Nadie nace hechicero. Demasiado poco sabemos todavía de la genética y de los mecanismos de la herencia. Demasiado poco tiempo y medios dedicamos a la investigación. Por desgracia, estamos constantemente haciendo intentos de transmisión hereditaria de las aptitudes mágicas en una forma, por así decirlo, natural. Y el resultado de estos pseudoexperimentos muy a menudo los encontramos en las cloacas de las ciudades y junto a los muros de los santuarios. Demasiado a menudo nos encontramos con idiotas y catatónicas, profetas babeantes e incontinentes, veedoras, milagreras y sibilas de aldea, cretinos con el cerebro degenerado por una Fuerza heredada e incontrolada.
Tales cretinas y débiles mentales también pueden tener descendencia, pueden transmitirles sus capacidades y seguir degenerando. ¿Acaso alguien puede prever y describir qué aspecto tendrá el último eslabón de la cadena?
La mayoría de nosotros, hechiceros, pierde la capacidad de procrear a causa de los cambios somáticos y las perturbaciones en el funcionamiento de la hipófisis. Algunos —y más a menudo algunas— se capacitan para la magia preservando la normalidad de las gónadas. Pueden concebir y dar a luz, y tienen el descaro de considerar esto una suerte y una bendición. Y yo repito: nadie nace hechicero. ¡Y nadie debiera nacer como tal! Consciente de la importancia de lo que escribo, respondo a la pregunta dada en la Asamblea de Cidaris. Respondo categóricamente: cada una de nosotras debe decidir lo que quiere ser: hechicera o madre.
Exijo la esterilización de todas las adeptas. Sin excepciones.
Tissaia de Vries, La fuente envenenada
—Os diré algo —habló de pronto Iola Segunda, apoyando la cesta con el grano en la cadera—. Va a haber guerra. Así lo dijo el adalid del conde que vino a por queso.
—¿Guerra? —Ciri se retiró los cabellos de la frente—. ¿Con quién? ¿Con Nilfgaard?
—No escuché hasta el final —reconoció la adepta—. Pero el adalid dijo que nuestro conde recibió órdenes del propio rey Foltest. Ha mandado llamar a las armas y todos los caminos están atiborrados de soldados. ¡Ay, ay! ¿Qué pasará ahora?
—Si hay una guerra —dijo Eurneid—, entonces seguro que es con Nilfgaard. ¿Con quién si no? ¡Otra vez! ¡Dioses, esto es horrible!
—¿No exageras un poco con lo de la guerra, Iola? —Ciri echó el grano a los pollos y a las gallinas pintas que giraban alrededor suyo en un animado y cacareante remolino—. ¿No se tratará otra vez de una simple partida contra los Scoia’tael?
—Madre Nenneke preguntó lo mismo al adalid —explicó Iola Segunda—. Y el adalid dijo que no, que esta vez no se trata de los Ardillas. Al parecer, castillos y aldeas tienen orden de almacenar víveres para el caso de un asedio. ¡Y los elfos atacan en los bosques y no asedian castillos! El adalid preguntó si el santuario puede dar más queso y otras cosas. Para el alfolí del castillo. Y pidió plumas de gansos. Hacen falta muchas plumas de ganso. Para las flechas. Para disparar los arcos, ¿comprendéis? ¡Oh, dioses! ¡Vamos a tener mucho trabajo! ¡Ya lo veréis! ¡Tendremos trabajo hasta las orejas!
—No todas —dijo con sarcasmo Eurneid—. Algunas de nosotras no se manchan las manitas. Las hay que trabajan sólo dos veces por semana. No tienen tiempo para trabajar porque como que estudian las artes de la necromancia. Pero a decir verdad a mí me parece que sólo andurrean o corren por el parque y arrancan las malas hierbas con un palo. Sabes de quién estoy hablando, ¿verdad, Ciri?
—Ciri seguro que se va a la guerra —se rio Iola Segunda a mandíbula batiente—. ¡Por lo visto es hija de un caballero! ¡Una gran guerrera con una espada terrible! ¡Por fin va a poder cortar cabezas en vez de ortigas!
—¡No!, ¿qué dices?, ¡pero si ella es una poderosa hechicera! —Eurneid arrugó la naricilla—. Ella va a convertir a todos los enemigos en ratones de campo. ¡Ciri! Enséñanos algún encantamiento horroroso. Hazte invisible o haz que crezcan antes las zanahorias. O haz algo para que los pollos se alimenten solos. ¡Venga, no te hagas de rogar! ¡Echa algún hechizo!
—La magia no es para hacer alarde —dijo con rabia Ciri—. La magia no es un jueguecillo de feria.
—Por supuesto, por supuesto —la adepta sonrió—. No es para hacer alarde. ¿Qué, Iola? ¡Exactamente como si escucháramos a esa arpía de Yennefer!
—Ciri cada vez se hace más parecida a ella —sentenció Iola, respirando demostrativamente por las narices—. Incluso huele parecido. Ja, seguro que es un perfumito mágico, hecho de vestiglos o de ámbares. ¿Usas perfumes mágicos, Ciri?
—¡No! ¡Uso jabón! ¡Eso que vosotras tan pocas veces usáis!
—Jo, jo. —Eurneid frunció el ceño—. ¡Ay, qué picajosa, qué rabiosa! ¡Cómo se pone!
—Hacía tiempo que no se ponía así —se hinchó Iola—. Se ha hecho así desde que está con la arpía ésa. Duerme con ella, come con ella, ni un paso se aleja de esa Yennefer. ¡Casi ha dejado de acudir a las lecciones en el santuario, y ya no tiene ni un ratito para nosotras!
—¡Y nosotras tenemos que hacer todo su trabajo! ¡En la cocina y en el huerto! ¡Mira, Iola, qué manos tiene! ¡Como una reina!
—¡Así es la vida! —chilló Ciri—. ¡Algunas tienen un poco de cerebro, así que para ellas los libros! ¡Otras tienen la cabeza de chorlito, y para ellas la escoba!
—Y tú la escoba sólo la usas para volar, ¿no es verdad? ¡Hechicera de mala muerte!
—¡Eres tonta!
—¡Tú eres la tonta!
—¡De eso nada!
—¡Claro que sí! Ven, Iola, no le prestes atención. Una hechicera no es buena compañía para nosotras.
—¡Por supuesto que no! —gritó Ciri y tiró al suelo el cubo con el grano—. ¡Las gallinas son buena compañía para vosotras!
Las adeptas, respingando las narices, se fueron, rodeadas de una ruidosa bandada de aves de corral.
Ciri maldijo en voz alta, repitiendo la blasfemia favorita de Vesemir, cuyo significado no estaba del todo claro para ella. Luego añadió unas cuantas palabras escuchadas a Yarpen Zigrin, cuyo significado era para ella un completo enigma. Expulsó de una patada a una clueca que se acercaba al grano disperso por el suelo. Levantó el cubo, lo cogió con la mano, luego giró en una pirueta brujeril y lo arrojó como si fuera un disco por encima de los tejados recubiertos de caña del gallinero. Se volvió sobre sus talones y echó a correr a través del parque del santuario.
Corría ligera, controlando hábilmente su respiración. Ante uno de cada dos árboles que pasaba ejecutaba una ágil media vuelta, marcando el golpe con una espada imaginaria para, después, realizar los quiebros y fintas ya aprendidos. Saltó la cerca hábilmente, aterrizando segura y suave sobre los pies flexionados.
—¡Jarre! —gritó, alzando la cabeza en dirección al ventanuco abierto en la pared de piedra de la torre—. Jarre, ¿estás ahí? ¡Eh! ¡Soy yo!
—¿Ciri? —El muchacho se asomó—. ¿Qué haces aquí?
—¿Puedo entrar?
—¿Ahora? Humm… Bueno, venga… Pasa.
Corrió por las escaleras como una tormenta, sorprendiendo al joven adepto en el momento en que, vuelto de espaldas, se arreglaba la ropa a toda prisa y escondía bajo unos pergaminos otros que había sobre la mesa.
Jarre se colocó los cabellos con los dedos, carraspeó y se inclinó desmañadamente. Ciri se metió los pulgares en el cinturón, agitó la melena cenicienta.
—¿Qué es esa guerra de la que todos hablan? —estalló—. ¡Quiero saberlo!
—Siéntate, por favor.
Pasó la vista por la habitación. En ella había cuatro grandes mesas repletas de libros y pergaminos. Sólo había una silla. También repleta de papeles.
—¿Guerra? —masculló Jarre—. Sí, he oído esos rumores… ¿Te interesa el tema? ¿A ti, una much…? No, no te sientes en la mesa, por favor, acabo de ordenar estos documentos… Siéntate en la silla. Un momento, espera, quitaré los libros… ¿Sabe doña Yennefer que estás aquí?
—No.
—Humm… ¿Y madre Nenneke?
Ciri frunció el rostro. Sabía de qué se trataba. Jarre tenía dieciséis años, era pupilo de la suma sacerdotisa, instruido por ella para sacerdote y cronista. Vivía en Ellander, donde trabajaba como escribano en el juzgado de la villa, pero pasaba más tiempo en la catedral de Melitele que en la ciudad, días enteros, y a veces noches, estudiando, copiando e iluminando obras de la biblioteca del santuario. Ciri nunca se lo había oído decir a Nenneke, pero estaba claro que la suma sacerdotisa no deseaba que Jarre se mezclara con las jóvenes adeptas. Y al revés. Las adeptas clavaban la vista en el muchacho y cotorreaban, considerando las distintas posibilidades que ofrecía la frecuente presencia en el santuario de algo que llevara pantalones. Ciri se asombraba desmesuradamente dado que Jarre representaba la negación de todo lo que, según ella, debía ser un hombre atractivo. En Cintra, por lo que recordaba, todo hombre atractivo llegaba con la cabeza al techo y con los hombros de un alféizar al otro, blasfemaba como un enano, barritaba como un búfalo y a treinta pasos apestaba a caballo, sudor y cerveza, sin consideración a la hora del día o de la noche. A los hombres a los que esta descripción no se amoldaba, la camarera mayor de la reina Calanthe no los consideraba dignos de suspiros ni de cotilleos. Ciri había visto también otros hombres: los sabios y suaves druidas de Angren, los sobrios y tristes colonos de Sodden, los brujos de Kaer Morhen. Jarre era distinto. Era delgado como un palo, desmañado, llevaba ropa demasiado grande, que olía a tinta y a polvo, tenía unos cabellos siempre grasientos, y en la barbilla, en vez de vello, siete u ocho largos pelillos de los que alrededor de la mitad le salían de una gran verruga. Ciri en verdad no comprendía qué le arrastraba hasta la torre de Jarre. Le gustaba hablar con él, el muchacho sabía mucho, podía uno aprender mucho de él. Pero últimamente, cuando la miraba, Jarre tenía una mirada extraña, borrosa, viscosa.
—Venga —se impacientó—. ¿Me lo vas a decir por fin, o no?
—No hay nada de lo que hablar. No habrá guerra alguna. Son sólo rumores.
—Ajá —bufó—. ¿Así que el conde ha mandado llamar a las armas para hacer sainetes? ¿Los ejércitos marchan por los caminos capdales porque se aburren? No digas pamplinas, Jarre. Pasas el tiempo en la villa y en el castillo, ¡seguro que sabes algo!
—¿Por qué no le preguntas a doña Yennefer?
—Doña Yennefer tiene asuntos más importantes en su cabeza —resopló Ciri, pero enseguida reflexionó, adoptó una simpática sonrisa y tremoló las pestañas—. ¡Oh, Jarre, dímelo, por favor! ¡Eres tan listo! ¡Sabes hablar tan bien y tan sabiamente, podría escucharte durante horas! ¡Por favor, Jarre!
El muchacho se ruborizó y los ojos se le humedecieron y extendieron. Ciri suspiró a hurtadillas.
—Humm… —Jarre se removió en el sitio, agitó indeciso las manos, evidentemente sin saber qué hacer con ellas—. ¿Qué es lo que puedo decirte? Cierto que los lugareños chismorrean, están excitados por los sucesos de Dol Angra… Pero no habrá guerra. Seguro. Puedes creerme.
—Seguro que puedo —rezongó—. Pero preferiría saber en qué se basa esta seguridad tuya. En el consejo del conde, por lo que sé, no te sientas. Y si ayer te nombraron voievoda, dilo. Te felicitaré entonces.
—Yo estudio tratados históricos. —Jarre enrojeció—. Y de ellos se puede uno enterar de más que si se sentara en el consejo. He leído la Historia de las guerras, escrita por el mariscal Pelligramo, La estrategia del duque de Ruyter, El predominio de los eleares redanos de Bronibor… Y me entiendo tan bien en la presente situación política como para poder sacar conclusiones por analogía. ¿Sabes lo que es la analogía?
—Por supuesto —mintió Ciri, arrancando una brizna de hierba de la hebilla de sus botas.
—Si añades a la historia de las guerras antiguas —el muchacho se quedó mirando el techo— la actual geografía política, es fácil concluir que los incidentes fronterizos como el de Dol Angra son casuales y sin importancia. Tú como estudiante de la magia conoces por supuesto la actual geografía política, ¿verdad?
Ciri no respondió, removió pensativa algunos de los pergaminos que estaban sobre la mesa, pasó algunas páginas de un gran libro guarnecido en piel.
—Deja, no lo toques. —Jarre se intranquilizó—. Es increíblemente valioso, una obra única.
—No me lo voy a comer.
—Tienes las manos sucias.
—Más limpias que las tuyas. Oye, ¿tienes aquí algún mapa?
—Tengo, pero guardados en el cofre —dijo con rapidez el muchacho, pero a la vista del gesto de Ciri suspiró, empujó a un lado sus pergaminos, alzó la tapadera, se arrodilló y comenzó a excavar en su contenido. Ciri, moviéndose en la silla, agitando los pies, continuó hojeando el libro. De pronto se deslizó de entre las páginas una hoja suelta con una imagen que representaba a una mujer con los cabellos peinados en espiral, completamente desnuda, abrazada a un hombre barbudo completamente desnudo. Mordiéndose la lengua, Ciri hizo girar la ilustración durante un buen rato sin poder establecer cuál era la parte de arriba y cuál la de abajo. Se dio cuenta por fin del detalle más importante del dibujillo y se echó a reír. Jarre se acercó con un gran rollo bajo la axila, se ruborizó mucho, le quitó de las manos el dibujo sin decir una palabra y lo escondió bajo los papelotes que anegaban la mesa.
—Una obra única e increíblemente valiosa —se burló ella—. ¿Ésas son las analogías que estudias? ¿Hay más dibujos de ésos? Curioso, el libro se titula Curaciones y Sanaciones. Me gustaría saber qué enfermedad se puede curar de ese modo.
—¿Sabes leer las Primeras Runas? —se asombró el muchacho, carraspeando con turbación—. No lo sabía…
—Hay muchas cosas que todavía no sabes. —Levantó la nariz—. ¿Qué es lo que te crees? Yo no soy una adepta para dar de comer a las gallinas. Yo soy… una hechicera. ¡Venga, enséñame por fin esos mapas!
Ambos se arrodillaron en el suelo, sujetando con las rodillas y las manos el pliego de papel que estaba tan tieso que intentaba todo el tiempo volver a enrollarse de nuevo. Ciri por fin sujetó una de las esquinas con la pata de la silla y Jarre apretó el otro con un grueso libro titulado Vida y fechos del grand rey Radowid.
—Humm… ¡Cuidado que está poco claro este mapilla! No me puedo orientar para nada… ¿Dónde estamos? ¿Dónde está Ellander?
—Aquí —señaló con el dedo—. Esto es Temeria, esta parte. Ésta es Wyzima, la capital de nuestro rey Foltest. Aquí, en el valle del Pontar, está el condado de Ellander. Y aquí… Sí, aquí está nuestro santuario.
—¿Y cuál es este lago? Por aquí no hay ningún lago.
—No es un lago. Es un borrón de tinta…
—Ajá. Y aquí… Esto es Cintra. ¿Verdad?
—Sí. Al sur de los Tras Ríos y de Sodden. Por aquí, oh, fluye el río Yaruga, que desemboca en el mar precisamente en Cintra. Este país, no sé si lo sabes, está actualmente dominado por los nilfgaardianos…
—Lo sé —le cortó, mientras cerraba las manos en puños—. Lo sé muy bien. ¿Y dónde está el tal Nilfgaard? No veo aquí ese país. ¿No cabe en tu mapa o qué? ¡Trae uno más grande!
—Humm… —Jarre se rascó la verruga de la barbilla—. No tengo ningún mapa así… Pero sé que Nilfgaard está más allá, en dirección al sur… Oh, más o menos aquí. Creo.
—¿Tan lejos? —Ciri se asombró, miraba el lugar en el suelo al que el muchacho señalaba—. ¿Vinieron desde allí? ¿Y por el camino vencieron a todos esos países?
—Sí, cierto. Conquistaron Metinna, Maecht, Nazair, Ebbing, todos los reinos al sur de los Montes de Amell. A estos reinos, como también a Cintra y al Alto Sodden, Nilfgaard los llama ahora provincias. Pero no fue capaz de hacerse ni con el Bajo Sodden, ni con Verden ni con Brugge. Aquí, en el Yaruga, los ejércitos de los Cuatro Reinos los detuvieron, venciéndolos en la batalla de…
—Lo sé, he estudiado historia. —Ciri apoyó en el mapa la mano abierta—. Venga, Jarre, háblame de la guerra. Estamos arrodillados sobre la geografía política. Saca conclusiones, por analogía o por lo que quieras. Te escucho.
El muchacho carraspeó, enrojeció, después de lo cual comenzó a hablar, señalando en el mapa las regiones mencionadas con la punta de una pluma de ganso.
—Las fronteras actuales entre nosotros y el sur controlado por Nilfgaard las marca, como ves, el río Yaruga. Se trata de un obstáculo prácticamente imposible de superar. No se hiela casi nunca y en la estación de las lluvias lleva tanta agua que su cauce abarca casi una milla de anchura. Durante un largo trecho, oh, aquí, corre entre unas orillas rocosas e inaccesibles, entre los escarpes de Mahakam…
—¿El país de los enanos y los gnomos?
—Sí. Y por eso el Yaruga sólo se puede forzar aquí, en su curso bajo, en Sodden, y aquí, en el curso medio, en el valle de Dol Angra…
—¿Y precisamente en Dol Angra ocurrió ese… incidente?
—Espera. Como te digo ningún ejército es capaz en este momento de forzar el río Yaruga. Los valles accesibles, éstos, por los que durante siglos marcharon los ejércitos, están fuertemente ocupados y defendidos, tanto por nosotros como por Nilfgaard. Mira el mapa. Fíjate cuántas fortalezas hay aquí. Mira, esto es Verden, esto Brugge, aquí las Islas de Skellige…
—¿Y esto, qué es esto? ¿Esta mancha blanca tan grande?
Jarre se acercó más, ella sintió el calor de su rodilla.
—El bosque de Brokilón —dijo—. Es un terreno prohibido. El reino de las dríadas del bosque. Brokilón también defiende nuestro flanco. Las dríadas no permiten pasar allí a nadie. Tampoco a los nilfgaardianos…
—Humm… —Ciri se inclinó sobre el mapa—. Aquí está Aedirn… Y la ciudad de Vengerberg… ¡Jarre! ¡Para inmediatamente!
El muchacho retiró con rapidez sus labios del cabello de la muchacha, se puso tan rojo como un clavel.
—¡No quiero que me hagas eso!
—Ciri, yo…
—He venido a ti con un asunto importante, como hechicera a ver a un erudito —dijo fría y digna, con un tono que imitaba a la perfección la voz de Yennefer—. ¡Así que compórtate!
El "erudito" se ruborizó aún más y adoptó un gesto tan tonto que la "hechicera" necesitó esforzarse para no reírse. Ciri volvió a inclinarse sobre el mapa.
—De toda tu geografía —siguió—, hasta ahora no hemos sacado nada. Me hablas del Yaruga, y sin embargo los nilfgaardianos ya cruzaron una vez al otro lado. ¿Qué se lo puede impedir ahora?
—Entonces —carraspeó Jarre, limpiándose el sudor, que de pronto le había surgido en la frente— tenían contra sí sólo a Brugge, Sodden y Temeria. Ahora somos una alianza bien unida. Los Cuatro Reinos. Temeria, Redania, Aedirn y Kaedwen…
—Kaedwen —dijo orgullosa Ciri—. Sí, ya sé de qué trata esa alianza. El rey Henselt de Kaedwen le proporciona ayuda secreta y especial al rey Demawend de Aedirn. Esa ayuda la llevan en barriles. Y si el rey Demawend sospecha que alguien es un traidor, echa piedras en los barriles. Les pone una trampa…
Se interrumpió, al acordarse de que Geralt le había prohibido hablar de lo sucedido en Kaedwen. Jarre la miró con suspicacia.
—¿Cierto? ¿Y cómo sabes tú de todo eso?
—Lo leí en un libro escrito por el mariscal Pelícano —bufó—. Y en otras analogías. Cuéntame qué es lo qué pasó en ese Dol Angra, o como quiera que se llame. Y primero muéstrame dónde está.
—Aquí. Dol Angra es un amplio valle, el camino que conduce desde el sur hacia los reinos de Lyria y Rivia, hasta Aedirn, y luego hasta Dol Blathanna y Kaedwen… Y a través del valle del Pontar hasta nosotros, hasta Temeria.
—¿Y qué pasó allí?
—Hubo una lucha. Al parecer. No sé mucho de este tema. Pero es lo que decían en el castillo.
—¡Pues si hubo lucha —Ciri adoptó un gesto preocupado— entonces ya es la guerra! ¿Qué es lo que me andas contando?
—No es la primera vez que ha habido lucha —le explicó Jarre, aunque la muchacha vio que estaba cada vez menos seguro de sí mismo—. En las fronteras hay incidentes muy a menudo. Pero no tienen ninguna importancia.
—¿Y por qué no la tienen?
—Hay equilibrio de fuerzas. Ni nosotros ni los nilfgaardianos podemos hacer nada. Y ninguna de las partes puede darle al contrincante un casus belli…
—¿Dar lo qué?
—Un motivo para la guerra. ¿Comprendes? Por eso los incidentes armados de Dol Angra son con toda seguridad accidentes, seguramente un ataque de bandoleros o enredos de contrabandistas… En ningún caso puede tratarse de acciones de ejército regular, ni de los nuestros, ni de los nilfgaardianos… Porque esto sería precisamente un casus belli…
—Ajá. Escucha, Jarre, y dime…
Se incorporó. Alzó de pronto la cabeza, tocó con los dedos las sienes, frunció el ceño.
—Tengo que irme —dijo—. Doña Yennefer me llama.
—¿Puedes escucharla? —se interesó el muchacho—. ¿En la distancia? En qué forma…
—Tengo que irme —repitió, al tiempo que se levantaba y se limpiaba las rodillas de polvo—. Escucha, Jarre. Me voy con doña Yennefer por un asunto muy importante. No sé cuándo volveremos. Te adelanto que se trata de asuntos secretos, que afectan exclusivamente a las hechiceras, así que no hagas preguntas.
Jarre también se levantó. Se arregló la ropa, pero seguía sin saber qué hacer con las manos. Los ojos se le humedecieron en una forma asquerosa.
—Ciri…
—¿Qué?
—Yo… yo…
—No sé qué quieres —dijo impaciente, dirigiendo hacia él sus enormes ojos esmeraldas completamente abiertos—. Y tú por lo visto tampoco lo sabes. Me voy. Adiós, Jarre.
—Hasta la vista… Ciri. Buen viaje. Voy… voy a pensar en ti…
Ciri suspiró.
—¡Aquí estoy, doña Yennefer!
Entró a la habitación como el proyectil de una catapulta que, tras golpear la puerta y abrirla, se estrellara contra la pared. Un escabel que se interponía en el camino amenazaba con romperle la pierna, pero Ciri lo saltó con habilidad, realizó una media pirueta llena de gracia y simuló un tajo con la espada. Luego sonrió alegre por el éxito de la maniobra. Pese a lo rápido de sus movimientos no jadeaba, respiraba con armonía y con tranquilidad. Dominaba ya perfectamente el control de la respiración.
—¡Aquí estoy! —repitió.
—Por fin. Desnúdate y a la bañera. Y rapidito.
La hechicera no miró hacia atrás, no se volvió de la mesa, contempló a Ciri a través del reflejo en el espejo. Yennefer se estaba peinando con lentos movimientos sus humedecidos rizos negros, los cuales se alisaban bajo la acción del peine para, un instante después, retorcerse de nuevo en una ola brillante.
La muchacha se deshebilló las botas como un relámpago, las arrojó a un lado, se liberó de la ropa y se introdujo con un chapoteo en la bañera. Agarró el jabón y comenzó a restregarse enérgicamente el antebrazo.
Yennefer estaba sentada, inmóvil, miraba por la ventana, jugueteaba con el peine. Ciri resoplaba, gorgoteaba y escupía, porque le había entrado jabón en los ojos. Agitó la cabeza, reflexionando sobre si existía algún hechizo que permitiera lavarse sin agua, jabón ni pérdida de tiempo.
La hechicera soltó el peine pero, aún sumida en sus pensamientos, miró por la ventana, a la bandada de cuervos y cornejas que volaba hacia el este entre graznidos chirriantes. Sobre la mesa, junto al espejo y a una imponente batería de frasquitos con cosméticos, yacían unas cuantas cartas. Ciri sabía que Yennefer esperaba estas cartas desde hacía tiempo, que de que las recibiera dependía cuándo iban a dejar el santuario. Pese a lo que le había dicho a Jarre, la muchacha no tenía ni idea de a dónde iban ni por qué razón. Pero en esas cartas…
Chapoteando con la mano izquierda para pasar desapercibida, colocó los dedos de la mano derecha en un gesto, se concentró en la fórmula, clavó la vista en las cartas y envió un impulso.
—Ni te atrevas —le dijo Yennefer sin volverse.
—Pensaba… —carraspeó—. Pensaba que alguna sería de Geralt…
—Si hubiera sido así, te la habría dado. —La hechicera dio la vuelta a la silla, se sentó enfrente de ella—. ¿Te queda todavía mucho de bañarte?
—Ya he terminado.
—Levántate, por favor.
Ciri obedeció. Yennefer sonrió.
—Sí —dijo—. Ya has dejado atrás la infancia. Te has redondeado allí dónde se debe. Baja los brazos. Tus codos no me interesan. Venga, venga, sin rubores, sin falsas vergüenzas. Es tu cuerpo, la cosa más natural en el mundo. El que madures, también es natural. Si tu fortuna hubiera sido otra… Si no hubiera sido por la guerra, haría ya tiempo que serías la mujer de algún príncipe o infante. Te das cuenta, ¿verdad? Hemos hablado de los temas referidos al género tan a menudo y con tanta precisión como para que sepas que ya eres una mujer. Fisiológicamente, se entiende. ¿No habrás olvidado lo que hemos hablado?
—No. No me he olvidado.
—Espero que durante tus visitas a Jarre tampoco hayas tenido problemas con tu memoria, ¿no?
Ciri apartó la vista, pero sólo un instante. Yennefer no sonrió.
—Sécate y ven junto a mí —dijo con frialdad—. No salpiques, por favor.
Ciri, envuelta en toallas, se sentó en un escabel junto a las rodillas de la hechicera. Yennefer peinaba sus cabellos, cortando de vez en cuando con las tijeras algún mechón revoltoso.
—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó la muchacha con indecisión—. ¿Porque… estuve en la torre?
—No. Pero a Nenneke no le gusta. Lo sabes.
—Pero yo no… Ese Jarre no me interesa para nada. —Ciri enrojeció ligeramente—. Yo sólo…
—Precisamente —masculló la hechicera—. Tú sólo. No te hagas la niña, porque ya no lo eres, te recuerdo. A ese muchacho cuando te ve se le cae la baba y comienza a tartamudear. ¿Es que no te das cuenta?
—¡No es mi culpa! ¿Qué le puedo hacer?
Yennefer dejó de peinarla, la midió con sus profundos ojos violetas.
—No te burles de él. Porque eso es abyecto.
—¡Yo no me burlo de él para nada! ¡Sólo hablo con él!
—Quisiera creer —la hechicera hizo chasquear las tijeras al cortar otro mechón que no se dejaba colocar por nada del mundo— que durante esas conversaciones recuerdas lo que te pedí.
—¡Lo recuerdo, lo recuerdo!
—Es un muchacho inteligente y perspicaz. Una, dos palabras imprudentes pueden ponerlo en la dirección correcta, sobre la pista de asuntos que no debe conocer. De los que nadie debe saber. Nadie, absolutamente nadie debe saber quién eres.
—Lo recuerdo —repitió Ciri—. No le he soltado ni palabra a nadie, puedes estar segura. Dime, ¿es por eso que tenemos que irnos? ¿Tienes miedo de que alguien pueda enterarse de quién soy? ¿Por eso?
—No. Por otras razones.
—¿Acaso porque… porque puede haber guerra? ¡Todos hablan de una nueva guerra! Todos hablan de ello, doña Yennefer.
—Ciertamente —confirmó fría la hechicera, haciendo chasquear las tijeras junto a la oreja de Ciri—. Es un tema del grupo de los llamados inagotables. Se hablaba de guerras, se habla de ellas y se seguirá hablando. Y no sin causa: ha habido guerras en el pasado y las habrá en el futuro. Agacha la cabeza.
—Jarre dijo… que no habrá guerra con Nilfgaard. Habló de no sé qué analogías… Me enseñó un mapa. Yo no sé qué decir. No sé lo que son esas analogías, seguramente son algo muy complicado… Jarre lee diversos libros eruditos y se hace el listo, pero yo pienso…
—Me interesa lo que piensas, Ciri.
—En Cintra… Entonces… Doña Yennefer, mi abuela era mucho más lista que Jarre. El rey Eist también era listo, navegaba por los mares, lo conocía todo, incluso el narval y la serpiente marina, apuesto a que hasta más de una analogía había visto. ¿Y de qué sirvió? De pronto aparecieron ellos, los nilfgaardianos…
Ciri bajó la cabeza, la voz se le quebró en la laringe. Yennefer la abrazó, la apretó con fuerza.
—Por desgracia —dijo en voz baja—. Por desgracia tienes razón, feúcha. Si la capacidad de aprovechar las experiencias y de sacar conclusiones fuera decisiva, hace ya mucho que habríamos olvidado qué es la guerra. Pero a los que quieren guerra nunca los han detenido ni les detendrán las experiencias ni las analogías.
—Entonces… Entonces es verdad. Habrá guerra. ¿Por eso tenemos que irnos?
—No hablemos de ello. No nos preocupemos de antemano.
Ciri sorbió las narices.
—Yo ya he visto la guerra —susurró—. No tengo ganas de verla otra vez. Nunca. No quiero estar sola de nuevo. No quiero tener miedo. No quiero perder de nuevo todo, como entonces. No quiero perder a Geralt… ni a ti tampoco. No quiero perderte. Quiero estar contigo. Y con él. Siempre.
—Lo estarás. —La voz de la hechicera tembló ligeramente—. Y yo estaré contigo, Ciri. Siempre. Te lo prometo.
Ciri volvió a sorber las narices. Yennefer tosió bajito, soltó las tijeras y el peine, se levantó, se acercó a la ventana. Los cuervos seguían graznando, mientras volaban en dirección a los cerros.
—Cuando llegué aquí —habló de pronto la hechicera con su voz habitualmente sonora, que temblaba un poco—. Cuando nos vimos por vez primera… No te gusté.
Ciri callaba. Nuestro primer encuentro, pensó. Lo recuerdo. Estaba con otras muchachas en la Gruta, Cortusa nos mostraba las plantas y las hierbas. Entonces entró Iola Primera, susurró algo al oído de Cortusa. La sacerdotisa frunció el ceño con desagrado. Y Iola Primera se acercó a mí con un gesto extraño. Prepárate, Ciri, dijo, ve deprisa al refectorio. Te llama la madre Nenneke. Ha venido alguien.
Una mirada extraña, significativa, la excitación en los ojos. Y el susurro. Yennefer. La hechicera Yennefer. Más deprisa, Ciri, apresúrate. La madre Nenneke te espera. Y ella espera.
Supe al momento, pensó Ciri, que era ella. Porque la había visto. La había visto la noche anterior, en mis sueños.
Ella.
Entonces no conocía su nombre. En mis sueños no hablaba. Sólo me miraba, y detrás de ella, en la oscuridad, vi unas puertas cerradas…
Ciri suspiró. Yennefer se dio la vuelta, la estrella de obsidiana en su cuello refulgió con miles de reflejos.
—Tienes razón —reconoció seria la muchacha, mientras miraba directamente a los ojos violetas de la hechicera—. No me gustabas.
—Ciri —dijo Nenneke—. Acércate a nosotras. Te presento a doña Yennefer de Vengerberg, Maestra de la Magia. No tengas miedo. Doña Yennefer sabe quién eres. Se puede confiar en ella.
La muchacha hizo una reverencia, colocando las manos en un gesto de respeto. La hechicera, con la tela de su largo vestido negro crepitando por el movimiento, se acercó, la tomó por la barbilla, le levantó la cabeza sin ceremonias, la volvió hacia la izquierda, hacia la derecha. Ciri sintió la rabia y la resistencia que le crecían dentro: no estaba acostumbrada a que nadie la tratara de esta forma. Y al mismo tiempo le pinchó el aguijón ardiente de la envidia. Yennefer era muy hermosa. En comparación con la belleza pálida, delicada y bastante corriente de las sacerdotisas y las adeptas que Ciri veía cada día, la hechicera brillaba con una belleza consciente, incluso demostrativa, acentuada, subrayada en cada detalle. Sus rizos como ala de cuervo, que caían en cascada sobre los hombros, refulgían, reflejaban la luz como plumas de pavo, retorciéndose y ondulando con cada movimiento. Ciri se avergonzó de pronto, se avergonzó de sus codos arañados, de sus manos agrietadas, de sus uñas quebradas, de sus cabellos rotos en mechones grises. De pronto deseó poderosamente tener lo que tenía Yennefer: un cuello bello y muy desnudo, y sobre él una hermosa cinta de terciopelo negro y una preciosa y brillante estrella. Unas cejas iguales, acentuadas con carbón y unas largas pestañas. Una boca orgullosa. Y esas dos redondeces, que se alzaban con cada inspiración, apretadas por la tela negra y la blanca puntilla…
—Así que ésta es la famosa Sorpresa. —La hechicera frunció un poco los labios—. Mírame a los ojos, muchacha.
Ciri se estremeció y metió la cabeza entre los hombros. No, eso no se lo envidiaba a Yennefer, no quería tenerlo y ni siquiera deseaba verlo. Esos ojos, violetas, profundos como un lago sin fondo, que brillaban extraños, impasibles y malvados. Horribles.
La hechicera se volvió hacia la gruesa suma sacerdotisa. La estrella de su cuello ardió a los reflejos del sol que atravesaba la ventana del refectorio.
—Sí, Nenneke —dijo—. No hay duda. Basta mirar a estos ojitos verdes para saber que hay algo en ellos. La frente alta, los arcos de las cejas tan regulares, la bonita distancia entre los ojos. Las finas aletas de la nariz. Los largos dedos. El extraño pigmento de los cabellos. Claramente, se trata de sangre de los elfos, aunque no hay mucha de esta sangre en ella. Un bisabuelo o bisabuela élficos. ¿He acertado?
—No conozco su ascendencia —repuso la suma sacerdotisa—. No me interesa.
—Alta para su edad —continuó la hechicera, todavía tasando a Ciri con la mirada. La muchacha estaba ardiendo de rabia y de nervios, luchaba contra el poderoso deseo de aullar retadoramente, aullar con toda la fuerza de sus pulmones, patalear y escapar al parque, tirando por el camino el florero de la mesa y cerrando las puertas de tal modo que se cayera el yeso del techo.
—No está mal desarrollada. —Yennefer no apartaba la vista de ella—. ¿Sufrió en su infancia alguna enfermedad contagiosa? Ja, seguro que tampoco le preguntaste por ello. ¿Aquí no ha enfermado?
—No.
—¿Migrañas? ¿Desmayos? ¿Tendencia a resfriarse? ¿Dolores menstruales?
—No. Sólo los sueños.
—Lo sé. —Yennefer le retiró los cabellos de las mejillas—. Él escribió acerca de ello. De su carta se desprendía que en Kaer Morhen no habían intentado con ella ningún… experimento. Me gustaría creer que es verdad.
—Es verdad. Únicamente le dieron estimulantes naturales.
—¡Los estimulantes no son nunca naturales! —La hechicera alzó la voz—. ¡Nunca! Justo esos estimulantes pudieron reforzar en ellas los síntomas… ¡Rayos, no creía que tuviera tanta falta de responsabilidad!
—Tranquilízate. —Nenneke la miró con frialdad y con una repentina y extraña falta de respeto—. Te dije que eran medios naturales, seguros por completo. Perdona, querida, pero en este campo me considero mejor autoridad que tú. Sé que te resulta terriblemente difícil aceptar cualquier autoridad, pero en este caso estoy obligada a imponértela. Y no hablemos más de ello.
—Como quieras. —Yennefer apretó los labios—. Venga, vamos, muchacha. No tenemos mucho tiempo, sería un pecado perderlo.
Ciri controló con esfuerzo el temblor de sus manos, tragó saliva, miró interrogativamente a Nenneke. La suma sacerdotisa tenía el rostro serio y como preocupado, y la sonrisa con la que respondió a la muda pregunta resultaba fea y artificial.
—Ahora te irás con doña Yennefer —le dijo—. Durante algún tiempo doña Yennefer será tu tutora.
Ciri agachó la cabeza, apretó los dientes.
—Con toda seguridad estarás asombrada —siguió Nenneke— de que de pronto te tome bajo su protección una Maestra de la Magia. Pero tú eres una muchacha inteligente, Ciri. Te imaginas cuál es la causa. Heredaste de tus antepasados ciertas… capacidades. Sabes de lo que hablo. Venías a mí, entonces, después de esos sueños, después de las alarmas nocturnas en el dormitorio. Yo no supe ayudarte. Pero doña Yennefer…
—Doña Yennefer —le interrumpió la hechicera— hará lo que haya que hacer. Vamos, muchacha.
—Ve. —Nenneke agitó la cabeza, intentando en vano dar a su sonrisa al menos un aspecto de naturalidad—. Ve, niña. Recuerda que tener como tutora a alguien como doña Yennefer es un gran honor. No avergüences al santuario ni a nosotras, tus maestras. Y sé obediente.
Me escaparé esta noche, decidió Ciri. De vuelta a Kaer Morhen. Robaré un caballo en el establo y no me volverán a ver. ¡Me escaparé!
—¡Ni pensarlo! —dijo la hechicera a media voz.
—¿Dime? —La sacerdotisa alzó la cabeza—. ¿Qué has dicho?
—Nada, nada —sonrió Yennefer—. Te ha debido de parecer. ¿O puede que me haya parecido a mí? Mira a tu pupila, Nenneke. Rabiosa como un gato. Chispas en los ojos, mira cómo rebufa, y si supiera poner las orejas como los gatos lo haría. ¡Bruja! Va a haber que agarrarla fuerte por el cuello, cortarle las uñas.
—Más comprensión. —Los rasgos de la sacerdotisa se endurecieron visiblemente—. Por favor, muéstrale corazón y comprensión. Ella no es aquélla por quien la tienes.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Ella no es tu rival, Yennefer.
Durante un instante se midieron con la vista, ambas, hechicera y sacerdotisa, y Ciri sintió un temblor en el aire, una extraña y terrible fuerza que se solidificaba entre ellas. Duró esto tan sólo una fracción de segundo, tras lo que la fuerza desapareció y Yennefer se rio con naturalidad y sonoridad.
—Me había olvidado —dijo—. Siempre de su lado, ¿no, Nenneke? Siempre llena de preocupación por él. Como la madre que nunca tuvo.
—Y tú siempre en contra de él —sonrió la sacerdotisa—. Como siempre, le haces merced de sentimientos muy fuertes. Y te defiendes con todas tus fuerzas para no llamar a esos sentimientos por su verdadero nombre.
Ciri sintió de nuevo cómo crecía allá abajo, en la tripa, una rabia que pulsaba en sus sienes en forma de espíritu de contradicción y de revuelta. Recordó cuántas veces y en qué circunstancias había oído ese nombre. Yennefer. Un nombre que le producía inquietud, un nombre que era el símbolo de algún secreto amenazador. Se imaginaba cuál era ese secreto.
Hablan ante mí abiertamente, sin embarazo, pensó, sintiendo como de nuevo le comenzaban a temblar de rabia las manos. No se preocupan por mí para nada. No me prestan atención. Como si fuera una niña. Hablan de Geralt delante de mí, en mi presencia, y no deben hacerlo porque yo… Yo soy…
¿Quién?
—¡Y tú por tu parte, Nenneke —repuso la hechicera—, como de costumbre te diviertes analizando las emociones ajenas, y para colmo interpretándolas a tu manera!
—¿Y metiendo las narices en asuntos ajenos?
—No quería decir eso. —Yennefer agitó sus negros rizos, y los rizos brillaron y se retorcieron como serpientes—. Gracias que lo hiciste por mí. Y ahora cambiemos de tema, por favor. Porque éste al que estamos dando vueltas es extraordinariamente estúpido. Hasta se avergüenza una delante de nuestra joven adepta. Y en lo que respecta a la comprensión que me pedías… Seré comprensiva. En lo que respecta a mostrar corazón puedo tener dificultades, puesto que en general se dice que no poseo tal órgano. Pero ya nos las arreglaremos. ¿Verdad, Sorpresa?
Se sonrió en dirección a Ciri y Ciri, pese a sí misma, pese a su rabia y enfado, tuvo que responderle con un sonrisa. Porque la sonrisa de la hechicera era inesperadamente amable, bondadosa, cordial. Y muy, muy hermosa.
Escuchaba la alocución de Yennefer, que estaba demostrativamente vuelta de espaldas, fingiendo que toda su atención estaba puesta en el abejorro que zumbaba en la flor de una de las malvas que crecían al pie del muro del santuario.
—Nadie me preguntó a mí —masculló.
—¿Qué es lo que no te preguntó nadie?
Ciri giró en una media pirueta, golpeó enfadada con el puño en la malva. El abejorro se alejó volando, zumbando con rabia y odio.
—¡Nadie me preguntó si yo quería que me enseñaras!
Yennefer apoyó los puños en las caderas, sus ojos echaban chiribitas.
—Vaya una coincidencia —ceceó—. Imagínate que a mí tampoco me preguntó nadie si tenía ganas de enseñarte. Las ganas, al fin y al cabo, no tienen aquí nada que ver. Yo no acepto a cualquiera y tú, pese a las apariencias, podrías resultar cualquiera. Me pidieron que viera cómo eres. Que investigara qué es lo que hay en ti y si eso te amenaza. Y yo, no sin reticencia, asentí.
—¡Pero yo todavía no he asentido!
La hechicera alzó el brazo, movió la mano. Ciri sintió cómo le latían las sienes y como le zumbaban los oídos, de forma parecida a como cuando se traga saliva, pero mucho más fuerte. Sintió sueño y una debilidad paralizante, un cansancio que le volvía rígido el cuello, temblaban las rodillas.
Yennefer bajó la mano y las sensaciones desparecieron al instante.
—Escúchame con atención, Sorpresa —dijo—. Puedo hechizarte sin esfuerzo, hipnotizarte o hacerte entrar en trance. Puedo paralizarte, atiborrarte de elixires por la fuerza, desnudarte, ponerte sobre una mesa y examinarte durante algunas horas, haciendo un descanso para comer algo, y tú estarías tendida mirando al techo, sin ser capaz de mover siquiera los globos oculares. Haría así con la primera mocosa que pillara. Contigo no quiero obrar así porque al primer vistazo se ve que eres una muchacha inteligente y orgullosa, que tienes carácter. No quiero avergonzarte ni a ti, ni tampoco a mí. Ante Geralt. Porque él fue quien me pidió que examinara tus talentos. Para que te ayude a arreglártelas con ellos.
—¿Te lo pidió? ¿Por qué? ¡Nadie me ha dicho nada! No me han preguntado nada…
—Vuelves a ello con terquedad —le interrumpió la hechicera—. Nadie te pidió tu opinión, nadie hizo el esfuerzo de ver qué es lo que querías y qué es lo que no. ¿Acaso has dado lugar a que se te considerara una obstinada y terca mocosa a la que no vale la pena hacer tales preguntas? Pero me arriesgaré, te haré la pregunta que nadie te ha dado. ¿Te dejarás realizar los tests?
—¿Y qué es eso? ¿Qué son esos tests? ¿Y por qué…?
—Ya te lo he explicado. Si no lo has entendido, qué le vamos a hacer. No tengo intenciones de pulir tu percepción ni trabajar sobre tu inteligencia. Lo mismo puedo hacerle los tests a una lista como a una tonta.
—¡No soy tonta! ¡Y lo he entendido todo!
—Pues mejor.
—¡Pero yo no valgo para hechicera! ¡No tengo ningún talento! ¡Nunca seré hechicera ni lo quiero ser! Estoy destinada a Geralt… ¡Estoy destinada a ser bruja! ¡Vine aquí sólo para poco tiempo! Pronto me volveré a Kaer Morhen…
—Estás mirando mi escote todo el rato —dijo Yennefer, entrecerrando ligeramente sus ojos violetas—. ¿Ves en ellos algo extraordinario o se trata de simple envidia?
—Esa estrella… —murmuró Ciri—. ¿De qué es? Esas piedrecitas se mueven y brillan muy raro…
—Pulsan —sonrió la hechicera—. Son brillantes activos incluidos en obsidiana. ¿Quieres verlos de cerca? ¿Tocarlos?
—Sí… ¡No! —Ciri retrocedió, agitó su cabeza con rabia, como queriendo expulsar de sí el perfume a lilas y grosellas que surgía de Yennefer—. ¡No quiero! ¿Para qué lo necesito? ¡No me interesa! ¡Nada de nada! ¡Soy bruja! ¡No tengo ningún talento para la magia! No sirvo para hechicera, creo que está claro, porque soy… Y además…
La hechicera se sentó en un poyo de piedra que estaba junto al muro y se embebió en la contemplación de sus uñas.
—… y además —terminó Ciri—, tengo que reflexionar.
—Ven aquí. Siéntate junto a mí.
Obedeció.
—Tengo que tener tiempo para pensarlo —dijo insegura.
—Desde luego. —Yennefer asintió, todavía mirando sus uñas—. Se trata de un asunto importante. Precisa de reflexión.
Ambas guardaron silencio durante un rato. Las adeptas que paseaban por el parque las miraron de refilón, con curiosidad, susurraban, risoteaban.
—¿Y?
—¿Qué… y?
—¿Te lo has pensado ya?
Ciri se levantó violentamente sobre los dos pies, bufó, pataleo.
—Yo… Yo… —resopló, sin poder tomar aliento de la rabia que tenía—. ¿Acaso te burlas de mí? ¡Necesito tiempo! ¡Tengo que reflexionar! ¡Más tiempo! ¡Todo el día… y la noche!
Yennefer la miró a los ojos y Ciri se encogió ante esta mirada.
—El proverbio afirma —dijo lentamente la hechicera— que hay que consultar con la almohada. Pero en tu caso, Sorpresa, la almohada puede que solamente traiga otra pesadilla más. Te despertarás otra vez entre gritos y dolores, bañada en sudor, tendrás otra vez miedo, miedo de lo que hayas visto, tendrás miedo de lo que no vas a poder acordarte. Y no habrá más sueño esa noche. Habrá amenaza. Hasta el alba.
La muchacha tembló, bajó la cabeza.
—Sorpresa. —La voz de Yennefer se transformó imperceptiblemente—. Confía en mí.
Los brazos de la hechicera eran cálidos. El terciopelo negro del vestido parecía hasta pedir que lo tocasen. El perfume a lilas y grosellas embriagaba deliciosamente. El abrazo tranquilizaba y apaciguaba, relajaba, suavizaba la tensión, aplacaba la rabia y la revuelta.
—Aceptas hacer los tests, Sorpresa.
—Acepto —respondió, comprendiendo que no tenía necesidad de responder. Porque no se trataba de una pregunta.
—Yo ya no entiendo nada de nada —dijo Ciri—. Primero dices que tengo capacidades porque tengo esos sueños. Pero quieres hacer esas pruebas y comprobar… Entonces, ¿qué? ¿Tengo capacidades o no?
—A esa pregunta responderán los tests.
—Tests, tests. —Enarcó las cejas—. No tengo capacidades, te digo, si tuviera, creo que lo sabría, ¿no? Pero si, por una casualidad, las tuviera, entonces, ¿qué?
—Hay dos posibilidades —comunicó indiferente la hechicera mientras abría la ventana—. O bien habrá que ahogar esas capacidades o bien enseñarte a controlarlas. Si tienes el talento y quieres hacerlo, intentaré impartirte algunos conocimientos elementales de magia.
—¿Que quiere decir "elementales"?
—Básicos.
Estaban en la misma gran habitación que Nenneke había destinado para la hechicera, junto a la biblioteca, en un ala lateral del edificio, apenas usada. Ciri sabía que estas habitaciones se las destinaban a los invitados. Sabía que Geralt, cuantas veces había estado en el santuario, había vivido precisamente allí.
—¿Vas a querer enseñarme? —Se sentó en la cama, pasó la mano por la colcha adamascada—. ¿Vas a querer llevarme de aquí, verdad? ¡Nunca me iré contigo!
—Entonces me iré sola —dijo Yennefer, desatando los cordeles de las enjalmas—. Y te prometo que no voy a echarte de menos. Ya te he dicho que sólo te educaré si lo quieres. Y puedo hacerlo aquí, donde estamos.
—¿Cuánto tiempo vas a edu… enseñarme?
—Tanto como quieras. —La hechicera se agachó, abrió la cómoda, sacó de ella una vieja bolsa de cuero, un cinturón, dos botas de piel cosida y una pequeña damajuana de barro rodeada de mimbre. Ciri escuchó cómo maldecía en voz baja, riéndose al mismo tiempo, vio cómo guardaba el hallazgo de vuelta en la cómoda. Se imaginó a quién pertenecían. Quién las había dejado allí.
—¿Qué significa tanto como quiera? —preguntó—. Si me aburro o no me gustan esas lecciones…
—Entonces dejaremos de darlas. Basta con que me lo digas. O me lo muestres.
—¿Mostrar? ¿Cómo?
—Si nos decidiéramos por la educación, exigiré absoluta obediencia. Repito: absoluta. Así que si estás harta de las lecciones basta con que muestres desobediencia. Entonces, inmediatamente, se acabarán las lecciones. ¿Está claro?
Ciri meneó la cabeza, lanzó una rápida mirada con sus ojos verdes a la hechicera.
—En segundo lugar —continuó Yennefer mientras se dedicaba a desempacar las enjalmas—, voy a exigir absoluta sinceridad. No debes esconderme nada. Nada. Si sientes que estás harta, basta con que comiences a mentir, fingir, simular o cerrarte en ti misma. Si te pregunto algo y no me respondes sinceramente, esto significará el fin de las lecciones. ¿Me has entendido?
—Sí —rezongó Ciri—. Y esta… sinceridad… ¿va a funcionar en las dos direcciones? ¿Voy a poder… hacerte preguntas a ti?
Yennefer la miró y su boca se deformó extrañamente.
—Por supuesto —respondió al cabo de un rato—. Se entiende por sí mismo. En eso se basan las lecciones y la tutela que tengo intenciones de desplegar sobre ti. La sinceridad funciona en las dos direcciones. Puedes hacerme preguntas. En cualquier momento. Y yo responderé a ellas. Con sinceridad.
—¿A todas las preguntas?
—A todas.
—¿Desde este momento?
—Sí. Desde este momento.
—¿Qué es lo que hay entre tú y Geralt?
Ciri casi se desmayó, asustada por su propia desfachatez y por el silencio helado que cayó después de la pregunta.
La hechicera se acercó poco a poco a ella, le puso las manos en los hombros, le miró a los ojos, de cerca, profundamente.
—Nostalgia —respondió seria—. Tristeza. Esperanza. Dolor. Sí, creo que no he olvidado nada. Venga, ahora tenemos que empezar con los tests, tú, culebrilla de ojos verdes. Comprobaremos si sirves. Aunque después de tu pregunta me extrañaría mucho si resultara que no. Vamos, feúcha.
Ciri se indignó.
—¿Por qué me llamas así?
Yennefer sonrió con la comisura de los labios.
—Te prometí sinceridad.
Ciri se enderezó, nerviosa, se removió impaciente en la dura silla, que le lastimaba el culo después de unas cuantas horas de estar sentada.
—¡No vamos a sacar nada de esto! —gritó, limpiándose en la mesa el dedo manchado de carbón—. ¡Si es que… si es que no me sale nada! ¡No sirvo para hechicera! ¡Lo sabía desde el principio, pero no querías escucharme! ¡No me has hecho ningún caso!
Yennefer alzó las cejas.
—¿Dices que no te quería escuchar? Interesante. Por lo general presto atención a toda frase dicha en mi presencia y la anoto en mi memoria. La condición es que la frase tenga al menos una migaja de sentido.
—Siempre te estás burlando. —Ciri rechinó los dientes—. Y yo sólo hablaba… Bueno, de esas capacidades. Porque sabes, allí, en Kaer Morhen, en las montañas… No conseguí hacer ninguna Señal de los brujos. ¡Ni una sola!
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Lo sé. Pero esto no significa nada.
—¿Cómo que no? Bueno… ¡Pero eso no es todo!
—Escucho con atención.
—Yo no sirvo. ¿No lo entiendes? Soy… demasiado joven.
—Yo era más joven cuando comencé.
—Pero seguro que no eras…
—¿De qué se trata, muchacha? ¡Deja de tartamudear! Por favor, aunque sea sólo una frase completa.
—Porque… —Ciri bajó la cabeza, se ruborizó—. Porque Iola, Myrrha, Eurneid y Katje, durante el almuerzo, se burlaron de mí y dijeron que los hechizos no me vienen y que yo no seré capaz de hacer magia porque… porque soy… virgen, es decir…
—Imagínate que sé lo que significa —le interrumpió la hechicera—. Seguro que consideras esto una burla malvada, pero con tristeza tengo que comunicarte que estás diciendo tonterías. Volvamos al test.
—¡Soy virgen! —repitió Ciri con insolencia—. ¿Para qué estos tests? ¡Una virgen no puede hacer encantamientos!
—No veo otra salida. —Yennefer se recostó en el respaldo de la silla—. Así que vete y pierde la virginidad, si es que tanto te molesta. Yo te espero. Pero date prisa, si puedes.
—¿Te burlas de mí?
—¿Te has dado cuenta? —La hechicera sonrió un poquito—. Te felicito. Has pasado el examen de perspicacia. Y ahora el test de verdad. Pon atención, por favor. Mira: en este dibujo hay cuatro pinos. Cada uno de ellos tiene un número de ramas distinto. Dibuja en este lugar vacío un pino que encaje con los otros cuatro.
—Los pinos son estúpidos —sentenció Ciri, sacando la lengua y dibujando con carbón un arbolillo ligeramente torcido—. ¡Y aburridos! No entiendo qué tienen en común los pinos con la magia. ¿Qué? ¿Doña Yennefer? ¡Prometiste que ibas a responder a todas mis preguntas!
—Por desgracia —suspiró la hechicera, tomando la hoja de papel y observando críticamente los dibujos—. Me da la sensación de que voy a tener que lamentar mi promesa. ¿Qué tienen en común los pinos con la magia? Pues nada. Pero has dibujado correctamente y en el tiempo debido. De hecho, para una virgen, está muy bien.
—¿Te ríes de mí?
—No. Yo me río pocas veces. Tiene que haber un motivo en verdad importante para que me ría. Concéntrate en la nueva hoja, Sorpresa. En ella están dibujadas unas filas conformadas por estrellas, círculos, crucecitas y triángulos, en cada fila hay una cantidad diferente de cada elemento. Reflexiona y responde: ¿cuántas estrellas tiene que haber en la última fila?
—¡Las estrellas son estúpidas!
—¿Cuántas, muchacha?
—¡Tres!
Yennefer guardó silencio, con la vista clavada en un detalle de las puertas labradas del armario que sólo ella sabía cuál era. La sonrisa malvada en los labios de Ciri comenzó poco a poco a desaparecer hasta que, por fin, desapareció completamente, sin dejar rastro.
—Seguramente te interesaba saber —dijo la hechicera sin dejar de admirar el armario— qué es lo que podría suceder cuando me contestases con respuestas estúpidas y sin sentido. ¿Pensabas quizás que no lo advertiría porque tus respuestas no me interesan? Mal pensabas. ¿Juzgabas acaso que simplemente me daría cuenta de que eres idiota? Mal juzgabas. Y si te aburrías de que te hicieran pruebas y querías, para variar, probarme a mí… Bueno, ¿lo has conseguido? De una u otra forma, este test se ha terminado. Dame el papel.
—Lo siento, doña Yennefer. —La muchacha bajó la cabeza—. Aquí por supuesto tiene que haber… una estrella. Perdón. Por favor, no te enfades conmigo.
—Mírame, Ciri.
Alzó los ojos, asombrada. Porque por primera vez la hechicera se refirió a ella por su nombre.
—Ciri —dijo Yennefer—. Sabe, que, pese a las apariencias, yo me enfado tan raramente como me río. No me has hecho enfadar. Pero al pedir perdón me has demostrado que no me equivoqué contigo. Y ahora toma la siguiente hoja. Como ves en ella hay cinco casitas. Dibuja otra casita…
—¿Otra vez? De verdad que no entiendo por qué…
—… otra casita. —La voz de la hechicera sufrió un cambio peligroso, los ojos brillaron con un fuego violeta—. Aquí, en este sitio vacío. No me obligues a repetirlo, por favor.
Después de las manzanitas, arbolitos, estrellitas, pececitos y casitas le llegó el turno a los laberintos, en los que había que encontrar la salida muy deprisa, a las líneas onduladas, a las manchas que recordaban a cucarachas aplastadas, a otras imágenes y mosaicos extraños, a causa de los cuales los ojos bizqueaban y la cabeza daba vueltas. Luego vino la bolita brillante en el cordel, a la que había que mirar fijamente durante largo tiempo. Mirar fijamente era más aburrido que un día sin pan, Ciri solía quedarse dormida. Yennefer, extrañamente, no se molestaba por ello, aunque algunos días antes le había gritado amenazadora durante un intento de echar una cabezada sobre una de las manchas de cucarachas.
De atrafagarse sobre los textos le comenzaron a doler el cuello y la espalda y cada día que pasaba le dolían más y más. Echaba de menos el movimiento y el aire libre y en el marco de su obligación de ser sincera se lo contó a Yennefer. La hechicera se lo tomó muy bien, como si se lo esperara desde hacía tiempo.
Durante los dos días siguientes, ambas se dedicaron a correr por el parque, saltaban setos y cercas ante las miradas divertidas o llenas de piedad de las adeptas y sacerdotisas. Hicieron gimnasia, ejercitaron el equilibrio, andando por la cima del murete que delimitaba el jardín y las construcciones de labranza. A diferencia de los entrenamientos de Kaer Morhen, a los ejercicios con Yennefer siempre les acompañaba la teoría. La hechicera le enseñaba a respirar, controlando los movimientos del pecho y del diafragma con una fuerte presión de las manos. Le explicó las leyes del movimiento, la acción de los huesos y músculos, le demostró cómo descansar, distenderse y relajarse.
Durante uno de aquellos relajos, estirada sobre la hierba, mirando al cielo, Ciri hizo la pregunta que le quemaba.
—¿Doña Yennefer? ¿Cuándo terminaremos por fin estos tests?
—¿Tanto te aburren?
—No… Pero me gustaría saber ya si valgo para hechicera.
—Vales.
—¿Ya lo sabes?
—Lo sabía desde el principio. No muchas personas son capaces de percibir la actividad de mis estrellas. Muy pocas, en verdad. Y tú lo percibiste al momento.
—¿Y los tests?
—Terminados. Ya sé lo que quería saber de ti.
—Pero algunos de los problemas… No me salieron muy bien. Tú misma decías que… ¿De verdad estás segura? ¿No te equivocas? ¿Estás segura de que tengo capacidades?
—Estoy segura.
—Pero…
—Ciri. —La hechicera daba la sensación de estar divertida y falta de paciencia al mismo tiempo—. Desde el momento en que nos hemos tumbado en el prado estoy hablando contigo sin usar la voz. Esto se llama telepatía, recuérdalo. Y como seguramente habrás observado, no nos dificulta la conversación.
—La magia —Yennefer, mirando al cielo por encima de las colinas, apoyó la mano en el arco de la silla— es en opinión de algunos una encarnación del Caos. Es la llave que puede abrir la puerta prohibida. La puerta detrás de la que acecha la pesadilla, la amenaza y un horror inimaginable, detrás de la que aguardan fuerzas enemigas, destructivas, los poderes del puro Mal, que pueden destruir no sólo a aquél que abrió la puerta sino a todo el mundo. Y puesto que no faltan los que manipulan esas puertas, alguna vez alguien cometerá un error y entonces el fin del mundo estará predestinado y será inevitable. La magia es, según esto, la venganza y el arma del Caos. El que después de la Conjunción de las Esferas los seres humanos aprendieran cómo servirse de la magia es una maldición y la perdición del mundo. La perdición de la humanidad. Y así es, Ciri. Los que consideran que la magia es el Caos no se equivocan.
El semental moro de la hechicera lanzó un agudo relincho al ser golpeado ligeramente con los talones y anduvo lento por el brezal. Ciri azuzó el caballo, cabalgó por la senda, alcanzó a Yennefer. Los brezos les llegaban hasta los estribos.
—La magia —siguió al cabo Yennefer— es, en opinión de algunos, un arte. Un arte grande, elitista, capaz de crear cosas hermosas y extraordinarias. La magia es un talento otorgado a unos cuantos elegidos. Otros, faltos de talento, únicamente pueden mirar con asombro y envidia al resultado del trabajo de los artistas, pueden admirar las obras de arte creadas, sintiendo al mismo tiempo que sin estas obras y sin este talento el mundo sería más pobre. El que después de la Conjunción de las Esferas algunos elegidos descubrieran dentro de sí las Artes es una hermosa bendición. Y así es. Los que consideran que la magia es un arte también tienen razón.
Sobre la chata y desnuda colina, que surgía de entre los brezos como el dorso de una fiera agazapada, yacía una gigantesca roca, apoyada sobre otras piedras menores. La hechicera dirigió el caballo en su dirección, sin interrumpir la lección.
—Hay también quienes opinan que la magia es una ciencia. Para dominarla no bastan el talento y las capacidades innatas. Son indispensables años de atentos estudios y trabajo agotador, son necesarias constancia y disciplina interior. La magia así conquistada es saber, conocimiento cuyas fronteras se extienden constantemente gracias al intelecto vivo y docto, gracias a la experiencia, el experimento, la práctica. La magia así conquistada es progreso, desarrollo, cambio. Es un movimiento continuo. Hacia arriba. Hacia lo mejor. Hacia las estrellas. El que después de la Conjunción de las Esferas descubriéramos la magia nos permitirá algún día alcanzar las estrellas. Baja del caballo, Ciri.
Yennefer se acercó al monolito, puso la mano sobre la rugosa superficie de la piedra, limpió cautelosamente el polvo y las hojas caídas.
—Los que consideran que la magia es una ciencia —continuó— también tienen razón. Recuérdalo, Ciri. Y ahora acércate aquí, a mí.
La muchacha tragó saliva, se acercó. La hechicera la tomó por los brazos.
—Recuerda —repitió—. La magia es Caos, Arte y Ciencia. Es maldición, bendición y progreso. Todo depende que quién se sirve de la magia y para qué fines. La magia está en todas partes. Alrededor de nosotros. Es fácil llegar a ella. Basta extender la mano. Mira. Extiendo la mano.
El cromlech vibró perceptiblemente. Ciri escuchó un estruendo sordo, un retumbar que procedía del interior de la tierra. Los brezos ondularon, aplastados por el viento que de forma inesperada sopló sobre la colina. El cielo se oscureció violentamente, se llenó de nubes que se arrastraban a una velocidad extraordinaria. La muchacha sintió gotas de agua sobre el rostro. Entrecerró los ojos ante el fuego de los relámpagos que de pronto hicieron arder el horizonte. Se acercó inconscientemente a la hechicera, a sus negros cabellos que olían a lila y grosella.
—La tierra por la que andamos. El fuego que nunca se apaga en su interior. El agua de la que surgió toda vida y sin la que toda vida es imposible. El aire que respiramos. Basta extender la mano para gobernar sobre ellos, para obligarlos a obedecer. La magia está en todas partes. Está en el aire, en el agua, en la tierra y en el fuego. Y está detrás de las puertas que la Conjunción de las Esferas cerró ante nosotros. De ahí, de detrás de las puertas cerradas, la magia a veces extiende sus manos hacia nosotros. A por nosotros. ¿Lo sabes, verdad? Ya has sentido el contacto de la magia, el contacto de las manos de detrás de las puertas cerradas. Este contacto te ha llenado de miedo. Un contacto así llena de miedo a cualquiera. Porque en cada uno de nosotros hay Caos y Orden, Bien y Mal. Pero esto se puede y se debe controlar. Hay que aprenderlo. Y tú estás aprendiéndolo. Por eso te he traído aquí, a esta piedra, que desde tiempos inmemoriales está en la intersección de las venas que laten de poder. Tócala.
La roca tembló, vibró y junto con ella temblaba y vibraba la cumbre entera.
—La magia te extiende la mano, Ciri. Para ti, muchacha extraña, Sorpresa, Niña de la Vieja Sangre, Sangre de los Elfos. Muchacha extraña, enlazada con el Movimiento y el Cambio, con el Holocausto y la Resurrección. Destinada y siendo Destino. La magia extiende a por ti su mano desde el otro lado de las puertas cerradas, a por ti, pequeño grano de arena en el curso del Reloj de la Fortuna. Extiende a por ti sus garras el Caos, que aún no está seguro de si serás su herramienta o un obstáculo en sus planes. Lo que el Caos te muestra en los sueños es precisamente esa inseguridad. El Caos te tiene miedo, Hija del Destino. Y quiere conseguir que seas tú quien tema.
Brilló un relámpago, el trueno estalló afilado. Ciri temblaba de frío y de terror.
—El Caos no te puede mostrar quién es él de verdad. Por eso te muestra el futuro, te muestra lo que va a acontecer. Quiere conseguir que tengas miedo a los días venideros para que el miedo a lo que te sucederá a ti y a los tuyos comience a controlarte, para que se apodere de ti por completo. Por eso el Caos confeccionó los sueños. Ahora me mostrarás lo que ves en los sueños. Y tendrás miedo. Y luego lo olvidarás y controlarás el miedo. Mira a mi estrella, Ciri. ¡No apartes la vista de ella!
Un relámpago. Un trueno.
—¡Habla! ¡Te lo ordeno!
Sangre. Los labios de Yennefer, heridos y rotos, se mueven sin ruido, expulsan sangre. Con el galope quedan atrás blancas rocas. El caballo relincha. Un salto. Un abismo, un precipicio. Un grito. Un vuelo, un vuelo interminable. Un precipicio…
Humo en el fondo de la sima. Escaleras que conducen hacia abajo. Va’esse deireádh aep eigean… Algo se termina… ¿El qué?
Elaine blath, Feainnewedd… ¿Niña de la Vieja Sangre?
La voz de Yennefer parece venir de lejos, está sofocada, despierta ecos entre las paredes de piedra que chorrean agua. Elaine blath…
—¡Habla!
Los ojos violetas brillan, arden en un rostro demacrado, crispado, ennegrecido por los tormentos, oculto por la tormenta de unos cabellos negros, enmarañados, sucios. Oscuridad. Humedad. Hedor. El penetrante frío de las paredes de piedra. Un frío acero en las muñecas, en los tobillos…
Un abismo. Humo. Escaleras que conducen hacia abajo. Escaleras que hay que bajar. Hay que hacerlo porque… Porque algo se acaba. Porque se acerca el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Tormenta Blanca. El Tiempo del Frío Blanco y de la Luz Blanca…
¡La Leoncilla ha de morir! ¡Razón de estado!
Vamos, dice Geralt. Por las escaleras, hacia abajo. Tenemos que hacerlo. Así ha de ser. No hay otro camino. Sólo las escaleras. ¡Hacia abajo!
Sus labios no se mueven. Están lívidos. Sangre, por todos lados hay sangre… Todas las escaleras están ensangrentadas… Cuidado con no resbalar… Porque un brujo sólo tropieza una vez… El brillo de la hoja. Grito. Muerte. Hacia abajo. Por las escaleras hacia abajo.
Humo. Fuego. Un galope rabioso, el martilleo de los cascos. Fuego alrededor.
¡Agárrate! ¡Agárrate, Leoncilla de Cintra!
Un caballo negro relincha, se encabrita. ¡Agárrate!
El caballo negro baila. En las hendiduras del yelmo adornado con alas de un ave de rapiña relucen y arden dos ojos sin piedad.
Una ancha espada que refleja el brillo del incendio cae con un silbido. ¡Un quiebro, Ciri! ¡Una finta! ¡Pirueta, parada! ¡Quiebro! ¡Quiebro! ¡Demasiado despaciooooo!
El golpe ciega el brillo de los ojos, sacude el cuerpo entero, el dolor paraliza al momento, embota, insensibiliza, y luego estalla de pronto con una fuerza monstruosa, se clava en la mejilla con una terrible y horrorosa garra, tira, traspasa al bies, irradia al cuello, a la nuca, al pecho, a los pulmones…
—¡Ciri!
Sintió en la espalda y en la parte de atrás de la cabeza el frío inmóvil, áspero y desagradable de la piedra. No recordaba cuándo se había sentado. Yennefer estaba de rodillas junto a ella. Delicada, pero decididamente, le enderezaba los dedos, le retiraba la mano de la mejilla. La mejilla le latía, pulsaba con dolor.
—Mamá… —gimió Ciri—. Mamá… ¡Cómo duele! Mamá…
La hechicera tocó su rostro. Tenía las manos frías como el hielo. El dolor desapareció al instante.
—He visto… —susurró la muchacha, cerrando los ojos—. Lo que en los sueños… El caballero negro… A Geralt… Y aún… A ti… ¡Te vi, doña Yennefer!
—Lo sé.
—Te vi… Vi cómo…
—Nunca más. Nunca más tendrás que verlo otra vez. Nunca vas a volver a soñar con ello. Te daré una fuerza que expulsará de ti las pesadillas. Para eso te traje aquí, Ciri, para mostrarte esa fuerza. Desde mañana comenzaré a dártela.
Vinieron días difíciles, días laboriosos, días de estudio intenso, de trabajo fatigoso. Yennefer era categórica, exigente, a menudo severa, algunas veces autoritaria y amenazadora. Pero jamás era aburrida. La antigua Ciri sujetaba con esfuerzo los párpados en la escuela del santuario, y a veces daba cabezadas durante las lecciones, adormecida por la monótona y suave voz de Nenneke, de Iola Primera, de Cortusa o de otras sacerdotisas maestras. Con Yennefer esto era imposible. Y no sólo a causa del timbre de voz de la hechicera, a las frases cortas y fuertemente acentuadas que usaba. Más importante era el contenido de las lecciones. Lecciones de magia. Unas lecciones fascinantes, excitantes, absorbentes.
Ciri pasaba la mayor parte del día con Yennefer. Volvía al dormitorio tarde por la noche, caía en la cama como un tronco, se quedaba dormida inmediatamente. Las adeptas se quejaban de que roncaba mucho, intentaron despertarla. Sin resultado.
Ciri dormía profundamente.
Sin sueños.
—Oh, dioses. —Yennefer suspiró con resignación, removió sus negros rizos con las dos manos, bajó la cabeza—. ¡Pero si es tan fácil! Si no consigues aprender este gesto, ¿qué será con los más difíciles?
Ciri se dio la vuelta, refunfuñó, resopló, se frotó la mano endurecida. La hechicera suspiró de nuevo.
—Mira otra vez al dibujo, mira cómo hay que colocar los dedos. Presta atención a las flechas aclaratorias y a las runas que describen el gesto que hay que hacer.
—¡Ya he mirado mil veces al dibujo! ¡Entiendo las runas! Vort, cáelme. Ys, veloë. De sí, lento. Alrededor, rápido. La mano… oh, ¿así?
—¿Y el dedo pequeño?
—¡No se puede ponerlo así sin doblar al mismo tiempo el dedo corazón!
—Dame la mano.
—¡Ayyy!
—Más despacio, Ciri, porque si no Nenneke vendrá corriendo otra vez, pensando que te despellejo viva o que te estoy friendo en aceite. No cambies la posición de los dedos. Y ahora realiza el gesto. ¡Gira, gira la muñeca! Bien. Ahora mueve la mano, suelta los dedos. Y repite. ¡No, así no! ¿Sabes lo que has hecho? ¡Si hubieras echado de esta forma un hechizo de verdad hubieras llevado la mano en cabestrillo durante un mes! ¿Es que tienes los dedos de madera?
—¡Tengo la mano acostumbrada a la espada! ¡Es por eso!
—Tonterías. Geralt lleva toda la vida dándole a la espada y tiene los dedos muy hábiles y… humm… muy delicados. Venga, feúcha, inténtalo otra vez. ¿Lo ves? Basta con que quieras. Basta intentarlo. Otra vez. Bien. Mueve la mano. Y otra vez. Bien. ¿Estás cansada?
—Un poco…
—Deja que te masajee la mano y el antebrazo. Ciri, ¿por qué no usas la crema que te di? Tienes las patas ásperas como un cormorán… ¿Y qué es esto? ¿La marca de un anillo, verdad? ¿Acaso me equivoco o te prohibí ponerte bisutería?
—¡Pero es que le gané ese anillito a Myrrhy jugando a la peonza! Y sólo lo he llevado medio día…
—Ya es medio día de más. No lo vuelvas a llevar, por favor.
—No entiendo por qué no puedo…
—No tienes que entender —le interrumpió la hechicera, pero en su voz no había furia—. Te pedí que no llevaras ningún adorno de ese tipo. Si quieres ponte una flor en los cabellos, trénzate una guirnalda. Pero ningún metal, ningún cristal, ninguna piedra. Es importante, Ciri. Cuando llegue el momento te lo aclararé. De momento confía en mí y haz lo que te pido.
—¡Tú llevas tu estrella, pendientes y anillos! ¿Y yo no puedo? ¿Acaso es porque soy… virgen?
—Feúcha. —Yennefer sonrió, le acarició la cabeza—. ¿Estás obsesionada con esto? Ya te expliqué que no tiene mayor importancia el que lo seas o no. Ninguna. Mañana lávate el pelo, ya va siendo hora, por lo que veo.
—¿Doña Yennefer?
—Dime.
—Puedo… En el marco de esa sinceridad que me prometiste… ¿Puedo preguntarte algo?
—Puedes. Pero, por los dioses, que no sea sobre la virginidad, por favor.
Ciri se mordió los labios y guardó silencio un largo rato.
—En fin —suspiró Yennefer—. Así sea. Pregunta.
—Porque sabes… —Ciri se ruborizó, se mojó los labios—. Las muchachas en los dormitorios andan cotilleando todo el rato y cuentan diversas historias… Sobre la fiesta de Belleteyn y otras parecidas… Y a mí me dicen que soy una mocosa y que soy una niña porque ya es hora… Doña Yennefer, ¿cuál es la verdad? ¿Cómo saber que ya ha llegado el momento…?
—¿… para ir a la cama con un hombre?
Ciri se cubrió de rubor. Estuvo callada un instante y luego alzó los ojos y meneó afirmativamente la cabeza.
—Eso es fácil de saber —dijo Yennefer con naturalidad—. Si comienzas a darle vueltas a esto, es señal de que ya ha llegado la hora.
—¡Pero yo no quiero para nada!
—No es ninguna obligación. No quieres, no vas.
—Ajá. —Ciri de nuevo se mordió los labios—. Y ese… bueno… hombre… ¿Cómo se sabe que es el adecuado para…?
—¿… ir a la cama?
—Mmm.
—Si acaso se tiene elección —la hechicera deformó los labios en una sonrisa— y no se tiene mucha práctica, lo primero que se valora no es el hombre sino la cama.
Los ojos esmeraldas de Ciri tomaron la forma y el tamaño de platos.
—¿Cómo que… la cama?
—Exactamente. A los que no tengan cama alguna, los eliminas de inmediato. Entre los que queden, eliminas a los que tengan camas sucias y descuidadas. Y cuando queden sólo los que tengan camas limpias y bien arregladas eliges al que más te guste. Por desgracia no es un método seguro al ciento por ciento. Puede una meter bien la pata.
—¿Es una broma?
—No. No es una broma. Ciri, desde mañana vas a dormir aquí, conmigo. Traerás todas tus cosas. En el dormitorio de las adeptas, por lo que oigo, se pierde en cotorrear mucho tiempo que debiera estar destinado al descanso y al sueño.
Después de aprender las posiciones de la mano, los gestos y movimientos básicos, Ciri comenzó a estudiar los hechizos y sus fórmulas. Las fórmulas eran fáciles. Escritas en la Antigua Lengua, que la muchacha usaba a la perfección, se le quedaban fácilmente en la memoria. Con la entonación necesaria para pronunciarlos, muchas veces bastante complicada, tampoco tenía problemas. Yennefer estaba satisfecha a todas luces, día a día se iba haciendo cada vez más amable y simpática. Cada vez más, haciendo una pausa en los estudios, las dos cotilleaban acerca de algo, bromeaban, incluso comenzaron a encontrar divertido burlarse delicadamente de Nenneke, la cual "visitaba" a menudo las lecciones y ejercicios, erizada e hinchada como una gallina clueca, lista a meter a Ciri bajo sus alas protectoras, a defenderla y salvarla de las imaginarias severidades de la hechicera y de las "torturas inhumanas" de su educación.
Obediente a las órdenes, Ciri se trasladó a la habitación de Yennefer. Ahora estaban juntas no sólo de día, sino también de noche. A veces los estudios también tenían lugar por la noche: algunos gestos, fórmulas y hechizos no se debían utilizar a la luz del día.
La hechicera, satisfecha con los progresos de la muchacha, redujo la velocidad de su educación. Tenían ahora más tiempo libre. Pasaban las tardes leyendo libros, juntas o por separado. Ciri atravesó las páginas del Diálogo sobre la naturaleza de la magia de Stammelford, de Los poderes de los elementos de Giambattista, de Magia natural de Richert y Monck. Hojeó también —porque no fue capaz de leerlas en su totalidad— obras como El mundo invisible de Jan Bekker o El secreto de los secretos de Agnes de Glanville. Echó un vistazo también al antiquísimo y amarillento Codex de Mirthe y al Ard Aercane, e incluso al famoso y horrible Dhu Dwimmermorc, lleno de grabados que daban miedo.
Consultó también otros libros, no relacionados con la magia. Leyó algo de La historia del mundo y del Tratado de la vida. No omitió tampoco obras más ligeras de la biblioteca del santuario. Con el rubor en el rostro devoró Los jueguecillos del marqués La Creahme y Dama real de Anna Tiller. Leyó Los infortunios del amor y La hora de la luna, antologías de poesía del famoso trovador Jaskier. Lloró con los romances sutiles y misteriosos de Essi Daven, recogidos en un pequeño tomito de hermosa encuadernación que llevaba el título de La perla azul.
A menudo aprovechaba su privilegio y hacía preguntas. Y obtenía respuestas. Cada vez más a menudo, sin embargo, era ella misma la destinataria de preguntas. Yennefer al principio parecía no interesarse en absoluto por su vida, ni su infancia en Cintra, ni las posteriores vivencias de la guerra. Pero luego las preguntas se fueron haciendo cada vez más concretas. Ciri se veía obligada a responder. Lo hacía con bastante desagrado porque cada pregunta de la hechicera abría una puerta en su memoria que se había prometido no abrir nunca, que anhelaba dejar cerrada de una vez para siempre. Consideraba que desde que se encontrara con Geralt en Sodden había comenzado "otra vida", que aquélla, en Cintra, había sido borrada finalmente y sin posibilidad de volver. Los brujos de Kaer Morhen nunca le habían preguntado por nada y antes de llegar al santuario Geralt incluso le exigió que no traicionara ni con una palabra ante nadie quién era ella. Nenneke, quien por supuesto sabía todo, cuidaba de que para otras sacerdotisas y adeptas Ciri fuera sin más la hija natural de un caballero y de una aldeana, una niña para la que no había lugar ni en el castillo del padre ni en la palloza de la madre. La mitad de las adeptas en el santuario de Melitele era precisamente niñas de éstas.
Y Yennefer también conocía el secreto. Era aquella "en quién se podía confiar". Yennefer preguntaba. Sobre aquello. Sobre Cintra.
—¿Cómo te escapaste de la ciudad, Ciri? ¿De qué modo conseguiste burlar a los nilfgaardianos?
Aquello Ciri no lo recordaba. Todo era fragmentario, se esfumaba entre las tinieblas y el humo. Recordaba el asedio, la despedida de la reina Calanthe, su abuela, recordaba a los barones y caballeros, que la alejaban por la fuerza de la cama en la que descansaba la Leona de Cintra, herida y moribunda. Recordaba la loca huida a través de las calles ardientes, la lucha sangrienta, la caída del caballo. Recordaba al jinete negro del yelmo adornado con las alas de un ave de rapiña.
Y nada más.
—No me acuerdo. De verdad no me acuerdo, doña Yennefer.
Yennefer no insistía. Hacía otras preguntas. Lo hacía con delicadeza y tacto, y Ciri se sentía cada vez más libre. Por fin comenzó a hablar por propia iniciativa. Sin esperar a las preguntas, hablaba de sus años de infancia en Cintra y en las islas de Skellige. De cómo se enteró del Derecho de la Sorpresa y de cómo la sentencia de la fortuna había hecho de ella el destino de Geralt de Rivia, el brujo de los cabellos blancos. Le habló de la guerra. De los vagabundeos por los bosques de los Tras Ríos, de su estancia entre los druidas de Angren y del tiempo que pasó en la aldea. De cómo Geralt la encontró allí y se la llevó a Kaer Morhen, a la Residencia de los Brujos, abriendo un nuevo capítulo en su corta vida.
Alguna tarde, sin que le preguntaran, de propia iniciativa, con naturalidad, vivamente y coloreándolo mucho, habló acerca de su primer encuentro con el brujo, en el bosque de Brokilón, entre las dríadas que la habían raptado y querían retenerla por la fuerza, convertirla en una de las suyas.
—¡Ja! —dijo Yennefer al escuchar la narración—. Daría mucho por poder verlo. Me refiero a Geralt. ¡Intento imaginarme su cara entonces, en Brokilón, cuando viera qué Sorpresa le había hecho el destino! Porque seguro que puso una cara extraordinaria cuando se enteró de quién eras.
Ciri se reía a carcajadas, en sus ojos esmeraldas ardía un fueguecillo diabólico.
—¡Ay, claro! —bufó—. ¡Puso una cara! ¡Vaya cara! ¿Quieres verla? Te la voy a enseñar. ¡Mírame a mí!
Yennefer estalló en risas.
Esa risa, pensó Ciri, mirando a la bandada de pájaros negros que volaba hacia el este. Esa risa compartida y sincera, nos unió de verdad, a ella y a mí. Comprendimos, ella y yo, que podemos reír en común, hablar de él. De Geralt. De pronto, las dos nos sentimos más cerca, aunque bien sabía yo que Geralt nos une y nos separa al mismo tiempo y que siempre será así.
Nos acercó esa risa compartida.
Y lo que sucedió dos días más tarde. En el bosque, en las colinas. Me mostró entonces cómo encontrar…
—No entiendo para qué tengo que buscar esas… Otra vez me he olvidado de cómo se llaman…
—Intersecciones —apuntó Yennefer, mientras se arrancaba las bardanas que se le habían pegado a las mangas al atravesar los matorrales—. Te enseñaré cómo encontrarlas porque son lugares de donde se puede extraer la fuerza.
—¡Pues si yo ya sé extraer fuerzas! Y tú misma me has enseñado que la fuerza está por todos lados. Entonces, ¿por qué andurreamos por los matojos? ¡En el santuario hay montones de energía!
—Cierto, allí hay mucha. Precisamente por eso construyeron el santuario allí y no en otro lugar. Y por eso también en el terreno del santuario te parece que la extracción es tan fácil.
—¡Ya me duelen los pies! Nos sentamos un momento, ¿vale?
—Vale, feúcha.
—¿Doña Yennefer?
—Dime.
—¿Por qué siempre extraemos fuerza de las venas de agua? Pues si la energía mágica está en todas partes. Está en la tierra, ¿verdad? ¿En el aire, en el fuego?
—Verdad.
—Y la tierra… Oh, hay tierra por todos lados. Bajo los pies. ¡Y hay aire por todos lados! Y si queremos fuego, pues basta con encender una hoguera…
—Todavía eres demasiado débil para sacar energía de la tierra. Sabes demasiado poco para que fueras capaz de sacar algo del aire. ¡Y te prohíbo absolutamente jugar con el fuego! ¡Ya te he dicho que en ningún caso debes tocar la energía del fuego!
—No grites. Me acuerdo.
Estaban sentadas en silencio sobre un tronco caído y seco, escuchaban el viento que susurraba en las copas de los árboles, escuchaban un pájaro carpintero que picoteaba con saña en algún lugar cercano. Ciri tenía hambre y la saliva se le condensaba por la sed, aunque sabía que de nada serviría quejarse. Antes, hacía un mes, Yennefer reaccionaba a tales quejas con una seca lección acerca del arte de controlar los instintos primitivos, ahora la despachaba únicamente con un silencio despreciativo. Las protestas tenían tan poco sentido y daban tan pocos resultados como los enfados por que la llamase "feúcha".
La hechicera se quitó de las mangas la última bardana. Ahora preguntará algo, pensó Ciri, la oigo pensar. De nuevo preguntará acerca de algo de lo que no me acuerdo o de lo que no me quiero acordar. No, esto no tiene sentido. No responderé. Aquello es el pasado, no se puede volver al pasado. Ella misma me lo dijo un día…
—Háblame de tus padres, Ciri.
—No los recuerdo, doña Yennefer…
—Haz memoria. Por favor.
—A papá de verdad que no lo recuerdo… —dijo en voz baja, obedeciendo las órdenes—. Sólo… Casi nada. A mamá… A mamá sí. Tenía los cabellos largos, oh, así… y siempre estaba triste… Recuerdo… No, no recuerdo nada…
—Haz memoria, por favor.
—¡No me acuerdo!
—Mira a mi estrella.
Chillaban las gaviotas que se lanzaban en picado entre los barcos de pescadores, atrapaban los desperdicios y los peces pequeños que se tiraban de las cajas. El viento hacía palpitar levemente las velas plegadas de los drakkars, sobre el muelle serpenteaba una sofocada llovizna de humo. Al puerto arribaban trirremes de Cintra, brillaba el león dorado sobre los pabellones azules. El tío Crach, que estaba a su lado y tenía sobre su hombro una mano grande como la garra de un oso, se puso de pronto sobre una rodilla. Los guerreros puestos en filas golpearon rítmicamente con la espada sobre el escudo.
Atravesando el puente se acercaba a ellos la reina Calanthe. Su abuela. Aquélla a la que en las islas de Skellige se llamaba oficialmente Ard Rhena, la Más Alta Reina. Pero el tío Crach an Craite, jarl de Skellige, todavía arrodillado y con la cabeza baja, saludó a la Leona de Cintra con un título menos oficial pero que el isleño consideraba más respetuoso.
—Sé bienvenida, Modron.
—Princesa —dijo Calanthe con una voz fría y autoritaria, sin mirar al jarl—. Ven conmigo. Ven aquí, Ciri.
La mano de la abuela era fuerte y dura como la mano de un hombre, el anillo en ella frío como el hielo.
—¿Dónde está Eist?
—El rey… —Crach tartamudeó—. Está en el mar, Modron. Busca los restos del naufragio… Y los cuerpos. Desde ayer…
—¿Cómo pudo permitirles esto? —gritó la reina—. ¿Cómo pudo dejarles hacerlo? ¿Cómo pudiste tú permitirlo, Crach? ¡Eres el jarl de Skellige! ¡Ningún drakkar tiene derecho a salir al mar sin tu permiso! ¿Por qué se lo permitiste, Crach?
El tío bajó todavía más la cabeza.
—¡Los caballos! —dijo Calanthe—. Vamos al fuerte. Y partiré mañana por la mañana. Me llevo a la princesa a Cintra. Nunca más le permitiré volver aquí. Y tú… Tú tienes conmigo una deuda tremenda, Crach. Algún día exigiré que me la pagues.
—Lo sé, Modron.
—Si yo no alcanzo a recordártelo, lo hará ella. —Calanthe miró a Ciri—. Le pagarás tu deuda a ella, jarl. Sabes en qué modo.
Crach an Craite se levantó, se enderezó, los rasgos de su rostro tostado se endurecieron. Con un rápido movimiento sacó de una vaina carente de adornos una simple espada de acero, se dejó al descubierto el antebrazo izquierdo, que estaba marcado con gruesas cicatrices blancas.
—Sin gestos teatrales —escupió la reina—. Ahorra sangre. Te he dicho algún día. ¡Recuérdalo!
—¡Aen me Gláeddyv, zvaere a’Bloedgeas, Ard Rhena, Lionors aep Xintra! —Crach an Creite, jarl de las islas de Skellige, alzó la mano, agitó la espada. Los guerreros aullaron con voz ronca, golpearon las armas contra los escudos.
—Acepto el juramento. Llévanos al fuerte, jarl.
Ciri recordaba el regreso del rey Eist, su rostro pálido y petrificado. Y el silencio de la reina. Recordaba el banquete terrible, siniestro, en el que los salvajes y barbados lobos de mar de Skellige se emborracharon lentamente en medio de un inquietante silencio. Recordaba los susurros. Geas Muire… ¡Geas Muire!
Recordaba los chorros de cerveza negra derramados sobre el suelo, los cuernos estrellados contra las paredes de piedra de la sala en estallidos de rabia desesperada, impotente y sin sentido. ¡Geas Muire! ¡Pavetta!
Pavetta, reina de Cintra y su marido, el príncipe Duny. Los padres de Ciri. Perdidos. Desaparecidos. Los mató el Geas Muire, la Maldición del Mar. Se los tragó una tormenta que nadie había previsto. Una tormenta que no tenía que haber existido…
Ciri volvió la cabeza para que Yennefer no viera las lágrimas que le llenaban los ojos. Para qué todo esto. Para qué estas preguntas, estos recuerdos. No se puede volver al pasado. No tengo ya a ninguno de ellos. Ni a papá, ni a mamá, ni a la abuela, a aquélla que era Ard Rhena, Leona de Cintra. Seguramente el tío Crach an Craite también habrá muerto. No tengo ya a nadie y soy otra persona. No se puede volver…
La hechicera callaba, pensativa.
—¿Entonces comenzaron tus sueños? —preguntó de pronto.
—No. —Ciri reflexionó—. No, no entonces. Después.
—¿Cuándo?
La muchacha arrugó la nariz.
—En verano… El anterior… Porque el verano siguiente ya había guerra…
—Ajá. ¿Eso quiere decir que tus sueños comenzaron después del encuentro con Geralt en Brokilón?
Afirmó con la cabeza. No voy a responder a la siguiente pregunta, decidió. Pero Yennefer no hizo ninguna pregunta. Se levantó deprisa, miró al sol.
—Bueno, basta de estar sentadas, feúcha. Se va haciendo tarde. Vamos a buscar más allá. La mano suelta por delante de ti, no pongas los dedos en tensión. En marcha.
—¿A dónde tengo que ir? ¿En qué dirección?
—Es igual.
—¿Hay elementos por todas partes?
—Casi. Estás aprendiendo cómo descubrirlos, encontrarlos sobre el terreno, reconocer esos puntos. Los marcan árboles secos, plantas enanas, lugares que son evitados por todos los animales. Excepto los gatos.
—¿Los gatos?
—A los gatos les gusta dormir y descansar en las intersecciones. Hay muchos cuentos acerca de animales mágicos, pero de verdad, aparte de los dragones, los gatos son los únicos seres que saben absorber fuerzas. Nadie sabe para qué los gatos las absorben y cómo las utilizan… ¿Qué pasa?
—Ooooh… ¡Allí, en aquella dirección! ¡Creo que hay algo allí! ¡Detrás de aquel árbol!
—Ciri, no fantasees. Las intersecciones se perciben sólo cuando se está sobre ellas… Humm… Curioso. Diría que extraordinario. ¿De verdad sientes el tirón?
—¡De verdad!
—Vayamos entonces. Interesante, interesante… Venga, localiza. Muestra dónde.
—¡Aquí! ¡En este lugar!
—Bravo. Maravilloso. ¿Percibes cómo se tuerce ligeramente el dedo corazón? ¿Ves como se dobla hacia abajo? Recuerda, ésa es la señal.
—¿Puedo extraerla?
—Espera que la compruebe.
—¿Doña Yennefer? ¿Cómo es eso de extraer? Si tomo para mí la fuerza puede entonces que falte allí, abajo. ¿Debe hacerse? Madre Nenneke nos enseñó que no se debe tomar nada por que sí, por capricho. Incluso se deben dejar las cerezas en los árboles para los pájaros y para que simplemente se caigan.
Yennefer la abrazó, le besó suave los cabellos de las sienes.
—Me gustaría —murmuró— que lo que acabas de decir lo escucharan otros. Vilgefortz, Francesca, Terranova… Ésos que consideran que tienen exclusivo derecho a la fuerza y pueden usar de ella sin límites. Me gustaría que escucharan a esta pequeña y sabia feúcha del santuario de Melitele. No tengas miedo, Ciri. Está bien que pienses así, pero créeme, hay fuerza de sobra. No faltará. Es como si en un jardín enorme arrancaras tan sólo una única cereza.
—¿Puedo extraerla ya?
—Espera. Ojo, es un nido diabólicamente fuerte. ¡Late con fuerza! Cuidado, feúcha. Extrae con cautela y muy, muy despacio.
—¡Yo no tengo miedo! ¡Ja, ja! ¡Yo soy una bruja! ¡Ja! ¡La siento… oooooh! ¡Doña… Ye… nnnne… feeeeer…!
—¡Joder! ¡Te advertí! ¡Te lo dije! ¡Pon la cabeza para arriba! ¡Para arriba, te digo! ¡Aquí tienes, póntelo en la nariz o te llenarás toda de sangre! Tranquila, tranquila, pequeña, no te desmayes. Estoy a tu lado. Estoy a tu lado… hija mía. Sujeta el pañuelo. Ahora crearé hielo…
Hubo un gran escándalo por aquel poquillo de sangre. Yennefer y Nenneke no hablaron la una con la otra durante una semana.
Durante una semana Ciri holgazaneó, leyó libros y se aburrió, porque la hechicera había interrumpido las lecciones. La muchacha no la veía durante días enteros: Yennefer se perdía en algún lugar al alba y volvía por la noche, la miraba con extrañeza y se mostraba extrañamente poco parlanchina.
Al cabo de una semana Ciri estaba ya harta. Por la noche, cuando la hechicera volvió, se acercó a ella sin decir una palabra y se abrazaron fuertemente.
Yennefer guardó silencio. Mucho tiempo. No tenía que decir nada. Sus dedos, aferrados a los hombros de la muchacha, hablaban por ella.
Al día siguiente, la suma sacerdotisa y la hechicera se reconciliaron, después de una conversación muy larga, de varias horas.
Y entonces, para la enorme alegría de Ciri, todo volvió a la norma.
—Mírame a los ojos, Ciri. Lucecita pequeña. ¡La fórmula, por favor!
—¡Aine verseos!
—Muy bien. Mira a mi mano. El mismo gesto y deshaz la lucecita en el aire.
—¡Aine aen aenye!
—Maravilloso. ¿Y qué gesto se debe realizar ahora? Sí, exactamente ése. Muy bien. Refuerza el gesto y extrae. ¡Más, más, no te interrumpas!
—Ooooh…
—¡La espalda derecha! ¡Las manos a lo largo del torso! Los dedos sueltos, ningún gesto innecesario con los dedos, cada movimiento puede multiplicar el efecto, ¿quieres que estalle aquí un incendio? Refuerza, ¿a qué esperas?
—Ooh, no… No puedo…
—¡Relájate y deja de moverte! ¡Extrae! ¿Qué es lo que haces? Venga, ahora mejor… ¡No debilites la voluntad! ¡Demasiado deprisa, hiperventilas! ¡Te excitas innecesariamente! Más despacio, feúcha, tranquila. Sé que no es agradable. Te acostumbrarás.
—Me duele… La tripa… Oh, aquí…
—Eres una mujer, es una reacción normal. Con el tiempo te endurecerás. Pero para endurecerse tienes que entrenar sin bloqueos analgésicos. Es de verdad necesario, Ciri. No tengas miedo a nada, yo vigilo, te controlo. Nada puede pasarte. Pero tienes que soportar el dolor. Respira tranquila. Concéntrate. El gesto, por favor. Perfecto. Toma fuerza, extrae, saca… Bien, bien… Un poco más…
—Oh… Oh… ¡Ooooh!
—¿Lo ves? Si quieres, lo consigues. Ahora observa mi mano. Con atención. Haz el mismo gesto. ¡Los dedos! ¡Los dedos, Ciri! ¡Mira mi mano, no el techo! Ahora está bien, muy bien. Tira. Y ahora al revés, reversa el gesto y suelta la fuerza en forma de una luz fuerte.
—Aaaa… aaaa… eeee…
—¡Deja de gemir! ¡Contrólate! ¡Es un espasmo! ¡Pasará enseguida! ¡Abre los dedos, suelta, échalo, échalo de ti! ¡Más despacio, joder, o de nuevo se te romperán los vasos sanguíneos!
—¡Aaaaaa…!
—Demasiado rápido, feúcha, todavía demasiado rápido. Sé que la fuerza se desprende de tu interior, pero tienes que aprender a controlarla. No debes permitir tales explosiones como hace un instante. Si no te hubiera aislado habrías liado aquí una buena. Venga, otra vez. Comencemos desde el principio. Gesto y fórmula.
—¡No! ¡Ya no! ¡Ya no puedo!
—Respira poco a poco, deja de agitarte. Esta vez se trata de una histeria común y corriente, no me engañas. Contrólate, concéntrate y comienza.
—No, por favor, doña Yennefer… Me duele… No me siento bien…
—Sin lágrimas, Ciri. No hay nada más repugnante que una hechicera llorando. Nada despierta mayor piedad. Recuérdalo. Nunca lo olvides. Otra vez, desde el principio. Conjuro y gesto. No, no, esta vez sin imitar. Lo vas a hacer sola. ¡Venga, dale a la memoria!
—Aine verseos… Aine aen aenye… ¡Oooooh!
—¡Mal! ¡Demasiado deprisa!
La magia, como un dardo de hierro con rebaba, se clavó en ella. La hirió profundamente. Dolía. Dolía con ese extraño tipo de dolor que se asocia extrañamente con el placer.
Otra vez corrían por el parque para relajarse. Yennefer consiguió que Nenneke permitiera sacar del depósito la espada de Ciri, permitió a la muchacha que entrenara los pasos, quiebros y ataques, por supuesto de forma que otras sacerdotisas y adeptas no lo vieran. Pero la magia era omnipresente. Ciri aprendía cómo con sencillos conjuros y concentración de la voluntad podía distender los músculos, combatir los calambres, controlar la adrenalina, dominar el laberinto del oído y su nervio, cómo retardar o acelerar el pulso, cómo independizarse del oxígeno por un corto instante.
Para su sorpresa, la hechicera sabía mucho de la espada y del "baile" de los brujos. Sabía muchos secretos de Kaer Morhen, sin duda había estado en la Fortaleza. Conocía a Vesemir y a Eskel. A Lambert y a Coën no los conocía.
Yennefer había estado en Kaer Morhen. Ciri se imaginaba las causas por las que durante las conversaciones sobre la Fortaleza los ojos de la hechicera se templaban, perdía su brillo malvado y frío, su profundidad sabia e indiferente. Si estas palabras hubieran encajado con la personalidad de Yennefer, Ciri habría dicho entonces que se veía soñadora, embebida en sus recuerdos.
Ciri se imaginaba las causas.
Era un tema que la muchacha evitaba tocar atentamente, por puro instinto. Pero una vez, se arrancó y habló de más. De Triss Merigold. Yennefer, fingiendo desgana, fingiendo indiferencia, fingiendo banal interés, con preguntas dosificadas, le sacó el resto. Tenía los ojos duros e impenetrables.
Ciri se imaginaba las causas. Y, extrañamente, no sentía ya irritación.
La magia tranquilizaba.
—La así llamada Señal de Aard, Ciri, es un sortilegio muy sencillo del grupo de hechizos psicoquinéticos, que consiste en empujar la energía en la dirección deseada. La fuerza de empuje depende de la concentración de la voluntad del que la lanza y de la fuerza dada. Puede ser bastante. Los brujos adaptaron este sortilegio aprovechando que no necesita conocimiento de ninguna fórmula mágica, basta concentración y gesto. Por eso lo llamaron Señal. De dónde sacaron el nombre, no lo sé, puede que de la Antigua Lengua, la palabra "ard" significa, como sabes, "cima", "cimera" o "más alta". Si es así, el nombre es bastante equivocado, porque es difícil encontrar otro hechizo psicoquinético más fácil. Nosotras, por supuesto, no vamos a perder el tiempo ni la energía en algo tan primitivo como una Señal de brujos. Vamos a ejercitar la verdadera psicoquinesis. Probaremos esto… Oh, allí, en ese canasto que está bajo el manzano. Concéntrate.
—Ya.
—Rápido te concentras. Te recuerdo: controla el gasto de energía. Sólo puedes dar tanto como hayas tomado. Si das siquiera un pedacito más, lo haces a costa de tu propio organismo. Un esfuerzo así puede privarte de sentido o en un caso extremo incluso matarte. Si das todo lo que has tomado, pierdes la posibilidad de repetir, tendrás que extraer otra vez, y sabes que esto no es fácil y que duele.
—¡Oooh, lo sé!
—No debes debilitar tu concentración y permitir que la energía se escape por sí misma. Mi Maestra solía decir que dejar salir la fuerza debe resultar como si te tiraras un pedo en una sala de baile: delicadamente, moderadamente y bajo control. Y de tal modo que los que te rodean no se den cuenta que eres tú. ¿Entiendes?
—¡Entiendo!
—Levántate. Deja de reírte. Te recuerdo que un hechizo es un asunto serio. Se echa en una posición llena de gracia, pero también orgullosa. Los gestos se realizan fluidos, pero contenidos. Con dignidad. No ponen caras tontas, no se arruga el ceño, no se saca la lengua. Operas con fuerzas de la naturaleza, muéstrale tu respeto a la naturaleza.
—Bien, doña Yennefer.
—Ten cuidado, esta vez no voy a controlarte. Eres una hechicera autónoma. Es tu debut, feúcha. ¿Viste la jarrita de vino sobre nuestra cómoda? Si tu debut sale bien, tu maestra se la beberá hoy por la noche.
—¿Sola?
—A los aprendices se les permite beber vino sólo después de liberarlos de la servidumbre. Tienes que esperar. Eres inteligente, así que unos diez años, no más. Venga, comencemos. Coloca los dedos. ¿Y la mano izquierda? ¡No la agites! Déjala suelta o apóyala en la cadera. ¡Los dedos! Bien. Venga, suelta.
—Aaaaj…
—No te pedí que soltaras un grito. Suelta energía. En silencio.
—¡Ja, ja! ¡Ha retrocedido! ¡El canasto ha retrocedido! ¿Lo has visto?
—Simplemente ha temblado. Ciri, moderado no significa débil. La psicoquinesis se usa con un objetivo concreto. Incluso los brujos usan la Señal de Aard para derribar al contrincante en el suelo. La energía que has emitido no derribaría ni siquiera el sombrero de tu contrincante. Otra vez, más fuerte. ¡Con audacia!
—¡Ja! ¡Vaya un vuelo! ¿Ha estado bien ahora? ¿Verdad? ¿Doña Yennefer?
—Humm… Luego te echas una carrera hasta la cocina y les escamoteas un poco de queso para nuestro vino… Ha estado casi bien. Casi. Todavía más fuerte, feúcha, no tengas miedo. Levanta el canasto del suelo y golpéalo bien contra la pared de aquel cobertizo, que salten chispas. ¡No pongas chepa! ¡La cabeza para arriba! ¡Con gracia, pero orgullosa! ¡Audacia, audacia! ¡Oh, la leche!
—Uyy… Lo siento, doña Yennefer… Creo que… di un poco de más…
—No es nada. No te pongas nerviosa. Ven aquí, conmigo. Venga, pequeña.
—¿Y… y el cobertizo?
—A veces pasa. No hay por qué preocuparse. Un debut, por lo general, hay que valorarlo siempre positivamente. ¿Y el cobertizo? No era un cobertizo muy bonito. No pienso que nadie lo eche en falta en el paisaje. ¡Hola, señoras mías! ¡Tranquilas, tranquilas, por qué tanta violencia y tanto ruido, no ha pasado nada! ¡Sin nervios, Nenneke! No ha pasado nada, repito. No hay más que colocar esas tablas. ¡Vendrán bien como leña!
Durante las tardes cálidas y reposadas, el aire se llenaba del olor de las flores y la hierba, latía de tranquilidad y silencio, apenas interrumpido por el zumbido de las abejas y de los grandes abejorros. En tardes como ésas Yennefer sacaba al huerto el sillón de mimbre de Nenneke, se sentaba en él y extendía todo lo posible sus piernas. A veces estudiaba libros, a veces leía cartas que recibía por intermedio de extraños mensajeros, pájaros las más de las veces. Alguna vez simplemente se sentaba con la vista clavada en la lejanía. Una mano retorcía pensativamente sus brillantes rizos negros, otra acariciaba la cabeza de Ciri que estaba sentada en la hierba, apretada contra el duro y cálido muslo de la hechicera.
—¿Doña Yennefer?
—Estoy aquí, feúcha.
—Dime, ¿se puede hacer todo con ayuda de la magia?
—No.
—Pero se puede hacer mucho, ¿verdad?
—Verdad. —La hechicera cerró por un momento los ojos, se tocó los párpados con los dedos—. Muchísimo.
—Algo de verdad grande… ¡Algo terrible! ¿Algo muy terrible?
—A veces más de lo que se querría.
—Humm… Y yo… ¿Cuándo voy a ser capaz de hacer algo así?
—No lo sé. Puede que nunca. Ojalá nunca tengas que hacerlo.
Silencio. Tranquilidad. Calor. El olor de las flores y las hierbas.
—¿Doña Yennefer?
—¿Qué quieres ahora, feúcha?
—¿Cuántos años tenías cuando te convertiste en hechicera?
—Humm… ¿Cuándo aprobé el examen de ingreso? Trece.
—¡Ja! ¡Eso es como yo ahora! Y cuántos… cuántos años tenías cuando… No, eso no lo pregunto…
—Dieciséis.
—Ajá… —Ciri enrojeció un poquito, fingió interesarse repentinamente por una nube de curiosa forma que colgaba altísima sobre las torres del santuario—. ¿Y cuántos años tenías… cuando conociste a Geralt?
—Más, feúcha. Unos pocos más.
—¡Sigues llamándome feúcha! Sabes lo mucho que lo odio. ¿Por qué lo haces?
—Porque soy malvada. Las hechiceras siempre son malvadas.
—Y yo no quiero… no quiero ser feúcha. Quiero ser guapa. Guapa de verdad, como tú. ¿Gracias a la magia puedo llegar a ser algún día tan guapa como tú?
—Tú… Por suerte no… no necesitas la magia para eso. Tú misma no sabes qué suerte tienes.
—¡Pero yo quiero ser guapa de verdad!
—Eres guapa de verdad. Una feúcha guapa de verdad. Mi guapa feúcha…
—¡Ooh, doña Yennefer!
—Ciri, me vas a hacer un cardenal en el muslo.
—¿Doña Yennefer?
—Dime.
—¿Qué es lo que estás mirando?
—Aquel árbol. Es un tilo.
—¿Y qué es lo que tiene de interesante?
—Nada. Simplemente me alegro de verlo. Me alegro de que… lo pueda ver.
—No lo entiendo.
—Mejor.
Silencio. Tranquilidad. Bochorno.
—¡Doña Yennefer!
—¿Qué quieres ahora?
—¡Una araña corre en dirección a tus pies! ¡Mira qué asquerosa!
—Una araña es una araña.
—¡Mátala!
—No me apetece agacharme.
—¡Pues mátala con un conjuro!
—¿En el terreno del santuario de Melitele? ¿Para que Nenneke nos eche a las dos con la crisma rota? No, gracias. Y ahora estate calladita. Quiero pensar.
—¿Y en qué piensas tanto? Vale, vale, ya me callo.
—No me tengo en mí de alegría. Ya me temía que fueras a hacer otra de tus incomparables preguntas.
—¿Por qué no? ¡Me gustan tus incomparables respuestas!
—Te estás haciendo descarada, feúcha.
—Soy una hechicera. Las hechiceras son malvadas y descaradas.
Tranquilidad. Silencio. El aire inmóvil. Bochorno como antes de una tormenta. Y silencio, esta vez interrumpido por el lejano graznido de los cuervos y cornejas.
—Cada vez hay más. —Ciri meneó la cabeza—. Vuelan y vuelan… Como en el otoño… Repugnantes avechuchos… Las sacerdotisas dicen que es una mala señal… Un augurio, o algo así. ¿Qué es un augurio, doña Yennefer?
—Lee el Dhu Dwimmermorc. Contiene un capítulo entero sobre el tema.
Silencio.
—Doña Yennefer…
—Diablos. ¿Qué hay ahora?
—¿Por qué Geralt…? ¿Por qué no viene?
—Seguro que se ha olvidado de ti, feúcha. Habrá encontrado una muchacha más guapa.
—¡Oh, no! ¡Sé que no se ha olvidado! ¡No puede! ¡Lo sé, lo sé con toda seguridad, doña Yennefer!
—Bien está que lo sepas. Eres una feúcha con suerte.
—No me gustabas —repitió.
Yennefer no la miraba, seguía vuelta de espaldas, junto a la ventana, mirando en dirección a las colinas que se ennegrecían al este. El cielo sobre las colinas se volvía negro de bandadas de cuervos y cornejas.
Ahora me preguntará por qué no me gustaba, pensó Ciri. No, es demasiado inteligente para una pregunta así. Llamará la atención sobre la forma gramatical y preguntará cuándo he comenzado a usar el tiempo pasado. Y yo se lo diré. Seré tan áspera como ella, parodiaré su tono, que sepa que yo también sé fingir que soy fría, insensible e indiferente, que me avergüenzo de los sentimientos y de las emociones. Se lo diré todo. Quiero, tengo que decirle todo. Quiero que lo sepa todo antes de que dejemos el santuario de Melitele. Antes de que nos vayamos para encontrarnos por fin con aquél que añoro. Con aquél que ella añora. Con aquél que seguramente nos añora a las dos. Quiero decirle que…
Se lo diré. Basta con que pregunte.
La hechicera se volvió, sonrió. No preguntó nada.
Se fueron al día siguiente, con el alba. Las dos con trajes de viaje masculinos, con capas, con sombreros y capuchas cubriendo los cabellos. Las dos armadas.
Sólo las despidió Nenneke. Habló con Yennefer largo rato y en voz bajita, luego, las dos, hechicera y sacerdotisa, se dieron un fuerte apretón de manos, como los hombres. Ciri, sujetando por el ramal a su yegua pinta, quiso despedirse de la misma forma, pero Nenneke no se lo permitió. La abrazó, la apretó, la besó. Tenía lágrimas en los ojos. Ciri también.
—Venga —dijo por fin la sacerdotisa, limpiándose un ojo con la manga de la túnica—. Idos ya. Que la Gran Melitele proteja vuestro viaje, queridas mías. Pero la diosa tiene muchas cosas en la cabeza así que protegeos también vosotras mismas. Vigílala, Yennefer. Cuídala como a la niña de tus ojos.
—Espero —la hechicera sonrió levemente— que pueda cuidarla mejor.
Por el cielo, en dirección al valle del Pontar, volaba una bandada de cuervos, graznando con intensidad. Nenneke no la miró.
—Cuidaos —repitió—. Se acercan tiempos difíciles. Puede que Ithlinne aep Aevenien supiera lo que profetizaba. Se acerca el Tiempo de la Espada y el Hacha. El Tiempo del Odio y de la Ventisca de los Lobos. Cuida de ella, Yennefer. No dejes que nadie la dañe.
—Volveré, Madre —dijo Ciri, saltando a la silla—. ¡Seguro que volveré! ¡Dentro de poco!
No sabía cuánto se equivocaba.