Capítulo quinto

Yerran por el país, importunos e faltos de vergonza, a sí mismos nombrándose rastreadores de todo mal, atrapadores de lobisones et exterminadores de fantasmas, luego de sacar soldada a los crédulos, vánse tras tan infame ganancia, para en cercano lugar perpetrar parecidas trapaçadas. Hayan la más fácile entrada en chouzas del siervo onrado, simple et ignorante, que toda infelicidad e malos sucesos imputa a los fechizos, creaturas e monstros contra natura, a la mano de planetas o de spírictus dañinos. En vez de a los dioses orar, en vez de ricas oferendas traer al sanctuario, tales rústicos están dispuestos a dar al vil bruxo fasta el último real, en la credencia de que aqueste bruxo, aqueste mutante impío, capaz es de cambiar su suerte y de vencer su infortuna.

Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos

No tengo nada contra los brujos. Que cacen vampiros si quieren. Siempre que paguen impuestos.

Radowido III el Temerario, rey de Redania

Si quieres justicia, contrata a un brujo.

Graffiti en la pared de la Cátedra de Derecho de la Universidad de Oxenfurt

—¿Has dicho algo?

El niño sorbió las narices y se retiró de la frente una gorrita de terciopelo demasiado grande para él que tenía una plumilla de faisán colgando arrogantemente de un lado.

—¿Eres un caballero? —repitió la pregunta mirando a Geralt con sus ojillos azules como el añil.

—No —respondió el brujo, asombrado de que le apeteciera contestar—. No lo soy.

—¡Pero tienes espada! Mi padre es caballero del rey Foltest. También lleva espada. ¡Más grande que la tuya!

Geralt apoyó los codos sobre la baranda y escupió al agua que remolineaba al otro lado de la popa de la barcaza.

—A la espalda. —El mocoso no se resignaba. La gorrilla le cayó de nuevo sobre los ojos.

—¿Qué?

—La espada. A la espalda. ¿Por qué llevas una espada a la espalda?

—Porque me han robado el remo.

El mocoso abrió la boca de par en par, obligando a admirar las imponentes mellas de sus dientes de leche.

—Apártate de la borda —dijo el brujo—. Y cierra la boca o te entrará una mosca.

El muchacho abrió aún más la boca.

—¡Pero serás tonto! —gritó la madre del mocoso, ricamente vestida de noble, agarrando a su retoño por el cuello de castor de su abrigo—. ¡Ven aquí, Everett! ¡Cuántas veces te tengo dicho que no te tomes familiaridades con el vulgo!

Geralt suspiró al ver los contornos de la isla y de los arribes surgiendo de la niebla de la mañana. La barcaza, desmañada como una tortuga, se arrastraba a una velocidad apropiada para ella, es decir, de tortuga, dictada por la perezosa corriente del delta. Los pasajeros, en su mayoría mercaderes y aldeanos, dormitaban sobre sus equipajes. El brujo desenrolló de nuevo el pergamino, volvió a la carta de Ciri.

… duermo en una sala grande que se llama Dormitorium, y tengo una cama enormemente grande, ni te imaginas. Estoy con las Mozas Medianas, somos una docena, pero yo me he hecho amiga sobre todo de Eurneid, de Katje y de Iola Segunda. Hoy en cambio Comí Caldo de Pollo y lo peor es que de vez en cuando hay que Ayunar y levantarse muy temprano con el Alba. Antes que en Kaer Morhen. El resto te lo escribiré mañana puesto que ahora vamos a tener Oratio. En Kaer Morhen nunca nadie oraba, curioso por qué aquí hay que hacerlo. Seguro que porque esto es un Santuario.

Geralt. Madre Nenneke lo ha leído y me ha mandado que no escriba Tonterías y claramente sin errores. Y lo que estudio y que me siento bien y estoy bien de salud. Me siento bien y estoy bien de salud por desgracia Hambrienta, pero Pronto será la Comida. Y me ha mandado la Madre Nenneke escribir que la oración todavía nunca ha dañado a nadie, y ni a mí ni a ti con toda seguridad.

Geralt, de nuevo tengo tiempo libre, así que te cuento lo que estudio. Leer y escribir correctamente las Runas. Historia. Naturaleza. Poesía y Prosa. Expresarse bien en el Idioma Común y en la Antigua Lengua. Lo mejor se me da la Antigua Lengua, sé también escribir las Runas Antiguas. Te escribiré algo, y así lo ves tú mismo. Elaine Blath, Feainnewedd. Esto significaba: Hermosa florecilla, hija del Sol. Ves tú mismo que sé hacerlo. Y aún

Ahora puedo escribir de nuevo, puesto que encontré una pluma nueva puesto que la vieja se rompió. Madre Nenneke lo leyó y me alabó que estaba correcto. Y manda escribir que soy obediente y que no te preocupes. No te preocupes, Geralt.

De nuevo tengo tiempo así que escribiré lo que sucedió. Como echamos de comer a los pavos, yo, Iola y Katje, entonces Un Gran Pavo nos atacó, tenía el cuello rojo y era Terriblemente Horrible. Al principio atacó a Iola, luego a mí me quería atacar pero yo no le tenía miedo, porque y al fin y al cabo era más pequeño y más lento que el Péndulo. Hice un quiebro y una pirueta y le aticé dos veces con la varilla hasta que se Escapó. Madre Nenneke no me permite llevar aquí Mi Espada, una pena, puesto que si no, le enseñaría a ese Pavo lo que aprendí en Kaer Morhen. Yo ya sé que con las Antiguas Runas se escribe correctamente Caer a’Muirehen y que esto significa la Fortaleza del Mar Antiguo. Seguro que por eso hay por allí Conchas y Caracolas y Peces pegados en las piedras. Y Cintra se escribe correctamente Xin’trea. En cambio mi nombre procede de Zirael, puesto que significa Golondrina, y esto significa que…

—¿Estáis leyendo?

Alzó la cabeza.

—Leo. ¿Y qué? ¿Ha pasado algo? ¿Alguien ha visto algo?

—No, nada —respondió el patrón, limpiándose la mano a su jubón de cuero—. El agua está tranquila. Pero niebla hay, y ya estamos cabe los Arribes de las Grullas…

—Lo sé. Ésta ya es la sexta vez que navego con vosotros, Chapotes, sin contar los regresos. Ya he tenido tiempo de conocer la ruta. Tengo los ojos abiertos, no te preocupes.

El patrón afirmó con la cabeza, se fue en dirección a la proa, pasando por encima de los paquetes y fardos de los viajeros que lo cubrían todo.

Los caballos que estaban atados en el centro del navío bufaron y golpearon con los cascos en las tablas de la cubierta. Estaban en el centro de la corriente, en medio de una densa niebla. La barcaza abría con su proa un espacio lleno de nenúfares y de enmarañadas plantas fluviales. Geralt volvió a su lectura.

… esto significa que tengo un nombre élfico. Y sin embargo no soy una elfa. Geralt, aquí también se habla de los Ardillas. A veces también viene el ejército y pregunta y dice que no se debe curar a los elfos heridos. Yo no le he soplado a nadie ni palabrita de lo que pasó en la primavera, no tengas miedo. Y de entrenarme también me acuerdo, no te pienses que no. Voy al parque y me entreno cuando tengo tiempo. Pero no siempre puesto que tengo que trabajar en la cocina o en el huerto como todas las chicas. Y también tenemos que estudiar terriblemente. Pero no importa, estudiaré. Al fin y al cabo tú también estudiaste en el Santuario, me dijo la Madre Nenneke. Y dijo además que menear la espada puede cualquier tonto pero que una bruja tiene que ser sabia.

Geralt, prometiste que vendrías. Ven.

Tuya,

Ciri.

PS. Ven, ven.

PS II. Madre Nenneke manda escribir al final Gloria a la Gran Melitele, que su bendición y benevolencia vayan siempre contigo. Y que no te pase nada malo.

Ciri

Iría a Ellander, pensó, mientras guardaba la carta. Pero es peligroso. Podría ponerlos sobre la pista… También hay que acabar con estas cartas. Nenneke usa del correo sacerdotal pero de todas formas… Joder, es demasiado arriesgado.

—Humm… Humm.

—¿Qué pasa ahora, Chapotes? Ya hemos pasado los Arribes de las Grullas.

—Y gracias a los dioses, sin percance alguno —suspiró el patrón—. Ja, don Geralt, otra vez tendremos un viaje tranquilo, a lo visto. La niebla se levanta a las claras, y cuando el sol relumbra, ya no hay miedo. El monstruo no saldrá con el sol.

—Nada me preocupa esto.

—Andaba pensando. —Chapotes adoptó una sonrisa torcida—. La compañía os paga por el viaje. ¿Pase algo o no, os caen siempre los duros en la bolsa?

—Preguntas como si no lo supieras. ¿Qué pasa, que la envidia habla por tu boca? ¿Que gano dinero estando apoyado en la borda y mirando a las avefrías? ¿Y a ti para qué te pagan? Para lo mismo. Para que estés en la cubierta. Si todo va bien, entonces no tienes trabajo, pindongueas de la proa a la popa, les sonríes a las pasajeras o intentas convencer a los mercaderes para que tomen vodka contigo. A mí también me han contratado para estar en la cubierta. Por si acaso. Un transporte seguro porque el brujo lo escolta. El coste del brujo ya está incluido en el precio del transporte, ¿no es cierto?

—Cierto, pues claro que es verdad —suspiró el patrón—. La compañía no pierde. Los conozco bien. Ya es el quinto año que navego para ellos por el delta, de la Espuma a Novigrado, de Novigrado a la Espuma. Bueno, pues entonces al tajo, señor brujo. Apoyaos vos en la borda que yo me voy a pasear de la proa a la popa.

La niebla se disipó un tanto. Geralt sacó de su petate otra carta, una que había recibido no hacía mucho por un extraño mensajero. Había leído ya esta carta unas trescientas veces. La carta olía a lilas y grosella.

Querido amigo…

El brujo maldijo en voz baja, mirando a las runas secas, iguales, angulosas que estaban trazadas con enérgicos golpes de pluma, unos golpes que mostraban sin error el estado de ánimo de quien las había escrito. De nuevo sintió unas ganas terribles de intentar morderse en el culo de la rabia que le daba. Cuando un mes antes había escrito a la hechicera, durante dos noches sucesivas había estado pensando en cómo empezar. Al final se decidió por "Querida amiga". Y ahora recibía lo suyo.

Querido amigo, tu inesperada carta me ha alegrado grandemente, carta que he recibido menos de tres años después de nuestro último encuentro. Mi alegría fue mayor porque corrían diversos rumores acerca de tu repentina y violenta desaparición. Bien está que te decidieras a desmentirlos escribiéndome a mí, y bien está que lo hicieras tan pronto. De tu carta se desprende que has llevado una vida tranquila, encantadoramente aburrida y falta de todo evento. En los tiempos que corren tal vida es un verdadero privilegio, querido amigo, me alegro que tuvieras la suerte de recibirlo.

Me ha conmovido la repentina preocupación por mi salud que te has dignado mostrar, querido amigo. Me apresuro a informarte de que ciertamente, me siento ya bien, ya ha pasado mi período de indisposición, he vencido ya las dificultades, con cuya descripción no quisiera aburrirte.

Me preocupa mucho y me intranquiliza el que el regalo inesperado que recibiste de la Fortuna te procure preocupaciones. Tu suposición de que se precisa de ayuda profesional es completamente cierta. Aunque la descripción de los trabajos —lo que es comprensible— es bastante enigmática, estoy segura de que conozco la Fuente del problema. Y estoy de acuerdo con tu opinión de que es absolutamente necesaria la ayuda de una hechicera más. Me siento honrada de ser la segunda a la que te diriges.

¿A qué debo el honor de tan alta posición en la lista?

Tranquilízate, querido amigo, y si albergabas la idea de suplicar la ayuda de alguna otra hechicera, renuncia a ello pues no hay necesidad. Me pongo en camino sin demora, iré directamente al lugar que me señalaste en forma tan velada, pero comprensible para mí. Por supuesto, me pongo en camino en completo secreto y guardando las medidas adecuadas de seguridad. Cuando esté allí comprobaré la naturaleza de los problemas y haré lo que esté en mi mano para tranquilizar la fuente latente. Intentaré en lo que a esto respecta no quedar peor que otra señorita a quien suplicaste, suplicas o acostumbras a suplicar ayuda. Soy, por si no lo sabías, tu querida amiga. Demasiado necesito de tu preciada amistad para que pudiera fallarte, querido amigo.

Si durante los próximos años te apeteciera escribirme, no lo dudes ni un instante. Tus cartas me causan invariablemente mucha alegría.

Tu amiga Yennefer

La carta olía a lilas y grosellas. Geralt soltó una maldición.

De su ensimismamiento le sacó una repentina agitación en la cubierta y el balanceo de la barcaza que señalaba un cambio de curso. Una parte de los pasajeros se lanzó hacia la borda de la derecha. El patrón Chapotes gritaba desde la proa las órdenes, la barcaza poco a poco y con resistencia torcía hacia la orilla temeria del río, salía de la ruta, cediendo el paso a dos barcos que surgían de entre la niebla. El brujo miraba con curiosidad.

El primero que navegaba hacia ellos era un galeón grande y largo de por lo menos setenta brazas y tres mástiles, en los que agitaba al viento una bandera púrpura con águila de plata. Detrás de él, avanzando al ritmo de cuarenta remos, iba una galera más pequeña y esbelta, adornada con la señal de un cabrio de oro y gules en campo de sable.

—Ugh, ala, qué dragones tan gordos —dijo Chapotes de pie junto al brujo—. Cortan la agua de tal modo que hasta olas hacen.

—Curioso —murmuró Geralt—. El galeón navega bajo bandera redana y la galera es de Aedirn.

—De Aedirn, desde luego —confirmó el patrón—. Y luce un gallardete de los mercenarios de Hagge. Más prestad atención, ambos dos barcos tienen el casco de fondo afilado, cerca de dos brazas de calado. Lo que quiere decir que hasta el mismo Hagge no van, pos no pasarían los alfaques ni bajíos de la parte alta del río. Navegan hasta las Espumas o hasta Puente Blanco. Y mirad, las cubiertas están atimbotadas de soldados. No son tratantes. Son barcos de guerra, don Geralt.

—En el galeón viaja alguien importante. Llevan una tienda de campaña sobre la cubierta.

—Cierto, así acostumbran a viajar los magnates —afirmó Chapotes, hurgándose en los dientes con una astilla arrancada de la cubierta—. Por los ríos es más seguro. Los bosques andan preñaos de comandos élficos, no se sabe desde qué árbol te va a venir una saeta. Y en la agua no hay que temer. Los elfos, como los gatos, no gustan de la agua. Más prefieren estar entre los matojos…

—Debe ser alguien importante de verdad. La tienda es muy rica.

—Cierto, puede ser así. Quién sabe, puede que hasta el propio rey Vizimir haga los honores al río. Gentes varias viajan en estos tiempos… Y ya que del diablo hablamos, pedisteis en las Espumas que pusiera la oreja a ver si alguien tenía interés en vos o iba preguntando por vos. He aquí al sujeto en cuestión, ¿lo veis?

—No lo señales con el dedo, Chapotes. ¿Quién es ése?

—¿Y yo qué sé? Preguntad vos mismo, al fin y al cabo viene hacia nosotros. ¡Mirad cómo se menea! Y el agua como un espejo, joder, si hubiera un poco de movimiento seguro que se arrastraba a cuatro patas el jodío patoso.

El patoso resultó ser un hombre no muy alto, delgado, de edad difícil de determinar, vestido con una capa de lana amplia y no demasiado limpia, sujeta con un broche circular de latón. El alfiler del broche, al parecer extraviado, había sido sustituido por un clavo torcido de cabeza roma. El hombre se acercó, carraspeó, entrecerró unos ojos cortos de vista.

—Humm… ¿Tengo el placer de hablar con Geralt de Rivia, el brujo?

—Sí, noble señor. Lo tenéis.

—Permitid que me presente. Soy Linus Pitt, magister bachiller, profesor de historia natural en la Academia de Oxenfurt.

—Muy honrado.

—Humm… Se me ha dicho que vuesa merced vigila el transporte por encargo de la Compañía de Malatius y Grock. Al parecer ante el peligroso ataque de cierto monstrum. Me pregunto qué monstrum ha de ser.

—Yo mismo me lo pregunto. —El brujo se apoyó en la borda, mirando a los contornos apenas vislumbrados entre la niebla de los pantanos de la orilla temeria—. Y he llegado a la conclusión de que más bien me han contratado para el caso de que ataque un comando de Scoia’tael que, al parecer, vaga por estos contornos. Así que viajo entre las Espumas y Novigrado por sexta vez y la abejorra no ha aparecido ni una vez…

—¿Abejorra? Se trata de algún nombre popular. Preferiría que os sirviérais de su nombre científico. Humm… Abejorra… Ciertamente, no sé que género tenéis en mente…

—Tengo en mente un monstruillo rugoso, dos brazas de largo, que recuerda a un tocón cubierto de algas, con diez zarpas y mandíbulas como sierras.

—La descripción deja mucho que desear desde el punto de vista de la precisión científica. ¿Se trata acaso de alguno de los géneros de la familia de las Hyphydridae?

—No lo excluyo —suspiró Geralt—. La abejorra, por lo que sé, procede de una familia extraordinariamente asquerosa, ningún nombre que se le dé es insultante para esta familia. La cosa es, noble bachiller, que al parecer uno de los miembros de este género tan poco simpático atacó hace dos semanas una barcaza de la Compañía. Aquí, en el delta, no lejos del mismo lugar en que estamos.

—Quién tal afirma —sonrió despreciativo Linus Pitt— es o un ignorante o un mentiroso. No ha podido suceder algo parecido. Conozco muy bien la fauna del delta. La familia de las Hyphydridae no se da aquí en absoluto. Ni otros de ese género hasta tal punto peligroso y feroz. El significativo grado de salinidad y la poco habitual composición química de las aguas, sobre todo durante la marea baja…

—Durante la marea baja —le interrumpió Geralt—, cuando el reflujo se escapa por el canal de Novigrado, en el delta no hay agua en el verdadero sentido de la palabra. Hay un fluido compuesto de excrementos, jabones, aceites y ratas muertas.

—Lástima, lástima. —El magister bachiller se entristeció—. Degradación del medio ambiente… No lo creeréis, pero de más de dos mil especies de peces que todavía vivían en este río hace cincuenta años, no han quedado más que novecientas. Esto es verdaderamente triste.

Ambos se apoyaron sobre la baranda y miraron en silencio a las verdes y turbias profundidades. Ya había comenzado el reflujo, porque las aguas cada vez apestaban más. Aparecieron las primeras ratas muertas.

—Se extinguieron por completo el cabezón aletablanca —interrumpió el silencio Linus Pitt—. Desapareció el mujol, el cabeza serpiente, la citara, la locha rayada, el barbo, el gobio bigotudo, el bagre real…

A una distancia de alrededor de diez brazas de la borda, el agua se agitó. Por un momento ambos vieron un espécimen que pesaría casi veinte libras de bagre real, el cual se tragó una rata muerta y desapareció en las profundidades moviendo alegremente la aleta caudal.

—¿Qué ha sido eso? —el magister se sobresaltó.

—No sé. —Geralt miraba al cielo—. ¿Puede que un pingüino?

El científico le miró, apretó los labios.

—¡Con toda seguridad no era vuestra legendaria abejorra! Me han dicho que los brujos disponen de importantes conocimientos acerca de algunos géneros muy escasos. Y a vos no os basta repetir cuentos y rumores, aún intentáis burlaros de mí de un modo vulgar… ¿Acaso me habéis escuchado?

—La niebla no se va a levantar —dijo en voz baja Geralt.

—¿Eh?

—El viento es todavía débil. Cuando naveguemos por el brazo del río, entre las islas, será aún más débil. Habrá niebla hasta el mismo Novigrado.

—Yo no voy a Novigrado, me quedo en Oxenfurt —anunció Pitt con sequedad—. ¿Y la niebla? No es tan densa como para impedir la navegación, ¿qué pensáis?

El niño de la gorrilla con la pluma corrió a donde estaban ellos, se inclinó mucho sobre la borda, intentando cazar con un palo una rata que estaba junto a la borda. Geralt se le acercó, le quitó el palo.

—Largo de aquí. ¡No te acerques a la borda!

—¡Maaamááá!

—¡Everett! ¡Ven aquí ahora mismo!

El magister bachiller se incorporó, lanzó una mirada penetrante al brujo.

—¿Vos, por lo que parece, creéis de verdad que algo nos amenaza?

—Señor Pitt —dijo Geralt lo más sereno que pudo—. Hace dos semanas algo arrancó a dos personas de la cubierta de una de las barcazas de la Compañía. Entre la niebla. No sé que era. Puede que vuestra hyfydra o como se llame. Puede que fuera un gobio bigotudo. Pero yo creo que fue una abejorra.

El científico abrió la boca.

—Las sospechas —anunció— deben apoyarse en sólidos principios científicos, no en rumores y cotilleos. Ya os he dicho, la hyfryda, a la que os obstináis en llamar abejorra, no se da en las aguas del delta. Fue exterminada hace más de medio siglo, dicho sea entre paréntesis, a consecuencia de la actividad de gente parecida a vos, lista para matar de inmediato a todo lo que no tiene bonito aspecto, sin pensar, sin investigar, sin observar, sin reflexionar sobre el nicho ecológico.

Geralt tuvo ganas por un instante de decirle con sinceridad dónde podía meterse las abejorras y sus nichos, pero lo pensó mejor.

—Señor bachiller —dijo sereno—. Una de las personas que fueron arrastradas de la embarcación era una joven muchacha embarazada. Quería enfriar en el agua sus pies hinchados. Teóricamente su niño podría haber sido alguna vez rector de vuestra universidad. ¿Qué decís ante tal modo de contemplar la ecología?

—Se trata de un modo acientífico, emocional y subjetivo. La naturaleza se rige por sus propias leyes y aunque éstas son leyes crueles y brutales, no podemos corregirlas. ¡Es la lucha por la existencia! —El magister se inclinó sobre la baranda y escupió al agua—. Y la exterminación de especies, incluso de rapiña, no puede ser disculpada. ¿Qué decís a eso?

—Digo que es peligroso inclinarse así. En los alrededores puede haber una abejorra. ¿Queréis comprobar en vuestra propia piel de qué forma lucha la abejorra por su existencia?

Linus Pitt soltó la baranda, retrocedió con violencia. Palideció ligeramente, pero al instante recuperó su aplomo, abrió de nuevo la boca

—Seguramente sabéis mucho de tales abejorras fantásticas, señor brujo.

—Sin duda alguna menos que vos. ¿Por qué no aprovechamos la ocasión? Ilustradme un poco, señor bachiller, exponed un tanto de ciencia acerca de los animales de rapiña fluviales. Os escucharé con agrado, así el viaje se hará más corto.

—¿Os burláis de mí?

—De ningún modo. De verdad querría rellenar los huecos de mi educación.

—Humm… Si de verdad… Por qué no. Escuchad entonces. La familia de las Hyphydridae, que pertenece al orden de los Amphipoda, es decir de dos pies, abarca cuatro géneros conocidos por la ciencia. Dos de ellos viven sólo en aguas tropicales. En nuestro clima se encuentra en cambio, la pequeña Hyphydra longicauda, en la actualidad muy escasa, así como la Hyphydra marginata, que alcanza unas medidas algo mayores. El biotopo de ambos géneros son las aguas estancadas o que fluyen con lentitud. Son ciertamente géneros de rapiña, que prefieren como alimento seres de sangre caliente… ¿Tenéis algo que añadir?

—De momento no. Escucho conteniendo el aliento.

—Sí, humm… En los libros se pueden encontrar también referencias al subgénero Pseudohyphydra, que vive en las aguas pantanosas de Angren. Sin embargo, últimamente el doctor Bumbler de Aldersberg demostró que se trata de un género completamente diferente de la familia de los Mordidae, o sea mordedores. Viven exclusivamente de pescado y de pequeños anfibios. Ha recibido el nombre de Ichtyovorax bumbleri.

—El monstruo tiene suerte —sonrió el brujo—. Ya tiene tres nombres.

—¿Cómo es eso?

—El ser del que habláis es un girador, llamado también cinerea en la Antigua Lengua. Y si el doctor Bumbler afirma que se alimenta exclusivamente de peces, concluyo que nunca se ha bañado en las lagunas en las que habitan los giradores. Pero en algo tiene Bumbler razón: con la abejorra tiene la cinerea lo mismo en común que yo con un zorro. A ambos nos gusta comer pato.

—Pero, ¿qué cinerea? —se indignó el bachiller—. ¡La cinerea es un ser mítico! En verdad me decepciona vuestra ignorancia. Cierto, estoy asombrado…

—Lo sé —le interrumpió Geralt—. Pierdo mucho cuando se me conoce de cerca. No obstante, me tomo la libertad de corregir en unos cuantos detalles más vuestras teorías, señor Pitt. Cierto es que las abejorras siempre vivieron en el delta y viven todavía. También es cierto que hubo un tiempo en que parecía que habían desaparecido. Se alimentaban sobre todo de esas pequeñas focas…

—Morsas enanas, para hablar con propiedad —le corrigió el magister—. No seáis ignorante. No confundáis foca con…

—… se alimentaban de morsas, y a las morsas se las exterminó porque se parecían a las focas. Proveían de piel y grasa de foca. Luego en el curso alto del río se hicieron canales, se construyeron diques y presas. La corriente se debilitó, el delta se encenagó y se llenó de vegetación. Y la abejorra sufrió una mutación. Se adaptó.

—¿Eh?

—Los humanos reconstruyeron su cadena alimenticia. Le trajeron seres de sangre caliente en lugar de las morsas. Comenzaron a transportar por el delta ovejas, ganado vacuno, porcino. Las abejorras aprendieron en un daca las pajas que cada barcaza, almadía, lanchón o bote que navegue por el delta es un gigantesco plato con comida.

—¿Y la mutación? ¡Habéis dicho algo acerca de una mutación!

—Este estiércol fluido —Geralt señaló al agua verdosa— parece gustarle a la abejorra. Precisa de crecimiento. Joder, consigue hacerse tan grande que arranca sin esfuerzo una vaca de la almadía. Arrancar a un ser humano de la cubierta es para ella pan comido. Sobre todo en las cubiertas de estas chalanas que usa la Compañía para el transporte de pasajeros. Vos mismo veis cuán baja está dentro del agua.

El bachiller se alejó rápidamente de la borda, lo más lejos que pudo, tanto como le permitían los carros y los equipajes.

—¡He oído un chapoteo! —resopló mirando a la niebla entre los árboles—. ¡Señor brujo! He oído…

—Tranquilo. Además de un chapoteo se oye también el chirrido de los remos en los escálamos. Son los aduaneros de la orilla redana. Mirad, en unos minutos estarán aquí y crearán tal lío que no lo conseguirían tres y ni siquiera cuatro abejorras.

Chapotes pasó corriendo junto a ellos. Blasfemó horriblemente, porque el niño de la gorrita con la pluma se le metió por entre las piernas. Pasajeros y mercaderes, muy nerviosos, miraban sus bienes e intentaban esconder el matute.

Al cabo de unos instantes un barco grande chocó contra la borda y cuatro personajes muy ágiles, disgustados y muy ruidosos saltaron sobre la cubierta de la barcaza. Los hombres rodearon al patrón, gritaron amenazadoramente, intentando dar a sus personas y funciones aspecto de importantes, después de lo cual se lanzaron con entusiasmo sobre el equipaje y los haberes de los viajeros.

—¡Y además controlan antes de llegar a tierra! —se quejó Chapotes acercándose al brujo y al magister—. Esto es ilegal, ¿no? Pos si aún no estamos en la tierra de Redania. ¡Redania está en la orilla derecha, a media milla de aquí!

—No —le rebatió el bachiller—. La frontera entre Redania y Temeria discurre por el centro de la corriente del Pontar.

—¿Y cómo coño medir aquí la corriente? ¡Esto es el delta! ¡Los arribes, los bancos de arena y los islotes cambian todo el tiempo de posición, la ruta es cada día distinta! ¡Castigo divino! ¡Eh! ¡Mierdecilla! ¡Suelta ese bichero o te pongo morado el culo! ¡Noble señora! ¡Vigilad al crío! ¡Castigo divino!

—¡Everett! ¡Deja eso, que te vas a manchar!

—¿Qué hay en este cofre? —vociferaban los aduaneros—. ¡Eh, desenvuelve ese hato! ¿De quién es este carro? ¿Tenéis divisas? ¡Divisas, pregunto! ¿Dinero temerio o nilfgaardiano?

—Así es como es una guerra comercial —comentó el barullo Linus Pitt adoptando una mueca de sabiduría—. Vizimir exigió en Novigrado la introducción del derecho de depósito. Foltest de Temeria le respondió con un derecho de depósito retorcido y sin contemplaciones en Wyzima y Gors Velen. Esto afectó mucho a los mercaderes redanos, así que Vizimir subió el arancel para las mercancías temerias. Protege la economía redana. Temeria está inundada de mercancías baratas que proceden de las manufacturas nilfgaardianas. Por eso los aduaneros son tan entusiastas. Si las mercancías nilfgaardianas atravesaran la frontera en exceso, la economía de Redania podría derrumbarse. Redania casi no posee casi manufacturas y los artesanos no podrían afrontar la competencia.

—En pocas palabras —sonrió Geralt—, Nilfgaard conquista poco a poco con mercancías y oro lo que no conquistó por las armas. ¿Temeria no se protege? ¿Foltest no ha introducido el bloqueo de las fronteras del sur?

—¿De qué forma? Las mercancías acuden a través de Mahakam, de Brugge, de Verden, por el puerto de Cidaris. Para los mercaderes lo que cuenta es exclusivamente el beneficio, no la política. Si el rey Foltest bloqueara las fronteras, el gremio de los mercaderes sufriría terribles pérdidas…

—¿Tenéis divisas? —ladró, acercándose a ellos, un aduanero de ojos enrojecidos y morros llenos de pelos—. ¿Algo que declarar?

—¡Yo soy un científico!

—¡Como si fuerais un príncipe! He preguntado que qué lleváis.

—Déjalos, Boratek —dijo el jefe del grupo, un alto y costilludo aduanero de largos bigotes negros—. ¿No conoces al brujo? Hola, Geralt. ¿Éste es amigo tuyo? ¿Científico? ¿Entonces va a Oxenfurt, señor? ¿Y sin equipaje?

—Ciertamente. A Oxenfurt. Sin equipaje.

El aduanero se sacó de la manga un gran pañuelo, se limpió la frente, los bigotes y el cuello.

—¿Y qué tal hoy, Geralt? —preguntó—. ¿No apareció el monstruo?

—No. ¿Y tú, Olsen, has visto algo?

—Yo no tengo tiempo para mirar. Yo trabajo.

—¡Mi padre —explicó Everett, que se había acercado sin hacer ruido— es caballero del rey Foltest! ¡Y tiene unos bigotes más grandes!

—Esfúmate, mocoso —le dijo Olsen, después de lo cual lanzó un profundo suspiro—. ¿No tendrás un poco de aguardiente, Geralt?

—No.

—Pues yo tengo —asombró a todos el sabio hombre de la Academia sacando de un bolsillo de su capa una petaca.

—Pos yo pongo la tapita —se alabó a sí mismo Chapotes, surgiendo como de debajo de la tierra—. ¡Pescado ahumado!

—Pues mi padre…

—Esfúmate, maldito.

Se sentaron sobre un rollo de cuerdas a la sombra de uno de los carros que estaban en el centro de la barcaza, tiraron de la petaca uno tras otro y devoraron los ahumados. Olsen tuvo que dejarles por un momento porque estalló un alboroto. Un mercader enano de Mahakam exigía una categoría de arancel más baja intentando convencer a los aduaneros de que las pieles que llevaba no eran pieles de zorros plateados, sino de gatos extraordinariamente grandes. Asimismo la madre del entrometido y ubicuo Everett no quería dejarse controlar en absoluto, haciendo chillona referencia al rango del marido y los privilegios de la nobleza.

El barco se desplazaba lentamente por un estrecho paso entre dos islotes llenos de matorrales, que alcanzaban hasta la borda con rizos de nenúfares verdes y amarillos y de centinodias. Entre las plantas zumbaban amenazadoramente los tábanos y silboteaban las tortugas. Las garzas, sosteniéndose sobre un pie, miraban al agua con estoica serenidad sabiendo que no había por qué excitarse: el pez vendría por sí mismo antes o después.

—¿Y qué, don Geralt? —habló Chapotes mientras lamía una piel de pescado—. ¿Otra travesía tranquilita? ¿Sabéis lo que sos digo? Este monstruo no es tonto. Sabe que la tenéis puesta en él. Allá en nuestro pueblo había, fijarsus, un regato y en él vivía una nutria, la cuala se remetía en el corral y ahogaba los pollos. Y era tan pícara que no acudía nunca cuando padre estaba en casa o yo con los hermanos. Acudía sólo entonces cuando el agüelillo se quedaba solateras, nada más. Pues nuestro agüelillo, fijarsus, el seso tenía un poco flojo y a los pieces les había dado un paralís. La nutria, su puta madre, como si lo supiera. Pos cierta vez, nuestro padre…

—¡Diez por ciento ad valorem! —se desgañitaba desde el centro de la barcaza el enano mercader, agitando una piel de zorro—. ¡Esto es lo que ha de ser y más de un real no pago!

—¡Entonces os confisco todo! —vociferó Olsen con rabia—. ¡Y le daré parte a la guardia de Novigrado y entonces os iréis derecho al trullo junto con vuestros valores! ¡Boratek, cóbrale hasta el último céntimo! ¡Eh!, ¿habéis dejado algo para mí? ¿No habréis trasegado la aguardiente hasta el culo?

—Siéntate, Olsen. —Geralt le hizo sitio en las cuerdas—. Tienes un trabajo muy nervioso, por lo que veo.

—Ah, estoy ya hasta las narices —suspiró el aduanero, después de lo cual dio un trago de la petaca, se secó los bigotes—. Voy a mandar todo esto a la mierda, me vuelvo a Aedirn. Yo soy un vengerbricense de pro, me vine a Redania por la hermana y el cuñado, pero me vuelvo. Sabes, Geralt, tengo intenciones de incorporarme al ejército. Al parecer el rey Demawend ha proclamado un alistamiento para las fuerzas especiales. Medio año de entrenamiento en un campamento, y luego venga el sueldo, tres veces más que se gana aquí, incluso si contamos las mordidas. Tiene demasiada sal este pescado.

—Oí hablar de las dichas fuerzas especiales —afirmó Chapotes—. Los prepraran para los Ardillas, porque el ejército legural con los comandos élficos no se las apaña. Por lo que oí, por cima de todo alistan allá a los medioelfos. Pero este campamento, donde a los tales les enseñan a luchar, al paicer es el proprio infierno. De allá, salen metad y metad, unos a por la paga, otros al velatorio, con los pieces por delante.

—Así ha de ser —dijo el aduanero—. Unas fuerzas especiales, patrón, no son cualquier cosa. No son unos putos escuderos a los que basta mostrarles qué punta de la jabalina es la que pincha. ¡Las fuerzas especiales tienen que saberse luchar que no veas!

—¿Y tú tan riguroso soldado eres, Olsen? ¿No tienes miedo de los Ardillas? ¿Que te breen el culo a saetazos?

—¡Va! Yo también sé cómo tirar del arco. Ya luché contra Nilfgaard, qué son los elfos para mí.

—Dicen —se acaloró Chapotes— que si alguno les cae entremanos vivo, a los tales Scoia’tael… Entonces mejor que no les hubieran parido. Martirizan horriblemente.

—Eh, mejor que cierres el pico, patrón. Hablas como hembra. La guerra es la guerra. A veces le das por culo tú al enemigo, otras veces él a ti. A nuestros elfos prisioneros tampoco los acarician, no te preocupes.

—La táctica del terror. —Linus Pitt tiró por la borda la cabeza y las espinas de un pescado—. La violencia crea violencia. El odio crece en el corazón… y envenena la sangre de los hermanos…

—¿Lo qué? —Olsen frunció el ceño—. ¡Hablad claro!

—Han comenzado tiempos difíciles.

—Verdad de la buena. —Chapotes se le acercó—. Yo creo que habrá una gran guerra. Las cornejas vuelan por los cielos en bandadas, a lo visto huelen ya la carroña. Y la veedora Itlina había profetizado el fin del mundo. Vendrá primero la Luz Blanca y aluego caerá el Frío Blanco. O al revés, no me acuerdo cómo era. Y los paisanos dicen que ya hubo señales en el cielo…

—Tú mira a la ruta, patrón, en vez de al cielo, o esta carabela tuya se va a joder contra un banco de arena. Ja, a la altura de Oxenfurt que estamos. ¡Mirad, ya se ve la Barrica!

La niebla era ahora más clara, así que pudieron contemplar los arribes y los juncales de la orilla derecha del río y los fragmentos de un acueducto que se alzaban sobre ellos.

—Esto es, señores míos, una depuradora experimental de albañales —elogió el magister bachiller rechazando su turno—. Esto es un gran éxito de la ciencia, un gran logro de la Academia. Hemos arreglado un antiguo acueducto de los elfos, sus canales y depósitos, neutralizamos ya los vertidos de toda la universidad, la ciudad, y de las granjas y aldeas de los alrededores. Esto que llamáis Barrica es justamente el depósito. Un gigantesco éxito de la ciencia…

—Guardad la cabeza, guardad la cabeza —advirtió Olsen, escondiéndose bajo la borda—. Un año de mala fortuna, si eso estallara, la mierda llegaría hasta los Arribes de las Garzas.

La barcaza navegaba por entre islas, la rechoncha torre del depósito y el acueducto desaparecieron en la niebla. Todos suspiraron con alivio.

—¿No vas directo hacia el ramal de Oxenfurt, Chapotes? —preguntó Olsen.

—Primero atracaré en Grabowa Buchta. A por tratantes de pescado y mercaderes de la orilla temeria.

—Humm… —El aduanero se rascó la frente—. A la Buchta… Escucha, tú, Geralt, ¿no tendrás tú por casualidad alguna querella con los temerios?

—¿Por qué? ¿Acaso alguien preguntó por mí?

—Adivinaste. Como ves, me acuerdo de tu petición de estar atento a los que se interesen por ti. Así que, imagínate, que anduvo preguntando por ti la guardia temeria. Me lo contaron unos aduaneros de allá, con los que tengo trato. Algo apesta aquí, Geralt.

—¿El agua? —se sobresaltó Linus Pitt, mirando asustado al acueducto y el gigantesco éxito de la ciencia.

—¿El mocoso éste? —Chapotes señaló a Everett, aún dando vueltas por los alrededores.

—No es eso —se enfadó el aduanero—. Escucha, Geralt, los aduaneros temerios dijeron que la guardia hizo preguntas muy raras. Ellos saben que vas en las barcazas de Malatius y Grock. Preguntaron… si vas solo. Si no llevas contigo… ¡Diablos, no os riáis! Hablaban de no sé qué señorita no muy crecida, que al parecer habían visto en tu compañía.

Chapotes se rio a carcajadas. Linus Pitt lanzó al brujo una mirada llena de disgusto, aquélla con la que se debe mirar a un hombre de cabellos blancos por el que la ley se interesa a causa de cierta disposición hacia señoritas no muy crecidas.

—Por eso también —Olsen tosió— los aduaneros temerios se imaginaron que se trataba de una venganza privada. Un ajuste de cuentas personal en el que alguien ha metido a la guardia. Quizás… Bueno, la familia de la señorita o su prometido. Así que los aduaneros preguntaron con cautela por quién estaba detrás de todo ello. Y lo averiguaron. He aquí que se trata de un noble, al parecer locuaz como un canciller, no falto de medios y nada avaro, que se hace llamar… Rience, o algo así. En la mejilla izquierda tiene una mancha roja, como una quemadura. ¿Conoces al sujeto?

Geralt se levantó.

—Chapotes —dijo—. Desembarco en Grabowa Buchta.

—¿Cómo dices? ¿Y qué pasa con el monstruo?

—Ése es vuestro problema.

—En lo tocante a problemas —Olsen les interrumpió—, mira a la derecha, Geralt. Hablando del lobo.

Desde detrás de las islas, de entre la niebla que se estaba levantando rápidamente, apareció una barca, en cuyo mástil se agitaba perezosamente una banderola negra con lirios de plata. La tripulación la componían algunas personas con los gorros picudos de la guardia temeria.

Geralt se lanzó rápido a por su petate, sacó ambas cartas, la de Ciri y la de Yennefer. Las rompió rápidamente en pequeños pedazos y los echó al río. El aduanero le observó en silencio.

—¿En qué andas metido, si puede saberse?

—No se puede. Chapotes, cuida de mi caballo.

—Tú quieres… —Olsen arrugó las cejas—. Pretendes…

—Es asunto mío, lo que pretendo. No te mezcles o habrá un incidente diplomático. Navegan bajo bandera temeria.

—Que le den por culo a su bandera. —El aduanero movió el cuchillo a un lugar en el cinturón más accesible, limpió con la manga un escapulario grabado con el escudo de un águila en campo de gules—. Si yo estoy en el barco y realizo el control, esto es Redania. No permitiré…

—Olsen —le interrumpió el brujo, agarrándolo de la mano—. No te entrometas, por favor. El de la cara quemada no está en la barca. Y yo tengo que saber quién es y qué quiere. Tengo que verle.

—¿Les dejarás que te lleven en un cepo? ¡No seas idiota! Si se trata de un ajuste de cuentas personal, de una venganza por encargo privado, entonces ahí detrás de la isla, en los Remolinos, te echarán por la borda con un ancla al cuello. ¡Veras a alguien, sí, a los cangrejos del fondo!

—Se trata de la guardia temeria, no de unos bandoleros.

—¿Sí? ¡Pues solamente mírales las jetas! Yo, al fin y al cabo, ahora voy a saber quienes son de verdad. Ya verás.

La barca, acercándose muy rápidamente, alcanzó la borda de la barcaza. Uno de los guardias echó una cuerda, otro enganchó un bichero a la baranda.

—¡Yo soy el patrón! —Chapotes les cortó el camino a los tres personajes que habían saltado a cubierta—. ¡Éste es un barco de la Compañía de Malatius y Grock! Qué es lo que…

Uno de los personajes, achaparrado y calvo, le empujó sin ceremonias con un brazo que era tan grande como el tronco de un roble.

—¡Un tal Gerald, llamado Gerald de Rivia! —tronó, midiendo al patrón con la mirada—. ¿Ahí alguien así en el barco?

—No hay.

—Soy yo. —El brujo atravesó los fardos y paquetes, se acercó—. Yo soy Geralt, llamado Geralt. ¿De qué se trata?

—En nombre de la ley, estáis arrestado. —El calvo pasó la mirada por la multitud de los viajeros—. ¿Dónde está la muchacha?

—Estoy solo.

—¡Mientes!

—Un momento, un momento. —Olsen surgió desde detrás del brujo, le puso la mano en el hombro—. Tranquilo, sin gritos. Habéis llegado tarde, temerios. Él ya está arrestado y también en nombre de la ley. Yo lo cacé. Por contrabando. Siguiendo mis órdenes me lo llevo al cuerpo de guardia de Oxenfurt.

—¿Lo qué? —El calvo frunció el ceño—. ¿Y la muchacha?

—No hay aquí y nunca hubo muchacha alguna.

Los guardias se miraron en un silencio indeciso. Olsen adoptó una amplia sonrisa, se retorció los negros bigotes.

—¿Sabéis lo que vamos a hacer? —jadeó—. Venid con nosotros a Oxenfurt, temerios. Tanto nosotros como vosotros somos gente sencilla, ¿qué tenemos que saber de leyes? Y el comandante del cuerpo de guardia de Oxenfurt es un hombre listo y versado, él decidirá. Al fin y al cabo conocéis a nuestro comandante, ¿no? Porque él al vuestro, de las Buchtas, lo conoce estupendamente. Le expondréis vuestro asunto. Le mostraréis la orden y el sello… Porque por supuesto tendréis la orden con el sello como es de rigor, ¿eh?

El calvo guardaba silencio, mirando siniestramente al aduanero.

—¡No tengo tiempo ni ganas de ir a Oxenfurt! —vociferó de pronto—. ¡Me llevo el pájaro a nuestra orilla y eso es todo! ¡Stran, Vitek! ¡Aprisa, dádmele un repaso a la barcaza! ¡Encontrarme a la moza, en un tris!

—Un momento, despacito. —Olsen no se dejó inmutar por los gritos, acentuó las palabras despacio y con claridad—. Estáis en la parte redana del delta, temerios. ¿No tenéis nada que declarar? ¿O algún contrabando? Ahora lo vamos a comprobar. Buscaremos. Y si encontramos algo, no tendréis más remedio que cansaros un poco y venir hasta Oxenfurt. Y nosotros, si queremos, siempre encontramos algo. ¡Muchachos! ¡A mí!

—¡Mi padre —cacareó de pronto Everett apareciendo delante del calvo no se sabe de dónde— es caballero! ¡Tiene un cuchillo más grande!

El calvo lo agarró como un relámpago por el cuello de castor, lo arrancó de la cubierta, se le cayó la gorrilla con la pluma. Agarrándolo con el brazo por la cintura le puso al muchacho el puñal en la garganta.

—¡Retiraos! —gritó—. ¡Retiraos o le rajo el cuello al mocoso!

—¡Evereeeett! —chilló la noble señora.

—Curiosos métodos —habló despacio el brujo— utiliza la guardia temeria. Cierto, tan curiosos que no se quiere creer que se trate en verdad de la guardia.

—¡Cierra el pico! —aulló el calvo, agitando a Everett que gruñía como un lechón—. ¡Stran, Vitek, cogedlo! ¡En cadenas y a la barca! ¡Y vosotros, retiraos! ¿Dónde está la muchacha, pregunto? ¡Dádmela, por que si no, degüello al mierdas éste!

—Degüéllalo —refunfuñó Olsen, al tiempo que daba una señal a sus hombres y echaba mano al puñal—. ¿Que es mío o qué? Y cuando lo hayas degollado, entonces charlaremos.

—¡No te metas! —Geralt tiró la espada sobre la cubierta, detuvo con un gesto a los aduaneros y a los marineros de Chapotes—. Soy vuestro, señor falso guardia. Soltad al niño.

—¡A la barca! —El calvo, sin soltar a Everett, retrocedió hasta la borda, agarró la cuerda—. ¡Vitek, átalo! ¡Y todos vosotros hacia atrás! ¡Si alguno se mueve, el mozuelo la palma!

—¿Te has vuelto loco, Geralt? —ladró Olsen.

—¡No te metas!

—¡Evereeeett!

De pronto, la barca temeria se balanceó, se alejó de la barcaza. El agua explotó con un sonoro chapoteo, salieron disparadas dos largas garras, verdes, arrugadas, preñadas de púas como estacas. Las garras aferraron al guardia que tenía el bichero y en un parpadeo lo arrastraron bajo el agua. El calvo aulló salvajemente, soltó a Everett, se sujetó a las cuerdas que colgaba de la borda de la barca. Everett cayó al agua, que ya había tenido tiempo de volverse roja. Todos, tanto los de la barca como los de la barcaza, comenzaron a gritar como energúmenos.

Geralt se liberó de los dos guardias que lo estaban intentando atar. A uno le clavó el puño en la barbilla y lo arrojó por la borda. El otro se echó sobre él con un gancho de hierro, pero se le doblaron las piernas y cayó en el abrazo de Olsen, con el puñal del aduanero clavado bajo una costilla hasta la empuñadura.

El brujo saltó la baranda. Antes de que las aguas llenas de plantas acuáticas se cerraran sobre su cabeza, escuchó aún el grito de Linus Pitt, profesor de historia natural en la Academia de Oxenfurt.

—¿Qué es esto? ¿Qué género es? ¡No existen tales animales!

Se sumergió junto a la barca temeria, evitando de milagro el golpe de un arpón que le quiso endilgar uno de los hombres del calvo. El guardia no alcanzó a golpear de nuevo, cayó al agua con una flecha en la garganta.

Geralt, agarrando el arpón que el guardia había soltado, tomó impulso con los pies en el casco, buceó en el remolino que se agitaba, pinchó con fuerza a algo que esperaba que no fuera Everett.

—¡Esto no es posible! —escuchó los gritos del bachiller—. ¡Tales animales no pueden existir! ¡O por lo menos no debieran existir!

Con esta última afirmación estoy completamente de acuerdo, pensó el brujo, al mismo tiempo que pinchaba con el arpón en la coraza dura y erizada de excrecencias de la abejorra. El cadáver del guardia temerio se removía inerte entre las mandíbulas de sierra del monstruo, salpicando sangre. La abejorra agitaba a toda velocidad su aplastada cola, se sumergía hacia el fondo, alzando nubes de légamo. Escuchó un grito agudo. Everett, revolviendo el agua como un perrito, se agarró a los pies del calvo, que estaba intentando subirse a la barca por las cuerdas que colgaban de la borda. Los dos soltaron las cuerdas. El guardia y el niño desaparecieron con un borbolleo bajo la superficie. Geralt se lanzó en su dirección, buceó. El que casi inmediatamente tocara con los dedos el cuello de castor del muchacho fue una absoluta casualidad. Arrancó a Everett del atolladero de plantas acuáticas, nadó de espaldas, impulsándose con los pies llegó hasta la barcaza.

—¡Aquí, don Geralt! ¡Aquí! —escuchó gritos y aullidos que se apagaban los unos a los otros—. ¡Dádsela! ¡Una cuerda! ¡Agarra la cuerda! ¡Mierdaaaaa! ¡La cuerda! ¡Geralt! ¡Con el bichero, con el bichero! ¡Mi hijooooo!

Alguien sacó al niño de su abrazo, trepó hacia arriba. En ese mismo momento alguien lo agarró por detrás, le golpeó en el occipucio, se cubrió y lo empujó bajo el agua. Geralt soltó el arpón, se volvió, atrapó a su atacante por el cinturón. Con la otra mano quiso agarrarlo por los cabellos pero no funcionó. Era el calvo.

Se sumergieron los dos, sólo por un minuto. La barca temeria estaba ya algo alejada de la barcaza, Geralt y el calvo, abrazados, estaban en el centro. El calvo lo agarró por el cuello, el brujo le metió el pulgar en el ojo. El guardia gritó, le soltó, se alejó nadando. Geralt no pudo alejarse, algo le tenía agarrado por el pie y le arrastraba hacia abajo, a las profundidades. Junto a él, como si fuera corcho, la superficie estaba salpicada de pedazos de cuerpo humano. Ya sabía qué era lo que le tenía sujeto, inútil resultaba la información de Linus Pitt que le llegaba desde la cubierta de la barcaza.

—¡Es un artrópodo! ¡Del género Amphipoda! ¡De la clase de los megalomandibulares!

Geralt martilleó rabioso con las manos en el agua, intentando sacar el pie de las tenazas de la abejorra, que le arrastraban hacia unas mandíbulas que chasqueaban rítmicamente. El magister bachiller había tenido razón otra vez. Las mandíbulas no eran pequeñas.

—¡Atrapa la cuerda! —gritó Olsen—. ¡Atrapa la cuerda!

En las orejas del brujo silbó un arpón que se clavó con un chasquido en la coraza del monstruo, sumergida y cubierta de algas. Geralt agarró el asta, se apoyó en él, se impulsó con fuerza, encogió el pie libre y con fuerza pateó a la abejorra. Se liberó de las garras con púas, dejando en ellas la bota, un buen trozo de pantalón y no poca piel. En el aire silbaban más arpones, en su mayoría errados. La abejorra encogió las patas, agitó la cola, se sumergió con gracia en las verdes profundidades.

Geralt agarró la cuerda que le cayó en la cara. Un bichero, rasgándole dolorosamente un costado, lo capturo por el cinturón. Sintió el tirón, subió hacia arriba, alzado por muchas manos se encaramó por encima de la baranda y rodó sobre las tablas de la cubierta, esparciendo agua, fango, limo y sangre. Junto a él se acumularon los pasajeros, la tripulación de la barcaza y los aduaneros. El enano de las pieles de zorro y Olsen disparaban con sus arcos, inclinados sobre la borda.

Everett, mojado y verde de las algas, castañeteaba los dientes abrazado por su madre, sollozaba y les explicaba a todos que él no había querido.

—¡Don Geralt! —le gritó Chapotes en los oídos—. ¿Vivís acaso?

—Su puta madre… —El brujo escupió unas algas—. Demasiado viejo estoy para todo esto… Demasiado viejo…

Junto a él, el enano soltó la cuerda del arco y Olsen bramaba alegre.

—¡Derecha a la tripa! ¡Ja, ja, ja! ¡Bonito disparo, señor peletero! ¡Eh, Boratek, devuélvele el dinero! ¡Con ese disparo se ha ganado un descuento!

—Esperad —tosió el brujo, intentando en vano levantarse—. ¡No matéis a todos, diablos! ¡Tengo que tener a alguno vivo!

—Hemos dejado a uno —le aseguró el aduanero—. El calvorota ése, que se chungueaba conmigo. Al resto lo hemos asaetado. El calvucho, oh, por allá nada. Ahora lo pescamos. ¡Vengan acá esos bicheros!

—¡Un descubrimiento! ¡Un gran descubrimiento! —gritaba Linus Pitt, dando saltos junto a la borda—. ¡Un género completamente nuevo, desconocido! ¡Un ejemplar único! ¡Ah, cómo os estoy de agradecido, señor brujo! ¡Este género figurará a partir de hoy en los libros como… como Geraltia maxiliosa pitti!

—Señor bachiller —gimió Geralt—. Si de verdad queréis mostrarme vuestro agradecimiento… Entonces que esa puta se llame Everetia.

—También es bonito —accedió el erudito—. ¡Ah, vaya un descubrimiento! ¡Qué maravillosa y única ocasión! Seguramente la única que vivía en el delta…

—No —dijo de pronto Chapotes con voz siniestra—. No es la única. ¡Mirad!

Una alfombra de nenúfares que alcanzaba hasta un islote no muy lejano comenzó a temblar, se balanceó violentamente. Vieron una ola, y luego un cuerpo enorme y alargado, que recordaba un tronco podrido, agitando rápidamente numerosos tentáculos y abriendo y cerrando las mandíbulas. El calvo se dio la vuelta, lanzó un penetrante grito y nadó, revolviendo las aguas con manos y pies.

—Qué ocasión, qué ocasión —anotó presto Pitt, estirado hasta el límite—. Tentáculos prensiles en la cabeza, cuatro pares de maxilares en forma de tenazas… Un fuerte abanico caudal… Afiladas pinzas…

El calvo miró hacia atrás de nuevo, gritó aún más penetrantemente. Y la Everetia maxiliosa pitti estiró los tentáculos prensiles de la cabeza y agitó con fuerza el abanico caudal. El calvo revolvió el agua en un desesperado y fútil intento de huir.

—Que las aguas le sean leves —dijo Olsen. Pero no se quitó el sombrero.

—¡Mi padre —a Everett le castañeteaban los dientes— sabe nadar más rápido que ese señor!

—Llevaos de aquí a este niño —ladró el brujo.

El monstruo cerró las tenazas y chasqueó las mandíbulas. Linus Pitt palideció y se dio la vuelta.

El calvo lanzó un corto grito, se atragantó y desapareció bajo la superficie. El agua se cubrió de rojo oscuro.

—Mierda. —Geralt se sentó pesadamente en la cubierta—. Estoy ya demasiado viejo para esto… Decididamente demasiado viejo…

¿Para qué decir más? Jaskier simplemente adoraba la pequeña ciudad de Oxenfurt.

El terreno de la universidad estaba rodeado de un anillo de murallas, mientras que junto a la muralla había otro anillo: el anillo grande, bullicioso, sofocado, agitado y ruidoso de la ciudad. La ciudad de madera multicolor de Oxenfurt, con callejas estrechas y tejados puntiagudos. La ciudad de Oxenfurt, que vivía de la Academia, de los escolares, los profesores, los eruditos, los investigadores y sus invitados, que vivía de la ciencia y del saber, de todo lo que acompaña el proceso del conocimiento. En la pequeña ciudad de Oxenfurt, de los residuos y los fragmentos de la teoría nacían la práctica, el interés y el beneficio.

El poeta cabalgaba despacio por una embarrada calleja atestada de gente, pasando al lado de talleres, barracas, puestos, tiendas y tenderetes en los cuales gracias a la Academia se producían y se vendían decenas de miles de productos y maravillas inalcanzables en otros rincones del mundo y cuya producción se consideraba en otros rincones del mundo como imposible o estéril. Pasó por fondas, tabernas, casetas, quioscos, mostradores y parrillas de las cuales surgían los deliciosos olores de multitud de platos refinados y desconocidos en otros rincones del mundo, cocinados en una forma que era desconocida en otros lugares, con añadidos y especias que en otros lugares no se conocían y no se usaban. Esto era Oxenfurt, la colorida, alegre, bulliciosa y perfumada ciudad de los prodigios, de los prodigios en los que personas sagaces y llenas de iniciativa conseguían transformar la seca e inútil teoría atrapada a pedacitos en la universidad. Era ésta también la ciudad de las diversiones, del festín eterno, la fiesta continua y el guirigay incansable. Las calles estaban repletas de día y de noche de música, de cantos, del tintineo de las copas y del golpeteo de las jarras, ya que es sabido que nada aviva tanto la sed como el proceso de asimilación del conocimiento. Pese a que los reglamentos del rector prohibían a los estudiantes y bachilleres el beber y el ir de jarana antes de la caída de las tinieblas, en Oxenfurt se bebía y se iba de jarana a todas horas, sin parar, puesto que es sabido que, si algo puede avivar más la sed aún que el proceso de asimilación del conocimiento, esto es su prohibición completa o parcial.

Jaskier chasqueó a su castrado medio moro, medio bayo, siguió cabalgando, abriéndose paso a través de la muchedumbre que vagabundeaba por las callejas. Buhoneros, tenderos y engañabobos ambulantes anunciaban ruidosamente sus mercancías y servicios, acrecentando el barullo que reinaba a su alrededor.

—¡Calamares! ¡Calamares fritos!

—¡Ungüento para los tumores! ¡Sólo en mi puesto! ¡Infalible y milagroso ungüento!

—¡Gatos cazadores, gatos de hechicería! ¡Escuchad, buenas gentes, como maúllan!

—¡Amuletos! ¡Elixires! ¡Filtros amorosos, potenciadores y afrodisíacos! ¡Con sólo una pizca hasta un cadáver toma vigor! ¿Quién lo quiere, quién lo quiere?

—¡Saco dientes, casi sin dolor! ¡Barato, barato!

—¿Qué significa barato? —se interesó Jaskier, mientras mordía un calamar pinchado en un palo que estaba más duro que una suela.

—¡Dos taleros por hora!

El poeta se estremeció, golpeó a su castrado con los talones. Miró de soslayo. Los dos individuos que iban tras sus pasos desde el ayuntamiento se detuvieron junto a la barbería y hacían como que se interesaban por el precio de los servicios del barbero, que estaban escritos con tiza en una tabla. Jaskier no se dejaba engañar. Sabía lo que les interesaba de verdad.

Siguió adelante. Dejó a un lado el gran edificio del lupanar El Capullo de Rosa, donde, como sabía, se ofrecían servicios refinados, desconocidos o no muy populares en otros rincones del mundo. Durante algún tiempo su razón forcejeó con su carácter a causa del fuerte deseo de entrar para un rato. Triunfó la razón. Jaskier suspiró y se dirigió hacia la Universidad, intentando no mirar en dirección a los mesones desde los que le llegaban los sonidos de alegres diversiones.

Sí, para qué decir más. El trovador amaba la pequeña ciudad de Oxenfurt.

Miró hacia atrás de nuevo. Los dos individuos no habían usado de los servicios del barbero aunque indudablemente debieran haberlo hecho. Ahora estaban delante de una tiendecilla de instrumentos musicales, fingiendo interés en las ocarinas de barro. El tendero se afanaba, alababa la mercancía, confiando en las ganancias. Jaskier sabía que no debía contar con ellas.

Dirigió el caballo hacia la Puerta de los Filósofos, la puerta principal de la Academia. Resolvió rápidamente las formalidades, consistentes en inscribirse en el libro de invitados y llevar el castrado al establo.

Al otro lado de la puerta de los filósofos le saludó otro mundo. El terreno de la universidad estaba desconectado de la estructura urbana común y corriente, no era, como la villa, escenario de una lucha encarnizada por cada pulgada de espacio. Todo era aquí casi como lo habían dejado los elfos. Amplias avenidas regadas con gravillas de colores entre pequeños palacios de una esbeltez que alegraba la vista, empalizadas caladas, muretes, setos, canales, puentecillos, parterres y verdes parques, que sólo resultaban mancillados en unos pocos lugares por alguna edificación grande y severa, construida en tiempos posteriores, postélficos. Todo estaba limpio, era tranquilo y noble: estaba prohibida toda forma de comercio y de servicios pagados, sin olvidar las diversiones ni los placeres de la carne.

Por las avenidas del parque paseaban escolares, leyendo sus libros y pergaminos. Otros, sentados en los bancos, en el césped o en los muretes, conversaban acerca de las lecciones, discutían o jugaban discretamente a la peonza, a "pídola", al "todos a una" o a otros juegos para personas inteligentes. Dignos y orgullosos paseaban por allí también los profesores, sumidos en conversaciones o disputas.

Vagabundeaban los bachilleres jóvenes con la vista clavada en el culo de las estudiantes. Jaskier advirtió con alegría que nada había cambiado en la Academia desde sus tiempos.

Soplaba el viento del delta, trayendo un débil olor a mar y un algo más fuerte hedor a sulfuro de hidrógeno procedente del imponente edificio de la Cátedra de Alquimia, que dominaba el canal. Entre los arbustos del parque que rodeaba los dormitorios estudiantiles gorjeaban verderones amarillo-grises, y en un álamo estaba sentado un orangután, que seguramente había escapado del zoológico de la Cátedra de Historia Natural.

Sin perder tiempo, el poeta marchó con rapidez por el laberinto de bulevares y setos. Conocía el terreno de la universidad tan bien como su propio bolsillo, y no es de extrañar: había estudiado aquí cuatro años y luego durante un año más había impartido clases en la Cátedra de Trova y Poesía. Le habían propuesto el trabajo de profesor cuando había aprobado el examen final con resultados sobresalientes, dejando en estupor a los examinadores entre los que durante los estudios se había creado la opinión de vago, juerguista e idiota. Luego, después, cuando tras algunos años de vagabundear por el país con el laúd su fama como ministril había llegado lejos, la Academia comenzó con más insistencia a reclamar sus visitas y sus lecciones magistrales como invitado.

Jaskier no solía ceder a las súplicas pese a que su amor por los vagabundeos luchaba constantemente en su interior con su gusto por la comodidad, el lujo y unos ingresos estables. Como también, está claro, con su querencia por la pequeña ciudad de Oxenfurt.

Miró hacia atrás. Dos individuos que no habían adquirido ocarinas, caramillos ni cítaras iban tras él a cierta distancia observando con atención las copas de los árboles y las fachadas de los edificios.

Silboteando despreocupadamente, el poeta cambió la dirección de la marcha y se dirigió al palacete que albergaba la Cátedra de Medicina y Herbología. El bulevar que conducía hacia la Cátedra estaba lleno de muchachas con sus características túnicas verde claro. Jaskier las miró atentamente, buscando caras conocidas.

—¡Shani!

La médica jovencita de cabellos rojo oscuro, cortados justo por debajo de las orejas, sacó la cabeza de un atlas de anatomía, se levantó del banco.

—¡Jaskier! —sonrió, entrecerrando sus alegres ojos pardos—. ¡La tira de años hace que no te he visto! Ven, te presentaré a mis amigas. Adoran tus versos…

—Luego —murmuró el bardo—. Mira discretamente, Shani. ¿Ves a esos dos?

—Chotas. —La médica arrugó su nariz respingona, bufó, no por vez primera haciendo que Jaskier se admirara de la facilidad con la que los escolares reconocían a los soplones, espías y confidentes. La aversión que los estudiantes mantenían por los servicios secretos era proverbial, aunque no demasiado racional. El recinto de la universidad era extraterritorial y sagrado, y los estudiantes y profesores intocables. Los secretas, aunque entraran, no se atreverían a importunar ni fastidiar a los académicos.

—Van detrás de mí desde la Plaza Mayor —dijo Jaskier fingiendo que rodeaba con su brazo a la médica y le hacía la corte—. ¿Harías algo por mí, Shani?

—Depende de qué. —La muchacha retiró su esbelto cuello como un corzo asustado—. Si de nuevo te has metido en alguna tontería…

—No, no —la tranquilizó con rapidez—. Sólo quiero llevar un mensaje, y yo mismo no puedo por culpa de esa mierda que se me ha pegado a los tacones…

—¿Llamo a los muchachos? Basta que pegue un grito y en un instante te habrás librado de los chotas.

—Tranquila. ¿Quieres que estalle un tumulto? ¿La disputa por el ghetto de los pupitres y las discriminaciones para los no humanos apenas se han terminado y tú necesitas ya otro nuevo? Aparte de eso, odio la violencia. Sé arreglármelas con los espías. Tú en cambio, si pudieras…

Acercó los labios a los cabellos de la muchacha, susurró durante un instante. Los ojos de Shani se desencajaron.

—¿Un brujo? ¿Un brujo de verdad?

—Silencio, por los dioses. ¿Lo harás, Shani?

—Claro. —La médica sonrió animada—. Aunque sólo fuera por la curiosidad de ver de cerca al famoso…

—Silencio, te he pedido. Pero recuerda, ni una palabra a nadie.

—Secreto profesional. —Shani mostró una sonrisa aún más hermosa y a Jaskier le entraron de nuevo ganas de componer un romance acerca de las mujeres como ella, no demasiado guapas pero hermosas, aquéllas con las que se soñaba por las noches, mientras que a las bellezas clásicas se las olvidaba al cabo de cinco minutos.

—Gracias, Shani.

—No es nada, Jaskier. Hasta pronto. Adiós.

Después de besarse en las mejillas correspondientes, el bardo y la médica se fueron veloces en direcciones contrarias, ella en dirección a la Cátedra, él hacia el Parque de los Pensadores.

Pasó junto al moderno y siniestro edificio de la Cátedra de Técnica, que entre los escolares llevaba el nombre de Deus Ex Machina, dobló en el puente de Guildenstern. No llegó lejos. Detrás de una curva del bulevar, junto al pedestal con el busto en bronce de Nicodemus de Boot, primer rector de la Academia, esperaban ambos individuos. Siguiendo la costumbre de todos los chotas del mundo evitaban mirarle a los ojos y como todos los chotas del mundo tenían jetas triviales y descoloridas, a las que intentaban dotar de una expresión inteligente, con la que sólo conseguían parecerse a un mono que tuviera una enfermedad mental.

—Saludos de Dijkstra —dijo uno de los espías—. Vamos.

—Igualmente —respondió descaradamente el bardo—. Idos.

Los espías se miraron el uno al otro, sin moverse del sitio, clavaron los ojos en las repugnantes palabras que alguien había escrito con carbón en el zócalo del busto del rector. Jaskier suspiró.

—Lo que me imaginaba —dijo, colocando el laúd que llevaba al hombro—. ¿Así que me voy a ver obligado irrevocablemente a ir a algún lado con los señores? Difícil cuestión. Vayamos pues. Vosotros delante, yo detrás. En este caso concreto que la edad ceda ante la belleza el lugar de honor en la formación.

Dijkstra, jefe de los servicios secretos del rey Vizimir de Redania, no parecía un espía. De hecho se alejaba bastante del estereotipo según el cual un espía siempre ha de ser bajo, delgado, con aspecto de rata, con pequeños ojos penetrantes que brillaban por debajo de una capucha negra. Dijkstra, como bien sabía Jaskier, nunca llevaba capucha y prefería decididamente los trajes de colores claros. Medía cerca de siete pies, y pesaba con seguridad no menos de nueve arrobas. Cuando cruzaba los antebrazos sobre los pechos —y le gustaba hacerlo— parecía como si dos cachalotes se tendieran sobre una ballena. En lo que respecta a los rasgos de la cara, al color de los cabellos y a su encarnación recordaba a un puerco recién restregado. Jaskier conocía muy pocas personas cuya apariencia podría engañar tanto como la apariencia de Dijkstra. Porque el tal gigante porcino, que daba la sensación de ser un cretino eternamente soñoliento y torpe, poseía un intelecto increíblemente rápido. Y considerable autoridad. Un dicho popular en la corte del rey Vizimir pregonaba que si Dijkstra afirma que es mediodía y alrededor imperan unas tinieblas impenetrables, entonces hay que comenzar a intranquilizarse por la suerte que haya podido correr el sol.

En este momento, sin embargo, el poeta tenía otras razones para intranquilizarse.

—Jaskier —dijo soñoliento Dijkstra, cruzando los cachalotes sobre la ballena—. Cabeza de alcornoque. Idiota patentado. ¿Es que tú siempre tienes que destrozar todo lo que se te encarga? ¿Acaso por una sola vez en tu vida no podrías haber hecho lo que hay que hacer? Ya sé que no eres capaz de pensar por ti mismo. Ya sé que tienes cerca de cuarenta años, tu aspecto es de cerca de treinta, te crees que tienes poco más de veinte y actúas como si no tuvieras ni diez. Sabiendo lo ya dicho, por lo general te imparto instrucciones precisas. Te digo lo que tienes que hacer, cuándo tienes que hacerlo y de qué forma. Y regularmente obtengo la impresión de que hablo con las paredes.

—Pues yo, en cambio —respondió el poeta fingiendo arrogancia—, regularmente tengo la impresión de que hablas para hacer gimnasia con la lengua y los labios. Así que pasa al grano y elimina las figuras retóricas y la falsa oratoria. ¿De qué se trata esta vez?

Estaban sentados a una gran mesa de roble, entre estanterías cubiertas de libros y pergaminos enrollados, en el piso más alto del rectorado, en unos locales arrendados a los que Dijkstra denominaba en broma Cátedra de Historia Contemporánea y Jaskier Cátedra de Espionaje Comparado y Sabotaje Aplicado. Eran, contando al poeta, cuatro personas, es decir, aparte de Dijkstra en la conversación tomaban parte otros dos individuos. Una de estas personas, como solía ser normal, era Ori Reuven, provecto y eternamente acatarrado secretario del jefe de los espías redanos. La otra persona no era persona en absoluto normal.

—Bien sabes de qué se trata —respondió Dijkstra con frialdad—. Sin embargo, como el fingirte idiota parece que te divierte, no te voy a aguar la fiesta y te lo voy a explicar con simples palabras. ¿O puede que quieras usar de tal privilegio, Filippa?

Jaskier miró a la cuarta asistente al encuentro, quien había guardado silencio hasta entonces. Filippa Eilhart no hacía mucho que debía de haber llegado a Oxenfurt, y dado que planeaba irse enseguida, no llevaba por tanto un fino vestido ni portaba sus joyas preferidas de ágatas negras ni maquillaje de fuertes tonos. Llevaba una corta chaqueta masculina, calzas y botas altas, una vestimenta que el poeta llamaba "de campaña". Los oscuros cabellos de la hechicera, que llevaba por lo general sueltos y en un pintoresco desorden, estaban peinados hacia atrás y sujetos con una cinta al cuello.

—No perdamos tiempo —dijo, alzando sus cejas regulares—. Jaskier tiene razón. Podemos ahorrarnos la oratoria elocuente y afectada que no nos lleva a ningún lado, mientras que el asunto que tenemos que resolver es simple y banal.

—Oh, sí —se sonrió Dijkstra—. Banal. El más peligroso agente nilfgaardiano, quien podría ya estar metido banalmente en la más profunda mazmorra de Tretogor, desapareció banalmente, asustado y advertido banalmente por la banal estupidez de los señores Jaskier y Geralt. He visto gente que dio un paseo por el cadalso por banalidades menores. ¿Por qué no me informaste de vuestras intenciones, Jaskier? ¿Acaso no te recomendé que me informaras de todos los planes del brujo?

—Nada sabía yo de los planes de Geralt —mintió Jaskier con convicción—. Ya te dije que se había dirigido a Temeria y Sodden para buscar al tal Rience. También te informé de que había vuelto. Estaba seguro de que había dado la cosa por perdida. Rience había desaparecido literalmente en el aire, el brujo no halló ni la más mínima pista, de esto, si lo recuerdas, también te había hablado…

—Mentiste —afirmó frío el espía—. El brujo encontró huellas de Rience. En forma de cadáveres. Entonces decidió cambiar de táctica. En vez de ir detrás de Rience, decidió esperar a que Rience lo encontrara a él. Se hizo contratar en una barcaza de la Compañía de Malatius y Grock como escolta. Lo hizo con premeditación. Sabía que la Compañía extendería la noticia y entonces Rience se enteraría y emprendería algo. Y el señor Rience lo emprendió. El extraño e inalcanzable señor Rience. El descarado y seguro de sí mismo señor Rience, el cual ni siquiera tiene ganas de usar alias ni nombres falsos. El señor Rience, que a millas apesta a humo de chimenea nilfgaardiana. Y a hechicero renegado. ¿Verdad, Filippa?

La hechicera ni confirmó ni negó. Guardó silencio, mirando a Jaskier inquisitiva y penetrantemente. El poeta bajó la vista, carraspeó inseguro. No le gustaban tales miradas.

Jaskier dividía a las mujeres atractivas, y contando entre ellas a las hechiceras, en superagradables, agradables, desagradables y muy desagradables. Las superagradables reaccionaban a la propuesta de irse a la cama con alegre aceptación, las agradables con alegre sonrisa. Las desagradables reaccionaban en formas difíciles de prever. En cambio entre las muy desagradables el trovador contaba a aquéllas hacia las que el simple pensamiento de realizar una propuesta producía un extraño frío en la espalda y un temblor en las rodillas.

Filippa Eilhart, aunque muy atractiva, era decididamente muy desagradable.

Dejando esto aparte, Filippa Eilhart era una persona importante en el Consejo de los Hechiceros y maga de confianza de la corte del rey Vizimir. Era una maga muy dotada. Corría el rumor de que era una de las pocas que dominaba el arte del polimorfismo. Su aspecto era de tener treinta años. Seguramente tenía no menos de trescientos.

Dijkstra, descansando las mullidas manos sobre la barriga, hacía girar en molinete sus pulgares. Filippa seguía callada. Ori Reuven tosió, sorbió la nariz y se hurgó con el dedo, mientras se colocaba sin pausa su amplia toga. La toga recordaba a la de un profesor, pero no parecía que la hubiera obtenido del claustro. Parecía que la hubiera encontrado en un cubo de basura.

—Tu brujo —ladró de pronto el espía— no apreció al señor Rience en lo que vale. Puso un cebo pero, mostrando una completa falta de razón, apostó a que Rience vendría a por él en persona. Rience, según el plan del brujo, había de sentirse seguro. Rience no pudo olfatear por ningún lado el cebo, nunca pudo ver a los subordinados del señor Dijkstra que le estaban buscando. Porque por recomendación del brujo, don Jaskier no le había cascado al señor Dijkstra lo de la trampa. Y de acuerdo con las órdenes obtenidas, don Jaskier estaba obligado a hacerlo. Don Jaskier tenía en este asunto órdenes claras y concretas, que consideró adecuado menospreciar.

—No soy tu subordinado —se enfurruñó el poeta—. Y no tengo que acomodarme a tus órdenes ni mandatos. Te ayudo a veces, pero lo hago por propia voluntad, por deber patriótico, para no quedarme sin hacer nada contra los cambios que sobrevienen…

—Espías para todo el que te paga —le interrumpió Dijkstra—. Informas a todo el que te tiene pillado con algo. Y yo también tengo un par de cosas para pillarte, Jaskier. Así que no alardees.

—¡No acepto el chantaje!

—¿Apostamos algo?

—Señores. —Filippa Eilhart alzó la mano—. Más seriedad. No nos apartemos del tema.

—Cierto. —El espía se recostó en el sillón—. Escucha, poeta. Lo que sucedió no se puede rehacer. Rience resultó advertido y no hay repetición posible. Pero no puedo permitir que algo parecido suceda en el futuro. Por eso quiero hablar con el brujo. Tráemelo. Deja de pindonguear por la villa y de intentar librarte de mis agentes. Vete derecho a Geralt y tráemelo aquí, a la Cátedra. Tengo que hablar con él. Personalmente y sin testigos. Sin el ruido ni los rumores que se levantarían si detuviera al brujo. Tráemelo aquí, Jaskier. Eso es todo lo que de momento quiero de ti.

—Geralt se ha ido —mintió el bardo con serenidad. Dijkstra miró a la hechicera. Jaskier se tensó en espera de un impulso que le sondeara el cerebro, pero no sintió nada. Filippa le miraba, con los ojos entornados, pero nada señalaba que estuviera intentando confirmar su veracidad a base de hechizos.

—Esperaré a su regreso —suspiró Dijkstra, fingiendo que le creía—. El asunto que tengo que hablar con él es importante, así que realizaré un cambio en el calendario de mis tareas y esperaré al brujo. Cuando vuelva, tráemelo. Cuanto antes suceda esto, mejor. Será mejor para muchas personas.

—Puede haber dificultades —Jaskier frunció el ceño— para convencer a Geralt de que venga aquí. Él, imagínate, guarda un inexplicable asco a los espías. Aunque se suele entender que se trata de un trabajo como otro cualquiera, le repugnan aquellos que lo realizan. Las excusas patrióticas, por lo general, son una cosa, pero para la profesión de espía se escogen exclusivamente a canallas redomados y además…

—Basta, basta. —Dijkstra agitó desmañadamente la mano—. Sin tópicos, por favor, los tópicos me aburren. Son tan simples.

—Yo también lo creo —jadeó el trovador—. Pero el brujo es un simplón buenazo y sincero, anda que no hay diferencia con nosotros, personas de mundo. Él simplemente odia a los espías y no quiere hablar contigo por nada del mundo y que quisiera ayudar a los servicios secretos no hay ni que pensarlo. Y no tienes nada para pillarlo a él.

—Te equivocas —dijo el espía—. Lo tengo. Y no sólo una cosa. Pero de momento me basta con ese altercado en la barcaza en Grabowa Buchta. ¿Sabes quiénes eran los que subieron a cubierta? No eran gente de Rience.

—No es nada nuevo para mí —dijo con soltura el poeta—. Estoy seguro de que eran algunos canallas como no faltan en la guardia temeria. Rience fue haciendo preguntas sobre el brujo, seguramente prometió una sumita bien hermosa por la información. Estaba claro que el brujo le era muy necesario. Algunos pícaros intentaron pescar a Geralt, esconderlo en cualquier madriguera, y luego vendérselo a Rience, dictando las condiciones y regateando lo que se pudiera. Porque por la información no hubieran ganado mucho o incluso nada.

—Felicidades por la perspicacia. Está claro, al brujo, no a ti, porque tú solo nunca hubieras caído en ello. Pero el asunto es más complicado de lo que te aparenta. Resulta que mis confráteres, la gente del servicio secreto del rey Foltest, también, por lo que parece, se interesan por el señor Rience. Ellos fueron quienes inventaron el plan de los pícaros, como les has llamado tú. Ellos fueron los que subieron a la barcaza, ellos querían capturar al brujo. Puede que como cebo para Rience, puede que con otro objetivo. El brujo se cargó en Grabowa Buchta a unos agentes temerios, Jaskier. Su jefe está muy, muy enfadado. ¿Dices que Geralt se ha ido? Espero que no a Temeria. Puede que no vuelva de allí.

—¿Y con eso le tienes pillado?

—Y cómo. Precisamente. Puedo apaciguar el asunto con los temerios. Pero no gratis. ¿A dónde se ha ido el brujo, Jaskier?

—A Novigrado —mintió el trovador sin dudarlo—. Se fue a buscar allí a Rience.

—Un error, un error —sonrió el espía, fingiendo que no había advertido la mentira—. Ves, una pena que no venciera su repulsión y no contactara conmigo. Le hubiera ahorrado muchas fatigas. Rience no está en Novigrado. A cambio hay allí agentes temerios por todos lados. Seguramente esperan allí al brujo. Ya han caído en la cuenta de lo que yo sé desde hace tiempo. A saber, que el brujo Geralt de Rivia, interrogado como es debido, puede responder a muchas preguntas. Preguntas que comienzan a hacerse los servicios secretos de todos los Cuatro Reinos. El trato es sencillo: el brujo acude aquí, a la Cátedra y me responde a estas preguntas. Y lo dejarán en paz. Acallaré a los temerios y le proporcionaré seguridad.

—¿De qué preguntas se trata? Puede que yo pudiera responder a ellas.

—No me hagas reír, Jaskier.

—Y sin embargo —habló de pronto Filippa Eilhart—, ¿pudiera ser? ¿Puede que nos ahorres tiempo? No olvides, Dijkstra, que nuestro poeta está metido en este asunto hasta las orejas y que lo tenemos aquí, y al brujo todavía no. ¿Dónde está la niña con la que vieron a Geralt en Kaedwen? ¿La niña de los cabellos grises y los ojos verdes? ¿Aquélla por la que Rience te preguntó entonces, en Temeria, cuando te capturó y te torturó? ¿Qué, Jaskier? ¿Qué sabes de esa muchacha? ¿Dónde la ha escondido el brujo? ¿A dónde fue Yennefer después de recibir la carta de Geralt? ¿Dónde se esconde Triss Merigold y qué motivos tiene para esconderse?

Dijkstra no se movió, pero por su rápida mirada a la hechicera Jaskier se dio cuenta de que el espía estaba sorprendido. Las preguntas que había hecho Filippa habían sido hechas demasiado pronto. Y a la persona inadecuada. Las preguntas daban la sensación de ser precipitadas y a la ligera. El problema yacía en que de Filippa Eilhart se podía decir todo, excepto acusarla de precipitación y ligereza.

—Lo siento —dijo Jaskier lentamente— pero no tengo respuesta para ninguna de estas preguntas. Os ayudaría si pudiera. Pero no puedo.

Filippa le miró directamente a los ojos.

—Jaskier —pronunció—. Si sabes dónde está la muchacha, dínoslo. Te prometo que tanto a mí como a Dijkstra sólo nos interesa su seguridad. Una seguridad que está amenazada.

—No lo dudo —mintió el poeta— que precisamente eso sea lo que os interese. Pero de verdad no sé de qué habláis. En mi vida he visto a la niña que tanto os interesa. Y Geralt…

—Geralt —le interrumpió Dijkstra— no se permitió confidencias contigo, no te sopló ni una palabrita, aunque no dudo que le asaltaste a preguntas. Curioso, Jaskier, ¿por qué, qué piensas? ¿Acaso ese simplón y buenazo al que le repugnan los espías se dio cuenta de quién eres de verdad? Déjale en paz, Filippa, es una pérdida de tiempo. No sabe una mierda, no te dejes engañar por sus gestos de listillo ni sus sonrisas equívocas. Sólo puede ayudarnos de un modo. Cuando el brujo salga de su escondrijo, contactará con él, con ningún otro. Lo considera, imagínate, su amigo.

Jaskier alzó lentamente la cabeza.

—Cierto —afirmó—. Me considera tal cosa. E imagínate, Dijkstra, que no sin motivo. Asúmelo por fin y extrae tus conclusiones. ¿Las tienes? Pues ahora ya puedes probar con el chantaje.

—Vaya, vaya —sonrió el espía—. Qué sensible eres en ese punto. Pero sin enfados, poeta. Bromeaba. ¿Chantaje entre mis mesnadas, camaradas? Ni siquiera hay que hablar de ello. Y a tu brujo, créeme, no le deseo mal ni pienso perjudicarle. Quién sabe, puede que hasta me ponga de acuerdo con él, para beneficio de ambas partes. Pero para llegar a ello tengo que verlo. Cuando se deje ver, tráemelo. Lo necesito mucho, Jaskier. Mucho. ¿Comprendes lo mucho que lo necesito?

El trovador bufó.

—Comprendo lo mucho que lo necesitas.

—Quisiera creer que es verdad. Bueno, y ahora vete ya. Ori, acompaña al señor trovador a la salida.

—Adiós. —Jaskier se levantó—. Te deseo éxito en la vida personal y profesional. Mis respetos, Filippa. ¡Ajá, Dijkstra! Los agentes que me persiguen. Quítalos.

—Por supuesto —mintió el espía—. Los quitaré. ¿Acaso no me crees?

—¿Cómo no? —mintió el poeta—. Te creo.

Jaskier se entretuvo en el terreno de la Academia hasta la noche. Todo el tiempo estuvo mirando a su alrededor con atención, pero no advirtió que le estuvieran siguiendo los soplones. Y esto precisamente era lo que más le inquietaba.

En la Cátedra de Trova asistió a una clase sobre poesía clásica. Luego durmió dulcemente en un seminario de poesía contemporánea. Le despertaron unos bachilleres conocidos suyos, con los que se fue a la Cátedra de Filosofía, para tomar parte en una larga y tormentosa disputa sobre el tema "Ser y procedencia de la vida". Antes de que anocheciera, la mitad de los disputadores estaba ya borracha y el resto se preparaba para pasar a los manos, gritándose los unos a los otros y organizando una batahola difícil de describir. Todo esto le vino al poeta que ni pintado.

Se escurrió sin ser visto a la buhardilla, salió por el tragaluz, bajó por el canalón al tejado de la biblioteca, y saltó, no rompiéndose un pie por poco, al tejado de la sala de disección. Desde allí se deslizó hasta el huerto junto a la muralla. Entre los espesos matojos de grosella encontró un agujero que había hecho él mismo cuando era estudiante. Al otro lado del agujero estaba ya la villa de Oxenfurt.

Se sumió en la masa, luego se perdió por callejones laterales, haciendo regates como liebre perseguida por un sabueso. Cuando llegó a cierto cobertizo, esperó, escondido en las tinieblas, más de media hora. No habiendo observado nada sospechoso, subió por una escala al techo de bálago y saltó al tejado de la casa del famoso maestro cervecero Wolfgang Amadeus Barbachivo. Se agarró como pudo a las tejas llenas de musgo hasta que alcanzó por fin el ventanuco de la mansarda correcta. En el cuartucho detrás de la ventana ardía una lámpara de aceite. De pie e inseguro sobre el canalón, Jaskier llamó con los nudillos en el marco de plomo. La ventana no estaba cerrada, cedió ante los ligeros golpes.

—¡Geralt! ¡Eh, Geralt!

—¿Jaskier? Espera… No entres, por favor…

—¿Cómo que no entre? ¿Qué quiere decir que no entre? —El poeta empujó la ventana—. ¿No estás solo o qué? ¿No estarás follando justo ahora?

Sin recibir respuesta y sin esperarla, se encaramó en el antepecho, aplastando las manzanas y cebollas que estaban puestas en él.

—Geralt… —resopló y al instante se quedó callado. Y luego blasfemó a media voz, al ver la túnica de médico de color verde claro que yacía en el suelo. Abrió la boca con asombro y blasfemó de nuevo. Podría haberse esperado cualquier cosa. Pero no esto.

—Shani… —agitó la cabeza—. Que me…

—Sin comentarios, por favor. —El brujo se sentó sobre la cama. Shani se cubrió, tirando de la sábana hasta la nariz respingona.

—Venga, entra. —Geralt echó mano a sus pantalones—. Si te cuelas por la ventana, ha de ser un asunto importante. Porque si no es un asunto importante ahora mismo te tiro por ella.

Jaskier bajó del antepecho y aplastó el resto de las cebollas. Tomó asiento, acercándose un escabel con el pie. El brujo tomó del suelo la ropa de Shani y la suya propia. Tenía gesto de estar turbado. Se vistió en silencio. La médica, escondiéndose detrás de su espalda, forcejeaba con la camisa. El poeta la observaba con descaro, buscando en su mente comparaciones y rimas para el dorado color de su piel a la luz de la lámpara y para la forma de sus pequeños pechos.

—¿De qué se trata, Jaskier? —El brujo se ató las hebillas de las botas—. Habla.

—Haz el equipaje —respondió con sequedad—. Tienes que irte pronto.

—¿Cómo de pronto?

—Extraordinariamente pronto.

—Shani… —Geralt carraspeó—. Shani me habló de los chotas que te seguían. ¿Los has perdido, por lo que entiendo?

—No entiendes nada.

—¿Rience?

—Peor.

—En este caso, de verdad que no entiendo… Espera. ¿Los redanos? ¿Tretogor? ¿Dijkstra?

—Lo has adivinado.

—Pero ésa no es razón…

—Ésta es razón —le interrumpió Jaskier—. Para ellos ya no se trata de Rience. Se trata de la muchacha, y de Yennefer. Dijkstra quiere saber dónde están. Te obligará a que se lo digas. ¿Lo entiendes ahora?

—Ahora sí. Entonces a volar. ¿Habrá que hacerlo por la ventana?

—Inexcusablemente. ¿Shani? ¿Serás capaz?

La médica se ató la túnica.

—Ésta no es la primera ventana en mi vida.

—Estaba seguro de ello. —El poeta la miró con atención, contando con que vería la rima del orgullo y la metáfora del rubor. Se equivocaba. Alegría en los ojos pardos y una sonrisa descarada fue todo lo que vio.

En el antepecho aterrizó sin ruido una enorme lechuza gris. Shani lanzó un pequeño grito. Geralt echó mano a la espada.

—No hagas el tonto, Filippa —dijo Jaskier.

La lechuza se esfumó, en su lugar apareció Filippa Eilhart, torpemente encogida. La hechicera saltó de inmediato a la habitación, al tiempo que se colocaba la ropa y los cabellos.

—Buenas tardes —dijo con voz fría—. Haz las presentaciones, Jaskier.

—Geralt de Rivia. Shani de Medicina. Y esta lechuza, que tan hábilmente me ha seguido volando, no es para nada una lechuza. Es Filippa Eilhart del Consejo de los Hechiceros, actualmente al servicio del rey Vizimir, adorno de la corte de Tretogor. Una lástima que aquí tengamos sólo una silla.

—Basta y sobra. —La hechicera se aposentó en el escabel que había dejado libre el trovador, pasó por los presentes una mirada lánguida, deteniéndose algo más en Shani. La médica, para asombro de Jaskier, se ruborizó de pronto.

—En principio, lo que me trae aquí concierne exclusivamente a Geralt de Rivia —comenzó Filippa tras un corto instante—. Soy consciente, sin embargo de que invitar a salir de aquí a cualquiera sería una falta de tacto, por lo que…

—Puedo irme —dijo Shani insegura.

—No puedes —murmuró Geralt—. Nadie puede mientras la situación no esté clara. ¿O no, señora Eilhart?

—Para ti, Filippa —sonrió la hechicera—. Olvidemos las convenciones. Y nadie tiene que salir de aquí, no me molesta la compañía de nadie. Como mucho me sorprende, pero, en fin, la vida es una ininterrumpida cadena de sorpresas… como suele decir una de mis conocidas… Como suele decir una conocida común, Geralt. ¿Estudias medicina, Shani? ¿En qué año?

—El tercero —resopló la muchacha.

—Ah. —Filippa Eilhart no la miraba a ella, sino al brujo—. Diecisiete años, qué edad más hermosa. Yennefer daría mucho por tener de nuevo esa edad. ¿Qué piensas, Geralt? Al fin y al cabo ya se lo preguntaré yo cuando haya ocasión.

El brujo sonrió siniestro.

—No dudo que preguntarás. No dudo que enriquecerás la pregunta con comentarios. No dudo que esto te divertirá terriblemente. Y ahora ve derecha al grano, por favor.

—Bien dicho —afirmó la hechicera con un ademán de la cabeza, poniéndose seria—. Es tiempo de empezar. Y tiempo es lo que tú no tienes demasiado. Jaskier seguramente ya habrá alcanzado a contarte que a Dijkstra le han entrado unas ganas repentinas de encontrarse contigo y mantener una conversación, cuyo objetivo es fijar el lugar donde se encuentra cierta niña. Dijkstra, en este asunto, tiene órdenes del rey Vizimir, por lo que juzgo que le interesa mucho el que le señales cuál es el dicho lugar.

—Claro. Gracias por la advertencia. Solamente una cosa me asombra un poco. Dices que Dijkstra recibió órdenes del rey. ¿Y tú no has recibido ninguna? Sin embargo te sientas en un lugar prominente en el consejo de Vizimir.

—Ciertamente. —La hechicera no se dejó afectar por la burla—. Me siento. Y trato con seriedad mis obligaciones, que radican en proteger al rey de cometer errores. A veces, como en este caso concreto, no me es posible decirle al rey directamente que está cometiendo un error y aconsejarle contra una decisión a la ligera. Simplemente tengo que impedirle que cometa un error. ¿Me comprendes?

El brujo confirmó con un movimiento de la cabeza. Jaskier se preguntó si de verdad la entendía. Sabía bien que Filippa mentía más que hablaba.

—Veo pues —dijo lentamente Geralt, mostrando que entendía perfectamente— que el Consejo de los Hechiceros también se interesa por mi protegida. Los hechiceros quieren averiguar dónde está mi protegida. Y quieren cogerla antes de que lo haga Vizimir u otro cualquiera. ¿Por qué, Filippa? ¿Qué es lo que tiene mi protegida que despierta tanto interés?

Los ojos de la hechicera se empequeñecieron.

—¿No lo sabes? —siseó—. ¿Tan poco sabes sobre tu protegida? No quisiera extraer consecuencias apresuradas, pero tal desconocimiento parece señalar que tus cualificaciones como tutor son nulas. Ciertamente me asombra que siendo tan ignorante y falto de información te decidieras a protegerla. Más aún, te decidiste a quitarles el derecho a ocuparse de ella a otros que tienen al mismo tiempo tanto cualificaciones como derecho. Y ante todo esto preguntas por qué. Ten cuidado, Geralt, de que la arrogancia no te pierda. Cuídate. ¡Y cuida a esa niña, maldita sea! ¡Cuida a esa niña como a tus ojos! ¡Y si no eres capaz solo, pídeselo a otros!

Jaskier, durante un momento, juzgó que el brujo iba a mencionar el papel que había aceptado Yennefer. No arriesgaría nada y podría destruir los argumentos de Filippa. Pero Geralt guardó silencio. El poeta se imaginó los motivos. Filippa lo sabía todo. Filippa advertía. Y el brujo comprendía la advertencia.

Se concentró en observar sus ojos y sus rostros, preguntándose si algo no los había unido a estos dos en el pasado. Jaskier sabía que parecidos duelos de palabras y alusiones que el brujo mantenía con las hechiceras y que demostraban una mutua fascinación acababan muy a menudo en la cama. Pero la observación, como de costumbre, no servía de nada. Para enterarse de si al brujo le había unido algo con alguien sólo había un medio: habría habido que entrar por la ventana en el momento adecuado.

—La tutela —siguió la hechicera al cabo— significa aceptar para sí la responsabilidad por la seguridad de un ser que no es capaz de procurarse a sí mismo la seguridad. Si arriesgas a tu protegida… Si le sucede una desgracia, la responsabilidad recaerá sobre ti, Geralt. Sólo sobre ti.

—Lo sé.

—Me temo que todavía sabes demasiado poco.

—Entonces ilústrame. ¿Cuál es la causa de que de pronto tantas personas pretendan liberarme del peso de la responsabilidad, quieran tomar mis deberes y ocuparse de mi pupila? ¿Qué es lo que quiere de Ciri el Consejo de los Hechiceros? ¿Qué es lo que quieren de ella Dijkstra y el rey Vizimir, qué quieren de ella los temerios? ¿Qué quiere de ella un tal Rience que en Sodden y en Temeria ha matado ya a tres personas que hace dos años tuvieron contacto conmigo y con la muchacha? ¿Que casi mata a Jaskier al intentar extraer de él la información? ¿Quién es este Rience, Filippa?

—No lo sé —dijo la hechicera—. No sé quién es este Rience. Pero al igual que tú, mucho me gustaría enterarme.

—¿Acaso ese Rience —habló inesperadamente Shani— tiene en el rostro una cicatriz de una quemadura de tercer grado? Si es así, yo sé quién es. Y sé donde está.

En el silencio que siguió, las primeras gotas de lluvia golpearon en el canalón al otro lado de la ventana.