Con certeza nada resulta de más horror entre los monstros que los tales, contra natura toda, nombrados bruxos, pues son éstos nascidos de la fechicería maldita y la diablura. Son éstos canallas sin virtut, conçiensia ni escrúpulos, creaturas verdaderas del averno, fábiles sólo para matar. Para los tales lugar no hay entre onradas gentes.
Y el mentado Kaer Morhen, do estos infames anidan, do sus práticas blasfemas facen, con la tierra habría de ser igualado e sus ruinas sembradas con sal y saletre.
Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos
La intolerancia y la superstición siempre fueron propiedad de los tontos que hay entre el vulgo y nunca, opino, podrán ser arrancados de la tierra, pues tan eternos son como la misma estupidez. Allá, donde hoy se irguen montañas, habrá alguna vez mar, allá, donde hoy se encrespa el mar, habrá alguna vez desierto. Pero la estupidez permanecerá como estupidez.
Nicodemus de Boot, Meditaciones sobre la vida, la felicidad y la prosperidad
Triss Merigold hizo crujir la mano helada, movió los dedos y murmuró una fórmula hechiceril. Su caballo, un castrado overo, reaccionó inmediatamente al encantamiento, resopló, bufó, volvió la testa, miró a la hechicera con ojos bañados en lágrimas por el frío y el viento.
—Tienes dos opciones, amigo —dijo Triss, poniéndose el guante—. O te acostumbras a la magia o te vendo a los campesinos para el arado.
El castrado protestó con las orejas, expulsó el aliento por los ollares y bajó obediente por la pendiente del bosque. La hechicera se inclinó en la silla para evitar los azotes de las ramas cubiertas de escarcha.
El hechizo actuó con rapidez, dejó de percibir los aguijonazos del frío en los codos y la nuca, le desapareció la amarga sensación de frialdad que la obligaba a encogerse y a meter la cabeza entre los hombros. El encantamiento, al calentarla, ocultó también el hambre que le revolvía las tripas desde hacía unas horas. Triss se sintió más alegre, se acomodó mejor en su silla y comenzó a observar los alrededores con mayor atención de la que había prestado hasta el momento.
Desde el momento en que había abandonado los senderos más frecuentados, la dirección le mostraba la pared de un gris blanquecino de las montañas, con sus cimas nevadas, brillando como el oro en los raros momentos en que el sol atravesaba las nubes, por lo general por las mañanas y al llegar el ocaso. Ahora que estaba más cerca de la cordillera tenía que tener más cuidado. El terreno alrededor de Kaer Morhen era famoso por ser silvestre e impenetrable y la brecha en la pared de piedra a la que había que dirigirse no era fácil de hallar para el ojo no pertinente. Bastaba con torcer en uno de los numerosos barrancos o gargantas para extraviar la brecha o perderla de vista. Incluso ella, que conocía el terreno, conocía el camino y sabía dónde buscar el paso, no podía permitirse dejar de concentrarse ni un segundo.
El bosque se acabó. Delante de la hechicera se extendía un valle ancho, cubierto de riscos, que alcanzaba hasta un desfiladero en pronunciada pendiente al otro lado. Por el centro del valle corría Gwenllech, el río de las Piedras Blancas, burbujeando espumeante entre las peñas y los troncos que arrastraba la corriente. Aquí, en su curso más alto, Gwenllech era sólo una corriente llana, aunque ancha. Aquí se podía atravesarlo sin dificultad. Más abajo, en Kaedwen, en su curso central, el río suponía un obstáculo imposible de superar, era impetuoso y se deshacía en abismos de fondos profundos.
El castrado, que había entrado en el agua, apretó el paso, queriendo a todas luces alcanzar lo más pronto posible la otra orilla. Triss lo sujetó ligeramente, el agua era poco profunda, alcanzaba al caballo un poco por encima de las cernejas, pero las piedras que cubrían el fondo eran resbaladizas y la corriente impetuosa y violenta. El agua borboteaba y espumaba alrededor de las patas del animal.
La hechicera miró al cielo. El viento cada vez más frío podía anunciar, aquí en las montañas, que se acercaba una nevada, y la perspectiva de pasar una noche más en una gruta o en un reborde de roca no la alegraba demasiado. Podía, si se veía obligada, continuar el camino incluso en medio de una nevada, podía reconocer telepáticamente el camino, podía hacerse insensible al frío a base de magia. Podía, si se veía obligada. Pero prefería no tener que hacerlo.
Por suerte, Kaer Morhen estaba ya cerca. Triss azuzó al castrado hacia un pedregal bastante llano, hacia una enorme pila de piedras lavadas por los glaciares y los torrentes, entró en una angosta garganta entre escarpes rocosos. Las paredes del desfiladero se alzaban verticales, parecían llegar hasta las cimas de los montes, acotando el cielo con una estrecha línea. Triss sintió más calor debido a que el viento que batía contra las rocas no la alcanzaba, no la azotaba y no la mordía.
La garganta se amplió, en dirección a un barranco y luego a un valle, una hoya grande, circular, cubierta de bosque, que se extendía entre peñascos como agudos dientes. La hechicera despreció un reborde suave y penetrable, cabalgó directa hacia la fronda, hacia la poblada espesura. Ramas marchitas se quebraron ruidosamente bajo los cascos. El castrado, obligado a saltar por encima de los troncos caídos, relinchó, bailoteó, pataleó. Triss tiró de las bridas, agarró la peluda oreja del caballo y le lanzó unos feos y malvados insultos relacionados con su mutilación. El corcel, dando la verdadera impresión de que se había avergonzado, siguió andando regularmente y con paso vivo, eligiendo él mismo el camino entre la espesura.
Al poco llegó a un terreno más limpio, cabalgó por el lecho de un torrente que goteaba penosamente en dirección el fondo de una quebrada. La hechicera miró alrededor con mucho cuidado. Enseguida halló lo que buscaba. Junto a la barranca, apoyado en enormes peñascos, yacía horizontalmente un grueso tronco, oscuro, desnudo, verdoso de tanto musgo. Triss se acercó para cerciorarse de que en verdad se trataba de la Senda y no de un árbol casualmente derribado por la borrasca. Sin embargo distinguió un confuso sendero que desaparecía en el bosque. No se había equivocado, se trataba con toda seguridad de la Senda que rodeaba a la fortaleza de Kaer Morhen, una vereda llena de obstáculos en la que los brujos entrenaban la rapidez de movimiento y el control de la respiración. La vereda se llamaba la Senda, pero Triss sabía que los brujos jóvenes tenían un nombre especial para ella: "el Matadero".
Se pegó al cuello del caballo, cruzó el tronco muy lentamente. Y entonces escuchó el crujido de unas piedras. Y el de una persona que corría con rápido y ligero paso.
Se volvió en su silla, tiró de la brida. Esperó hasta que el brujo en su carrera se acercara hasta el tronco.
El brujo se acercó hasta el tronco, pasó por encima de él como una flecha, sin frenarse, sin siquiera balancear los brazos, ligero, ágil, fluido, con una gracia increíble. Apenas apareció, se dibujó vagamente, desapareció entre los árboles, sin rozar siquiera una rama. Triss expiró aire ruidosamente, agitando la cabeza con incredulidad.
Porque el brujo, a juzgar por su altura y constitución, tenía unos doce años.
La hechicera golpeó a su overo con los talones, soltó brida y remontó la corriente al trote. Sabía que la Senda cortaba la garganta una vez más, por el lugar denominado "el Garguero". Quería echarle un vistazo de nuevo al pequeño brujo. Sabía que en Kaer Morhen no se entrenaba a ningún niño desde hacía casi un cuarto de siglo.
No tenía que ir muy deprisa. El Matadero se embrollaba y se retorcía por entre los pinares y le iba a llevar al brujillo bastante más tiempo atravesarlo que a ella, que iba por el atajo. Tampoco debía demorarse. Después del Garguero, la Senda torcía hacia el bosque, dirigiéndose directamente hacia la fortaleza. Si no atrapaba al muchacho antes del despeñadero podía suceder que no lo viera ya. Ya había estado varias veces en Kaer Morhen y era consciente del hecho de que sólo veía lo que los brujos querían mostrarle. Triss no era tan ingenua como para no saber que lo que le querían mostrar era sólo una mínima parte de lo que se podía ver en Kaer Morhen.
Tras una cabalgada de algunos minutos el pedregoso lecho del torrente se encontraba con el Garguero, una falla abierta en la garganta por dos enormes rocas llenas de musgo, cubiertas de deformaciones y árboles desmedrados. Soltó el freno. El overo bufó y agachó la testa hacia el agua que chorreaba por entre los guijarros.
No tuvo que esperar mucho tiempo. La silueta del brujo se dejó ver sobre las rocas, el muchacho saltó, sin reducir el paso. La hechicera escuchó el blando ruido del aterrizaje, y un instante después el estrépito de las piedras, el sordo sonido de una caída y un grito no muy fuerte. O más bien un chillido.
Triss saltó de la silla sin pensárselo, se quitó la pelliza de los hombros y salió disparada por la pendiente, abriéndose camino hacia arriba por entre las raíces y las ramas de los árboles. Se subió a la roca con ímpetu pero resbaló en la pinocha y cayó de rodillas junto a la figura que estaba doblada sobre las piedras. Al verla, el mozuelo se alzó como un muelle, retrocedió como un relámpago, tiró ágilmente de la espada que tenía a las espaldas pero tropezó y cayó pesadamente entre los enebros y los pinos. La hechicera no se levantó de su posición arrodillada, miraba al muchacho con los ojos abiertos de asombro.
Porque no se trataba de un muchacho.
De bajo un flequillo color ceniza, desigual y mal cortado, le miraban dos enormes ojos verde esmeralda, que eran el acento dominante en una pequeña carita de ancha barbilla y nariz levemente respingona. En sus ojos había miedo.
—No tengas miedo —dijo Triss, insegura.
La muchacha abrió aún más los ojos. Casi no jadeaba y no parecía sudorosa. Estaba claro que había corrido por el Matadero más de un día.
—¿No te ha pasado nada?
La muchacha no respondió, es vez de ello se levantó con agilidad, gruñó de dolor al pasar el peso del cuerpo a su pierna izquierda, se agachó, se masajeó la rodilla. Estaba vestida en una especie de traje de cuero, cosido, o mejor dicho, pegado, en una forma a cuya vista cualquier sastre que amara su oficio hubiera gritado de desesperación y espanto. Lo único que en su bagaje parecía más o menos nuevo y acertado era unas botas altas hasta las rodillas, el cinturón y la espada. Mejor dicho, la espadita.
—No tengas miedo —repitió Triss, aún sin alzarse—. He oído cómo caías, me asusté, por eso vine corriendo…
—Resbalé —murmuró la muchacha.
—¿No te has roto nada?
—No. ¿Y tú?
La hechicera se sonrió, intentó levantarse, frunció el ceño, maldijo, traspasada por el dolor que le quemaba en un tobillo. Se sentó, enderezó el pie con mucho cuidado, maldijo de nuevo.
—Ven acá, pequeña, ayúdame a incorporarme.
—No soy pequeña.
—De acuerdo. En ese caso, ¿qué eres?
—¡Una bruja!
—¡Ja! Acércate entonces y ayúdame a levantarme, bruja.
La muchacha no se movió de su sitio. Se apoyó en un pie y luego en el otro, jugueteó con el talabarte de la espada con una mano que estaba envuelta en un guante de lana sin dedos, miró a Triss con desconfianza.
—No tengas reparos. —La hechicera sonrió—. No soy una salteadora de caminos ni una persona extraña. Me llamo Triss Merigold, voy a Kaer Morhen. Los brujos me conocen. No abras tanto los ojos. Alabo tu precaución, pero sé razonable. ¿Cómo iba a llegar hasta aquí si no supiera el camino? ¿Acaso has encontrado jamás un ser humano en la Senda?
La muchacha venció sus titubeos, se acercó, le tendió la mano. Triss se levantó, usando de su ayuda en un grado mínimo. Porque no era su ayuda lo que quería, sino verla de cerca. Y tocarla.
Los ojillos verdes de la pequeña bruja no traicionaban síntoma alguno de mutación, tampoco el contacto de su manecilla despertaba el ligero y agradable hormigueo tan característico de los brujos. La niña de cabellos grises, aunque corría por la senda del Matadero con la espada a sus costillas, no había sido sometida a la Prueba de las Hierbas ni a los Cambios. De esto Triss estaba segura.
—Enséñame la rodilla, pequeña.
—No soy pequeña.
—Perdona. ¿Pero algún nombre tendrás?
—Tengo. Me llamo… Ciri.
—Encantada. Deja que me acerque, Ciri.
—No me pasa nada.
—Quiero ver que aspecto tiene esa "nada". Ah, como pensaba. Tu "nada" recuerda hasta la náusea a unos pantalones rasgados y una piel abierta hasta el propio hueso. Estate tranquila y no tengas miedo.
—No lo tengo… ¡Auuu!
La hechicera soltó una carcajada, pasó por el muslo una mano que producía picazón a causa del hechizo. La muchacha se agachó, miró la rodilla.
—Ooh —dijo—. ¡Ya no duele! Y no hay agujero… ¿Es un encantamiento?
—Lo has adivinado.
—¿Eres una encantadora?
—De nuevo lo has adivinado. Aunque reconozco que prefiero que me llamen hechicera. Para que no te equivoques puedes usar mi nombre. Triss. Simplemente Triss. Ven, Ciri. Allá abajo está esperando mi caballo, iremos juntas hasta Kaer Morhen.
—Debiera correr. —Ciri agitó la cabeza—. No está bien interrumpir la carrera, porque entonces se hace leche en los músculos. Geralt dice…
—¿Geralt está en la fortaleza?
Ciri se ensombreció, apretó los labios, lanzó una rápida mirada a la hechicera desde debajo de su flequillo ceniciento. Triss rio de nuevo.
—Está bien —dijo—. No voy a preguntar. Un secreto es un secreto, haces bien en no traicionárselo a una persona a la que casi no conoces. Ven. Cuando lleguemos allí ya veremos quién está en el castillo o no. Y no te preocupes por tus músculos, que sé cómo arreglármelas con el ácido láctico. Oh, éste es mi caballo. Te ayudaré a…
Le tendió la mano, pero Ciri no necesitaba ayuda. Saltó sobre la silla con habilidad, ligera, casi sin esfuerzo. El castrado se agitó sorprendido, pataleó, pero la muchacha agarró con rapidez las bridas, le tranquilizó.
—Te las arreglas bien con los caballos, por lo que veo.
—Me las arreglo bien con todo.
—Córrete más hacia el arzón. —Triss puso un pie en el estribo, se agarró a las crines—. Hazme un poco de sitio. Y no me metas la espada en el ojo.
Azuzó con los talones al castrado y éste marchó al paso por el lecho del torrente. Atravesaron una nueva garganta, se encaramaron a una roma montaña. Desde allí se podían ver ya las ruinas de Kaer Morhen, pegadas a los riscos de piedra: el trapecio en parte derruido de las murallas, los restos de la barbacana y de la puerta, el rechoncho, embotado poste del donjón.
El castrado resopló y agitó la testa mientras atravesaba el foso por los restos del puente. Triss tiró de las riendas. Los esqueletos y calaveras podridos que anegaban el fondo de la zanja no le causaban impresión. Ya los había visto antes.
—No me gusta esto —habló de pronto la muchacha—. Esto no es como debiera ser. A los muertos se los ha de enterrar en la tierra. Bajo un túmulo. ¿No es cierto?
—Cierto —dijo tranquila la hechicera—. Yo también lo creo. Pero los brujos tratan este cementerio como un… recordatorio.
—Un recordatorio… ¿de qué?
—Kaer Morhen —Triss dirigió el caballo hacia unas arquerías resquebrajadas— fue atacado. Hubo aquí una sangrienta lucha en la que murieron casi todos los brujos, sólo se salvaron los que no estaban en la fortaleza en aquel momento.
—¿Quién les atacó? ¿Y por qué?
—No lo sé —mintió—. Fue hace muchísimo tiempo, Ciri. Pregúntales a los brujos.
—Pregunté —gruñó la muchacha—. Pero no me quisieron contestar.
Lo entiendo, pensó la hechicera. A un aprendiz de brujo, y para colmo una niña que no había sido sometida a los cambios y mutaciones no se le puede hablar de tales asuntos. No se le habla de masacres a un niño así. No se le asusta a un niño así con la perspectiva de que él también puede llegar a escuchar sobre sí mismo palabras como las que gritaban por entonces los fanáticos que marcharon sobre Kaer Morhen. Mutante. Monstruo. Engendro. Maldito por los dioses, ser contra natura. No, pensó, no me extraña que los brujos no te hayan contado nada acerca de ello, pequeña Ciri. Y yo tampoco te lo voy a contar. Yo, pequeña Ciri, tengo aún más motivos para guardar silencio. Porque soy una hechicera, y sin ayuda de los hechiceros los fanáticos no hubieran conquistado entonces el castillo. E incluso aquel asqueroso pasquín, por entonces distribuido por doquier, Monstrum, que agitó a los fanáticos y los impulsó al crimen, también fue, por lo que dicen, obra de algún hechicero anónimo. Pero yo, pequeña Ciri, no acepto una responsabilidad colectiva, no siento necesidad de expiar un crimen que tuvo lugar medio siglo antes de mi nacimiento. Y los esqueletos que han de servir de eterno recuerdo se pudrirán por fin del todo, se convertirán en polvo y caerán en el olvido, se dispersarán con el viento que azota incansable la fosa…
—Ellos no quieren estar ahí —dijo de pronto Ciri—. No quieren ser un símbolo, un remordimiento de conciencia ni una advertencia. Tampoco quieren que a sus cenizas se las lleve el viento.
Triss alzó la cabeza, al escuchar el cambio en la voz de la muchacha. Al momento percibió el aura mágica, la pulsación y el murmullo de la sangre en las sienes. Se puso en tensión pero no dijo ni palabra, temiendo interrumpir y entorpecer lo que estaba sucediendo.
—Un simple túmulo. —La voz de Ciri se volvía cada vez más innatural, metálica, fría y maligna—. Un montón de tierra en la que crezcan las ortigas. La muerte tiene ojos azules y fríos y la altura del obelisco no tiene importancia, tampoco tienen importancia los textos que se graben en él. ¿Quién puede saber esto mejor que tú, Triss Merigold, decimocuarta del Monte?
La hechicera quedó petrificada. Vio cómo las manos de la muchacha apretaban las crines del caballo.
—Moriste en el Monte, Triss Merigold —dijo de nuevo la voz maligna y ajena—. ¿Para qué has venido aquí? Vuélvete, vuélvete inmediatamente, y a esta niña, Niña de la Antigua Sangre, llévatela consigo para dársela a aquél a quien pertenece. Hazlo, Decimocuarta. Porque si no lo haces morirás otra vez. Llegará el día en el que el Monte se acuerde de ti. Se acordarán de ti la sepultura común y el obelisco en el que está tu nombre tallado.
El castrado relinchó con fuerza, echó la cabeza para atrás. Ciri se agitó de pronto, se estremeció.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Triss, intentando controlar su voz.
Ciri tosió, se atusó el cabello con las dos manos, se tocó el rostro.
—Nn… nada —murmuró insegura—. Estoy cansada, es por eso… Me quedé dormida. Debiera correr…
El aura mágica había desaparecido. Triss sintió una violenta ola de frío que le agarrotaba todo el cuerpo. Intentaba convencerse a sí misma de que aquello había sido un efecto del hechizo de protección al ir desapareciendo, pero sabía que no era verdad. Miró hacia arriba, a los bloques de piedra de la fortaleza, las órbitas desencajadas, negras y vacías de las aspilleras arruinadas. Remitió el temblor.
Los cascos del caballo resonaron en las baldosas del patio. La hechicera saltó rápida de su montura, tendió la mano a Ciri. Utilizando el contacto de la mano, envió cautelosamente un impulso mágico. Quedó asombrada. Porque no sentía nada. Ninguna reacción, ninguna respuesta. Y ninguna resistencia. En la muchacha que apenas hacía un instante había movilizado un aura increíblemente potente no había ni huella de magia. Ahora era tan sólo una niña común y corriente, malvestida y con el cabello mal cortado.
Pero esta niña no había sido una niña común y corriente un instante antes.
No tenía tiempo para reflexionar sobre tan extraños acontecimientos. Escuchó el chirrido de unas puertas recubiertas de hierro que llegaba desde la oscura sima de un corredor que se abría al otro lado de un descascarillado portal. Se quitó de los hombros la capa de piel, se quitó la gorra de zorro y con un rápido movimiento de cabeza se echó hacia atrás los cabellos, su orgullo y su marca de reconocimiento, largos, resplandecientes de oro, con fuertes mechones del color de las castañas nuevas.
Ciri suspiró con admiración. Triss sonrió, contenta del efecto. Unos cabellos hermosos, largos y sueltos eran algo raro, un símbolo de posición, estatus, señal de una mujer libre, dueña de sí misma. Eran la señal de una mujer extraordinaria, porque las mozuelas "ordinarias" llevaban trenzas y las casadas "ordinarias" escondían sus cabellos bajo redecillas o cofias. Las solteras de alta estirpe, incluyendo las reinas, se rizaban y se hacían peinados. Las guerreras se lo cortaban muy corto. Sólo las druidas y las hechiceras —y las rameras— hacían alarde de sus cabellos naturales para remarcar su independencia y libertad.
Los brujos aparecieron como siempre, de forma imprevista, como siempre, sin hacer ruido, como siempre, sin saber de dónde. Estaban de pie delante de ella, altos, esbeltos, con las manos cruzadas sobre el pecho, con el peso del cuerpo apoyado en la pierna izquierda, en una posición, como ella sabía, desde la que podrían atacar en una fracción de segundo. Ciri se puso junto a ellos, en idéntica posición. Con sus ropas caricaturescas tenía un aspecto infinitamente cómico.
—Bienvenida a Kaer Morhen, Triss.
—Hola, Geralt.
Geralt había cambiado. Daba la impresión de que había envejecido. Triss sabía que era biológicamente imposible, los brujos envejecían, por supuesto, pero a un tiempo demasiado lento como para que un mortal común o una hechicera tan joven como ella pudiera percibir los cambios. Pero bastaba una sola mirada para comprender que la mutación podía detener el proceso físico de envejecimiento, pero el psicológico no. El rostro cruzado de arrugas de Geralt era la mejor prueba de ello. Triss apartó la vista de los ojos del brujo albino con un sentimiento de profunda tristeza. Los ojos de Geralt habían visto demasiado. Además, tampoco fue capaz de distinguir en sus ojos nada de aquello con lo que había contado.
—Bienvenida —repitió él—. Nos alegramos de que quisieras venir.
Junto a Geralt estaba de pie Eskel, tan parecido al Lobo como un hermano, si no fuera por el color de sus cabellos y una larga cicatriz que le deformaba la mejilla. Y el más joven de los brujos de Kaer Morhen, Lambert, como siempre con una fea mueca de burla en su rostro. No se veía a Vesemir.
—Bienvenida y entra, por favor —dijo Eskel—. Hace frío y sopla el viento como si alguien se hubiera ahorcado. Ciri, ¿y tú a dónde vas? La invitación no te concierne a ti. El sol aún está alto, aunque no se lo vea. Todavía es posible entrenar.
—Ea. —La hechicera se acarició los cabellos—. Se ha acabado, por lo que veo, la cortesía en la Residencia de los Brujos. Ciri fue la primera en darme la bienvenida, me guió hasta la fortaleza. Debiera acompañarme…
—Ella está estudiando aquí, Merigold. —Lambert arrugó el rostro en la parodia de una risa. Siempre la llamaba así. "Merigold", sin título, sin nombre. Triss odiaba esto—. Es una aprendiza, no un mayordomo. Recibir a los huéspedes, incluso a aquéllos tan agradables como tú, no entra dentro de sus obligaciones. Vamos, Ciri.
Triss se encogió ligeramente de hombros, haciendo como que no veía la turbación en los ojos de Geralt y Eskel. Se calló. No quería causarles mayor turbación. Y sobre todo tampoco quería que se dieran cuenta de lo mucho que le interesaba y fascinaba la muchacha.
—Llevaré tu caballo —se ofreció Geralt al tiempo que agarraba el ramal. Triss movió furtivamente la mano y sus dedos se entrelazaron. Sus ojos también.
—Iré contigo —dijo sin dudar—. Tengo en las enjalmas algunas cosillas que me serán necesarias.
—No hace tanto que me causaste unos cuantos pesares —murmuró él nada más entrar en las cuadras—. Vi tu imponente mausoleo con mis propios ojos. Un obelisco que recordaba tu muerte heroica en la batalla de Sodden. Sólo hace poco que me llegó la noticia de que había sido un error. No puedo comprender cómo nadie pudo confundirte, Triss.
—Es una larga historia —respondió—. Te la contaré si hay oportunidad. Y perdona los pesares causados.
—No hay nada que perdonar. En los últimos tiempos he tenido pocos motivos de alegría y la que me produjo el saber que vivías es difícil de comparar con cualquiera otra. A menos que sea la que siento en este momento, cuando te miro.
Triss sintió cómo algo en ella estallaba. Durante todo el camino, el miedo a encontrarse con el brujo de cabellos blancos había luchado en su interior contra la esperanza de este encuentro. Y luego la vista de este rostro cansado, desgastado, de esos ojos que todo lo veían, unos ojos enfermos, esas palabras frías y desquiciadas, artificialmente sosegadas pero que sin embargo exhalaban tanta emoción…
Se le echó al cuello, de inmediato, sin pensárselo. Le agarró la mano, la colocó violentamente sobre su cuello, por debajo de los cabellos. Un hormigueo le recorrió la espalda, le produjo tanto placer que por poco no gritó. Para frenar y ahogar el grito buscó los labios de él con los suyos propios, los oprimió contra ellos. Tembló, se apretó con fuerza a Geralt, construyó y acrecentó la excitación dentro de sí, olvidándose de sí misma cada vez más.
Geralt no se olvidó.
—Triss… Por favor…
—Oh, Geralt… Tanto…
—Triss. —La apartó con delicadeza—. No estamos solos… Alguien viene.
Ella miró a la puerta. Tan sólo un instante después pudo percibir las sombras de los brujos que se acercaban, escuchó sus pasos incluso más tarde todavía. En fin, su oído, al cual, hablando claramente, ella consideraba muy agudo, no podía competir con el de un brujo.
—¡Triss, niña!
—¡Vesemir!
Sí, Vesemir era de verdad anciano. Quién sabe si no era más viejo que Kaer Morhen. Pero anduvo hacia ella con un rápido, enérgico y elástico paso, su abrazo fue fuerte y sus manos poderosas.
—Me alegro de verte de nuevo, abuelo.
—Bésame. No, no en la mano, pequeña encantadora. En la mano me besarás cuando descanse en el féretro. Lo que seguramente sucederá a no tardar. Oh, Triss, está bien que hayas venido… ¿Quién me curará sino tú?
—¿Curarte, a ti? ¿De qué? ¡Como no sea de costumbres de rapaz! ¡Quita la mano de mi culo, abuelo, o te quemaré esa barba canosa!
—Perdona. Constantemente olvido que ya has crecido y que no puedo ponerte en mis rodillas y darte de azotes. En cuanto a mi salud… Oh, Triss, un viejo es un pellejo. Los huesos me duelen tanto, que me dan ganas de gritar. ¿Ayudarás a un ancianillo, niña?
—Le ayudaré. —La hechicera se liberó del abrazo de oso, miró al brujo que acompañaba a Vesemir. Éste era joven, parecía de la edad de Lambert. Llevaba una corta barba negra que no escondía sin embargo las señales dejadas por una fuerte viruela. Esto resultaba algo poco común pues los brujos eran por lo general muy resistentes a las enfermedades contagiosas.
—Triss Merigold, Coën —los presentó Geralt—. Coën pasa con nosotros el primer invierno. Es natural del norte, de Poviss.
El joven brujo se inclinó. Tenía el iris de los ojos extraordinariamente claro, verdiamarillo, y el cristalino cortado por hilitos rojizos apuntaban a un desarrollo difícil y problemático de la mutación de los ojos.
—Vamos, niña —dijo Vesemir, tomándola del brazo—. Un establo no es lugar para dar la bienvenida a los huéspedes. Pero no podía quedarme esperando.
En el patio, en un recodo de un muro a cubierto del viento, Ciri se ejercitaba bajo la dirección de Lambert. Balanceándose hábilmente sobre una viga colgada de cadenas, atacaba con una espada una bolsa de cuero, atada con correones de tal forma que imitaba el cuerpo de un ser humano. Triss se detuvo.
—¡Mal! —gritaba Lambert—. ¡Te acercas demasiado! ¡Y no tasques a ciegas! ¡Ya te he dicho, con la punta de la espada en la carótida! ¿Dónde tienen los humanoides la carótida? ¿En el moño? ¿Qué te pasa? ¡Concéntrate, princesa!
Ja, pensó Triss. Así que es verdad y no una leyenda. Es ella. Lo que me imaginaba.
Decidió atacar sin dudar y sin permitir subterfugios a los brujos.
—¿La famosa Niña de la Sorpresa? —dijo, señalando a Ciri—. Por lo que veo os habéis liado a cumplir enérgicamente los mandatos de la suerte y la predestinación. Aunque creo, muchachos, que se os han embrollado los cuentos. En los cuentos que a mí me contaban, las pastorcillas y las huerfanitas se convertían en princesas. Y aquí, por lo que veo, se está haciendo una bruja a partir de una princesa. ¿No os parece que es un plan un poquito atrevido?
Vesemir miró a Geralt. El brujo de cabello blanco guardaba silencio, su rostro estaba inmóvil, ni con un temblor de los párpados reaccionó a la muda petición de apoyo.
—No es lo que piensas —tosió el anciano—. Geralt la trajo acá el otoño pasado. Ella no tiene a nadie excepto… Triss, cómo no creer en el destino, cuando…
—¿Qué tiene que ver el destino con dar espadazos?
—Le enseñamos el arte de la espada —habló Geralt en voz baja mientras se volvía hacia ella y la miraba directamente a los ojos—. Porque, ¿qué le íbamos a enseñar si no? No sabemos hacer otra cosa. Destino o no, Kaer Morhen es ahora su casa. Al menos durante un tiempo. El entrenamiento y la esgrima la divierten, la mantienen sana y en buena forma. Le permiten olvidar la tragedia que ha vivido. Ésta es ahora su casa. Ella no tiene otra.
—Muchos cintrianos —la hechicera sostuvo la mirada— huyeron después de la derrota a Verden, a Brugge, a Temeria, a las islas de Skellige. Entre ellos hay nobles, barones, caballeros. Amigos, parientes… así como formales… siervos de esta muchacha.
—Los amigos y parientes no la buscaron después de la guerra. No la hallaron.
—¿Porque no les estaba destinada? —Le dedicó una sonrisa, no demasiado sincera, pero muy hermosa. La más hermosa que tenía. No quería que le hablara en aquel tono.
El brujo encogió los hombros. Triss, que lo conocía un poco, cambió inmediatamente de táctica, renunció a argumentar.
Miró de nuevo a Ciri. La muchacha daba pasos con agilidad mientras intentaba mantener el equilibrio, realizó una rápida media vuelta, dio un tajo ligero y saltó hacia atrás inmediatamente. El maniquí se balanceó en su cuerda a causa del golpe.
—¡Bueno, por fin! —gritó Lambert—. ¡Por fin lo has entendido! Retrocede y otra vez. ¡Quiero asegurarme de que no ha sido una casualidad!
—Esa espada —Triss se volvió hacia los brujos— parece muy afilada. La viga parece resbaladiza e inestable. Y el profesor parece un idiota que deprime a la muchacha con sus gritos. ¿No tenéis miedo de que suceda un accidente? ¿O contáis con que el destino protegerá a la niña de ello?
—Ciri se ejercitó cerca de medio año sin espada —dijo Coën—. Sabe moverse. Y nosotros tenemos cuidado porque…
—Porque ésta es su casa —terminó Geralt en voz baja, pero firme. Muy firme. Con un tono que acababa la discusión.
—Pues eso, justamente eso —respiró profundamente Vesemir—. Triss, debes de estar cansada. ¿Hambrienta?
—No lo negaré —suspiró, resignándose a no perseguir con su mirada los ojos de Geralt—. Hablando con sinceridad, estoy que me caigo. La última noche del viaje la pasé en un chozo de pastor casi deshecho, envuelta en paja y alisaduras. Sellé la ruina con hechizos, si no, creo que hubiera estirado la pata. Sueño con unas sábanas limpias.
—Cenarás con nosotros. Ahora. Y luego dormirás como es debido y descansarás. Hemos preparado para ti la mejor habitación, la de la torre. Y hemos puesto allí la mejor cama que había en Kaer Morhen.
—Gracias. —Triss sonrió levemente. En la torre, pensó. Bien, Vesemir. Hoy puede ser en la torre, si tanto te importa guardar las apariencias. Puedo dormir en la torre, en la mejor cama de todas las camas de Kaer Morhen. Aunque preferiría con Geralt en la peor.
—Vamos, Triss.
—Vamos.
El viento golpeaba los postigos, movía la ventana sellada con los restos de un tapiz comido por las polillas. Triss yacía sobre la mejor cama de Kaer Morhen, en la más completa oscuridad. No podía dormir. Y no se trataba de que la mejor cama de Kaer Morhen fuera una antigüedad desvencijada. Triss reflexionaba una y otra vez. Y todos los pensamientos que le espantaban el sueño volvían una y otra vez sobre las mismas preguntas.
¿Para qué la habían llamado a la fortaleza? ¿Quién lo había hecho? ¿Por qué?
¿Con qué fin?
La enfermedad de Vesemir no podía ser otra cosa que un pretexto. Vesemir era brujo. Que también fuera un anciano no cambiaba el hecho de que más de un jovenzuelo podía envidiarle su salud. Si todavía hubiera resultado que al viejo le hubiera picado con su aguijón una manticora o mordido un lobizón, Triss habría considerado creíble que la hubieran llamado. ¿Pero un "dolor de huesos"? Para reírse. El reuma en los huesos, una dolencia no demasiado original entre los muros terriblemente fríos de Kaer Morhen, se lo curaría Vesemir con elixires de brujos o incluso, más sencillo, con un fuerte orujo de hierbas, aplicado en diferentes proporciones interna y externamente. No necesitaría de hechiceras, de sus encantamientos, filtros y amuletos.
Entonces, ¿quién la había llamado? ¿Geralt?
Triss se echó sobre las sábanas, sentía una ola de calor que la invadía. Y una agitación potenciada por la rabia. Maldijo bajito, dio una patada al edredón, se dio la vuelta sobre un costado. La cama prehistórica chirrió, crujieron sus juntas. No soy capaz de controlarme a mí misma, pensó. Me estoy portando como una cría tonta. O incluso peor, como una solterona falta de caricias. No soy capaz ni siquiera de pensar lógicamente.
Maldijo de nuevo.
Por supuesto que no había sido Geralt. Sin emociones, pequeña, sin emociones, acuérdate de su gesto, allá en las cuadras. Y ya habías visto antes ese gesto, pequeña, ya lo habías visto, no te engañes. El gesto estúpido, compungido y azorado de un hombre que quiere olvidar, que lamenta, que no quiere recordar lo que pasó, no quiere regresar a lo que hubo. Por los dioses, pequeña, no te engañes pensando que esta vez es distinto. Jamás es distinto. Y lo sabes. Pues tienes ya una cierta experiencia, pequeña.
En lo que respecta a la vida erótica, Triss Merigold tenía derecho a considerarse como una hechicera típica. Todo comenzó con el ácido sabor del fruto prohibido, excitante a causa de las rígidas reglas de la academia y de las prohibiciones de los maestros con los que hacía de aprendiza. Luego llegó la independencia, la promiscuidad libre y loca, que desembocó, como suele suceder, en la decepción y la renuncia. Comenzó un largo período de soledad y el descubrimiento de que, para desactivar el estrés y la tensión, no necesitaba para nada a nadie, a nadie que, apenas se diera la vuelta y se limpiara el sudor de la frente, querría considerarse su señor y amo. Que para calmar los nervios existen medios menos complicados, los cuales además no ensucian las toallas de sangre, no expulsan ventosidades por debajo de la colcha y no exigen el desayuno. Luego vino un corto y divertido período de fascinación con el propio sexo, terminado con la conclusión de que suciedad, ventosidades y glotonería no son por lo menos dominio exclusivo de los hombres. Al fin, como casi todos los magos, Triss se acostumbró a la aventuras con otros hechiceros, esporádicas y enervantes por su desarrollo frío, técnico y casi ritual.
Y entonces apareció Geralt de Rivia. Llevando su intranquila vida de brujo, unido a Yennefer, quien era su amiga del alma, por una relación extraña, intranquila y tormentosa.
Triss los observaba a los dos y los envidiaba, aunque parecía que no había nada que envidiar. A todas luces, aquella relación los hacía a ambos infelices, los conducía directamente a la destrucción, dolía y contra toda lógica… perduraba. Triss no lo entendía. Y esto la fascinaba. La fascinaba hasta tal grado que…
Sedujo al brujo ayudándose con una pizca de magia. Dio con el momento adecuado. Un momento en el que él y Yennefer se habían tirado los trastos a la cabeza y se habían separado violentamente. Geralt necesitaba calor y quería olvidar.
No, Triss no anhelaba quitárselo a Yennefer. En realidad más le importaba su amiga que él. Pero la corta relación con el brujo no la decepcionó. Halló lo que buscaba, emociones en forma de sentimientos de culpa, temor y dolor. El dolor de Geralt. Vivió esta emoción, se excitó con ella y no pudo olvidarla cuando se separaron. Y qué cosa sea el dolor lo había entendido hacía no mucho tiempo. En el momento en que la había embargado un irresistible deseo de volver a estar con él de nuevo. Por poco tiempo, por un instante, pero estar.
Y ahora estaba tan cerca.
Triss cerró el puño y golpeó con él la almohada. No, pensó, no. No seas tonta, pequeña. No pienses en esto. Piensa en…
¿En Ciri? Acaso éste es…
Sí. Éste es el verdadero motivo de su visita a Kaer Morhen. La muchacha de cabellos cenicientos, a la que le quieren convertir en bruja en Kaer Morhen. En verdadera bruja. Mutante. Máquina de matar, tal y como son ellos.
Está claro, pensó de pronto, al sentir de nuevo una violenta excitación, esta vez sin embargo, de un tipo completamente distinto. Es evidente. Quieren mutar a la niña, someterla a la Prueba de las Hierbas y a los Cambios, pero no saben cómo hacerlo. De los antiguos sólo vive Vesemir, y Vesemir no era nada más que maestro de esgrima. Escondido en los subterráneos de Kaer Morhen había un laboratorio, botellas polvorientas de elixires legendarios, alambiques, hornillos, retortas… ninguno de ellos sabe cómo usarlos. Porque un hecho indudable es que los elixires mutagénicos los preparaba en tiempos remotos algún hechicero renegado, y los siguientes hechiceros los perfeccionaron, controlaron mágicamente durante años los procesos de los Cambios a los que se sometía a los niños. Y en algún momento la cadena se rompió. Faltaba ciencia y talentos mágicos. Los brujos tienen las hierbas y la Hierba, tienen el laboratorio. Conocen la receta. Pero no tienen hechicero.
¿Quién sabe, pensó, quizás hayan probado? ¿Les dieron a los niños cócteles hechos sin la intervención de la magia?
Tembló al pensar lo que había podido pasar con estos niños.
Y ahora, pensó, quieren mutar a la niña, pero no saben. Y esto puede significar… Puede significar que puede que me pidan ayuda. Y entonces veré lo que ningún hechicero vivo ha visto jamás, conoceré lo que ningún hechicero vivo conoce. La famosa Hierba y las hierbas, los cultivos de virus mantenidos en el más profundo de los secretos, las famosas y enigmáticas recetas…
Y seré yo quien aplique a la niña de cabellos grises la serie de elixires, observaré los Cambios mutacionales, veré con mis propios ojos cómo…
Cómo muere la niña de cabellos grises.
Oh, no. Triss tembló otra vez. Nunca. A ningún precio.
Al fin y al cabo creo que de nuevo me estoy alterando antes de tiempo. Creo que no se trata de esto. Durante la cena estuvimos charlando, intercambiando rumores sobre esto y aquello. Algunas veces intenté dirigir la conversación hacia la Niña de la Sorpresa, sin resultado. Enseguida cambiaban de tema.
Los había observado. Vesemir estaba tenso y turbado, Geralt intranquilo, Lambert y Eskel artificialmente alegres y charlatanes, Coën tan natural que resultaba innatural. Sincera y abierta había sido exclusivamente Ciri, colorada del frío, desgreñada, feliz y diabólicamente tragona. Comieron sopa de cerveza, densa de picatostes y queso, y Ciri se asombró de que no sirvieran setas. Bebieron sidra, pero a la muchacha le dieron agua, a causa de lo que se sintió visiblemente sorprendida y enfadada. Dónde está la ensalada, gritó de pronto, y Lambert la amonestó enérgicamente y la ordenó quitar los codos de la mesa.
Setas y ensalada. ¿En diciembre?
Por supuesto, pensó Triss. La están alimentando con esos legendarios saprofitos cavernarios, esas hierbas montañesas desconocidas para la ciencia, …famosas infusiones de hierbas secretas. La muchacha se desarrolla deprisa, se pone en forma satánica, brujeril. De forma natural, sin mutación, sin riesgo, sin revolución hormonal. Pero la hechicera no debía saberlo. Para la hechicera esto era un secreto. No me dirán nada, no me mostrarán nada.
Ya he visto cómo corría esta niña. Ya he visto cómo bailaba con la espada sobre la viga, hábil y rápida, llena de gracia bailarina, casi de cabra, moviéndose como una acróbata. Tengo, pensó, obligatoriamente tengo que verla desnuda, confirmar cómo se desarrolló bajo la influencia de eso con que la alimentan aquí. ¿Y si pudiera conseguir y sacar de aquí unas muestras de "setas" y "ensaladas"? Vaya, vaya…
¿Y la confianza? Me río de vuestra confianza, brujos. En el mundo hay cáncer, hay viruela, tétanos y leucemia, hay alergias, existe la muerte repentina de bebés. Y vosotros ocultáis ante el mundo vuestras "setas", de las cuales quizás se pudiera destilar un medicamento que salvara vidas. Las mantenéis en secreto incluso ante mí, a quien declaráis vuestra amistad, afecto y confianza. ¡Ni siquiera puedo ver no ya el laboratorio sino ni las putas setas!
Entonces, ¿para qué me habéis hecho venir? ¿A mí, una hechicera?
¡Magia!
Triss soltó una carcajada. ¡Ja, pensó, ahí os he pillado, brujos! Ciri os ha dado un susto tan grande como a mí. "Partió" a soñar mientras estaba despierta, tuvo visiones, profetizó, apareció el aura, la cual al fin y al cabo percibís casi tan bien como yo. "Echó mano" inconscientemente a algo mediante psicoquinesis o con la fuerza de su voluntad dobló una cuchara de cinc mientras la miraba durante la comida. Respondió a preguntas que le hacíais en vuestra cabeza o puede que incluso a aquéllas que temíais plantearle mentalmente. Y se apoderó de vosotros el miedo. Os disteis cuenta de que vuestra Sorpresa es más sorprendente de lo os creíais.
Os disteis cuenta de que teníais en Kaer Morhen una Fuente. Que no podéis hacer nada sin una hechicera.
Y no hay ninguna hechicera que tenga amistad con vosotros, en la que podáis confiar. Excepto yo y…
Y excepto Yennefer.
El viento aullaba, golpeaba en los postigos, removía el tapiz. Triss Merigold se tendió boca arriba, absorta en sus reflexiones, comenzó a morderse la uña del pulgar.
Geralt no invitó a Yennefer. Me invitó a mí. Acaso por eso…
Quién sabe. Puede ser. Pero si es como pienso, por qué…
Por qué…
—¿Por qué no ha venido aquí, a buscarme? —gritó bajito en la oscuridad, nerviosa y enfadada.
Le respondió el viento aullando entre las ruinas.
La mañana era soleada, pero terriblemente fría. Triss se despertó aterida y cansada pero tranquila y decidida.
Entró la última a la sala. Recibió satisfecha el homenaje de las miradas que recompensaban sus esfuerzos: había cambiado el traje de viaje por un vestido sencillo pero efectivo y se había colocado con habilidad ciertas esencias mágicas y cosméticos sin magia, pero extraordinariamente caros. Comió sus gachas mientras conversaba con los brujos sobre temas banales y poco importantes.
—¿Otra vez agua? —refunfuñó de pronto Ciri, mirando su vaso—. ¡Me duelen los dientes de tanta agua! ¡Quiero zumo! ¡De ése de color azul!
—No te encorves —dijo Lambert y atisbó con el rabillo del ojo a Triss—. ¡Y no te limpies la boca con las mangas! Se terminó la comida, hora de entrenar. Los días son cada vez más cortos.
—Geralt. —Triss terminó las gachas—. Ciri se cayó en la Senda. Nada grave, pero la culpa fue de ese traje de bufón. Está todo mal ajustado y le dificulta los movimientos.
Vesemir tosió, volvió la vista. Ah, pensó la hechicera, así que es obra tuya, maestro de la espada. Cierto, parecía que hubieran cortado el jubón de Ciri con una espada y lo hubieran cosido con la punta de un flecha.
—Los días son, cierto, cada vez más cortos —siguió, sin esperar a que comentaran nada—. Pero hoy lo vamos a acortar aún más. ¿Ciri, has terminado? Haz el favor de venir conmigo. Ejecutaremos los indispensables arreglos en tu uniforme.
—Ella corre con esto desde hace un año, Merigold —habló Lambert con furia—. Y todo estaba bien hasta que…
—¿… hasta que apareció una mujer que no puede ver ropa de tan poco gusto y tan mal ajustada? Tienes razón. Pero la mujer ha aparecido y el orden establecido se ha hundido, ha llegado la hora de hacer grandes cambios. Ven, Ciri.
La muchacha vaciló, miró a Geralt. Geralt asintió con la cabeza, sonrió. Una sonrisa hermosa. Tal y como era capaz de sonreír antes, entonces, cuando…
Triss retiró la vista. Aquella sonrisa no era para ella.
La habitación de Ciri era una copia fiel del cuartel de los brujos. Era, tal y como ellos, falta de objetos y muebles. No había aquí prácticamente nada excepto una cama de tablas rotas, una mesita y un arcón. Los brujos decoraban las paredes y puertas de su cuartel con pieles de animales muertos durante una montería: ciervos, linces, lobos, incluso glotones. Sin embargo, sobre las puertas de la habitacioncilla de Ciri había una piel de una gigantesca rata con un rabo asqueroso y peludo. Triss combatió su deseo interno de arrancar aquella apestosa guarrería y echarla por la ventana.
La muchacha, de pie junto a la cama, la miraba expectante.
—Intentaremos —dijo la hechicera— arreglar un poco esa… vaina tuya. Siempre he tenido talento para las tijeras y la aguja, así que supongo que podré dar cuenta también de esa piel de cabra. Y tú, brujilla, ¿has tenido alguna vez en la mano una aguja? ¿Te han enseñado alguna otra cosa aparte de hacer agujeros con la espada a una bolsa de paja?
—Cuando estaba en los Tras Ríos, en Kagen, tuve que hilar —murmuró Ciri de mala gana—. No me dejaban coser porque solamente rompía el lino y echaba a perder los hilos, había que descoserlo todo otra vez. ¡Pero qué terríblemente aburrido era aquello de hilar, puf!
—Cierto —se rio Triss—. Difícil pensar en algo más aburrido. Yo tampoco soportaba tener que hilar.
—¿Y tenías que hacerlo? Yo tenía porque… Pero tú eres encan… hechicera. ¡Tú puedes lograr todo con hechizos! Este vestido tan bonito… ¿lo has hechizado?
—No —sonrió Triss—. Pero tampoco lo he cosido con mi propia mano. No soy tan hábil.
—¿Y qué harás con mi ropa? ¿Un hechizo?
—No hay tal necesidad. Bastará con una aguja mágica, a la que daremos un poquito de vigor con un conjuro. Y si fuera necesario…
Triss pasó lentamente su mano por un agujero en la manga de la chaquetilla, murmuró un conjuro, activó al mismo tiempo su amuleto. No quedó ni rastro del agujero. Ciri gritó de alegría.
—¡Es un hechizo! ¡Voy a tener una chaqueta hechizada! ¡Ja!
—Hasta que te cosa una normal pero bien hecha. Bueno, ahora quítate todo esto, señorita mía, ponte otra cosa. ¿Ésta no será tu única ropa?
Ciri negó con la cabeza, abrió la tapadera del arcón, mostró un vestido muy desteñido y holgado, un caftán gris, una camisa de lino y una blusa de algodón que recordaba un costal de penitente.
—Esto es mío —dijo—. Vine con ello puesto. Pero ahora ya no lo llevo. Son cosas de mujeres.
—Entiendo. —Triss torció el gesto, burlona—. De mujeres o no, de momento tienes que vestírtelo. Venga, más deprisa, desnúdate. Deja que te ayude… ¡Rayos! ¿Qué es esto? ¿Ciri?
Los brazos de la muchacha estaban cubiertos de grandes cardenales en los que se entreveía la sangre. La mayor parte de ellos estaban ya amarillentos, algunos eran recientes.
—¿Qué es esto, diablos? —repitió furiosa la hechicera—. ¿Quién te ha pegado así?
—¿Esto? —Ciri miró a sus brazos como si le asombrara la cantidad de contusiones—. Ah, esto… esto es el molino. Fui demasiado lenta.
—¿Qué molino, maldita sea?
—El molino —repitió Ciri alzando hacia la hechicera sus grandes ojos—. Es una especie de… Bueno… En él se aprende a esquivar los ataques. Tiene unas patas como palos y da vueltas y agita las patas. Hay que saltar muy deprisa y esquivar. Hay que tener refrejos. Si no se tienen refrejos el molino te arrea con el palo. Al principio el molino me daba de golpes terríbilemente. Pero ahora…
—Quítate las medias y la camisa. ¡Oh, piadosos dioses! ¡Muchacha! Pero, ¿acaso puedes andar? ¿Y correr?
Ambas caderas y el muslo izquierdo tenían un color negro-granate a causa de las equimosis y tumefacciones. Ciri tembló y bufó, se revolvió ente las manos de la hechicera. Triss maldijo en el idioma de los enanos, palabras a todas luces muy feas.
—¿Esto también fue el molino? —preguntó, intentando mantener la calma.
—¿Esto? No. Oh, esto fue el molino —Ciri enseñó con indiferencia un imponente cardenal en una tibia, por debajo de la rodilla izquierda—. Y éste otro… Éste fue el péndulo. En el péndulo se ejercitan los pasos de espada. Geralt dice que ya soy buena con el péndulo. Dice que tengo ese, bueno… Sentido. Tengo sentido.
—Y si te falta sentido —Triss apretó los dientes—, entonces, por lo que imagino, el péndulo te golpea.
—Pues claro —afirmó la muchacha, mirándola con un asombro evidente—. Golpea, y cómo.
—¿Y aquí? ¿En el costado? ¿Qué fue esto? ¿Un martillo de herrero?
Ciri silbó de dolor y enrojeció.
—Me caí del peine…
—… y el peine te golpeó —terminó Triss, a quien cada vez le resultaba más difícil mantener el control. Ciri resopló.
—¿Cómo va a poder golpear un peine si está clavado en la tierra? ¡No puede! Simplemente me caí. Ejercitaba una pirueta en salto y no me salió. Por eso tengo el cardenal. Porque me di con el poste.
—¿Y estuviste en la cama durante dos días? ¿Tuviste problemas para respirar? ¿Dolores?
—Para nada. Coën me dio un masaje y enseguida me subió de nuevo al peine. Hay que hacerlo así, ¿sabes? Si no, le coges miedo.
—¿Qué?
—Lo coges miedo —repitió con orgullo Ciri y se retiró de la frente su flequillo ceniciento—. ¿No lo sabes? Incluso si te pasa algo hay que empezar de nuevo con el aparato, porque si no tendrás miedo y si tienes miedo, no te servirá ni un pimiento el ejercicio. No se debe renunciar. Lo dijo Geralt.
—Tengo que recordar esta máxima —rezongó la hechicera—. Así como el que proceda de Geralt. No es una mala receta para la vida, sólo que no estoy segura de que tenga resultado en todas las circunstancias. Pero es fácil realizarla a costa de otros. ¿Así que no se debe renunciar? ¿Aunque te golpearan y apalearan en mil formas tú tienes que levantarte y seguir ejercitando?
—Por supuesto. Un brujo no le teme a nada.
—¿De verdad? ¿Y tú, Ciri? ¿No le temes a nada? Respóndeme con sinceridad.
La muchacha volvió la cabeza, apretó los labios.
—¿Y no se lo contarás a nadie?
—No se lo diré.
—Lo que más miedo me da son dos péndulos. Dos a la vez. Y el molino, pero sólo cuando lo ponen a toda velocidad. Y además hay una balanza muy larga, sobre ella todavía tengo que estar con ese… asegu… asenguramiento. Lambert dice que soy una patosa y una torpona, pero eso no es verdad. Geralt me dijo que tengo una gravedad un poquito distinta, porque soy una niña. Simplemente tengo que ejercitar más, a menos que… Querría preguntarte algo. ¿Puedo?
—Puedes.
—Si sabes de magia y de conjuros… Si sabes hacer encantamientos… ¿Podrías hacer de tal modo que me convirtiera en niño?
—No —respondió Triss con un tono helado—. No podría.
—Humm —se entristeció a todas luces la pequeña bruja—. ¿Podrías por lo menos…?
—Por lo menos, ¿qué?
—¿Podrías hacer algo para que no tuviera…? —Ciri se cubrió de rubor—. Te lo diré al oído.
—Di. —Triss se agachó—. Te escucho.
Ciri, enrojeciendo aún más, acercó su rostro a los cabellos castaños de la hechicera.
Triss se enderezó violentamente, sus ojos echaban chispas.
—¿Hoy? ¿Ahora?
—Ajá.
—¡Puta y maldita mierda! —gritó la hechicera y dio una patada a la mesita de tal modo que del ímpetu fue a estrellarse contra la puerta y derribó la piel de rata—. ¡Pestes, viruelas y lepras! ¡Yo los mato a estos malditos idiotas!
—Tranquilízate, Merigold —dijo Lambert—. Te excitas sin motivo alguno y no es saludable.
—¡No me des lecciones! ¡Y deja de dirigirte a mí como "Merigold"! Y lo mejor será que te calles del todo. No estoy hablando contigo. Vesemir, Geralt, ¿acaso alguno de vosotros ha visto lo monstruosamente torturada que está esta muchacha? ¡No tiene en el cuerpo ni un sólo pedazo sano!
—Niña —dijo con aire serio Vesemir—. No te dejes llevar por las emociones. Tú te educaste de otra manera, has visto otro tipo de educación de los niños. Ciri procede del sur, allá se educa de otro modo a las muchachas y los mozuelos, sin diferencia alguna, como entre los elfos. Con cinco años la montaron en un poni, con ocho cabalgaba ya en las monterías. Le enseñaron a usar el arco, la lanza y la espada. Un cardenal no es nada nuevo para Ciri…
—No me cuentes estupideces. —Triss se enderezó—. No os hagáis los tontos. Esto no es un poni, ni un paseo a caballo, ni un cortejo de trineos. ¡Esto es Kaer Morhen! En estos vuestros molinos y péndulos, en vuestro Matadero, se han roto huesos y destrozado costillas decenas de muchachos, diestros y duros vagabundos, parecidos a vosotros, recogidos por los caminos y sacados de las cloacas, bribones y pícaros de manos fibrosas y con no poca experiencia en sus cortas vidas. ¿Qué oportunidad tiene Ciri? Incluso educada en el sur, incluso a la elfo, incluso bajo mano de tal sargentona como la Leona Calanthe, esta pequeña era y siempre ha sido princesa. Piel delicada, complexión menuda, huesos ligeros… ¡Es una niña! ¿Qué queréis hacer de ella? ¿Una bruja?
—Esta muchacha —habló Geralt con voz baja y serena—, esta delicada y menuda princesita, sobrevivió a la matanza de Cintra. Dejada a su suerte logró atravesar las cohortes de Nilfgaard. Fue capaz de evitar a los desertores que pululaban por las aldeas, que robaban y mataban a todo lo que se moviera. Sobrevivió dos semanas en los bosques de los Tras Ríos, completamente sola. Vagabundeó durante un mes con un grupo de refugiados bregando con tantas dificultades como todos ellos y como todos ellos pasó hambre. Casi medio año trabajó en el campo y con los aperos, acogida por una familia de campesinos. Créeme, Triss, la vida le ha dado experiencia, la ha adiestrado y endurecido no menos que a esos granujas parecidos a nosotros y traídos a Kaer Morhen desde los caminos. Ciri no es más débil que esos bastardos indeseados y parecidos a nosotros, entregados a los brujos en las tabernas como si fueran gatitos, en cestas de mimbre. ¿Y su sexo? ¿Qué importancia tiene?
—¿Aún lo preguntas? ¿Aún te atreves a preguntar? —gritó la hechicera—. ¿Que qué importancia tiene? ¡Pues tiene, que la muchacha, que no se parece a vosotros, está justamente con sus días! ¡Y lo pasa extraordinariamente mal! ¡Y vosotros queréis que eche las tripas en el Matadero y en no sé qué malditos molinos!
Aunque enfurecida, Triss sintió una gozosa satisfacción a la vista de los gestos de estupefacción de los brujos jóvenes y de la repentina caída de la mandíbula inferior de Vesemir.
—Ni siquiera lo sabíais —agitó la cabeza en una recriminación más serena, más preocupada y dulce—. Tutores de mala muerte. A ella le da vergüenza hablaros de ello porque le enseñaron que de estas cosas no se les habla a los hombres. Y se avergüenza de su debilidad, de su dolor, de que es menos diestra. ¿Acaso alguno de vosotros ha pensado en ello? ¿Os habéis interesado por ello? ¿Habéis intentado averiguar qué es lo que le pasaba? ¿O puede que ella sangrara por primera vez aquí, en Kaer Morhen? ¿Y ha llorado por las noches, sin encontrar en nadie compasión, consuelo, siquiera comprensión? ¿Acaso a alguno de vosotros se le ha ocurrido pensar en esto?
—Déjalo, Triss —gimió Geralt en voz baja—. Basta ya. Has alcanzado lo que querías alcanzar. Y puede que más de lo que querías.
—Así se nos lleve el diablo —maldijo Coën—. Como buenos tontos nos hemos portado, no hay nada que decir. Eh, Vesemir, que tú…
—Calla —ladró el viejo brujo—. No digas nada.
Eskel se comportó de una forma como mínimo inesperada, se levantó, se acercó a la hechicera, inclinándose hasta muy abajo, le tomó la mano y la besó con respeto. Ella retiró rápidamente la mano. No para demostrar enfado o irritación, sino para interrumpir la agradable vibración que la atravesaba de parte a parte, producida por el contacto con el brujo. Eskel producía una fuerte emanación. Más fuerte que Geralt.
—Triss —dijo con turbación, mientras se tocaba la terrible cicatriz de la mejilla—. Ayúdanos. Te lo pedimos. Ayúdanos, Triss.
La hechicera le miró a los ojos, apretó la boca.
—¿A qué? ¿A qué tengo que ayudaros, Eskel?
Eskel se tocó de nuevo la cicatriz, miró a Geralt. El brujo de cabello blanco bajó la cabeza, cubrió sus ojos con la mano. Vesemir carraspeó sonoramente.
En aquel momento chirriaron las puertas, Ciri entró a la sala. El carraspeo de Vesemir se transformó en algo como una especie de ronco y sonoro suspiro. Lambert abrió la boca. Triss ahogó una risa.
Ciri, con el pelo cortado y peinado, anduvo hacia ellos a pequeños pasos, llevando cautelosamente un vestido azul oscuro, arreglado y ajustado, pero aún con huellas de haber sido llevado en las alforjas. En el cuello de la muchacha brillaba otro regalo de la hechicera: un viborezno negro de piel lacada con ojos de rubí y montada en un imperdible de oro.
Ciri se detuvo ante Vesemir. Sin saber muy bien qué hacer con las manos, metió los pulgares en el cinturón.
—Hoy no puedo entrenar —recitó lenta y claramente, en un silencio absoluto—, o sea estoy… estoy…
Miró a la hechicera. Triss murmuró algo, con una mueca de pilluelo satisfecho de su travesura, movió los labios, musitando la frase convenida.
—¡Indispuesta! —terminó Ciri orgullosa y sonoramente, alzando la nariz casi hasta el techo.
Vesemir carraspeó de nuevo. Pero Eskel, el querido Eskel, no perdió la cabeza, una vez mas se comportó como había que hacerlo.
—Por supuesto —dijo con desenvoltura, mientras sonreía—. Es comprensible, está claro que postergamos los ejercicios hasta el momento en que termine la indisposición. Las lecciones teóricas las acortaremos y, si te sintieras mal, también éstas las pospondremos. Si necesitas medicamentos o…
—De esto me ocuparé yo —interrumpió Triss, también con naturalidad.
—Ajá… —Sólo ahora Ciri se ruborizó ligeramente, miró al viejo brujo—. Tío Vesemir, he pedido a Triss… Es decir, a la señorita Merigold, que… O sea… Bueno, que se quedara con nosotros. Más tiempo. Mucho tiempo. Pero ella respondió que, o sea, tú tenías que otorgar tu consentimiento. ¡Tío Vesemir! ¡Otórgalo!
—Consiento… —gargajeó Vesemir—. Por supuesto que consiento…
—Nos alegramos mucho. —Geralt por fin retiró la mano de la frente—. Nos gusta muchísimo, Triss.
La hechicera agitó levemente la cabeza en su dirección y movió las pestañas inocentemente, retorciendo entre sus dedos un rizo castaño. Geralt adoptó una expresión como de piedra.
—Muy bien hiciste y con mucha cortesía actuaste, Ciri —dijo—, al proponer a la señorita Merigold una estancia más larga en Kaer Morhen. Estoy orgulloso de ti.
Ciri enrojeció, su rostro se pobló con una amplia sonrisa. La hechicera le dio la siguiente señal convenida.
—Y ahora —dijo la muchacha, levantando la nariz aún más—, os dejaré solos porque seguramente querréis hablar con Triss de asuntos importantes. Señorita Merigold, tío Vesemir, señores… Me despido. De momento.
Hizo una reverencia de agradecimiento, después de lo cual salió de la sala, pisando lenta y graciosamente los escalones.
—Joder —cortó el silencio Lambert—. Y pensar que no creía que fuera de verdad una princesa.
—¿Lo habéis pillado, mentecatos? —Vesemir miró a su alrededor—. Si por la mañana se pone el vestido… Ni un puñetero ejercicio… ¿Entendido?
Eskel y Coën obsequiaron al vejete con una mirada por completo ausente de todo respeto. Lambert rebufó abiertamente. Geralt miró a la hechicera y la hechicera sonrió.
—Gracias —dijo—. Gracias, Triss.
—¿Condiciones? —se intranquilizó Eskel—. Triss, pues si ya hemos dicho que vamos a suavizar el entrenamiento de Ciri. ¿Qué más condiciones quieres ponernos?
—Bueno, puede que condiciones no sea una buena definición. Llamémoslo mejor consejos. Os daré tres consejos y vosotros haréis uso de ellos. Si, por supuesto, os interesa que me quede y os ayude en la educación de la pequeña.
—Escuchamos —dijo Geralt—. Habla, Triss.
—Sobre todo —comenzó, sonriéndose con malignidad—, conviene amenizar la dieta de Ciri. Y en concreto, limitar en ella los hongos secretos y la hierbas misteriosas.
Geralt y Coën controlaron sus rostros estupendamente. Lambert y Eskel un poco peor. Vesemir fue incapaz de controlarse. En fin, pensó ella mientras contemplaba su graciosa mueca, en sus tiempos el mundo era mejor. Entonces la hipocresía era un defecto del que había que avergonzarse. La sinceridad no acarreaba vergüenza.
—Menos caldos de hierbas rodeadas de misterios —siguió, intentando no reírse—, y más leche. Tenéis aquí cabras. Ordeñar no es difícil, ya verás, Lambert, aprenderás en un daca las pajas.
—Triss —comenzó Geralt—, escucha…
—No, escucha tú. No habéis sometido a Ciri a violentas mutaciones, no la habéis tocado con hormonas, ni habéis intentado con elixires y Hierbas. Y os alabo esto. Fue una actuación razonable, consecuente, humana. No la habéis deformado con venenos, razón de más para que no la mutiléis ahora.
—¿De qué hablas?
—Las setas cuyo secreto tan bien guardáis —aclaró— en verdad mantienen a la muchacha en una forma excelente y le fortalecen los músculos. Las hierbas le aseguran una transformación ideal de la materia y aceleran el desarrollo. Todo ello junto, ayudado por un entrenamiento mortífero, produce sin embargo ciertos cambios en la constitución del cuerpo. En los tejidos adiposos. Ella es una mujer. Si no la habéis mutilado hormonalmente, no la mutiléis ahora físicamente. Puede que alguna vez os recrimine que le hayáis privado tan brutalmente de sus… atributos femeninos. ¿Comprendéis de qué hablo?
—Y cómo —murmuró Lambert mientras contemplaba sin miramientos el busto de Triss que sobresalía de la tela del vestido. Eskel carraspeó y atravesó con sus ojos al joven brujo.
—¿Ahora —preguntó Geralt lentamente, deslizando también su mirada por el uno y el otro— no habrás advertido en ella nada irreparable, espero?
—No —sonrió—. Por suerte no. Se desarrolla saludable y normal, tiene una complexión como la de una dríada joven, da gusto mirarla. Pero guardad las medidas en la utilización de los aceleradores, os lo ruego.
—Las guardaremos —prometió Vesemir—. Gracias por la advertencia, niña. ¿Qué más? Has hablado de tres… consejos.
—Por supuesto. He aquí el segundo: no debéis permitir que Ciri se embrutezca aquí. Tiene que tener contacto con el mundo. Con sus coetáneos. Tiene que conseguir una educación decente y prepararse para una vida normal. De momento que juguetee con la espada. Sin mutación no la podréis convertir en bruja, pero un entrenamiento brujeril no la dañará. Corren tiempos difíciles y peligrosos, sabrá defenderse cuando lo precise. Como una elfa. Pero no la podéis enterrar aquí viva, en este despoblado. Tiene que vivir una vida normal.
—Su vida normal ardió junto con Cintra —murmuró Geralt—. Pero en fin, Triss, como de costumbre, tienes razón. Ya habíamos pensado en ello. Cuando llegue la primavera la llevaré a la escuela del santuario. Al cuidado de Nenneke, a Ellander.
—Esa es una excelente idea y una decisión sabia. Nenneke es una mujer excepcional y la basílica de la diosa Melitele es un lugar excepcional. Seguro, estable, que garantiza una verdadera educación para la chicas. ¿Ciri ya lo sabe?
—Lo sabe. Alborotó durante unos cuantos días pero al final lo aceptó. En este momento incluso espera impaciente a la primavera, la emociona la perspectiva de un viaje a Temeria. Le interesa el mundo exterior.
—Como a mí a su edad —sonrió Triss—. Y esta comparación nos acerca peligrosamente a mi tercer consejo. El más importante. Y vosotros sabéis cuál. No pongáis esos gestos tontos. Soy hechicera, ¿lo habéis olvidado? No sé cuanto tiempo os habrá llevado el reconocer las capacidades mágicas de Ciri. Yo he necesitado para ello menos de media hora. Al cabo de este tiempo sabía ya quién, o mejor dicho qué, es la niña.
—¿Y qué es?
—Una Fuente.
—¡Imposible!
—Posible. Incluso seguro. Ciri es una Fuente, tiene potenciales de médium. Lo que es más, sus potenciales son muy, muy intranquilizadores. Y vosotros, queridos brujos, bien lo sabéis. Vosotros habéis advertido estas capacidades, también a vosotros os han puesto nerviosos. Sólo y exclusivamente por ello me habéis hecho venir a Kaer Morhen, ¿verdad? ¿Tengo razón? ¿Sólo y exclusivamente por ello?
—Sí —confirmó Vesemir al cabo de un rato de silencio. Triss respiró discretamente con alivio. Por un momento había temido que el que lo confirmara fuera Geralt.
Al día siguiente cayeron las primeras nieves, al principio leves, luego en forma de tormenta. Cayeron durante toda la noche y por la mañana los muros de Kaer Morhen se ahogaban bajo montones de nieve. Era imposible correr por el Matadero, cuanto más que Ciri todavía no se encontraba bien. Triss sospechaba que la "aceleración" brujeril podía ser la causa de los transtornos menstruales. No podía tener sin embargo seguridad completa, pues no sabía prácticamente nada de estas sustancias y Ciri era fuera de toda duda la única muchacha en el mundo que las había tomado. No les dijo nada a los brujos de sus sospechas. No quería preocuparlos ni ponerlos nerviosos, prefería utilizar sus propios medios. Atiborró a Ciri con elixires, le ató al talle por debajo del vestido unos manojillos de jaspes activos y le prohibió los esfuerzos, en especial la caza salvaje de ratas con la espada.
Ciri se aburría, vagabundeaba soñolienta por el castillo, hasta que al fin, a falta de otra diversión, se unió a Coën, que estaba limpiando las cuadras, ocupándose de los caballos y reparando la guarnicionería.
Geralt, para rabia de la hechicera, se había esfumado donde fuera y apareció únicamente al caer la tarde, cargando con una cabra montesa muerta. Triss le ayudó a preparar su caza. Aunque le daba un asco terrible el olor a carne y sangre, quería estar cerca del brujo. Cerca. Lo más cerca posible. Creció en ella una fría y férrea decisión. No tenía ganas de dormir sola de nuevo.
—¡Triss! —aulló de pronto Ciri, que subía por las escaleras con ruidosos pasos—. ¿Puedo dormir hoy contigo? ¡Triss, por favor, déjame! ¡Por favor, Triss!
La nieve caía y caía. Se hizo más clara sólo cuando comenzó Midinváerne, el Día del Solsticio de Invierno.