Capítulo sexto

El asesinato es siempre asesinato, sin importar motivos ni circunstancias. Aquéllos que matan u organizan una muerte son criminales y asesinos, sin importar quiénes sean: reyes, príncipes, mariscales o jueces. Ninguno de aquéllos que planean o ejecutan violencia tiene derecho a considerarse mejor que un simple asesino. Porque toda violencia por su propia naturaleza conduce ineluctablemente al crimen.

Nicodemus de Boot, Meditaciones sobre la vida, la fortuna y la prosperidad

—No cometamos errores —dijo el rey de Redania, Vizimir, apartándose los cabellos de la sien con una mano llena de anillos—. No podemos cometer errores ni equivocaciones.

Los allí reunidos guardaron silencio. Demawend, gobernante de Aedirn, estaba echado en el sofá, mirando la jarra de cerveza que tenía apoyada en la tripa. Foltest, señor de Temeria, Pontar, Mahakam y Sodden y desde hacía no mucho señor protector de Brugge, mostraba a todos su noble perfil, con la cabeza vuelta hacia la ventana. Al lado contrario de la mesa estaba Henselt, rey de Kaedwen, quien recorría a los participantes en el encuentro con sus pequeños y penetrantes ojos que brillaban en una fisonomía barbada como la de un ladrón. Meve, reina de Lyria, jugueteaba pensativa con el enorme rubí de su collar, fruncía de vez en cuando los hermosos y llenos labios en un gesto ambiguo.

—No cometamos errores —repitió Vizimir—. Porque un error puede costarnos muy caro. Aprovechemos la experiencias ajenas. Cuando hace quinientos años nuestros antepasados desembarcaron en las playas, los elfos también escondieron la cabeza en la arena. Les fuimos arrebatando el país a pedazos y ellos retrocedieron, pensando todo el tiempo que ésta era ya la última frontera, que no iríamos más adelante. ¡Seamos más sabios! Porque ahora es nuestro turno. Ahora nosotros somos los elfos. Nilfgaard está al otro lado del Yaruga y yo oigo aquí: "¡Pues que esté!". Escucho: "No irán más lejos". Pero irán, convenceos. ¡Repito, no cometamos el error que cometieron los elfos!

De nuevo golpearon las gotas de la lluvia contra los cristales de la ventana, el viento aulló terriblemente. La reina Meve alzó la cabeza. Le pareció escuchar los graznidos de las cornejas y los cuervos. Pero sólo era el viento. El viento y la lluvia.

—No nos compares con los elfos —dijo Henselt de Kaedwen—. Nos insultas con tales comparaciones. Los elfos no sabían luchar, huyeron ante nuestros antepasados, se escondieron en las montañas y los bosques. Los elfos no les hicieron pagar caro por Sodden a nuestros antepasados. Y nosotros les enseñamos a los nilfgaardianos lo que significa vérselas con nosotros. No nos asustes con Nilfgaard, Vizimir, no des crédito a la propaganda. ¿Dices que Nilfgaard está al otro lado del Yaruga? Y yo digo que Nilfgaard está al otro lado del río calladito como un muerto. ¡Porque en Sodden les rompimos el espinazo! Les quebramos militarmente pero, sobre todo, moralmente. No sé si es verdad que Emhyr var Emreis estaba entonces en contra de una agresión a tal escala, que fue culpa de un partido enemigo suyo. Supongo que si nos hubieran vencido, habría gritado bravo y habría repartido privilegios y concesiones. Pero en Sodden de pronto resultó que estaba en contra y que la culpa de todo fue de la arbitrariedad de los mariscales. Y volaron cabezas. La sangre bañó los cadalsos. Éstas son informaciones fidedignas, no se trata de rumores. Ocho ejecuciones sumarias, muchas otras penas menores. Algunos fallecimientos aparentemente naturales aunque misteriosos, bastantes traslados repentinos a la reserva. Os digo, Emhyr se volvió loco y prácticamente terminó con sus propios cuadros de mando. ¿Quién dirige ahora su ejército? ¿Los centuriones?

—No, los centuriones no —dijo con frialdad Demawend de Aedirn—. Lo hacen oficiales jóvenes y capaces que llevaban largo tiempo esperando esta ocasión y a los que Emhyr prepara desde hace mucho. Aquéllos a los que los viejos mariscales no les dejaban mandar las tropas, no les permitían ascender. Mandos jóvenes y capaces de los que ya se oye hablar. Los que aplastaron el levantamiento en Metinna y Nazair, los que en poco tiempo destrozaron a los rebeldes de Ebbing. Mandos que valoran el papel de las maniobras de flanqueo, de ataques de caballería hasta muy dentro del territorio enemigo, de relampagueantes marchas de la infantería, de los desembarcos desde el mar. Que utilizan la táctica de golpes demoledores en direcciones escogidas, que utilizan para los sitios de las fortalezas la técnica más moderna en lugar de la insegura magia. No se los debe menospreciar. Están rabiando por cruzar el Yaruga y demostrar que aprendieron algo de los errores de los viejos mariscales.

—Si aprendieron algo —Henselt se encogió de hombros—, entonces que no crucen el Yaruga. La desembocadura del río en la frontera entre Cintra y Verden la sigue controlando Ervyll y sus tres fortalezas: Nastrog, Rozrog y Bodrog. Estas fortalezas no se pueden conquistar al paso, ninguna técnica moderna sirve aquí para nada. Nuestro flanco lo cubre también la flota de Ethain de Cidaris, gracias a la que controlamos la costa. También gracias a los piratas de Skellige. El jarl Crach an Craite, como recordáis, no firmó con Nilfgaard el armisticio, les incomoda regularmente, los ataca y quema sus fortines y asentamientos costeros en las provincias. Los nilfgaardianos le llaman Tirth ys Muire, el Jabalí del Mar. ¡Asustan a los niños con él!

—Asustar a los niños de Nilfgaard —Vizimir sonrió torvamente— no nos proporcionará seguridad.

—No —aceptó Henselt—. Nos proporciona otra cosa. El que sin controlar la desembocadura del río ni la costa, teniendo el flanco abierto, Emhyr var Emreis no se verá en estado de asegurar el aprovisionamiento de las tropas que quisiera lanzar sobre el brazo derecho del Yaruga. ¿Qué marchas relampagueantes, qué ataques de caballería? No valen un comino. A los tres días de forzar el río, su ejercito se quedaría atascado. La mitad sitiaría las fortalezas, el resto se dispersaría para saquear, buscar pasto y bastimentos. Y cuando su famosa caballería se hubiera comido ya la mayor parte de sus caballos, les haríamos un segundo Sodden. ¡Diablos, me gustaría que cruzaran el río! Pero no temáis, no lo harán.

—Supongamos —dijo de pronto Meve de Lyria— que no cruzan el Yaruga. Supongamos que Nilfgaard simplemente se dedique a esperar. Reflexionemos sin embargo a quién le viene bien esto, ¿a ellos o a nosotros? ¿Quién puede permitirse esperar sin hacer nada y quién no?

—¡Exactamente! —Vizimir le tomó la palabra—. Meve, como de costumbre, habla poco pero acierta de pleno. Emhyr tiene tiempo, señores, y nosotros no. ¿No veis lo que está pasando? Nilfgaard tiró un guijarro hace tres años en la cima de la montaña y espera tranquilo a que llegue el alud. Simplemente está esperando a que vayan cayendo más guijarros por la pendiente. Porque aquel primer guijarro les parecía a muchos una roca que era imposible de mover. Y en cuanto que resultó que bastaba golpearla para que cayera, se pueden encontrar otros a los que el alud les venga bien. Desde las Montañas Azules hasta Bremervoord pululan por los bosque comandos élficos, ya no se trata de partisanos, esto es una guerra. Mirad solamente cómo se disponen a la lucha los elfos libres de Dol Blathanna. En Mahakam se agitan los enanos, las dríadas de Brokilón se hacen cada vez más atrevidas. Es una guerra, una guerra a gran escala. Una guerra interna. Civil. Nuestra. Y Nilfgaard espera… ¿Para quién trabaja el tiempo, qué pensáis? En los comandos de los Scoia’tael luchan elfos de treinta, cuarenta años. ¡Pero ellos viven trescientos años! ¡Ellos tienen tiempo, nosotros no!

—Los Scoia’tael —reconoció Henselt— se han convertido en un grano en el culo. Me tienen paralizado el comercio y el transporte, aterrorizan a los granjeros… ¡Hay que acabar con esto!

—Si los inhumanos quieren guerra, la tendrán —dijo Foltest de Temeria—. Siempre he sido partidario de la reconciliación y de la coexistencia, pero si quieren una prueba de fuerza, comprobaremos quién es más fuerte. Estoy dispuesto. En Temeria y Sodden se intentará acabar con los Ardillas en seis meses. Estas tierras ya se inundaron antes con la sangre de los elfos derramada por nuestros bisabuelos. Lo considero una tragedia, pero no veo salida, la tragedia se repetirá. Hay que pacificar a los elfos.

—Tu ejército se lanzará contra los elfos si se lo ordenas —afirmó Demawend—. Pero, ¿se lanzará contra los humanos? ¿Contra los campesinos de entre los que reclutas a tu infantería? ¿Contra los gremios? ¿Contra las ciudades libres? Vizimir, al hablar de los Scoia’tael, ha descrito sólo un guijarro del alud. ¡Sí, sí, señores, no me miréis así! En las villas y lugares ya se habla de que en las tierras conquistadas por Nilfgaard los campesinos, granjeros y artesanos viven más fácil, más libres y son más ricos, que los gremios de mercaderes tienen mayores privilegios… Nos inundan las mercancías de las manufacturas nilfgaardianas. En Brugge y Verden su moneda expulsa a la local. Si nos sentamos sin hacer nada desapareceremos, en discordia, ahogados en conflictos, enmarañados en sofocar rebeliones y revueltas, dependientes poco a poco de la potencia económica de Nilfgaard. ¡Desapareceremos, nos asfixiaremos en nuestro propio y sofocante campanario, porque comprended que Nilfgaard nos cierra el camino hacia el sur, y nosotros tenemos que desarrollarnos, tenemos que ser expansivos porque de lo contrario faltará espacio aquí para nuestros nietos!

Los allí reunidos guardaron silencio. Vizimir de Redania dio un profundo suspiro, agarró una de las jarras que estaban sobre la mesa, bebió largo rato. El silencio persistía, la lluvia se lanzaba contra la ventana, el viento aullaba y golpeaba los postigos.

—Todas las zozobras de las se ha hablado aquí —dijo por fin Henselt— son obra de Nilfgaard. Los emisarios de Emhyr instigan a los inhumanos, los alimentan de propaganda y los incitan a la revuelta. Ellos son los que vierten oro y prometen privilegios a los gremios y corporaciones, y ofrecen a los barones y duques puestos de alto rango en las provincias que creen en lugar de nuestros reinos. No sé cómo es en vuestros países, pero en Kaedwen se han multiplicado en un tris tras los sacerdotes, los predicadores, los pitonisos y otros putos místicos que anuncian el fin del mundo…

—En mi reino es igual —confirmó Foltest—. Rayos, hemos tenido tranquilidad durante tantos años. Desde que mi abuelo les enseñó a los sacerdotes dónde está su lugar, se aclararon bastante sus filas y los que quedaron se dedicaron a tareas productivas. Estudiaban los libros y les metían conocimiento a los críos, sanaban enfermos, se preocupaban de los pobres, tullidos y vagabundos. No se mezclaban en políticas. Y ahora de pronto se han despertado y en sus santuarios les gritan porquerías a la plebe y la plebe les escucha y entiende por fin por qué les va tan mal. Tolero esto porque soy menos impetuoso que mi abuelo y menos sensible en lo tocante a mi dignidad y autoridad real. Al fin y al cabo, ¿qué dignidad y qué autoridad serían ésas si las pudieran ultrajar los gruñidos de cualquier fanático chiflado? Pero mi paciencia se termina. Últimamente el principal tema de los sermones es el Salvador que llegará desde el sur. Desde el sur, ¿os fijáis? ¡Desde el otro lado del Yaruga!

—El Fuego Blanco —murmuró Demawend—. Llegará el Frío Blanco y después de él la Luz Blanca. Y luego el mundo resucitará, a causa del Fuego Blanco y la Reina Blanca… También lo he oído. Es una deformación de la profecía de Ithlinne aep Aevenien, la sibila élfica. Ordené capturar a uno de esos curas que gritaba estas cosas en la plaza de Vengerberg, y el verdugo le preguntó amablemente durante mucho tiempo cuántas profecías de oro le había dado por ello Emhyr… Pero el predicador sólo farfulló acerca del Fuego Blanco y la Reina Blanca… hasta el final.

—Cuidado, Demawend. —Vizimir enarcó las cejas—. No crees mártires porque esto es precisamente lo que quiere Emhyr. Captura a los agentes de Nilfgaard, pero a los sacerdotes no debes tocarlos, las consecuencias pueden ser imprevisibles. Aún guardan influencia y respeto entre el pueblo. Bastantes problemas tenemos con los Ardillas como para arriesgarnos a motines en las ciudades o guerras campesinas.

—¡Al diablo! —resopló Foltest—. Esto no lo haremos, a esto no nos arriesgaremos, aquello no debemos… ¿Para esto nos hemos reunido aquí, para hablar de lo que no podemos hacer? ¿Para esto nos has traído aquí, a Hagge, Demawend, para que lloremos y nos lamentemos de nuestra debilidad e impotencia? ¡Comencemos a actuar por fin! ¡Hay que hacer algo! ¡Hay que cortar de raíz lo que esta sucediendo!

—Es lo que vengo proponiendo desde el principio. —Vizimir se incorporó—. Propongo actuar.

—¿Cómo?

—¿Qué podemos hacer?

De nuevo cayó el silencio. El viento soplaba, los postigos golpeaban contra las paredes del castillo.

—¿Por qué —habló de pronto Meve— todos me miráis a mí?

—Admiramos tu belleza —masculló Henselt desde el fondo de su jarra.

—Eso también —asintió Vizimir—. Meve, todos sabemos que eres capaz de encontrar una salida a cada situación. Tienes intuición femenina, eres una mujer inteligente…

—Deja de adularme. —La reina Meve puso las manos sobre los brazos del sillón, se quedó mirando los oscurecidos tapices con escenas de caza. Unos sabuesos, representados en el salto, desgarraban con sus hocicos el costado de un unicornio blanco que intentaba huir. Jamás en mi vida he visto un unicornio vivo, pensó Meve. Jamás. Y creo que ya jamás lo veré.

—La situación que tenemos —dijo al cabo, apartando la vista del tapiz— me recuerda a las largas tardes de invierno en el castillo de Rivia. Entonces siempre había algo en el ambiente. Mi marido pensaba en cómo hacerse con otra cortesana. El mariscal andaba haciendo chanchullos para comenzar una guerra en la que se hiciera famoso. El hechicero se imaginaba que era el rey. El servicio no tenía ganas de servir, el bufón era triste, siniestro y terriblemente aburrido, los perros aullaban de melancolía, y los gatos dormían, sin importarles un pimiento los ratones que corrían por encima de las mesas. Todos esperaban a algo. Todos me miraban de reojo. Y yo… Y yo entonces… Les enseñé. Les enseñé a todos de lo que era capaz, de tal modo que hasta las murallas temblaron y los osos de los alrededores se despertaron en sus cuevas. Y los pensamientos idiotas se les fueron de las cabezas al instante. De pronto supieron todos quién mandaba allí.

Nadie habló. El viento sopló aún más fuerte. Los guardias en las murallas se gritaban maquinalmente. El golpeteo de las gotas sobre los cristales de las ventanas de marcos de plomo se convirtió en un furioso staccato.

—Nilfgaard mira y espera —siguió Meve arrastrando las palabras y jugueteando con su collar—. Nilfgaard observa. Algo hay en el ambiente, en muchas cabezas nacen pensamientos idiotas. Y por eso les vamos a enseñar a todos de lo que somos capaces. Les vamos a enseñar quién de verdad es el rey aquí. ¡Haremos temblar las murallas del castillo sumido en el marasmo del invierno!

—Aplastaremos a los Ardillas —dijo rápido Henselt—. Comenzaremos una gran operación militar común. Les daremos a los inhumanos un baño de sangre. ¡Que el Pontar, el Gwenllech y el Buina lleven la sangre de los elfos desde sus fuentes hasta la desembocadura!

—Abatir con una expedición de castigo a los elfos libres de Dol Blathanna —añadió Demawend, arrugando la frente—. Enviar un cuerpo de intervención a Mahakam. Permitir por fin a Ervyll de Verden que se lance contra las dríadas. ¡Sí, un baño de sangre! ¡Y los que sobrevivan, a las reservas con ellos!

—Azuzar a Crach an Craite contra las costas nilfgaardianas —continuó Vizimir—. Apoyarlo con la flota de Ethain de Cidaris, ¡que llenen de fuego desde el Yaruga hasta Ebbing! Una demostración de fuerza…

—Poco. —Foltest meneó la cabeza—. Todo eso es demasiado poco. Hay que… Sé lo que hay que hacer.

—¡Habla entonces!

—Cintra.

—¿Qué?

—Quitarles Cintra a los nilfgaardianos. Forzaremos el Yaruga, golpearemos primero. Ahora, cuando no se lo esperan. Los expulsaremos de vuelta a Marnadal.

—¿De qué forma? Acabamos de decir que el ejército no puede cruzar el Yaruga…

—El de Nilfgaard. Pero nosotros controlamos el río. Tenemos en el puño la desembocadura, los caminos de aprovisionamiento, tenemos el flanco cubierto por Skellige, Cidaris y las fortalezas de Verden. Para Nilfgaard el hacer cruzar el río a cuarenta o cincuenta mil soldados es un esfuerzo considerable. Nosotros podemos enviar a la orilla izquierda del río muchos más. No abras así la boca, Vizimir. ¿No querías algo que interrumpiera la espera? ¿Algo espectacular? ¿Algo que de nuevo haga de nosotros verdaderos reyes? Ese algo será Cintra. Cintra nos consolidará, porque Cintra es un símbolo. ¡Recordad Sodden! Si no hubiera sido por la masacre de la ciudad y la muerte heroica de Calanthe, no habría habido tal victoria. Las fuerzas estaban igualadas, nadie contaba con que los destrozaríamos así. Pero nuestros ejércitos se les echaron a las gargantas como lobos, como perros rabiosos, para vengar a la Leona de Cintra. Y los hay a los que no les calmó la rabia la sangre derramada en el campo de Sodden. ¡Recordad a Crach an Craite, el Jabalí del Mar!

—Es cierto —afirmó Demawend—. Crach juró tomar sangrienta venganza de Nilfgaard. Por Eist Tuirseach, muerto en Marnadal. Y por Calanthe. Si atacáramos la orilla izquierda, Crach nos apoyaría con toda la fuerza de Skellige. ¡Por los dioses, el plan tiene posibilidades de éxito! ¡Apoyo a Foltest! ¡No esperaremos, atacaremos primero, liberaremos Cintra, expulsaremos a los hijos de puta al otro lado del paso de Amell!

—Tranquilo —ladró Henselt—. No os deis tanta prisa en vender la piel del oso, porque el oso todavía no está muerto. Esto para empezar. Lo segundo, si atacamos primero nos colocamos en la posición de agresores. Quebraremos el armisticio que nosotros mismos sancionamos con nuestros sellos. No nos apoyarán Niedamir y su Liga, no nos apoyará Esterad Thyssen. No sé como se comportará Ethain de Cidaris. A una guerra de agresión se opondrán nuestros gremios, mercaderes, nobles… Y sobre todo los hechiceros. ¡No olvidéis a los hechiceros!

—Los hechiceros no apoyarán un ataque contra la orilla izquierda —afirmó Vizimir—. El armisticio fue obra de Vilgefortz de Roggeveen. Es sabido que en sus planes el armisticio tenía que ir dando nacimiento gradualmente a una paz duradera. Vilgefortz no apoyará una guerra. Y el Capítulo, podéis creerme, hará lo que quiera Vilgefortz. Después de Sodden él es el primero en el Capítulo, otros magos pueden decir lo que quieran pero el primer violín lo toca Vilgefortz.

—Vilgefortz, Vilgefortz —se indignó Foltest—. Demasiado se nos ha crecido el mago éste. Comienza a molestarme el tener que contar con los planes de Vilgefortz y el Capítulo, planes que además ni conozco ni entiendo. Pero también para esto hay solución, señores. ¿Y si fuera Nilfgaard quien agrediera? ¿Por ejemplo en Dol Angra? ¿En Aedirn y Lyria? Podríamos de algún modo organizar esto… Escenificarlo… Alguna pequeña provocación… ¿Un incidente fronterizo que fuera culpa suya? ¿Digamos, por ejemplo, un ataque a un fortín de la frontera? Por supuesto, estaremos dispuestos, reaccionaremos con decisión y con fuerza, aceptados por todos, incluso por Vilgefortz y el resto del Capítulo de los Hechiceros. Y entonces, cuando Emhyr var Emreis desvíe la mirada de Sodden y Tras Ríos, los cintrianos se acordarán de su país. Exiliados y refugiados, que se organizan en Brugge bajo el mando de Vissegerd. Son cerca de ocho mil hombres armados. ¿Si puede haber mejor punta de lanza? Ellos viven con la esperanza de recuperar el país del que tuvieron que huir. Rabian por entrar en combate. Están listos a atacar la orilla izquierda. Sólo esperan una señal.

—Una señal —afirmó Meve— y la promesa de que se les apoyará. Porque de ocho mil hombres Emhyr es capaz de dar cuenta sólo con la fuerza de las guarniciones fronterizas, no tendría siquiera que enviar refuerzos. Vissegerd bien lo sabe, no se moverá hasta que no obtenga la seguridad de que detrás de él en la orilla izquierda desembarcará tu ejército, Foltest, apoyado por los destacamentos redanos. Pero sobre todo Vissegerd espera a la Leoncilla de Cintra. Al parecer, la nieta de Calanthe se salvó de la carnicería. Parece ser que alguien la vio entre los que escapaban pero luego la niña desapareció misteriosamente. Los exiliados la buscan con obstinación… Porque necesitan para el trono recobrado de Cintra a alguien de sangre real. De la sangre de Calanthe.

—Tonterías —dijo Foltest—. Han pasado más de dos años. Si la cría no ha aparecido hasta ahora quiere decir que está muerta. Podemos olvidar esta leyenda. No existe ya Calanthe, no existe ninguna Leoncilla, no hay sangre real a la que le pertenezca el trono. Cintra… no será nunca más lo que fue mientras vivía la Leona. Por supuesto, esto no hay que decírselo a los exiliados de Vissegerd.

—¿Mandarás entonces a los partisanos de Cintra a la muerte? —Meve entrecerró los ojos—. ¿A primera línea? ¿Sin decirles que Cintra sólo resucitará como país vasallo, bajo tu autoridad? ¿Nos propones a todos que ataquemos a Cintra… para ti? Te has hecho con Sodden y Brugge, te afilas las uñas para Verden… Y olfateas ahora Cintra, ¿verdad?

—Reconócelo, Foltest —ladró Henselt—. ¿Tiene razón Meve? Entonces, ¿por qué nos metes en esta historia?

—Tranquilizaos. —El señor de Temeria arrugó su noble mirada, se indignó—. No me convirtáis en un conquistador que sueña con imperios. ¿De qué se trata? ¿De Sodden y Brugge? Ekkehard de Sodden era hermano natural de mi madre. ¿Os extraña que después de su muerte los Estados Libres me trajeran la corona a mí, su pariente? ¡La sangre no es agua! ¡Y Venzlav de Brugge me rindió homenaje de vasallo, pero sin ser obligado! ¡Lo hizo para proteger el país! ¡Porque en los días claros ve el brillo de las lanzas nilfgaardianas en la orilla izquierda del Yaruga!

—Nosotros precisamente hablamos de esa orilla izquierda —refunfuñó la reina de Lyria—. De la orilla a la que tenemos que atacar. Y la orilla izquierda es Cintra. Destruida, abrasada, arruinada, diezmada, ocupada… pero todavía Cintra. Los cintrianos no te traerán a ti la corona, Foltest, ni te rendirán homenaje. Cintra no accederá a ser un país vasallo. ¡La sangre no es agua!

—Cintra, si yo… si nosotros la liberamos, debe convertirse en nuestro protectorado común —dijo Demawend de Aedirn—. Cintra es la desembocadura del Yaruga, un punto estratégico demasiado importante para que podamos permitirnos perder el control sobre él.

—Debe ser un país libre —protestó Vizimir—. Libre, independiente y fuerte. ¡Un país que sea la puerta de hierro, el baluarte del norte, y no un cinturón de tierra quemada sobre el que la caballería nilfgaardiana pueda tomar impulso!

—¿Acaso es posible construir una Cintra así? ¿Sin Calanthe?

—No te excites, Foltest. —Meve abrió los labios—. Ya te he dicho, los cintrianos jamás aceptarán un protectorado ni sangre ajena en el trono. Si intentas imponerte a ti como su señor, la situación dará la vuelta. Vissegerd de nuevo organizará destacamentos para luchar, pero esta vez bajo la protección de Emhyr. Y cierto día esos destacamentos se lanzarán sobre nosotros como la vanguardia del asalto de Nilfgaard. Como punta de lanza, como te has expresado antes tan gráficamente.

—Foltest lo sabe —bufó Vizimir—. Por eso busca tan obstinadamente a la Leoncilla, la nieta de Calanthe. ¿No lo entendéis? La sangre no es agua, la corona por el matrimonio. Basta que encuentre a la muchacha y la obligue a casarse con él…

—¿Te has vuelto loco? —estalló el rey de Temeria—. ¡La Leoncilla está muerta! No he hecho buscar a la muchacha, pero incluso si… En mi cabeza ni siquiera cabría el pensamiento de obligarla a nada…

—No tendrías que obligarla —le interrumpió Meve luciendo una sonrisa llena de gracia—. Todavía eres un hombretón muy guapo, primo. Y por las venas de la Leoncilla corre la sangre de Calanthe. Una sangre muy caliente. Conocí a Cali cuando era joven. Si veía a un muchacho, se le iban los pies de tal forma que, si se le hubieran acercado unas ramas secas, hubieran echado a arder con vivas llamas. Su hija, Pavetta, la madre de la Leoncilla: más de lo mismo. Así que seguro que la muchacha también es palo de tal astilla. Un pequeño esfuerzo, Foltest, y la muchacha no se resistiría mucho. Con ello cuentas, reconócelo.

—Seguro que cuenta con ello —se rio Demawend a grandes carcajadas—. ¡Pero vaya un plan ingenioso que se nos había preparado el reyecito! Atacamos la orilla izquierda, pero antes de que nos demos cuenta, nuestro Foltest encuentra y conquista el corazón de la doncella, tendrá una mujercita bien moza a la que sentará en el trono de Cintra y sus gentes llorarán de alegría y se tirarán peos en los calzoncillos de felicidad. Tendrán por fin a su reina, sangre de la sangre y huesos de los huesos de Calanthe. Tendrán una reina… sólo que junto con un rey. El rey Foltest.

—¡Pero cuidado que decís gilipolleces! —gritó Foltest, enrojeciendo y palideciendo sucesivamente—. ¿Es que os han dado un palo en la crisma? ¡En lo que decís no hay ni pizca de sentido!

—En ello hay mucho sentido —dijo seco Vizimir—. Porque yo sé que alguien busca desesperadamente a esa niña. ¿Quién, Foltest?

—¡Está claro! ¡Vissegerd y los cintrianos!

—No, no son ellos. O al menos no sólo. Alguien más. Alguien cuyo camino lo riegan cadáveres. Alguien que no retrocede ante el chantaje, el soborno ni la tortura… Ya que hablamos de ellos, ¿acaso un señor llamado Rience está al servicio de alguno de vosotros? Ja, por vuestros gestos veo que o no es así o no lo reconocéis, lo que es igual. Repito: a la nieta de Calanthe la buscan y la buscan en forma que da que pensar. ¿Quién la busca, repito?

—¡Por Belcebú! —Foltest golpeó con el puño en la mesa—. ¡No soy yo! ¡Ni entra en mi cabeza casarme con ninguna cría por no sé qué trono! Pues si yo…

—Pues si tú desde hace cuatro años vives en secreto con la baronesa La Valette —sonrió de nuevo Meve—. Os amáis como dos palomos, estáis esperando a que el viejo barón estire la pata por fin. ¿Por qué miras así? Todos lo sabemos. ¿Para qué piensas que pagamos a los espías? Pero por el trono de Cintra, primo, más de un rey estaría dispuesto a sacrificar su felicidad personal…

—Espera. —Henselt se rascó con fuerza la barba—. Más de un rey, decís. Entonces dejad por un momento en paz a Foltest. Hay otros. En su momento Calanthe quería casar a su nieta con el hijo de Ervyll de Verden. Puede que Ervyll también olfatee Cintra. Y no sólo él…

—Humm… —murmuró Vizimir—. Es cierto. Ervyll tiene tres hijos… ¿Y qué decir de los aquí presentes que también poseen descendencia del género masculino? ¿Eh? ¿Meve? ¿Acaso no nos estás echando jabón a los ojos?

—A mí me podéis excluir. —La reina de Lyria adoptó una sonrisa aún más graciosa—. Por el mundo pululan, cierto, dos vástagos míos… Fruto del olvido producido por la voluptuosidad… Si no los han colgado ya, claro. Dudo que de pronto alguno de ellos quisiera reinar. No tenían para ello ni predisposición ni inclinaciones. Ambos eran más tontos incluso que su padre, que en paz descanse. Quien conociera a mi difunto marido sabe lo que esto significa.

—Cierto —dijo el rey de Redania—. Yo lo conocí. ¿De verdad que tus hijos son más tontos? Joder, pensaba que no se podía ser más tonto… Perdona, Meve…

—No es nada, Vizimir.

—¿Quién más tiene hijos?

—Tú, Henselt.

—¡Mi hijo está casado!

—¿Y para qué está el veneno? Por el trono de Cintra, como alguien sabiamente ha dicho aquí, más de uno sacrificaría su felicidad personal. ¡Valdría la pena!

—¡No me hacen gracia tales insinuaciones! ¡Y déjame en paz! ¡Otros también tienen hijos!

—Niedamir de Hengfors tiene dos. Y él mismo es viudo. No es muy viejo. No olvidemos tampoco a Esterad Thyssen de Kovir.

—Yo los excluiría —negó Vizimir—. La Liga de Hengfors y Kovir planean una alianza dinástica entre ellos. Cintra y el sur no les interesan. Humm… Pero Ervyll de Verden… Lo tiene cerca.

—Hay alguien más que también lo tiene cerca —advirtió de pronto Demawend.

—¿Quién?

—Emhyr var Emreis. No está casado. Y es más joven que tú, Foltest.

—Maldita sea. —El rey de Redania arrugó la frente—. Si esto fuera verdad… ¡Emhyr nos jodería bien! Está claro, el pueblo y la nobleza de Cintra irán siempre detrás de la sangre de Calanthe. ¿Imagináis lo que pasaría si Emhyr atrapara a la Leoncilla? ¡Coño, lo que nos faltaba! ¡Reina de Cintra y emperatriz de Nilfgaard!

—¡Emperatriz! —resopló Henselt—. De verdad exageras, Vizimir. ¿Para qué necesita Emhyr a la muchacha, para qué diablos se va a casar? ¿Por el trono de Cintra? ¡Emhyr ya tiene Cintra! ¡Conquistó el país y lo convirtió en una provincia nilfgaardiana! ¡Está sentado en el trono con todo el culo y aún tiene suficiente sitio para removerse!

—En primer lugar —advirtió Foltest—, Emhyr gobierna Cintra con el derecho, o mejor con la falta de él, del agresor. Si tuviera a la muchacha y se casara con ella podría reinar legalmente. ¿Entiendes? Un Nilfgaard que se enlaza por matrimonio con la sangre de Calanthe ya no es el Nilfgaard invasor contra el que se afila las uñas todo el sur. Es un Nilfgaard vecino, con el que hay que contar. ¿Cómo querrías expulsar tal Nilfgaard detrás de Marnadal, detrás del paso de Amell? ¿Atacando un reino en cuyo trono se sienta legalmente la Leoncilla, nieta de la Leona de Cintra? ¡Voto a bríos! No se quién busca a esa niña. Yo no la buscaba. Pero os anuncio que comenzaré ahora mismo. Todavía pienso que la muchacha está muerta pero no nos podemos permitir el riesgo. Resulta que es un personaje demasiado importante. ¡Si sobrevivió, tenemos que encontrarla!

—¿Arreglamos ya con quién la vamos a casar si la encontramos? —dijo Henselt—. Tales asuntos no debieran dejarse al azar. Podríamos también entregársela a los partisanos de Vissegerd como estandarte, atada a una larga alcándara, que la lleven al frente cuando ataquen aquella orilla. Pero si la Cintra recuperada ha de servirnos a todos… Creo que sabéis de lo que se trata. Si atacamos a Nilfgaard y recuperamos Cintra, podremos sentar a la Leoncilla en el trono. Pero la Leoncilla sólo puede tener un marido. Un marido que sea el que cuide de nuestros intereses en la desembocadura del Yaruga. ¿Quién de los presentes se ofrece voluntario?

—Yo no —se burló Meve—. Renuncio al privilegio.

—Y yo no excluiría a los que no están presentes —dijo serio Demawend—. Ni a Ervyll, ni a Niedamir ni a los Thyssen. Y el tal Vissegerd, tenedlo presente, puede sorprenderos y hacer un uso inesperado del estandarte atado a una larga alcándara. ¿Habéis oído hablar de los matrimonios morganáticos? ¡Vissegerd es viejo y feo como una mierda de vaca, pero si atiborra a la Leoncilla con una decocción de absenta y damiana puede que se enamore de él inesperadamente! Señores, ¿entra en nuestros planes un rey Vissegerd?

—No —murmuró Foltest—. En los míos no.

—Humm… —Vizimir vaciló—. En los míos tampoco. Vissegerd es herramienta y no socio, y ése es el papel que tiene que interpretar en nuestros planes de ataque a Nilfgaard. Además, si el que tan obstinadamente busca a la muchacha es Emhyr var Emreis, no podemos arriesgarnos.

—No podemos en absoluto —confirmó Foltest—. La Leoncilla no puede caer en manos de Emhyr. No puede caer en las de nadie… en las manos inadecuadas… viva.

—¿Infanticidio? —Meve frunció el ceño—. Una solución muy fea, señores reyes. Indigna. Y creo innecesariamente drástica. Primero encontraremos a la muchacha, porque aún no la tenemos. Y cuando la encontremos, me la dais a mí. La esconderé durante dos años en algún castillo en las montañas, la casaré con alguno de mis caballeros. Cuando la veáis de nuevo tendrá ya dos niños y, oh, una tripa así.

—Es decir, si he contado bien, por lo menos tres posibles pretendientes y usurpadores más. —Vizimir movió la cabeza—. No, Meve. Es de verdad feo, pero la Leoncilla, si sobrevivió, ahora tiene que morir. Es razón de estado. ¿Señores?

La lluvia golpeaba contra la ventana. Entre las torres del castillo de Hagge aullaba el viento.

Los reyes callaban.

—Vizimir, Foltest, Demawend, Henselt y Meve —repitió el mariscal—. Se han reunido en secreto en el castillo de Hagge en el Pontar. Deliberaron secretamente.

—Vaya un simbolismo —dijo, sin volverse, un hombre delgado, moreno, con un caftán de alce que tenía señales de cerrojos de armadura y manchas de herrumbre—. Precisamente al pie de Hagge, no hace todavía cuarenta años, Virfuril venció al ejército de Medell, fortaleciendo su poder en el valle del Pontar y trazando la frontera actual entre Aedirn y Temeria. Y hoy, mira, Demawend, hijo de Virfuril, invita a Hagge a Foltest, hijo de Medell, y para completar se trae también a Vizimir de Tretogor, Henselt de Ard Carraigh y a la viudita alegre de Meve de Lyria. Se encuentran y deliberan en secreto. ¿Imaginas sobre qué deliberan, Coehoorn?

—Me lo imagino —dijo el mariscal. No dijo ni una palabra más. Sabía que el hombre que estaba vuelto de espaldas no soportaba que nadie alardeara en su presencia de elocuencia, así que sólo comentó los hechos.

—No invitaron a Ethain de Cidaris. —El hombre del caftán de alce se volvió, puso las manos a la espalda, anduvo lentamente desde la ventana a la mesa y de vuelta—. Ni a Ervyll de Verden. No invitaron a Esterad Thyssen ni a Niedamir. Esto quiere decir que están muy seguros o muy inseguros. No invitaron a nadie del Capítulo de los Hechiceros. Interesante. Y significativo. Coehoorn, intenta que los hechiceros se enteren de estas deliberaciones. Que sepan que sus monarcas no les tratan como iguales. Me da la sensación de que los hechiceros del Capítulo tenían sus dudas a este respecto. Deshazlas.

—A la orden.

—¿Hay nuevas de Rience?

—Ninguna.

El hombre se detuvo junto a la ventana, estuvo allí de pie largo tiempo, viendo a la lluvia mojar las cumbres de las montañas. Coehoorn esperó, apretando y aflojando nerviosamente la mano apoyada sobre el pomo de la espada. Se temía que se iba a ver obligado a escuchar un largo monólogo. El mariscal sabía que el hombre que estaba de pie junto a la ventana consideraba tales monólogos como conversaciones, y las conversaciones como honor y muestra de confianza. Lo sabía, pero seguía sin gustarle escuchar monólogos.

—¿Qué te parece este país, virrey? ¿Has conseguido ya amar tu nueva provincia?

Dio un respingo, sorprendido. No se esperaba esta pregunta. Pero no se lo pensó demasiado. La falta de sinceridad y la indecisión podían costar muy caro.

—No, vuestra majestad. No la amo. Este país es tan… siniestro.

—Antes era distinto —respondió el hombre, sin volverse—. Y será distinto algún día. Lo verás. Verás aún una hermosa y alegre Cintra, Coehoorn. Te lo prometo. Pero no te entristezcas. No te voy a retener aquí mucho tiempo. Algún otro asumirá el virreinato de la provincia. Tú me vas a ser necesario en Dol Angra. Te irás inmediatamente después de sofocar la rebelión. Necesito a alguien responsable en Dol Angra. Alguien que no se deje provocar. La viudita alegre de Lyria o Demawend… Querrán provocarnos. Te llevarás una muestra de jóvenes oficiales. Enfriarás sus cabezas calientes. Os dejaréis provocar cuando yo dé la orden. No antes.

—¡Así será!

Desde la antecámara les alcanzó el sonido de las armas y las espuelas, voces alzadas. Llamaron a la puerta. El hombre del caftán de alce se volvió hacia la ventana, hizo un gesto de aprobación con la cabeza. El mariscal se inclinó ligeramente, salió.

El hombre volvió a la mesa, se sentó, inclinó la cabeza sobre los mapas. Los miró largo tiempo, al fin apoyó la frente sobre las manos unidas. El enorme brillante de su anillo estalló en miles de fuegos a la luz de las velas.

—¿Vuestra majestad? —La puerta chirrió levemente.

El hombre no varió su posición. Pero el mariscal advirtió que las manos le temblaban. Lo reconoció por el reflejo del brillante. Despacio y con precaución cerró la puerta detrás de sí.

—¿Noticias, Coehoorn? ¿De Rience?

—No, vuestra majestad. Pero buenas noticias. La rebelión en las provincias ha sido sofocada. Destrozamos a los rebeldes. Sólo unos pocos consiguieron escapar hasta Verden. Tenemos a su caudillo, el duque Windhalm de Attre.

—Bien —dijo al cabo el hombre, con la cabeza todavía apoyada en las manos—. Windhalm de Attre… Mándalo decapitar. No… Decapitar no. Ejecutar de otro modo. Espectacular, largo y cruel. Y en público, se entiende. Es necesario un castigo ejemplar. Algo que asuste a otros. Pero, por favor, Coehoorn, ahórrame los detalles. En los informes no tienes que entretenerte en descripciones pintorescas. No encuentro placer en ello.

El mariscal movió la cabeza, tragó saliva. Él tampoco encontraba placer en ello. Ningún placer en absoluto. Tenía la intención de dejar la preparación y la ejecución del castigo a los especialistas. No tenía ninguna intención de preguntar por los detalles. Ni mucho menos estar presente en ella.

—Estarás presente en la ejecución. —El hombre alzó la cabeza, tomó una carta de la mano, puso el sello—. Oficialmente. Como virrey de la provincia de Cintra. Me sustituirás. Yo no tengo intenciones de contemplarlo. Es una orden, Coehoorn.

—¡Así será! —El mariscal ni siquiera intentó esconder su disgusto y turbación. Ante el hombre que había dado las órdenes no se debía ocultar nada. Y raramente alguien lo conseguía.

El hombre miró a la carta abierta, casi inmediatamente la echó al fuego, a la chimenea.

—Coehoorn.

—¿Sí, vuestra majestad?

—No voy a esperar al informe de Rience. Despierta a los magos, que preparen una telecomunicación con el punto de contacto de Redania. Que transmitan mi orden verbal que debe ser inmediatamente llevada a Rience. El contenido de la orden es el siguiente: Rience tiene que dejarse de hacer encaje de bolillos, que se deje de entretener con el brujo. Porque esto puede acabar mal. No se puede uno entretener con el brujo. Yo lo conozco, Coehoorn. Él es demasiado inteligente como para conducir a Rience a la pista. Repito, Rience tiene que organizar inmediatamente un atentado, tiene que eliminar inmediatamente de este juego al brujo. Matarlo. Y luego desaparecer, esconderse y esperar órdenes. Y si cayera antes en la pista de la hechicera, ha de dejarla en paz. A Yennefer no le puede caer un pelo de la cabeza. ¿Lo has aprendido, Coehoorn?

—Sí.

—La telecomunicación ha de ser cifrada y sólidamente asegurada contra lecturas mágicas. Advierte a los hechiceros de esto. Si hacen una chapuza, si personas inadecuadas se enteran del contenido de esta orden, les haré responsables.

—Así será. —El mariscal carraspeó, se incorporó.

—¿Qué más, Coehoorn?

—El conde… Ya está aquí, vuestra majestad. Ha venido conforme vuestras órdenes.

—¿Ya? —sonrió el hombre—. Una prisa digna de elogio. Tengo la esperanza de que no ha reventado ese caballo prieto que todos le envidian. Que entre.

—¿He de estar presente en la conversación, vuestra alteza?

El caballero al que hicieron venir desde la antesala entró en la habitación con paso enérgico, poderoso y ruidoso, envuelto en chirridos de la armadura negra. Se detuvo, se enderezó con orgullo, se retiró de los hombros una capa negra que estaba mojada y salpicada de barro, colocó la mano sobre la empuñadura de una potente espada. Apoyó en la cadera el yelmo negro adornado con las alas de un ave de rapiña. Coehoorn miró al rostro del caballero. Encontró en él un orgullo descarado, áspero y militar. No encontró nada de lo que se debiera encontrar en el rostro de un hombre que acababa de pasar los últimos dos años en una torre, en un lugar del que, como todo apuntaba, sólo se podía salir para ir al cadalso. El mariscal se sonrió por debajo de su bigote. Sabía que el desprecio a la muerte y la valentía irracional de los jovenzuelos surgía exclusivamente de su falta de imaginación. Lo sabía perfectamente. Él mismo fue alguna vez un jovenzuelo así.

El hombre que se sentaba a la mesa apoyó la barbilla en las manos, miró con atención al caballero. El jovenzuelo se tensó como una cuerda.

—Para que todo esté claro —le dijo el hombre de detrás de la mesa—, has de saber que el error que cometiste en este lugar hace dos años, por lo menos no te ha sido perdonado. Recibirás todavía otra oportunidad. Te daré aún otra orden. De la forma en que la ejecutes dependerá mi decisión en lo que respecta a tu suerte.

El rostro del joven caballero ni siquiera tembló, no temblaron tampoco las plumas de las alas del yelmo que tenía apoyado en el muslo.

—Nunca engaño a nadie, nunca doy a nadie falsas esperanzas —siguió el hombre—. Así que has de saber que tienes unas ciertas perspectivas de salvar tu cuello del hacha del verdugo, si, por supuesto, esta vez no cometes ningún error. De un indulto completo tienes pocas probabilidades. De obtener mi perdón y mi olvido… ninguna.

El joven caballero de la negra armadura tampoco esta vez tembló, pero Coehoorn percibió el brillo de sus ojos. No le cree, pensó. No le cree y se hace ilusiones. Comete un grave error.

—Te ordeno completa atención —siguió el hombre de detrás de la mesa—. También a ti, Coehoorn. Porque también a ti te conciernen las órdenes que voy a dar dentro de un instante. Dentro de un instante. Ahora tengo que reflexionar sobre su forma y contenido.

El mariscal Menno Coehoorn, virrey de la provincia de Cintra y futuro caudillo principal del ejército de Dol Angra, alzó la cabeza, se puso en tensión con la mano sobre el pomo de la espada. El caballero de la armadura negra y el yelmo adornado con las alas de un ave de rapiña adoptó la misma postura. Ambos esperaron. En silencio. Pacientemente. Como se debían de esperar las órdenes sobre cuyos contenido y forma reflexionaba el emperador de Nilfgaard, Emhyr var Emreis, Deithwen Adda yn Carn aep Morvudd, el Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos.

Ciri se despertó.

Yacía, o mejor dicho, estaba medio sentada, con la cabeza más bien alta, apoyada en unos cuantos almohadones. La compresa que tenía en la frente estaba ya templada y apenas húmeda. Se la quitó, no podía soportar el desagradable peso y el picor en la piel. Respiraba con esfuerzo. Tenía la garganta seca, la nariz casi completamente bloqueada con coágulos de sangre. Pero los elixires y los encantamientos ya habían funcionado: el dolor, que unas horas antes ofuscaba la vista y hacía estallar el cráneo, había desaparecido, cedido, sólo había quedado de él un latido sordo y una sensación de opresión en las sienes.

Tocó cautelosamente la nariz con el dorso de la mano. Ya no sangraba.

Vaya un sueño más extraño, pensó. El primer sueño desde hace tantos días. El primero del que no he tenido miedo. Era… un observador. Veía todo como desde una montaña, desde una alta… Como si fuera un pájaro… Un pájaro nocturno

Un sueño en el que he visto a Geralt.

En el sueño era de noche. Y caía la lluvia, que inundaba las regueras de las calles, resonaba en las tejas de madera de los tejados, en los bálagos de los techos de las chozas, brillaba en las tablas de los puentes y pasarelas, en las cubiertas de las barcas y los botes… Y allí estaba Geralt. No estaba solo. Con él estaba un hombre con un gracioso sombrerillo con una pluma que caía hacia abajo de tan mojada que estaba. Y una mujer muy delgada con una capa verde con capucha… Los tres andaban despacio y con cautela por un puente totalmente húmedo… Y yo los veía desde arriba. Como si fuera un pájaro. Un pájaro nocturno

Geralt se detuvo. Está lejos todavía, preguntó. No, dijo la muchacha delgada, agitando su abrigo verde para expulsar el agua. Ya casi estamos… Eh, Jaskier, no te quedes atrás o te perderás en estos callejones… ¿Y dónde diablos está Filippa? La he visto hace un momento, volaba entre los canales… Vaya un tiempo asqueroso… Vamos. Condúcenos, Shani. Y entre nosotros, ¿de qué conoces a ese curandero? ¿Qué te une a él?

A veces le vendo medicamentos que siso del laboratorio de la universidad. ¿Por qué me miras así? Mi padrastro apenas paga la matrícula… A veces necesito una perrillas… Y el curandero, si tiene medicinas de verdad, cura a la gente… O por lo menos no los envenena… Venga, vamos allá.

Un sueño extraño, pensó Ciri. Una pena que me despertara. Me hubiera gustado saber qué iba a pasar después… Me gustaría saber qué es lo que hacen allí. A dónde van

Desde la habitación de al lado le alcanzaron voces, voces que eran las que le habían despertado. Madre Nenneke hablaba rápido, estaba claramente excitada, nerviosa y enfadada. Has roto mi confianza, decía. No debiera haberlo permitido. Debiera haber imaginado que tu antipatía hacia ella conduciría a una desgracia. No debiera haberte permitido… Porque al fin y al cabo te conozco. Eres implacable, eres cruel, y para colmo resulta que eres también una irresponsable y una imprudente. Torturas sin piedad a esta niña, la obligas a esfuerzos que ella no es capaz de realizar. No tienes corazón.

De verdad no tienes corazón, Yennefer.

Ciri aguzó el oído, quería escuchar la respuesta de la hechicera, su voz fría, dura y sonora. Quería escuchar cómo reaccionaba, cómo se burlaba de la suma sacerdotisa, cómo se reía de su exagerado proteccionismo. Cómo decía lo que acostumbraba a decir: que ser hechicera no es cosa de poca monta, que no es tarea para señoritas de porcelana, para pollitas de piel fina. Pero Yennefer respondió en voz baja. Tan baja que la muchacha no sólo no fue capaz de entenderla, sino que ni siquiera pudo diferenciar unas palabras de otras.

Me dormiré, pensó, masajeándose con cuidado y delicadeza la nariz, aún sensible y dolorida, obstruida con coágulos de sangre. Volveré a mi sueño. Veré lo que hace Geralt, allí, en la noche, bajo la lluvia, junto al canal

Yennefer la llevaba de la mano. Andaban las dos por un largo y oscuro pasillo, entre columnas de piedra, o quizás fueran estatuas, Ciri no podía descifrar las formas en la densa oscuridad. Pero en las tinieblas había alguien, alguien estaba escondido en ellas y las observaba mientras andaban. Escuchó susurros, bajitos como el rumor del viento.

Yennefer la llevaba de la mano, andaba con rapidez y seguridad, completamente decidida, tanto, que Ciri apenas podía seguirla. Ante ellas se abrían las puertas. Sucesivamente. Una detrás de la otra. Un número interminable de puertas de hojas gigantescas y pesadas que se abrían ante ellas sin hacer ruido.

La oscuridad se hizo más densa. Ciri vio ante ella una puerta más. Yennefer no aflojó el paso, aunque Ciri supo de pronto que esta puerta no se abriría sola. Y de pronto le asaltó la terrible seguridad de que no se debía abrir esta puerta. Que no se debía atravesarla. Que tras esta puerta algo la está esperando…

Se detuvo, intentó soltarse, pero la mano de Yennefer era fuerte e inflexible, la arrastró implacablemente hacia adelante. Y Ciri comprendió por fin que había sido traicionada, engañada, vendida. Que siempre, desde el primer encuentro, desde el primer día, había sido sólo una marioneta, una muñeca en un palito. Tiró para liberarse aún con más fuerza, soltó la mano. La oscuridad ondulaba como humo, los susurros en la oscuridad desaparecieron de pronto. La hechicera dio un paso hacia adelante, se detuvo, se volvió, la miró.

Si tienes miedo, vuélvete. No se debe abrir esa puerta. Tú lo sabes. Lo sé.

Y sin embargo me conduces allí.

Si tienes miedo, vuélvete. Aún tienes tiempo para volver. Aún no es demasiado tarde.

¿Y tú?

Para mí ya es tarde.

Ciri miró hacia atrás y, pese a las omnipresentes tinieblas, vio las puertas que ya habían atravesado, una larga y lejana perspectiva. Y desde allí, de lejos, en la oscuridad, escuchó…

El golpeteo de los cascos. El chirrido de una armadura negra. Y el rumor de las alas de un ave de presa. Y una voz. Una voz bajita que se introducía en el cráneo…

Te confundiste. Confundiste el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque.

Se despertó. Alzó bruscamente la cabeza, se le cayó la compresa, nueva, húmeda y fría. Estaba bañada en sudor, en las sienes de nuevo le latía y le pulsaba un dolor sordo. Yennefer estaba sentada junto a ella en la cama. Tenía la cabeza vuelta hacia otro lado, de modo que Ciri no veía su rostro. Veía sólo la tormenta de sus cabellos negros.

—Tuve un sueño… —susurró Ciri—. En el sueño…

—Lo sé —dijo la hechicera con una voz extraña, ajena—. Por eso estoy aquí. Estoy junto a ti.

Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, la lluvia susurraba en las hojas de los árboles.

—Voto a bríos —ladró Jaskier, tirando el agua del ala de su sombrero, empapado por la lluvia—. No es una casa, es una verdadera fortaleza. ¿De qué tiene tanto miedo este curandero que se ha atrincherado así?

Barcas y botes, amarrados a la orilla, se balanceaban perezosamente en el agua rizada por la lluvia, entrechocaban con sordos golpes, rechinaban, tiraban de las cadenas.

—Es el barrio portuario —aclaró Shani—. No faltan aquí bandoleros ni hampones, tanto locales como forasteros. Mucha gente acude a Myhrman, le traen dinero… Todos lo saben. Así como que vive solo. Por eso toma sus medidas. ¿Os asombráis?

—Ni una pizca. —Geralt miró la casa construida sobre palos clavados en el fondo del canal a unas cinco brazas de la orilla—. Estoy pensando en cómo llegar a esa isla, a esa choza acuática. Creo que vamos a tener que tomar prestada alguna de estas barcas…

—No hay necesidad —dijo la médica—. Allí hay un puente levadizo.

—¿Y cómo vas a convencer al curandero de que te lo baje? Aparte de eso hay unas puertas, y nos hemos olvidado el ariete…

—Dejádmelo a mí.

La gran lechuza gris aterrizó sin un sonido en la barandilla de la plataforma, sacudió las alas, se encogió y se transformó en Filippa Eilhart, también encogida y empapada.

—¿Qué hago aquí? —murmuró rabiosa la hechicera—. ¿Qué es lo que hago con vosotros, maldita sea? Haciendo equilibrios en un palo mojado… y a punto de cometer un crimen de alta traición. Si Dijkstra se entera de que os he ayudado… ¡Y para colmo esta llovizna! Odio volar cuando llueve. ¿Es aquí? ¿Ésta es la casa de Myhrman?

—Sí —confirmó Geralt—. Escucha, Shani. Vamos intentar…

Se agruparon, comenzaron a susurrar, ocultos en las tinieblas por el alero de caña de un cobertizo. Una estela de luz caía al agua desde la taberna al otro lado del canal. Se oían cantos, risas y gritos. En la orilla pleiteaban tres almadieros. Dos discutían, empujándose y agarrándose el uno al otro e insultándose sin parar con los mismos insultos hasta el aburrimiento. El tercero, apoyado en la barandilla, meaba en el canal, al tiempo que silbaba desafinadamente.

Dong, resonó metálicamente la hoja de hierro atada por una correa al poste que estaba en la plataforma del puente. Dong.

El curandero Myhrman abrió el ventanuco, echó un vistazo. El farolillo que llevaba en la mano tan sólo sirvió para cegarle, así que lo dejó en el suelo.

—¿Quién diablos llama a estas horas? —vociferó rabioso—. ¡Date en ese cabezón vacío que tienes, cabrón, así se te hubiera torcido el pito cuando te entraron ganas de llamar! ¡Largo, a tomar por saco, borrachuzo, pero ya! ¡Tengo acá una ballesta cargada! ¿Acaso alguno quiere tener seis pulgadas de saeta en el culo?

—¡Señor Myhrman! ¡Soy yo, Shani!

—¿Eh? —El curandero se inclinó más—. ¿Señorita Shani? ¿Ahora, de noche? ¿Cómo es eso?

—¡Bajad el puentecillo, señor Myhrman! ¡Os traigo lo que me pedisteis!

—¿Precisamente ahora, por la noche? ¿No pudisteis venir de día?

—De día hay por aquí demasiados ojos. —La delgada silueta de la capa verde se dibujaba vagamente en la plataforma—. Si llega a saberse lo que os traigo, me echan de la Academia. ¡Bajad el puentecillo, no voy a estar aquí bajo la lluvia, tengo los botines empapados!

—No estáis sola, señorita —advirtió receloso el curandero—. Normalmente acudís sola. ¿Quién está con vos?

—Un amigo, lo mismo que yo. ¿Y qué? ¿Iba a tener que venir sola por la noche a este podrido barrio vuestro? ¿Qué pasa, que mi virtud no me es cara, o qué? ¡Dejadme pasar por fin, voto al diablo!

Murmurando en voz baja, Myhrman liberó el bloqueo de la cabria, el puente bajó con un chirrido, golpeó contra las tablas de la plataforma. El curandero se arrastró hasta la puerta, quitó el cerrojo y el pestillo. Sin soltar la ballesta tensada, miró con cuidado.

No percibió el puño que volaba hacia sus sienes, un puño dentro de un guante negro incrustado de tachuelas de plata. Pero aunque la noche era oscura, la luna nueva y el cielo nublado, contempló de pronto diez mil brillantes y cegadoras estrellas.

Toublanc Michelet pasó otra vez la piedra de afilar por la hoja de la espada, dando la impresión de que lo que estaba haciendo iba a hacer desaparecer la hoja sin dejar restos.

—Entonces tenemos que matar para vos a un hombre —dejó la piedra a un lado, limpió la empuñadura con un pedazo de piel de conejo engrasada, contempló críticamente la hoja—. Normalito, que pulula por las calles de Oxenfurt, no lleva ni guardia, ni escolta, ni guardaespaldas. No lleva ni siquiera criados. Para agarrarlo no vamos a tener que arrastrarnos hasta ningún castillo, ayuntamiento, palacete ni cuartel… ¿Es así, noble señor Rience? ¿Os he entendido bien?

El hombre de la cara desfigurada por la cicatriz de una quemadura afirmó con la cabeza, entrecerrando ligeramente unos ojos oscuros y húmedos de aspecto desagradable.

—Además —siguió Toublanc—, después de matar al pájaro éste no nos vamos a ver obligados a acurrucarnos en algún hueco durante el próximo medio año, porque nadie nos va a perseguir ni buscar. Nadie azuzará contra nosotros a los cuadrilleros ni a los cazadores de recompensas. No caeremos en ninguna maldición de familia ni venganza alguna. Por decirlo de otro modo, señor Rience, ¿tenemos que cargarnos para vos a un paleto normal, vulgar y que no significa nada?

El hombre de la cicatriz no respondió. Toublanc miró a sus hermanos sentado inmóvil y rígido en el banco. Rizzi, Flavius y Ludovico guardaban silencio como de costumbre. En el equipo que formaban, ellos mataban y Toublanc estaba para hablar. Porque sólo Toublanc había asistido a la escuela del santuario. Mataba tan hábilmente como sus hermanos, pero además sabía leer y escribir. Y hablar.

—¿Y para matar a este paleto vulgar, señor Rience, no contratáis a ningún matón de puerto sino a nosotros, los hermanos Michelet? ¿Por cien coronas novigradas?

—Ésa es vuestra tarifa habitual —gruñó el hombre de la cicatriz—. ¿No es cierto?

—No es cierto —negó Toublanc con voz fría—. Porque nosotros no nos ocupamos de matar paletos vulgares. Y si ya… Señor Rience, el paleto que queréis ver como cadáver os va a costar doscientas. Doscientas coronas que no estén recortadas, brillantes y con el signo de la Ceca de Novigrado. ¿Y sabéis por qué? Porque en este asunto hay trampa, noble señor. No tenéis que decirnos cuál es la trampa, ya se verá. Pero pagaréis por ella. Doscientos, he dicho. Aceptáis esa suma, entonces ya podéis dar a ese vuestro no amigo por muerto. No la queréis aceptar, buscaos otro para el trabajo.

En el sótano que apestaba a rancio y a vino agrio reinó el silencio. Una curiana correteaba por el suelo cubierto de paja, moviendo rápidamente sus patitas. Flavius Michelet la aplastó estruendosamente, con un relampagueante movimiento del pie, casi sin cambiar de posición y sin cambiar para nada la expresión del rostro.

—De acuerdo —dijo Rience—. Tendréis las doscientas. Vamos.

Toublanc Michelet, asesino profesional desde el decimocuarto año de vida, no traicionó su asombro ni siquiera con un temblor de las mejillas. No contaba con conseguir sacarle más que ciento veinte, como mucho ciento cincuenta. Tuvo de pronto la seguridad de que había valorado demasiado bajo el precio de la trampa que se escondía en aquel trabajo.

El curandero Myhrman abrió los ojos en el suelo de su propia habitación. Estaba tendido de espaldas, atado como carnero. Le dolía rabiosamente el occipucio, recordaba que al caer se había golpeado la cabeza con el alféizar de la ventana. Le dolía también la sien en que le habían golpeado. No podía moverse porque le aplastaba el pecho, inmisericorde y pesada, una bota alta abrochada con hebillas. El curandero, entrecerrando los ojos y arrugando el rostro, miró hacia arriba. La bota pertenecía a un hombre alto de cabellos blancos como la nieve. Myhrman no veía su cara, estaba escondida en unas sombras a las que no alcanzaba a dispersar el farolillo que estaba sobre la mesa.

—Perdonadme la vida… —jadeó—. Perdonádmela, imploro a los dioses… Os devolveré el dinero… Todo os doy… Os mostraré dónde está escondido…

—¿Dónde está Rience, Myhrman?

Al curandero le tembló todo el cuerpo al oír aquella voz. No era de los asustadizos, había pocas cosas a las que tenía miedo. Pero en la voz del cabellos blancos estaban todas esas cosas. Y algunas más como regalo.

Con un sobrehumano esfuerzo de voluntad controló el miedo que le corría por las entrañas como un gusano asqueroso.

—¿Eh? —fingió asombro— ¿Qué? ¿Quién? ¿Cómo habéis dicho?

El hombre se agachó y Myhrman vio su rostro. Vio sus ojos. Y ante esta vista el estómago se le deslizó hasta el ano.

—No trapacees, Myhrman, no des rodeos —habló desde las tinieblas la voz familiar de Shani, la médica de la universidad—. Cuando estuve aquí hace tres días, aquí, en esta silla, a esta mesa, estaba sentada su señoría con una capa de piel de rata almizclera. Bebía vino. Y tú nunca ofreces a nadie, sólo a los mejores amigos. Me tiró los tejos, me dio la vara descaradamente para que fuera con él al baile de Las Tres Campanillas. Incluso tuve que darle en las zarpas, porque pasó a las manos, ¿recuerdas? Y tú dijiste: "Dejarla, señor Rience, no me la espantéis, tengo que llevarme bien con los académicos para que vayan bien los negocios". Y los dos os carcajeasteis, tú y tu señor Rience de la facha quemada. Así que no te hagas ahora el tonto, porque no estás con alguien más tonto que tú. Habla, mientras se te pide amablemente.

Ah, rana sabijonda, pensó el curandero. Gallina traidora, pilluela pelicana, ya te atraparé, ya me las pagarás… Como me libre de ésta

—¿Qué Rience? —cacareó, retorciéndose, intentando en vano liberarse del tacón que le aplastaba el esternón—. ¿Y cómo voy a saber quién es y dónde está? Por acá pasa gente distinta, fulano y mengano, qué voy yo…

El hombre de cabello blanco se agachó aún más, sacó lentamente un estilete de la caña de la otra bota, apretó más aún con la que estaba sobre el pecho del curandero.

—Myhrman —dijo en voz baja—. Si quieres, cree, si no quieres, no creas. Pero si ahora mismo no me dices dónde está Rience… Si ahora mismo no me aclaras de que forma puedo contactar con él… Entonces cebaré a las anguilas del canal con tus pedazos. Comenzaré por la oreja.

En la voz del de los cabellos blancos había algo que hizo que el curandero creyera de inmediato en cada palabra. Miró a la hoja del estilete y supo que estaba más afilada que los cuchillos que él mismo usaba para seccionar las úlceras y los diviesos. Comenzó a temblar de tal modo que la bota apoyada en su pecho comenzó a saltar nerviosamente. Pero callaba. Tenía que callar. De momento. Porque si Rience volviera y preguntara por qué lo había delatado, Myhrman tenía que poder demostrar por qué. Una oreja, pensó, tengo que soportar una oreja. Luego se lo diré

—¿Por qué perder tiempo y mancharnos de sangre? —Desde la oscuridad surgió de pronto una suave y aguda voz femenina—. ¿Para qué arriesgarnos a que dé rodeos y mienta? Permitidme que me encargue de él a mi manera. Hablará tan deprisa que se le trabará la lengua. Sujetadlo.

El curandero gritó y se revolvió en las ligaduras pero el de los cabellos blancos le sujetó con la rodilla contra el suelo, lo agarró de los pelos y le retorció la cabeza.

Junto a él alguien se arrodilló. Percibió un olor a perfume y a plumas de ave húmedas, sintió el roce de unos dedos en las sienes. Quería gritar, pero la garganta se le atascó con la angustia, sólo alcanzó a gemir.

—¿Ya quieres gritar? —murmuró en voz baja la suave voz casi junto a su oreja—. Demasiado pronto, Myhrman, demasiado pronto. Todavía no he comenzado. Pero enseguida lo haré. Si la evolución ha creado en tu cerebro alguna arruga, entonces yo te la grabaré un poco más profundamente. Y entonces verás lo que es gritar.

—¿Así que —dijo Vilgefortz, tras escuchar la relación— nuestros reyes han comenzado a planear autónomamente, evolucionando con una sorprendente velocidad del nivel táctico al estratégico? Curioso. No hace mucho, en Sodden, lo único que sabían era galopar gritando salvajemente y alzar la espada a la cabeza de sus coraceros, incluso sin fijarse en si los coraceros habían quedado atrás o galopaban en una dirección completamente distinta. Y hoy, mirad, en el castillo de Hagge deciden sobre la suerte del mundo. Curioso. Pero si he de ser sincero, me lo esperaba.

—Lo sabemos —dijo Artaud Terranova—. Y lo recordamos, nos lo advertiste. Por eso te informamos.

—Gracias por acordaros —sonrió el hechicero, y Tissaia de Vries tuvo de pronto la seguridad de que ya hacía mucho que Vilgefortz sabía de los hechos que le acababan de comunicar. No dijo ni palabra. Sentada en el sillón, erguida, igualaba sus puños de encaje, el izquierdo estaba colocado distinto que el derecho. Sintió sobre sí la mirada hostil de Terranova y los ojos divertidos de Vilgefortz. Sabía que su legendaria pedantería ponía nerviosos o divertía a todos. Pero ello no le molestaba en absoluto.

—¿Qué dice a todo esto el Capítulo?

—Primero —repuso Terranova— quisiéramos escuchar tu opinión, Vilgefortz.

—Primero —el hechicero sonrió— vamos a comer y beber algo. Tenemos tiempo de sobra, permitidme que os haga los honores de anfitrión. Veo que estáis helados y agotados del viaje. ¿Cuántos transbordos durante la teleportación, si puede saberse?

—Tres. —Tissaia de Vries se encogió de hombros.

—Yo estaba más cerca —Artaud se desperezó—. Dos me bastaron. Pero complicados, lo confieso.

—¿En todas partes el mismo tiempo asqueroso?

—En todas partes.

—Cobremos entonces fuerzas con la comida y el vino viejo de Cidaris. Lydia, ¿puedes venir?

Lydia van Bredevoort, asistenta y secretaria personal de Vilgefortz, surgió desde detrás de las cortinas como una aparición ondulante, sonrió con los ojos a Tissaia de Vries. Tissaia, controlando su rostro, le respondió con una sonrisa agradable y una inclinación de la cabeza. Artaud Terranova se levantó, se inclinó en un reverencia. Él también controló perfectamente su rostro. Conocía a Lydia.

Dos sirvientas, apresurándose y haciendo susurrar las sayas, pusieron con rapidez sobre la mesa los cubiertos, la vajilla y unas fuentes. Lydia van Bredevoort encendió las velas de los candelabros, creando delicadamente unos pequeños fueguecitos entre sus dedos índice y pulgar. Tissaia vio en sus manos restos de pintura al óleo.

Anotó en su memoria que más tarde, después de la cena, tenía que pedirle a la joven hechicera que le mostrara su nueva obra. Lydia era una pintora de talento.

Cenaron en silencio. Artaud Terranova no se moderó, echó mano a las fuentes sin avergonzarse y, todavía más a menudo y sin que el anfitrión lo ofreciera, hizo resonar la garrafa con tapaderita que albergaba el vino tinto. Tissaia de Vries comía lentamente, prestando más atención que a la comida a disponer una composición regular con los platos, los cubiertos y las servilletas, que todo el tiempo, en su opinión, estaban desigualmente colocados y herían su amor por el orden y su sentido estético. Bebía con templanza. Vilgefortz comía y bebía con aún mayor moderación. Lydia, por supuesto, ni comía ni bebía en absoluto.

Las llamitas de las velas ondulaban con largos bigotes de un fuego rojo amarillento. Gotas de lluvia tintineaban sobre los vitrales de las ventanas.

—Bueno, Vilgefortz —habló por fin Terranova, hurgando con el tenedor en la fuente en búsqueda del deseado trozo de grueso jabalí—. ¿Cuál es tu posición en relación a los actos de nuestros reyes? Hen Gedymdeith y Francesca nos han enviado aquí porque desean conocer tu opinión. Tessaia y yo también estamos interesados. El Capítulo desea mostrar en este asunto una posición común. Y si se llega a actuar de algún modo, queremos también actuar en común. ¿Qué es entonces lo que aconsejas?

—Me halaga mucho —Vilgefortz negó con un gesto de agradecimiento a Lydia, quien deseaba servirle más brécol en el plato— que mi opinión en este asunto haya de ser decisiva para el Capítulo.

—Eso no lo ha dicho nadie. —Artaud se echó más vino—. La decisión la tomaremos colegialmente, cuando el Capítulo se reúna. Pero antes de esto, que todos tengan posibilidades de expresarse, para que podamos discernir las opiniones. Así que te escuchamos.

Si hemos terminado de cenar, podemos pasar al taller, propuso telepáticamente Lydia, sonriendo con los ojos. Terranova miró su sonrisa y bebió rápidamente lo que tenía en el vaso. Hasta el fondo.

—Una buena idea. —Vilgefortz se limpió los dedos a la servilleta—. Allí estaremos más cómodos, y además tengo mejor protección contra escuchas mágicas. Vamos. Puedes llevarte la garrafa, Artaud.

—No la dejaré. Es mi añada favorita.

Pasaron al taller. Tissaia no pudo retenerse y echó un vistazo al laboratorio cargado de retortas, crisoles, probetas, cristales e incontables instrumentos de magia. Todo estaba nublado por un hechizo de camuflaje, pero Tissaia de Vries era Gran Maestra: no existía velo que no fuera capaz de atravesar. Y le interesaba bastante saber en qué trabajaba últimamente el mago. Se enteró en un daca las pajas de la configuración de los aparatos utilizados hacía poco. Servían para localizar la situación de personas perdidas y para el método de psicovisión "cristal, metal, piedra". El hechicero estaba buscando a alguien o resolvía algún problema de teoría lógica. Vilgefortz de Roggeveen era famoso por su gusto por tales problemas.

Se sentaron en unos sillones de ébano tallado. Lydia miraba a Vilgefortz, cazó en su mirada una señal y salió al punto. Tissaia suspiró imperceptiblemente.

Todos sabían que Lydia van Bredevoort amaba a Vilgefortz de Roggeveen, que lo amaba desde hacía años, en silencio, con un amor obstinado, encarnizado. El hechicero, por supuesto, lo sabía, pero fingía que no. Lydia se lo facilitaba porque nunca había traicionado ante él su sentimiento, nunca había efectuado el más mínimo paso ni gesto, ni había dado ninguna señal mental, e incluso si hubiera podido hablar, no hubiera dicho ni palabra. Era demasiado orgullosa para ello. Vilgefortz tampoco había hecho nada porque no amaba a Lydia. Podría, está claro, haber hecho de ella simplemente su amante y de esta forma profundizar su relación aún más y, quién sabe, puede que hasta hacerla feliz. Había quien le recomendaba que lo hiciera. Pero Vilgefortz no lo hacía. Era demasiado orgulloso y lleno de principios. Así que era una situación sin esperanzas pero estable y esto, por lo visto, satisfacía a ambos.

—¿Así que —interrumpió el silencio el joven hechicero— el Capítulo se preocupa por qué hacer en lo tocante a la iniciativa y los planes de nuestros reyes? Absolutamente innecesario. Simplemente hay que ignorar estos planes.

—¿Cómo? —Artaud Terranova se quedó parado con la copa en la mano izquierda y la garrafa en la derecha—. ¿He entendido bien? ¿No tenemos que hacer nada? Hemos de permitir…

—Ya lo hemos permitido —le interrumpió Vilgefortz—. Porque nadie nos pidió nuestro permiso. Y nadie lo pedirá. Repito, hay que hacer como si no supiéramos. Es el único comportamiento razonable.

—Lo que ellos han planeado amenaza con convertirse en una guerra, y a gran escala.

—Lo que ellos han planeado nos es conocido gracias a una información enigmática e incompleta, que procede de una fuente problemática e insegura. Insegura hasta tal punto que la palabra "desinformación" acude a los labios obstinadamente. Y si incluso esto no fuera verdad, sus reflexiones están todavía en fase de planeamiento y seguirán durante largo tiempo en esta fase. Y si salen de esta fase… En fin, nos adaptaremos a la situación.

—¿Quieres decir —Terranova frunció el ceño— que bailaremos al son que nos toquen?

—Sí, Artaud. —Vilgefortz le miró y los ojos le brillaron—. Bailarás al son que te toquen. O saldrás de la sala. Porque el escenario para la orquesta está demasiado alto para que puedas entrar allí y ordenarles a los músicos que toquen otra partitura. Date por fin cuenta de ello. Si juzgas que hay otras soluciones, cometes un error. Confundes el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque.

El Capítulo hará lo que él ordene, disimulando la orden bajo el aspecto de un consejo, pensó Tissaia de Vries. Somos todos peones en su tablero de ajedrez. Subió hacia arriba, creció, nos cegó a todos con su brillo, nos ha sometido a todos. Somos peones en su juego. En un juego cuyas reglas no conocemos.

La manga izquierda se había colocado de nuevo de forma distinta que la derecha. La hechicera la colocó diligentemente.

—Los planes de los reyes están en fase de realización —dijo lentamente—. En Kaedwen y en Aedirn ha comenzado la ofensiva contra los Scoia’tael. Se vierte la sangre de los jóvenes elfos. Hay persecuciones y pogromos contra los inhumanos. Se habla de un ataque a los elfos libres de Dol Blathanna y de las Montañas Azules. Se trata de un asesinato en masa. ¿Tenemos entonces que transmitirles a Gedymdeith y a Enid Findabair que les recomiendas contemplar lo que pasa sin hacer nada? ¿Hacer como que nada vemos?

Vilgefortz volvió la cabeza hacia ella. Ahora cambiarás de táctica, pensó Tissaia. Eres un jugador, has reconocido al oído los dados que ruedan por la mesa. Cambiarás de táctica. Tocarás otra cuerda.

Vilgefortz no apartó la vista de ella.

—Tienes razón —dijo—. Tienes razón, Tissaia. La guerra con Nilfgaard es una cosa, pero no se debe contemplar la masacre de los inhumanos sin hacer nada. Propongo convocar una asamblea, una asamblea general, todos, hasta los Maestros de tercer grado inclusive, es decir también aquéllos que después de Sodden se sientan en los consejos reales. En la asamblea los llamaremos a la razón y les obligaremos a atemperar a sus monarcas.

—Apoyo este proyecto —dijo Terranova—. Convoquemos la asamblea, les recordaremos a quién deben lealtad en primera instancia. Fijaos que a los reyes les asesoran ahora incluso algunos miembros de nuestro Consejo. Los reyes usan de Carduin, Filippa Eilhart, Fercart, Radcliffe, Yennefer…

Al oír este último nombre, Vilgefortz se agitó. Interiormente, hay que entender. Pero Tissaia de Vries era Gran Maestra. Tissaia percibió el pensamiento, un impulso que saltaba del taller y los aparatos mágicos a dos libros que yacían sobre la mesa. Ambos libros eran invisibles, ocultos por la magia. La hechicera se concentró, atravesó el velo.

Aen Ithlinnespeath, las profecías de Ithlinne Aegli aep Aevenien, la sibila élfica. Las profecías del fin de la civilización, las profecías del holocausto, la destrucción y el regreso de la barbarie, que tendría que llegar junto con las masas de hielo que atravesarían las fronteras de los hielos eternos. Y el segundo libro… Muy antiguo… Destrozado… Aen Hen Ichaer… La Vieja Sangre… ¿La Sangre de los Elfos?

—¿Tissaia? ¿Qué dices tú a esto?

—Lo apoyo. —La hechicera corrigió el anillo, que se había vuelto en el dedo hacia la dirección equivocada—. Apoyo el proyecto de Vilgefortz. Convocaremos una asamblea. Lo más deprisa que se pueda.

Metal, piedra, cristal, pensó. ¿Buscas a Yennefer? ¿Por qué? ¿Y qué tienen en común Yennefer y las profecías de Ithlinne? ¿Y la Vieja Sangre de los Elfos? ¿Qué es lo que maquinas, Vilgefortz?

Perdón, dijo telepáticamente Lydia van Bredevoort, entrando sin hacer ruido. El hechicero se incorporó.

—Disculpadme —dijo—, pero es urgente. Llevo esperando esta carta desde ayer. Sólo me llevará un instante.

Artaud bostezó, ahogó un berrido, buscó la garrafa. Tissaia miraba a Lydia. Lydia se sonrió. Con los ojos. No podía de otro modo.

La parte inferior del rostro de Lydia van Bredevoort era una ilusión.

Hacía cuatro años, por recomendación de Vilgefortz, su maestro. Lydia había tomado parte en una investigación sobre las propiedades de un artefacto encontrado durante unas excavaciones en una necrópolis de la antigüedad. El artefacto resultó estar rodeado por un potente anatema. Se activó sólo una vez. De los cinco hechiceros que participaron en el experimento tres murieron en el acto. El cuarto perdió los ojos, ambas manos y se volvió loco. Lydia se escapó con quemaduras, una mandíbula masacrada y una mutación de la laringe y la garganta cuyos efectos se resistían hasta el momento a los intentos de regeneración. Así que habían echado mano de una fuerte ilusión, para que la gente no se desmayara ante la vista del rostro de Lydia. Era una ilusión muy fuerte, hábilmente colocada, difícil de penetrar incluso para los Elegidos.

—Humm… —Vilgefortz dejó la carta—. Gracias, Lydia.

Lydia sonrió.

El mensajero espera la respuesta, dijo.

—No habrá respuesta.

Entiendo. He pedido que preparen las habitaciones para los huéspedes.

—Gracias. Tissaia, Artaud, perdonad por este instante de demora. Continuemos. ¿En qué nos habíamos quedado?

En nada, pensó Tissaia de Vries. Pero te escucharé con atención. Porque alguna vez por fin te referirás al asunto que de verdad te interesa.

—Ah —comenzó Vilgefortz lentamente—. Ya sé de qué quería hablar. Se trata de los miembros permanentes del Consejo más jóvenes. De Fercart y Yennefer. Fercart, por lo que sé, está relacionado con Foltest de Temeria, está en el consejo real junto con Triss Merigold. ¿Y con quién está relacionada Yennefer? Has dicho, Artaud, que se encuentra entre los que sirven a los reyes.

—Artaud exageraba —dijo, serena, Tissaia—. Yennefer vive en Vengerberg, así que Demawend a veces se dirige a ella en busca de ayuda, pero no colaboran de forma estable. No se puede decir con seguridad que ella sirva a Demawend.

—¿Qué hay de sus ojos? ¿Todo bien, espero?

—Sí. Todo bien.

—Eso está bien. Muy bien. Me intranquilicé… Sabéis, quería contactar con ella pero resulta que se ha ido de viaje. Nadie sabe a dónde.

Piedra, metal, cristal, pensó Tissaia de Vries. Todo lo que lleva Yennefer es activo, no se puede descubrir con la psicovisión. Con este método no la vas a encontrar, querido. Si Yennefer no quiere que se sepa dónde está, nadie lo sabrá.

—Escríbele una carta —dijo con serenidad, mientras se igualaba los puños—. Y transmítele la carta de la forma habitual. Le llegará indefectiblemente. Y Yennefer, dondequiera que esté, responderá. Siempre responde.

—Yennefer —introdujo Artaud— desaparece a menudo, a veces para varios meses. Los motivos suelen ser más bien triviales…

Tissaia le miró, apretando los labios. El hechicero se calló. Vilgefortz sonrió ligeramente.

—Precisamente —dijo—. Precisamente he pensado en esto. En su momento estuvo fuertemente ligada a… cierto brujo. Geralt, si no me equivoco. Me dio la sensación de que no se trataba de una mera aventurilla pasajera. Parecía que Yennefer estaba profundamente atraída…

Tissaia de Vries se enderezó, apretó las manos sobre los brazos del sillón.

—¿Por qué lo preguntas? Es algo personal. No es asunto nuestro.

—Desde luego. —Vilgefortz miró a la lista que había arrojado sobre el púlpito—. No es asunto nuestro. Pero no me mueve la curiosidad malsana sino la preocupación por el estado emocional de un miembro del Consejo. Me preocupa la reacción de Yennefer a la noticia de la muerte de ese… Geralt. ¿Pensáis que sabría pasar al orden del día, resignarse, no caer en depresión ni en una aflicción exagerada?

—Sin duda alguna —dijo Tissaia con voz fría—. Cuanto más que tales noticias le llegan cada cierto tiempo. Y siempre resultan ser rumores.

—Así es —afirmó Terranova—. El tal Geralt o como se llame, sabe apañárselas. ¿Y qué hay de extrañarse? Es un mutante, un autómata asesino, programado para matar y no dejarse matar. Y en lo que se refiere a Yennefer, no exageremos con sus supuestas emociones. La conocemos. Ella no se deja llevar por las emociones. Se divirtió con el brujo, eso es todo. La fascinaba la muerte, con la que este tipejo juega constantemente. Y cuando por fin pierda el juego, el asunto se termina.

—De momento —dijo seca Tissaia de Vries—, el brujo está vivo.

Vilgefortz sonrió, miró de nuevo la carta que yacía ante él.

—¿De verdad? —dijo—. No lo creo.

Geralt se estremeció un poco, tragó saliva. Había pasado ya el primer golpe después de tomar el elixir, comenzaba la fase de funcionamiento, anunciada por un ligero aunque desagradable mareo, que acompañaba la adaptación de los ojos a las tinieblas.

La adaptación llegó muy deprisa. La oscuridad de la noche se aclaró, todo alrededor tomaba un matiz grisáceo, un matiz al principio nebuloso y confuso, poco a poco cada vez más contrastado, claro y nítido. En la calleja que desembocaba en el canal, un momento antes oscuro como el interior de un barril de alquitrán, Geralt podía ya ver las ratas que vagaban por los sumideros y olisqueaban los charcos y las grietas en los muros.

También su oído se aguzó por influencia del bebedizo brujeril. El muerto laberinto de callejas, en las que un instante antes apenas se escuchaba el susurro de la lluvia en los canalones, comenzó a vivir, a pulsar con sonidos. Escuchó los chillidos de los gatos que se estaban peleando, los ladridos de los perros del otro lado del canal, las risas y las exclamaciones en las ventas y posadas de Oxenfurt, los gritos y los cantos de las tabernas de los almadieros, el lejano, apenas audible trino de las flautas tocando una animada melodía. Revivieron las oscuras y soñolientas casas: Geralt comenzó a reconocer los ronquidos de las dormidas gentes, el pataleo de los bueyes en las cercas, los bufidos de los caballos en los establos. En una de las casas del fondo de la calleja resonaban los ahogados y espasmódicos jadeos de una mujer a quien le estaban haciendo el amor.

Los sonidos aumentaron, crecieron en fuerza. Ya era capaz de distinguir las palabras obscenas de las canciones picarescas, se enteró del nombre del amante de la mujer que jadeaba. Del otro lado del canal, del caserón sobre poyales de Myhrman, llegaba el desgarrado balbuceo del curandero, que a causa del tratamiento al que le había sometido Filippa Eilhart, había entrado en un estado de idiotez completa y, con toda seguridad, permanente.

Se acercaba el amanecer. Cesó la lluvia, se levantó un viento que expulsó las nubes. El cielo en el este se iluminaba cada vez más.

De pronto, las ratas del callejón se intranquilizaron, se escabulleron en diferentes direcciones, se escondieron entre los cajones y las basuras.

El brujo escuchó pasos. Cuatro o cinco personas, de momento no podía distinguir claramente cuántas. Miró hacia arriba, pero no vio a Filippa.

Inmediatamente cambió de táctica. Si en el grupo que se acercaba estaba Rience, no tenía muchas oportunidades de atraparlo. Tendría que entablar lucha con la escolta y no quería hacerlo. Lo primero porque estaba bajo el influjo del elixir, así que esas personas morirían. Lo segundo porque entonces Rience tendría tiempo para escaparse.

Los pasos se acercaban. Geralt salió de las tinieblas.

Rience salió del callejón. El brujo reconoció al hechicero instintivamente, al momento, aunque nunca lo había visto antes. La cicatriz de las quemaduras, regalo de Yennefer, estaba enmascarada por la sombra que producía la capucha.

Estaba solo. Su escolta no apareció, se había quedado en la calleja, escondida. Geralt entendió al punto por qué. Rience sabía quién le iba a esperar junto a la casa del curandero. Rience sabía que era una encerrona, y sin embargo había venido. El brujo entendió por qué. Y esto, antes de que escuchara el sordo tintineo de las espadas al salir de sus fundas. Bien, pensó. Si es lo que queréis, está bien.

—Da gusto perseguirte —dijo Rience no muy alto—. No hay que buscarte. Apareces allí donde se te quiere tener.

—Lo mismo se puede decir de ti —respondió el brujo con serenidad—. Apareciste aquí. Te quería tener aquí y aquí estás.

—Debes de haberle apretado bien las clavijas a Myhrman para que te contara lo del amuleto y te enseñara dónde estaba escondido. Y en qué forma hay que activarlo para enviar un mensaje. Pero ni siquiera si lo hubieran asado en carbones al rojo habría podido decirte Myhrman que este amuleto informa y advierte a la vez, puesto que no lo sabía. He repartido muchos de estos amuletos. Sabía que antes o después darías con alguno de ellos.

Saliendo desde la esquina aparecieron tres personas. Se movían despacio, ágilmente y sin hacer ruido. Aún se mantenían en la zona de oscuridad y mantenían las espadas desenvainadas de tal modo que no los traicionara el brillo de sus hojas. El brujo, por supuesto, los veía perfectamente. Pero no lo dejó traslucir. Bien, asesinos, pensó. Si es lo que queréis, lo vais a tener.

—Estaba esperando —siguió Rience, sin moverse del sitio—, y por fin ha llegado el momento. Tengo intención de liberar a la tierra de tu peso, rareza asquerosa.

—¿Tienes intenciones? Te sobrevaloras. Tú sólo eres una herramienta. Un esbirro pagado por otros para solucionar sus asuntos sucios. ¿Quién te ha contratado, siervo?

—Demasiado quieres saber, mutante. ¿Me llamas siervo? Y entonces, ¿qué eres tú? Un montón de mierda que está en mitad del camino, al que hay que quitar de en medio porque alguien no quiere mancharse las botas. No, no te voy a decir quién es ese alguien, aunque podría. Te diré sin embargo otra cosa para que tengas en qué pensar durante el camino al infierno. Yo ya sé dónde está la bastarda que tanto protegías. Y sé dónde está tu hechicera, Yennefer. Ella no les importa a mis superiores, pero yo tengo algo personal contra esa puta. Cuando acabe contigo me iré a por ella. Haré que lamente sus jueguecitos con el fuego. Oh, sí, lo va a lamentar. Mucho tiempo.

—No debieras haberlo dicho —sonrió siniestro el brujo, al tiempo que sentía la euforia de la lucha, provocada por el elixir que reaccionaba a la adrenalina—. Hasta que no dijiste eso tenías alguna oportunidad de salir vivo. Ahora ya no la tienes.

Una fuerte vibración del medallón de brujo le advirtió del ataque imprevisto. Retrocedió, tomando como un relámpago la espada, cuya hoja cubierta de runas rechazó y aniquiló la violenta ola de energía mágica paralizante. Rience retrocedió, alzó la mano en un gesto, pero en el último segundo le dio miedo. Sin intentar un segundo hechizo, marchó a toda prisa al fondo del callejón. El brujo no pudo perseguirlo: se echaron sobre él aquellos cuatro que pensaban que los cubría la oscuridad. Brillaron las espadas.

Eran profesionales. Los cuatro. Profesionales experimentados, diestros, hábiles. Le atacaron en parejas, dos por la izquierda, dos por la derecha. En parejas, de modo que siempre uno se cubriera tras la espalda del otro. El brujo eligió los de la izquierda. A la euforia desencadenada por el elixir se unía ahora una profunda rabia.

El primer esbirro atacó con una finta diestra sólo para poder retroceder y dejar ocasión a que el de su espalda diera un espadazo traicionero. Geralt giró en una pirueta, los esquivó y lanzó una estocada al segundo por detrás, con la misma punta de la espada, a través del occipucio, el cuello y la espalda. Estaba enfadado, golpeó con fuerza. Un manantial de sangre regó las paredes.

El primero retrocedió como un rayo, dejando sitio para la segunda pareja. Éstos se lanzaron al ataque, agitando las espadas en dos direcciones de modo que sólo pudiera pararse un golpe, mientras que el otro tendría que dar en su objetivo. Geralt no los paró, haciendo una pirueta se metió entre ellos. Para no chocarse, ambos tuvieron que interrumpir el ritmo armónico, los pasos bien ejercitados. Uno alcanzó a darse la vuelta en un suave paso de gatito, retrocedió con agilidad. El otro no pudo. Perdió el equilibrio, se puso de espaldas. El brujo, giró en una pirueta contraria, asestándole un tajo en los lomos con el propio impulso. Estaba enfadado. Escuchó cómo su afilada hoja de brujo cortaba la espina dorsal. Un penetrante grito se alzó rebotando con eco por las callejas. Los dos que quedaban le atacaron inmediatamente, le hicieron llover los golpes, necesitaba mucho esfuerzo para poder pararlos. Volvió a dar una pirueta, se liberó de los aceros cegadores. Pero en lugar de apoyar la espalda contra el muro, atacó.

No se esperaban eso, no les dio tiempo a retroceder y se separaron. Uno atacó a la contra, pero el brujo evitó su ataque, giró y dio un natural hacia atrás, a ciegas, guiándose sólo por el movimiento del aire. Estaba enfadado. Apuntó bajo, a la barriga.

Acertó. Escuchó un grito ahogado, pero no tenía tiempo para mirar. El último de los esbirros ya estaba sobre él, ya golpeaba con un remiso siniestro. Geralt lo paró en el último momento, estático, sin giro, con un movimiento de reducción. El esbirro, usando del impulso de la parada, se encogió como un muelle y dio un corte en media vuelta, amplio y fuerte. Demasiado fuerte. Geralt ya estaba girando. La hoja del asesino, bastante más pesada que la del brujo, cortaba el aire, el esbirro tuvo que seguir el golpe. El impulso le dio la vuelta. Geralt terminó su media vuelta justo junto a él, muy cerca. Vio su rostro enarcado, asustado. Estaba enfadado. Dio un tajo. Corto, pero fuerte. Y seguro. Directo a los ojos.

Escuchó el penetrante grito de Shani que se revolvía en el abrazo de Jaskier sobre el puente que conducía a la casa del curandero.

Rience, que se había echado hacia atrás la capa, salió de lo profundo del callejón, alzando y extendiéndose delante de sí ambas manos, de las cuales comenzaba a emanar una luz mágica. Geralt aferró la espada con las dos manos y sin pensarlo echó a correr en su dirección. Al hechicero no le aguantaron los nervios. Sin terminar el encantamiento, comenzó a correr, gritando algo ininteligible. Pero Geralt le entendió. Sabía que Rience estaba pidiendo ayuda. Que pedía que le salvaran.

Y la salvación llegó. La calle empezó a arder con una luz deslumbrante, en la pared descantillada y llena de chorreras de una casa relució el óvalo de fuego de un teleportal. Rience se lanzó hacia él. Geralt retrocedió. Estaba muy enfadado.

Toublanc Michelet gimió, se retorció, apretando con sus dos manos su barriga herida. Sentía cómo la sangre se le escapaba, fluyendo impetuosa por entre los dedos. No muy lejos yacía Flavius. Todavía un instante antes había temblado. Ahora estaba ya inmóvil. Toublanc apretó las mandíbulas, luego abrió los ojos. Pero la lechuza que estaba junto a Flavius no era seguramente una alucinación, porque no había desaparecido. Gimió de nuevo y volvió la cabeza.

Una moza, por la voz, muy joven, se agitaba estridentemente.

—¡Suéltame! ¡Están heridos! Yo tengo… ¡Yo soy médica, Jaskier! Suéltame, ¿me oyes?

—No los puedes ayudar —respondió con voz sorda el llamado Jaskier—. No después de una espada de brujo… Ni siquiera te acerques. No mires… Te lo ruego, Shani, no mires.

Toublanc sintió que alguien se arrodillaba junto a él. Sintió el olor a perfume y plumas mojadas. Escuchó una voz tenue, suave, tranquilizadora. Distinguía las palabras con dificultad, le estorbaban los enervantes gritos y sollozos de la moza. De la… médica. Pero si la médica gritaba, ¿quién se había arrodillado junto a él? Toublanc gimió.

—… va a estar bien. Todo va a estar bien.

—Hide… pu… ta… —tartamudeó—. Rience… Nos dijo… Un paleto normal… Y era… un brujo… Tram… pa… Ayud… aa… Mis… tripas…

—Calla, calla, hijo. Tranquilízate. Ya está bien. Ya no te duele. ¿Verdad que ya no te duele? Dime, ¿quién os trajo aquí? ¿Quién os contactó con Rience? ¿Quién le recomendó? ¿Quién os metió en esto? Dímelo, por favor, hijo. Y entonces todo irá bien. Dímelo, por favor.

Toublanc sintió sangre en la boca. Pero no tenía fuerza para escupir. Con la mejilla apretada sobre la húmeda tierra, abrió la boca, la sangre fluyó por sí misma.

No sentía ya nada.

—Dímelo —repitió la voz suave—. Dímelo, hijo.

Toublanc Michelet, asesino profesional desde los catorce años, cerró los ojos, sonrió con una sonrisa sangrienta. Y susurró lo que sabía.

Y cuando abrió los ojos vio un estilete de angosta hoja, con una pequeña empuñadura dorada.

—No tengas miedo —dijo la voz suave, y la punta del estilete tocó sus sienes—. No te va a doler.

Y verdaderamente no dolió.

Alcanzó al hechicero en el último segundo, justo antes de teleportarse. Había tirado la espada ya antes, con lo que tenía las manos libres, los dedos extendidos durante el salto se aferraron a la punta de la capa. Rience perdió el equilibrio, el tirón lo hizo doblarse, lo obligó a echarse hacia atrás. Forcejeó rabiosamente, con un violento movimiento se desabrochó la capa hebilla por hebillla, se liberó de ella.

Demasiado tarde.

Geralt lo volteó con un puñetazo del puño derecho en el hombro y de inmediato golpeó con el izquierdo, en el cuello, bajo la oreja. Rience se tambaleó pero no cayó. El brujo lo alcanzó con un suave salto y le dio con fuerza con el puño bajo las costillas. El hechicero gimió y agitó las manos. Geralt lo agarró de los faldones del jubón, lo hizo girar y lo derribó a tierra. Rience se puso de rodillas, sacó la mano, abrió la boca para emitir un encantamiento. Geralt apretó el puño y le pegó desde arriba. Directamente a la boca. Los labios estallaron como grosellas.

—Ya tienes un regalo de Yennefer —gargajeó—. Ahora vas a recibir el mío.

Golpeó otra vez. La cabeza del hechicero retrocedió, la sangre fluyó sobre su frente y su mejilla. Geralt se asombró un tanto: no sentía dolor, pero indudablemente había resultado herido en la lucha. Era su propia sangre. No se preocupó, no tenía tiempo para buscar los daños y ocuparse de ellos. Cerró el puño y aplastó otra vez a Rience. Estaba enfadado.

—¿Quién te ha enviado? ¿Quién te ha contratado?

Rience le escupió sangre. El brujo lo golpeó una vez más.

—¿Quién?

El óvalo ígneo del teleportal ardió con mayor intensidad, la luz que irradiaba anegó por completo el callejón. El brujo sintió la pulsante fuerza que emanaba del óvalo, la sintió incluso antes de que su medallón comenzara a temblar salvajemente para advertirle.

Rience también percibió la energía que fluía del teleportal, presintió la ayuda que se acercaba. Gritó, se agitó como un gigantesco pez. Geralt le puso la rodilla sobre el pecho, alzó una mano, colocando los dedos en la Señal de Aard, apuntó al portal ardiente. Eso fue un error.

Del portal no salió nadie. Solamente irradió de él una fuerza, y Rience atrapó la fuerza.

De los dedos tensionados del hechicero surgieron unas púas de acero de seis pulgadas. Se clavaron en el pecho y los brazos de Geralt con un chasquido sonoro. Una energía explotó de las púas. El brujo se echó hacia atrás con un salto convulsivo. La sacudida fue tal que sintió y escuchó cómo se le quebraban y estallaban los dientes apretados por el dolor. Por lo menos dos.

Rience intentó erguirse pero cayó de nuevo de rodillas, a gatas se fue acercando al teleportal. Geralt, respirando con dificultad, sacó el estilete de la bota. El hechicero miró hacia atrás, se levantó, se tambaleó. El brujo también se tambaleaba, pero más rápido. Rience miró hacia atrás de nuevo, gritó. Geralt apretó el estilete en la mano. Estaba enfadado. Muy enfadado.

Algo le agarró por detrás, le dejó inerte, inmóvil. El medallón en el cuello pulsaba con violencia. El dolor en el hombro herido latió espasmódicamente.

Unos diez pasos delante de él estaba Filippa Eilhart. Una luz opaca surgía de sus manos alzadas: dos estelas, dos rayos. Ambos tocaban su espalda, sujetando sus brazos como tenazas de luz. Se retorció, sin resultado. No podía moverse del sitio. Sólo podía mirar cómo Rience, con un paso titubeante, alcanzaba el teleportal, que pulsaba con una claridad láctea.

Rience con paso lento y sin apresurarse, se acercó a la luz del teleportal, se metió en él de un chapuzón, se disolvió, desapareció. Un segundo después el óvalo se extinguió, sumiendo por un instante a la calleja en una negrura impenetrable, densa, aterciopelada.

En algún lugar entre los callejones gritaban los gatos que estaban envueltos en una lucha. Geralt miró su espada, que había recogido mientras andaba en dirección a la hechicera.

—¿Por qué, Filippa? ¿Por qué lo hiciste?

La hechicera retrocedió un paso. Aún tenía en la mano el estilete que un instante antes había clavado en el cráneo de Toublanc Michelet.

—¿Por qué preguntas? Lo sabes.

—Sí —afirmó él—. Ahora ya lo sé.

—Estás herido, Geralt. No sientes el dolor porque estás embotado por tu elixir de brujo, pero mira cómo sangras. ¿Te has calmado hasta el punto de que pueda acercarme sin miedo y ocuparme de ti? ¡Diablos, no me mires así! Y no te acerques a mí. Un paso más y me veré obligada a… ¡No te acerques! ¡Por favor! No quiero hacerte daño, pero si te acercas…

—¡Filippa! —gritó Jaskier, sujetando aún a Shani, quien estaba llorando—. ¿Te has vuelto loca?

—No —dijo con énfasis el brujo—. Ella está bien de la cabeza. Y sabe muy bien lo que hace. Todo el tiempo sabía lo que hacía. Nos utilizó. Nos traicionó. Nos engañó…

—Tranquilízate —repitió Filippa Eilhart—. No lo entiendes y no hace falta que lo entiendas. Tenía que hacer lo que hice. Y no me llames traidora. Porque precisamente hice esto para no traicionar una causa mayor de lo que puedes imaginarte. Una causa mayor y más importante, tan importante que hay que sacrificar por ella todos los asuntos menores, si llega el momento de elegir. Geralt, al diablo, nosotros estamos hablando aquí y tú estás en un charco de sangre. Tranquilízate y permite que Shani y yo nos ocupemos de ti.

—¡Ella tiene razón! —gritó Jaskier—. ¡Estás herido, joder! ¡Tenemos que apañarte y largarnos de aquí! ¡Podéis regañar luego!

—Tú y tu gran causa… —El brujo, sin prestar atención al trovador, dio un tambaleante paso al frente—. Tu gran causa, Filippa, y tu elección, es un herido apuñalado a sangre fría después de que dijera lo que querías saber y de lo que yo no debía enterarme. Tu gran causa es Rience, al que permitiste que escapara para que no dijera por azar el nombre de su señor. Para que pueda seguir matando. Tu gran causa son estos cadáveres, que no tenía por qué haber habido. Perdón, me he expresado mal. No son cadáveres. ¡Son asuntos menores!

—Sabía que no lo ibas a entender.

—No entiendo, desde luego. Nunca. Pero sé de qué se trata. Vuestras grandes causas, vuestras guerras, vuestra lucha por la salvación del mundo… Vuestro fin, que justifica los medios… Aguza el oído, Filippa. ¿Escuchas esas voces, esos chillidos? Estos gatos luchan por una gran causa. Por el dominio indivisible sobre un montón de desperdicios. No es poca cosa, vierten su sangre y se arrancan la piel. Están en guerra. Pero a mí, ambas guerras, la de los gatos y la tuya, me importan bastante poco.

—Eso es lo que te parece —dijo la hechicera—. Todo esto acabará por importarte, y antes de lo que te supones. Tienes ante ti a la necesidad y a la elección. Te has enredado en el destino, querido mío, más de lo que juzgabas. Pensabas que tomabas bajo tu protección a una niña, una muchachilla. Te equivocaste. Has acogido el fuego que en cada momento puede hacer encenderse al mundo. Nuestro mundo. El tuyo, el mío, el de otros. Y vas a tener que elegir. Como yo. Como Triss Merigold. Como tuvo que elegir Yennefer. Porque Yennefer ya ha elegido. Tu predestinada esta en sus manos, brujo. Tú mismo se la pusiste en las manos.

El brujo se estremeció. Shani gritó, se escabulló de Jaskier. Geralt la detuvo con un gesto, se incorporó, miró directamente a los ojos de Filippa Eilhart.

—Mi predestinada —dijo con esfuerzo—. Mi elección… Te diré, Filippa, lo que yo he elegido. No permitiré que metáis en vuestras sucias maquinaciones a Ciri. Te lo advierto. Cualquiera que se atreva a hacerle daño a Ciri acabará como esos cuatro que yacen aquí. No lo voy a jurar ni a prometer. No tengo nada por lo que hacerlo. Simplemente advierto. Me acusaste de ser un mal tutor, de que no sé defender a esa niña. La voy a defender. Como sé hacer. Voy a matar. Voy a matar sin piedad…

—Te creo —dijo con una sonrisa la hechicera—. Sé que lo harás. Pero no hoy, Geralt. No ahora. Porque en este momento te estás desmayando por la hemorragia. Shani, ¿estás lista?