación, no había llegado a enterarse exactamente de qué era lo que buscaban. Sin abrir los ojos, presto atención a lo que hablaban.

—No empieces con tus «¿Y si…?» —replicó Lobo en tono irritado—. Si nos quedamos sentados diciendo «¿Y si…?», nunca haremos nada.

—Solo era una pregunta —dijo tía Pol.

—Si nuestro hombre no ha pasado por Darine, tomaremos hacia el sur…, a Muros. Tal vez se haya unido allí a una caravana de la Gran Ruta del Norte a Boktor.

—¿Y si no ha pasado por Muros?

—Entonces iremos a Camaar.

—¿Y luego?

—Ya lo veremos cuando lleguemos a Camaar. —Lobo pronunció esta última frase en tono concluyente, como si no quisiera seguir con el asunto.

Tía Pol exhaló un jadeo como si deseara hacer una apostilla final pero, al parecer, decidió abstenerse de ello y se echó hacia atrás en el asiento del carromato.

Al este, delante de ellos, la primera luz del alba acariciaba las nubes que encapotaban el cielo y la comitiva continuó su avance bajo los últimos jirones de la larga noche barrida por el viento, en su búsqueda de algo que, aunque Garion no sabía aún de qué se trataba, era tan importante que había cambiado por completo toda su vida en un solo día.