Capítulo 1

El primer recuerdo que tenía el pequeño Garion era el de la cocina de la hacienda de Faldor. Durante el resto de su vida, Garion iba a mostrar una especial y cálida preferencia por las cocinas y por aquellos sonidos y olores tan peculiares que parecían combinarse en una bulliciosa seriedad evocadora de amor, alimento, comodidad y seguridad y, sobre todo, evocadora del hogar. Por muy alto que Garion llegara en la vida, jamás olvidaría que todos sus recuerdos se iniciaban en aquella cocina.

La cocina de la hacienda de Faldor era una sala alargada de techo bajo llena de hornos y cacharros y grandes asadores que giraban lentos en unos hogares de forma arqueada parecidos a cavernas. Había en la estancia largas mesas de trabajo sólidas y pesadas donde se amasaban las tortas de pan, se partían los pollos y se cortaban a dados las zanahorias y el apio con grandes cuchillos curvos en movimientos rápidos y precisos. Cuando Garion era muy pequeño, jugaba debajo de aquellas mesas; y pronto aprendió a apartar sus manos y sus pececitos de los pies de los pinches que trabajaban en torno a ellas. A veces, a última hora de la tarde, cuando lo vencía el cansancio, se echaba en un rincón y contemplaba alguno de los fuegos parpadeantes que brillaba y se reflejaba en un centenar de cazos y ollas y cuchillos y cucharones de largos mangos colgados de los ganchos en las paredes encaladas, y allí, boquiabierto de asombro, caía dormido en perfecta paz y armonía con el mundo que lo rodeaba.

El centro de la cocina y de todo cuanto sucedía en ella era la tía Pol, quien parecía capaz de estar al mismo tiempo en todas partes. Siempre era suyo el toque final que volvía rollizo un pato en su fuente de asar, que daba forma con habilidad a una hogaza con levadura o que adornaba un jamón ahumado recién sacado del horno. Aunque en la cocina trabajaban varias personas más, no había hogaza de pan, estofado, sopa, asado o verdura que saliera de ella y no hubiera sido tocado al menos una vez por la tía Pol. Ella sabía por el aroma, por el sabor o por algún instinto superior, qué era lo que necesitaba cada plato y los sazonaba uno a uno con un pellizco, una pizca o una sacudida casi negligente de especias que guardaba en unos tarros de arcilla. Era como si estuviera dotada de una especie de magia, un conocimiento y un poder superiores a los de la gente normal. Y, sin embargo, incluso cuando estaba más atareada, tía Pol sabía siempre dónde estaba Garion exactamente. En el momento culminante de darle la vuelta a una empanada o de decorar un pastel especial o de coser un pollo recién rellenado, era capaz de alargar la pierna sin mirar siquiera y sacar al pequeño de entre los pies de los demás, enganchándolo con el tobillo o con el talón.

Cuando Garion fue un poco mayor, aquello se convirtió incluso en un juego. El chiquillo esperaba hasta que tía Pol estuviera demasiado atareada como para acordarse de su presencia; entonces, entre risas, echaba a correr con sus robustas piernecitas hacia una puerta. Pero ella siempre lo alcanzaba. El pequeño se echaba a reír, pasaba sus bracitos en torno al cuello de la mujer, le daba un beso, y luego volvía a montar guardia a la espera de la siguiente oportunidad para escapar.

En esos primeros años de su vida, estaba convencido de que su tía Pol era la mujer más hermosa y más importante del mundo. Desde luego, era más alta que las demás mujeres de la hacienda de Faldor —casi tanto como un hombre— y su expresión era siempre seria, incluso severa, salvo con él, naturalmente. Tenía el cabello largo y muy oscuro, casi negro, con un único mechón de canas blancas como la nieve sobre la ceja izquierda. Por la noche, cuando tía Pol lo arropaba en la camita, muy próxima a la de ella en su alcoba privada sobre la cocina, Garion alargaba la mano y tocaba aquel mechón blanco; ella le sonreía y le rozaba el rostro con las suaves yemas de sus dedos. Entonces, el pequeño se dormía tranquilo con la certeza de que ella estaba allí, velándolo.

La hacienda de Faldor estaba muy cerca del centro de Sendaria, un reino brumoso limitado al oeste por el mar de los Vientos y al este por el golfo de Cherek. Como todas las casas de campo de aquel tiempo y lugar, la hacienda de Faldor no constaba de uno o dos edificios, sino que estaba compuesta por un complejo de cobertizos, establos, gallineros y palomares, todos ellos de sólida construcción y abiertos a un patio central con una puerta resistente en la entrada. A lo largo de la galería que recorría el piso superior se hallaban las habitaciones, algunas de ellas espaciosas y otras muy pequeñas, en las que vivían los mozos de labranza que araban, sembraban y quitaban las malas hierbas de los extensos campos al otro lado de los muros. Faldor vivía en las habitaciones de una torre cuadrada que se alzaba encima del comedor principal, donde los trabajadores se reunían tres veces al día —en ocasiones hasta cuatro, en la temporada de la cosecha— para gozar de la abundancia de la cocina de la tía Pol.

En conjunto, era un lugar bastante feliz y armonioso. El hacendado Faldor era un buen amo. Era un hombre alto y serio de nariz prominente y mandíbula más prominente aún. Aunque rara vez reía o siquiera sonreía, trataba con amabilidad a quienes trabajaban para él y parecía más interesado en mantenerlos a todos sanos y satisfechos que en extraerles hasta la ultima gota de sudor que pudiera. En muchos aspectos, era más un padre que un amo para las algo más de sesenta personas que vivían en su propiedad. Faldor comía con ellos —lo cual era inhabitual, ya que muchos hacendados de la zona preferían mantenerse apartados de sus trabajadores— y su presencia en la cabecera de la mesa central ejercía una influencia moderadora en algunos de los jóvenes, que en ocasiones tendían a alborotarse en exceso. El amo Faldor era un hombre devoto: antes de cada comida, invariablemente, invocaba con sencilla elocuencia la bendición de los dioses. Los campesinos de sus campos, acostumbrados a ello, entraban con cierto recato en el comedor antes de cada colación y aguardaban sentados con aire piadoso, cuanto menos, antes de atacar las bandejas y cazuelas de comida que la tía Pol y sus ayudantes habían colocado ante ellos.

Debido al buen corazón de Faldor y a la magia de los hábiles dedos de tía Pol, la hacienda tenía fama en toda la comarca de ser el mejor lugar para vivir y trabajar en veinte leguas a la redonda. En la taberna del pueblo cercano de Gralt, los parroquianos pasaban veladas enteras en minuciosas descripciones de las comidas casi milagrosas que se servían con regularidad en el comedor de Faldor. Era frecuente ver a los peones de otras fincas, menos afortunados, llorar abiertamente tras consumir algunas jarras de cerveza al escuchar la descripción de uno de los patos asados de la tía Pol, y la fama de la hacienda de Faldor se extendía a lo largo y ancho de la comarca.

El hombre más importante de la casa, después del propio Faldor, era Durnik, el herrero. Cuando Garion creció un poco más y se le permitió escapar a la vigilante mirada de tía Pol, los pasos del pequeño lo conducían inevitablemente a la herrería. El hierro refulgente que surgía de la forja de Durnik ejercía una atracción casi hipnótica sobre el niño. Durnik era un hombre de aspecto normal, con el cabello castaño y unas facciones vulgares, enrojecidas por el calor de la forja. No era alto ni bajo, ni tampoco delgado u obeso. Era una persona sobria y tranquila y, como la mayoría de quienes se dedicaban a su oficio, poseía una fuerza descomunal. Llevaba un chaleco de cuero basto y un delantal del mismo material. Ambas prendas estaban salpicadas de quemaduras por las chispas que volaban de su forja. También llevaba calzones y unas botas blandas de piel como era costumbre en aquella parte de Sendaria. Al principio, las únicas palabras de Durnik a Garion eran advertencias para que mantuviera los dedos lejos de la forja y del metal al rojo que surgía de ella. Sin embargo, con el tiempo, el herrero y el chiquillo se hicieron amigos y Durnik empezó a hablar con más locuacidad.

—Termina siempre la tarea que hayas emprendido —aconsejaba a Garion—. Al hierro le va mal que lo dejes enfriar y lo devuelvas al fuego más de lo necesario.

—¿Y eso por qué? —preguntaba Garion.

—Pues porque es así —respondía Durnik encogiéndose de hombros.

En otra ocasión, mientras daba unos últimos toques a las piezas metálicas de la espiga de un carro que estaba reparando, aconsejó al pequeño:

—Haz siempre las cosas lo mejor que puedas.

—Pero esas piezas van debajo del carro —dijo Garion—. Nadie las va a ver.

—Yo que están ahí y eso basta —replicó Durnik, sin dejar de batir el metal—. Si no hago el trabajo lo mejor que puedo, sentiré vergüenza cada vez que vea pasar este carro… ¡y lo veré cada día!

De esta manera, sin pretenderlo siquiera, Durnik instruía al pequeño en las sólidas virtudes del trabajo, el ahorro, la sobriedad, los buenos modales y el sentido práctico que constituían la columna vertebral de la sociedad.

Al principio, a la tía Pol le preocupaba la atracción que sentía Garion por la herrería debido a sus evidentes peligros, pero después de observar durante un tiempo desde la puerta de la cocina, se dio cuenta de que Durnik estaba casi tan pendiente como ella de la seguridad del chiquillo y se sintió menos inquieta.

—Si el niño le molesta, señor Durnik, ordénele que se vaya —dijo al herrero cierta vez que le llevó una olla de gran tamaño para que le pusiera un parche—. O dígamelo usted y lo ataré más corto en la cocina.

—No me molesta, señora Pol —respondió Durnik con una sonrisa—. Es un chico juicioso y sabe muy bien cuándo debe apartarse de en medio.

—Es usted demasiado bueno, amigo Durnik —insistió la tía Pol—. El chiquillo está lleno de preguntas. Respóndale a una y le hará una decena más.

—Los niños son así —comentó Durnik mientras vertía con cuidado un metal burbujeante en el pequeño aro de arcilla que había colocado en torno al agujero del fondo de la olla—. Yo también era preguntón cuándo niño. Mi padre y el viejo Barl, el herrero que me enseñó el oficio, tenían la paciencia de responder a todo lo que podían y yo sería injusto con ellos si no tuviera la misma paciencia con Garion.

El chiquillo, que estaba sentado cerca de los dos adultos, contuvo el aliento durante la conversación. Sabía que una sola palabra crítica por parte de cualquiera de los dos significaría la prohibición inmediata de rondar por la herrería. Cuándo la tía Pol cruzó de nuevo la tierra compacta del patio central en dirección a la cocina con la olla recién reparada, Garion advirtió el modo en que Durnik la miraba y se le empezó a formar una idea en la mente. Era una idea sencilla y lo más hermoso de ella era que aportaba algo a todos.

—Tía Pol —dijo esa noche a la mujer, encogido mientras ella le limpiaba una oreja con un paño.

—¿Sí? —respondió la tía Pol, con la atención concentrada en su cuello.

—¿Por qué no te casas con Durnik? Ella dejó de frotar.

—¿Qué? —preguntó.

—Creo que sería una idea magnífica.

—¿Eso crees? —La voz de la mujer tenía un tonillo extraño y Garion se dio cuenta de que había pisado un terreno peligroso.

—Tú le gustas —insistió el pequeño, a la defensiva.

—Y supongo que ya habrás hablado de esto con él, ¿verdad?

—No —replicó Garion—. He pensado que era mejor comentarlo antes contigo.

—Al menos, en eso sí has tenido una buena idea.

—Si quieres, puedo hablar con él mañana por la mañana.

Un firme tirón de orejas le obligó a volver la cabeza. La tía Pol, se dijo Garion, tenía una especial manía con sus orejas.

—No te atrevas a decir una sola palabra de este disparate a Durnik ni a nadie más —le advirtió ella mirándolo fijamente con un fuego en los ojos como el pequeño no había visto nunca hasta entonces.

—Sólo era una idea —se apresuró a replicar Garion.

—Una idea muy mala. En adelante, déjalas para los adultos —insistió tía Pol sin soltarle la oreja.

—Como tú digas —asintió el chiquillo.

Sin embargo, un rato más tarde, ya en el silencio de la noche, cuando los dos estaban acostados, Garion volvió a plantear el tema de forma indirecta.

—¿Tía Pol?

—¿Sí?

—Ya que no quieres casarte con Durnik, ¿con quién te propones hacerlo?

—Garion… —dijo ella.

—¿Sí?

—Cierra la boca y duérmete.

—Creo que tengo derecho a saberlo —insistió él en tono ofendido.

¡Garion!

—Está bien. Me voy a dormir, pero creo que no eres muy justa conmigo.

La mujer exhaló un profundo suspiro y replicó:

—Muy bien, voy a contártelo: no pienso casarme. Nunca he pensado en hacerlo y dudo mucho que vaya a casarme en el futuro. Tengo demasiadas cosas importantes que atender para ocuparme de una cuestión como ésa.

—No te preocupes, tía Pol —murmuró Garion, tratando de consolarla—. Cuando sea mayor, yo me casaré contigo.

La mujer se echo a reír al escucharlo, con una risa profunda y cantarína, y alargó la mano para acariciarle el rostro en la oscuridad.

—¡Oh, no, mi querido Garion! —murmuró—. A ti te aguarda otra esposa en el futuro.

—¿Quién?

—Ya lo descubrirás —respondió ella, misteriosa—. Ahora, duérmete.

—¿Tía Pol?

—¿Sí?

—¿Dónde está mi madre?

Era una pregunta que Garion hacía bastante tiempo que tenía ganas de hacer. Se produjo una larga pausa; por ultimo la tía Pol suspiro.

—Tu madre murió —respondió escuetamente.

Garion notó un súbito acceso de pena, una angustia insoportable que se levantaba en su interior, y rompió a llorar.

Al momento, la mujer apareció al lado de su cama, se arrodilló en el suelo y pasó sus manos en torno al niño. Un rato más tarde, cuando hubo llevado al pequeño a su propia cama y lo hubo tenido entre sus brazos hasta que la sensación de pesadumbre cedió, Garion preguntó con voz entrecortada:

—¿Cómo era mi madre? ¿Qué aspecto tenía?

—Tenía el cabello rubio —respondió tía Pol— y era muy joven y hermosa. Tenía una voz suave y melodiosa y era muy feliz.

—¿Me quería?

—Más de lo que puedas imaginar.

Y entonces el pequeño se puso a llorar de nuevo, pero esta vez sus sollozos fueron más contenidos, más apenados que angustiados.

La tía Pol continuó abrazándolo con fuerza hasta que Garion pasó de las lágrimas al sueño.

En la hacienda de Faldor, como era de esperar en una comunidad de más de sesenta personas, había otros niños. Los mayores trabajaban en los campos, pero había tres chiquillos de la edad de Garion y éstos se convirtieron en compañeros de juego y amigos del pequeño.

El mayor de ellos se llamaba Rundorig. Tenía un par de años más que Garion y era un poco más alto. En circunstancias normales, al ser el mayor, Rundorig hubiera sido el jefe del grupo; sin embargo, dado que era un arendiano, su inteligencia era un poco limitada y delegaba con gusto el mando en sus compañeros menores. El reino de Sendaria, al contrario de otros, estaba habitado por una amplia variedad de grupos raciales. Chereks, algarios, drasnianos, arendianos e incluso un número considerable de tolnedranos se habían mezclado para formar el pueblo sendario. Los arendianos eran, desde luego, muy valientes, pero también notoriamente torpes.

El segundo compañero de juegos de Garion era Doroon, un niño menudo y vivaracho cuya ascendencia era tan variada que sólo podía catalogárselo de sendario. Lo más notable de Doroon era que siempre corría; nunca caminaba, si podía ir a la carrera. Igual que sus pies, su mente siempre parecía atropellarse, y su lengua también. Hablaba muy deprisa y mostraba un continuo estado de gran excitación.

La líder indiscutible del pequeño cuarteto era Zubrette, una rubita encantadora que inventaba sus juegos, imaginaba historias para contar a los niños e incitaba a éstos a robar para ella manzanas y ciruelas del huerto de Faldor. La niña los dominaba como una pequeña reina, los incitaba a pelearse y los empujaba a competir entre ellos. Zubrette solía mostrar una absoluta falta de corazón y cada uno de los tres chicos la odiaba en ciertos momentos, aunque seguían siendo absolutos esclavos de sus más mínimos deseos.

En invierno se deslizaban sobre anchos tableros por la pendiente de la ladera nevada detrás de la hacienda y luego regresaban, mojados y cubiertos de nieve, con las manos cuarteadas y las mejillas ardientes, cuando las sombras púrpura del atardecer empezaban a arrastrarse sobre la nieve. Y, si Durnik declaraba seguro el hielo, los pequeños patinaban incansablemente por el lago helado que se extendía con su plateado fulgor en un pequeño valle a escasa distancia de los edificios de la hacienda, en dirección este por el camino de Gralt. Si el tiempo era excesivamente frío o hacia la primavera, cuando las lluvias y los vientos cálidos hacían acuosa la nieve e inseguro el lago, los niños se reunían en el granero y pasaban horas saltando desde el altillo al blando colchón de heno que cubría el suelo, llenándose el pelo de paja y la nariz de un polvillo que olía a verano. Ya en primavera, cazaban renacuajos en las orillas fangosas del lago o se encaramaban a los árboles para contemplar, admirados, los pequeños huevos azules que los pájaros ponían en los nidos de ramitas junto a las copas.

Fue Doroon, naturalmente, quien se cayó de un árbol y se rompió un brazo una espléndida mañana de primavera en que Zubrette lo desafió a trepar a las ramas más altas de un árbol próximo a la ribera del lago. Como fuera que Rundorig se quedó paralizado y boquiabierto en la contemplación de su amiguito herido y que Zubrette huyó del lugar antes casi de que Doroon tocara el suelo, le correspondió a Garion tomar las decisiones que juzgó necesarias. Con sus jóvenes facciones graves y concentradas bajo la mata de cabello color arena, el chiquillo estudió con seriedad la situación durante unos instantes. Doroon tenía el brazo roto, sin ninguna duda; pálido y asustado, el pequeño se mordía los labios para contener las lágrimas de dolor.

Un movimiento llamó la atención de Garion alzó los ojos con rapidez; no lejos de él, un hombre envuelto en una capa oscura a lomos de un gran caballo negro observaba la escena con atención. Cuando sus miradas se cruzaron, Garion sintió un momentáneo escalofrío y supo que ya había visto a aquel hombre con anterioridad: que, de hecho, la figura oscura había rondado en el borde de su campo de visión desde que guardaba recuerdo, sin hablarle jamás pero observándolo en todo instante. En aquella silenciosa contemplación había una especie de fría animosidad, curiosamente mezclada con algo que casi parecía miedo, aunque no lo era. Entonces, Doroon soltó un gemido y Garion se dio la vuelta.

Ató con cuidado el brazo herido al pecho de Doroon con su cinturón y, entre él y Rundorig, ayudaron a incorporarse al lesionado.

—Por lo menos, podría habernos echado una mano —murmuró Garion con resentimiento.

—¿Quién? —preguntó Rundorig mirando a su alrededor. Garion se volvió para señalar al hombre de capa oscura, pero el jinete había desaparecido.

—No veo a nadie —añadió Rundorig.

—Me duele —se quejó Doroon.

—No te preocupes —respondió Garion—. Tía Pol te curará.

Y así fue. Cuando los tres aparecieron en la cocina, la mujer se hizo cargo de la situación al primer vistazo.

—Traedlo aquí —les indicó sin la menor muestra de nerviosismo en la voz. Colocó al chiquillo, pálido y presa de violentos temblores, en un taburete cerca de uno de los hornos, y preparó un té de varias hierbas que tomó de unos tarros de loza que guardaba en una estantería alta del fondo de una de las despensas.

—Bébete esto —ordenó a Doroon acercándole un tazón humeante.

—¿Eso va a ponerme bien el brazo? —preguntó el chiquillo al tiempo que lanzaba una mirada suspicaz a la infusión, de olor nauseabundo.

—Bébetelo y basta —insistió ella mientras preparaba unas tablillas y unas vendas de lino.

—¡Puaj! ¡Tiene un sabor horrible! —exclamó Doroon con una mueca.

—El que debe tener —replicó tía Pol—. Bébetelo todo.

—Creo que no voy a dar un trago más —afirmó el pequeño.

—Muy bien —asintió ella. Apartó las tablillas y descolgó un largo cuchillo muy afilado de un gancho de la pared.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Doroon con voz temblorosa.

—Ya que no quieres tomar la medicina —dijo la tía Pol, imperturbable—, me temo que tendré que amputar.

—¿Amputar? —gimió Doroon con los ojos salidos de las órbitas.

—Más o menos por aquí —asintió ella, y le tocó el brazo herido a la altura del codo con la punta del cuchillo.

Con lágrimas en los ojos, Doroon tragó el resto del líquido y, a los pocos minutos, entró en una especie de sopor, con la cabeza caída hacia delante en el taburete. No obstante, lanzó un grito cuando tía Pol encajó el hueso roto pero, una vez vendado y entablillado, el chiquillo volvió a caer en el amodorramiento. Tía Pol habló unos instantes con la asustada madre del herido y luego hizo que Durnik llevara a Doroon a la cama.

—No le habrías cortado el brazo de verdad… —murmuró Garion.

Tía Pol lo miró con expresión imperturbable.

—¿Ah, no? —murmuró, y el chiquillo ya no estuvo tan seguro—. Ahora me gustaría tener unas palabras con la señorita Zubrette —añadió de inmediato.

—Salió a toda carrera cuando Doroon se cayó del árbol —dijo Garion.

—Encuéntrala.

—Está escondida —protestó Garion—. Siempre se esconde cuando algo va mal. No sabría dónde buscarla.

—Garion —replicó tía Pol—, no te he preguntado si sabías dónde buscarla. Te he dicho que la encuentres y me la traigas aquí.

—¿Y si no quiere venir? —insistió el chico.

—¡Garion!

En la voz de tía Pol había un tono rotundo y concluyente. Garion salió a toda prisa.

—Yo no he tenido nada que ver en eso —mintió Zubrette nada más entrar en la cocina de tía Pol, conducida por Garion.

—¡Tú! —dijo la mujer, señalando el taburete—. ¡Siéntate!

Zubrette se sentó boquiabierta y con los ojos como platos.

—¡Tú! —dijo tía Pol a Garion, indicándole la puerta de la cocina—. ¡Fuera!

Garion salió de inmediato.

Diez minutos más tarde, una chiquilla sollozante dejaba la cocina. Tía Pol apareció tras ella y se quedó en el quicio de la puerta contemplando a la niña con ojos duros y fríos como el hielo.

—¿Le has pegado? —preguntó Garion con voz esperanzada. Tía Pol lo fulminó con una mirada.

—Claro que no —respondió—. A las niñas no hay que pegarles.

—Yo lo habría hecho —dijo Garion, disgustado—. ¿Qué le has dicho, entonces?

—¿No tienes nada que hacer? —preguntó tía Pol.

—No —respondió Garion—: en realidad, no.

Naturalmente, eso fue un error.

—Muy bien —dijo entonces la mujer, mientras lo cogía de una de sus orejas—. Es hora de que empieces a ganarte el pan. Encontrarás unas ollas sucias en el fregadero. Me gustaría que las limpiaras a fondo.

—No sé por qué te enfadas conmigo —protestó Garion, en un intento de escabullirse—. No tengo la culpa de que Doroon se subiera al árbol.

—El fregadero, Garion —insistió ella—: Ahora.

El resto de la primavera y el principio del verano transcurrieron con tranquilidad. Doroon, como es lógico, no pudo jugar hasta que se le curo por completo el brazo, y Zubrette había quedado tan afectada por lo que tía Pol le había dicho que evitaba la presencia de los chicos. Garion sólo tenía a Rundorig como compañero de juegos, y su amigo no era lo bastante despierto para mantenerlo entretenido. Como no tenían nada más que hacer, los chicos solían salir a los campos para ver trabajar a los peones y para escuchar sus historias.

Casualmente, durante aquel verano los hombres de la hacienda de Faldor hablaban de la batalla de Vo Mimbre, el suceso más catastrófico en la historia de las tierras del oeste. Garion y Rundorig escuchaban embelesados los relatos de cómo, hacía unos quinientos años, las hordas de Kal Torak habían invadido repentinamente el oeste.

Todo había empezado en 4865, según el cómputo del tiempo en vigor en esa parte del mundo, cuando multitudes de murgos, nadraks y thulls habían irrumpido en Drasnia a través de las montañas de la sierra oriental y detrás de ellos, habían aparecido las masas incontables de malloreanos.

Tras aplastar brutalmente Drasnia, los angaraks se habían dirigido hacia el sur por las inmensas praderas de Algaria y habían puesto sitio a la enorme plaza fuerte llamada la Fortaleza de Algaria. El sitio había durado ocho años hasta que por fin, a regañadientes, Kal Torak lo había levantado. Pero hasta que volvió sus ejércitos hacia el oeste y penetró en Ulgoland, los otros reinos no se dieron cuenta de que la invasión angarak iba dirigida no solo contra los alorn, sino contra todo el oeste. En el verano de 4875, Kal Torak había llegado por la llanura de Arendia hasta la ciudad de Vo Mimbre, donde lo aguardaban los ejércitos aliados de las tierras del oeste.

Los sendarios que participaron en la batalla constituyeron una parte de las fuerzas comandadas por Brand, el Guardián de Riva. El ejército, formado por rivanos, sendarios y arendianos de Vo Astur, atacó la retaguardia angarak después de que el flanco izquierdo de los invasores se viera acosado por algarios, drasnianos y ulgos; el derecho, por tolnedranos y chereks, y el frente por la legendaria carga de los arendianos de Vo Mimbre. Cuatro horas se prolongó la batalla hasta que, en el centro del campo, Brand trabó combate singular con el propio Kal Torak. En aquel duelo se libró el resultado de la batalla.

Pese a haber transcurrido veinte generaciones, aquel esfuerzo titánico aún estaba en el recuerdo de los campesinos de Sendaria que laboraban los campos de Faldor, tan fresco como si hubiera sucedido apenas anteayer. En el instante final, cuando parecía irremisiblemente perdido, Brand había quitado la lona que cubría su escudo y Kal Torak, turbado por un repentino desconcierto, había bajado la guardia un instante y había caído bajo la espada de Brand.

A Rundorig, la descripción de la batalla le bastó para poner en ebullición su sangre arendiana. Garion, en cambio, se fijó en que los relatos dejaban ciertos extremos sin explicar.

—¿Por qué Brand llevaba tapado su escudo? —preguntó a Cralto, uno de los mozos de labranza de más edad.

El hombre se encogió de hombros.

—Sencillamente, lo llevaba —fue su respuesta—. Todas las personas con las que he hablado están de acuerdo en eso.

—¿Era un escudo mágico? —insistió Garion.

—Tal vez lo fuera —asintió Cralto—, pero no se lo he oído decir a nadie. Lo único que sé es que, cuando Brand dejó el escudo a la vista, Kal Torak dejó caer el suyo y Brand hundió su espada en la cabeza de Kal Torak… penetrándolo por el ojo, según he oído.

Garion sacudió la cabeza con terquedad.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Cómo es posible que Kal Torak se asustara de algo así?

—No sé —respondió Cralto—. No se lo he oído explicar a nadie.

Pese a la poca confianza que le merecía el relato, Garion se apresuró a asentir a la propuesta de Rundorig, bastante simple, de representar de nuevo el histórico duelo. Tras un par de días de persecuciones y de emplear bastones para simular espadas, Garion decidió que debían dotarse de cierto equipo para hacer más divertido el juego. Dos cazos y un par de tapaderas de grandes dimensiones desaparecieron misteriosamente de la cocina de tía Pol y, poco después, Garion y Rundorig —ahora dotados de cascos y escudos— se dirigieron a un rincón tranquilo para llevar a cabo su combate.

Todo iba perfectamente hasta que Rundorig, que era mayor y más fuerte, descargó un golpe resonante en la cabeza de Garion con su espada de madera. El borde del cazo le hizo un corte a Garion en la ceja y de la herida empezó a brotar sangre. Un súbito pitido resonó en los oídos de Garion y una especie de hirviente exaltación inundó sus venas mientras se incorporaba del suelo.

Nunca llegó a saber qué sucedió a continuación. Sólo conservó recuerdos fragmentarios de haber gritado un desafío a Kal Torak con unas palabras que acudieron a sus labios sin que el propio Garion las comprendiera. El rostro familiar y algo bobalicón de Rundorig se difuminó delante de él y fue reemplazado por unas facciones horriblemente mutiladas y repulsivas. En un arrebato de furia, Garion golpeó aquel rostro una y otra vez con la mente obnubilada por la ira. Y, en breves instantes, el combate llegó a su fin. El pobre Rundorig yacía a sus pies sin sentido, molido a golpes por su frenético ataque. Garion quedó horrorizado ante lo que había hecho pero, al mismo tiempo, notó en su boca el sabor feroz de la victoria.

Más tarde, en la cocina, donde habitualmente se curaban todas las heridas que se producían en la hacienda, la tía Pol se ocupó de atender a los dos chicos sin apenas comentarios. Rundorig no parecía tener nada de importancia, aunque había empezado a hinchársele el rostro y a amoratársele en varios puntos. Con todo, en un primer momento, el pequeño tuvo dificultades en enfocar bien la mirada y, con unos paños fríos en la frente y una de sus pociones, la tía Pol consiguió recuperarlo rápidamente.

En cambio, el corte de la ceja de Garion precisó un poco más de atención y tía Pol hizo que Durnik sujetara al niño y lo inmovilizara mientras ella tomaba aguja e hilo y cosía el corte con la misma tranquilidad que si estuviera zurciendo un siete en una manga, sin hacer el menor caso de los aullidos de su paciente. En conjunto, la tía Pol pareció mucho más preocupada por los cazos abollados y las tapaderas melladas que por las heridas de guerra de los dos muchachos.

Cuando hubo terminado, Garion tenía un fuerte dolor de cabeza y fue llevado a la cama.

—Por lo menos, vencí a Kal Torak —murmuró a tía Pol, envuelto en una especie de sopor.

La mujer le dirigió una profunda mirada.

—¿Dónde has oído hablar de Torak? —preguntó.

—Es Kal Torak, tía Pol —la corrigió Garion con voz paciente.

—Responde a mi pregunta.

—Los mozos de labranza, el viejo Cralto y los demás, contaban historias de Brand y Vo Mimbre y Kal Torak y todo lo demás. Rundorig y yo jugábamos a eso. Yo era Brand y él hacía de Kal Torak. Pero no llegué al punto de dejar mi escudo al descubierto. Rundorig me golpeó en la cabeza antes de que llegáramos a ese punto.

—Quiero que me escuches un momento, Garion —lo cortó tía Pol—, y quiero que prestes mucha atención a lo que voy a decirte. No debes pronunciar nunca más el nombre de Torak.

—¡Es Kal Torak, tía Pol! —volvió a corregirla el pequeño—. No Torak sin más.

En ese instante, la mujer le soltó un cachete, cosa que no había hecho nunca. El bofetón que le cruzó la boca produjo en Garion más sorpresa que daño, pues tía Pol no le había golpeado con demasiada fuerza.

—No vuelvas a pronunciar nunca el nombre de Torak. ¡Nunca! Esto es muy importante, Garion. Tu seguridad depende de ello. Quiero que me lo prometas.

—No es preciso que te enfades tanto —replicó él con voz dolida.

—Prométemelo.

—Está bien, te lo prometo. Pero sólo era un juego.

—Un juego muy estúpido —replicó tía Pol—. Podrías haber matado a Rundorig.

—Y yo, ¿qué? —protestó Garion.

—Tú no has corrido peligro en ningún momento —aseguró la mujer—. Y ahora, ve a acostarte.

Mientras dormitaba a intervalos, mareado a causa de la herida y por el efecto de aquella extraña pócima amarga que le había dado su tía, le pareció escuchar la voz profunda y melodiosa de ésta, que decía: «Garion, Garion, eres demasiado joven todavía». Y luego, surgiendo de un profundo sueño como un pez se acerca a la superficie plateada del agua, creyó oírla invocar: «¡Padre, te necesito!». Después, Garion cayó de nuevo en un sueño agitado, visitado por la figura oscura de un hombre montado en un caballo negro que observaba cada uno de sus movimientos con una fría animosidad y con otro sentimiento que bordeaba el miedo; y, detrás de la figura oscura cuya presencia siempre había conocido el pequeño pero nunca había mencionado abiertamente, ni siquiera a su tía Pol, cobró forma oscura y amenazadora, como el fruto espantoso de un abominable árbol maléfico, el rostro mutilado y horrible que había visto o imaginado por unos instantes durante su lucha con Rundorig.