29 De cuerpo presente

A Gilbert Bendetti le gustaba su empleo. Le gustaba de verdad. Era un puesto (más o menos) funcionarial, así que las condiciones eran buenas y el trabajo fácil. También le gustaba trabajar de noche, se estaba tranquilo y normalmente no había nadie en el depósito, así que no tenía que avergonzarse de su peso ni de sus granos. Le gustaba el instrumental de laboratorio, jugar con los ordenadores, contestar al teléfono y ponerse solemne. Ser el guarda nocturno del depósito de cadáveres habría sido un trabajo estupendo aunque no hubiera podido follarse a las muertas. Pero, si encima podía, era el paraíso.

Esa noche, Gilbert bullía de emoción. Habían llevado a la Mujer 10 esa misma tarde y le habían dado instrucciones expresas de no guardarla. Tenía que dejarla fuera para que se descongelara para la autopsia. Algún psicópata la había metido en el congelador. El muy cabrón le había puesto platos ultracongelados debajo de los brazos. Y ahora estaba acurrucada en una camilla, provocándole. Ese vestidito de fiesta, ese pelo rojo… Gilbert se moría de ganas.

Echó un vistazo al libro de registro y metió sus libros sobre dermatología en el cajón de la mesa. Luego se aflojó la bata y bajó por el pasillo para ir a comprobar si ya estaba blanda. La última vez que había mirado, empezaba a tener un poquito de flexibilidad, pero Gilbert sabía que por dentro estaba, en fin, frígida, a pesar de las albóndigas con salsa que le goteaban por debajo de los brazos.

Gilbert empujó la puerta de cristal que daba a la antesala y allí estaba ella, igual que la había dejado, con aquel mohín en los labios que parecía llamarlo y sus preciosas piernas dobladas.

—Ángel mío —dijo Gilbert—, ¿te ayudo con esas medias tan latosas?

Le estiró las piernas sobre la camilla y le subió la falda. Estaba todavía un poco helada, pero se la podía mover. Mejor: en cuanto se asentaba el rigor mortis, la pasión podía ponerlo a uno en posiciones de las que no habría sido capaz ni un maestro de yoga. Gilbert se había lesionado la espalda más de una vez.

Sus medias eran negras y finísimas, y tenía los pies polvorientos, menos el dedo gordo del derecho. Debía de haber andado descalza. Poco después de que la llevaran al depósito, Gilbert se había permitido un pequeño juego amoroso lamiéndole el dedo gordo hasta dejarlo limpio. Un juego amoroso, más o menos.

Pensó en ponerle el termómetro para la carne, pero era tan perfecta que no quería dejar marcas en su precioso cuerpo. Metió la mano por debajo de la falda, cogió la cinturilla de las medias y empezó a bajarlas.

—Madre mía, bragas de encaje negro… —Intentó recordar su nombre y luego miró le etiqueta que llevaba colgada del dedo gordo—. Dios mío, Jody, ¿cómo sabías que me gustaba el encaje negro?

Le quitó las medias, parándose primero para aflojar la etiqueta del dedo, y deslizó luego las manos por sus muslos, en busca de las braguitas de encaje.

—Y encima pelirroja natural —dijo al dejar caer las bragas al suelo. Retrocedió un momento para admirarla y se quitó la bata. Bloqueó las ruedas de la camilla, le quitó los platos precocinados de debajo de los brazos y se bajó la cremallera de los pantalones.

—Esto va a ser la pera. Va a ser la pera… —Se encaramó a un extremo de la camilla, con cuidado de mantener el equilibrio. No había nada más desalentador que caerse y aplastarse el cráneo contra el linóleo.

Le trazó con la lengua un sendero por la cara interna de la pierna.

—Me haces cosquillas, Tommy —dijo ella.

Gilbert levantó la mirada. No, eran imaginaciones suyas. Siguió a lo suyo.

—No, deja que me duche primero —dijo ella. Y se sentó.

Gilbert se incorporó tan bruscamente que la camilla se levantó por un extremo y Jody cayó al suelo. Gilbert se apartó con las manos en el pecho. Se había quedado sin respiración y su pilila se mecía, mustia, delante de él.

Jody se puso en pie.

—¿Quién eres tú?

Gilbert no podía hablar. No podía respirar. Tenía la sensación de que le habían atado el corazón con un alambre de pinchos del que tiraba una yunta de caballos. Chocó con una cajonera y se dio un golpe en la cabeza.

Jody miró a su alrededor.

—¿Cómo he llegado aquí? Contesta.

Gilbert soltó un jadeo y cayó de rodillas.

—¿Dónde está Tommy? ¿Y dónde coño están mis bragas?

Gilbert sacudió la cabeza. Rodó hacia un lado, dio dos boqueadas y murió.

—¡Eh! —dijo Jody—. Que necesito respuestas.

Pero Gilbert no respondía. Jody vio disiparse la aureola negra de su agonía hasta que solo quedó el calor residual de su cuerpo.

—Perdona —dijo.

Volvió a mirar a su alrededor: la camilla, las grandes cajoneras para los muertos, el instrumental de disección. Aquello se parecía a los depósitos de cadáveres de las películas. Algo había pasado mientras dormía.

Miró su reloj, pero había desaparecido. El de la pared, encima del cadáver de Gilbert, marcaba la una de la madrugada.

¿Por qué me he despertado tan tarde? Tengo que encontrar a Tommy y averiguar qué ha pasado.

Recogió sus bragas del suelo y se las puso. Dejó las medias donde estaban y se puso a buscar los zapatos. No los vio. Tampoco vio su bolso por ninguna parte.

Dinero. Voy a tener que coger un taxi.

Se agachó junto al cuerpo de Gilbert y rebuscó en sus bolsillos. Sacó treinta dólares y un poco de cambio. Luego, como si se lo pensara mejor, le metió el miembro en los pantalones y le subió la cremallera.

—Lo he hecho por tu familia, no por ti —le dijo. Luego pensó: Me estoy volviendo peor que Tommy, hablando con los muertos.

Echó a andar hacia la puerta, se paró y miró las cajoneras. La idea la acometió como un súbito estornudo.

Seguramente Tommy está en uno de sus cajones. El vampiro lo mató y, cuando llegó el forense, creyeron que yo también estaba muerta. Pero ¿por qué no me mató a mí? ¿Y por qué he tardado tanto en despertarme? Puede que haya sido ese estudiante de medicina. Puede que, como no he ido a la cita, le haya dicho a la poli dónde encontrarme. Pero él no sabía dónde encontrarme.

Se acercó a la puerta de cristal y bajó por el pasillo. Se paró junto al teléfono y llamó al loft. No contestó nadie. Marcó el número del Safeway de Marina.

—Safeway de Marina. —Jody reconoció el acento de Simon McQueen.

—Simon, soy Jody. Necesito hablar con Tommy.

—¿Quién? ¿Quién has dicho que eres?

—Jody. La novia de Tommy. Necesito hablar con él.

Simon se quedó callado un momento. Cuando por fin habló, su voz sonó un octavo más baja.

—¿No sabes dónde está Flood?

—¿No está ahí?

—No.

—¿Estás bien?

—En cierto modo, sí. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

—Sí, Simon, estoy bien. ¿Dónde está Tommy?

—Caray, qué cosas. ¿Seguro que estás bien?

—Sí. ¿Dónde está Tommy?

—No puedo decírtelo por teléfono. Voy a buscarte. ¿Dónde estás?

—No estoy segura. Espera un segundo. —Se acercó a la puerta. La dirección estaba impresa en el cristal. Volvió al teléfono y le dio a Simon una dirección a dos manzanas de allí.

—Voy a decirle a alguien que se encargue de mi sección. Dentro de media hora estoy allí.

—Gracias, Simon. —Jody colgó. ¿Qué demonios estaba pasando?

Mientras esperaba a que llegara Simon, Jody tuvo que esquivar las proposiciones de dos tipos montados en un Mercedes que la confundieron con una puta. Lo cual era un error razonable teniendo en cuenta que estaba en un callejón, con un vestido de fiesta corto y descalza, una fría noche de San Francisco. Por fin, cuando les dijo que era policía de incógnito, los del Mercedes se desinflaron y se alejaron de allí con la cabeza gacha.

Cinco minutos después, la camioneta de Simon dobló la esquina y se paró en seco, envuelta en una nube de caucho humeante y testosterona. Simon le abrió la puerta.

—Sube.

Jody saltó al asiento del copiloto. Simon pareció sorprenderse porque no usara los dos escalones que había debajo de la puerta.

—Esta noche estás que te sales, cariño —dijo.

Jody cerró la puerta.

—¿Dónde está Tommy?

—Tranquila, que voy a llevarte con él. —Simon metió la marcha y la camioneta arrancó con un rugido—. ¿Seguro que estás bien?

—Sí, estoy bien. ¿Por qué no podías decirme por teléfono qué le ha pasado a Tommy?

—Bueno, es que está escondido. Parece que la policía lo busca por unos asesinatos.

—¿Por los del Asesino del látigo?

—Por esos, sí. —Simon la miró—. ¿No tienes frío?

—Es que he perdido el abrigo.

—¿Y los zapatos?

—Sí, los zapatos también. Me venían persiguiendo unos tíos. —Jody sabía que no sonaba muy convincente.

Iban por Market, hacia el puente de la bahía. Simon sonrió y se echó el Stetson hacia atrás.

—Tú no te enfrías nunca, ¿no, nena?

—¿Qué quieres decir?

Simon pulsó el cierre centralizado. Jody oyó cerrarse el seguro, a su lado. Simon dijo:

—Tampoco te calientas, ¿no? Ni te pones enferma. ¿Te pones enferma?

Jody se agarró al asa de la puerta.

—¿Adónde quieres ir a parar, Simon?

Simon se metió la mano dentro de la chaqueta y sacó un revólver Cole Phyton. Apuntó a Jody con él y ladeó el revólver.

—Sé que a lo mejor las balas no te hacen daño, pero seguro que duelen un huevo. Y he puesto unas estaquitas de madera en las puntas, por si acaso servían de algo.

Jody no tenía ni idea de qué podía hacerle una bala, pero tampoco quería averiguarlo.

—¿Qué quieres, Simon?

Simon paró en un callejón y apagó el motor.

—Un par de cosas. Pero antes quiero que contestes a unas preguntas.

—Lo que quieras, Simon. Eres amigo de Tommy. No tienes que portarte como un cabrón. Solo pregunta.

—Eres muy amable, nena. Ahora, dime, ¿te pones enferma?

—Todo el mundo se pone enfermo, Simon. Cojo un resfriado de vez en cuando.

Simon le clavó la pistola en las costillas.

—No te pases de lista. Sé lo que eres.

Jody lo miró atentamente por primera vez. Simon estaba ardiendo. Despedía calor en rojas oleadas, incluso en medio del ambiente relativamente cálido de la cabina de la camioneta. Pero por debajo de su halo de calor, Jody vio otra cosa en la que no se había fijado la noche que lo conoció. Quizá porque entonces no sabía qué buscar. Bajo su rúbrica calórica, Simon estaba envuelto en una fina corona negra como la que Jody había visto en otras personas. Era el aura de la muerte, pero más fina, como si estuviera empezando a crecer.

Dijo:

—¿Seguro que no estás haciendo otra gilipollez, Simon? ¿Reteniendo a la novia de un amigo?

—No intentes salirte por la tangente, pelirroja. Te vi dormir el día que estuvimos de fiesta en tu casa. Te toqué. Estabas más fría que las tetas de una bruja. Y Flood siempre se está quejando de que te pasas el día durmiendo. Y luego se empeñó en regalarte unas tortugas vivas. Pero no até cabos hasta que el Emperador empezó a desgañitarse hablando de vampiros y la poli se llevó a Flood.

—Estás loco, Simon. Eso no demuestra nada. Los vampiros no existen.

—¿Ah, no? ¿Sabes por qué detuvieron a Tommy?

—No, no sabía…

—Porque te encontraron muerta en el congelador, por eso. Lo han detenido por tu asesinato, bonita. Yo todavía tenía mis dudas, hasta que has llamado. Vas a ser mi primer fiambre, si no cuento la vez que estrangulé a un pollo encima de una foto de Marilyn.

Jody estaba pasmada. Una oleada de pánico se apoderó de ella. Su vocecilla interior gritaba: Mátalo, escóndete, mátalo, escóndete. Intentó resistirse a ella.

—¿Haces esto porque quieres sexo?

—Bueno, en parte sí. Verás, hace cinco años que no echo un buen polvo. Desde que cogí el bichito. Cuesta bastante enrollarse con alguien cuando tienes la polla de la muerte. Pero yo no soy maricón. Dejé que una puta de Oakland me preparara un chute de cocaína y heroína. Compartimos seis la aguja.

—¿Te estás muriendo de sida? —preguntó Jody.

—No hace falta que te andes con rodeos, nena. Dilo directamente.

—Perdona, Simon, pero es que cuando alguien me apunta con un arma y me dice que va a violarme, me olvido de mis modales.

—No voy a violarte, a no ser que tú quieras. Lo otro es más importante.

—¿Lo otro?

—Quiero que me conviertas en vampiro.

—No, Simon. Tú no sabes lo que es eso.

—No necesito saberlo, nena. Sé que voy a morirme si no me conviertes. Ya no es solo el VIH, es un sida en toda regla. Tengo tantas llagas que casi no puedo quitarme y ponerme las botas. Con la cantidad de pastillas que me da el médico podría atragantarse un caballo. Venga, hazlo.

Jody lo sentía por él. Sabía que tenía miedo, a pesar de su fanfarronería de cowboy.

—No sé cómo se hace, Simon. No sé cómo me convirtieron. Simplemente pasó.

Simon clavó el cañón del arma debajo de su pecho y se acercó a ella.

—Muérdeme el cuello de una puta vez.

—No sirve con eso. Solo te mataría. No sé cómo convertirte en vampiro.

Simon le apartó la pistola de las costillas y se la puso en el muslo.

—Voy a contar hasta tres. Luego, si no empiezas a convertirme, te pegaré un tiro en la pierna. Volveré a contar hasta tres y te pegaré otro tiro en la otra pierna. No quería llegar a esto, pero no me queda otro remedio.

Jody vio que se le llenaban los ojos de lágrimas. Simon no quería hacerlo, pero ella sabía que lo haría. Se preguntó si estaría dispuesta a convertirlo en vampiro, si supiera cómo hacerlo.

—Simon, por favor, no sé cómo convertirte. Deja que me vaya. Puede que lo averigüe.

—No tengo tiempo, cariño. Si tengo que cambiar la luz del día por una eternidad de noches, me quedo con las noches. Empiezo a contar. Uno.

—No, Simon. Espera.

—Dos.

Jody vio brotar una lágrima de su ojo. Sintió que su cuerpo se tensaba y miró la pistola. Los tendones de la mano de Simon se estaban crispando. Iba a hacerlo.

—¡Tres!

Jody lanzó la mano derecha con la palma abierta y golpeó a Simon debajo de la barbilla al tiempo que con la derecha apartaba la pistola de su pierna. La pistola se disparo, y una bala atravesó el suelo de la camioneta. La explosión sofocó el ruido que hizo el cuello de Simon al romperse, pero Jody sintió el crujido contra la palma de su mano. Simon se desplomó en el asiento con la cabeza hacia atrás y la boca abierta, como paralizado en medio de una carcajada. Por encima del pitido que sentía en los oídos, Jody oyó salir el último estertor de sus pulmones. El halo negro que lo envolvía se desvaneció.

Jody estiró el brazo y le enderezó el Stetson.

—Dios mío, Simon, lo siento. Lo siento muchísimo.

Conducía Rivera. Cavuto iba en el asiento del copiloto, fumando mientras hablaba por la radio. Pulsó el micrófono.

—Si alguien ve al Emperador esta noche, que lo retenga y llame a Rivera y Cavuto. Lo buscamos para interrogarlo, pero no es, repito, no es sospechoso. En otras palabras, no lo asustéis.

Cavuto colgó el micrófono del salpicadero y le dijo a Rivera:

—¿De verdad no crees que esto es una pérdida de tiempo?

—Nick, ya te he dicho que los únicos que sabemos lo de la pérdida de sangre somos los de homicidios y el forense. Nuestros chicos no sueltan prenda, pero aunque haya filtraciones en la oficina del forense, no creo que nadie vaya a decírselo al Emperador. El que está cometiendo esos crímenes se comporta como un vampiro. Puede que se crea un vampiro. Así que para cogerlo tenemos que fingir que vamos detrás de un vampiro.

—Eso es una idiotez. Tenemos pruebas suficientes para acusar al chico y cuando los técnicos acaben con su apartamento tendremos pruebas suficientes para condenarlo.

—Sí —dijo Rivera—, si no fuera por una cosa.

Cavuto levantó los ojos al cielo.

—Ya sé, no crees que ese chico haya matado a nadie.

—Ni tú tampoco.

Cavuto mordió su cigarrillo y se quedó mirando por la ventana a un grupo de borrachines que merodeaban por la esquina de una licorería.

—¿O sí? —insistió Rivera.

—Sabe quién lo hizo. Y si tengo que llevar ese culito tan mono hasta la silla eléctrica para que me lo diga, lo haré.

Llamaron por radio.

—Adelante —dijo Cavuto, hablando al micrófono.

La voz del operador de la comisaría crepitó por el altavoz.

—La unidad diez tiene al Emperador entre Masón y Bay. ¿Queréis que lo lleven a jefatura?

Cavuto se volvió hacia Rivera y levantó las cejas.

—¿Y bien?

—No, diles que estaremos allí dentro de cinco minutos.

Cavuto pulsó el micrófono.

—Negativo, vamos para allá.

Tres minutos después, Rivera detuvo el Dodge sin distintivos en una zona prohibida, detrás del coche patrulla. Los dos agentes uniformados estaban jugando con Lazarus y Holgazán, cuyas armaduras resonaban y tintineaban con cada brinco. El Emperador estaba a su lado, con la espada de madera todavía en la mano.

Rivera fue el primero en salir del coche.

—Buenas noches, majestad.

—No me jodas —dijo Cavuto en voz baja mientras sacaba su corpachón del coche.

—Buenos días, inspector. —El Emperador hizo una reverencia—. Veo que el demonio nos tiene a todos en vela.

Rivera hizo una seña con la cabeza a los agentes.

—Ya nos ocupamos nosotros, gracias, chicos. —Uno de ellos era una mujer. Lanzó a Rivera una mirada lasciva al dirigirse al coche patrulla.

Rivera volvió a fijar la vista en el Emperador.

—Lleva usted un tiempo denunciando que hay un vampiro en la ciudad.

El Emperador frunció el ceño.

—Y debo decir, inspector, que estoy un poco defraudado porque hayan tardado tanto tiempo en reaccionar.

—Venga ya —dijo Cavuto.

—Hemos estado ocupados —respondió Rivera.

—Bueno, por fin están aquí. —El Emperador señaló a Holgazán y Lazarus, que esperaban a sus pies—. ¿Conocen a mis hombres?

—Nos conocemos, sí —dijo Rivera saludando con la mano— Majestad, ha informado de que ha visto un vampiro… —Rivera se sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta—… Tres veces este último mes y medio. —Cogió la copia de la fotografía de Tommy que llevaba en la libreta y se la enseñó—. ¿Es este el hombre al que vio?

—Cielos, no. Ese es mi amigo C. Thomas Flood, aspirante a escritor. Un buen chico, aunque algo confuso. Fui yo quien le buscó trabajo en el Safeway de Marina.

—Pero ¿no es el vampiro al que dice que vio?

—No. Ese demonio es más mayor y tiene la cara angulosa. Yo diría que es de origen árabe, si no fuera porque está muy pálido.

Cavuto se acercó y le quitó la foto a Rivera.

—Fue usted quien llamó para avisar del cadáver que encontraron en el Soma el día quince, pero dijo que no había visto nada. ¿Vio a este hombre por allí?

—Charlie, la víctima, era amigo mío. Me temo que perdió el juicio en Vietnam, pero de todas formas era un buen hombre. Llevaba algún tiempo muerto cuando lo encontré. El demonio lo dejó allí para que se pudriera.

Cavuto se crispó.

—Pero tampoco vio usted a ese tío, al vampiro, en la escena del crimen.

—Lo he visto en el distrito financiero, una vez en el barrio chino y anoche, en el puerto. De hecho, ese joven me dio cobijo en el Safeway.

Sonó el buscapersonas de Cavuto. Él no hizo caso.

—¿Vio juntos a Flood y al vampiro?

—No, salí huyendo del muelle cuando el demonio se materializó en medio de la niebla.

—Yo me largo de aquí —dijo Cavuto levantando las manos. Miró el busca y volvió al coche.

Rivera siguió en sus trece.

—Lo siento, majestad, mi compañero no tiene modales. Pero si pudiera usted decirme…

Cavuto tocó el claxon y sacó la cabeza por la ventanilla.

—Venga, Rivera. Han encontrado otro. Vámonos.

—Espera un segundo. —Rivera sacó una tarjeta de su cartera y se la dio al Emperador—. Alteza, ¿podría llamarme mañana, a eso del mediodía? Iré a buscarlo donde esté. Les invito a comer a sus hombres y a usted.

—Claro, hijo mío.

—¡Vamos, que este está fresquito! —gritó Cavuto por la ventanilla.

—Tenga cuidado —le dijo Rivera al Emperador—. Vigile sus espaldas, ¿de acuerdo?

El Emperador sonrió.

—La seguridad es lo primero.

Rivera dio media vuelta y se acercó al coche. Todavía estaba cerrando la puerta cuando Cavuto arrancó.

—Otro con el cuello roto —dijo Cavuto—. El cuerpo está en una camioneta cerca de Market. Lo encontraron hace cinco minutos.

—¿Pérdida de sangre?

—Los agentes sabían lo suficiente como para no decírmelo por radio. Pero hay un testigo.

—¿Un testigo?

—Un indigente que estaba durmiendo en el callejón vio a una mujer marcharse del lugar de los hechos. Se busca a una pelirroja con un vestidito de fiesta negro.

—Será una broma.

Cavuto se volvió y lo miró a los ojos.

—La ninja de la lavandería ha vuelto.

—Santa María* —dijo Rivera.

—Me encanta cuando hablas en español.

La radio volvió a crepitar. El operador estaba llamando a su unidad. Rivera cogió el micrófono y pulsó el botón.

—¿Y ahora qué pasa? —dijo.