Tras soportar una dosis razonable de resentimiento por parte de los Animales por haber utilizado su posición para ligar con la chica del aparcamiento, Tommy logró persuadirles de que volvieran al trabajo. Simon, Drew y Jeff hicieron magia con el mueble de la carne sirviéndose de un martillo, unos cables de arranque y una lata de masilla para automóviles, y por la mañana todo funcionaba como si lo hubieran engrasado los dioses. Tommy salió a recibir al gerente a la puerta con una sonrisa y le informó de que su primera noche había ido como la seda. El mejor equipo que había visto nunca, dijo.
Se fue en coche al barrio chino con Troy Lee. Encontraron aparcamiento a unas manzanas del cuarto de Tommy y recorrieron a pie el resto del camino. Hacía solo una hora que había amanecido, pero los mercados estaban abiertos y las aceras llenas de gente. Los camiones de reparto bloqueaban las calles mientras descargaban sus remesas de pescado fresco, carne y verduras.
Caminando por el barrio chino con Troy Lee a su lado, Tommy se sentía como si llevara un arma secreta.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando un montón de verduras parecidas al apio que había encima de la mesa de un puesto.
—Bok choy. Col china.
—¿Y eso?
—Raíz de ginseng. Dicen que es buena para la polla.
Tommy se detuvo y señaló el escaparate de una herboristería.
—Eso parecen trozos de cuernos de ciervo.
—Lo son —contestó Troy—. Se usan para hacer medicinas.
Al pasar por el mercado de pescado, Tommy señaló las enormes tortugas marinas que intentaban escapar de sus cajas de plástico.
—¿La gente se las come?
—Claro, los que pueden permitírselo.
—Esto parece un país extranjero.
—Y lo es —dijo Troy—. El barrio chino es una comunidad muy cerrada. No puedo creer que vivas aquí. Yo soy chino y nunca he vivido aquí.
—Es aquí —dijo Tommy, parándose en la puerta.
—Entonces ¿quieres que les pregunte por las flores y qué más?
—Bueno, por los vampiros.
—Venga ya.
—No, ese tipo que conocí, el Emperador, me dijo que podían ser vampiros. —Tommy lo llevó escaleras arriba.
—Te estaba tomando el pelo, Tommy.
—Fue el que me contó lo del trabajo en la tienda, y era verdad.
Abrió la puerta y los cinco Wong levantaron la cabeza en sus camastros.
—Adiós —saludaron.
—Adiós —contestó Tommy.
—Bonito sitio —dijo Troy—. Apuesto a que el alquiler es para morirse.
—Cincuenta pavos por semana —respondió Tommy.
—Cincuenta pavos —repitieron los cinco Wong.
Troy le hizo una seña a Tommy para que saliera de la habitación.
—Dame un minuto.
Cerró la puerta. Tommy esperó en el pasillo, escuchando los sonidos nasales, como de banjo, de su conversación con los cinco Wong. Pasados unos minutos, Troy salió de la habitación y le indicó que bajaran de nuevo a la calle.
—¿Qué pasa? —preguntó Tommy cuando llegaron a la acera.
Troy se volvió hacia él. Parecía estar conteniendo la risa.
—Esos tíos acaban de bajarse del barco, chaval. Me ha costado un montón entenderlos. Hablan un dialecto regional.
—¿Y?
—Pues que están aquí ilegalmente. Los han pasado de contrabando unos piratas. Les deben treinta de los grandes por el viaje y, si les pillan y les devuelven a China, siguen debiendo el dinero. Y en las provincias eso es como el salario de veinte años.
—¿Y? —preguntó Tommy—. ¿Qué tiene eso que ver con las flores?
Troy se rió por lo bajo.
—A eso voy. Verás, quieren conseguir la ciudadanía. Si la consiguen, podrán encontrar un trabajo mejor y pagar antes a los piratas. Y así no podrán mandarlos de vuelta a China.
—¿Y las flores?
—Las flores las dejan ellos. Te están cortejando.
—¡Qué!
—Han oído en alguna parte que en San Francisco los hombres se casan con los hombres. Y han pensado que, si te casas con ellos, conseguirán la ciudadanía y podrán quedarse aquí. Tienes admiradores secretos, tío.
Tommy estaba indignado.
—Entonces ¿piensan que soy gay?
—No lo saben. Y no creo que les importe. Me han pedido que te pida tu mano en matrimonio. —Troy perdió por fin el control y empezó a reírse.
—¿Qué les has dicho?
—Que te lo preguntaría.
—Serás cabrón.
—Bueno, no quería decirles que no sin preguntarte. Han dicho que cuidarán bien de ti.
—Ve a decirles que he dicho que no.
—¿Tienes algo contra los asiáticos? ¿Te crees mejor que nosotros?
—No, no es eso. Yo…
—Voy a decirles que te lo pensarás. Mira, tengo que irme a casa a dormir un poco. Nos vemos esta noche, en el trabajo. —Troy se alejó.
—Esta noche limpias los cubos de basura, Troy. El jefe soy yo, ¿sabes? Más vale que no se lo digas a Simon y a los chicos.
—Lo que tú digas, líder temerario —dijo Troy por encima del hombro.
Tommy se quedó en la acera, intentando dar con una amenaza mejor.
A media manzana de allí, Troy se dio la vuelta y gritó:
—¡Eh, Tommy!
—¿Qué?
—Vas a ser una novia preciosa.
Tommy echó a correr tras él con mirada asesina.
La puesta de sol. La conciencia cayó sobre Jody como un cubo de agua fría.
Pensó: Echo de menos levantarme grogui y esperar a que se haga el café. Despertarse con las preocupaciones a plena potencia es un asco.
¿En qué estaría yo pensando? Quedar con un chico teniendo solo media hora para arreglarme. No tengo nada que ponerme. No puedo presentarme en sudadera y vaqueros y pedirle a ese tío que se venga a vivir conmigo. No sé nada de él. ¿Y si es un borracho, o un maltratador, o un asesino psicópata? ¿No trabajan siempre esos tipos de noche en un supermercado? Los vecinos siempre dicen: «Trabajaba por las noches y era muy reservado. ¿Quién iba a pensar que había frito al chico de los periódicos?». Pero dijo que era preciosa, y todo el mundo tiene sus defectos. ¿Quién soy yo para juzgarlo? Soy un…
No quería pensar en lo que era.
Se había puesto los vaqueros y estaba intentando pintarse con el poco maquillaje que tenía.
Pensó: Puedo leer la letra pequeña a oscuras, veo irradiar el calor de una rata escondida a cien metros de distancia, pero sigo sin poder pintarme los ojos sin meterme el aplicador en el ojo.
Se apartó del espejo y procuró combatir la autocrítica: intentó mirarse objetivamente.
Parece que acabo de salir de un programa de la tele dedicado a personas sin sentido de la moda, pensó. Esto no va a funcionar.
Se apartó del espejo; luego volvió a mirarse y se atusó el pelo; se acercó a la puerta, echó un último vistazo, hizo amago de salir y se paró a mirarse otra vez…
—¡No! —gritó. Salió corriendo, bajó la escalera y llegó a la parada de autobús de la esquina, donde empezó a saltar a la pata coja, con una pierna y la otra, como si estuviera esperando para entrar en el baño en un concurso de bebedores de cerveza.
Tommy había pasado el día intentando evitar a los cinco Wong. Vigiló la habitación hasta que estuvo seguro de que se habían ido; después entró a hurtadillas, cogió ropa limpia, se duchó, se vistió y volvió a salir. Tomó un autobús hasta Levis Plaza y se echó a dormir en un banco mientras las palomas y las gaviotas hurgaban en la basura, a su alrededor. La tarde trajo consigo un viento frío de la bahía que lo dejó helado y acabó por despertarlo.
Subió por Sansome hacia North Beach intentando borrar la marca de las tablillas del banco que se le había quedado grabada en la nuca. Al pasar junto a un grupo de adolescentes que hacían posturitas y mendigaban en la acera, un chico gordito le gritó:
—Señor, ¿tiene un cuarto de dólar para comprar un lápiz de ojos?
Tommy rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros y le dio al chico todo el cambio que llevaba. Nadie lo había llamado nunca «señor».
—¡Ay, gracias, señor! —gorjeó el chico con voz aguda y femenina, y levantó el puñado de monedas enseñándoselo a los otros como si acabaran de darle la cura contra el cáncer.
Tommy sonrió y siguió adelante. Calculaba que los mendigos le habían costado unos diez dólares al día desde que estaba en la ciudad (diez dólares que no podía permitirse). No parecía capaz de mirar para otro lado y seguir su camino, como hacía todo el mundo. Quizás fuera algo que se aprendía después de un tiempo. Quizás el asalto constante de la desesperación encallecía la compasión. Cuando alguien le pedía dinero para comer siempre le sonaban las tripas y le salía barato apaciguar su estómago por un cuarto de dólar. Una petición de dinero para comprar lápiz de ojos apelaba a su faceta de escritor, esa faceta que creía que el pensamiento creativo tenía algún valor.
El día anterior había oído a un turista decirle a un indigente que se buscara un trabajo.
—Empujar un carro de la compra arriba y abajo por estos cerros es un puto trabajo —había respondido el indigente.
Tommy le dio un dólar.
Todavía era de día cuando Tommy llegó a Enrico’s, en Broadway. Se detuvo un momento a mirar a los pocos clientes que estaban cenando en la terraza, junto a la calle. Jody no estaba allí. Tommy se paró ante el atril del metre y reservó una mesa en la terraza para media hora después.
—¿Hay alguna librería por aquí cerca? —preguntó.
El metre, un cuarentón flaco y barbudo, con el pelo cano ideal para un presentador de televisión, levantó una ceja y con aquel pequeño gesto hizo que Tommy se sintiera como una escoria.
—City Lights está un poco más arriba, en la esquina de Columbus —dijo.
—Ah, sí, es verdad —dijo Tommy, dándose una palmada en la frente como si acabara de acordarse—. Ahora mismo vuelvo.
—Nos morimos de impaciencia —respondió el metre y, girando bruscamente sobre sus talones, se alejó de allí.
Tommy dio media vuelta y subió por Broadway hasta que, al pasar frente a un club de estriptis, lo abordó un voceador. Llevaba frac rojo y sombrero de copa.
—¡Tetas, rajas y chochos! Pase, caballero. Faltan cinco minutos para que empiece el espectáculo.
—No, gracias. He quedado para cenar dentro de unos minutos.
—Pues tráete a la señorita. Este espectáculo puede convertir un «quizás» en un «seguro», hijo. Antes de que te vayas, la chica estará sentada en mitad de un charco.
Tommy hizo una mueca.
—Puede que lo haga —dijo. Siguió adelante a toda prisa, hasta que lo detuvo el voceador de dos puertas más arriba: una mujer pechugona vestida de cuero y con una anilla en la nariz.
—Las chicas más guapas de la ciudad, caballero. Todas desnudas. Todas calientes. Adelante, pase.
—No, gracias. He quedado para cenar dentro de unos minutos.
—Tráigase a…
—Puede que lo haga —dijo Tommy, y siguió adelante.
Lo pararon tres veces más antes de llegar al final de la manzana y cada vez declinó la invitación amablemente. Notó que era el único que se paraba. Los demás transeúntes se limitaban a seguir andando sin hacer caso de los voceadores.
En casa, pensó, es de mala educación ignorar a quien te está hablando, sobre todo si te llama «caballero». Creo que voy a tener que aprender modales urbanos.
Quedaban cinco minutos para la hora en la que debía encontrarse con Tommy en Enrico’s. Si descontaba el viaje en autobús y un corto trecho a pie, disponía de unos siete minutos para cambiarse de ropa. Entró en el Gap de la esquina de Van Ness y Vallejo con un fajo de billetes de cien en la mano y anunció:
—Necesito ayuda. ¡Ya!
Diez dependientas, todas ellas jóvenes y vestidas con genérica informalidad y prendas de algodón, se callaron, levantaron la vista, vieron los billetes que tenía en la mano y dejaron simultáneamente de respirar; en ese mismo instante, sus cerebros cancelaron las funciones corporales y centraron todas sus energías en el cálculo de las comisiones que se derivaban del dinero de Jody. Una a una volvieron a respirar y avanzaron hacia ella con una mirada de ansia turulata: eran como una panda de zombis de una versión juvenil y vivaracha de La noche de los muertos vivientes.
—Uso una talla treinta y ocho y tengo una cita dentro de un cuarto de hora —dijo Jody—. Vestidme.
Se precipitaron sobre ella como una ola de color caqui.
Tommy estaba sentado a la mesa de la terraza. Solo un macetero de ladrillo lo separaba de la acera. Para escapar a los voceadores de los bares de estriptis, había cruzado la calle ocho veces en la media manzana que había entre la librería City Lights y Enrico’s, y estaba un poco aturdido de tanto esquivar el tráfico. Pidió un capuchino al camarero que revoloteaba a su alrededor como una gallina clueca y se quedó pasmado cuando el hombre volvió con una taza del tamaño de un cuenco de sopa y un plato de cubitos marrones y cristalinos.
—Son cubitos de azúcar sin refinar, amor. Mucho más saludables que ese veneno blanco.
Tommy empuñó la cuchara sopera y se dispuso a coger un cubito de azúcar.
—No, no, no —lo reprendió el camarero—. Para el capuchino se usa la cuchara de demitasse. —Señaló la cucharilla minúscula que había en el platillo.
—Demitasse —repitió Tommy, sintiéndose audaz. En Indiana el uso de la palabra «demitasse» equivalía a salir del armario envuelto en las llamas del escándalo. San Francisco era una gran ciudad. Un lugar fantástico para dedicarse a escribir. Y los gais parecían muy buena gente, si uno se olvidaba de su aparente obsesión por la música de Barbra Streisand. Tommy sonrió al camarero—. Gracias. Puede que necesite un poco de ayuda con los cubiertos.
—¿Es una chica especial? —preguntó el camarero.
—Creo que va a romperme el corazón.
—¡Qué emocionante! —gorjeó el camarero—. Entonces vamos a hacerte quedar de maravilla. Tú acuérdate de usar los tenedores empezando por el de afuera. La cuchara grande es para enroscar la pasta. ¿Es vuestra primera cita?
Tommy asintió con la cabeza.
—Pues pide los raviolis. Te los puedes comer de un solo bocado. Así no te complicas la vida. Quedarás muy bien comiéndotelos. Y para ella pide el pollo al romero con pimientos morrones asados y setas silvestres en salsa cremosa. Es un plato precioso. Está malísimo, pero da igual porque en la primera cita ellas nunca se lo comen. No tienes tiempo de ir a casa a cambiarte, ¿no?
El camarero miró la camisa de franela de Tommy como si fuera un hediondo animal muerto.
—No, esto es lo único que tengo limpio.
—Oh, bueno, tiene cierto encanto paleto, supongo.
Tommy vislumbró un destello de pelo cobrizo por el rabillo del ojo y al levantar la vista vio a Jody entrando en el café. El camarero siguió su mirada.
—¿Es ella?
—Sí —dijo Tommy, agitando una mano para llamar su atención. Ella lo vio, sonrió y se acercó a la mesa.
Iba vestida con falda caqui, blusa de cambray azul claro, leggings del mismo color y zapatos planos de ante marrón. Llevaba cinturón de cuero trenzado, un pañuelo de tartán verde atado alrededor de los hombros, pendientes, brazalete y collar de plata, y una mochila de ante en lugar de la bolsa de la aerolínea.
Sin quitarle ojo, el camarero se inclinó y susurró al oído de Tommy:
—La franela está bien, cariño. No he visto a nadie con más accesorios desde Batman. —Se enderezó y le apartó la silla a Jody—. Hola, te estábamos esperando.
Jody se sentó.
—Me llamo Frederick —dijo el camarero con una ligera reverencia—, y esta noche estoy a vuestra disposición. —Tocó la tela del pañuelo de Jody—. Un tartán precioso, querida. Realza tus ojos. Enseguida vuelvo con las cartas.
—Hola —le dijo Jody a Tommy—. ¿Llevas mucho esperando?
—Un rato, no estaba seguro de la hora. Te he traído una cosa. —Metió la mano debajo de la mesa y sacó un libro de la bolsa de City Lights—. Es un almanaque. Dijiste que necesitabas uno.
—Eres un cielo.
Tommy bajó la mirada y puso de cara de «Bah, no tiene importancia».
—Entonces ¿vives por aquí? —preguntó Jody.
—Estoy buscando casa.
—¿En serio? ¿Llevas mucho en la ciudad?
—Menos de una semana. He venido a escribir. Lo de la tienda es solo un… solo un…
—Trabajo —concluyó Jody por él.
—Exacto, solo un trabajo. ¿Tú a qué te dedicas?
—Antes trabajaba en Transamérica, en reclamaciones. Ahora estoy buscando otra cosa.
Frederick apareció junto a la mesa y abrió dos cartas delante de ellos.
—Si no os importa que os lo diga —comentó—, hacéis muy buena pareja. Parecéis dos muñequitos de trapo. Se nota que entre vosotros hay una energía sencillamente eléctrica.
Frederick se alejó.
Jody miró a Tommy por encima de la carta.
—¿Acaba de insultarnos?
—Me han dicho que la pechuga de pollo al romero está deliciosa —contestó Tommy.