Las estaciones del año se sucedieron una tras otra. El verano se convirtió en otoño, el fuego otoñal se apagó dando entrada al invierno, éste retrocedió a regañadientes ante el impulso de la primavera, que volvió a florecer en el verano. Con el paso de las estaciones transcurrieron también los años y Garion fue haciéndose mayor casi sin darse cuenta.
Mientras él crecía, los demás niños también se hacían mayores… Todos excepto el pobre Doroon, que parecía condenado a ser bajo y delgado toda su vida. Rundorig brotó como un árbol joven y pronto fue alto y fuerte como cualquier adulto de la hacienda. Zubrette, por supuesto, no se hizo tan alta como él, pero se desarrolló de otras maneras que los muchachos empezaron a encontrar interesantes.
A principios de agosto, justo antes de cumplir catorce años, Garion estuvo a punto de sufrir un trágico final. Durante el verano, respondiendo a algún impulso primordial que poseen los chicos cuando tienen cerca una charca y unos troncos adecuados, habían construido una balsa. No era muy grande ni estaba especialmente bien construida: mostraba una tendencia a hundirse por un extremo si el peso a bordo no se distribuía de forma adecuada y presentaba la alarmante costumbre de desmontarse en el momento menos pensado.
Como era de esperar, fue Garion quien se encontraba a bordo de la balsa, luciendo sus habilidades en un excelente día de otoño, cuando la balsa decidió de una vez por todas y en un abrir y cerrar de ojos volver a su estado original. Todas las ataduras se deshicieron y los troncos empezaron a flotar cada uno por su lado.
Garion, que no advirtió el peligro de la situación hasta el último instante, hizo un esfuerzo desesperado por alcanzar la orilla utilizando la pértiga; pero sus prisas sólo hicieron más rápida la desintegración de la nave. Por ultimo, se encontró de pie sobre un tronco solitario, agitando los brazos como aspas de molino en un fútil intento por mantener el equilibrio. Sus ojos barrieron la orilla pantanosa en la búsqueda desesperada de alguna ayuda. A cierta distancia, en mitad de la ladera y detrás de sus compañeros de juego, el muchacho vio la familiar figura del hombre sobre el caballo negro. El jinete llevaba una túnica oscura y sus ojos flameantes observaban los apuros del muchacho. Entonces, el tronco solitario rodó bajo los pies de Garion y éste terminó por caer al agua con un sonoro chapoteo.
Por desgracia, la educación de Garion no había incluido el aprendizaje del arte de la natación y, aunque la charca no era excesivamente honda, si tenía la profundidad suficiente para resultar peligrosa.
El fondo de la charca era repulsivo: consistía en una especie de limo oscuro y lleno de algas, habitado por ranas, tortugas y una anguila de desagradable aspecto que se escabulló serpenteante cuando Garion cayó como una roca entre las matas de algas. El muchacho se debatió, tragó agua y se impulsó con las piernas de nuevo hacia la superficie. Como una ballena resoplante, se alzó de las profundidades, soltó un par de jadeos para expulsar el agua de su interior y oyó los gritos de sus compañeros de juegos. La figura oscura de la ladera no se había movido y, por un breve instante, quedó grabado en la mente de Garion hasta el menor detalle de la luminosa tarde en la charca. También advirtió otra cosa: aunque el jinete estaba en campo abierto y bien iluminado bajo el sol otoñal, ni hombre ni caballo dejaban sombra alguna en la colina. Mientras su mente luchaba por entender aquella incongruencia, el chico se hundió de nuevo en el fondo fangoso.
Mientras pugnaba contra las algas, ahogándose, Garion se dijo que, si conseguía impulsarse hacia la vecindad del tronco, tal vez pudiera agarrarse a él y mantenerse a flote. Ahuyentó a una rana que lo miraba sobresaltada y se lanzó de nuevo hacia arriba. Desgraciadamente, emergió justo debajo del tronco. Notó un poderoso golpe en la parte superior del cráneo, una fuerte luz estalló en sus ojos y escuchó un potente rugido. Volvió a hundirse, esta vez sin oponerse, cayendo hacia las algas que parecían extenderse para asirlo.
Fue en ese instante cuando apareció Durnik. Garion notó que una mano lo agarraba del pelo, tiraba de él hacia la superficie y luego lo arrastraba siguiendo el mismo sistema, llevándolo hacia la orilla mediante poderosas brazadas. El herrero consiguió sacar del agua al muchacho semiinconsciente, lo puso boca abajo en el suelo y le pisó varias veces la espalda para hacerle expulsar el agua de los pulmones.
A Garion le crujieron las costillas.
—Ya basta, Durnik —jadeó por fin.
Se incorporó hasta quedar sentado y, de inmediato, le goteó ante los ojos la sangre procedente del tremendo corte que se había hecho en la cabeza. Apartó la sangre con la mano y buscó con la mirada al jinete sin sombra, pero la figura había desaparecido.
Intentó ponerse en pie pero, de pronto, el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor y se desmayó.
Cuando recuperó el sentido, Garion se encontró en su propia cama, con la cabeza envuelta en vendas.
La tía Pol estaba a su lado con ojos flameantes.
—¡Pareces tonto! —exclamó la mujer—. ¿Qué hacías en esa charca?
—Iba en balsa —respondió Garion tratando de que su voz sonara con toda normalidad.
—¿En balsa? —dijo ella—. ¿En balsa? ¿Quién te ha dado permiso?
—Bueno… —titubeó él—. Nosotros solo…
—¿Vosotros sólo qué?
El muchacho la miró, con aire desvalido.
Y entonces ella, con un grito sordo, tomó al muchacho en sus brazos y lo estrechó contra ella hasta casi ahogarlo.
Garion pensó por un instante en hablarle de la extraña figura sin sombra que había observado sus torpes chapoteos en la charca, pero la voz seca que a veces le hablaba desde el fondo de su mente le dijo que no era el mejor momento para hacerlo. De algún modo, el muchacho parecía saber que el asunto entre él y el hombre del caballo negro era muy privado y que, inevitablemente, llegaría el momento en que los dos se enfrentarían en una especie de lucha de voluntades o acciones. Hablarle de ello ahora a tía Pol la involucraría en el asunto y Garion no lo deseaba. No estaba muy seguro de por qué, pero tenía la certeza de que la figura oscura era un enemigo y, aunque tal pensamiento le producía cierto temor, también le resultaba excitante. No cabía la menor duda de que tía Pol podía enfrentarse a aquel extraño pero Garion sabía que, en ese caso, él perdería algo muy personal y, por alguna razón desconocida, muy importante. Así pues, resolvió no decir nada.
—En realidad, no corrí tanto peligro, tía Pol —dijo por el contrario, con escasa convicción—. Empezaba a hacerme una idea de cómo se nada. Todo habría ido bien si no me hubiera golpeado la cabeza contra el tronco.
—Pero te diste el golpe contra él —replicó la mujer.
—Bueno, si, pero no fue nada grave. Me habría recuperado en un par de minutos.
—Dadas las circunstancias, no estoy muy segura de que pudieras disponer de ese par de minutos —respondió ella con brusquedad.
—Bien… —titubeó Garion antes de decidir que era mejor dejar el tema.
Éste suceso señaló el fin de la libertad de Garion. La tía Pol lo confinó al fregadero. El muchacho llegó a conocer a la perfección todos los rasguños y abolladuras de cada olla. En cierta ocasión, llegó a calcular lúgubremente que había limpiado cada una de ellas veintiuna veces en una semana. Tía Pol, en una aparente orgía de despilfarro, de pronto parecía incapaz de poner siquiera agua a hervir sin ensuciar al menos tres o cuatro cacharros, y Garion era el encargado de lavar hasta el último de ellos. El muchacho estaba harto de tanto fregar y empezaba a darle vueltas en serio a la idea de huir.
Conforme avanzó el otoño y el tiempo comenzó a empeorar, los otros chicos quedaron también más o menos confinados al recinto de la casa de campo y las cosas mejoraron algo para Garion. Rundorig apenas podía compartir sus juegos, pues, por su tamaño de hombre hecho y derecho, lo obligaban a trabajar con los adultos más todavía que a Garion.
Cuando podía, éste escapaba de la cocina para estar con Zubrette y Doroon, pero el trío ya no encontraba tan divertido ir a saltar al pajar o jugar a alguna de las infinitas variedades del juego del escondite en los establos y graneros. Habían alcanzado la edad y el tamaño en que los adultos se daban cuenta enseguida de cuándo estaban ociosos y les encontraban enseguida alguna tarea que hacer. La mayoría de las veces se limitaban a sentarse en algún rincón a charlar, simplemente; es decir, que Garion y Zubrette se sentaban a escuchar la incansable verborrea de Doroon. El muchacho, pequeño y vivaracho, era tan incapaz de mantenerse callado como de permanecer quieto, podía pasarse horas hablando de cualquier nimiedad y las palabras se le agolpaban en la boca mientras sus manos se mantenían en constante movimiento.
—¿Qué es esa marca que tienes en la mano, Garion? —preguntó Zubrette un día de lluvia, interrumpiendo el parloteo de Doroon.
Garion se miró la mancha blanca, perfectamente redonda, que tenía en la palma de la mano derecha.
—Yo también la he observado —dijo Doroon, cambiando rápidamente de tema en mitad de una frase—. Pero Garion ha crecido en la cocina, ¿no es verdad, Garion? Quizá se quemó cuando era pequeño…, ya sabes, alargó el brazo y puso la mano en algún objeto caliente antes de que nadie pudiera evitarlo. Apuesto a que su tía Pol se puso furiosa cuando eso sucedió, porque tu tía Pol es la persona que se enfada más pronto de todas las que conozco y es capaz de…
—Siempre la he tenido ahí —declaró Garion, y trazó un círculo en torno a la marca de la mano con el índice de la izquierda. En realidad, hasta aquel momento no se había molestado en estudiar la mancha con detenimiento. Cubría casi toda la palma y, bajo ciertas condiciones de luz, despedía una ligera luminosidad plateada.
—Tal vez sea una marca de nacimiento —acotó Zubrette.
—Apuesto a que lo es —se apresuró a decir Doroon—. Una vez vi a un hombre que tenía una gran mancha púrpura en un lado de la cara. Era uno de esos carreteros que vienen en otoño a recoger la cosecha de nabos. El hombre tenía la marca en todo el costado de la cara y al principio creí que era un gran morado y pensé que debía de haber participado en una pelea terrible (ya sabéis, esos carreteros siempre se meten en peleas), pero en realidad no era un morado, sino una marca de nacimiento, como ha dicho Zubrette. Me pregunto cuál será la causa de que aparezcan.
Ésa noche, cuando ya se disponía a acostarse, Garion pregunto a su tía sobre el asunto.
—¿Qué es esta marca, tía Pol? —pregunto, con la mano alzada hacia ella.
La mujer, que se peinaba ante un espejo, apartó la vista de su larga melena de oscuros cabellos.
—No es nada que deba preocuparte —le dijo.
—No me preocupa —replicó el muchacho—. Sólo me gustaría saber qué es. Zubrette y Doroon creen que es una mancha de nacimiento. ¿Se trata de eso, tía?
—Si, de algo así.
—¿Tenía alguno de mis padres una mancha como ésta?
—Tu padre la tenía. La familia la ha llevado durante mucho tiempo.
Un súbito y extraño pensamiento acudió a la mente de Garion. Sin saber por qué, alargó la mano y tocó el mechón blanco de la frente de su tía.
—¿Es como ese mechón blanco que tienes en el pelo? —preguntó.
De pronto, notó un escozor en la mano y le pareció como si se abriera una ventana en su mente. Al principio sólo percibió la sensación del transcurrir de incontables años como un vasto mar de nubes hinchadas y masivas; a continuación —más aguda que el filo de cuchillo alguno— le embargo una sensación de pérdida, de pesadumbre, repetida infinitas veces. Luego percibió su propio rostro y, detrás de él, muchos otros semblantes viejos y jóvenes, majestuosos y muy vulgares y, detrás de todos ellos, las facciones del señor Lobo, carentes de aquel aire bobalicón que a veces adoptaba. Sin embargo, por encima de todo, le embargo el conocimiento de un poder sobrenatural, más que humano. Y la certeza de una voluntad inquebrantable.
Tía Pol sacudió la cabeza con gesto casi ausente.
—No hagas eso, Garion —murmuró, y la ventana de su mente se cerró.
—¿Qué ha sido esto? —preguntó el muchacho, lleno de curiosidad y deseoso de abrir de nuevo la ventana.
—Un simple truco —respondió ella.
—Enséñame a hacerlo.
—Todavía no, mi querido Garion —replicó ella, tomándole la cabeza entre sus manos—. Todavía no. Aún no estás preparado. Ahora, ve a acostarte.
—¿Vendrás pronto? —preguntó Garion, un poco asustado ahora.
—Si, siempre estaré contigo —declaró ella, empujándolo hacia la cama. Después, continuó con el cepillado de su cabello largo y tupido, mientras tarareaba una extraña cancioncilla con voz intensa y melodiosa. Garion cayó dormido bajo su tonada.
En adelante, ni siquiera el propio Garion volvió a tener muchas ocasiones de ver la mancha de su mano. De repente, el muchacho se encontró sumido en toda una serie de trabajos que le exigían ensuciarse no ya sólo las manos, sino todo el resto de su cuerpo.
La festividad más importante de Sendaria —y, en realidad, de todos los reinos del Oeste— era la celebración del Paso de las Eras. Conmemoraba el día, eones atrás, en que los siete dioses habían juntado las manos para crear el mundo con una sola palabra. La fiesta del Paso de las Eras tenía lugar a mediados del invierno y, dado que en las casas de campo como la de Faldor había poco que hacer en esa época, se había convertido por tradición en una espléndida fiesta de quince días de duración con banquetes y regalos y adornos en el comedor, donde la gente de campo se reunía a honrar a los dioses. Esto último, por supuesto, era un reflejo del carácter piadoso de Faldor. Éste, aunque era un buen hombre, una persona sencilla, no se hacía ilusiones respecto a hasta qué punto compartían sus sentimientos los demás habitantes de la casa. Faldor, sin embargo, pensaba que cierta manifestación externa de devoción no estaba de más en aquellos días de fiesta y, siendo un buen amo como era, los trabajadores de su hacienda preferían seguirle la corriente.
Era también la época del año en que Anhelda, la hija casada de Faldor, y Eilbrig, su esposo, efectuaban su habitual visita anual para seguir en relaciones con su padre. Anhelda no tenía intención alguna de poner en peligro sus derechos de herencia con una demostración de falta de afecto. Sus visitas, no obstante, eran una prueba para Faldor, que miraba con desagrado apenas contenido a su yerno, un hombre engalanado en exceso y de ademanes altaneros que ocupaba un puesto poco importante en una casa comercial de Sendar, la capital del país.
Pese a todo, la llegada de la pareja marcaba el inicio de la fiesta del Paso de las Eras en la casa de Faldor; de modo que, si bien a nadie le caían bien personalmente, su aparición siempre era recibida con cierto entusiasmo.
Aquél año, el tiempo había sido especialmente adverso, incluso para lo que era habitual en Sendaria. Las lluvias habían llegado pronto y las sucedió un período de nevadas saturadas de humedad; no caía el polvo brillante y crujiente típico del invierno ya avanzado, sino una aguanieve siempre a medio fundir. Para Garion, cuyos deberes en la cocina le impedían ahora participar con sus antiguos compañeros de juegos en su tradicional orgía de expectante anticipación, la festividad que se aproximaba aparecía ante sus ojos sosa y carente de perspectivas. Añoraba volver a los viejos tiempos y lanzaba frecuentes suspiros mientras fregaba el suelo de la cocina como una sombra condenada de cabellos dorados.
Aquél año, incluso la ornamentación tradicional del comedor donde siempre se celebraban las festividades del Paso de las Eras le pareció decididamente chillona. Las ramas de abeto que orlaban las vigas del techo no estaban tan verdes como hubiesen debido y las pulidas manzanas atadas con esmero a las ramas eran más pequeñas y de un rojo más apagado. Garion lanzó un suspiro y continuó su demostración de profundo abatimiento.
Pese a todo, tía Pol no parecía impresionada y su actitud era de firmeza e indiferencia. Se acercó a él y le puso la mano en la frente con gesto experto para ver si tenía fiebre y, a continuación, le administró una dosis del tónico de sabor más repugnante que fue capaz de preparar. A partir de entonces, Garion tuvo la cautela de guardar para sí las demostraciones de pesadumbre y de suspirar en tono más bajo. Aquélla voz seca procedente de un rincón secreto de su mente le informó prosaicamente que su actitud era ridícula, pero Garion prefirió no escuchar. La voz de su mente era mucho más vieja y sabia que él, pero parecía dispuesta a privar de toda alegría a su vida.
La mañana del Paso de las Eras, un murgo y cinco thulls aparecieron con un carro en la casa de campo y pidieron ver a Faldor. Garion, que sabía desde hacía tiempo que nadie prestaba atención a un muchacho y que podían conocerse muchas cosas interesantes si uno se colocaba en situación de escuchar como por casualidad las conversaciones ajenas, se apresuró a afanarse en una tarea sin importancia cerca del portón de entrada.
El murgo, cuyo rostro marcado de cicatrices se parecía mucho al que había conocido en Gralt, iba sentado en el pescante del carro con aire importante, y su cota de malla tintineaba cada vez que se movía. Llevaba un sayo negro con capucha y mantenía la espada a la vista. Sus ojos se movían constantemente, escrutándolo todo. Los thulls, con botas de fieltro enfangadas y recias capas, se apoyaban en el carro con expresión de desinterés, indiferentes al parecer al crudo viento que azotaba los campos nevados.
Faldor, con su mejor jubón —al fin y al cabo era la fiesta del Paso de las Eras— apareció por el patio seguido de cerca por Anhelda y Eilbrig.
—Buenos días, amigo —dijo Faldor al murgo—. Que tengas una buena fiesta.
El murgo replicó con un gruñido.
—Supongo que tú eres Faldor —dijo con un marcado acento en su voz.
—En efecto —asintió el amo de la hacienda.
—Tengo entendido que posees un buen número de jamones a la venta… bien curados.
—Los cerdos se han portado bien este año —respondió Faldor con modestia.
—Te los compro —anunció el murgo, mientras hacía sonar su bolsa.
Faldor hizo una reverencia y contestó:
—Nos ocuparemos de eso mañana por la mañana, a primera hora. —El murgo le lanzó una mirada seca—. Ésta es una casa piadosa —continuó Faldor—, y aquí no se ofende a los dioses quebrantando el carácter sagrado del Paso de las Eras.
—Padre —intervino Anhelda—, no seas tonto. Éste noble comerciante ha recorrido un largo camino para tratar contigo.
—En el Paso de las Eras, no —insistió Faldor, terco, con aire de firmeza en su rostro alargado.
—En la ciudad de Sendar —dijo Eilbrig con su voz aguda y nasal—, no dejamos que estos sentimentalismos se mezclen con los negocios.
—Esto no es la ciudad de Sendar —replicó Faldor con brusquedad—. Estamos en la hacienda de Faldor y aquí no se trabaja ni se hacen negocios en el Paso de las Eras.
—Padre —protestó Anhelda—, el noble mercader tiene oro. ¡Oro, padre, oro!
—No estoy dispuesto a seguir escuchándoos —dijo Faldor, para volverse enseguida hacia el murgo—: Tú y tus criados sois bienvenidos a participar en nuestra celebración, amigo. Podemos proporcionaros alojamiento y la promesa de la mejor cena de toda Sendaria, junto a la oportunidad de honrar a los dioses en este día especial. Ningún hombre se ha vuelto más pobre por cumplir con sus obligaciones religiosas.
—En Cthol Murgos no observamos esta festividad —respondió el hombre de las cicatrices con toda frialdad—. Como dice esta noble dama, he recorrido un largo camino para hacer negocios y no tengo mucho tiempo que desperdiciar. Estoy seguro de que en la comarca hay otros propietarios con la mercadería que busco.
—¡Padre! —gimió Anhelda.
—Conozco a mis vecinos —replicó Faldor con parsimonia—. Me temo que hoy no tendrás mucha suerte. El cumplimiento de esta celebración es una tradición muy arraigada en la zona.
El murgo permaneció pensativo unos instantes.
—Haremos como propones —dijo por fin—. Acepto tu invitación, siempre que nos concentremos en los negocios mañana por la mañana, lo más temprano posible.
—Me pondré a tu servicio con las primeras luces del alba, si lo deseas —asintió Faldor con una nueva reverencia.
—Hecho, pues —dijo el murgo, y se apeó del carro.
Por la tarde se celebró la fiesta en el comedor. Los pinches de cocina y media docena más de ayudantes reclutados para el servicio en aquel día especial iban y venían de la cocina al comedor con asados humeantes, jamones recién salidos del horno y patos de piel crujiente, todo bajo las órdenes de tía Pol. Mientras luchaba con un enorme asado, Garion advirtió con amargura que la prohibición de trabajar dictada por Faldor cesaba en la puerta de la cocina.
Al cabo de un rato, todo estuvo preparado. Las mesas estaban repletas, los troncos ardían con fuerza en los hogares, decenas de velas llenaban el salón con su luz dorada y las antorchas ardían en sus argollas de las columnas de piedra. Los habitantes de la casa de Faldor, vestidos con sus mejores galas, desfilaron hacia el comedor con la boca hecha agua ante la expectativa de lo que les aguardaba.
Cuando todos se hubieron sentado, Faldor se incorporó de su banco en la cabecera de la mesa principal:
—Queridos amigos —dijo, con su jarra en alto—, dedico esta fiesta a los dioses.
—Por los dioses —respondieron todos al unísono, y alzaron a su vez las copas con todo respeto.
Faldor tomó un breve sorbo y a continuación todos lo imitaron.
—Escuchadme, oh, dioses —rogó después—. Os damos las más humildes gracias por la abundancia de este buen mundo que hicisteis en este día, y nos dedicamos a vuestro servicio durante un nuevo año.
Por un instante pareció a punto de decir algo más, pero no lo hizo y volvió a sentarse. Faldor siempre pasaba muchas horas en la preparación de sus plegarias especiales para ocasiones como aquélla, pero la incomodidad de hablar en público invariablemente borraba de su memoria las frases ensayadas con tanto esmero. Sus oraciones, por tanto, eran siempre muy sinceras y muy cortas.
—Comed, queridos amigos —invitó a todos—. No dejéis que la comida se enfríe.
Y todos comieron. Anhelda y Eilbrig, que participaban con los demás en aquélla única comida sólo por la insistencia de Faldor, dedicaron sus esfuerzos a trabar conversación con el murgo, ya que era el único en la estancia que merecía su atención.
—Hace mucho tiempo que pienso en visitar Cthol Murgos —afirmó Eilbrig con un aire algo pomposo—. ¿No estás de acuerdo, amigo mercader, que un mayor contacto entre el este y el oeste es el mejor modo de vencer las suspicacias mutuas que tanto han perjudicado nuestras relaciones en el pasado?
—Nosotros, los murgos, preferimos seguir solos —replicó en pocas palabras el hombre de las cicatrices.
—Pero tú estás aquí, amigo —apuntó Eilbrig—. ¿No deja ver eso que un mayor contacto podría ser beneficioso?
—Estoy aquí en cumplimiento de un deber —respondió el murgo—. No he venido de visita por mi voluntad. —Luego dirigió una mirada a la sala y preguntó a Faldor—: ¿Están aquí todos los habitantes de la casa?
—Hasta la ultima alma está aquí —asintió Faldor.
—Tenía entendido que aquí vivía un viejo…, un hombre de cabello y barba blancos.
—Aquí no vive, amigo —afirmó Faldor—. Yo soy el de más edad aquí y, como puedes ver, mi cabello aún está lejos de encanecer.
—Uno de mis compatriotas habló con un hombre así hace algunos años —dijo el murgo—. Iba acompañado de un muchacho arendiano… Rundorig, creo que se llamaba.
Garion, sentado en la mesa contigua, siguió sin levantar la cara del plato y escuchó el diálogo con tal intensidad que pensó que las orejas le iban a crecer.
—Aquí hay un muchacho llamado así —comentó Faldor—. Es el chico alto que está sentado al fondo de esa mesa de ahí —añadió, señalándolo.
—No —dijo el murgo, una vez estudió a Rundorig—. Ése no es el muchacho que me describieron.
—No es un nombre raro entre los arendianos —añadió Faldor—. Es muy probable que tu amigo se haya confundido de hacienda.
—Debe de ser eso —asintió el murgo, quien pareció apartar el asunto de su mente—. Éste jamón es excelente —comentó, señalando el plato con la punta del puñal que utilizaba para comer—. ¿Son de parecida calidad los de tu ahumadero?
—¡Oh, no, amigo comerciante! —exclamó Faldor alzando ligeramente el tono de voz—. No me harás caer tan fácilmente en la trampa para que tratemos de negocios hoy.
El murgo le dirigió una breve sonrisa que formó una expresión extraña en su rostro cosido a marcas.
—Siempre se debe probar —aceptó—. Reconozco, sin embargo, que debo felicitar al cocinero.
—Ya lo has oído, señora Pol —exclamó Faldor—. Nuestro amigo de Cthol Murgos encuentra de su agrado tu cocina.
—Le agradezco sus felicitaciones —respondió la tía Pol con cierta frialdad. El murgo la miró y sus ojos se abrieron en una contenida expresión de reconocimiento.
—Una gran comida, noble señora —murmuró, haciendo una leve inclinación de cabeza en dirección a la mujer—. Tu cocina es un lugar de magia.
—No —replicó ella, con actitud inesperadamente altanera—, no se trata de magia. Cocinar es un arte que cualquiera puede aprender con un poco de paciencia. La magia es otra cosa muy distinta.
—Pero también es un arte, gran señora —insistió el murgo, sonriendo con perspicacia.
—Hay muchos que así lo creen —replicó la tía Pol—, pero la verdadera magia surge del interior de uno, y no es el producto de unos dedos hábiles que engañen al ojo.
El murgo la miró con expresión adusta y ella sostuvo la mirada con ojos acerados. A Garion, sentado muy cerca, le pareció como si entre los dos hubiera pasado algo que no tuviera nada que ver con las palabras que acababan de pronunciar. Una especie de desafío pareció flotar en el aire por unos instantes y, a continuación, el murgo apartó su mirada como si temiera responder a tal desafío.
Cuando terminó la comida, llegó el momento de representar la alegoría, bastante sencilla, que por tradición marcaba el Paso de las Eras. Siete de los hombres de más edad de la casa, que se habían levantado de la mesa poco antes, aparecieron en la puerta del comedor con las túnicas largas con capucha y las mascaras delicadamente talladas y pintadas que representaban las figuras de los dioses. Los disfraces eran antiguos y mostraban arrugas que eran el resultado de haber permanecido guardados en la buhardilla de la casa de Faldor durante todo el año. Con paso lento, las figuras enmascaradas penetraron en la estancia y se alinearon al pie de la mesa que presidía Faldor. Luego, uno tras otro, pronunciaron unas frases cortas que identificaban al dios representado por cada uno.
—Yo soy Aldur —dijo la voz hueca de Durnik tras la mascara de metal—, dios dragón de los angaraks, y ordeno que este mundo exista.
Garion captó por el rabillo del ojo un movimiento y se volvió con rapidez: el murgo se había cubierto el rostro con las manos en un gesto extraño, casi ritual. A cierta distancia de él, en la mesa del fondo, los cinco thulls se habían puesto pálidos y temblorosos.
Las siete figuras al pie de la mesa de Faldor se tomaron de las manos.
—Nosotros somos los dioses —dijeron al unísono— y ordenamos que este mundo exista.
—Prestemos atención a las palabras de los dioses —declamó Faldor—. Bienvenidos sean los dioses a la casa de Faldor.
—La bendición de los dioses está con la casa de Faldor y con todos los que se encuentran en ella —respondieron los siete. A continuación, las figuras enmascaradas dieron media vuelta y salieron del comedor con la misma parsimonia que habían mostrado a la entrada.
Luego llegó el momento de los regalos. Una gran expectación rodeaba aquel instante pues todos los regalos procedían de Faldor y el buen hacendado se esforzaba cada año por proporcionar el más adecuado a cada uno de los suyos. Abundaban sobre todo las ropas nuevas —túnicas, calzones, vestidos largos de mujer y zapatos— pero, aquel año, Garion se quedó sin habla cuando abrió un pequeño paquete envuelto en tela y encontró en su interior un fino puñal con su correspondiente vaina de fino repujado.
—Ya es casi un hombre —explicó Faldor a la tía Pol—, y un hombre siempre necesita llevar un buen cuchillo.
Garion, por supuesto, probó al instante el filo de su regalo y no tardó en hacerse un corte en el dedo.
—Supongo que era inevitable —comentó la tía Pol, pero no quedó claro si estaba refiriéndose al corte, al regalo en sí o al hecho de que Garion crecía muy deprisa.
A la mañana siguiente, el murgo compró sus jamones y partió en compañía de sus cinco thulls. Unos días más tarde, Anhelda y Eilbrig prepararon su equipaje y emprendieron también el viaje de regreso a la ciudad de Sendar. Tras ello, la hacienda de Faldor recuperó su pulso normal.
El invierno continuó su marcha. Las nevadas se sucedieron de forma intermitente hasta que, como siempre, volvió la primavera. Lo único que hubo de distinto en aquella primavera fue la llegada de Brill, el nuevo mozo de labranza. Uno de los peones más jóvenes se había casado y había arrendado una pequeña granja cercana, a la que se había trasladado —cargado de regalos prácticos y de buenos consejos de Faldor—, para iniciar allí su vida de matrimonio. Brill fue contratado para sustituirlo.
A Garion, Brill le pareció una novedad definitivamente desagradable en la granja. La blusa y los calzones del hombre estaban llenos de manchas y de remiendos, llevaba el cabello negro y la barba rala muy descuidados y uno de sus ojos miraba en dirección distinta que el otro. Era un individuo agrio, solitario, poco amante de la limpieza. Parecía llevar encima un acre hedor a sudor rancio y flotaba en torno a él como una miasma. Tras algunos intentos de trabar conversación con él, Garion terminó por rendirse y evitarlo.
No obstante, el muchacho tuvo otras cosas en que ocupar sus pensamientos durante aquella primavera y el verano siguiente. Aunque hasta aquel momento había considerado a Zubrette más un inconveniente que una auténtica compañera de juegos, de la noche a la mañana empezó a darse cuenta de la presencia de la muchacha. Garion siempre había sabido que era bonita pero, hasta aquella primavera, tal hecho le había parecido poco importante y había preferido sin discusión la compañía de Rundorig y Doroon. Ahora, las cosas habían cambiado. Garion se dio cuenta de que los otros dos muchachos también habían empezado a prestar más atención a Zubrette y, por primera vez, empezó a notar la inquietud de los celos.
Zubrette, por supuesto, coqueteaba con descaro ante los tres y se mostraba claramente ufana cuando los muchachos se lanzaban miradas agresivas en su presencia. Las obligaciones de Rundorig en los campos lo mantenían alejado la mayor parte del tiempo, pero Doroon era una seria fuente de preocupación para Garion, que se volvió muy nervioso y encontraba frecuentes excusas para rondar por las dependencias de la casa de campo con el objeto de cerciorarse de que Doroon y Zubrette no estaban juntos a solas.
La campaña de seducción de Garion fue deliciosamente simple: el muchacho recurrió al soborno. Zubrette, como todas las niñas, era amante de los dulces y Garion tenía acceso a la cocina. En muy poco tiempo, llegaron a un acuerdo: Garion sacaría dulces de la cocina para su amiguita de cabellos de oro y, a cambio, ella dejaría que la besara. Tal vez las cosas habrían ido más lejos si la tía Pol no les hubiera sorprendido en medio de uno de tales intercambios una luminosa tarde de verano en la soledad de un granero de heno.
—Ya habéis tenido suficiente de todo esto —anunció desde la puerta con voz firme.
Garion se apartó de Zubrette dando un brinco, con aire de culpabilidad.
—Se me ha metido algo en el ojo y Garion trataba de quitármelo —se apresuró a mentir Zubrette.
Garion se quedó inmóvil, ruborizado como un tomate.
—¿De veras? —respondió la tía Pol a la muchacha—. ¡Qué interesante! Ven conmigo, Garion.
—Yo… —empezó a decir éste.
—Ven ahora, Garion.
Así terminó el asunto. A partir de ese momento, todas las horas de Garion estuvieron ocupadas en la cocina y los ojos de tía Pol parecían pendientes de él en todo instante. El muchacho se pasaba el tiempo en lucha con sus fantasías y preocupado hasta la desesperación por Doroon, quien ahora se mostraba odiosamente presumido. Sin embargo, tía Pol no bajó su vigilancia y Garion tuvo que permanecer confinado en la cocina.