4 Las flores y la ciudad del embrague quemado

C. Thomas Flood (Tommy para sus amigos) estaba alcanzando la línea roja de un sueño húmedo cuando lo despertó el ir y venir y la cháchara de los cinco Wong. Geishas en liguero huyeron a toda prisa del país de los sueños, insatisfechas, y Tommy se quedó mirando las lamas del catre de arriba.

La habitación era solo algo mayor que un armario ropero. Los catres se apilaban de tres en tres a ambos lados de un estrecho pasillo, en el que cinco Wong se disputaban el espacio intentando calzarse los pantalones. Wong Dos se inclinó sobre el catre de Tommy, sonrió con aire de disculpa y dijo algo en cantonés.

—No pasa nada —dijo Tommy. Se tumbó de lado, con cuidado de no rayar la pared con su erección matutina, y se tapó la cabeza con las mantas.

Pensó: La intimidad es una cosa maravillosa. Como el amor, la intimidad es más patente cuando falta. Debería escribir un cuento sobre eso… y poner montones de geishas con liguero y zapatos rojos. El concurrido salón de té de las rameras de ojos almendrados; autor: C. Thomas Flood. Trabajaré en eso hoy, después de hacerme con un apartado de correos y buscar trabajo. O a lo mejor debería quedarme aquí, a ver quién deja las flores

Tommy había encontrado flores frescas sobre su cama cuatro días seguidos y empezaba a estar molesto. No eran las flores (gladiolos, rojas rosas y dos ramos variados con grandes cintas de color rosa) lo que le molestaba. Las flores le gustaban bastante, en plan totalmente viril y nada sarasa, por supuesto. Tampoco le importaba no tener un jarrón o una mesa donde ponerlas. Se iba corriendo por el pasillo hasta el baño comunitario, quitaba la tapa de la cisterna y metía allí las flores. Aquel toque de color era un contrapunto agradable a la mugre del cuarto de baño, hasta que las ratas se comían los capullos. Pero eso tampoco le inquietaba. Lo que le inquietaba era que llevaba en la ciudad menos de una semana y no conocía a nadie. Así que ¿quién le mandaba las flores?

Los cinco Wong soltaron una andanada de adioses al salir de la habitación. Wong Cinco cerró la puerta a su espalda.

Tommy pensó: Tengo que hablar del servicio con Wong Uno.

Wong Uno no era ninguno de los cinco Wong con los que Tommy compartía habitación. Wong Uno era el casero: más viejo, más sabio y más sofisticado que los otros Wong, del Dos al Seis. Wong Uno hablaba inglés, llevaba un traje raído pasado de moda desde hacía tres décadas y un bastón con cabeza de dragón de bronce. Tommy lo había conocido en la avenida Columbus justo después de medianoche, junto al cadáver humeante de Rosenante, su Volvo sedán del 74.

—La he matado —dijo Tommy mientras veía salir humo negro de debajo del capó.

—Lástima —dijo Wong Uno compasivamente antes de seguir su camino.

—Perdone —lo llamó Tommy. Acababa de llegar de Indiana y nunca había estado en una gran ciudad, así que no se dio cuenta de que Wong Uno ya había rebasado el límite de empatía con un extraño permitido en el área metropolitana.

Wong se volvió y se apoyó en su bastón con cabeza de dragón.

—Perdone —repitió Tommy—, pero acabo de llegar a la ciudad. ¿Sabría dónde puedo encontrar un sitio para alojarme por aquí cerca?

Wong levantó una ceja.

—¿Tienes dinelo?

—Un poco.

Wong miró a Tommy, que estaba allí parado, junto a su coche al rojo vivo, con una maleta y una funda de máquina de escribir.

Miró su sonrisa franca y esperanzada, su cara flaca y sus greñas oscuras, y la palabra «víctima» apareció en su mente en caracteres de veinte puntos, como parte de un suelto de la tercera página del Chronicle: «Encontrado cadáver en Tenderloin. La víctima murió de una paliza propinada con una máquina de escribir». Wong suspiró profundamente. Le gustaba leer el Chronicle todos los días y no se saltaba la página de sucesos bajo ningún concepto.

—Ven conmigo —dijo.

Wong echó a andar por Columbus hacia el barrio chino. Tommy caminaba a trompicones a su lado, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver su Volvo en llamas.

—Me gustaba mucho ese coche. Con él me han puesto cinco multas por exceso de velocidad. Todavía las llevaba en el coche.

—Lástima. —Wong se detuvo junto a una puerta de metal desvencijada, entre una tienda de comestibles y una pescadería—. ¿Tienes cincuenta pavos?

Tommy asintió con la cabeza y se puso a hurgar en el bolsillo de sus pantalones.

—Cincuenta pavos por semana —dijo Wong—. Doscientos cincuenta al mes.

—Con una semana será suficiente —dijo Tommy, sacando dos billetes de veinte y uno de diez de un fajo escuálido.

Wong abrió la puerta y empezó a subir por una escalera estrecha y oscura. Tommy subió tras él arrastrando sus bultos y estuvo a punto de caerse un par de veces.

—Me llamo C. Thomas Flood. Bueno, la verdad es que ese es el nombre que uso para escribir. La gente me llama Tommy.

—Bien —dijo Wong.

—¿Y usted es…? —Tommy se detuvo en lo alto de la escalera y le tendió la mano.

Wong se quedó mirándola.

—Wong —dijo.

Tommy hizo una reverencia. Wong lo miró y se preguntó qué demonios estaba haciendo. Cincuenta pavos son cincuenta pavos, pensó.

—El cualto de baño, al final del pasillo —dijo al tiempo que abría una puerta y encendía una luz. Cinco chinos soñolientos miraron desde sus catres.

—Tommy —dijo el chino señalando a Tommy.

—Tommy —repitieron los otros chinos al unísono.

—Este, Wong —dijo Wong, señalando al hombre del catre de abajo a la izquierda.

Tommy inclinó la cabeza.

—Wong.

—Este, Wong. Ese, Wong. Wong. Wong. Wong —dijo Wong, y fue marcando a cada uno de ellos como si estuviera pasando las cuentas de un ábaco. Y eso era lo que hacía mentalmente: cincuenta pavos, cincuenta pavos, cincuenta pavos, cincuenta pavos. Señaló el catre vacío de abajo a la derecha—. Tú duelmes ahí. Adiós.

—Adiós —dijeron los cinco Wong.

Tommy dijo:

—Disculpe, señor Wong…

Wong se volvió.

—¿Cuándo se paga el alquiler? Mañana voy a ponerme a buscar trabajo, pero no tengo mucho dinero en metálico.

Maltes y domingos —contestó Wong—. Cincuenta pavos.

—Pero usted ha dicho que eran cincuenta dólares por semana.

—Doscientos cincuenta al mes o cincuenta pol semana, pagadelos maltes y domingos.

Wong se marchó. Tommy metió su bolsa de viaje y su máquina de escribir debajo del catre y se tumbó. Antes de que pudiera empezar a preocuparse seriamente por su coche en llamas, se quedó dormido. Había ido en el Volvo directamente desde Incontinence (Indiana) a San Francisco, parando solo para poner gasolina o ir al baño. Había visto amanecer y ponerse el sol tres veces desde detrás del volante, y el agotamiento se había apoderado por fin de él al llegar a la costa.

Tommy descendía de dos generaciones de obreros de la Compañía de Carretillas Elevadoras de Incontinence. Cuando a los catorce años anunció que iba a ser escritor, su padre, Thomas Flood, acogió la noticia con la incredulidad cargada de tolerancia que un padre suele reservar para los monstruos que viven bajo la cama y los amigos imaginarios. Cuando Tommy entró a trabajar en una tienda de comestibles en vez de en la fábrica, su padre exhaló un leve suspiro de alivio: al menos la empresa tenía convenio colectivo y el chico tendría jubilación y prestaciones sociales. Tom padre solo comenzó a preocuparse cuando Tommy compró el viejo Volvo y por el pueblo empezó a cundir el rumor de que era un comunista en ciernes. La angustia de Flood padre fue creciendo con cada noche que pasaba escuchando a su único hijo teclear en la Olivetti portátil, hasta que un miércoles por la noche agarró una cogorza en la bolera y se desahogó con sus compañeros de equipo.

—He encontrado un ejemplar del New Yorker debajo del colchón de mi chico —farfulló entre los vapores de cinco jarras de Budweiser—. Tengo que afrontarlo: mi hijo es mariquita.

Los demás miembros del equipo de bolos de Talleres Bill agacharon la cabeza, compasivos, y dieron para sus adentros gracias a Dios porque la bala hubiera dado al soldado de al lado y sus hijos estuvieran felizmente obsesionados con pequeños Chevys compactos y grandes tetas. Harley Businsky, que hacía poco había ascendido a dios menor por marcar trescientos puntos, pasó su brazo de oso por los hombros de Tom.

—Puede que solo esté un poco confuso —dijo—. Vamos a hablar con el chico.

Cuando dos camisas de bolos bordadas, de color azul eléctrico y talla extragrande, irrumpieron en su habitación rellenas con sendos jugadores beodos, Tommy, que estaba sentado en su silla, se cayó de espaldas.

—Hola, papá —dijo desde el suelo.

—Hijo, tenemos que hablar.

Durante la media hora siguiente, los dos hombres representaron para Tommy la versión paternal de la típica escena poli bueno-poli malo (o quizá la de Toe McCarthy contra Santa Claus). Su interrogatorio arrojó como resultado que: sí, a Tommy le gustaban las chicas y los coches; no, no era, ni había sido nunca, miembro del partido comunista; y sí, iba a intentar ganarse la vida como escritor, sin afiliarse a la Federación Americana del Trabajo ni al Congreso de Organizaciones Industriales.

Tommy intentó defender la causa de una vida consagrada a las letras, pero descubrió que sus argumentos no servían de nada (debido en buena medida al hecho de que sus dos interrogadores pensaban que Hamlet era un plato de carne de cerdo con huevos[1]). Había roto a sudar y estaba empezando a aceptar su derrota cuando lanzó un envite a la desesperada.

—¿Sabéis que Rambo la escribió una persona?

Thomas Flood padre y Harley Businsky cambiaron una mirada de espanto. Se tambalearon, trémulos, a punto de derrumbarse.

Tommy insistió.

—Y Patton. Patton también la escribió alguien.

Tommy esperó. Los dos hombres, sentados el uno junto al otro en su cama, tosían, se removían e intentaban no mirarlo a los ojos. Allá donde miraran había citas cuidadosamente escritas con rotulador fluorescente clavadas en las paredes; había libros, bolígrafos y papel de escribir a máquina; había carteles con fotografías de escritores. Ernest Hemingway los observaba desde arriba con un brillo en los ojos que parecía decir: «Id a machacárosla, cabrones».

Por fin Harley dijo:

—Pues, si vas a ser escritor, no puedes quedarte aquí.

—¿Perdona? —dijo Tommy.

—Tienes que irte a una ciudad a morirte de hambre. Yo no tengo ni pajolera idea de Kafka, pero sé que, si vas a ser escritor, tienes que morirte de hambre. Si no pasas hambre, no eres un buen escritor.

—No sé, Harley —dijo Tom padre, que no sabía si le gustaba la idea de que su hijo, tan flaco él, pasara hambre.

—¿Quién marcó trescientos puntos el miércoles pasado, Tom?

—Tú.

—Pues yo digo que el chico tiene que irse a la ciudad a morirse de hambre.

Tom Flood miró a Tommy como si el chico estuviera sobre la trampilla de un patíbulo.

—¿Estás seguro de que quieres ser escritor, hijo?

Tommy asintió con la cabeza.

—¿Puedo hacerte un bocadillo?

De no ser por un docudrama especialmente cutre acerca del atentado de las Torres Gemelas, Tommy podría, en efecto, haberse muerto de hambre en Nueva York, pero Tom padre no iba a permitir que su hijo «saltara por los aires por culpa de una panda de terroristas con turbante». Tommy podría haberse muerto de hambre en París, si una inspección superficial del Volvo no hubiera revelado que no aguantaría la humedad del viaje. Así que había acabado en San Francisco y, aunque le vendría bien desayunar, le preocupaban más las flores que la comida.

Pensó: Debería quedarme aquí y ver quién deja las flores. Pillarlo in fraganti.

Pero llevaba en paro más de una semana y su ética del trabajo, propia del Medio Oeste, lo obligó a salir del camastro.

Se duchó con las deportivas puestas para que sus pies no entraran en contacto con el suelo, se puso su mejor camisa y sus vaqueros de buscar trabajo, cogió un cuaderno y bajó al barrio chino.

La acera estaba inundada de asiáticos: hombres y mujeres avanzaban con denuedo ante mercadillos en los que se vendía pescado, carne para parrilladas y miles de hortalizas cuyos nombres Tommy ignoraba. Pasó por un mercado en el que tortugas vivas de más de medio metro de largo luchaban por salir de cajones de plástico, haciendo resonar sus fauces. En el siguiente escaparate había colocadas unas bandejas de patas y picos de pato alrededor de cabezas de cerdo ahumadas sobre las que colgaban faisanes completamente pelados y en sazón.

El aire estaba cargado de un olor a humanidad hacinada, a salsa de soja, aceite de sésamo, regaliz y humo de coches: siempre humo de coches. Tommy subió por Grant y cruzó Broadway adentrándose en North Beach, donde el gentío empezó a menguar y los olores cambiaron, convirtiéndose en un miasma a pan cocido, ajo, orégano y más humo de coches. En la ciudad, fuera donde fuera, había siempre una mezcla odorífera a tráfico y comida, como el brebaje alquímico de algún mecánico sibarita y loco: Saab Turbo al kung pao, Buick Skylark carbonara, metrobus agridulce, Honda a la boloñesa con salsa de embrague quemado.

Un chirriante grito de guerra sacó a Tommy de su ensueño olfativo. Al levantar la vista, vio que un patinador con casco y protectores fluorescentes se acercaba a él a velocidad de vértigo. Un viejo que estaba sentado en la acera dando cruasanes a sus dos perros miró un momento y tiró un cruasán al otro lado de la acera. Los perros salieron disparados tras la golosina, tensando sus correas. Tommy hizo una mueca. El patinador chocó con la cuerda y voló por el aire, describiendo un arco de tres metros antes de estrellarse violentamente a sus pies, hecho una maraña de ruedas y miembros almohadillados.

—¿Te encuentras bien?

Tommy le ofreció la mano, pero el patinador la rechazó.

—Estoy bien. —Le caían gotas de sangre de un arañazo en la barbilla y tenía las gafas envolventes, de color fosforito, torcidas sobre la cara.

—Quizá deberías frenar un poco en las aceras —dijo el viejo levantando la voz.

El patinador se incorporó y se volvió hacia el viejo.

—Ah, majestad, no lo había visto. Perdone.

—La seguridad es lo primero, hijo —dijo el viejo con una sonrisa.

—Sí, señor —dijo el patinador—. Tendré más cuidado. —Se puso en pie y saludó a Tommy inclinando la cabeza—. Perdona. —Se enderezó las gafas y se alejó patinando lentamente.

Tommy se quedó mirando al viejo, que seguía dando de comer a sus perros.

—¿Majestad?

—O alteza imperial —dijo el Emperador—. Eres nuevo en la ciudad.

—Sí, pero…

Una joven con medias de rejilla y pantalones cortísimos de color rojo satén que pasaba por allí contoneándose se detuvo junto al Emperador e hizo una leve reverencia.

—Buenos días, Alteza —dijo.

—La seguridad es lo primero, hija mía —dijo el Emperador.

Ella sonrió y siguió adelante. Tommy la miró hasta que dobló la esquina; luego se volvió de nuevo hacia el viejo.

—Bienvenido a mi ciudad —dijo el Emperador—. ¿Qué tal te va de momento?

—Yo… yo… —Tommy estaba confuso—. ¿Quién es usted?

—El emperador de San Francisco y protector de México, para servirte. ¿Un cruasán? —Le ofreció una bolsa de papel blanco abierta, pero Tommy dijo que no con la cabeza.

—El más impetuoso —dijo el Emperador, señalando a su Boston terrier—, es Holgazán. Es un poco golfo, pero el mejor perro ratero de ojos saltones de toda la ciudad.

El perrillo gruñó.

—Y este —continuó el Emperador—, es Lazarus, hallado muerto en la calle Geary tras un infortunado encuentro con un autobús de turistas franceses y resucitado por el místico olor curativo de un tasajo de vaca ligeramente mordido.

El golden retriever ofreció la pata. Tommy se la estrechó, sintiéndose como un tonto.

—Encantado de conocerte.

—¿Y tú eres? —preguntó el Emperador.

—C. Thomas Flood.

—¿Y la «C» de qué es?

—Bueno, en realidad no significa nada. Soy escritor. La «C» me la puse como seudónimo.

—Valiente melindre. —El Emperador se detuvo a mordisquear la punta de un cruasán—. Bueno, C, ¿qué tal te está tratando la ciudad?

Tommy pensó que quizás acabaran de insultarlo, pero descubrió que le gustaba hablar con el viejo. Desde que había llegado a la ciudad, no había mantenido una conversación de más de dos palabras.

—La ciudad me gusta, pero estoy teniendo algunos problemas.

Le habló al Emperador de la destrucción de su coche, de su consiguiente encuentro con Wong Uno, de su alojamiento sucio y estrecho, y concluyó su relato con el misterio de las flores sobre la cama.

El Emperador suspiró compasivamente y se rascó la barba canosa y desaseada.

—Me temo que, en cuestión de alojamiento, no puedo ayudarte; los hombres y yo tenemos la buena fortuna de considerar toda la ciudad como nuestro hogar. Pero en lo del trabajo puedo darte una pista, y quizá también en el enigma de las flores.

Hizo una pausa e indicó a Tommy que se acercara. Tommy se puso en cuclillas y acercó una oreja.

—¿Sí?

—Lo he visto —susurró el Emperador—. Es un vampiro.

Tommy retrocedió como si le hubiera escupido.

—¿Un vampiro florista?

—Bueno, si aceptas lo del vampiro, lo de las flores es pan comido, ¿no te parece?