Al tercer día los niños todos murieron, a no ser uno que de años a los diez acaso llegaba. El tal, arrojado a una violenta enajenación, cayó al punto en profunda embriaguez. Los ojos suyos tenían la mirada como de vidrio, con las manos meneaba sin tregua la frazada o manoteaba en el aire como en queriendo aferrar un rayo. El aliento volvióse sonoro y enronquecido, un sudor frío, pegajoso y hediento le salió por la piel. Entonces de nuevo le fue dado elixir a las venas y repitióse el ataque. Esta vez la sangre brotóle por las narices, y la tos se tornó en vómitos, tras lo cual el mozo por completo desfalleció y se le fueron los sentidos.
Los síntomas no se rebajaron en los días dos que siguieron. La infantil piel, hasta entonces enjuagada en sudores, volvióse seca y requemada, el pulso perdió su entereza y duración, el tiempo era en medida fuerte, más tirando a lento que a presto. Ni una vez sola se espabiló de nuevo, ni grandes voces volvió a dar.
Por fin llegó el día séptimo. El mozo se despertó como de un sueño y abrió los ojos, y los ojos suyos como los de la víbora eran…
Carla Demetia Crest, La Prueba de las Hierbas y otras muy secretas prácticas de los brujos, con los propios ojos contempladas, manuscrito para el exclusivo uso del Capítulo de los Hechiceros.
—Vuestros recelos eran infundados, completamente falsos. —Triss frunció el ceño, apoyó los codos sobre la mesa—. Pasaron ya los tiempos en los que los hechiceros perseguían a las Fuentes y los niños con aptitudes mágicas, tiempos en los que se los arrancaban a sus padres o tutores a fuerza de violencia o estratagemas. ¿De verdad pensabais que podría haber querido quitaros a Ciri?
Lambert gruñó, volvió la cabeza. Eskel y Vesemir miraron a Geralt, pero Geralt guardaba silencio. Miró a un lado, mientras jugueteaba incansablemente con su plateado medallón de brujo, la cabeza del lobo mostrando los colmillos. Triss sabía que el medallón reaccionaba a la magia. En una noche como la de Midinváerne, cuando hasta el aire vibraba con la magia, los medallones de los brujos debían de estar vibrando sin tregua, debían de agitarse e incomodar.
—No, niña —dijo por fin Vesemir—. Sabemos que no lo hubieras hecho. Pero también sabemos que hubieras tenido que dar parte de ello al Capítulo. Sabemos, y no de hoy, que cada hechicero y cada hechicera están obligados a ello. No arrancáis ya los niños con aptitudes a los padres y tutores. Los observáis para, más tarde, en el momento adecuado, fascinarlos con la magia, inclinarlos a…
—No tengáis miedo —le interrumpió con voz fría—. No hablaré de Ciri a nadie. Tampoco al Capítulo. ¿Por qué me miráis así?
—Nos asombra la facilidad con que declaras que nos guardarás el secreto —dijo sereno Eskel—. Perdona, Triss, no quisiera herirte, pero, ¿qué ha pasado con vuestra legendaria lealtad hacia el Consejo y el Capítulo?
—Muchas cosas han pasado. La guerra ha cambiado muchas cosas. Y la batalla de Sodden aún más. No quiero aburriros con políticas y además ciertos problemas y asuntos son, perdonadme, secretos que no me es lícito traicionar. En lo que se refiere a la lealtad… Soy leal. Pero podéis creerme, en este asunto puedo ser al mismo tiempo leal al Capítulo y a vosotros.
—Tal doble lealtad —Geralt la miró a los ojos por primera vez en aquella tarde— es una cosa diabólicamente difícil. Pocas veces esto sale bien, Triss.
La hechicera miró a Ciri. La muchacha estaba sentada con Coën en una piel de oso en un lejano rincón de la sala jugando al calientamanos. El juego se iba volviendo monótono puesto que ambos eran increíblemente rápidos y ninguno era capaz de acertar al otro en forma alguna. Por lo visto esto no les molestaba y no les aguaba la diversión.
—Geralt —dijo—. Cuando encontraste a Ciri allá, junto al Yaruga, te la llevaste contigo. La trajiste a Kaer Morhen, la escondiste del mundo, no quieres ni siquiera que los parientes de la niña sepan que vive. Lo hiciste porque algo, de lo que no sé, te convenció de que existe el destino, de que nos gobierna, de que nos dirige en todo lo que hacemos. Yo también pienso así, siempre lo he pensado. Si el deseo quiere que Ciri se convierta en hechicera, así sucederá. Ni el Capítulo ni el Consejo tienen por qué saber nada, no tienen por qué observar ni convencer. Guardándoos el secreto, no traiciono en nada al Capítulo. Pero como bien sabéis hay aquí cierto problema.
—Si sólo fuera uno —suspiró Vesemir—. Habla, niña.
—La muchacha tiene aptitudes para la magia y ello no se puede descuidar. Es demasiado peligroso.
—¿Por qué razón?
—Las aptitudes incontroladas son peligrosas. Para la Fuente y para los que la rodean. Para los que la rodean la Fuente puede ser peligrosa de muchas formas. Para sí misma sólo en una. Se trata de alguna enfermedad mental. La más común es la catatonía.
—Por los mil diablos —dijo Lambert después de un largo rato de silencio—. Os estoy escuchando y pienso que aquí alguien ya ha perdido el juicio y ya veis cómo es peligrosa para los que la rodean. Destino, fuente, hechicerías, prodigios, milagros… Pero, ¿no exageras, Merigold? ¿Acaso es éste el primer crío que ha sido traído a la Fortaleza? Geralt no encontró ningún destino, encontró a un huérfano más, desprovisto de hogar. Le enseñaremos a este crío el arte de la espada y lo soltaremos en el mundo, como a otros. Cierto, estoy de acuerdo, nunca hasta ahora habíamos entrenado en Kaer Morhen a una niña. Tuvimos problemas con Ciri, cometimos errores, bien está que nos los señalaras. Pero sin exagerar. Ella no es tan original como para caer de rodillas y alzar los ojos al cielo. ¿Acaso pululan por el mundo pocas hembras guerreras? Te garantizo, Merigold, Ciri saldrá de aquí educada y sana, fuerte y sabiendo arreglárselas en la vida. Y, te garantizo, sin catatonia ni otros males. A menos que tú la convenzas de padecer parecida enfermedad.
—Vesemir. —Triss se volvió en la silla—. Ordénale callarse porque molesta.
—Te haces la lista —dijo sereno Lambert— y no lo sabes todo. Mira.
Alzó la mano en dirección al hogar, colocando los dedos en una extraña posición. La chimenea bramó y retumbó, el humo brotó con ímpetu, el fuego cobró brillantez, escupió chispas. Geralt, Vesemir y Eskel miraron intranquilos a Ciri, pero la muchacha no prestaba atención a los espectaculares fuegos de artificio.
Triss cruzó los brazos sobre el pecho, miró a Lambert retadora.
—La Señal de Aard —afirmó con tranquilidad—. ¿Querías imponerme? Con ayuda del mismo gesto, reforzado por la concentración, la fuerza de voluntad y un conjuro, puedo en un instante lanzar el leño a través de la chimenea, tan alto que creerías que es una estrella.
—Tú puedes —accedió—. Pero Ciri no. No es capaz siquiera de realizar la Señal de Aard. Ni ninguna otra. Lo ha intentado centenares de veces y nada. Y tú misma sabes que para nuestras Señales no hace falta más que un mínimo de capacidad. Así que Ciri no tiene ni siquiera el mínimo. Es una niña absolutamente normal. No tiene las mínimas capacidades mágicas, es incluso un antitalento. Y tú nos relatas que si una Fuente, intentas asustarnos con…
—Una Fuente —le aclaró con voz fría— no controla sus habilidades, no es dueña de ellas. Es un médium, una especie de transmisor. Contacta sin saberlo con ciertas energías, sin saberlo las dirige. Pero si intenta controlarlas, si las fuerza, como cuando intenta formar las Señales, no le sale nada. Y nada le saldrá no ya con cientos sino con miles de pruebas. Es típico para las Fuentes. Pero cierto día llega el momento en que la Fuente no se esfuerza, no lo intenta, está pensando en las musarañas o en judías con chorizo, juega a la taba, se lo pasa bien con alguien en la cama, se mete el dedo en la nariz… y de pronto algo sucede. Por ejemplo, la casa estalla en llamas. A veces hasta media ciudad estalla en llamas.
—Exageras, Merigold.
—Lambert. —Geralt dejó caer el medallón, puso la mano sobre la mesa—. En primer lugar, no te dirijas a Triss como "Merigold", ya te ha pedido muchas veces que no lo hagas. En segundo lugar, Triss no exagera. Yo vi en acción con mis propios ojos a la madre de Ciri, la infanta Pavetta. Os digo que había que verlo. No sé si era Fuente, pero nadie sospechaba que tuviera talentos hasta que por un pelo no acabó convirtiendo en cenizas el castillo real de Cintra.
—Habrá entonces que aceptar —dijo Eskel, al tiempo que encendía una vela en otro candelabro— que Ciri puede poseer una carga genética.
—No sólo puede —dijo Vesemir—. Ella posee esa herencia. Por un lado, Lambert tiene razón. Ciri no es capaz de hacer las Señales. Por el otro… Todos hemos visto…
Calló, mientras miraba a Ciri, quien con un chillido de alegría saludaba en aquel preciso momento el haber alcanzado ventaja en el juego. Triss vio la sonrisa en el rostro de Coën y no albergó dudas de que éste le había permitido que ganara.
—Y precisamente —dijo temblando—. Todos lo habéis visto. ¿Qué habéis visto? ¿En qué circunstancias lo habéis visto? ¿No os parece, muchachos, que ha llegado el momento de ser más sinceros? Diablos, os repito, guardaré el secreto. Tenéis mi palabra.
Lambert miró a Geralt, Geralt afirmó permitiéndole. El joven brujo se levantó, sacó de una alta estantería una garrafa de cristal grande, cuadrangular y una botellita más pequeña. Vertió el contenido de la botellita en la garrafa, la agitó varias veces, sirvió el diáfano líquido en las jarras que estaban sobre la mesa.
—Toma algo con nosotros, Triss.
—¿Acaso la verdad es tan terrible —se mofó— que no se puede hablar de ella estando sobrio? ¿Que hay que embriagarse para poder oírla?
—No te hagas la lista. Echa un trago. Lo entenderás más fácilmente.
—¿Y qué es esto?
—Gaviota blanca.
—¿Qué?
—Un medio ligero —sonrió Eskel— para tener dulces sueños.
—¡Voto a bríos! ¿Un alucinógeno brujeril? ¡Así que por eso os brillan los ojos por las noches!
—La gaviota blanca es muy suave. La negra es la alucinógena.
—¡Si en este líquido hay magia no me está permitido llevármelo a los labios!
—Únicamente ingredientes naturales —la tranquilizó Geralt, pero la mueca que había adoptado, como ella advirtió, era confusa. Seguramente tenía miedo de que le preguntara por los ingredientes del elixir—. Y disueltos en una gran cantidad de agua. No te propondríamos nada que pudiera perjudicarte.
El líquido espumoso de extraño sabor le golpeó frío en el esófago pero se extendió cálido por su cuerpo. La hechicera pasó la lengua por las encías y el paladar. No pudo reconocer ninguno de los componentes.
—Le disteis a probar a Ciri esta… gaviota —se imaginó—. Y entonces…
—Fue un accidente —la interrumpió rápido Geralt—. La primera tarde, nada más llegar… Tenía sed, la gaviota estaba en la mesa. Antes de que alcanzáramos a reaccionar, se la bebió de un trago. Y cayó en trance.
—Nos pasmamos de miedo —reconoció Vesemir y suspiró—. Ay, nos pasmamos, niña. Hasta el cuello.
—Comenzó a hablar con una voz ajena —afirmó con tranquilidad la hechicera, mirando a los ojos de los brujos, que brillaban a la luz de las velas—. Comenzó a hablar de cosas y materias que no podía conocer. Comenzó a… profetizar. ¿Verdad? ¿Qué dijo?
—Tonterías —dijo seco Lambert—. Gilipolleces carentes de sentido.
—No dudo —le miró— que entonces se entendería estupendamente contigo. Las gilipolleces son tu especialidad, lo confirmas cada vez que abres la boca. Hazme entonces el favor y no la abras durante algún tiempo. ¿De acuerdo?
—Esta vez —dijo serio Eskel, mientras se tocaba la cicatriz del rostro— Lambert tiene razón, Triss. En verdad, después de beber la gaviota, Ciri habló de tal modo que no se podía entender. Entonces, la primera vez, no se trató más que de un farfulleo. Sólo después…
Se interrumpió. Triss asintió con la cabeza.
—Sólo la segunda vez comenzó a hablar con sentido —se imaginó la hechicera—. Entonces hubo una segunda vez. ¿También después de un narcótico bebido a causa de vuestro descuido?
—Triss —Geralt alzó la cabeza—. No es momento de bromas malignas. A nosotros no nos divierte esto. A nosotros nos preocupa y nos inquieta. Sí, hubo una segunda vez, y una tercera. Ciri cayó de mala manera durante un ejercicio. Perdió el sentido. Cuando lo recuperó estaba de nuevo sumida en un trance. Y otra vez balbuceó. Otra vez con una voz ajena. Y otra vez era ininteligible. Pero yo ya había escuchado voces parecidas, parecidas formas de hablar. Así hablan esas pobres mujeres, locas y enfermas, a las que se les llama oráculos. ¿Entiendes a lo que me refiero?
—Perfectamente. Ésta fue la segunda vez. Pasemos a la tercera.
Geralt se pasó el antebrazo por la frente, que de pronto estaba perlado de sudor.
—Ciri se despierta a menudo por la noche —siguió—. Gritando. Ha pasado mucho. Ella no quiere hablar de esto, pero sin duda vio en Cintra y en Angren cosas que un niño no debiera ver. Temo incluso que… que alguien le hiciera daño. Esto le vuelve en sueños… A menudo es fácil tranquilizarla, se duerme sin problemas… Pero una vez después de despertarse… estaba en nuevo en trance. De nuevo habló con esa voz ajena, desagradable… maligna. Habló con claridad y sentido. Profetizó. Predijo. Y nos predijo…
—¿Qué? ¿Qué, Geralt?
—La muerte —dijo suavemente Vesemir—. La muerte, niña.
Triss miró a Ciri, quien le chillaba a Coën acusándole de hacer trampas en el juego. Coën la abrazó, estalló en risas. La hechicera comprendió de pronto que nunca, nunca hasta entonces había escuchado reír a ninguno de los brujos.
—¿A quién? —preguntó, todavía mirando a Coën.
—A él —dijo Vesemir.
—Y a mí —añadió Geralt. Y sonrió.
—Al despertar…
—No recordaba nada. Y nosotros no preguntamos.
—Bien hecho. En lo que respecta a esa profecía… ¿Era concreta? ¿Detallada?
—No. —Geralt la miró directamente a los ojos—. Confusa. No preguntes por la profecía, Triss. A nosotros no nos preocupa el contenido de las predicciones y augurios de Ciri, sino lo que pasa con ella. No tenemos miedo por nosotros, sino…
—Cuidado —le advirtió Vesemir—. No hables de esto delante de ella.
Coën se acercó a la mesa, llevando la muchacha sobre los hombros.
—Dales a todos las buenas noches, Ciri —dijo—. Dales las buenas noches a estos búhos noctámbulos. Nosotros nos vamos a dormir. Ya es casi la medianoche. En un instante se acaba Midinváerne. ¡A partir de mañana la primavera estará cada día más cerca!
—Quiero beber. —Ciri se bajó de sus espaldas, le echó mano a la jarra de Eskel. El brujo hábilmente retiró la jarra del alcance de sus manos, tomó un jarrón con agua. Triss se levantó a toda prisa.
—Toma —dio a la muchacha su vaso, que estaba lleno hasta la mitad y apretó al mismo tiempo furtivamente el brazo de Geralt y miró a Vesemir a los ojos—. Bebe.
—Triss —susurró Eskel, mirando a Ciri que bebía de un trago— ¿Piensas que es lo mejor? Pero…
—Ni una palabra, por favor.
No esperaron demasiado tiempo al efecto. Ciri se tensó de pronto, gritó en bajo tono, adoptó una sonrisa ancha y feliz. Cerró los párpados, desplegó los brazos. Soltó una carcajada, giró en una pirueta, comenzó a bailar de puntillas. Lambert con un relampagueante movimiento apartó el escabel que estaba entre la bailarina y el hogar de la chimenea.
Triss se alzó, sacó de bajo su escote un amuleto, un zafiro engastado en plata colgando de una fina cadena. Lo apretó con fuerza en el puño.
—Niña… —gimió Vesemir—. ¿Qué estás haciendo?
—Sé lo que hago —dijo cortante—. La muchacha ha caído en trance y yo voy a establecer contacto psíquico con ella. Entraré en ella. Ya os he dicho que ella es una especie de transmisor mágico, tengo que saber qué es lo que transmite, de dónde extrae su aura, cómo la procesa. Hoy es Midinváerne, una noche muy apropiada para tales intentos…
—No me gusta esto. —Geralt arrugó el ceño—. No me gusta nada.
—Si alguna de nosotras sufriera un ataque de epilepsia —la hechicera ignoró las palabras de Geralt— ya sabéis lo que tenéis que hacer. Un palo en los dientes, sujetar y esperar. Alegrad esas caras, muchachos. No es la primera vez que hago esto.
Ciri dejó de bailar, se hincó de rodillas, extendió las manos, apoyó la cabeza sobre las rodillas. Triss apretó el amuleto que ya estaba tibio contra las sienes, murmuró una fórmula mágica. Cerró los ojos, se concentró y envió un impulso.
El mar susurraba, las olas golpeaban con estrépito contra una playa rocosa, altos géiseres explotaban entre las peñas. Agitó unas alas, aprovechó un viento salado. Indescriptiblemente feliz se lanzó en picado, superó una bandada de compañeras, arañó con las uñas el peine de las olas, se alzó de nuevo hacia el cielo, derramando gotas, planeó, martilleada por el viento que hacía vibrar sus penas y timoneras. La fuerza de la sugestión, pensó con lucidez. Se trata tan sólo de la fuerza de la sugestión. ¡Una gaviota!
¡Triiiiss! ¡Triiiiss!
¿Ciri? ¿Dónde estás?
¡Triiiiss!
El chillido de las gaviotas se apagó. La hechicera todavía sentía en el rostro las salpicaduras de las olas, pero bajo ella ya no estaba el mar. O mejor dicho, estaba, pero sólo un mar de hierba, una infinita llanura que alcanzaba hasta el horizonte. Triss constató con espanto que lo que veía era el panorama que se dominaba desde la cumbre del Monte de Sodden. Pero no era el Monte. No podía ser el Monte.
El cielo se oscureció de pronto, alrededor se arremolinaron las tinieblas. Vio una larga fila de confusas figuras que subían lentamente por la pendiente. Escuchó unos susurros superpuestos unos a los otros y mezclados con un coro intranquilizador e ininteligible.
Ciri estaba al lado, vuelta de espaldas. El viento agitaba sus cabellos cenicientos.
Las figuras confusas y nebulosas seguían pasando a su lado, en una larga e interminable fila. Al llegar a ella volvían la cabeza. Triss acalló un grito mientras miraba a los rostros serenos e impasibles, a los ojos ciegos y muertos. La mayor parte de los rostros no los conocía, no sabía de quién eran. Pero algunos sí.
Coral. Vanielle. Yoël. Raby Axel…
—¿Por qué me has traído aquí? —susurró—. ¿Por qué?
Ciri se dio la vuelta. Alzó un brazo y la hechicera contempló un hilillo de sangre que recorría desde la línea de la vida por el interior de la mano hasta la muñeca.
—Esto fue la rosa —dijo serena la muchacha—. La Rosa de Shaerrawedd. Me he pinchado. No es nada. Sólo sangre. La sangre de los elfos…
El cielo se oscureció aún más, y al poco brilló con fuerte y cegadora luz un relámpago. Todo se sumió en el silencio y la inmovilidad. Triss dio un paso, para asegurarse de que iba a poder hacerlo. Se paró al lado de Ciri y vio que ambas estaban al borde de un precipicio infinito en el que se arremolinaba un humo rojizo, como si estuviera iluminado. El brillo de otro mudo relámpago mostró de pronto una escalera de mármol muy larga que conducía hacia las profundidades del abismo.
—Así ha de ser —dijo Ciri con voz temblorosa—. No hay otro camino. Sólo éste. Escalones hacia el fondo. Así ha de ser porque… Va’esse deireádh aep eigean…
—Habla —susurró la hechicera—. Habla, niña.
—Niña de la Vieja Sangre… Feainnewedd… Luned aep Hen Ichaer… Deithwen… La Llama Blanca… No, no… ¡No!
—¡Ciri!
—El caballero negro… con una pluma en el yelmo… ¿Qué me hizo? ¿Qué pasó entonces? Tenía miedo… Todavía lo tengo. Esto no se acabó, esto no se acabará nunca. La Pequeña Leona ha de morir… Una razón de estado… No… No…
—¡Ciri!
—¡No! —La muchacha se tensó, cerró los párpados—. ¡No, no, no quiero! ¡No me toques!
El rostro de Ciri se transformó violentamente, se endureció, la voz se volvió metálica, fría y malvada, en ella resonaba un escarnio maligno y cruel.
—¿Has venido tras ella hasta aquí, Triss Merigold? ¿Hasta aquí? Has ido demasiado lejos, Decimocuarta. Te avisé.
—¿Quién eres? —Triss se estremeció. Pero controló su voz.
—Lo sabrás cuando llegue el momento.
—¡Lo sabré ahora!
La hechicera alzó la mano, la extendió con violencia, concentrando todas las fuerzas en un Conjuro de Identificación. La cortina mágica estalló, pero detrás de ella había una segunda… Una tercera… Una cuarta…
Con un gemido, Triss cayó de rodillas. Y la realidad siguió estallando, se abrieron otras puertas, largas, que no terminaban nunca y conducían a la nada. Al vacío.
—Te confundiste, Decimocuarta —vibró la voz metálica, inhumana—. Confundiste el cielo con las estrellas reflejadas de noche sobre la superficie de un estanque.
—No toques… ¡No toques a esa niña!
—No es una niña.
Los labios de Ciri se movían pero Triss veía como los ojos de la muchacha estaban muertos, vidriosos, sin conciencia.
—No es una niña —repitió la voz—. Es la Llama, la Llama Blanca, a causa de la que se prenderá y arderá el mundo. Es la Vieja Sangre, Hen Ichaer. La sangre de los elfos. La Semilla que no engendrará sino que estallará en llamas. La Sangre que será derramada… Cuando llegue el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin. ¡Va’esse deireádh aep eigean!
—¿Predices la muerte? —gritó Triss—. ¿Sólo sabes eso, predecir muerte? ¿A todos? ¿A ellos, a ella… a mí?
—¿A ti? Tú ya estás muerta, Decimocuarta. Todo ha muerto en ti ya.
—Por el poder de las esferas —gimió la hechicera al tiempo que movilizaba los restos de fuerza que le quedaban y movía los brazos en el aire—. Por el agua, el fuego, la tierra y el aire, yo te conjuro. Te conjuro en la mente, en el sueño y en la muerte, en todo lo que fue, en todo lo que es y en todo lo que vendrá. Te conjuro. ¿Quién eres? ¡Habla!
Ciri volvió la cabeza. La visión de los escalones que conducían hacia las profundidades desapareció, fluyó, en su lugar apareció un mar gris y oleaginoso, espumeante, agitado por el peine de las olas que chocaban entre sí. En el silencio se alzó de nuevo el chillido de las gaviotas.
—Vuela —dijo la voz a través de los labios de la muchacha—. Ya es hora. Vuelve allá de donde viniste, Decimocuarta del Monte. Vuela con las alas de una gaviota y escucha el grito de otras gaviotas. ¡Escucha atentamente!
—Te conjuro…
—No puedes. ¡Vuela, gaviota!
Y de pronto hubo otra vez el silbido del viento y el aire húmedo y salado, y hubo un vuelo, un vuelo sin principio ni final. Las gaviotas chillaban salvajemente. Chillaban y ordenaban.
¿Triss?
¿Ciri?
¡Olvídalo! ¡No lo tortures! ¡Olvida! ¡Olvida, Triss!
¡Olvida!
¡Triss! ¡Triss! ¡Triiiiss!
¡Triss!
Abrió los ojos, agitó la cabeza sobre la almohada, movió las manos entumecidas.
—¿Geralt?
—Estoy junto a ti. ¿Cómo te sientes?
Miró a su alrededor. Estaba en su habitación, tendida en la cama. En la mejor cama de Kaer Morhen.
—¿Qué pasa con Ciri?
—Duerme.
—¿Cuánto tiempo…?
—Demasiado tiempo —interrumpió. La cubrió con el edredón, la abrazó. Cuando se agachó, el medallón con la cabeza de lobo se balanceaba junto al rostro de ella—. Lo que hiciste no fue buena idea, Triss.
—Todo está bien. —Temblaba enlazada en su abrazo. No es cierto, pensó. Nada está bien. Volvió el rostro de forma que no la tocara el medallón. Había muchas teorías acerca de las propiedades de los amuletos de los brujos, pero ninguna recomendaba a los hechiceros el contacto con ellos durante los días y las noches de Solsticio.
—¿Acaso… acaso dijimos algo durante el trance?
—Tú no. Estuviste inconsciente todo el tiempo. Ciri… Justo antes de despertarse… dijo… "Va’esse deireádh aep eigean".
—¿Conoce la Vieja Lengua?
—No tanto como para pronunciar frases completas.
—Frases que significan "Algo termina". —La hechicera se pasó la mano por el rostro—. Geralt, este es un asunto serio. La muchacha es un médium increíblemente fuerte. No sé qué es lo que contacta con ella, pero me da la sensación de que no existen límites de contacto para Ciri. Algo quiere adueñarse de ella. Algo… que es demasiado fuerte para mí. Tengo miedo por ella. Un trance más… puede que finalice con una enfermedad psíquica. Yo no soy capaz de controlarlo, no sé cómo, no puedo… Si fuera necesario no podría bloquear, enmudecer sus capacidades, no sería capaz, si no hubiera otra salida, de ahogarlas permanentemente. Tienes que usar de la ayuda de… otra hechicera. Más capacitada. Con más experiencia. Sabes de quién hablo.
—Lo sé. —Tornó la cabeza, apretó los labios.
—No te opongas. No te defiendas. Imagino por qué no acudiste a ella en lugar de a mí. Combate tu amor propio, somete tu dolor y tu terquedad. Esto no tiene sentido, te torturas a ti mismo. Y arriesgas la salud y la vida de Ciri. Lo que suceda con ella en el próximo trance puede ser probablemente peor que la Prueba de las Hierbas. Pídele ayuda a Yennefer, Geralt.
—¿Y tú, Triss?
—¿Yo, qué? —Tragó saliva con esfuerzo—. Yo no cuento. Te he fallado. Te he fallado… en todo. Fui… fui tu error. Nada más.
—Los errores —dijo con énfasis— también cuentan para mí. No los borro ni de mi memoria ni de mi vida. Y nunca culpo a otros de ellos. Tú cuentas, Triss, y siempre contarás. Nunca me fallaste. Nunca. Créeme.
Ella guardó silencio durante largo rato.
—Me quedaré hasta la primavera —anunció finalmente, mientras combatía el temblor de su voz—. Estaré junto a Ciri… La cuidaré. Día y noche. Estaré junto a ella día y noche. Y en la primavera… En la primavera la llevaremos al santuario de Melitele en Ellander. Puede que lo que quiere adueñarse de ella no tenga acceso al santuario. Y tú entonces pedirás ayuda a Yennefer.
—Bien, Triss. Te lo agradezco.
—¿Geralt?
—Dime.
—Ciri dijo algo, ¿no es cierto? Algo que tú escuchaste. Dime qué fue.
—No —protestó él, y la voz le tremoló—. No, Triss.
—Por favor.
—Ella no me hablaba a mí.
—Lo sé. Me hablaba a mí. Dilo, por favor.
—Después de despertarse… Cuando la alcé… Susurró: "Olvídalo. No lo tortures".
—No lo haré —dijo en voz baja—. Pero no puedo olvidar. Perdóname.
—Yo soy quien debe pedirte perdón. Y no sólo a ti.
—Tanto la quieres. —Era una afirmación, no una pregunta.
—Tanto —accedió a media voz, tras un largo instante de silencio.
—Geralt.
—Dime, Triss.
—Quédate conmigo esta noche.
—Triss…
—Sólo quédate.
—Está bien.
A poco de Midinváerne, dejó de caer la nieve. Comenzaron las heladas.
Triss estaba junto a Ciri de día y de noche. La cuidaba. La tomaba bajo su protección.
Visible e invisible.
La muchacha se despertaba gritando casi cada noche. Deliraba, se aferraba las mejillas, lloraba de dolor. La hechicera la calmaba con conjuros y elixires, la adormecía, abrazándola y la acunaba en sus brazos. Y luego ella misma era incapaz de dormir durante largo rato pensando en lo que Ciri había dicho en sueños y al despertarse. Y sentía un miedo creciente. Va’esse deireádh aep eigean… Algo termina…
Así fue durante diez días y diez noches. Y por fin se acabó. Se terminó, desapareció sin huella. Ciri se tranquilizó, dormía serena, sin delirios, sin sueños.
Pero Triss cuidaba de ella incansablemente. No se alejaba de la muchacha ni a un paso. La tomó bajo su protección. Visible e invisible.
—¡Más deprisa, Ciri! ¡Paso adelante, ataque, paso atrás! ¡Media pirueta, golpe, paso atrás! ¡Equilibra, equilibra con la mano izquierda, o te caerás del peine! ¡Y te golpearás en tus… atributos femeninos!
—¿Qué?
—Nada. ¿No estás cansada? Si quieres, descansamos.
—¡No, Lambert! Todavía puedo. No soy tan debilucha, no te lo pienses. ¿Y si intentara saltar un palo sí y otro no?
—¡Sobre mi cadáver! Te caes y entonces Merigold me corta… la cabeza.
—¡No me caeré!
—Te lo he dicho una vez y no lo voy a repetir. ¡Sin fantasmear! ¡Los pies firmes! ¡Y respira, Ciri, respira! ¡Resoplas como un mamut moribundo!
—¡No es verdad!
—No chilles. ¡Ejercita! ¡Ataque, retroceso! ¡Parada! ¡Media pirueta! ¡Firme sobre los palos, joder! ¡No te tambalees! ¡Parada, pirueta entera! ¡Salta y corta! ¡Así es! ¡Muy bien!
—¿De verdad? ¿De verdad lo hice bien, Lambert?
—¿Quién ha dicho eso?
—¡Tú! ¡Hace un segundo!
—Debo de haberme equivocado. ¡Ataque! ¡Media pirueta! ¡Retrocede! ¡Y otra vez! Ciri, ¿dónde está la parada? ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? Después del retroceso siempre hay que efectuar una parada, la extensión de la hoja para cubrir la cabeza y el cuello. ¡Siempre!
—¿Incluso cuando sólo lucho con un oponente?
—Nunca sabes con qué luchas. Nunca sabes qué hay por detrás de ti. Tienes que cubrirte siempre. ¡El trabajo de la espada y los pies! Tiene que ser un reflejo. Un reflejo, ¿comprendes? No te está permitido olvidarlo. Lo olvidas en una lucha de verdad y se acabó. ¡Otra vez! ¡Así! ¡Justo así! ¿Ves qué bien te deja colocada esa parada? Ahora puedes realizar el golpe que quieras. Puedes dar un tajo hacia atrás, si fuera necesario. Venga, muéstrame una pirueta y golpe hacia atrás.
—¡Yaaa!
—Muy bonito. ¿Sabes ya de qué se trata? ¿Lo has captado?
—¡No soy tonta!
—Eres una mujer. Las mujeres no tienen seso.
—¡Eh, Lambert, si te oyera Triss!
—Largo el pelo, corto el seso, por las mujeres va eso. Venga, basta. Bájate. Vamos a descansar.
—¡No estoy cansada!
—Pero yo sí lo estoy. Ya te he dicho, vamos a descansar. Baja del peine.
—¿De un salto?
—¿Y cómo lo ibas a hacer si no? ¿Como las gallinas de su percha? Vamos, salta. No tengas miedo, te protegeré.
—¡Yaaa!
—Bien. Para una mujer, muy bien. Ya puedes quitarte la venda de los ojos.
—Triss, ¿no basta ya por hoy? ¿Vale? Podemos tomar los trineos y tirarnos desde la cuesta. ¡Luce el sol, la nieve centellea tanto que hasta duelen los ojos! ¡Un tiempo precioso!
—No te asomes tanto o te caerás de la ventana.
—¡Vamos a tirarnos con los trineos, Triss!
—Propónmelo en la Vieja Lengua. Así acabamos la lección. Aléjate de la ventana, vuelve a la mesa… Ciri, ¿cuántas veces te lo tengo que decir? Suelta la espada, deja de perder el tiempo con ella.
—¡Es mi nueva espada! ¡Verdadera, de brujo! ¡Hecha de acero que cayó del cielo! ¡De verdad! ¡Geralt lo dijo y él no miente nunca, ya lo sabes!
—Oh, sí. Lo sé.
—Tengo que acostumbrarme a esta espada. Tío Vesemir la ajustó a mi peso, altura y longitud de la mano. ¡Tengo que acomodar a ella la mano y la muñeca!
—Acomoda lo que quieras, pero en el patio. No aquí. Venga, dime. Parece que querías proponerme el salir con los trineos. En la Vieja Lengua. Propónmelo.
—Hummm… ¿Cómo se dice trineo?
—Sledd como sustantivo. Aesledde como verbo.
—Ajá… Ya sé. Va’en aesledde, ell’ea?
—No termines una pregunta de este modo, es una forma poco cortés. Las preguntas se crean gracias a la entonación.
—Pero los niños de las Islas…
—No estudias el argot de Skellige, sino la Vieja Lengua en su forma clásica.
—¿Y para qué tengo yo que estudiar esta lengua?
—Pues para saberla. Lo que no se sabe hay que aprenderlo. Quien no sabe idiomas es un tullido.
—¡Pues si al fin y al cabo todos hablan en la común!
—Cierto. Pero algunos no sólo en ella. Te aseguro, Ciri, que es mejor pertenecer a los algunos que no a los todos. Venga, te escucho. Una frase completa: "Hoy hace un tiempo precioso, vamos a deslizarnos con los trineos".
—Elaine… Humm… ¿Elaine tedd a’taeghane, a va’en aesledde?
—Muy bien.
—¡Ja! Entonces vamos a por los trineos.
—Iremos. Pero permíteme terminar mi maquillaje.
—Y para quién te maquillas tanto, ¿eh?
—Para mí misma. Una mujer realza su belleza para sentirse bien ella misma.
—Humm… ¿Sabes qué? Yo también me siento mal. ¡No te rías, Triss!
—Ven aquí. Siéntate en mis rodillas. ¡Suelta la espada, te lo he pedido antes! Gracias. Ahora toma ese pincel gordo, empólvate la cara. ¡No tanto, muchacha, no tanto! Mira al espejo. ¿Ves qué guapa estás?
—No veo ninguna diferencia. Me voy a pintar los ojos, ¿vale? ¿De qué te ríes? Tú siempre te pintas los ojos. ¡Yo también quiero!
—Está bien. Ten, ponte un poco de sombra en los párpados. Ciri, no cierres los dos ojos, no ves nada, te pintarás todas las buceras. Toma un pedacito y roza los párpados. ¡Rózalos, te he dicho! Déjame que te lo extienda un poco. Cierra los ojos. Ahora ábrelos.
—¡Ooooh!
—¿Hay diferencia? Un poquito de sombra no perjudica ni siquiera a unos ojos tan bonitos como los tuyos. Las elfas sabían lo que hacían cuando inventaron la sombra de ojos.
—¿Las elfas?
—¿No lo sabías? El maquillaje es un invento de las elfas. Muchas cosas útiles hemos tomado del Antiguo Pueblo. Y dándoles a cambio bien poquito. Ahora toma el lápiz, dibújate una línea muy fina en el párpado, junto a las pestañas. Ciri, ¿qué estás haciendo?
—¡No te rías! ¡Me tiemblan los párpados! ¡Es por eso!
—Abre un poco los labios y dejarán de temblar. ¿Lo ves? Lista.
—¡Ooooh!
—Ven, vamos ahora, para que nuestra belleza les deje pasmados a los brujos. Cuesta pensar en mejor espectáculo. Y luego tomaremos los trineos y nos quitaremos el maquillaje metiéndonos dentro de los montones de nieve.
—¡Y nos pintaremos otra vez!
—No. Le mandaremos a Lambert calentar los baños y nos bañaremos.
—¿Otra vez? Lambert dijo que utilizamos demasiada leña para nuestros baños.
—Lambert cáen me a’báeth aep arse.
—¿Qué? Esto no lo he entendido.
—Con el tiempo aprenderás también los modismos. Hasta la primavera nos queda todavía mucho tiempo para estudiar. Y ahora… ¡Va’en aesledde, me elaine luned!
—Esto, en este grabado… No, mocosilla, no éste… Éste. Esto es, como sabes, un ghul. Escuchemos, Ciri, lo que has aprendido sobre los ghules… ¡Eh, mírame a mí! Por el viejo diablo, ¿qué tienes en los pómulos?
—¡Un mejor sentimiento!
—¿Qué? Ah, y un comino. Venga, dime.
—Humm… Ghul, tío Vesemir, es un monstruo que devora cadáveres. Se lo puede encontrar en los cementerios, en los alrededores de los túmulos, en todos lados donde se entierra a los muertos. En nec… necrópolis. En los campos de batalla, tras las batallas…
—Entonces, ¿sólo es peligroso para los difuntos?
—No, no sólo. También a los vivos ataca el ghul. Si está hambriento o entra en un arrebato. Si, por ejemplo, hay una batalla… Muchos caídos…
—¿Qué te pasa, Ciri?
—Nada…
—Ciri, escucha. Olvídate de aquello. Aquello no volverá.
—Yo vi… En Sodden y en los Tras Ríos… Campos enteros… Estaban tendidos, los comían los lobos y los perros salvajes. Los picoteaban los pájaros… Seguramente también había allí ghules…
—Por eso es que estudias ahora a los ghules, Ciri. Aquello que se conoce deja de ser una pesadilla. Aquello con lo que se sabe luchar no es ya tan amenazador. ¿Cómo se lucha con un ghul, Ciri?
—Con la espada de plata. El ghul es sensible a la plata.
—¿Y a qué más?
—A la luz fuerte. Y al fuego.
—Entonces, ¿se puede luchar contra él con ayuda de la luz y del fuego?
—Se puede, pero es peligroso. Un brujo no usa la luz ni el fuego porque le impide ver. Toda luz produce sombra y la sombra dificulta la orientación. Hay que luchar siempre en las tinieblas, bajo la luz de la luna o de las estrellas.
—Perfecto. Lo has recordado muy bien, eres una muchacha despejada. Y ahora mira a este grabado.
—Eeeueeeuuueee…
—En fin, cierto que no es guapo este hidep… ser. Es un graveir. El graveir es una forma de ghul. Es parecido al ghul pero bastante mayor. Se diferencia también, como ves, por estas tres crestas de hueso en el cráneo. El resto lo tiene igual que todo comecadáveres. Presta atención. Uñas cortas y romas, adaptadas para cavar en las tumbas, para arañar la tierra. Fuertes dientes, para roer los huesos y una lengua larga y fina que le sirve para sacar de ellos el tuétano en descomposición. Un tuétano bien apestoso es para el graveir una delicia… ¿Qué te pasa?
—Nnnnnada.
—Estás completamente pálida. Y verde. Comes muy poco. ¿Has tomado el desayuno?
—Shííí. Tttoomé.
—¿De qué estaba…? Ah, sí. Casi lo olvidé. Recuérdalo porque es importante. Los graveires, como los ghules y otros monstruos de este grupo, no tienen nicho ecológico propio. Son reliquias del período de penetración de las esferas. Al matarlos no afectamos los equilibrios ni los sistemas que existen en la naturaleza, en nuestra esfera actual. En nuestra esfera actual estos monstruos son ajenos y no hay sitio aquí para ellos. ¿Entiendes esto, Ciri?
—Lo entiendo, tío Vesemir. Geralt me lo explicó. Lo sé todo. Un nicho ecológico es…
—Vale, vale. Ya sé lo que es, si Geralt te lo explicó, no tienes que recitármelo ya. Volvamos al graveir. Los graveires se ven pocas veces, por suerte, porque son unos putos cabrones muy peligrosos. La más mínima lesión en la lucha con un graveir significa infectarse de veneno de cadáver. ¿Con qué elixir se cura la infección de veneno de cadáver, Ciri?
—Con "Oriol".
—Cierto. Pero mejor evitar la infección. Por eso, al luchar con un graveir no se debe acercarse uno al canalla. Se lucha siempre a distancia, y el golpe se da al saltar.
—Humm… ¿Y en qué lugar es mejor darlo?
—Precisamente ahora pasamos a ese tema. Mira…
—Otra vez, Ciri. Lo ejercitaremos lentamente, para que puedas dominar cada movimiento. Mira, te ataco con una tertia, me coloco como para una estocada… ¿Por qué retrocedes?
—¡Porque sé que es una finta! Puedes lanzarte con un barrido siniestro o golpearme con un fendiente. ¡Y yo retrocedo y te paro con un contragolpe!
—¿De verdad? ¿Y si hago esto?
—¡Auuu! ¡Se supone que era lentamente! ¿Qué es lo que he hecho mal? ¡Dime Coën!
—Nada. Simplemente soy más alto y más fuerte.
—¡Eso no es honrado!
—No existe tal cosa como una lucha honrada. En la lucha se utiliza cada ventaja y cada capacidad que se posea. Al retroceder me has dado la posibilidad de concederle más fuerza al golpe. En vez de retroceder, debieras haber utilizado una media pirueta hacia la izquierda y tratar de cortarme desde abajo, con una quarta diestra, bajo la barbilla, en los pómulos o en la garganta.
—¡Como si me hubieras dejado! ¡Harías una pirueta al contrario y me alcanzarías en la parte izquierda del cuello antes de que consiguiera componer una parada! ¿Cómo voy a saber lo que vas a hacer?
—Tienes que saberlo. Y lo sabes.
—¡Me lo creo!
—Ciri. Lo que estamos haciendo es una lucha. Soy tu oponente. Quiero y tengo que vencerte porque se trata de mi vida. Soy mas alto que tú y más fuerte, así que intentaré buscar una ocasión para un golpe que aplaste y rompa tu parada, como has visto hace un instante. ¿Para qué necesito una pirueta? Ya estoy a siniestro, mira. ¿Hay algo más fácil que golpear en reducción, bajo la axila, en el interior del brazo? Si te corto esta arteria morirás en cinco minutos. ¡Defiéndete!
—¡Jaaaa!
—Muy bien. Una parada hermosa y rápida. ¿Ves para qué sirve hacer ejercicios de muñeca? Y ahora, cuidado, muchos esgrimistas cometen el error de una parada estática, que muere en secunda y entonces se los puede sorprender, golpear, ¡así!
—¡Jaa!
—¡Maravilloso! ¡Pero salta, salta inmediatamente, haz una pirueta! ¡Puede que tenga un estilete en la mano izquierda! ¡Bien! ¡Muy bien! ¿Y ahora, Ciri? ¿Qué hago ahora?
—¿Cómo lo voy a saber?
—¡Observa mis pies! ¿Cómo tengo dispuesto el peso del cuerpo? ¿Qué puedo hacer desde esta posición?
—¡Todo!
—¡Pues gira entonces, gira, oblígame a decidirme! ¡Defiéndete! ¡Bien! ¡No mires a mi espada, la espada puede engañarte! ¡Defiéndete! ¡Bien! ¡Y otra vez! ¡Bien! ¡Y otra!
—¡Auuuu!
—Mal.
—Uf… ¿Qué es lo que no hice bien?
—Nada. Simplemente soy más rápido. Quítate los protectores. Vamos a sentarnos un rato, descansaremos. Tienes que estar cansada, has corrido en la Senda toda la mañana.
—No estoy cansada. Estoy hambrienta.
—Rayos, yo también. Y hoy le toca a Lambert, y él no sabe cocinar nada excepto macarrones… Si al menos supiera hacerlos bien…
—¿Coën?
—¿Ajá?
—Sigo siendo muy lenta…
—Eres muy rápida.
—¿Seré alguna vez tan rápida como tú?
—Lo dudo.
—Humm… Bueno, vale. Y tú… ¿Quién es el mejor espadachín del mundo?
—No tengo ni idea.
—¿Nunca has conocido a nadie así?
—He conocido a muchos que se tenían por tales.
—¡Ja! ¿Quiénes eran? ¿Cómo se llamaban? ¿De qué eran capaces?
—Tranquila, tranquila, niña. No conozco las respuestas a estas preguntas. ¿Acaso es tan importante?
—¡Por supuesto que lo es! Quisiera saber… quiénes son esos espadachines. Y dónde están.
—Dónde están si lo sé.
—¡Ja! Entonces, ¿dónde?
—En los cementerios.
—Cuidado, Ciri. Ahora colocaremos el tercer péndulo, ya te las arreglas con dos. Los pasos serán los mismos que con dos, sólo harás un quiebro más. ¿Lista?
—Sí.
—Concéntrate. Relájate. Inspira, espira. ¡Ataca!
—¡Ugg! Ayyyyy… ¡Su puta madre!
—Nada de palabrotas, por favor. ¿Te has hecho daño?
—No, sólo me he chocado… ¿Qué hice mal?
—Corrías en un tiempo demasiado regular, adelantaste demasiado la segunda media pirueta e hiciste demasiado amplia la finta. Como resultado acabaste justo enfrente del péndulo.
—¡Oh, Geralt, allí no hay ni pizca de sitio para un quiebro y una vuelta! ¡Están demasiado cerca!
—Hay muchísimo sitio, te lo garantizo. Pero las distancias están pensadas para obligar a un movimiento arrítmico. Esto es una lucha, Ciri, no un ballet. En la lucha no debe uno moverse rítmicamente. Debes poner nervioso al contrario con tu movimiento, equivocarlo, perturbar sus reacciones. ¿Estás lista para la próxima prueba?
—Lista. Haz balancearse a esas putas esferas.
—Sin palabrotas. Relájate. ¡Ataca!
—¡Ja! ¡Ja! ¿Y ahora? ¿Qué tal, Geralt? ¡Ni siquiera me ha rozado!
—Tú tampoco has rozado siquiera con la espada la segunda bolsa. Te repito que la lucha no es un ballet, ni una acrobacia… ¿Qué es lo que murmuras?
—Nada.
—Relájate. Arregla el vendaje de las muñecas. No aprietes así con la mano en la empuñadura, esto te roba la concentración, te estorba el equilibrio. Respira tranquila. ¿Lista?
—Sí.
—¡Vamos!
—¡Uuuug! Que te… ¡Geralt, eso no se puede hacer! Hay demasiado poco sitio para un quiebro y un cambio de pie. Y si golpeo con los dos pies, sin quiebro…
—He visto lo que pasa si golpeas sin quiebro. ¿Te duele?
—No. No mucho…
—Siéntate junto a mí. Descansa.
—No estoy cansada. Geralt, yo no pasaré el tercer péndulo ni aunque descansara diez años. No puedo más rápido…
—Y no tienes por qué. Eres suficientemente rápida.
—Dime entonces qué tengo que hacer. ¿Al mismo tiempo media pirueta, quiebro y golpe?
—Es muy sencillo. No me has atendido. Te dije antes de que empezaras: es necesario un quiebro más. Un quiebro. Una media pirueta más sobra. La segunda vez hiciste todo bien y cruzaste todos los péndulos.
—Pero no acerté a la bolsa porque… Geralt, sin media pirueta no puedo golpear porque me caigo, no tengo eso, va, cómo se llama…
—Ímpetu. Cierto. Toma entonces ímpetu y energía. Pero no mediante piruetas ni cambios de pies, porque para esto no te basta el tiempo. Golpea al péndulo con la espada.
—¿El péndulo? ¡Hay que golpear las bolsas!
—Esto es una lucha, Ciri. Las bolsas imitan los lugares sensibles de tu contrario, tienes que acertarlas. El péndulo, que imita el arma del oponente, has de evitarlo, tienes que esquivarlo. Si el péndulo te toca, serás herida. En una lucha de verdad podrías no poder levantarte más. El péndulo no te puede tocar. Pero tú puedes tocar al péndulo… ¿Por qué pones esa cara de cordero degollado?
—Yo… Yo no soy capaz de parar el péndulo con la espada. Soy demasiado débil… ¡Siempre seré débil! ¡Porque soy una mujer!
—Ven acá, muchacha. Sórbete la nariz. Y escúchame con atención. Ningún atleta de este mundo, ningún fortinbrás ni fortachón sería capaz de parar el golpe dado por la cola de la culebra de aire, por el aguijón del gigaskorpión o por las garras del grifo. Y precisamente esto es lo que imitan los péndulos. Y no intentes siquiera pararlos. No alejas el péndulo, sino que te alejas tú de él. Absorbes su energía, que te es necesaria para dar el golpe. Basta un rechazo ligero, pero rápido y de inmediato, un tajo igualmente rápido desde la media vuelta contraria. Asumes el impulso mediante el rebote. ¿Está claro?
—Mmm.
—Rapidez, Ciri, y no fuerza. La fuerza es necesaria para el leñador que tala árboles en el monte con el hacha. Por eso hay pocas chicas que sean leñadoras. ¿Has entendido de qué se trata?
—Mmm. Pon en movimiento el péndulo.
—Descansa primero.
—No estoy cansada.
—¿Sabes ya cómo? Los mismos pasos, quiebro…
—Lo sé.
—¡Ataca!
—¡Jaaa! ¡Ja! ¡Jaaaaaa! ¡Te pillé! ¡Te agarré, grifo! ¡Geraaalt! ¿Has visto?
—No grites. Controla la respiración.
—¡Lo he hecho! ¡Lo he hecho de verdad! ¡Lo conseguí! ¡Alábame, Geralt!
—Bravo, Ciri. Bravo, niña.
A mediados de febrero desapareció la nieve, deshecha por un viento cálido que soplaba desde el sur, desde los desfiladeros.
Los brujos no querían saber nada acerca de lo que estaba sucediendo en el mundo.
Triss, persistente y con esfuerzo, dirigía hacia la política y sus problemas las conversaciones que se desarrollaban por las noches en la oscura sala, apenas iluminada por el crepitar del fuego del gran hogar. La reacción de los brujos era siempre la misma. Geralt callaba, con el brazo sobre la frente. Vesemir afirmaba con la cabeza, a veces introduciendo un comentario del que no se desprendía nada sino que "en sus tiempos" todo era mejor, más lógico, más honorable y más saludable. Eskel adoptaba una máscara de cortesía, no ahorraba sonrisas ni contacto con la mirada, incluso algunas veces hasta parecía interesarse por algún problema o asunto poco importante. Coën bostezaba abiertamente y miraba al suelo, mientras que Lambert no ocultaba su menosprecio.
No querían saber de nada, no les interesaban los dilemas que quitaban el sueño a reyes, hechiceros, nobles y caudillos, problemas por los cuales se agitaban y gritaban los consejos, círculos y comisiones. Para ellos no existía lo que sucedía al otro lado de los desfiladeros ahogados en nieve, al otro lado del Gwenllech, con sus témpanos de hielo flotando en la corriente oleaginosa. Para ellos no existía más que Kaer Morhen, sola, perdida entra las montañas salvajes.
Aquella tarde Triss estaba irritada y nerviosa, puede que a consecuencia del viento que aullaba entre los muros de la fortaleza. Aquella tarde todos estaban extrañamente agitados, los brujos, con la excepción de Geralt, se mostraban locuaces de un modo inusual. Cierto es que no hablaban más que de una sola cosa, de la primavera. De la próxima salida al camino. De lo que el camino les traería, de vampiros, vivernos, silvias, licántropos y basiliscos.
Esta vez fue Triss la que comenzó a bostezar y a mirar al techo. Esta vez fue ella la que guardó silencio hasta que Eskel se dirigió a ella con una pregunta. Con la pregunta que ella esperaba.
—¿Y cómo está de verdad todo en el sur, por el Yaruga? ¿Merece la pena ir en esa dirección? No querríamos meternos en el mismo centro de alguna disputa.
—¿A qué llamas disputa?
—Bueno, ya sabes… —tartamudeó—. Todo el tiempo nos has estado hablando de la posibilidad de una nueva guerra… De continuas luchas en las fronteras, de rebeliones en las tierras ocupadas por Nilfgaard. Mencionaste que se habla de que los nilfgaardianos pueden cruzar el Yaruga de nuevo…
—Ah, qué dices —habló Lambert—. Se apalean, se degüellan, se rajan los unos a los otros sin descanso desde hace cientos de años. No hay de qué preocuparse. Yo ya me he decidido, me voy precisamente lo más al sur posible, a Sodden, Mahakam y Angren. Es sabido que por donde ha pasado el ejército siempre se multiplican los espantajos. En lugares como éstos es donde mejor se ha ganado dinero siempre.
—Cierto —confirmó Coën—. Los alrededores se despueblan, en las aldeas no hay más que hembras que no saben apañárselas solas… Grupos de niños sin hogar y sin tutela, que pindonguean de acá para allá… La presa fácil atrae a los monstruos.
—Y además los señores barones —añadió Eskel—, los señores comes y estarostas tienen la cabeza ocupada con la guerra y no les queda tiempo para proteger a sus siervos. Tienen que contratarnos a nosotros. Todo esto es verdad. Pero de lo que Triss nos ha estado contando estos días se desprende que el conflicto con Nilfgaard es un asunto más serio que una mera guerra local. ¿O no, Triss?
—Incluso si así fuera —dijo venenosa la hechicera—, ¿no os vendría que ni pintado? Una guerra sangrienta y terrible provocará que haya más aldeas despobladas, más mujeres viudas, sencillamente, un sinnúmero de niños huérfanos…
—No entiendo tu sarcasmo. —Geralt retiró el brazo de la frente—. De verdad que no lo entiendo, Triss.
—Ni yo, niña. —Vesemir alzó la cabeza—. ¿Por qué lo dices? ¿Por las viudas y los niños? Lambert y Coën hablan con descuido como a rapaces corresponde pero sus palabras no importan. Puesto que ellos…
—… ellos protegen a estos niños —cortó furiosa—. Sí, lo sé. De los lobizones, que en un año matan dos o tres, mientras que un destacamento de nilfgaardianos puede exterminar y quemar en una hora toda la aldea. Sí, vosotros defendéis a los huérfanos. Yo sin embargo lucho para que haya los menos huérfanos que sea posible. Combato las causas, no los resultados. Por eso estoy en el consejo de Foltest de Temeria, junto con Fercart y Keira Metz. Nos ponemos de acuerdo en qué hacer para no permitir que haya guerra y si se llega a ella, en cómo defenderse. Porque la guerra cuelga sobre nosotros como un buitre, incansable. Para vosotros se trata de una disputa. Para mí es un juego, cuya apuesta es la perduración. Estoy implicada en este juego, por eso vuestra indiferencia y descuido me duelen y me molestan.
Geralt se enderezó, la miró.
—Somos brujos, Triss. ¿Acaso no lo entiendes?
—¿Qué hay que entender aquí? —La hechicera agitó su flequillo castaño—. Todo está claro como el cristal. Habéis elegido una concreta relación con el mundo que os rodea. El que en un minuto este mismo mundo pueda comenzar a derrumbarse, entra dentro de esta elección. En la mía no entra. Esto es lo que nos diferencia.
—No estoy seguro si sólo se trata de eso.
—El mundo se derrumba —repitió—. Puede contemplarse esto sin hacer nada. Puede lucharse contra ello.
—¿Cómo? —se sonrió burlón—. ¿Con emociones?
No respondió, volvió el rostro en dirección al fuego que ululaba en el hogar.
—El mundo se derrumba —repitió Coën, agitando la cabeza con falso asombro—. Cuántas veces lo habré escuchado ya.
—Yo también. —Lambert frunció el ceño—. Y no es de extrañarse, porque es en estos últimos tiempos un dicho muy popular. Así hablan los reyes cuando descubren que para reinar es necesaria al menos una gota de razón. Así hablan los mercaderes cuando su avaricia y estupidez les conducen a la bancarrota. Así hablan los hechiceros cuando comienzan a perder influencia sobre la política o sobre su fuente de ingresos. Y el que escucha la frase habrá de esperarse tras ella alguna proposición. Acorta entonces el prólogo, Triss, y haznos tu propuesta.
—Nunca me han divertido las palabras que pretenden levantar querellas —la hechicera le atravesó con una fría mirada— ni los alardes de elocuencia que sólo sirven para burlarse durante una conversación. No pienso participar en algo así. De lo que se trata, lo sabéis muy bien. Si queréis esconder la cabeza en la arena, es asunto vuestro. Pero tú, Geralt, me asombras mucho.
—Triss. —El brujo de cabello blanco la miró directamente a los ojos—. ¿Qué es lo que esperas de mí? ¿Una participación activa en la lucha por salvar a un mundo que se derrumba? ¿Tengo que alistarme en el ejército y detener a Nilfgaard? ¿Debería, si hubiera una nueva batalla en Sodden, estar de pie junto a ti en el Monte, hombro con hombro, y luchar por la libertad?
—Estaría orgullosa —dijo con voz leve, al tiempo que bajaba la cabeza—. Estaría orgullosa y feliz de poder luchar a tu lado.
—Lo sé. Pero no soy lo suficientemente generoso. Ni lo suficientemente valiente. No sirvo para soldado ni para héroe. El miedo terrible al dolor, a la mutilación o a la muerte no es la única causa. No se puede obligar a un soldado a que deje de tener miedo, pero se le puede dotar de una motivación que le ayude a superar ese miedo. Y yo carezco de tal motivación. Ni la puedo tener. Soy brujo. Un mutante construido artificialmente. Mato monstruos. Por dinero. Protejo niños, si los padres me pagan. Si me paga una familia nilfgaardiana protegeré niños nilfgaardianos. E incluso si el mundo yaciera en ruinas, lo que no me parece muy probable, mataría monstruos sobre las ruinas del mundo hasta que algún monstruo me matara a mí. Este es mi destino, mi motivación, mi vida y mi relación con el mundo. Y no fui yo quien lo eligió. Lo hicieron por mí.
—Estás amargado —afirmó ella, aferrando nerviosa la cinta del pelo—. O finges que estás amargado. Olvidas que te conozco, no interpretes delante de mí el papel de mutante insensible, falto de corazón, escrúpulos y voluntad propia. Y adivino la causa de tu amargura y la entiendo. La profecía de Ciri, ¿verdad?
—No, no es verdad —respondió con frialdad—. Veo que pese a todo me conoces poco. Temo a la muerte como cualquiera, pero hace ya mucho que me liberé de pensar en ella, no tengo ilusiones. No se trata de lamentarse por el destino, Triss, sino de un simple y frío cálculo. De estadística. Todavía ni un sólo brujo ha muerto de vejez, en la cama, dictando testamento. Ni uno sólo. Ciri no me sorprendió ni me asustó. Sé que moriré en alguna fosa que apeste a carroña, despedazado por un grifo, una lamia o una manticora. Pero no quiero morir en la guerra porque ésta no es mi guerra.
—Me asombras —dijo ella alzando la voz—. Me asombras cuando hablas así, me asombro de tu falta de motivación, como has querido definir doctamente tu indiferencia, menosprecio y distancia. Estuviste en Sodden, en Angren y en los Tras Ríos. Sabes lo que le pasó a Cintra, sabes la suerte que corrieron la reina Calanthe y algunos miles de los habitantes de aquellos países. Sabes a través del infierno que atravesó Ciri, sabes por qué ella grita por las noches. Yo también lo sé, porque yo también estuve allí. Yo también tengo miedo del dolor y de la muerte, hoy los temo más que antes, tengo motivos para ello. En lo que respecta a la motivación, entonces me parecía que yo también tenía tan poca como tú. ¿Qué me importaba a mí, una hechicera, la suerte de Sodden, Brugge, Cintra u otros reinos? ¿Los problemas de gobernantes más o menos capacitados? ¿Los intereses de los mercaderes y barones? Yo era una hechicera, también podía decir que no era mi guerra, que puedo mezclar elixires para los nilfgaardianos sobre las ruinas del mundo. Pero estuve entonces en el Monte, junto a Vilgefortz, junto a Artaud Terranova, junto a Fercart, junto a Enid Findabair y Filippa Eilhart, junto a tu Yennefer. Junto a aquellos que ya no están, Coral, Yoël, Vanielle… Hubo un momento en el que del propio miedo olvidé todos los conjuros excepto uno, con ayuda del cual podría haberme teleportado desde aquel lugar horrible hasta mi casa, hasta mi pequeña torrecita en Maribor. Hubo un momento en el que vomité de miedo y Yennefer y Koral me sujetaron del cuello y los cabellos…
—Déjalo. Déjalo, por favor.
—No, Geralt. No lo dejaré. Al fin y al cabo quieres saber lo que sucedió allí, en el Monte. Escucha entonces: había estrépito y llamas, había relámpagos de luz y bolas de fuego que estallaban, había gritos y estampidos, y yo de pronto me encontré en el suelo, sobre un montón de pingajos carbonizados y humeantes, y de pronto comprendí que aquel montón de trapos era Yoël, y al lado, aquel algo horrible, aquel tronco sin brazos ni piernas que gritaba tan macabramente, era Koral. Y pensé que la sangre sobre la que yacía era la de Koral. Pero era la mía propia. Y entonces contemplé lo que me habían hecho y comencé a aullar, a aullar como un perro apaleado, como un niño herido… ¡Dejadme! No os preocupéis, no voy a llorar. No soy ya la muchacha de la torrecita de Maribor. Maldita sea, soy Triss Merigold, la Decimocuarta Caída de Sodden. Debajo del obelisco del Monte hay catorce tumbas, pero sólo trece cuerpos. ¿Os asombra que pudiera llegarse a este error? ¿No lo imagináis? La mayor parte de los cuerpos estaba en pedazos difíciles de reconocer, nadie los separó unos de otros. También era difícil contar a los vivos. De los que me conocían bien sólo quedó viva Yennefer, y Yennefer estaba ciega. Otros me conocían superficialmente, siempre me reconocían por mis hermosos cabellos. ¡Y yo, maldita sea, ya no los tenía!
Geralt la abrazó más fuerte. Ella ya no intentó rechazarlo.
—No escatimaron con nosotros los hechizos más potentes —siguió con voz sorda—, los mejores sortilegios, elixires, amuletos y artefactos. Nada había de faltarles a los mutilados héroes del Monte. Nos curaron, nos remendaron, nos devolvieron nuestro aspecto anterior, nos dieron cabellos y el sentido de la vista. Casi no quedan… huellas. Pero ya nunca más me pondré un vestido escotado, Geralt. Nunca más.
Los brujos guardaban silencio. Guardaba silencio también Ciri, quien se había deslizado sin hacer ruido a la sala y detenido en el umbral, encogiendo los brazos y depositando las manos sobre el pecho.
—Por eso —dijo al cabo la hechicera—, no me hables de motivaciones. Antes de que nos plantáramos en el Monte, los del Capítulo nos dijeron simplemente: "Es necesario". ¿De quién era esta guerra? ¿Qué es lo que defendimos allí? ¿El territorio? ¿Las fronteras? ¿El pueblo y sus chozas? ¿Los intereses de los reyes? ¿Las influencias e ingresos de los hechiceros? ¿El Orden frente al Caos? No sé. Pero lo defendimos porque era necesario. Y si vuelve a ser necesario, me pondré de pie en el Monte otra vez. Porque si no lo hiciera, eso significaría que aquello de entonces fue innecesario y vano.
—¡Yo me pondré junto a ti! —gritó Ciri con voz aguda—. ¡Ya verás como me pondré! Me pagarán esos nilfgaardianos por mi abuela, por todo… ¡Yo no me he olvidado!
—Calla —le ladró Lambert—. No te metas en conversaciones de adultos…
—¡Porque tú lo digas! —La muchacha dio patadas en el suelo y en sus ojos se encendió un fuego verde—. ¿Por qué pensáis que aprendo a luchar con la espada? Quiero matarlo, a aquel caballero negro de Cintra, aquél de la pluma en el yelmo, por lo que me hizo, porque tuve miedo. ¡Lo mataré! ¡Por eso aprendo!
—Y en consecuencia dejas ahora mismo de aprender —dijo Geralt con una voz más fría que los muros de Kaer Morhen—. Mientras no comprendas lo que es la espada y para qué sirve en la mano de un brujo no la empuñarás. No aprendes a matar y ser muerta. No aprendes a matar por odio y miedo, sino para salvar vidas. La propia y las de otros.
La muchacha se mordió los labios, temblando de rabia y nervios.
—¿Has comprendido?
Ciri alzó violentamente la cabeza.
—No.
—Entonces no lo entenderás jamás. Vete.
—Geralt, yo…
—Vete.
Ciri se volvió sobre sus talones, estuvo un momento allí, indecisa, como esperando. Esperando a algo que no podía llegar. Luego corrió con rapidez por las escaleras. Escucharon el estampido de una puerta.
—Demasiado áspero, Lobo —dijo Vesemir—. Más que demasiado. Y no debías haber hecho esto en presencia de Triss. El lazo emocional…
—No me hables de emociones. ¡Estoy harto de hablar de emociones!
—¿Y por qué? —La hechicera sonrió con burla y frialdad—. ¿Por qué, Geralt? Ciri es normal. Siente normalmente, acepta las emociones normalmente, las toma como son. Tú, está claro, no comprendes esto y te asombras. Te sorprende esto y te hiere. El que alguien pueda sentir un amor normal, un odio normal, un miedo, dolor y pena normales, una alegría normal y una tristeza normal. Oh, sí, Geralt, esto te hiere, te hiere hasta tal punto que comienzas a pensar en los sótanos de Kaer Morhen, en el Laboratorio, en las botellas polvorientas llenas de venenos mutágenos…
—¡Triss! —gritó Vesemir, mirando al rostro de Geralt, de pronto completamente pálido. Pero la hechicera no se dejó interrumpir, hablaba cada vez más deprisa, más alto.
—¿A quién pretendes engañar, Geralt? ¿A mí? ¿A ella? ¿O puede que a ti mismo? ¿Puede que no quieras dejar entrar en ti la verdad, una verdad que conoce todo el mundo excepto tú? ¡Puede que no quieras aceptar el hecho de que a tus emociones y tus sentimientos humanos no los mataron los elixires ni las Hierbas! ¡Tú mismo los mataste! ¡Tú mismo! ¡Pero no te atrevas a matárselos a esta niña!
—¡Calla! —gritó, levantándose de la silla—. ¡Calla, Merigold!
Se dio la vuelta, bajó las manos, inerme.
—Lo siento —dijo en voz baja—. Perdóname, Triss.
Se movió con rapidez hacia las escaleras, pero la hechicera se alzó con la velocidad de un rayo, se echó sobre él, lo abrazó.
—No te irás solo —susurró—. No permitiré que estés solo. No en este momento.
Enseguida supieron hacia dónde había corrido: por la tarde había caído una delicada y húmeda nieve que había cubierto el patio de una fina y perfecta manta blanca. Sobre ella vieron huellas de pasos.
Ciri estaba en la misma cima de la muralla arruinada, inmóvil como una estatua. Tenía la espada sujeta por encima del hombro derecho, con la cruz a la altura del ojo. Los dedos de la mano izquierda tocaban ligeramente el pomo.
Al verlos, la muchacha saltó, giró en una pirueta, aterrizando en una posición idéntica pero contraria, como de espejo.
—Ciri —dijo el brujo—. Baja, por favor.
Parecía que no escuchaba. No se movió, no tembló siquiera. Triss vio sin embargo cómo el brillo de la luna, reflejado por la hoja sobre su rostro, relumbró en la plata de una estela de lágrimas.
—¡Nadie me quitará la espada! —gritó—. ¡Nadie! ¡Ni siquiera tú!
—Baja —repitió Geralt.
Agitó retadora la cabeza, al segundo siguiente saltó de nuevo. Un ladrillo suelto se deslizó bajo su pie con un crujido. Ciri se tambaleó, intentó recobrar el equilibrio. No lo consiguió.
El brujo saltó.
Triss alzó la mano, abrió los labios para pronunciar la formula de levitación. Sabía que no llegaría a tiempo. Sabía que Geralt tampoco llegaría a tiempo. Era imposible.
Geralt lo consiguió.
Se torció sobre la tierra, se echó de rodillas y hacia un lado. Cayó. Pero no soltó a Ciri.
La hechicera se acercó lentamente. Escuchó cómo la muchacha susurraba y sorbía las narices. Geralt también susurraba. No oía las palabras. Pero entendía lo que significaban.
Un viento cálido aulló por entre las grietas de los muros. El brujo alzó la cabeza.
—La primavera —dijo en voz baja.
—Sí —confirmó la hechicera tragando saliva—. En las gargantas aún hay nieve, pero en los valles… En los valles ya ha llegado la primavera. ¿Nos vamos, Geralt? ¿Tú, yo y Ciri?
—Sí. Ya va siendo hora.