2 La muerte recalentada

Oyó insectos corretear sobre ella en la oscuridad, olió a carne quemada y sintió un gran peso oprimiéndole la espalda. Dios mío, me ha enterrado viva.

Tenía la cara pegada a algo duro y frío: piedra, pensó, hasta que olió la grasa del asfalto. El pánico se apoderó de ella, y luchó por meter las manos bajo su cuerpo. La mano izquierda le escoció, dolorida, al empujar. Se oyó un estrépito y un golpe ensordecedor. Se puso en pie. El contenedor que había tenido encima estaba volcado y sus basuras se habían desperdigado por el callejón. Jody lo miró con estupor. Debía de pesar una tonelada.

El miedo y la adrenalina, se dijo.

Luego se miró la mano izquierda y chilló. Estaba espantosamente quemada; la capa superior de la piel se veía negra y agrietada. Salió corriendo del callejón en busca de ayuda, pero la calle estaba desierta. Tengo que llegar a un hospital, llamar a la policía.

Vio una cabina telefónica. De la farola que había sobre ella se desprendía una columna roja de calor. Miró a un lado y otro de la calle vacía. Encima de cada farola veía alzarse el calor en rojas oleadas. Oía el zumbido de los cables del autobús eléctrico sobre ella, el flujo constante de las alcantarillas que corrían bajo la calle. Sintió el olor a pescado muerto y a gasoil en medio de la niebla, el olor a podrido de las marismas de Oakland al otro lado de la bahía, las patatas fritas rancias, las colillas, los mendrugos de pan y el pastrami pútrido de un cubo de basura cercano, y el aroma residual a Aramis que salía por debajo de las puertas de los bancos y las corredurías de bolsa. Oía rozarse los jirones de niebla contra los edificios como terciopelo húmedo. Era como si la adrenalina hubiera amplificado sus sentidos, lo mismo que su fuerza.

Se sacudió aquel espectro de sonidos y olores, y corrió al teléfono, sujetándose la mano herida a la altura de la muñeca. Al moverse sintió algo áspero bajo la blusa, rozándole la piel. Con la mano derecha tiró de la seda y se sacó la blusa. Varios fajos de billetes cayeron a la acera. Se paró y miró los fajos de billetes de cien dólares que había a sus pies.

Pensó: Ahí debe de haber cien mil dólares. Me ha atacado un hombre, me ha estrangulado, me ha mordido el cuello, me ha quemado la mano y luego me ha llenado de dinero la blusa y me ha puesto un contenedor encima, y ahora veo el calor y oigo la niebla. Me ha tocado la lotería satánica.

Dejó el dinero en la acera y volvió corriendo al callejón. Con la mano buena hurgó entre la basura del contenedor hasta que encontró una bolsa de papel. Luego volvió a la acera y metió el dinero en la bolsa.

En la cabina tuvo que hacer malabarismos para descolgar el teléfono y marcar sin soltar el dinero ni usar la mano quemada. Marcó el 911 y mientras esperaba miró la quemadura. La verdad era que, más que dolerle, tenía muy mala pinta. Intentó flexionarla y la piel negra se resquebrajó. Madre mía, esto debería doler. Y también debería darme asco, pensó, pero no me lo da. La verdad es que no me siento tan mal, a fin de cuentas. He tenido más agujetas después de un partido de tenis con Kurt. Qué raro.

El teléfono emitió un chasquido y una voz de mujer surgió de la línea.

—Hola, ha llamado al número del servicio de emergencias de San Francisco. Si se encuentra actualmente en peligro, pulse uno; si el peligro ya ha pasado, pero sigue necesitando ayuda, pulse dos.

Jody marcó el dos.

—Si ha sufrido un robo, pulse uno. Si ha sufrido un accidente, pulse dos. Si le han asaltado, pulse tres. Si llama para informar de un incendio, pulse cuatro. Si…

Jody repasó de memoria las opciones y marcó el tres.

—Si le han disparado, pulse uno. Si le han apuñalado, pulse dos. Si le han violado, pulse tres. Para cualquier otra agresión, pulse cuatro. Para volver al menú, pulse cinco.

Jody pensaba marcar el cuatro, pero marcó el cinco. Oyó una serie de chasquidos y la voz grabada volvió a aparecer.

—Hola, ha llamado al número del servicio de emergencias de San Francisco. Si se encuentra actualmente en peligro…

Jody colgó de golpe, rompió el auricular y estuvo a punto de arrancar el teléfono del poste. Retrocedió de un salto y se quedó mirando los desperfectos. La adrenalina, pensó.

Voy a llamar a Kurt. El puede venir a buscarme y llevarme al hospital. Buscó a su alrededor otra cabina. Había una junto a su parada de autobús. Al llegar a ella se dio cuenta de que no tenía cambio. Llevaba el bolso en el maletín y el maletín había desaparecido. Intentó acordarse del número de su tarjeta telefónica, pero Kurt y ella se habían ido a vivir juntos hacía solo un mes y todavía no lo había memorizado. Levantó el teléfono y marcó el número de la operadora.

—Quiero hacer una llamada a cobro revertido de parte de Jody. —Dio el número a la operadora y esperó mientras sonaba la línea. Saltó el contestador.

—Parece que no hay nadie en casa —dijo la operadora.

—No lo coge porque no reconoce el número. Dígale que…

—Lo siento, no se nos permite dejar mensajes.

Jody colgó y destrozó el teléfono. Esta vez, a propósito.

Pensó: Tengo cientos de miles de dólares y no puedo hacer una puñetera llamada. Y Kurt no coge el teléfono. Debe de ser muy tarde. Lo normal sería que contestara. Si no estuviera tan cabreada, me pondría a llorar.

La mano había dejado de dolerle y cuando volvió a mirarla parecía haberse curado un poco. Me estoy volviendo loca, pensó. Locura postraumática. Y tengo hambre. Necesito atención médica, necesito una buena comida, necesito un policía compasivo, una copa de vino, un baño caliente, un abrazo, y mi tarjeta de crédito para ingresar este dinero. Necesito

El 42 dobló la esquina y Jody se palpó instintivamente el bolsillo de la chaqueta en busca de su abono. Seguía allí. El autobús se detuvo y la puerta se abrió. Jody enseñó el abono al conductor al subir. Él soltó un gruñido. Ella se sentó en el primer asiento, frente a otros tres pasajeros.

Llevaba cinco años cogiendo el autobús y, de vez en cuando, por el trabajo o porque salía tarde del cine, tenía que cogerlo muy tarde. Pero esa noche, con el pelo alborotado y lleno de mugre, las medias rotas, el traje arrugado y sucio (desgreñada, desorientada y desesperada), sintió que encajaba allí por primera vez. Los psicópatas se animaron al verla.

—¡Aparcamiento! —farfulló una mujer al fondo. Jody levantó la mirada.

—¡Aparcamiento! —La mujer llevaba una bata floreada y unas orejas de Mickey Mouse. Señalaba por la ventanilla y gritaba—: ¡Aparcamiento!

Jody miró para otro lado, avergonzada. Pero la entendía muy bien. Ella tenía coche, un Honda con cinco puertas, pequeño y rápido, y desde que había encontrado aparcamiento frente a su piso hacía un mes, solo lo movía los martes por la noche, cuando pasaba la barredora de calles, y volvía a aparcarlo en cuanto el camión se alejaba. Quitar el sitio a los demás era tradición en la ciudad; uno tenía que defender el aparcamiento con la vida. Jody había oído decir que en el barrio chino había aparcamientos ocupados por la misma familia desde hacía generaciones, vigilados como las tumbas de honorables ancestros y protegidos con no pocos sobornos de las bandas callejeras chinas.

—¡Aparcamiento! —gritó la mujer.

Jody miró al otro lado del pasillo y se topó con los ojos de un hombre harapiento con barba y abrigo. Él sonrió tímidamente; luego se abrió despacio el abrigo, dejando al descubierto una impresionante erección que asomaba por la bragueta de sus pantalones.

Jody le devolvió la sonrisa, sacó de la chaqueta su mano quemada y renegrida y la levantó para que la viera. El hombre se cerró el abrigo y se encogió en el asiento, vencido y malhumorado. A Jody le sorprendió haber hecho aquello.

Junto al hombre de la barba había una chica que iba deshaciendo con furia un jersey de punto y haciendo un ovillo con la lana, como si tuviera intención de llegar hasta el final del hilo y volver luego a tejer el jersey. Junto a la tejedora había un hombre mayor, con traje de paño, gorra de cazador de lana y un bastón sujeto entre las rodillas. Cada pocos segundos le daba un retumbante ataque de tos y luego luchaba por recuperar el aliento mientras se secaba los ojos con un pañuelo de seda. Vio que Jody lo estaba mirando y sonrió con aire de disculpa.

—Es solo un resfriado —dijo.

No, es mucho peor que un resfriado, pensó ella. Se está muriendo. ¿Y cómo lo sé yo? No sé cómo lo sé, pero lo sé. Sonrió al viejo y se volvió a mirar por la ventana.

El autobús iba pasando por North Beach y las calles estaban llenas de marineros, gamberros y turistas. Alrededor de cada uno, Jody veía un vago halo rojo y rastros de calor en el aire cuando se movían. Sacudió la cabeza para aclarar su visión y volvió a mirar a los ocupantes del autobús. Sí, todos tenían aquel halo, alguno más brillantes que otros. Alrededor del viejo del traje de paño había un anillo oscuro, además del halo rojo. Jody se frotó los ojos y pensó: Debo de haberme dado un golpe en la cabeza. Van a tener que hacerme un TAC y un electroencefalograma. Me va a costar una fortuna. A la empresa le va a sentar fatal. A lo mejor puedo tramitar yo misma la reclamación y consigo qué me la aprueben. Bueno, voy a llamar para decir que estoy enferma y que no voy el resto de la semana, eso desde luego. Y tendré que hacer un montón de compras en cuanto acabe en el hospital y la comisaría. Un montón de compras. Además, de todos modos voy a estar una temporada sin poder manejar el teclado.

Se miró la mano quemada y volvió a pensar que parecía haberse curado un poco. Aun así, voy a tomarme la semana libre, se dijo.

El autobús se detuvo en Fisherman’s Wharf y Ghirardelli Square, donde subieron grupos de turistas vestidos con pantalones cortos de nailon de colores fluorescentes y sudaderas de Alcatraz, charlando en francés y alemán mientras trazaban líneas en planos de la ciudad. Jody sintió el olor a sudor y a jabón, a mar, a marisco hervido, a chocolate y licor, a pescado frito, a cebollas, a pan fermentado, a hamburguesas y a humo de coches que despedían los turistas. A pesar del hambre que tenía, el olor de la comida le daba náuseas.

Tranquilos, no pasa nada porque os duchéis durante vuestra visita a San Francisco, pensó.

El autobús enfiló Van Ness y Jody se levantó y se dirigió a la puerta de salida pasando a empujones entre los turistas. Unas manzanas más allá, el autobús se detuvo en la calle Chesnut y ella miró hacia atrás antes de bajarse. La mujer de las orejas de Mickey Mouse miraba apaciblemente por la ventana.

¡Uau! —dijo Jody—. Mira cuántos aparcamientos.

Al bajarse del autobús, la oyó gritar:

—¡Aparcamiento! ¡Aparcamiento!

Sonrió. Pero ¿por qué he hecho eso?