Capítulo 3

Algunas mañanas más tarde, cuando la tía Pol ya empezaba a fruncir el entrecejo con aire amenazador ante su continuo merodear por la cocina, el viejo narrador buscó la excusa de hacer algún recado para dirigirse a la aldea cercana de Gralt.

—Bueno —dijo tía Pol, con cierta displicencia—. Al menos, mis despensas estarán a salvo mientras estés fuera.

El viejo hizo una reverencia burlona con un guiño en los ojos:

—¿La señora Pol precisa algo? —preguntó—. ¿Hay alguna frivolidad que pueda traerte, ya que voy al pueblo?

Tras pensarlo un momento, tía Pol respondió:

—Algunos tarros de especias empiezan a estar vacíos y hay un mercader tolnedrano que las vende en la calle del Hinojo, cerca de la taberna del pueblo. Estoy segura de que no tendrás problemas para encontrar la taberna.

—Seguro que el viaje me da sed —asintió el viejo narrador, complacido ante la perspectiva—. Y seguro que será solitario. Diez leguas sin nadie con quien charlar se harán interminables.

—Habla con los pájaros —sugirió tía Pol con brusquedad.

—Los pájaros saben escuchar muy bien —respondió él—, pero sus frases son repetitivas y uno se cansa pronto de ellas. ¿Por qué no dejas que me acompañe el muchacho?

Garion contuvo el aliento.

—Ya está adquiriendo suficientes malas costumbres por sí mismo —replicó la mujer con acritud—. Prefiero que no acabe de instruirlo un experto.

—¡Vamos, señora Pol! —protestó el viejo, al tiempo que robaba un buñuelo casi sin darse cuenta—. No eres justa conmigo. Además, al chico le conviene un cambio…, ensanchar sus horizontes, podríamos decir.

—Sus horizontes ya son lo bastante anchos, muchas gracias —replicó ella.

A Garion se le cayó el alma a los pies.

—De todos modos —continuó la mujer—, al menos puedo confiar en que no se olvidará de las especias ni se embriagará de cerveza hasta el punto de confundir los granos de pimienta con el clavo o la canela con la nuez moscada. Está bien, llévate al muchacho, pero ten cuidado: no quiero que lo lleves a ningún antro de mala fama.

—¡Señora Pol! —continuó la broma el viejo, fingiéndose escandalizado—. ¡No pensará usted que frecuento tales sitios!

—Te conozco muy bien, Viejo Lobo —replicó ella en tono seco—. Te zambulles en el vicio y la corrupción con la misma naturalidad que un pato en las aguas de un estanque. Si me entero de que has llevado al chico a algún lugar inconveniente, tendremos unas palabras, tú y yo.

—Entonces, debo asegurarme de que no te enteres de nada parecido, ¿no es eso?

Tía Pol le dirigió una severa mirada.

—Iré a ver qué especias necesito.

—Y yo iré a pedir prestado un carro a Faldor —añadió el viejo, al tiempo que se apoderaba de otro buñuelo.

Al cabo de un rato sorprendentemente breve, Garion y el viejo narrador iban dando botes en el pescante de un carro detrás de un caballo al trote por el camino lleno de profundas rodadas que conducía a Gralt. Era una mañana de verano luminosa, en el cielo había algunas nubes como flores de diente de león y los setos formaban densas sombras azules. Al cabo de algunas horas, sin embargo, el sol empezó a apretar y el traqueteante viaje empezó a hacerse fatigoso.

—¿Ya estamos cerca? —preguntó Garion por tercera vez.

—Todavía falta un rato —respondió el viejo—. Diez leguas es una distancia considerable.

—Yo estuve una vez allí —le informó Garion, tratando de aparentar despreocupación—. Por supuesto, entonces no era más que un niño y no recuerdo casi nada, pero me pareció que era un lugar estupendo.

El viejo se encogió de hombros y, con un aire de ligera aflicción, respondió:

—No es más que un pueblo como tantos.

Garion empezó a dirigirle preguntas con el propósito de inducir al viejo a narrar otra de sus historias que hiciera más corto el camino.

—¿Cómo es que no tienes nombre…, si no consideras impertinente la pregunta?

—Tengo muchos nombres —respondió el viejo mientras se mesaba su barba canosa—. Casi tantos como años.

—Yo solo tengo uno. —De momento.

—¿Qué?

—Sólo tienes un nombre hasta el momento —explicó el viejo—. Con el tiempo, tal vez tengas otro… o varios más. Algunas personas van coleccionándolos a lo largo de sus vidas. A veces, los nombres se gastan, igual que la ropa.

—La tía Pol te llama Viejo Lobo —apuntó Garion.

—Ya lo sé —respondió el narrador—. Tu tía y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—¿Por qué te llama así?

—¿Quién puede saber por qué una mujer como tu tía hace las cosas?

—¿Puedo llamarte señor Lobo? —preguntó el pequeño.

Los nombres eran muy importantes para él y el hecho de que el viejo narrador no pareciera tener ninguno siempre le había preocupado. De algún modo, su carencia de nombre lo hacía parecer una persona incompleta, inacabada.

El viejo lo miró con aire serio un instante y luego estalló en carcajadas.

—Señor Lobo me parece muy bien. Es muy adecuado. Creo que me gusta más ese nombre que cualquiera de los que he tenido en años.

—¿Puedo, entonces, llamarte señor Lobo?

—Creo que me gusta la idea, Garion. Creo que me gusta mucho.

—Entonces, ¿no querrías contarme alguna historia, por favor?

El tiempo y la distancia pasaron mucho más deprisa desde ese instante, mientras el señor Lobo narraba a Garion relatos de gloriosas aventuras y oscuras traiciones extraídos de los siglos lóbregos e interminables de las guerras civiles arendianas.

—¿Por qué son así los arendianos? —preguntó Garion después de un relato más bien siniestro.

—Los arendianos son muy nobles —respondió Lobo, echándose hacia atrás en el pescante del carro con las riendas colgadas negligentemente en una mano—. La nobleza es un rasgo que no siempre resulta de fiar, pues a veces provoca que los hombres obren por oscuras razones.

—Rundorig es un arendiano —dijo Garion—. A veces parece…, en fin, no parece muy despierto, ¿sabes a qué me refiero?

—Es el efecto de toda esa nobleza —respondió Lobo—. Los arendianos pierden tanto tiempo concentrándose en ser nobles que no tienen tiempo de pensar en otras cosas.

Llegaron a lo alto de la cresta de una larga colina y ante ellos, en el siguiente valle, se extendió el pueblo de Gralt. El pequeño conglomerado de casas de piedra gris con techos de pizarra decepcionó a Garion por su pequeñez, Dos caminos, polvorientos y blanquecinos, se cruzaban en el pueblo, que tenía además algunas callejas estrechas y tortuosas. Las casas eran cuadradas y sólidas, pero casi parecían juguetes colocados al fondo del valle. Más allá, en el horizonte, se divisaban las crestas de las montañas del este de Sendaria y, aunque era verano, las cumbres estaban todavía cubiertas de nieve.

El caballo, cansado, descendió al paso por la ladera hacia el pueblo, levantando nubecillas de polvo con sus pezuñas, y pronto se encontraron traqueteando por las calles empedradas en dirección al centro del pueblo. Los habitantes, como es lógico, se sentían demasiado importantes para prestar atención a un viejo y a un chiquillo en un carro de granja. Las mujeres llevaban vestidos largos y sombreros altos y puntiagudos y los hombres lucían jubones y gorros de suave terciopelo. Sus ademanes parecían altivos y contemplaban con evidente desdén a los contados campesinos que habían bajado al pueblo, quienes se hacían a un lado con respeto para dejarles paso.

—Son muy elegantes, ¿verdad? —apuntó Garion.

—Así parecen creerlo ellos —asintió Lobo con aire divertido—. Creo que ya es hora de encontrar algo que comer, ¿no te parece?

Aunque no se había dado cuenta hasta el momento en que el viejo lo había mencionado, Garion sintió de pronto un hambre voraz.

—¿Y dónde iremos? —preguntó—. Toda esta gente parece tan espléndida… ¿Aceptarán que unos extraños se sienten a su mesa?

Lobo se echo a reír e hizo tintinear una bolsa que llevaba al cinto.

—No tendremos problemas para hacer relaciones —aseguró—. Hay lugares donde se puede comprar comida.

¿Comprar comida? Garion no había oído nunca algo parecido. Cualquiera que apareciera a la puerta de la casa de Faldor a la hora de comer tenía un plato en la mesa por costumbre. El mundo de los campesinos era, estaba claro, muy distinto del que vivía la gente del pueblo.

—Pero yo no tengo dinero —protestó.

—Yo tengo suficiente para los dos —le aseguró Lobo, y detuvo el carro frente a un gran edificio de escasa altura con un letrero colgado justo encima de la puerta, en el que había un dibujo de un racimo de uvas. Había unas palabras escritas en el rótulo, pero Garion no supo descifrarlas.

—¿Qué dicen esas palabras, señor Lobo? —preguntó.

—Dicen que dentro se puede comprar comida y bebida —respondió Lobo mientras bajaba del carro.

—Debe de ser estupendo saber leer —comentó Garion, pensativo. El viejo lo observó con aparente sorpresa.

—¿No sabes leer? —preguntó, incrédulo.

—No he encontrado nunca nadie que me enseñara —dijo Garion—. Faldor sabe leer, creo, pero es el único en la hacienda.

—Tonterías —resopló Lobo—. Hablaré de ello con tu tía Pol. Creo que descuida sus responsabilidades. Debería haberte enseñado ya hace años.

—¿Tía Pol sabe leer? —preguntó Garion, desconcertado.

—Pues claro —asintió Lobo, en marcha hacia la taberna—. Dice que no le encuentra ninguna utilidad, pero ella y yo ya discutimos ese asunto hace años y lo dejamos aclarado.

El viejo narrador parecía muy molesto por la falta de conocimientos de Garion. El muchachito, no obstante, estaba mucho más interesado en el ambiente cargado de humo de la taberna y no le presto atención.

El local era grande y tenía poca luz, con un techo bajo de vigas y un suelo de piedra cubierto de esteras de esparto. Aunque no hacía frío, había un fuego encendido en un asador situado en el centro de la estancia, del cual se alzaba una errática columna de humo hacia una chimenea colocada encima sobre cuatro pilares de piedra cuadrados. Unas velas de sebo colocadas en platillos de barro en varias de las mesas largas llenas de mugre iluminaban la taberna, que hedía a vino y a cerveza rancia.

—¿Qué tienen de comer? —preguntó Lobo a un hombre de aspecto agrio y barba descuidada que lucía un delantal manchado de grasa.

—Nos queda un poco de asado —dijo el hombre señalando un espetón situado cerca del asador—. Está hecho apenas anteayer, y una sopa con carne recién hecha ayer por la mañana, y pan que aún no tiene una semana.

—Muy bien —dijo Lobo, tomando asiento—. Yo beberé una jarra de su mejor cerveza y traiga un vaso de leche para el chico.

—¿Leche? —protestó Garion.

—Leche —asintió Lobo con firmeza.

—¿Tiene dinero? —exigió saber el hombre de aspecto avinagrado.

Lobo hizo tintinear la bolsa y el individuo pareció, de pronto, mucho menos desabrido.

—¿Por qué ese hombre está durmiendo ahí? —preguntó Garion, señalando a un vecino del pueblo que roncaba con la cabeza caída en una de las mesas.

—Está bebido —explicó Lobo, sin apenas volver la mirada hacia el hombre.

—¿No debería ocuparse alguien de él?

—Seguro que él prefiere que no se ocupen.

—¿Lo conoces?

—Lo conozco a él —respondió Lobo— y a muchos como él. A veces, yo mismo me he encontrado en ese estado.

—¿Por qué?

—En su momento, me pareció oportuno.

El asado estaba seco y demasiado hecho, la sopa era aguada y sin sustancia y el pan estaba rancio, pero Garion tenía demasiada hambre para advertirlo. Rebañó meticulosamente el plato como le habían enseñado y luego aguardó mientras el señor Lobo daba cuenta con tranquilidad de una segunda jarra de cerveza.

—Todo espléndido —comentó, más por decir algo que por auténtica convicción. En conjunto, Gralt no respondía ni mucho menos a sus expectativas.

—Sólo normal —replicó el narrador encogiéndose de hombros—. Las tabernas de pueblo son muy parecidas en todas partes. Rara vez he encontrado una que me haya dejado ganas de volver. ¿Nos vamos?

Dejó unas monedas sobre la mesa, que el hombre de aspecto avinagrado se apresuró a recoger, condujo a Garion hacia la puerta y salieron bajo el sol de la tarde.

—Vamos a buscar a ese comerciante de especias que mencionó tu tía: después nos ocuparemos de encontrar alojamiento para está noche… y un establo para el caballo.

El viejo y el chiquillo dejaron el carro y el caballo junto a la taberna y echaron a andar por la calle.

La casa del comerciante tolnedrano era un edificio alto y estrecho situado en la calle siguiente. Dos hombres de tez morena y cuerpo rechoncho vestidos con túnicas cortas haraganeaban junto a la puerta de la tienda, cerca de un caballo negro de aspecto feroz que llevaba una curiosa silla de montar acorazada. Los dos hombres observaron con aburrido desinterés a los viandantes.

Al verlos, el viejo narrador se detuvo.

—¿Sucede algo? —inquirió Garion.

—Son thulls —murmuró Lobo, lanzando una penetrante mirada a los dos hombres.

—¿Qué?

—Ésos hombres son thulls —repitió el viejo—. En general trabajan de porteadores para los murgos.

—¿Qué son los murgos?

—Son el pueblo que habita Cthol Murgos —dijo lacónico Lobo—. Angaraks del sur.

—¿Los que derrotamos en la batalla de Vo Mimbre? —preguntó el muchacho—. ¿Qué pueden estar haciendo aquí?

—Los murgos se han dedicado al comercio desde hace un tiempo —dijo Lobo, con el entrecejo fruncido—. No esperaba encontrarlos en un pueblo tan remoto. Será mejor que entremos. Los thulls nos han visto y podrían extrañarse si ahora damos media vuelta y nos alejamos. No te apartes de mi lado, muchacho, y permanece callado.

Pasaron ante los dos robustos individuos de la puerta y penetraron en la tienda del comerciante de especias.

El tolnedrano era un hombre calvo y delgado que llevaba una túnica parda, larga hasta el suelo, con un cinturón. El hombre pesaba con gesto nervioso varios paquetes de un polvo de olor penetrante colocados en el mostrador.

—Buenos días tenga usted —dijo a Lobo—. Le ruego un poco de paciencia. Enseguida lo atenderé.

El comerciante hablaba con un ligero ceceo que a Garion le pareció muy curioso.

—No tengo prisa —replicó Lobo con una voz gangosa y vacilante. Garion lo miró con expresión de extrañeza y le asombró ver que su amigo andaba encorvado y movía la cabeza de un lado a otro como un bobo.

—Ocúpate de ellos —dijo con brusquedad el otro hombre que había en la tienda. Era un tipo corpulento de piel atezada que llevaba una cota de malla y una espada corta al cinto. Tenía altos los pómulos y varias cicatrices de horrible aspecto cruzaban su rostro. Sus ojos eran curiosamente rasgados y su voz áspera hablaba con un pronunciado acento.

—No tengo prisa —repitió Lobo con su voz gangosa.

—Mis obligaciones aquí me llevarán algún tiempo y prefiero no ir con prisas —replicó el murgo con frialdad—. Dile al comerciante qué necesitas, viejo.

—Muchas gracias, pues —balbució Lobo—. He traído una lista conmigo. La tengo por alguna parte —se puso a rebuscar en los bolsillos con gestos torpes—. Mi amo la escribió. Espero que puedas leerla tú, amigo comerciante, pues yo no sé.

Encontró por fin la lista y la entregó al tolnedrano.

El comerciante le echo una ojeada.

—Solo tardaré un momento con esto —aseguró al murgo.

Éste asintió y se quedó mirando a Lobo y a Garion rígidamente. Sus ojos se entrecerraron y su expresión cambió.

—Pareces un muchachito muy despierto —dijo a Garion—. ¿Cómo te llamas?

Hasta aquel instante, Garion había sido durante toda su vida un niño sincero y honrado, pero la actuación de Lobo había abierto ante sus ojos todo un mundo nuevo de engaños y subterfugios. Le pareció escuchar en algún rincón de su mente una voz de aviso, una voz seca y tranquila que le advertía que la situación era peligrosa y que debía adoptar medidas para protegerse. Apenas vaciló un segundo antes de pronunciar su primera mentira consciente. Abrió la boca y adoptó una expresión ausente y estúpida.

—Rundorig, excelencia —murmuró.

—Ése es un nombre arendiano —comentó el murgo entrecerrando todavía más los ojos—. Pero no tienes aspecto de arendiano.

Garion lo miró boquiabierto.

—¿Eres un arendiano, Rundorig? —insistió el murgo.

Garion frunció el entrecejo como si luchara con una idea, mientras su mente corría para encontrar una respuesta. La voz seca y tranquila le sugirió varias alternativas.

—Mi padre lo fue —respondió por fin—, pero mi madre es sendaria y la gente dice que he salido a ella.

—Has dicho «lo fue» —apuntó con rapidez el murgo—. ¿Ha muerto tu padre, entonces?

Su rostro cosido de cicatrices lo miraba con expresión torva. Garion asintió con gesto estúpido.

—Estaba talando un árbol y le cayó encima —mintió—. Fue hace mucho tiempo.

El murgo pareció perder el interés de repente.

—Ahí tienes una moneda, muchacho —dijo, y arrojó una pequeña moneda a los pies de Garion con gesto de indiferencia—. Tiene la imagen del dios Torak en una de sus caras. Tal vez te traiga suerte… o al menos un poco más de inteligencia.

Lobo se agachó rápidamente y recogió la moneda, pero la que entregó a Garion fue otra: un penique ordinario de Sendaria.

—Da las gracias al gentil caballero, Rundorig —dijo con su voz fingida.

—Muchas gracias, excelencia —dijo Garion y escondió la moneda en su puño cerrado.

El murgo se encogió de hombros y les dio la espalda.

Lobo pagó las especias al comerciante tolnedrano y salió de la tienda con Garion pegado a sus talones.

—Te has metido en un juego muy peligroso, muchacho —murmuró Lobo cuando estuvieron a suficiente distancia de los dos thulls de la entrada.

—Me ha parecido que no querías que ese hombre supiera quiénes éramos —explicó Garion—. No sabía muy bien por qué, pero he creído que tenía que actuar de la misma manera. ¿He obrado mal, tal vez?

—Eres muy despierto —asintió Lobo con un gesto de aprobación—. Creo que hemos conseguido engañar al murgo.

—¿Por qué has cambiado las monedas?

—A veces, las monedas angaraks no son lo que parecen —dijo Lobo—. Es mejor para ti que no tengas ninguna. Vamos a buscar el carro y el caballo. Tenemos un buen trecho hasta la hacienda de Faldor.

—Pensaba que íbamos a buscar alojamiento para pasar la noche.

—Los planes han cambiado ahora. Vamos, muchacho. Es hora de irse.

El caballo estaba muy fatigado y ascendió con lentitud la ladera de la colina; las casas de Gralt quedaron atrás mientras el sol se ponía ante ellos.

—¿Por qué no me has dejado guardar el penique angarak, señor Lobo? —insistió Garion. El asunto aún lo tenía desconcertado.

—Muchas veces sucede en este mundo que algo parece ser una cosa cuando, en realidad, es otra —comentó Lobo con aire un tanto sombrío—. No me fío de los angaraks y, sobre todo, desconfío de los murgos. Me parece que será más conveniente que no tengas nunca en tu posesión nada que lleve la efigie de Torak.

—Pero la guerra entre el oeste y los angaraks terminó hace quinientos años —protestó Garion—. Todo el mundo lo dice.

—No todo el mundo —replicó Lobo—. Ahora, toma esa ropa de la parte de atrás del carro y tápate. Tu tía no me perdonaría nunca si pillaras un resfriado.

—Lo haré si tú crees que debo —respondió Garion—, pero no tengo nada de frío y estoy muy despierto. Te haré compañía mientras volvemos.

—Será un consuelo, muchacho —afirmó el viejo.

—Señor Lobo —preguntó Garion al cabo de un rato—, ¿conociste a mi padre y a mi madre?

—Si —respondió el narrador, lacónico.

—Mi padre también está muerto, ¿verdad?

—Me temo que sí.

Garion emitió un profundo suspiro.

—Es lo que yo pensaba —murmuró—. Ojalá los hubiera conocido. Tía Pol dice que no era más que un bebé cuando… —El chiquillo no se atrevió a pronunciar la palabra—. He tratado de recordar a mi madre, pero no puedo.

—Eras muy pequeño —dijo Lobo.

—¿Cómo eran? —quiso saber Garion. Lobo se mesó la barba y respondió:

—Normales. Tan normales que nadie se fijaba en ellos.

Garion tomó el comentario como una ofensa.

—Tía Pol dice que mi madre era muy guapa —protestó.

—Lo era.

—Entonces, ¿cómo puedes decir que era tan normal?

—Me refiero a que no era una persona destacada o importante —dijo Lobo—. Lo mismo que tu padre. Cualquiera que los viera sólo podía pensar que eran simples aldeanos. Un hombre joven con su esposa y su hijo: eso era lo único que podía ver la gente. Y precisamente era así como se supone que debían ser las cosas.

—No te comprendo.

—Es muy complicado de explicar.

—¿Cómo era mi padre?

—De estatura mediana y cabello oscuro —respondió Lobo—. Era un hombre muy serio. Me caía bien.

—¿Quería a mi madre?

—Más que a nada en el mundo.

—¿Y a mi?

—Desde luego que sí.

—¿Dónde vivían?

—En un lugar muy pequeño —respondió Lobo—, una aldea cercana a las montañas apartada de todas las rutas importantes. Tenían una casita al final de una calle, una cabaña pequeña pero sólida. La construyó tu padre con sus propias manos, pues era cantero. Yo solía detenerme en su casa en ocasiones cuando estaba en la comarca.

La voz del viejo narrador siguió su descripción de la aldea y la casa en la que vivió la pareja. Garion lo escuchó y poco a poco, sin advertirlo, se quedó dormido.

Debía de ser muy tarde, casi la hora del amanecer. Adormilado, el muchacho notó cómo lo levantaban del carro y lo transportaban en volandas escaleras arriba. El viejo Lobo resultaba sorprendentemente fuerte. La tía Pol estaba presente: Garion no tuvo necesidad de abrir los ojos para saberlo. El pequeño habría sido capaz de encontrarla en una habitación a oscuras gracias a aquel aroma especial que emanaba.

—Cúbrelo bien —dijo el señor Lobo a tía Pol en un cuchicheo—. Será mejor no despertarlo ahora.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó tía Pol en voz tan baja como la del viejo.

—Había un murgo en el pueblo, en la tienda de tu mercader de especias. Hizo muchas preguntas e intentó darle al muchacho una moneda angarak.

—¿En Gralt? ¿Estás seguro de que sólo era un murgo?

—No hay manera de estar seguro. Ni siquiera yo soy capaz de distinguir con claridad a un murgo de un grolim.

—¿Qué sucedió con la moneda?

—Reaccioné con la rapidez suficiente para cogerla yo, y se la cambié al chico por un penique de Sendaria. Si ese murgo era un grolim, dejaremos que me siga. Estoy seguro de poder darle varios meses de entretenimiento.

—Entonces, ¿piensas irte? —La voz de tía Pol pareció un tanto triste.

—Es hora de hacerlo —asintió Lobo—. De momento, el chico está a salvo aquí y yo debo viajar muy lejos. Existen asuntos en vías de realizarse que debo atender. Cuando empiezan a aparecer murgos por lugares remotos como éste, empiezo a preocuparme. Tenemos una gran responsabilidad y una gran tarea sobre nuestros hombros y no debemos permitirnos el menor descuido.

—¿Estarás ausente mucho tiempo? —preguntó la tía Pol.

—Varios años, calculo. Hay muchas cosas que debo investigar y mucha gente a la que he de ver.

—Te echaré de menos —dijo tía Pol en un susurro.

El señor Lobo se echo a reír.

—¿Sentimentalismos, Pol? —preguntó con voz seca—. Eso no cuadra mucho contigo.

—Ya sabes a qué me refiero —replicó la mujer—. No estoy preparada para la tarea que tú y los demás me habéis encomendado. ¿Qué sé yo cómo se educa a un niño?

—Pues lo haces bien —la tranquilizó Lobo—. Átalo corto y no permitas que su carácter te ponga histérica. Ten cuidado, Pol: ese chico miente como un campeón.

—¿Garion? —dijo la mujer con voz de desconcierto.

—Le mintió al murgo con tal perfección que incluso yo quedé impresionado.

—¿Garion?

—También ha empezado a hacerme preguntas acerca de sus padres. ¿Hasta dónde le has contado? —quiso saber el viejo.

—Le he hablado muy poco del tema. Sólo le he dicho que estaban muertos.

—Dejémoslo así de momento. No tiene sentido explicarle cosas cuando no tiene la edad suficiente para comprenderlas.

Las voces siguieron pero Garion volvió a sumirse en el sueño y casi llegó a convencerse de que la conversación de los dos adultos formaba parte de sus sueños.

Pero a la mañana siguiente, cuando despertó, el señor Lobo se había marchado.