—Está en San Francisco —dijo Jody—. Vendrá dentro de unos minutos. —Colgó el teléfono.
Tommy apareció en la puerta del cuarto de baño con Scott todavía colgado de la manga.
—¿Es broma?
—Has perdido un gemelo —dijo Jody.
—Creo que no va a soltarme. ¿Tienes unas tijeras?
Jody cogió la manga de su camisa unos centímetros por encima de la boca de Scott.
—¿Preparado?
Tommy asintió y ella le arrancó la manga. Scott se escondió en el dormitorio con la manga todavía entre las mandíbulas.
—Esa era mi mejor camisa —dijo Tommy mirándose el brazo desnudo.
—Lo siento, pero tenemos que limpiar esto e inventarnos algo.
—¿Para qué ha llamado?
—Estaba en el hotel Fairmont. Tenemos unos diez minutos.
—Así que no va a quedarse con nosotros.
—¿Bromeas? ¿Mi madre viviendo bajo el mismo techo que dos personas que viven en pecado? Ni loca, tortuguero mío.
Tommy pasó por alto lo de «tortuguero». Aquello era una emergencia y no había tiempo para ofenderse.
—¿Tu madre utiliza expresiones como «vivir en pecado»?
—Creo que la tiene bordada en un paño encima del teléfono para que no se le olvide decírmela todos los meses cuando la llamo.
Tommy meneó la cabeza.
—Estamos perdidos. ¿Por qué no la has llamado este mes? Me ha dicho que siempre la llamas.
Jody se paseaba de un lado a otro, intentando pensar.
—Porque no he tenido mi recordatorio.
—¿Qué recordatorio?
—El periodo. Siempre la llamo cuando me viene la regla. Para quitarme de encima las cosas desagradables de una sola vez.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste la regla?
Jody se quedó pensando un momento. Fue antes de convertirse.
—No sé, hace ocho o nueve semanas. Lo siento, no puedo creer que se me haya olvidado.
Tommy se acercó al futón, se sentó y apoyó la cabeza en las manos.
—¿Qué hacemos ahora?
Jody se sentó a su lado.
—Supongo que no tenemos tiempo para cambiar la decoración.
Durante los diez minutos siguientes, mientras limpiaban el loft, Jody intentó preparar a Tommy para lo que se le venía encima.
—No le gustan los hombres. Mi padre la dejó por una mujer más joven cuando yo tenía doce años y desde entonces opina que todos los hombres son alimañas. Tampoco le gustan mucho las mujeres, porque una la traicionó. Fue una de las primeras mujeres en graduarse en Stanford, así que es un poco esnob. Dice que le rompí el corazón porque no fui a Stanford. Desde entonces la cosa va de mal en peor. No le gusta que viva en la ciudad y siempre le parecen mal mis trabajos, mis novios y mi forma de vestir.
Tommy dejó de restregar un momento el fregadero de la cocina.
—¿Y de qué hablo con ella?
—Seguramente lo mejor será que te quedes sentado y calladito, y pongas cara de arrepentido.
—Esa es la cara que tengo siempre.
Jody oyó abrirse el portal.
—Ya está aquí. Ve a cambiarte de camisa.
Tommy corrió al dormitorio mientras se quitaba la camisa con una sola manga. No estoy preparado para esto, se dijo. Tendría que arreglarme un poco más antes de que me la presentara.
Jody abrió la puerta y su madre, que estaba a punto de llamar, se quedó con el puño en alto.
—¡Mamá! —exclamó Jody con todo el entusiasmo que pudo—. Estás fantástica.
Francés Evelyn Stroud se quedó en el descansillo mirando a su hija con reproche contenido. Era una mujer baja y recia, cubierta de capas y capas de lana y seda bajo un abrigo de cachemira color marfil. Tenía el pelo de color rubio entretejido de gris, ahuecado y lacado de tal modo que quedaran a la vista dos pendientes de perlas del tamaño aproximado de pelotas de ping-pong. Llevaba las cejas depiladas y pintadas, tenía los pómulos altos y maquillados y los labios perfilados, pintados y apretados. Sus ojos eran del mismo color verde que los de su hija y brillaban llenos de desaprobación. Había sido guapa, pero hacía ya tiempo que había pasado al limbo de las mujeres menopáusicas consideradas «elegantes».
—¿Puedo pasar? —dijo.
Jody, sorprendida cuando se disponía a darle un abrazo, bajó los brazos.
—Claro —contestó, apartándose—. Me alegro de verte —dijo, y cerró la puerta detrás de su madre.
Tommy salió de un salto del dormitorio, entró en la cocina y se quedó parado, en calcetines.
—Hola —dijo.
Jody puso la mano sobre la espalda de su madre. Francés dio un ligero respingo.
—Mamá, este es Thomas Flood. Es escritor. Tommy, esta es mi madre, Francés Stroud.
Tommy se acercó a Francés y le tendió la mano.
—Encantado de conocerte…
Ella agarró con fuerza su bolso Gucci y se obligó a darle la mano.
—Señora Stroud —dijo, intentando evitar la desagradable experiencia de oír su nombre de pila en la boca de Tommy.
Jody interrumpió aquel momento de incomodidad para que pudieran pasar al siguiente.
—Bueno, mamá, ¿me das tu abrigo? ¿Quieres sentarte?
Francés Stroud le entregó su abrigo como si le estuviera entregando sus tarjetas de crédito a un ladrón, como si no quisiera saber dónde iba a ir a parar porque no volvería a verlo.
—¿Ese es tu sillón? —preguntó, señalando el futón con la cabeza.
—Siéntate, mamá. Vamos a traerte algo de beber. Tenemos… —Jody se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué tenían—. ¿Qué tenemos, Tommy?
Tommy no se esperaba que las preguntas empezaran tan pronto.
—Voy a ver —dijo, y corrió a la cocina y abrió un armario—. Tenemos café, normal y descafeinado. —Hurgó detrás del café, el azúcar, la leche en polvo—. Tenemos cacao y… —Abrió el frigorífico—. Cerveza, leche, zumo de arándanos y cerveza, montones de cerveza… Bueno, no tanta, pero sí bastante, y… —Abrió el congelador. Peary lo miró por un hueco entre dos platos precocinados. Tommy cerró la tapa de golpe—. Nada más. Aquí no hay nada.
—Un descafeinado, por favor —dijo Mamá Stroud. Se volvió hacia Jody, que volvía de hacer una bola con el abrigo de cachemira de su madre y arrojarlo a un rincón del armario—. Entonces, has dejado tu trabajo en Transamérica. ¿Estás trabajando, querida?
Jody se sentó en una silla de mimbre al otro lado de la mesa baja de mimbre, frente a su madre. (Tommy había decidido decorar el loft estilo tienda de cachivaches de importación. Como resultado de ello, solo faltaban un ventilador de techo y una cacatúa para que la casa pareciera un burdel tailandés).
—Ahora trabajo en marketing —contestó Jody. Sonaba respetable. Sonaba profesional. Sonaba a mentira.
—Podrías habérmelo dicho y así me habría ahorrado la vergüenza de llamar a Transamérica para enterarme de que te habían despedido.
—Lo dejé yo, mamá. No me despidieron.
Tommy, que intentaba volverse invisible, se introdujo entre ellas para servir el descafeinado, que había puesto en una bandeja de mimbre junto con la leche y el azúcar.
—¿Y usted, señor Flood? ¿Es escritor? ¿Qué escribe?
Tommy se animó.
—Estoy trabajando en un relato sobre una niña pequeña que crece en el sur. Su padre está preso, haciendo trabajos forzados.
—¿Es usted del sur, entonces?
—No, de Indiana.
—¡Ah! —dijo ella, como si Tommy acabara de confesarle que lo habían criado unas ratas—. ¿Y dónde fue a la universidad?
—Eh, soy más bien autodidacta. Creo que la experiencia es la mejor maestra. —Tommy se dio cuenta de que estaba sudando.
—Entiendo —contestó ella—. ¿Y dónde puedo leer su obra?
—Todavía no he publicado nada. —Hizo una mueca—. Pero estoy en ello —añadió rápidamente.
—Entonces tendrá otro empleo. ¿También se dedica al marketing?
Jody intervino. Veía echar humo a Tommy.
—Es el gerente del Safeway de Marina, mamá. —Era una mentirijilla, pero de poca importancia dentro del tapiz de mentiras que había ido tejiendo para su madre a lo largo de los años.
Mamá Stroud fijó en su hija una mirada de escalpelo.
—¿Sabes, Jody?, todavía no es demasiado tarde para solicitar el ingreso en Stanford. Serías un poco más mayor que los demás alumnos de primer año, pero yo podría mover unos cuantos hilos.
¿Cómo lo hace?, se preguntó Jody. ¿Cómo es posible que entre en mi casa y en unos minutos me haga sentirme como una mierda pinchada en un palo? ¿Por qué lo hace?
—Mamá, creo que no voy a volver a estudiar.
Mamá Stroud cogió su taza como si fuera a beber y luego se detuvo.
—Claro, cariño. No querrás descuidar tu carrera y tu familia.
Aquello era un golpe bajo asestado con el dedo meñique tieso y una cortesía cargada de malicia. Jody sintió que algo goteaba dentro de ella, como si unos comprimidos de cianuro cayeran en ácido. Su mala conciencia cayó por la trampilla del cadalso y tiró de ella con afán de romperle el cuello. Solo se arrepentía de las diez mil frases que había empezado con «quiero a mi madre, pero…». Lo haces para que la gente no te considere inhumana y fría, pensó. Pero ahora ya es demasiado tarde.
—Puede que tengas razón, mamá —dijo—. Puede que, si hubiera ido a Stanford, comprendiera por qué no nací sabiendo cocinar, limpiar, criar hijos y llevar bien una carrera y una relación de pareja. Siempre me he preguntado si era falta de formación o defecto genético.
Mamá Stroud no se inmutó.
—No puedo hablar de la carga genética de tu padre, querida.
Tommy se alegraba de que mamá Stroud se hubiera olvidado de él, pero notaba cómo Jody iba entornando los ojos y cómo su expresión había pasado de la pena a la rabia. Quería acudir en su ayuda. Quería templar los ánimos. Quería esconderse en un rincón. Quería meterse en la conversación y patearle el culo. Puso a un lado de la balanza su buena educación y al otro a los iconoclastas, a los anarquistas, a los rebeldes que eran sus héroes. Podía comerse viva a aquella mujer. Era escritor y la palabra era su arma. Ella no tendría nada que hacer. La destruiría.
Y lo habría hecho. Estaba tomando aire, dispuesto a arremeter contra ella, cuando vio que un trozo de tela vaquera desaparecía lentamente bajo el futón: era la manga de su camisa mutilada. Contuvo el aliento y miró a Jody. Ella sonreía sin decir nada.
Mamá Stroud dijo:
—Tu padre fue a Stanford con una beca de atletismo, ¿sabes? Si no, no lo habrían aceptado.
—Seguro que tienes razón, mamá —respondió Jody. Sonreía educadamente, pero no escuchaba a su madre, sino el melódico rasgueo de las uñas de una tortuga sobre la moqueta. Se concentró en aquel sonido y oyó el lento y frío pálpito del corazón de Scott.
Mamá Stroud bebió un sorbito de descafeinado. Tommy esperó. Jody dijo:
—Entonces, ¿cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?
—Solo he venido a hacer unas compras. Estoy patrocinando una función benéfica para la Sinfónica de Monterey y quería comprarme un vestido nuevo. Podría haber encontrado alguno en Carmel, claro, pero todo el mundo lo habría visto ya. Eso es lo malo de vivir en un sitio pequeño.
Jody asintió con la cabeza como si lo entendiera. No tenía ya ningún vínculo con aquella mujer. Francés Evelyn Stroud era una desconocida, una desconocida que le resultaba antipática. Jody se sentía más unida a la tortuga de debajo del futón.
Debajo del futón, Scott vio un dibujo de escamas en los zapatos de mamá Stroud. Nunca había visto unos zapatos italianos de imitación de piel de cocodrilo, pero de escamas sabía un rato. Cuando vives apaciblemente enterrado en el fango de un estanque y ves escamas, significa que allí hay comida. Y tú muerdes.
Francés Stroud chilló y se levantó de un brinco, sacando el pie derecho del zapato al tiempo que caía sobre la mesa de mimbre. Jody la agarró por los hombros y la puso de pie. Francés la apartó de un empujón y retrocedió con los ojos fijos en la tortuga que salía de debajo del futón mascando alegremente su zapato.
—¿Qué es eso? ¿Qué es ese bicho? Se está comiendo mi zapato. ¡Paradlo! ¡Matadlo!
Tommy apartó el futón y se abalanzó sobre la tortuga. Consiguió agarrar el talón del zapato antes de que desapareciera por completo. Scott clavó las uñas en la moqueta y retrocedió. Tommy acabó con el talón en la mano.
—He cogido parte.
Jody se acercó a su madre.
—Tenía pensado llamar al exterminador, mamá. Si me hubieras avisado con más tiempo…
Mamá Stroud respiraba con hipidos de indignación.
—¿Cómo puedes vivir así?
Tommy le tendió el talón del zapato.
—No lo quiero. Llámeme a un taxi.
Tommy se quedó parado un momento, sopesó la ocasión, luego la dejó pasar y se acercó al teléfono.
—No puedes irte sin zapatos, mamá. Voy a traerte unos para que te los pongas. —Jody entró en el dormitorio y volvió con su par de zapatillas más astrosas—. Toma, mamá, así podrás volver al hotel.
Temiendo sentarse en cualquier parte, Mamá Stroud se apoyó contra la puerta y se puso las zapatillas. Jody se las ató y metió lo que quedaba del zapato en el bolso de su madre.
—Ya está. —Retrocedió—. Bueno, ¿y qué vas a hacer en navidades?
Mamá Stroud, que no le quitaba ojo a Scott, se limitó a sacudir la cabeza de un lado a otro. La tortuga se había atascado entre las patas de la mesa baja e iba arrastrándola por el loft.
Un taxi paró fuera y tocó el claxon. Mamá Stroud apartó la mirada de la tortuga y la fijó en su hija.
—En Navidades estaré en Europa. Tengo que irme ya. —Abrió la puerta y la cruzó marcha atrás.
—Adiós, mamá —dijo Jody.
—Encantado de conocerla, señora Stroud —gritó Tommy.
Cuando el taxi se alejó, Tommy se volvió hacia Jody y dijo:
—Bueno, ha ido bastante bien, ¿no crees? Me parece que le gusto.
Jody estaba apoyada contra la puerta, mirando el suelo. Levantó los ojos y empezó a reírse en silencio. Un momento después estaba doblada, partiéndose de risa.
—¿Qué pasa? —preguntó Tommy.
Jody lo miró. Las lágrimas le corrían por la cara.
—¿Sabes?, creo que estoy lista para conocer a tus padres.
—No sé. A lo mejor se llevan un disgusto cuando sepan que no eres metodista.