5 No-muerta y algo aturdida

Había unos franceses follando en la habitación de al lado. Jody oía cada gemido, cada risita, y el chirrido de los muelles de la cama. En la habitación de arriba, un televisor escupía cháchara de concurso:

—Acepto «bestialidad» por quinientos, Alex.

Jody se tapó la cabeza con la almohada.

No era como despertarse después de dormir. No había ese lento deslizarse del sueño a la realidad, ni ese placentero amanecer de la conciencia entre el cómodo ocaso del sueño. No, era como si alguien acabara de encender el mundo a todo volumen; como un molesto radiodespertador emitiendo los números uno de los cuarenta principales de la vida real.

—«Presidentes convictos» por cien, Alex.

Jody se tumbó de espaldas y se quedó mirando el techo. Yo pensaba que el sexo y los programas concurso se acababan con la muerte, pensó. Siempre se dice «descanse en paz», ¿no?

—Vas-y plus fort, mon petit cochon d’amour[2].

Quería quejarse a alguien, a quien fuese. Odiaba despertarse sola y también irse a dormir sola. Había vivido con cinco hombres distintos en cinco años. Monogamia serial. Era un problema que se estaba planteando resolver antes de morir.

Salió de la cama y abrió las cortinas de plástico del hostal. La luz de las farolas y de los rótulos de neón inundó la habitación.

¿Y ahora qué?

Normalmente, iría al cuarto de baño. Pero no tenía ganas.

Hace dos días que no hago pis. Puede que nunca vuelva a hacerlo.

Entró en el cuarto de baño y se sentó en el váter para comprobar su teoría. Nada. Desenvolvió uno de los vasos de plástico, lo llenó de agua y se la bebió de un trago. Se le revolvió el estómago y vomitó a chorro contra el espejo.

De acuerdo, nada de agua. ¿Una ducha? ¿Cambiarse de ropa y salir por el centro? ¿A qué? ¿A cazar?

Dio un respingo al pensarlo.

¿Voy a tener que matar gente? Ay, dios mío, Kurt. ¿Y si se convierte? ¿Y si ya se ha convertido?

Se vistió rápidamente con la ropa de la noche anterior, agarró su bolso y la llave de la habitación y salió. Saludó con la mano al portero de noche al pasar por la recepción del hostal y él le guiñó un ojo y le devolvió el saludo. Cien pavos les habían hecho amigos.

Dobló la esquina y subió por Chesnut, refrenando las ganas de echar a correr. Se detuvo delante de su edificio y se concentró en la ventana del apartamento. Las luces estaban encendidas. Concentrándose, pudo oír a Kurt hablando por teléfono.

—Sí, la muy zorra me dejó sin sentido con una maceta. No, me la tiró. Llegué dos horas tarde a trabajar. Ella hace un par de días que no aparece por el trabajo. No, no tiene llave; tuve que abrirle el portal…

Así que no lo había matado. Y él no se había transformado, o no habría podido ir a trabajar a la luz del día. Parece que está bien. Cabreado, pero bien. ¿Y si me disculpo y le explico lo que pasó?

—No —dijo Kurt, al teléfono—. He quitado su nombre del buzón. Me da igual, la verdad. De todas formas no encajaba con la imagen que quiero dar. Estaba pensando en pedirle una cita a Susan Badistone: Stanford, familia con dinero, republicana… Ya lo sé, pero para eso hizo Dios los implantes de silicona.

Jody dio media vuelta y echó a andar hacia el hostal. Se paró en el mostrador y pagó dos días más; luego subió a su habitación, se sentó en la cama e intentó llorar. No le salieron las lágrimas.

En otro tiempo habría llamado a una amiga y se habría pasado la noche al teléfono, dejándose reconfortar. Se habría comido kilo y medio de helado y se habría pasado en vela toda la noche pensando qué iba a hacer con su vida. Por la mañana habría llamado al trabajo para decir que estaba enferma, y luego habría llamado a su madre a Carmel para que le prestara dinero con el que pagar la fianza de otro apartamento. Pero eso habría sido en otro tiempo, cuando ella aún era una persona.

La leve seguridad en sí misma que había sentido la noche anterior había desaparecido. Ahora se sentía solo confusa y asustada. Intentó recordar todo lo que había visto y oído sobre vampiros. No era mucho. No le gustaban los libros ni las películas de terror. La gran mayoría de lo que recordaba no parecía cierto. No tenía que dormir en un ataúd, eso era evidente. Pero también era evidente que no podía salir a la luz del día. No tenía que matar cada noche y, si mordía a alguien, esa persona no se convertía necesariamente en un vampiro; en un gilipollas sí, quizá, pero no en un vampiro. Claro que Kurt siempre había sido gilipollas, así que ¿quién sabía? ¿Por qué se había convertido ella? Iba a tener que ir a la biblioteca.

Pensó: Tengo que recuperar mi coche. Y necesito otro apartamento. Solo es cuestión de tiempo que entre una camarera en la habitación y me achicharre. Necesito a alguien que pueda moverse durante el día. Necesito un amigo.

Había perdido su agenda junto con el bolso, pero en realidad daba igual. Todas sus amigas tenían pareja y, aunque alguna se compadeciera de ella por romper con Kurt, eran tan egocéntricas que no podían servirle de ayuda. Sus amigas y ella solo estaban unidas cuando no tenían pareja.

Necesito un hombre.

La idea la deprimía.

¿Por qué siempre me da por lo mismo? Soy una mujer moderna. Puedo abrir frascos y matar arañas yo sola. Puedo cuadrar un talonario y comprobar el nivel de aceite de mi coche. Puedo mantenerme sola. Claro que a lo mejor no. ¿Cómo voy a mantenerme sola?

Echó su bolsa de viaje sobre la cama, sacó la bolsa blanca del dinero y la vació sobre la cama. Contó los billetes de un fajo y luego contó los fajos. Había treinta y cinco fajos de veinte billetes de cien dólares. Menos los quinientos que había gastado en el hostal: casi setenta mil dólares. Sintió un repentino y bien arraigado impulso de irse de compras.

Quien la había atacado, fuera quien fuese, sabía que necesitaría dinero. No se había convertido en vampiro por accidente. Y seguramente tampoco había sido un accidente que quien la había convertido hubiera dejado su mano expuesta al sol para que se quemara. ¿Cómo, si no, iba a saber ella que debía esconderse antes de que amaneciera? Pero, si quien la había convertido quería ayudarla, si quería que sobreviviera, ¿por qué no le decía lo que tenía que hacer?

Recogió el dinero y estaba metiéndolo en la bolsa de viaje cuando sonó el teléfono. Jody lo miró y vio brillar la luz naranja al ritmo del timbre. Nadie sabía dónde estaba. Debía de ser el recepcionista. A la cuarta llamada, lo cogió.

Antes de que pudiera decir «diga», una voz de hombre, grave y tranquila, dijo:

—Por cierto, no eres inmortal. Todavía pueden matarte.

Se oyó un clic y Jody colgó el teléfono.

Él había dicho «pueden matarte», no «todavía puedes morir». «Matarte».

Cogió su bolsa y salió corriendo a la noche.