No mucho después en el interminable mediodía de la infancia de Garion, el narrador de historias apareció de nuevo a la puerta de la hacienda de Faldor. El narrador de historias, que no parecía tener un nombre propio como los demás hombres, era un viejo que gozaba de indiscutible mala fama. Las rodillas de sus calzones estaban llenas de remiendos y los dedos le asomaban por las punteras de sus zapatos desparejados. Llevaba ceñida con un cordón su túnica de lana de mangas anchas y su capucha —una prenda curiosa que no se usaba normalmente en aquella parte de Sendaria y que Garion consideraba muy adecuada, con sus extremos cubriéndole los hombros, la espalda y el pecho— estaba llena de manchas y sucia de restos de comida y bebida. Sólo la capa que lucía parecía relativamente nueva. El viejo narrador llevaba sus cabellos canos muy cortos, igual que la barba. Sus facciones marcadas, casi angulosas, no proporcionaban ninguna pista sobre su procedencia racial. No parecía arendiano ni cherek, algario ni drasniano, rivano ni tolnedrano, sino más bien un descendiente de algún tronco racial desaparecido mucho tiempo atrás. Sus ojos eran de un azul intenso y alegre, eternamente juveniles y siempre llenos de malicia.
El narrador de historias aparecía de vez en cuando por la hacienda de Faldor y era siempre bien recibido. En realidad, era un vagabundo desarraigado que se ganaba el sustento contando historias y leyendas por el mundo. Sus narraciones no siempre eran nuevas, pero su modo de relatarlas le otorgaba una especie de magia especial. Su voz podía resonar como un trueno o susurrar como un céfiro. El viejo era capaz de imitar las voces de una decena de hombres a la vez y de silbar como un pájaro con tal fidelidad que las propias aves acudían a él para escuchar lo que tenía que decir. Y, cuando imitaba el aullido de un lobo, el sonido era capaz de erizar el pelo de la nuca a los oyentes y atenazarles los corazones como si hubiera llegado lo más crudo del invierno drasniano. El viejo era capaz de imitar el ruido de la lluvia y del viento y, lo más asombroso de todo, el sonido de la nieve al caer. Sus narraciones estaban llenas de sonidos que les daban vida y, a través de ellos y de las palabras con que urdía sus relatos, parecían cobrar vida también para sus arrebatados oyentes las imágenes, los olores e incluso el tacto de unos tiempos y lugares remotos y extraños.
El narrador ofrecía gratis todas estas maravillas a cambio de unos platos de comida, unas jarras de cerveza y un rincón cálido del cobertizo del heno donde poder dormir. El hombre vagaba por el mundo tan libre de posesiones materiales como los pájaros.
Entre el narrador de historias y la tía Pol pareció producirse una especie de oculto reconocimiento. La mujer siempre se tomaba la llegada del viejo con una suerte de disgustada aceptación; sabedora, al parecer, de que los tesoros más recónditos de su cocina corrían peligro mientras él rondara por la vecindad. Pasteles y panes solían desaparecer como por arte de magia cuando el viejo estaba en las proximidades, y el rápido cuchillo de éste, siempre a punto, era capaz de despojar de los muslos al pato más laboriosamente preparado y adueñarse de una buena loncha de pechuga con tres rápidos y precisos cortes aprovechando los breves instantes en que la cocinera le daba la espalda. Tía Pol llamaba al narrador «Viejo Lobo», y la aparición de éste a la puerta de la hacienda de Faldor marcaba la reanudación de una disputa que, según todos los indicios, se prolongaba desde hacía muchos años. El narrador adulaba de manera ultrajante a la mujer incluso mientras le robaba. Si se le ofrecían galletas o pan moreno, los rechazaba con un gesto educado y luego hurtaba la mitad de una bandeja antes de que la llevaran fuera de su alcance. Las reservas de cerveza y la bodega de vinos de la cocina parecían quedar en sus manos nada más presentarse en la casa de campo. El viejo parecía disfrutar con sus raterías y, si tía Pol lo observaba con mirada acerada, no le costaba encontrar una decena de aliados dispuestos a saquear la cocina a cambio de una nueva narración.
Como era de lamentar, entre sus discípulos más hábiles se contaba el pequeño Garion. A menudo, obligada a dividir su atención ante la necesidad de vigilar a un ladrón viejo y a otro que aprendía con rapidez a serlo, tía Pol terminaba por agarrar la escoba y expulsar a ambos de la cocina entre gritos y golpes resonantes. Entonces, el viejo narrador se echaba a reír y huía con el muchachito a algún rincón apartado donde daban cuenta del fruto de sus raterías; allí, entre repetidos tientos de la jarra de vino o de cerveza, el viejo deleitaba a su alumno con relatos del brumoso pasado.
Las mejores historias, desde luego, quedaban reservadas para el comedor, cuando, terminada la cena y retirados los platos, el viejo se incorporaba de su asiento y transportaba a sus oyentes a un mundo de mágico encanto.
—Háblanos de los principios, mi viejo amigo —pidió Faldor una noche—. Y de los dioses —añadió, siempre piadoso.
—De los principios y de los dioses… —repitió el viejo narrador en un murmullo—. Un tema digno y respetable, Faldor, pero árido y lleno de polvo.
—He advertido que todos los relatos te parecen siempre áridos y llenos de polvo, Viejo Lobo —intervino tía Pol, mientras se dirigía hacia el barril y llenaba una jarra de espumosa cerveza para él.
El narrador aceptó la gran jarra con una ceremoniosa inclinación de cabeza.
—Es uno de los riesgos de mi profesión, señora Pol —replicó el viejo.
Tras dar un largo trago, dejó la cerveza a un lado. Bajó la cabeza un instante en actitud pensativa y luego miró a Garion directamente, o así le pareció al chiquillo. A continuación, hizo algo extraño que jamás le habían visto efectuar en el comedor de Faldor mientras narraba sus historias: se envolvió en su capa y se incorporó hasta quedar totalmente erguido.
—Hete aquí —empezó a decir con su voz rica y melodiosa— que en el principio de los tiempos los dioses hicieron el mundo y los mares y también las tierras emergidas. Y colocaron las estrellas en el cielo nocturno e instalaron el sol y su esposa, la luna, en el firmamento para que iluminara el mundo.
Y los dioses hicieron que la tierra pariera a los animales que la pueblan, y que las aguas florecieran de peces y que los cielos se llenaran de aves. E hicieron también a los hombres y luego los dividieron en pueblos.
Los dioses eran siete y todos iguales en rango, y sus nombres eran Belar, Chaldan, Nedra, Issa, Mara, Aldur y Torak.
Garion conocía la historia; todo el mundo en aquella región de Sendaria la conocía, pues era un relato originario de los alorn, y las tierras que rodeaban Sendaria en tres direcciones eran reinos alorn. No obstante, pese a estar familiarizado con el relato, el pequeño no lo había oído contar nunca de aquella manera. Su mente se elevó y, en su imaginación, los dioses recorrieron de nuevo el mundo en esos días nebulosos y mortecinos de su creación, y un escalofrío lo estremeció a cada mención del nombre prohibido de Torak.
El niño prestó gran atención mientras el narrador describía cómo cada dios había seleccionado un pueblo: los alorn para Belar, los nyissanos para Issa, los arendianos para Chaldan, los tolnedranos para Nedra, los maragos —que ya no existían— para Mara y, para Torak, los angaraks. Y oyó explicar también que el dios Aldur vivía apartado de los demás, dedicado en su soledad al estudio de las estrellas, y que aceptaba a un reducidísimo número de hombres como alumnos y discípulos.
Garion observó a los demás oyentes. Sus rostros estaban arrebatados de atención. Durnik tenía los ojos como platos y las manos del viejo Cralto estaban entrelazadas con fuerza sobre la mesa. Faldor estaba pálido y unas lágrimas asomaban a sus ojos. La tía Pol permanecía de pie al fondo de la sala. Aunque no hacía frío, también ella se había cubierto con un chal y estaba muy erguida, con los ojos fijos en el narrador.
—Y sucedió —continuó éste— que el dios Aldur elaboró una joya en forma de globo y he aquí que en el interior de la joya se encerraba la luz de ciertas estrellas que brillaban en el cielo septentrional. Grande fue el hechizo de la joya, que los hombres llamaron el Orbe de Aldur, pues con el Orbe podía ver Aldur lo pasado, lo existente y lo que aún tenía que suceder.
Garion advirtió que estaba conteniendo la respiración, completamente absorto en la historia. Escuchó con admiración el episodio del robo del Orbe por parte de Torak y la guerra que le habían hecho los otros dioses. Torak utilizó el Orbe para romper la tierra y abrir paso al mar para que la anegara, hasta que el Orbe respondió al mal uso que hacía de sus poderes y le quemó la mitad izquierda del rostro y lo dejó sin la mano zurda y sin el ojo del mismo costado.
El viejo hizo allí una pausa y apuró la jarra de cerveza. Tía Pol, todavía con el chal en torno a los hombros, le trajo otra con movimientos casi majestuosos y los ojos ardientes.
—Jamás había oído la historia contada de ese modo —musitó Durnik.
—Es el Libro de Alorn[1]. Sólo se cuenta en presencia de reyes —comentó Cralto, también en un susurro—. Cierta vez conocí a un hombre que la había escuchado en la corte del rey, en Sendar, y que recordaba una parte de ella pero nunca la había oído entera.
La narración continuaba con el relato de cómo, dos mil años más tarde, Belgarath el Hechicero condujo a Cherek y a sus tres hijos para recuperar el Orbe y de cómo las tierras occidentales fueron colonizadas y protegidas contra las huestes de Torak. Los dioses se retiraron del mundo y dejaron a Riva para proteger el Orbe en su fortaleza de la isla de los Vientos; allí, Riva forjó una gran espada y engarzó el Orbe en su empuñadura. Mientras el Orbe siguiera allí y la estirpe de Riva ocupara el trono, Torak no podría vencer.
Después, Belgarath envió a su hija predilecta a Riva para que fuera madre de reyes, mientras su otra hija se quedaba con él y aprendía su arte, pues estaba dotada con la marca de los hechiceros.
La voz del viejo narrador era ahora un cuchicheo mientras el relato se acercaba a su final.
—Y entre Belgarath y su hija, la hechicera Polgara, formularon encantamientos para mantener la vigilancia contra la llegada de Torak. Algunos hombres dicen que estos hechizos impedirán su llegada hasta el mismo fin de los tiempos, pues está profetizado que un día el mutilado Torak atacará los reinos del oeste para reclamar el Orbe por el que tan alto precio pagó y se librará un combate entre Torak y el descendiente del linaje de Riva, y en ese duelo se decidirá el destino del mundo.
Tras esto, el narrador guardó silencio y dejó caer la capa de sus hombros en señal de que el relato había concluido.
Hubo un largo silencio en la sala, roto únicamente por el débil chisporroteo de los troncos en el fuego casi apagado y la eterna cantinela de ranas y grillos en la noche veraniega.
Finalmente, Faldor carraspeó y se puso en pie, retirando su asiento con un sonoro chirrido sobre el suelo de madera.
—Ésta noche nos has hecho un gran honor, mi viejo amigo —dijo el amo de la casa con voz temblorosa de emoción—. Es un acontecimiento que recordaremos mientras vivamos. Nos has contado una historia que suele explicarse a los reyes pero que rara vez se narra a la gente normal.
El viejo sonrió entonces, alzando sus ojos azules con un pestañeo.
—No me he juntado con muchos reyes últimamente, Faldor —dijo con una carcajada—. Todos parecen demasiado ocupados para escuchar viejos relatos, pero las historias deben ser contadas de vez en cuando para evitar que se pierdan… Además, ¿quién sabe en estos tiempos dónde pueda ocultarse un rey?
Todos se echaron a reír al escuchar estas palabras y empezaron a retirar los bancos en los que estaban sentados, pues ya empezaba a hacerse tarde y era hora de acostarse para aquellos que debían levantarse con las primeras luces.
—¿Quieres llevarme una linterna al lugar donde voy a dormir, muchacho? —preguntó el narrador a Garion.
—Con mucho gusto —asintió Garion, quien se levantó de un brinco y echó a correr hacia la cocina. Tomó una lámpara de vidrio cuadrada, encendió la vela de su interior en uno de los fuegos de la cocina y regresó al comedor.
Faldor estaba conversando con el narrador. Cuando se volvió, Garion advirtió que el viejo cruzaba una extraña mirada con la tía Pol, que seguía de pie al fondo de la sala.
—¿Ya estamos listos, muchacho? —preguntó el narrador a Garion cuando éste se le acercó.
—Cuando gustes —respondió Garion, y los dos dieron media vuelta y salieron del comedor.
—¿Por qué está inacabada tu historia? —preguntó el chiquillo, incapaz de contener su curiosidad—. ¿Por qué has terminado la narración antes de revelar que sucedió cuando Torak y el rey rivano se enfrentaron?
—Ésa es otra historia —explicó el viejo.
—¿Me la contarás alguna vez? —insistió Garion. El narrador se echo a reír.
—Torak y el rey rivano todavía no se han enfrentado, de modo que mal puedo contarte su encuentro, ¿no crees?… Al menos, hasta que éste se haya producido.
—Pero no es más que un cuento, ¿verdad? —quiso saber Garion.
—¿Tú lo crees? —El viejo narrador de historias sacó una jarra de vino de debajo de la túnica y dio un largo trago—. ¿Quién puede saber qué es fantasía y qué es verdad disfrazada de cuento?
—No es más que un cuento —insistió Garion con terquedad, sintiéndose de pronto tan realista y práctico como cualquier buen sendario—. No puede ser verdad. Porque entonces Belgarath el Hechicero tendría… tendría no sé cuántos años, y la gente no vive tanto.
—Siete mil años —murmuró el viejo.
—¿Qué?
—Belgarath el Hechicero tiene siete mil años de edad…, tal vez algunos más.
—Eso es imposible —declaró Garion.
—¿Lo es? ¿Cuántos tienes tú?
—Nueve…, el próximo otoño.
—¿Y a los nueve años ya has aprendido qué es posible y qué es imposible? ¡Eres un muchachito extraordinario, Garion!
El pequeño se sonrojó.
—Bueno —dijo, no tan seguro ya de sí mismo—, el hombre más viejo de quien he oído hablar es el anciano Weldrik de la hacienda de Mildrin. Durnik dice que tiene más de noventa años y que es la persona de más edad de la comarca.
—Y es una comarca muy grande, claro —asintió el viejo narrador con gesto solemne.
—¿Cuántos años tienes tú? —inquirió Garion, reacio a ceder.
—Bastantes, pequeño.
—Sigo pensando que es un cuento —insistió el muchacho.
—Muchos hombres buenos y cabales te dirían lo mismo —respondió el viejo alzando la mirada a las estrellas—. Hombres buenos que pasan sus vidas creyendo sólo en lo que pueden ver y tocar. Pero más allá de lo que se puede ver y tocar hay otro mundo, y éste se rige por sus propias leyes. Lo que puede resultar imposible en el mundo normal donde vivimos, es muy posible en ese otro mundo y, a veces, las fronteras entre ambos desaparecen y, entonces, ¿quién puede saber qué es posible y qué imposible?
—Creo qué prefiero vivir en el mundo normal —respondió Garion—. El otro parece demasiado complicado.
—No siempre tenemos la oportunidad de escoger, muchacho —añadió el narrador de historias—. No te sorprendas demasiado si algún día ese otro mundo te escoge para hacer algo qué debe llevarse a cabo…, algo grande y noble.
—¿Yo? —exclamó Garion, incrédulo.
—Cosas más extrañas han sucedido. Ve a la cama, muchacho. Creo que yo me quedaré un rato a contemplar las estrellas. Ellas y yo somos viejos amigos.
—¿Las estrellas? —repitió Garion alzando la vista involuntariamente—. Eres un viejo muy extraño… si no te molesta que te lo diga.
—Desde luego que lo soy —asintió el narrador—. El más extraño que has conocido nunca, probablemente.
—Pero me gustas igual —se apresuró a añadir Garion, temeroso de que tomara a mal su comentario.
—Es un consuelo, pequeño —dijo el viejo—. Ahora, ve a acostarte. Tu tía Pol estará preocupada por ti.
Más tarde, cuando se durmió, Garion tuvo sueños agitados. La figura oscura del mutilado Torak lo acechó en las sombras y unos seres monstruosos lo persiguieron por unos terrenos tortuosos donde lo posible y lo imposible se confundían y se mezclaban mientras aquel otro mundo se extendía hacia él para atraparlo.