37

La Ultima Batalla

Aquella mañana rompió el alba en los Altos de Polov, pero el sol no brilló para los Defensores de la Luz. Del oeste y del norte llegaron los ejércitos de la Oscuridad para ganar esa última batalla y arrojar una Sombra sobre todo el mundo; para dar paso a una Era en la que los gemidos y los llantos de los dolientes no serían escuchados.

(Del cuaderno de Loial, hijo de Arent,

nieto de Halan. Cuarta Era)

Lan sostuvo en alto la espada mientras galopaba a través del campamento a lomos de Mandarb. Arriba, las nubes matinales empezaban a teñirse de rojo al reflejar enormes bolas de fuego que se elevaban desde el masivo ejército sharaní que se acercaba por el oeste. Las bolas trazaban gráciles arcos en el aire, lentas en apariencia debido a la gran distancia.

Grupos de jinetes salieron del campamento para unirse a Lan. Los pocos malkieri que habían sobrevivido cabalgaban detrás de él, pero su fuerza había crecido como una marea. Andere se unió a él en la cabeza de la marcha; llevaba el estandarte de Malkier —la Grulla Dorada— que servía de bandera para todas las Tierras Fronterizas.

Los habían hecho sangrar, pero no los habían derrotado. Derribar a un hombre era el mejor modo de comprobar de qué pasta estaba hecho. Ese hombre tenía la posibilidad de echar a correr. Si no lo hacía, si permanecía en su sitio con sangre en la comisura de la boca y una mirada de determinación en los ojos, entonces lo sabías. Ese hombre estaba a punto de volverse realmente peligroso.

Las bolas de fuego parecieron moverse más deprisa al caer, y se estrellaron en el campamento con estampidos de roja furia. Las explosiones sacudieron el suelo. Cerca se alzaron gritos que acompañaron el estruendoso ruido acompasado de los cascos a galope. Todavía se iban uniendo más hombres a su tropa. Mat Cauthon había hecho correr la voz por todos los campamentos de que se necesitaba más caballería que se uniera al avance de Lan y reemplazara a los jinetes perdidos.

También había advertido cuál sería el coste de ir con ellos. La caballería estaría en la vanguardia del combate, rompiendo líneas de trollocs y sharaníes, y tendría poco descanso. Ellos se llevarían la peor parte en cuanto a las bajas de ese día.

Aun así, los hombres se unían a él. Fronterizos que deberían ser demasiado viejos para cabalgar. Mercaderes que habían dejado a un lado la bolsa del dinero y habían empuñado la espada. Un sorprendente número de sureños, incluidas muchas mujeres, equipados con petos y acero o con gorros de cuero y lanzas. No había bastantes lanzas para todos.

—¡La mitad de esos que se nos unen parecen granjeros más que soldados! —le gritó Andere para hacerse oír por encima de la trápala de los cascos.

—¿Alguna vez has visto a un hombre o una mujer de Dos Ríos cabalgar, Andere? —le respondió Lan, también a voces.

—No puedo decir que sí.

—Observa y sorpréndete.

La caballería de Lan llegó al río Mora, donde se encontraba un hombre de cabello largo y ondulado, vestido con chaqueta negra y con las manos enlazadas a la espalda. Logain tenía ahora cuarenta Aes Sedai y Asha’man con él. Miró el contingente de Lan y después alzó una mano hacia el cielo y estrujó —como si fuera un trozo de papel— una enorme bola de fuego que caía. El cielo restalló como un trueno y la bola de fuego destrozada esparció chispas por doquier mientras el humo se agitaba en el aire. Cayeron flotando pavesas que se apagaban al tocar la impetuosa corriente del río y esparcían pizcas blancas y negras en la superficie del agua.

Lan frenó un poco a Mandarb al aproximarse a Vado de Hawal, justo al sur de los Altos de Polov. Logain adelantó la otra mano hacia el río. Las aguas se agitaron y dieron bandazos hacia arriba mientras se alzaban en el aire, como si fluyeran por encima de una rampa invisible. Se desplomaron con estrépito por el otro lado y crearon una violenta catarata; al caer, el agua saltaba y salpicaba sobre de las riberas del río.

Lan hizo una leve inclinación de cabeza a Logain y siguió adelante guiando a Mandarb por debajo de la cascada y cruzando sobre las piedras del lecho del vado, todavía mojadas. Arriba, la luz del sol se filtraba a través del agua del río y centelleaba sobre Lan mientras pasaba bajo el túnel con estruendo, seguido por Andere y los malkieri. La catarata rugía a su izquierda y levantaba una neblina de agua pulverizada.

Lan se estremeció cuando salió de nuevo a cielo abierto; luego cargó a través de la cañada hacia los sharaníes. A su derecha se alzaban los Altos de Polov y a su izquierda se extendían las ciénagas, pero allí el paso era de tierra firme y llana. Arriba, en los Altos, arqueros, ballesteros y dragoneros se preparaban para disparar andanadas a los enemigos que se aproximaban.

Sharaníes al frente, una inmensa fuerza trolloc agrupándose detrás, todo directamente al oeste de los Altos. El estampido del disparo de un dragón hendió el aire desde la cumbre de los Altos, y a no tardar los sharaníes respondían con explosiones propias.

Lan situó la lanza en posición, apuntó a un soldado sharaní que cargaba hacia los Altos de Polov, y se preparó.

Elayne alzó la cabeza y giró hacia un lado. Ese terrible canto, un arrullo, un canturreo hermoso y terrible al mismo tiempo. Taconeó a Sombra de Luna, atraída hacia ese suave sonido. ¿De dónde venía?

Procedía de alguna parte dentro del campamento seanchan, al pie de Alcor Dashar. Echar una bronca a Mat por no explicarle su plan de guerra podía esperar. Tenía que encontrar la fuente de ese sonido, ese canto maravilloso que…

—¡Elayne! —gritó Birgitte.

Elayne taconeó los flancos de su montura para que prosiguiera.

—¡Elayne! ¡Draghkar!

Draghkar. Elayne se sacudió, miró hacia arriba y se encontró con las criaturas que caían como gotas de agua por todo el campamento. Las mujeres de la guardia bajaron las espadas y abrieron mucho los ojos a medida que el arrullo continuaba.

Elayne tejió un trueno y lo lanzó; el estampido hendió el aire extendiéndose a través de las guardias, que gritaron y se taparon los oídos. Elayne sintió un pinchazo de dolor en la cabeza y maldijo mientras cerraba los ojos, asaltada por la conmoción. Y entonces… dejó de oír.

De eso se trataba.

Se obligó a abrir los ojos para ver a los Draghkar todo en derredor, con los cuerpos larguiruchos y los ojos inhumanos. Abrieron los labios para canturrear, pero los oídos ensordecidos de Elayne no oyeron el arrullo. Sonrió mientras tejía látigos de fuego y arremetió contra las criaturas. No oyó los chillidos de dolor, lo cual era una lástima.

Recobradas, las mujeres de la guardia que habían caído de rodillas se incorporaron y apartaron las manos de los oídos. Por la expresión aturdida, Elayne comprendió que también estaban sordas. Birgitte las tenía enseguida atacando a los sorprendidos Draghkar. Tres de las criaturas intentaron emprender el vuelo para huir, pero Birgitte se ocupó de ellas con una flecha de penacho blanco para cada una; la última que derribó se precipitó sobre una tienda cercana.

Elayne agitó la mano para llamar la atención de Birgitte. Los primeros sonidos de los Draghkar no habían llegado de arriba, sino de más adentro del campamento. Elayne señaló, taconeó a Sombra de Luna para que se pusiera en movimiento, y condujo a sus tropas entre los seanchan. Por doquier, yacían hombres que contemplaban el cielo con las bocas abiertas. Muchos parecían respirar, pero no había vida en los ojos que miraban al vacío. Los Draghkar habían consumido sus almas, pero dejaban vivos los cuerpos como corteza cortada del pan de un hombre rico.

Ese grupo de Draghkar —Luz, había más de un centenar— podría haber tomado un hombre cada uno, matarlo y después retirarse sin que se descubriera su presencia. El clamor lejano de la batalla —toques de cuerno, estampidos de dragones, silbantes bolas de fuego, todo lo cual Elayne notaba ahora, pero que apenas oía debido a los oídos dañados— habría ocultado el ataque Draghkar. Las criaturas podrían haber atacado y huir, pero eran glotonas.

Sus guardias se dispersaron y atacaron a los sorprendidos Draghkar, muchos de los cuales tenían soldados sujetos. Esos seres no eran luchadores resistentes si se tomaba como referente la fuerza de los brazos. Elayne esperó mientras preparaba tejidos. A los Draghkar que intentaron huir, los abatió con fuego en el aire.

Cuando todos hubieron muerto —al menos los que estaban a la vista— Elayne hizo un gesto a Birgitte para que se acercara. En el aire flotaba un intenso olor a carne quemada. Elayne encogió la nariz y se inclinó para poner las manos en la cabeza de Birgitte y Curarle los oídos. Los bebés dieron pataditas cuando lo hizo. ¿De verdad reaccionaban así cuando Curaba a alguien o sólo eran imaginaciones suyas? Elayne bajó una mano para sujetarse el vientre con un brazo al tiempo que Birgitte daba un paso atrás y miraba a su alrededor.

La Guardiana encajó una flecha en la cuerda; Elayne percibió su alarma. Birgitte disparó y un Draghkar salió a descubierto del interior de una tienda cercana, trastabillando. Luego apareció un seanchan, también a trompicones y con los ojos vidriosos. La muerte había interrumpido a la criatura cuando estaba a mitad de la ingesta; ese pobre tipo no volvería a estar en su sano juicio.

Elayne dio media vuelta a la montura y vio algunas tropas seanchan que llegaban cargando hacia el área. Birgitte habló con ellos y luego se volvió para hablarle a Elayne, pero ésta sacudió la cabeza y Birgitte vaciló; entonces dijo algo más a los seanchan.

Las guardias de Elayne se agruparon a su alrededor de nuevo y observaron a los seanchan con desconfianza. Elayne entendía perfectamente su reacción.

Birgitte le hizo un gesto con la mano para que siguiera adelante y el grupo continuó en la dirección que llevaban antes. En esto, una damane y su sul’dam se acercaron y —cosa sorprendente— le hicieron una reverencia a Elayne. Quizá la tal Fortuona les había dado órdenes de mostrarse respetuosas con los monarcas de otros países.

Elayne vaciló, pero ¿qué iba a hacer? Podía regresar al campamento para recibir la Curación, pero eso la entretendría un buen rato y era urgente que hablara con Mat. ¿De qué servía pasarse días trazando planes de guerra si él los desechaba después? Confiaba en Mat —Luz, no le quedaba más remedio—, pero preferiría saber qué se proponía hacer.

Suspiró y extendió el pie hacia la damane. La mujer frunció el entrecejo y luego miró a la sul’dam. Por lo visto, ambas se lo habían tomado como un insulto. Desde luego ella lo había hecho con intención de que lo pareciera.

La sul’dam asintió y su damane alargó la mano para tocar la pierna de Elayne justo por encima de la bota. Las resistentes botas eran parecidas a las que llevaría cualquier soldado, no una reina, pero ella no tenía intención de entrar en batalla llevando unos zapatos finos.

Una leve sacudida del frío de la Curación le recorrió el cuerpo, y empezó a recuperar el oído poco a poco. Los tonos graves fueron los primeros. Explosiones. El lejano estampido de disparos de dragones. El discurrir del río cercano. Varios seanchan hablando. Las siguientes fueron las frecuencias medias, y luego un torrente de sonidos. El suave movimiento de faldones de tiendas, gritos de soldados, toques de cuernos.

—Diles que Curen a las otras —indicó Elayne a Birgitte.

Ésta enarcó una ceja, probablemente preguntándose por qué no daba ella la orden directamente. Bueno, esos seanchan eran muy quisquillosos en cuanto qué clases sociales podían hablar entre sí. Elayne no les haría el honor de hablarles directamente.

Birgitte transmitió la orden y los labios de la sul’dam se apretaron en una fina línea. Llevaba los lados de la cabeza afeitados; era de alta cuna. Quisiera la Luz que haciendo eso hubiera conseguido insultarla otra vez.

—Lo haré —repuso la mujer—. Aunque por qué cualquiera de vosotros quiere que os Cure un animal escapa a mi comprensión.

Los seanchan no eran partidarios de permitir que una damane Curara. Al menos, eso era lo que no dejaban de proclamar, si bien tal afirmación no había impedido que, a regañadientes, enseñaran los tejidos a sus mujeres cautivas ahora que habían sido testigos de la ventaja que implicaba para la batalla. Sin embargo, por lo que Elayne había oído, los nobles rara vez accedían a recibir Curación.

—Vayámonos —dijo Elayne, que hizo un gesto a sus guardias para que se quedaran y las Curaran, y emprendió galope.

Birgitte la miró, pero no hizo objeciones. Las dos se apresuraron; Birgitte montó en su caballo y cabalgó con Elayne hacia el recinto del puesto de mando de los seanchan. De una planta, estaba instalado en una amplia hendidura de altas paredes, al pie de la cara sur de Alcor Dashar; lo habían trasladado de la parte superior, ya que a Mat le preocupaba que estuviera demasiado expuesto. La cumbre seguiría usándose para supervisar la batalla a cortos intervalos.

Elayne dejó que Birgitte la ayudara a desmontar. Luz, empezaba a sentirse muy torpe, le costaba moverse. Como si fuera un barco en dique seco. Se permitió un instante para recobrar la compostura. Relajó el rostro y controló las emociones. Se atusó el cabello, se alisó el vestido y luego se dirigió al pabellón.

—En nombre de un puñetero trolloc con dos dedos de zarpa —entró diciendo—, ¿se puede saber qué crees que estás haciendo, Matrim Cauthon?

Como era de esperar, el juramento lo hizo sonreír y alzar la mirada de la mesa de los mapas. Llevaba el sombrero y la chaqueta encima de unas ropas de bonita seda que parecían como si se hubiesen confeccionado para hacer juego con el color del sombrero, además de incorporarles puños y cuello de piel grabada, como para no estar fuera de lugar. Olía a algún tipo de acuerdo. Sin embargo, ¿por qué llevaba en la base del sombrero una banda rosa?

—Hola, Elayne —saludó Mat—. Supuse que no tardarías en venir a verme.

—Hizo un gesto señalando un sillón que había a un lado de la estancia, con los colores rojo y blanco de Andor. Era muy mullido, y al lado, humeando en una pequeña mesa, había una taza de té caliente.

«Así te abrases, Matrim Cauthon —pensó—. ¿Desde cuándo eres tan listo?»

La emperatriz seanchan se encontraba sentada en su trono al fondo de la estancia, con Min a su lado; Min iba vestida con suficiente seda verde para abastecer una tienda en Caemlyn para dos semanas. A Elayne no le pasó inadvertido el hecho de que el trono de Fortuona era dos dedos más alto que su sillón. Esa puñetera, insufrible mujer.

—Mat, hay Draghkar en tu campamento.

—Maldición. ¿Dónde?

—Debería haber dicho que «había» Draghkar en tu campamento —aclaró Elayne—. Nos ocupamos de ellos. Debes decir a tus arqueros que vigilen mejor.

—Ya se lo he dicho —protestó Mat—. Maldita sea. Que alguien compruebe cómo están los arqueros, yo…

—¡Gran príncipe! —dijo un mensajero seanchan, que entró presuroso, se puso de rodillas y luego se postró con un movimiento suave, sin dejar de informar—. ¡Los arqueros de la orilla han caído a manos de avanzadillas sharaníes! Ocultaron el ataque con el humo de bolas de fuego.

—¡Rayos y centellas! —maldijo Mat—. ¡Enviad ahora mismo dieciséis damane y e sul’dam allí abajo! Que bajen las unidades de arqueros septentrionales y los escuadrones cuarenta y dos y cincuenta. Y diles a los exploradores que los haré azotar si dejan que vuelva a ocurrir algo así.

—Poderoso Señor —dijo el mensajero, que saludó mientras se incorporaba y salía del recinto caminando hacia atrás, sin alzar la vista para evitar el riesgo de que su mirada se cruzara con la de Mat.

En general, Elayne estaba impresionada por la facilidad del mensajero para mezclar reverencia e informe. También se sentía asqueada. Ningún dirigente debería exigir ese sometimiento a sus súbditos. La fuerza de una nación provenía de la fuerza de sus gentes; si uno los quebrantaba, se quebrantaba su propia espalda.

—Sabías que venía —dijo Elayne después de que Mat impartiera unas cuantas órdenes más a sus ayudantes—. Y previste la cólera que tu cambio de planes causaría. Maldita sea, Mat Cauthon, ¿por qué has tenido que hacerlo? Creía que nuestro plan de batalla era bueno.

—Lo era.

—¡Entonces, ¿por qué cambiarlo?!

—Elayne —empezó Mat, que se volvió hacia ella—. Todo el mundo me pone al mando, contra mi deseo, porque los Renegados no pueden influir en mi mente, ¿correcto?

—Ésa es la idea general. Aunque yo habría dicho que tal cesión de poder estaba menos fundamentada en ese medallón tuyo que en el hecho de que tengas la cabeza tan dura que no hay Compulsión que la penetre.

—Jodidamente cierto —convino Mat—. Sea como sea, si los Renegados están usando Compulsión en la gente de nuestros campamentos, probablemente se habrán enterado de unas cuantas cosas de nuestras reuniones.

—Supongo que sí.

—De modo que conocen nuestro plan. Nuestro gran plan, a cuya preparación dedicamos tanto tiempo. Lo conocen.

Elayne vaciló.

—¡Luz! —exclamó Mat mientras meneaba la cabeza—. La primera y más importante regla para ganar una guerra es saber lo que tu adversario va a hacer.

—Creía que la primera regla era conocer el terreno —dijo Elayne mientras cruzaba los brazos.

—Ésa también. Sea como sea, comprendí que si el enemigo sabía lo que íbamos a hacer, teníamos que hacer cambios. De inmediato. Unos planes de guerra malos son mejores que unos buenos que el enemigo conoce de antemano.

—¿Y por qué no imaginaste que esto ocurriría? —demandó Elayne.

Él la miró con rostro inexpresivo. Una de las comisuras de la boca se curvó fugazmente. Entonces Mat se caló más el sombrero de forma que el ala arrojaba sombra sobre el parche del ojo.

—Luz —exclamó Elayne—. Lo sabías. Te has pasado toda esta semana haciendo planes con nosotros y sabías todo el tiempo que los tirarías junto con el agua de fregar los platos.

—Eso es darme demasiado crédito —repuso Mat, que volvió a mirar los mapas—. Creo que es posible que una parte de mí lo supiera desde el principio, pero no caí en ello hasta el instante antes de que los sharaníes llegaran aquí.

—Entonces, ¿cuál es el nuevo plan?

Mat no respondió.

—Vas a mantenerlo en tu cabeza —dijo Elayne, que sintió que las piernas le flaqueaban—. Vas a liderar la batalla y ninguno de nosotros sabrá qué puñetas estás planeando, ¿verdad? De otro modo, alguien podría oírlo a hurtadillas y las noticias le llegarían a la Sombra.

Él asintió con la cabeza.

—Que el Creador nos proteja —susurró Elayne.

—¿Sabes? —comentó Mat, con el ceño fruncido—. Eso mismo fue lo que dijo Tuon.

En los Altos, Ino se tapaba los oídos mientras los cercanos dragones escupían fuego a trollocs y a sharaníes, al oeste de su posición. El olor intenso a algo acre flotaba en el aire, y los estampidos eran tan ensordecedores que ni siquiera oía sus jodidas maldiciones.

Allá abajo, los jinetes de Lan Mandragoran batían los laterales de la fuerza de asalto para mantenerla agrupada a fin de que los dragones pudieran causar más daño. Los sharaníes llevaban trollocs con ellos. También tenían encauzadores, montones de ellos. Río arriba, otro gran contingente trolloc, el que había hecho tanto daño a las fuerzas del Dai Shan, había llegado desde el nordeste y enseguida estarían en Campo de Merrilor.

Los dragones enmudecieron momentáneamente mientras los dragoneros volvían a llenarles las fauces con lo que quiera que los hiciera funcionar. Ino no pensaba acercarse a esos puñeteros artefactos. Artilugios que traían mal fario, eso eran. Estaba seguro.

El jefe de los dragoneros era un cairhienino enjuto, e Ino nunca había tenido muy buena opinión de esa gente. Cada vez que él hablaba, lo miraban con el jodido ceño fruncido. Éste iba montado en su caballo con aire altanero, y ni se inmutó cuando los dragones dispararon de nuevo.

La Sede Amyrlin había unido su suerte a la de esos hombres; y a la de los seanchan también. Pues él no iba a protestar, puñetas. Necesitaban todos los hombres que pudieran conseguir, incluidos los cairhieninos y los jodidos seanchan.

—¿Os gustan los dragones, capitán? —le dijo el cabecilla, Talmanes.

Capitán. Lo habían ascendido, qué puñetas. Ahora dirigía una fuerza de piqueros de la Torre y de caballería ligera recién reclutados.

No debería tener el mando de nada; él se sentía muy satisfecho como soldado raso. Pero contaba con entrenamiento y experiencia en batalla, dos cosas de las que andaban cortos por entonces, como Bryne había dicho en Salidar. ¡Así que ahora era un maldito oficial y dirigía caballería e infantería, nada menos! En fin, sabía lo que se hacía con una pica, si tenía que utilizar una, aunque por lo general prefería luchar a caballo.

Sus hombres estaban preparados para defender la cima de los Altos al borde del declive si el enemigo lograba subir la pendiente. Hasta el momento, los arqueros situados delante de los dragoneros habían impedido que ocurriera tal cosa, pero los arqueros tendrían que retirarse a no tardar, y entonces serían los jodidos soldados de la tropa regular los que entrarían en combate. Abajo, los sharaníes se apartaron para dejar que la fuerza principal trolloc se lanzara al asalto cuesta arriba.

Los piqueros avanzarían para contener el ataque trolloc, y allí las picas funcionarían bien puesto que esos monstruos cargaban ladera arriba. Añadiendo algo de caballería en los malditos flancos y con los arqueros disparando por esos puñeteros accesos abiertos allá en lo alto, probablemente podrían aguantar durante días. Tal vez semanas. Cuando los presionaran para echarlos de la cumbre por la superioridad numérica, lo harían pulgada a pulgada, aferrándose a cada palmo de terreno.

Ino suponía que no había posibilidad de que sobreviviera a esa jodida batalla. De hecho, lo sorprendía haber aguantado tanto tiempo. En realidad, el puñetero Masema podría haberle cortado la cabeza; o haberlo hecho los seanchan, cerca de Falme; o algún trolloc aquí y allí. Había intentado mantenerse enjuto para que así supiera asquerosamente mal cuando lo metieran en uno de esos malditos peroles.

Los dragones empezaron a disparar de nuevo y abrieron enormes agujeros en las hordas de trollocs que avanzaban. Ino se llevó las manos a los oídos.

—Advertid cuando vayáis a hacer eso, malditos despojos colgantes de cabra…

El siguiente disparo lo dejó sin aliento.

Abajo, los trollocs saltaron por el aire cuando los dragones pulverizaron el suelo debajo de ellos. Esos huevos explotaban cuando salían disparados de los malditos tubos. ¿Qué otra cosa, aparte del Poder Único, podría hacer explotar el metal? No obstante, si de algo estaba seguro Ino era de que no quería saberlo.

Talmanes se acercó al borde de los Altos para inspeccionar el daño causado. Se había reunido con una mujer tarabonesa, la que había inventado esas armas. Ella echó un vistazo y reparó en Ino; entonces le lanzó algo. Un trocito de cera. La tarabonesa se dio golpecitos en la oreja y después se puso a hablar con Talmanes haciendo gestos. Puede que el cairhienino tuviera las tropas a sus órdenes, pero era la mujer quien se encargaba de los artefactos. Ella decía a los hombres dónde colocar los dragones para combatir.

Ino rezongó, pero se guardó la cera en el bolsillo. Un pelotón de trollocs, alrededor de cien, había conseguido superar las explosiones y no tenía tiempo para preocuparse por los oídos. Asió una pica, la sostuvo en posición horizontal e indicó por señas a sus hombres que hicieran lo mismo. Todos llevaban el color blanco de la Torre; él mismo vestía un tabardo blanco.

Gritó órdenes, dispuso la pica y se puso de costado cerca del borde de la pendiente, con el extremo posterior del asta levantado. Una mano sujetaba el asta delante de él para guiar y reforzar la arremetida; la otra mano, con la palma hacia abajo y asiéndola a un brazo de distancia del extremo posterior, daría impulso al lanzazo cuando los trollocs estuvieran al alcance de las picas. Varias líneas de piqueros detrás de Ino estaban preparadas para avanzar a continuación del impacto inicial.

—¡Sujetad las picas con firmeza, condenados pastores! —bramó Ino—. ¡Que no se muevan!

Los trollocs, que trepaban por la vertiente casi a gatas, chocaron con la línea de picas. Las bestias en vanguardia trataron de apartarlas a un lado haciendo barridos con sus armas, pero los hombres de Ino dieron un paso hacia adelante y ensartaron a los trollocs, a menudo dos picas por bestia. Ino gruñó y tiró de la pica para colocarla de nuevo en posición y lancear a un trolloc en el cuello.

—¡Primera línea, atrás! —gritó Ino al tiempo que daba un tirón hacia atrás para liberar el arma del trolloc que había matado.

Sus compañeros hicieron lo mismo, sacando las armas de un tirón y dejando que los cuerpos rodaran pendiente abajo.

Los piqueros de la primera línea retrocedieron mientras los de la segunda se adelantaban pasando ente ellos y embestían a los monstruos. Cada línea fue rotando hacia el frente en sucesión hasta que, unos minutos después, todos los trollocs del pelotón estuvieron muertos.

—Buen trabajo —aprobó Ino al tiempo que alzaba la pica para ponerla en posición vertical; un reguerillo de apestosa sangre trolloc se deslizó a lo largo del asta desde la afilada punta—. Buen trabajo.

Echó una ojeada a los dragoneros, que estaban metiendo más huevos por esos tubos. Se apresuró a sacar la cera del bolsillo. Sí, podían defender esa maldita posición. Podían hacerlo bien. Sólo tenían que…

Un grito en lo alto hizo que olvidara taparse los oídos. Algo se precipitó al suelo y cayó al lado de Ino. Era una bola de plomo con cintas que habían tirado desde muy arriba.

—¡Condenado carnero seanchan! —gritó Ino, mirando hacia lo alto y sacudiendo el puño—. ¡Eso casi me ha atizado en la mollera, comedor de gusanos podridos!

El raken se alejó volando, probablemente sin que su jinete oyera una palabra de lo que Ino había gritado. Malditos seanchan. Se agachó y recogió la carta sujeta a la bola.

«Retirada en descenso por la vertiente del sudoeste de los Altos».

—Me estáis tomando el pelo —masculló Ino—. Me estáis tocando las narices. Tú, Allin, pedazo de animal, ¿puedes leer esto?

Allin era un andoreño de cabello oscuro que llevaba media barba, afeitada en los lados. Ino siempre había sido de la opinión de que esas barbas eran jodidamente ridículas.

—¿Retirada? —dijo Allin—. ¿Ahora?

—Ésos han perdido el juicio —gruñó Ino.

Cerca, Talmanes y la mujer tarabonesa recibían a una mensajera que les daba la misma noticia, a juzgar por la expresión ceñuda de la tarabonesa. Retirada.

—Más vale que Cauthon sepa lo que se hace, puñetas —dijo Ino al tiempo que meneaba la cabeza.

Todavía no entendía por qué razón cualquier persona pondría a Cauthon al frente de nada. Recordaba a ese muchacho, siempre hablando mal a la gente, con los ojos hundidos y más muerto que vivo, medio echado a perder.

Pero lo haría. Había jurado obediencia a la maldita Torre Blanca. Así que lo haría.

—Transmite la orden —le indicó a Allin mientras se metía la cera en los oídos al ver que Aludra, junto a los dragones, preparaba una última descarga antes de marcharse—. Nos retiramos de los jodidos Altos, y…

Un seco estampido alcanzó físicamente a Ino, vibró a través de todo su cuerpo y estuvo a punto de pararle el corazón. Dio con la cabeza en el suelo antes de ser consciente de que se había desplomado.

Parpadeó para librarse del polvo en los ojos, gimió y rodó sobre sí mismo cuando otro fogonazo, seguido de uno más, alcanzó los Altos en la zona donde se encontraban los dragones. ¡Eran rayos! Sus soldados estaban caídos de rodillas, cerrados los ojos y con las manos en los oídos. No obstante, Talmanes ya se había levantado e impartía órdenes a gritos que Ino apenas oía, al tiempo que agitaba las manos hacia sus hombres para que retrocedieran.

Una docena de bolas de fuego, enormes e increíblemente veloces, se alzaron desde el ejército sharaní, detrás de los trollocs. Ino maldijo y se zambulló en una depresión del terreno para protegerse; cayó en el hueco instantes antes de que toda la loma se sacudiera como si hubiera un terremoto. Pegotes de tierra cayeron sobre él y casi lo enterraron.

Todo iba contra ellos. Todo. Del primer al último encauzador sharaní del ejército parecía haberse centrado en los Altos al mismo tiempo. ¡Ellos tenían Aes Sedai situadas para proteger los dragones, pero por las apariencias debían de estar pasándolo muy mal para combatir contra aquello!

El ataque duró lo que le pareció una eternidad. Cuando cesó, Ino se liberó de la tierra que lo cubría. Algunos de los jodidos dragones habían quedado hechos pedazos, y Aludra trabajaba con los dragoneros para salvar ésos y proteger el resto. Talmanes, con una mano ensangrentada en la cabeza, gritaba algo. Ino se quitó la cera de los oídos —puede que eso lo hubiera salvado de quedarse sordo— y fue hacia Talmanes andando con dificultad.

—¡¿Dónde están vuestras puñeteras Aes Sedai?! —gritó Ino—. ¡Se supone que tenían de impedir que pasara esto, maldita sea!

Tenían cuatro docenas con órdenes de cortar tejidos desde el aire o empujarlos para desviarlos y proteger los dragones. Ellas habían afirmado ser capaces de mantener los Altos a salvo de cualquier cosa salvo la llegada del Oscuro. Ahora estaban hechas polvo al haberles caído de lleno las descargas de rayos.

Los trollocs avanzaban de nuevo pendiente arriba. Ino ordenó a Allin que formara un muro de picas y contuviera a las criaturas, tras lo cual corrió hacia las Aes Sedai con unos cuantos guardias. Se unió a los Guardianes para ayudarlos a levantarlas del suelo, y buscó a su cabecilla.

—¡Kwamesa Sedai! —llamó Ino, que por fin encontró a la Aes Sedai que comandaba el grupo. La esbelta arafelina de tez oscura mascullaba algo entre dientes y se sacudía el polvo de las ropas.

—¿Qué ha sido eso? —demandó la mujer.

—Eh… —empezó Ino.

—La pregunta no iba dirigida a ti —dijo ella mientras examinaba el cielo—. ¡Einar! ¿Por qué no percibiste esos tejidos?

Un Asha’man corrió hacia ella.

—Llegaron demasiado deprisa —explicó—. Los teníamos encima antes de que me diera tiempo de avisar. Y… ¡Luz! Quienquiera que los lanzara era fuerte. Más de lo que había visto nunca, más fuerte que…

Una línea de luz hendió el aire tras ellos. Era enorme, tan larga como la fortaleza de Fal Dara. Rotó sobre sí misma para abrir un vasto acceso que rajó el suelo en el centro de los Altos. De pie al otro lado había un hombre con brillante armadura hecha con círculos semejantes a monedas plateadas. La cabeza, sin casco, lucía oscuro cabello; del rostro destacaba la nariz aguileña. Sostenía en la mano un cetro de oro, con la parte superior en forma de reloj de arena o de una delicada copa.

Kwamesa reaccionó de inmediato levantando la mano y lanzando un chorro de fuego. El hombre agitó la mano con desdén y el chorro de fuego se desvió; luego apuntó —casi con indiferencia— y algo fino, caliente y blanco lo conectó con Kwamesa. La forma de la mujer brilló con intensidad y después desapareció; unas partículas minúsculas cayeron flotando al suelo.

—¡Vengo por el Dragón Renacido! —anunció la figura vestida en plata—. Id a buscarlo. O hacéis eso, o me encargaré de que vuestros gritos lo hagan venir.

El suelo debajo de los dragones saltó en el aire a pocos pies de Ino, que levantó un brazo para protegerse la cara; fragmentos de madera astillada y pegotes de tierra lo golpearon.

—La Luz nos asista —musitó Einar—. Estoy intentando detenerlo, pero está unido a un círculo. Un círculo completo. Setenta y dos. ¡Jamás había visto semejante poder! Yo…

Una fina barra de abrasadora luz blanca atravesó el dragón roto, lo vaporizó y alcanzó a Einar. El hombre desapareció en un instante, e Ino reculó a trompicones al tiempo que maldecía. Se apartó más para esquivar los pedazos metálicos de dragones que caían a su alrededor.

Ino les gritó a sus hombres que retrocedieran y los azuzó para que se movieran; sólo se detuvo unos instantes para agarrar por debajo del brazo a un hombre herido y ayudarlo a huir. Ya no discutía la orden de retirarse de los Altos. ¡Era la mejor orden que un puñetero hombre podía haber dado!

Logain Ablar soltó el Poder Único. Se encontraba junto al Mora, al pie de los Altos, y percibió los ataques allí arriba.

Soltar el Poder Único ese día fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida. Más que la decisión de nombrarse Dragón, más que contenerse de estrangular a Taim durante aquellos primeros días juntos en la Torre Negra.

El Poder lo abandonó dejándolo vacío, como si las venas se le hubieran abierto y él estuviera desangrándose en el suelo. Respiró hondo. Absorber todo ese Poder Único —el de treinta y nueve personas en un círculo— había sido embriagador. Soltarlo le recordó su amansamiento, cuando le habían arrebatado el Poder. Cuando cada respiración lo había animado a encontrar un cuchillo con el que degollarse.

Sospechaba que ésa era su demencia: el terror de que soltar el Poder Único sería perderlo para siempre.

—Logain… —llamó Androl.

Él volvió la cabeza hacia el hombre y sus compañeros. Le eran leales. Ignoraba por qué, pero lo eran. Todos ellos. Necios. Leales necios.

—¿Notáis eso? —preguntó Androl.

Los demás —Canler, Emarin, Jonneth— miraban hacia los Altos. El Poder que se manejaba allí arriba era… portentoso.

—Demandred —dijo Emarin—. Tiene que ser él.

Logain asintió despacio con la cabeza.

«Semejante poder…» Ni siquiera uno de los Renegados podía ser tan fuerte. Debía de llevar un sa’angreal de una potencia inmensa.

«Con una herramienta así —le susurraron sus pensamientos—, ningún hombre o mujer volvería a arrebatarte el Poder jamás».

Taim lo había hecho, durante el tiempo en el que lo había tenido encerrado. Manteniéndolo cautivo, escudado, incapaz de tocar el Poder Único. Los intentos de Trasmutarlo habían resultado dolorosos, desgarradores. Pero estar sin el Saidin

«Potencia», pensó mientras observaba aquel poderoso despliegue de encauzamiento. El ansia de ser tan fuerte casi sofocaba su odio por Taim.

—De momento no nos enfrentaremos a él —dijo—. Dividíos en los equipos organizados de antemano. —Cada equipo lo formarían una mujer y cinco o seis hombres. Una mujer y dos hombres podían formar un círculo mientras que los otros dos le prestaban apoyo—. Daremos caza a los traidores de la Torre Negra.

Pevara, que estaba al lado de Androl, enarcó una ceja.

—¿Pensáis ir ya por Taim? —inquirió—. ¿No dijo Cauthon que estuvieseis aquí para ayudar a mover a los hombres?

—Se lo dejé claro a Cauthon —contestó Logain—. No voy a pasarme esta batalla trasladando soldados por todo el campo de batalla. En cuanto a órdenes, tenemos una directriz dada por el propio Dragón Renacido.

Rand al’Thor había indicado que eran sus «últimas» órdenes para ellos en una nota despachada junto a un pequeño angreal de un hombrecillo gordo que sostenía una espada:

La Sombra ha robado los sellos de la prisión del Oscuro. Encontradlos. Si podéis, por favor encontradlos.

Durante su cautividad, a Androl le había parecido oír algo que le sonó como un comentario jactancioso de Taim relacionado con los sellos. Era su única pista. Logain recorrió con la mirada el entorno. Sus fuerzas se retiraban de los Altos. Desde donde se encontraba, no veía la posición de los dragones, pero las espesas columnas de humo no auguraban nada bueno sobre su estado.

«Sigue dando órdenes —pensó Logain—. ¿Aún me siento inclinado a cumplirlas?»

¿A cambio de la posibilidad de vengarse de Taim? Sí, seguiría las órdenes de Rand al’Thor. En otro momento ni siquiera se lo habría planteado. Eso había sido antes de su cautividad y tortura.

—Id —les dijo a sus Asha’man—. Ya habéis leído lo que el lord Dragón escribió. Hemos de recobrar los sellos a todo trance. Nada es más importante que esto. Debemos confiar en que es cierto que Taim los tiene. Estad atentos a cualquier señal de hombres encauzando y dadles caza, matadlos.

Daba igual si esos hombres encauzadores era sharaníes. Los Asha’man contribuirían a esta batalla quitando de en medio a encauzadores enemigos. Habían discutido las tácticas con anterioridad. Cuando percibieran que un varón encauzaba, usarían saltos cortos con accesos para localizar dónde estaban, y entonces intentarían sorprenderlos y atacarlos.

—Si veis a uno de los hombres de Taim —instruyó Logain—, intentad capturarlo para que podamos sacarle información de dónde ha instalado Taim su base. —Hizo una pausa—. Si tenemos suerte, el propio M’Hael estará aquí. Sed precavidos por si llevara encima los sellos; no queremos destruirlos con un ataque. Si lo veis, regresad para informarme dónde se encuentra.

El equipo de Logain se puso en marcha. Lo dejaron con Gabrelle, Arel Malevin y Karldin Manfor. Había tenido suerte de que al menos algunos de sus hombres más diestros hubieran estado ausentes de la Torre durante la traición de Taim.

—¿Y qué pasa con Toveine? —preguntó Gabrelle, que lo miraba con gesto inexpresivo.

—La mataremos si la encontramos.

—¿Así de sencillo es para ti?

—Sí.

—Ella…

—¿Preferirías vivir si fueses ella, Gabrelle? ¿Vivir y servirle?

Ella cerró la boca y apretó los labios. Todavía le tenía miedo; Logain lo notaba. Bien.

«¿Era esto lo que deseabas cuando enarbolaste la bandera del Dragón —susurró su mente—, cuando buscabas salvar a la humanidad? ¿Lo hacías para ser temido? ¿Odiado?»

No hizo caso de esa vocecilla. Las únicas ocasiones en las que había logrado algo en la vida habían sido cuando lo temían. Era la única baza que había tenido contra Siuan y Leane. El Logain primario, ese instinto que anidaba en lo más hondo de su ser y que lo impulsaba a seguir vivo, necesitaba que la gente lo temiera.

—¿La percibes? —preguntó Gabrelle.

—La liberé del vínculo.

La envidia de la mujer le llegó instantánea, punzante. Lo sorprendió. Había creído que ella empezaba a disfrutar de esa unión o, al menos, a soportarla.

Aunque, por supuesto, todo era teatro para así poder manipularlo. Era el estilo de las Aes Sedai. Sí, antes había sentido deseo por ella, quizás incluso afecto. No estaba seguro de poder fiarse de lo que creía que había sentido por ella. Al parecer, a pesar de lo mucho que había intentado ser fuerte y libre, desde que había sido un muchachito siempre había habido alguien que tiraba de los hilos de su vida.

El encauzamiento de Demandred irradiaba potencia. Qué fuerza…

Un potente estampido resonó en los Altos. Logain rompió a reír con tantas ganas que echó la cabeza hacia atrás. En la cumbre, allá arriba, salieron lanzados al aire cuerpos como si fueran hojas.

—¡Coligaos conmigo! —ordenó a quienes se habían quedado con él—. Formemos un círculo y vayamos a dar caza al M’Hael, y también a sus hombres. Quiera la Luz que pueda encontrarlo… ¡Mi mesa sólo se merece el mejor plato, la cabeza del ciervo!

Y después de eso… ¿quién sabía? Siempre había querido probarse a sí mismo enfrentándose a uno de los Renegados. Volvió a abrirse a la Fuente y se aferró a los trallazos del Saidin como si fuera una serpiente que se retorcía e intentaba morderlo. Usó el angreal para absorber más, y entonces el Poder de los otros fluyó a raudales en él. Rió con más fuerza.

Gawyn se sentía muy cansado. Lo normal habría sido que en esa semana de preparativos se hubiera recuperado, pero se sentía como si hubiera recorrido a pie decenas de leguas.

La cosa no tenía remedio. Se obligó a centrar la atención en el acceso que había en la mesa delante de él, desde el que se divisaba el campo de batalla.

—¿Estáis segura de que no pueden ver esto? —le preguntó a Yukiri.

—Lo estoy —contestó ella—. Se han hecho pruebas de forma exhaustiva.

La mujer se había convertido en una experta con ese tipo de accesos de visualización. Había creado ése encima de una mesa que les habían llevado al campamento desde Tar Valon. Lo que veía ahora era el campo de batalla como lo haría con un mapa.

—Si de verdad has hecho invisible el otro lado, esto podría ser realmente útil… —especuló Egwene.

—Sería más fácil descubrirlo a corta distancia —admitió Yukiri—. Éste se encuentra tan alto en el cielo que nadie allí abajo podrá divisarlo.

—Luz, nos están aniquilando —susurró Bryne.

Gawyn lo miró. El general rechazaba las insinuaciones de que regresara a sus posesiones, incluso las dichas en tono firme. Insistía en que aún era capaz de blandir una espada; lo que no podían permitirle era liderar. Además —argumentaba— cualquiera de ellos podría estar sometido a la Compulsión. En cierto modo, saber que él lo estaba les daba una ventaja. Al menos a él podían vigilarlo.

Y Siuan lo hacía; lo sujetaba del brazo con gesto protector. Los únicos que se encontraban en la tienda aparte de ellos eran Silviana y Doesine.

La batalla no iba bien. Cauthon ya había perdido los Altos —el plan original era resistir allí todo el tiempo posible— y los dragones estaban hechos pedazos. El ataque de Demandred con el Poder Único había sido muchísimo más fuerte de lo que cualquiera de ellos había previsto. Y el otro gran ejército trolloc había llegado del nordeste y presionaba a los defensores que Cauthon había situado río arriba.

—¿Qué es lo que planea? —dijo Egwene mientras daba golpecitos con el dedo en la mesa. A través del acceso llegaban gritos lejanos—. Si esto sigue así, nuestros ejércitos van a quedar rodeados.

—Está intentando que muerdan el anzuelo para que salte la trampa —contestó Bryne.

—¿Qué clase de trampa?

—Es sólo una suposición, y la Luz sabe que mis valoraciones ya no son de fiar como lo eran antes —dijo Bryne—. Da la impresión de que Cauthon planea aunar todo en una batalla, sin retrasos, sin intentar desgastar a los trollocs. Tal como lo está haciendo, el resultado se decidirá en días. Puede que en horas.

—Eso suena exactamente como algo que Mat haría —señaló Egwene, resignada.

—Qué potencia la de esos tejidos —dijo Lelaine—. Qué fuerza…

—Demandred está en un círculo —indicó Egwene—. Testigos oculares afirman que es un círculo completo. Algo que no se veía desde la Era de Leyenda. Y además tiene un sa’angreal. Algunos de los soldados lo vieron… Semejaba un cetro.

Gawyn observaba el combate allí abajo, con la mano en la empuñadura de la espada. Oía gritar a los hombres cada vez que Demandred apuntaba tejido tras tejido de fuego contra ellos.

La voz del Renegado retumbó de repente, llegando muy alto en el aire.

—¡¿Dónde estás, Lews Therin?! Se te ha visto en todos los otros campos de batalla, disfrazado. ¿Estás también aquí? ¡Lucha conmigo!

La mano de Gawyn apretó la empuñadura. Los soldados descendían por el costado sudoccidental de los Altos para cruzar el vado. Unos cuantos grupos seguían defendiendo los declives, y los dragoneros —como pequeños insectos a esa distancia— llevaban los dragones restantes a lugar seguro, tirados por mulas.

Demandred arrojó destrucción a las tropas que huían. Él por sí solo era un ejército, lanzando cuerpos al aire, reventando caballos, abrasando y destruyendo. A su alrededor, los trollocs ocupaban el terreno alto. Los salvajes vítores llegaban a través del acceso.

—Vamos a tener que enfrentarnos a él, madre —explicó Silviana—. Pronto.

—Intenta hacernos salir a descubierto —replicó Egwene—. Tiene ese sa’angreal. Nosotros podríamos crear un círculo de setenta y dos, pero después ¿qué? ¿Caer en su trampa? ¿Acabar muertos todos?

—¿Y qué otra opción tenemos, madre? —preguntó Lelaine—. Luz, los está matando a miles.

Matando a miles. Y allí estaban ellos.

Gawyn se apartó hacia atrás.

Nadie pareció reparar en su retroceso aparte de Yukiri, que se apresuró a ocupar con ansia su sitio al lado de Egwene. Gawyn salió de la tienda y, cuando los guardias de la puerta lo miraron, les dijo que necesitaba salir un poco a tomar el aire. Egwene lo aprobaría. Ella notaba lo cansado que se sentía últimamente; se lo había mencionado en varias ocasiones. Sentía los párpados como si llevaran colgados pesos de plomo que tiraran de ellos hacia abajo. Miró hacia el cielo nublado. Se oían las lejanas explosiones. ¿Cuánto tiempo iba a seguir esperando sin hacer nada mientras morían hombres?

«Lo prometiste —se dijo para sus adentros—. Afirmaste que permanecerías de buen grado a su sombra».

Lo cual no significaba que tuviera que dejar de hacer una tarea importante, ¿verdad? Metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo de los Puñales Sanguinarios. Se lo puso y de inmediato recobró las fuerzas, desaparecido el agotamiento por completo.

Vaciló y después sacó los otros anillos y también se los puso.

En la ribera meridional del río Mora, delante de las ruinas al nordeste de Alcor Dashar, Tam al’Thor buscó el vacío como Kimtin le había enseñado a hacer tantos años atrás. Tam imaginó una llama y volcó sus emociones en ella. La calma empezó a llenarlo; a continuación lo abandonó, y sólo quedó el vacío. Como una pared recién pintada, hermosa y blanca, que acabaran de enlucir. Todo se difuminó.

Tam era el vacío. Tensó el arco, curvando la buena madera oscura de tejo, con la flecha a la altura de la mejilla. Apuntó, pero eso sólo era una formalidad. Cuando estaba tan sumergido en el vacío, la flecha haría exactamente lo que él le ordenara. No era que lo «supiera», igual que el sol no sabía que saldría ni las ramas que tirarían las hojas. Ésas no eran cosas sabidas; eran, sin más.

Disparó, la cuerda del arco chascó con un ruido seco, la flecha atravesó el aire. Otra la siguió, y otra más. Tenía cinco en el aire al mismo tiempo, cada cual apuntada previendo los vientos cambiantes.

Los primeros cinco trollocs cayeron mientras intentaban cruzar a través de uno de los muchos puentes de balsas que habían conseguido colocar allí, en el río. Los trollocs odiaban el agua; incluso la que era poco profunda los amedrentaba. Lo que quiera que Mat hubiera hecho corriente arriba para proteger el río estaba funcionando de momento, dado que seguía fluyendo. La Sombra intentaría represarlo. Al parecer, ya lo intentaba, pues de vez en cuando el cadáver de un trolloc o de una mula pasaba flotando río abajo.

Tam siguió disparando flechas, así como Abell y otros hombres de Dos Ríos. A veces apuntaban a la masa, sin elegir un trolloc en particular, aunque eso era raro. Un soldado regular podría disparar sin ver bien en cierto momento y dar por sentado que su flecha encontraría carne donde clavarse, algo que no haría un buen arquero de Dos Ríos. Las flechas eran objetos corrientes para los soldados, pero no para los leñadores. Los trollocs caían en oleadas. Además de Tam y los hombres de Dos Ríos, los ballesteros tensaban el disparador de sus armas y soltaban andanada tras andanada contra los Engendros de la Sombra. Los Fados que iban detrás fustigaban y azuzaban a los trollocs para que se apresuraran a cruzar el río, aunque con poco éxito.

La flecha de Tam se clavó justo donde un Fado debería haber tenido los ojos. Cerca, un hombretón llamado Bayrd, que observaba cómo caían las flechas apoyado en su hacha, soltó un silbido de admiración. Formaba parte de una fuerza de soldados situados justo detrás de los arqueros para adelantarse y protegerlos una vez que los trollocs cruzaran el río.

Bayrd era uno de los cabecillas mercenarios que se habían pasado al ejército y, aunque era andoreño, ni él ni los cien hombres, más o menos, a los que capitaneaba querían hablar de dónde procedían.

—Tengo que conseguir uno de esos arcos —les dijo Bayrd a sus compañeros—. La Luz me abrase, ¿habéis visto eso?

Cerca, Abell y Azi sonrieron y siguieron disparando. Tam no sonrió. Dentro del vacío no existía el sentido del humor; fuera, sin embargo, un pensamiento aleteó fugaz. Tam sabía la razón de que Abell y Azi hubieran sonreído. Tener un arco de Dos Ríos no lo convertía a uno en un arquero de Dos Ríos.

—Creo que te harías más daño a ti mismo que al enemigo si intentaras usar uno de ésos —dijo Galad Damodred, que estaba montado a caballo, cerca—. Al’Thor, ¿cuántas más?

Tam disparó otra flecha antes de responder.

—Cinco más —repuso al tiempo que alargaba la mano hacia la aljaba para sacar la siguiente flecha.

La encajó en la cuerda, disparó y continuó. Dos, tres, cuatro, cinco. Cinco trollocs más muertos. En total, había disparado más de treinta flechas. Había fallado una vez, pero sólo porque Abell había matado al trolloc al que Tam apuntaba.

—¡Arqueros, alto! —gritó Tam.

Los hombres de Dos Ríos retrocedieron; Tam soltó el vacío justo cuando un grupo disperso de trollocs bajaba a trompicones por la orilla del río. Tam todavía dirigía las tropas de Perrin hasta cierto punto. Los Capas Blancas, los ghealdanos y la Guardia del Lobo, todos ellos esperaban que Tam tuviera la última palabra, pero cada grupo también tenía sus propios líderes. Él comandaba a los arqueros.

«Perrin, más vale que esa herida cierre y te recuperes pronto». Cuando Haral había encontrado al muchacho tendido en la hierba el día anterior a las afueras del campamento, ensangrentado y casi muerto… Luz, todos se habían llevado un buen susto.

Perrin se hallaba a salvo en Mayene, donde probablemente se pasaría el resto de la Última Batalla. Un hombre no se recuperaba pronto del tipo de herida que el muchacho había recibido, ni siquiera con la Curación Aes Sedai. Seguramente Perrin se pondría furioso por perderse el combate, pero a veces pasaban esas cosas. Formaba parte de ser un soldado.

Tam y los arqueros se retiraron a las ruinas para tener una vista mejor de la batalla, así que organizó a los arqueros por si acaso los necesitaban; mientras tanto, mandó corredores para que les llevaran más flechas. Mat había situado todas las tropas de Perrin junto a los Juramentados del Dragón, dirigidos por Tinna, una mujer escultural. Tam no sabía de dónde llegaba ni por qué los comandaba; tenía el porte de una dama, el físico de una Aiel y la tez de una saldaenina. Parecía que los otros le hacían caso. Tam no encontraba mucho sentido a los Juramentados del Dragón, así que procuraba no relacionarse con ellos.

Al ejército de Tam le habían dicho que resistiera. Mat había esperado que el ataque de los sharaníes y los trollocs por el oeste fuera el más duro; en consecuencia, Tam estaba sorprendido al ver que Mat enviaba más refuerzos río arriba. Los Capas Blancas casi acababan de llegar, y sus capas ondeaban mientras cargaban a lo largo de la orilla del río arremetiendo contra los trollocs, que se tambaleaban y caían de los inestables puentes flotantes.

Empezaron a volar flechas desde la horda trolloc, en la orilla opuesta, contra Galad y sus hombres. Los chasquidos y tintineos de las puntas de flecha contra las armaduras y los escudos de los Capas Blancas sonaban como granizo sobre un tejado. Tam ordenó a Arganda que hiciera avanzar a los soldados de infantería, incluidos Bayrd y sus mercenarios.

No tenían suficientes picas, así que los hombres de Arganda se armaron con alabardas y lanzas. Los hombres empezaron a gritar y a morir, y los trollocs a aullar. Cerca de la posición de retaguardia de Tam, Alliandre llegó a caballo rodeada de sus bien armados soldados de infantería. Tam la saludó alzando el arco y ella respondió con una leve inclinación de cabeza, tras lo cual se situó desde donde podía observar. Había querido estar allí para la batalla; Tam lo entendía, y no le reprochaba que ordenara a sus soldados que la pusieran a salvo a la primera señal de que esa batalla se volvía contra ellos.

—¡Tam! ¡Tam!

Dannil llegó a galope, y Tam hizo una seña a Abell para que se pusiera al mando de los arqueros. Luego se acercó a Dannil y se reunió con el muchacho a la sombra de las ruinas.

Dentro de esos muros derruidos, las tropas de reserva de Mat observaban la batalla con nerviosismo. La mayoría de ellos eran arqueros sacados de bandas de mercenarios y de los Juramentados del Dragón. Muchos de ese último grupo no habían estado nunca en batalla. En fin, era lo mismo que había pasado con la mayoría de los hombres de Dos Ríos hasta hacía unos pocos meses. Aprenderían deprisa. Alcanzar a un trolloc con una flecha no era tan distinto de abatir a un ciervo.

Sin embargo, si fallabas y no dabas al ciervo, el animal no te abría en canal con una espada unos segundos después.

—¿Qué ocurre, Dannil? ¿Órdenes de Mat? —preguntó.

—Os envía compañías de infantería de la Legión del Dragón —informó Dannil—. Dice que hay que aguantar aquí en el río, sea como sea.

—Pero ¿qué se trae entre manos este muchacho? —rezongó Tam al tiempo que miraba hacia los Altos.

La Legión del Dragón tenía buena infantería, ballesteros bien entrenados que allí serían muy útiles. Pero ¿qué estaba ocurriendo en los Altos? Los destellos de luz reflejaban columnas de espeso humo negro que se elevaban de los Altos hacia las nubes. Allí la lucha se disputaba muy en serio.

—No lo sé, Tam. Mat… ha cambiado. Tengo la impresión de que ya no lo conozco. Siempre ha sido un poco sinvergüenza, pero ahora… Luz, Tam. Es como uno de esos personajes de los relatos.

—Todos hemos cambiado —gruñó Tam—. Seguramente Mat diría cosas similares sobre ti.

—Oh, eso lo dudo, Tam —repuso Dannil riendo—. Aunque a veces me pregunto qué habría pasado si me hubiera ido con ellos tres. Me refiero a que Moraine Sedai buscaba chicos de cierta edad, y supongo que yo era un poco mayor…

Parecía triste. Dannil podía decir —y pensar— lo que quisiera, pero Tam dudaba que a Dannil le hubiera gustado soportar las cosas que Mat, Perrin y Rand habían aguantado para convertirse en las personas que eran ahora.

—Ponte al mando de éstos —dijo Tam, que señaló con la barbilla a los arqueros de reserva—. Yo me ocuparé de hacer llegar a Arganda y a Galad la noticia de que van a recibir refuerzos.

Las gruesas flechas de los trollocs se dispersaron alrededor de Pevara cuando ella tejió Aire con desesperación. El golpe de viento desperdigó las flechas como guijas en un tablero por el manotazo de un jugador irritado. Sudando, se aferró al Saidar y tejió un fuerte escudo de Aire que dejó flotando sobre ellos como defensa contra subsiguientes andanadas de flechas.

—¡Es seguro! —gritó—. ¡Adelante!

Un grupo de soldados salió corriendo de debajo de un saliente en la abrupta pendiente de los Altos que daba al río. Más flechas gruesas cayeron de arriba; golpearon en el escudo. El tejido las frenaba hasta el punto de que, una vez que lo traspasaban, caían tan inofensivas como plumas.

Los soldados a los que había ayudado corrieron hacia el punto de concentración en Vado de Hawal. Otros decidieron quedarse y luchar al ver las bandas de trollocs que empezaban a descender en tropel por las laderas. La mayoría de los Engendros de la Sombra se habían quedado en la cumbre de los Altos para asegurar la posición y acabar de echar a los humanos que quedaran allí.

¿Dónde? El pensamiento furioso de Androl le llegó a Pevara como un suave susurro en la mente.

Aquí, le transmitió ella. No era del todo un pensamiento, sino más una imagen, la percepción de un lugar.

Un acceso se abrió a su lado y él lo cruzó a toda prisa, con Emarin pegado a sus talones. Ambos llevaban espadas, pero Emarin giró sobre sí mismo y lanzó la mano hacia atrás para arrojar fuego a través del acceso abierto. Al otro lado sonaron gritos. Humanos.

—¿Habéis ido hasta el ejercito sharaní? —demandó Pevara—. ¡Logain quería que no nos separáramos!

—¿Ahora te preocupa lo que él quiere? —preguntó Androl con una sonrisa.

Eres insufrible, pensó ella. A su alrededor, las flechas tintinearon al caer al suelo. Arriba, los trollocs aullaron de rabia.

—Bonito tejido —dijo Androl.

—Gracias. —Ella miró la espada.

—Bueno, ahora soy un Guardián —comentó Androl a tiempo que se encogía de hombros—. Bien puedo tener el aspecto de uno, ¿eh?

Él era capaz de cortar a un trolloc por la mitad con un acceso a trescientos pasos de distancia e invocar al fuego de las mismísimas entrañas del Monte del Dragón, y aún quería llevar una espada. Decidió que debía de ser cosa de hombres.

Eso lo he oído, le transmitió Androl.

—Emarin, conmigo —dijo a continuación—. Pevara Sedai, si tenéis la gentileza de acompañarnos…

Ella resopló por la nariz, pero se unió a los dos cuando se desplazaron hacia la base sudoccidental de los Altos; pasaron cerca de heridos que se dirigían dando trompicones al punto de concentración. Androl los miró y después abrió un acceso al campamento. Los decaídos hombres lanzaron gritos de sorpresa y de agradecimiento, y cruzaron arrastrando los pies hacia la seguridad del otro lado del acceso.

Androl se había vuelto más… seguro de sí mismo desde que se había marchado de la Torre Negra. Cuando se conocieron, mostraba vacilación con casi cualquier cosa que hacía. Una especie de humildad nerviosa. Ya no.

—Androl… —avisó Emarin, al tiempo que señalaba pendiente arriba con la espada.

—Los veo —contestó Androl.

En lo alto, los trollocs descendían por el borde de la pendiente como brea borbotando de una olla. Detrás, el acceso de Androl se cerró cuando el grupo de soldados estuvo a salvo. Otros gritaron al verlo cerrarse.

No puedes salvarlos a todos, pensó con severidad Pevara al percibir la punzada de angustia de Androl. Céntrate en la tarea que tenemos entre manos.

Los tres pasaron entre los soldados y luego torcieron hacia varios encauzadores que percibieron un poco más adelante. Jonneth, Canler y Theodrin se encontraban allí lanzando fuego a grupos de trollocs. El enemigo amenazaba con asaltar su posición.

—Jonneth, Canler, conmigo —dijo Androl, que pasó entre ellos y abrió un acceso frente a él.

Pevara y Emarin entraron detrás de Androl y se encontraron en la cumbre de los Altos, a unos cuantos centenares de pasos de allí. Jonneth y los otros fueron detrás y se reunieron con ellos mientras el grupo pasaba a toda carrera cerca de un montón de trollocs estupefactos.

—¡Encauzamiento! —gritó Pevara.

Luz, pero qué difícil era correr con esas faldas. Androl no sabía eso, ¿verdad?

Androl abrió otro acceso para ellos en el momento en que unas cuantas explosiones de fuego salían desde la dirección donde se encontraban algunos sharaníes en la cima de los Altos. Pevara lo cruzó corriendo; empezaba a jadear. Aparecieron al otro lado de los sharaníes, que disparaban hacia donde Pevara había estado momentos antes.

Pevara aguzó los sentidos para tratar de localizar —o percibir— a su presa. Los sharaníes se volvieron hacia ellos y apuntaron, pero se pusieron a gritar cuando Androl precipitó sobre ellos una avalancha de nieve a través de un acceso abierto a un lado. Había intentado crear esas Puertas de la Muerte que utilizaban los otros Asha’man, pero al parecer el tejido era justo lo suficientemente distinto para que él tuviera problemas. En consecuencia, siguió con aquello en lo que era bueno.

Grupos de Guardias de la Torre combatían en la cima de los Altos resistiendo allí, en contra de las órdenes. Cerca, fragmentos de los dragones, incluidos los grandes tubos de disparo, yacían ardiendo sin llama en medio de cadáveres carbonizados. Miles y miles de trollocs aullaban —la mayoría al borde de la cima de los Altos— y disparaban flechas a los que estaban abajo. Los gozosos bramidos le crispaban los nervios a Pevara, así que tejió Tierra y lanzó flujos hacia el suelo, cerca de un grupo de bestias. Un gran trozo de suelo tembló, luego se desgajó y arrojó por el borde de los Altos a dos docenas de trollocs.

—¡Otra vez hemos atraído su atención! —dijo Emarin, que prendió fuego a un Myrddraal que empezaba a deslizarse hacia ellos.

El ser se sacudió entre las llamas mientras chillaba con una voz inhumana, negándose a morir. Sudorosa, Pevara sumó su Fuego al de Emarin para que la criatura siguiera ardiendo hasta que no quedaron más que huesos.

—¡Bueno, eso no ha estado nada mal! —alabó Androl—. Si atraemos suficiente atención, antes o después alguna mujer del Ajah Negro o de los hombres de Taim decidirá enfrentarse a nosotros.

—¡Eso es un poco como saltar a un hormiguero y esperar que te piquen! —masculló Jonneth, que acabó soltando una maldición.

—De hecho, se parece mucho —convino Androl—. Estad alertas. ¡Yo me encargaré de los trollocs!

Eso sí que ha sido toda una declaración, le transmitió Pevara.

Sonaba heroico, fue su respuesta, cálida como el calor que desprendía un anafre.

Imagino que te vendría bien un poco de fuerza añadida, ¿no?

Sí, por favor, transmitió él.

Pevara inició una coligación. Androl absorbió su fuerza y tomó el control del círculo. Como siempre, coligarse con él era una experiencia arrolladora. Sentía sus propias emociones yendo hacia él y volviendo a ella de nuevo, y eso la hizo enrojecer. ¿Percibiría Androl cómo empezaba a estimarlo?

«Estúpida como una chiquilla con el largo de la falda hasta la rodilla —se increpó para sus adentros, con cuidado de proteger sus pensamientos de él—, apenas lo bastante mayor para diferenciar chicos de chicas». Y, además, con una guerra de por medio.

Le costaba mucho domeñar sus emociones —y debería saber cómo, siendo una Aes Sedai— cuando estaba coligada con Androl. Sus mitades se mezclaban como pinturas que se vierten en el mismo cuenco. Luchó contra ello, decidida a mantener su propia identidad. Eso era vital cuando se hacía una coligación, y a ella se lo habían repetido una y otra vez.

Androl apuntó con la mano hacia un grupo de trollocs que habían empezado a dispararle flechas. El acceso se alzó y se tragó las saetas. Pevara miró en derredor y descubrió que los proyectiles caían sobre otro grupo de trollocs.

Los accesos se abrían en el suelo y los monstruos se precipitaban por ellos al hacerlos aparecer a cientos de pies en el aire. Un diminuto acceso le rebanó la cabeza a un Myrddraal, dejando al ser sacudiéndose de aquí para allí mientras salpicaba sangre por el suelo a su alrededor. El equipo de Androl se encontraba cerca del sector occidental de los Altos, donde antes se hallaban situados los dragones. Había Engendros de la Sombra y sharaníes por todos lados.

¡Androl, encauzamiento! Pevara lo percibía elevándose sobre ellos en los Altos. Algo poderoso.

¡Taim! El violento estallido de rabia de Androl fue tan intenso que pareció como si fuera a consumirla. Era la pérdida de amigos, y la ira por la traición de aquel que debería haberlos protegido.

Cuidado. No sabemos si es él, transmitió.

El que los atacaba estaba en un círculo de hombres y mujeres, de otro modo Pevara no habría podido percibir al hombre. Por supuesto, sólo podía ver los tejidos del Saidar. Una gruesa columna de fuego, de un paso de anchura y tan caliente como para enrojecer el rocoso suelo, arremetió contra ellos.

Androl interpuso un acceso justo a tiempo, por los pelos; atrapó la columna de fuego y la dirigió de vuelta hacia el sitio de donde había salido. Los dos chorros abrasaron cadáveres trollocs e incendiaron algunos rodales de hierba seca.

Pevara no vio lo que ocurría a continuación. El acceso de Androl desapareció, como si se lo hubieran arrancado de las manos, y una explosión de rayos se descargó cerca de ellos. Pevara cayó al suelo hecha un ovillo y Androl chocó contra ella.

En ese momento, Pevara se dejó ir.

Lo hizo sin querer, a causa de la conmoción del impacto. La mayoría de las veces, la coligación se habría deshecho, pero Androl tenía un agarre consistente. El dique que mantenía separada la esencia de Pevara de la de Androl se rompió, y ambos se mezclaron. Era como pasar a través de un espejo para después verse en retrospectiva a uno mismo.

Se extrajo de allí a la fuerza, pero fue con una percepción imposible de describir.

Tenemos que salir de aquí, pensó, todavía coligada con Androl. Todos los demás parecían estar vivos, pero eso no duraría mucho si el enemigo descargaba más rayos. Pevara empezó el complejo tejido de un acceso por instinto, aunque no haría nada. Androl dirigía el círculo, así que sólo él…

El acceso se abrió de golpe y Pevara se quedó boquiabierta. Lo había hecho ella, no Androl. De los que ella conocía, aquél era uno de los más complejos, más difíciles y que más cantidad de poder exigía, pero lo había hecho con la facilidad de quien agita una mano. Y todo ello mientras otra persona dirigía el círculo.

La primera que pasó a trompicones a través del acceso fue Theodrin. La esbelta domani tiraba de Jonneth, que se tambaleaba. Los siguió Emarin, que cojeaba y llevaba un brazo colgando al costado, inutilizado. Androl miraba el acceso, estupefacto.

—Creía que una persona no podía encauzar si otra estaba dirigiendo el círculo del que forma parte —dijo.

—Y no se puede. Lo hice sin darme cuenta.

—¿Sin darte cuenta? Pero…

—Cruza el acceso, cabeza de chorlito —instó Pevara mientras lo empujaba hacia allí. Ella fue detrás y al llegar al otro lado se derrumbó.

—Damodred, necesito que te quedes dondequiera que estés —dijo Mat.

No levantó la vista, pero oyó el resoplido del caballo de Galad a través del acceso abierto.

—Uno no puede menos que cuestionar tu cordura, Cauthon —replicó Galad.

Mat levantó por fin la mirada de los mapas. Dudaba que alguna vez llegara a acostumbrarse a esos accesos. Se encontraba en el recinto de mando, el que Tuon había ordenado montar en la grieta abierta al pie de Alcor Dashar, y había un acceso en la pared rocosa. Al otro lado, Galad estaba a caballo luciendo el blanco y dorado de los Hijos de la Luz. Aún continuaba situado cerca de las ruinas, donde un ejército trolloc trataba de abrirse paso a la fuerza hacia el río Mora.

Galad Damodred era un hombre al que no le irían mal un par de tragos bien cargados. Podría pasar por una estatua, con esa cara bonita y esa expresión inmutable. No, las estatuas tenían más vida.

—Harás lo que se te ordena —dijo Mat, que bajó de nuevo la vista a los mapas—. Tienes que resistir río arriba y hacer lo que Tam te diga. Me da igual si piensas que tu posición no es bastante importante.

—De acuerdo —contestó Galad con una voz tan fría como un cadáver en la nieve.

Dio media vuelta a su caballo y Mika, la damane, cerró el acceso.

—Es un baño de sangre lo de ahí fuera, Mat —dijo Elayne.

¡Luz su voz era más fría incluso que la de Galad!

—Me disteis el mando. Dejad que haga mi trabajo.

—Te hicimos comandante de los ejércitos —replicó Elayne—. No te dimos el mando.

Era de esperar que una Aes Sedai discutiera hasta la última palabra de algo, por pequeña que fuera. Era… Alzó la vista, fruncido el entrecejo. Min acababa de susurrarle algo a Tuon en voz baja.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Vi su cuerpo solo, en un campo de batalla —repitió Min—. Como si estuviera muerto.

—Matrim —dijo Tuon—. Estoy… preocupada.

—Por una vez estamos de acuerdo —declaró Elayne desde su trono al otro lado del recinto—. Mat, su general te está aventajando.

—No es tan jodidamente sencillo —repuso, con los dedos en el mapa—. Nunca lo es.

El hombre que lideraba los ejércitos de la Sombra era bueno. Muy bueno.

«Es Demandred —pensó Mat—. Estoy luchando contra uno de los jodidos Renegados».

Entre los dos, Demandred y él estaban componiendo un gran cuadro. Cada cual respondía a los movimientos del otro con un cuidado sutil. Mat intentaba utilizar sólo un poquito más de la cuenta del color rojo en una de sus pinturas. Quería pintar el cuadro equivocado, pero que siguiera siendo razonable.

Era difícil. Tenía que ser lo bastante capaz de lograr contener a Demandred pero lo suficientemente débil para invitar a la agresión. Una finta muy, muy sutil. Era peligroso; posiblemente desastroso. Tenía que andar por el filo de una navaja. Y no había forma de evitar cortarse los pies. La pregunta no era si él sangraría, sino si llegaría o no al otro lado.

—Que avancen los Ogier —ordenó con calma Mat, sin apartar los dedos del mapa—. Quiero que refuercen a los hombres del vado.

Los Aiel combatían allí protegiendo el paso mientras los hombres de la Torre Blanca y los miembros de la Compañía de la Mano Roja se retiraban de los Altos por orden suya. La orden se transmitió a los Ogier.

«Guárdate, Loial», pensó Mat, que hizo una anotación en el mapa, a donde había enviado a los Ogier.

—Alertad a Lan. Sigue en el lado occidental de los Altos. Quiero que rodee los Altos por detrás, ahora que gran parte de las fuerzas de la Sombra están en la cumbre, y que vuelva hacia el Mora, por detrás del otro ejército trolloc que intenta cruzar cerca de las ruinas. No tiene que enzarzarse con ellos; sólo quedarse donde no esté a la vista y mantener esa posición.

Los mensajeros corrieron a cumplir su encargo y él hizo otra anotación. Una de las so’jhin —la preciosa con pecas— le llevó un poco de kaf. Estaba demasiado absorto en la batalla para dirigirle una sonrisa.

Dando sorbos de kaf Mat hizo que la damane abriera un acceso en el tablero de la mesa para ver por sí mismo la batalla. Se echó hacia adelante para asomarse, pero mantuvo una mano al borde de la mesa. Sólo un cretino dejaría que alguien lo empujara por un agujero abierto a doscientos pies por encima del suelo.

Dejó su kaf a un lado de la mesa y sacó el visor de lentes. Los trollocs bajaban de los Altos hacia las ciénagas. Sí, Demandred era bueno. Las corpulentas bestias que había mandado hacia las ciénagas eran lentas, pero pesadas y fuertes, como un desprendimiento de rocas. Asimismo, un grupo de sharaníes montados estaba a punto de bajar a caballo de los Altos. Caballería ligera. Caerían sobre las tropas de Mat que defendían Vado de Hawal, e impedirían que atacaran a los trollocs por el flanco izquierdo.

Una batalla era una lucha con espadas a gran escala. Para cada movimiento, había una réplica; a menudo, tres o cuatro. Uno respondía moviendo un escuadrón aquí, un escuadrón allá, intentando contrarrestar lo que tu enemigo hacía al tiempo que le metías presión en sitios donde él estaba flojo. Atrás y adelante, atrás y adelante. A Mat lo superaba en número, pero podía aprovecharse de ello.

—Comunica lo siguiente a Talmanes —ordenó Mat, que observaba todavía por el visor—. «¿Recuerdas cuando apostaste que no podría meter una moneda dentro de una copa desde el otro lado de la posada?»

—Sí, Poderoso Señor —dijo el mensajero seanchan.

Mat había respondido a esa apuesta diciendo que lo intentaría cuando estuviera más borracho o, de otro modo, no tendría gracia. Después, había fingido que estaba ebrio y había retado a Talmanes a que subiera la apuesta de plata a oro. Talmanes lo había calado e insistió en que bebiera de verdad.

«Aún le debo unos cuantos marcos por eso, ¿no?», pensó, absorto.

Señaló con el visor la parte septentrional de los Altos. Un grupo de sharaníes de caballería ligera se había reunido para descender por la pendiente; distinguía las largas lanzas con puntas aceradas.

Se preparaban para cargar cuesta abajo a fin de interceptar a los hombres de Lan mientras rodeaban la cara norte de los Altos. Pero la orden ni siquiera le había llegado aún a Lan.

Eso confirmó las sospechas de Mat: Demandred no sólo tenía espías en el campamento, sino que tenía uno dentro o cerca del puesto de mando. Alguien que podía enviar mensajes tan pronto como Mat daba órdenes. Eso señalaba que probablemente se trataba de un encauzador, allí, dentro de la tienda, que enmascaraba su habilidad.

«Maldita sea —pensó—. Como si no fuera suficiente con lo demás».

El mensajero que había ido a hablar con Talmanes regresó.

—Poderoso Señor —dijo, postrándose con la nariz pegada al suelo—, vuestro hombre dice que sus fuerzas están completamente destrozadas. Quiere cumplir vuestra orden, pero dice que los dragones no volverán a estar en funcionamiento durante el resto del día. Que se tardará semanas en repararlos. Que están… Lo siento, Poderoso Señor, pero éstas fueron sus palabras exactas: Están mucho peor que una camarera en Sabinel. No sé qué significa eso.

—Las camareras trabajan por las propinas —repuso Mat con un gruñido—, pero la gente de Sabinel no da propinas.

Eso era, por supuesto, una mentira. Sabinel era una ciudad donde Mat había intentado que Talmanes lo ayudara a ganarse a un par de camareras, y Talmanes le había sugerido que fingiera tener una herida de guerra para despertar su compasión.

Buen hombre. Los dragones podían disparar todavía, pero probablemente parecerían estar bastante estropeados. Ahí tenían una ventaja; nadie sabía cómo funcionaban excepto Mat y Aludra. Maldición, pero si cada vez que uno disparaba incluso él se preocupaba por si acaso lo hacía por donde no debía.

Cinco o seis dragones estaban completamente operativos; Mat los había retirado a través de un acceso a un lugar seguro. Aludra los tenía instalados al sur del vado, apuntados hacia los Altos. Mat los utilizaría, pero había que dejar que el espía creyera que habían destruido la mayoría. Talmanes podría hacerles un apaño y entonces Mat los tendría otra vez preparados para usar.

«Pero en el momento en que lo haga —pensó—, Demandred descargará todo lo que tenga sobre ellos». Tenía que ser justo en el momento adecuado. Maldición, últimamente su vida giraba por completo alrededor de encontrar el momento oportuno para algo. De momento, ordenó a Aludra que utilizara la media docena de dragones operativos para machacar a través del río a los trollocs que descendían por el declive sudoccidental de los Altos.

Estaba lo bastante lejos de los Altos y no se quedaría quieta en un sitio, por lo que a Demandred no iba a resultarle fácil localizarla y destruir los dragones. El humo que harían encubriría enseguida su posición.

—Mat —dijo Elayne desde su trono a un lado del recinto.

Él se percató, con regocijo, que al cambiarlo de sitio para más «comodidad» había conseguido de algún modo que Birgitte lo calzara subiéndolo unas pulgadas, de modo que ahora estaba exactamente al mismo nivel que Tuon. Puede que una pulgada más alta.

—Por favor, ¿puedes al menos explicar algo de los que estás haciendo? —pidió Elayne.

«No sin que se entere también ese espía», pensó Mat mientras echaba una ojeada por el recinto. ¿Quién era? ¿Alguna de las tres parejas de damane y e sul’dam? ¿Podía una damane ser Amiga Siniestra sin que su e sul’dam lo notara? ¿Y qué tal lo opuesto? Esa noble con un mechón blanco en el cabello le resultaba sospechosa.

¿O era uno de los muchos generales? ¿Galgan? ¿Tylee? ¿La oficial general Gerisch? La mujer, que se encontraba a un lado del recinto, le asestaba una mirada feroz. En serio… Mujeres. Tenía un buen trasero, pero él sólo lo había mencionado para mostrarse amistoso. Era un hombre casado.

El hecho era que había tanta gente moviéndose por allí que Mat suponía que si esparciera mijo en el suelo tendría harina al acabar el día. Se suponía que todos eran absolutamente dignos de confianza e incapaces de traicionar a la emperatriz, así viviera para siempre. Cosa que no ocurriría si los espías seguían metiéndose allí.

—Mat, alguien más tiene que saber lo que planeas —dijo Elayne—. Si caes, tenemos que seguir con tu plan.

En fin, ése era un argumento bastante bueno. Él mismo se lo había planteado. Tras asegurarse de que sus órdenes actuales se seguían, se acercó a Elayne. Miró hacia atrás y sonrió a los otros con aire inocente. No tenían por qué saber que sospechaba de ellos.

—¿Estás echando miradas insinuantes a todo el mundo? —preguntó Elayne en voz baja.

—Puñetas, no. Vamos afuera. Quiero caminar y tomar un poco el aire.

—¡Knotai! —llamó Tuon, que se puso de pie.

Mat no miró hacia ella; esos ojos podían taladrar el acero. En cambio, se dirigió como sin darle importancia hacia el exterior del recinto. Elayne y Birgitte lo siguieron al cabo de unos segundos.

—¿A qué viene esto? —preguntó Elayne en voz queda.

—Hay muchos oídos ahí dentro —repuso Mat.

—¿Sospechas que hay un espía en el puesto de…?

—Espera —la interrumpió.

Luego la asió del brazo y la apartó del recinto. Saludó con un simpático gesto de cabeza a algunos Guardias de la Muerte. Ellos respondieron con un gruñido. Para los Guardias de la Muerte, hacer algo así era mostrarse locuaces.

—Puedes hablar sin reservas —dijo Elayne—. Acabo de tejer una salvaguardia para impedir que alguien escuche a hurtadillas.

—Gracias. Quiero que estés fuera del puesto de mando. Te contaré todo lo que estoy haciendo. Si algo va mal, tendrás que elegir otro general, ¿de acuerdo?

—Mat, si crees que hay un espía… —empezó Elayne.

—Sé que lo hay, y por eso voy a utilizarlo. Va a funcionar. Confía en mí.

—Sí, y estás tan convencido que ya has preparado un plan de apoyo en caso de que no funcione.

Mat pasó por alto eso último e hizo un gesto a Birgitte. La mujer miró en derredor como al desgaire, observando si alguien intentaba acercarse demasiado.

—¿Qué tal se te da jugar a las cartas, Elayne? —preguntó Mat.

—A las… Mat, éste no es momento para ponerse a jugar.

—Es justo el momento de hacerlo. Elayne, ¿te das cuenta de lo mucho que nos superan en número? ¿Sientes el suelo cuando se producen ataques de Demandred? Tenemos suerte de que no decidiera Viajar directamente al puesto de mando y atacarnos… Sospecho que tiene miedo de que Rand esté oculto aquí, en alguna parte, y que le tienda una emboscada. Pero, rayos y centellas, es fuerte, mucho. Sin jugar, estamos muertos. Acabados. Enterrados.

Ella guardó silencio.

—Y aquí es donde entra el juego de cartas —dijo Mat con el índice levantado—. Las cartas no son como los dados. En los dados, uno busca ganar tantas tiradas como sea posible. Cuanto más tiradas, más dinero. Es algo aleatorio, ¿comprendes? Pero las cartas no. Con las cartas, tienes que hacer que los otros jugadores empiecen las apuestas. Buenas apuestas. Y eso lo haces dejando que ellos ganen un poco. O mucho.

»Eso no es tan difícil aquí, ya que nos superan en número y nos están arrollando. La única forma de ganar es apostarlo todo cuando llegue la mano apropiada. En las cartas, puedes perder noventa y nueve veces, pero puedes ganar la partida si ganas esa mano apropiada. Siempre que el enemigo empiece a jugar de manera temeraria. Y siempre que puedas soportar las pérdidas.

—¿Y es eso lo que estás haciendo? —preguntó Elayne—. ¿Fingir que estamos perdiendo?

—Puñetas, no. No puedo fingir eso. Él lo notaría. Estoy perdiendo, pero también estoy vigilando. A la espera de que surja esa última apuesta, la que puede ganarlo todo de golpe.

—Entonces, ¿cuándo nos movemos?

—Cuando salgan las cartas adecuadas —repuso Mat. Alzó la mano para acaballar sus objeciones—. Lo sabré, Elayne. Sabré cuándo ha llegado el momento, puñetas. Eso es todo lo que puedo decirte.

Ella cruzó los brazos por encima del hinchado vientre. Luz, parecía más grande de un día para otro.

—Está bien —dijo por fin Elayne—. ¿Cuáles son tus planes para las fuerzas andoreñas?

—Ya tengo a Tam y a sus hombres situados a lo largo del río, en las ruinas —contestó Mat—. En cuanto al resto de tus ejércitos, me gustaría que fueras a ayudar al vado. Demandred probablemente cuenta con que esos trollocs al norte de aquí cruzarán el río y reunirán a nuestros defensores para azuzarlos río abajo, en el sector shienariano, mientras el resto de los trollocs y los sharaníes bajan de los Altos para empujarnos a través del vado y río arriba.

»Intentarán apelotonarnos, rodearnos. Y, si lo consiguen, todo habrá acabado. El asunto es que Demandred mandó una fuerza al Mora para que represara el río y el agua no fluyera, y va a conseguirlo dentro de poco. Veremos si hay algún modo de conseguir que eso juegue a nuestro favor. Pero, una vez que el agua deje de correr, vamos a necesitar una defensa sólida allí para detener a los trollocs cuando intenten cruzar por el lecho del río. Para eso están tus fuerzas.

—Iremos —dijo Elayne.

—¡¿Iremos, dices?! —gritó Birgitte.

—Voy a marchar con mis tropas —replicó Elayne mientras se dirigía hacia las líneas de caballos—. Cada vez se hace más patente que aquí no podré hacer nada, y Mat quiere que me vaya del puesto de mando. Así que pienso ir, puñetas.

—¿Al combate? —inquirió Birgitte.

—Ya estamos en combate, Birgitte. Los encauzadores sharaníes podrían tener diez mil hombres atacando Alcor Dashar y esta grieta en cuestión de minutos. Vamos. Te prometo que dejaré que pongas tantos guardias a mi alrededor que no podré ni estornudar sin rociar a docenas de ellos.

Birgitte suspiró y Mat le dedicó una mirada animosa. Ella se despidió con un gesto de la cabeza y luego fue en pos de Elayne.

«Muy bien», pensó Mat, dando la vuelta hacia el recinto de mando. Elayne estaba haciendo lo que debía, y Talmanes había captado su señal. Y, ahora, el verdadero desafío.

¿Sería capaz de convencer a Tuon para que hiciera lo que él quería?

Galad dirigía la caballería de los Hijos de la Luz en un amplio ataque a lo largo del Mora, cerca de las ruinas. Los trollocs habían construido allí más puentes flotantes con balsas, y los cuerpos flotaban tan juntos como hojas otoñales en un estanque. Los arqueros habían hecho bien su trabajo.

Los trollocs que lograban cruzar por fin se encontraban con los Hijos y tenían que enfrentarse a ellos. Galad se inclinó sobre la montura, con la lanza sujeta firmemente, y le rajó el cuello a un pesado trolloc con rasgos de oso; él continuó adelante, con la moharra goteando sangre, y el trolloc cayó de rodillas a su espalda.

Guió a su montura, Sidama, hacia la masa de trollocs, derribándolos u obligándolos a saltar para quitarse de en medio. La potencia de una carga de caballería estaba en su número, y aquellos que Galad forzaba a apartarse acabarían pisoteados por los caballos que iban detrás.

Tras su carga llegó una andanada de los hombres de Tam, que dispararon flechas hacia el grueso de las fuerzas trollocs que subían a trompicones las riberas. Los que iban detrás empujaban a los heridos y les pasaban por encima.

Golever y otros Hijos se unieron a Galad cuando su carga —que hacía un barrido a lo largo en las primeras líneas de trollocs— se encontró sin más enemigos. Sus hombres y él frenaron las monturas, dieron media vuelta y volvieron a galope con las lanzas en alto, para localizar pequeños grupos de hombres separados que combatían solos.

El campo de batalla era enorme. Galad se pasó gran parte de una hora buscando grupos así, rescatándolos y ordenando que volvieran a las ruinas para que Tam o uno de sus capitanes pudieran formarlos en escuadrones nuevos. Poco a poco, a medida que su número menguaba, las formaciones originales se mezclaron unas con otras. Los mercenarios no eran los únicos que cabalgaban con los Hijos. Galad tenía también a sus órdenes ghealdanos, hombres de la Guardia Alada y un par de Guardianes, Kline y Alix. Ambos habían perdido a sus Aes Sedai, por lo que no era de esperar que duraran mucho, pero combatían con una ferocidad terrible.

Tras enviar a otro grupo de supervivientes de vuelta hacia las ruinas, Galad condujo a Sidama a paso lento al reparar en la respiración fatigosa del animal. Ese campo junto al río se había convertido en un barrizal sangriento lleno de cadáveres. Cauthon había estado acertado al situar allí a los Hijos. Tal vez él no le había reconocido a ese hombre todo el mérito que merecía.

—¿Cuánto crees que llevamos luchando? —preguntó Golever, que iba a su lado.

El tabardo del otro Hijo tenía un corte que dejaba a la vista la cota, y un trozo de la malla de la parte derecha estaba machacado por la espada de un trolloc. La malla había aguantado, pero la mancha de sangre indicaba que muchos de los eslabones habían traspasado el gambesón acolchado y habían llegado al costado del Hijo. La hemorragia no parecía grave, así que Galad no lo mencionó.

—Creo que ya es mediodía —dedujo Galad, aunque no se veía el sol debido a las nubes; estimaba que llevaban combatiendo de cuatro a cinco horas.

—¿Crees que pararán por la noche? —inquirió Golever.

—Lo dudo. Eso, contando con que la batalla dure tanto.

—¿Crees que…? —empezó Golever, que lo miró preocupado.

—No me es posible seguir lo que está pasando. Cauthon ha enviado muchas tropas aquí y ha sacado a todos de los Altos, que yo sepa. No sé por qué. Y el agua del río… ¿A ti no te parece que fluye a trancas y barrancas? Como a tirones, de forma esporádica. La lucha río arriba no debe de ir muy bien… —Sacudió la cabeza—. Quizá si pudiera ver más del campo de batalla podría entender el plan de Cauthon.

Era un soldado. Un soldado no tenía que entender el conjunto de la batalla para cumplir las órdenes recibidas. Sin embargo, por lo general solía ser capaz de reunir las piezas de la estrategia de su bando por las órdenes dadas.

—¿Habías imaginado alguna vez una batalla de esta magnitud? —preguntó Golever, que volvió la cabeza.

La infantería de Arganda estaba trabada con los trollocs en el río. Más y más Engendros de la Sombra lo cruzaban… Con gran alarma, Galad se dio cuenta de que el río había dejado de fluir por completo.

Los Engendros de la Sombra habían conseguido afianzarse en esa posición en la última hora. Iba a ser una lucha dura, pero al menos ahora el número era más equilibrado con todos los trollocs que habían matado antes. Cauthon había sabido que el río dejaría de fluir. Por eso había enviado tantas tropas allí arriba, para contener esa arremetida desde la otra orilla.

«Luz —pensó Galad—, estoy contemplando el Juego de las Casas nada menos que en el campo de batalla». No, no le había reconocido a Cauthon todo el mérito que merecía.

Una esfera de plomo con una cinta roja cayó de repente del cielo, unos veinte pasos más adelante. Allá arriba, a bastante altura, el raken emitió un chillido chirriante y siguió su camino. Galad taconeó a Sidama para que avanzara y Golever desmontó para recoger la carta. Los accesos eran útiles, pero los morat’raken podían ver el campo de batalla en su extensión, buscar estandartes de hombres específicos y entregar las órdenes.

Golever le tendió el papel y Galad sacó su lista de claves de la envoltura de cuero que llevaba en la parte alta de la bota. Las claves eran sencillas, una lista de números con palabras al lado. Si las órdenes no utilizaban la palabra correcta y el número correspondiente, entonces eran sospechosas. La orden decía:

Damodred, ve con una docena de tus mejores hombres de la vigésima segunda compañía a lo largo del río, hacia Vado de Hawal. Detente cuando puedas ver el estandarte de Elayne y quédate allí hasta nueva orden.

P.D. Si ves trollocs con varas de combate, te sugiero que dejes que, en vez de tú, sea Golever el que combata con ellos, pues sé que no se te da bien ese tipo de armas. Mat.

Galad suspiró y le mostró la carta a Golever. La clave era correcta: el número veintidós y la palabra «vara» estaban emparejadas.

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó Golever.

—Ojalá lo supiera —repuso Galad. Y lo decía de verdad.

—Iré a reunir algunos hombres —propuso Golever—. Supongo que querrás a Harnesh, Mallone, Brokel…

Siguió dando nombres hasta completar la lista. Galad asintió con la cabeza.

—Buena elección —le dijo a Golever—. En fin, no voy a decir que me entristezca esa orden. Mi hermana ha entrado en el campo de batalla, por lo visto. Así la vigilaré.

Además, quería ver otro sector del campo de batalla. Quizá eso lo ayudaría a comprender qué era lo que hacía Cauthon.

—Como ordenes, capitán general.

El Oscuro atacó.

Fue un intento de despedazar a Rand, de destruirlo poco a poco. El propósito del Oscuro era apoderarse de todos y cada uno de los elementos que componían la esencia de Rand y después aniquilarlos.

Rand no podía jadear, no podía gritar. Ese ataque no era contra su cuerpo, porque no tenía un cuerpo real en aquel lugar, sólo la evocación de uno.

Rand mantuvo el control. Con dificultad. Ante aquel impresionante ataque, cualquier idea de derrotar al Oscuro —de acabar con él— desaparecía. ¿Cómo iba a derrotar a nadie si apenas podía resistir?

No habría sabido describir la sensación si lo hubiera intentado. Era como si el Oscuro lo estuviera haciendo jirones al mismo tiempo que intentaba aplastarlo por completo, llegando a él desde direcciones infinitas, todo a la vez, en una oleada.

Rand cayó de rodillas. Era una proyección de sí mismo la que lo hizo, pero lo sintió como si fuera real.

Transcurrió una eternidad.

Rand sufrió la presión aplastante, el ruido de destrucción. Resistió de rodillas, con los dedos crispados como garras, el sudor goteándole por la frente. Lo sufrió y alzó la vista.

—¿Es eso todo lo que tienes? —gruñó.

VENCERÉ YO.

—Así me fortaleces —desafió Rand con voz enronquecida—. Cada vez que tú o tus esbirros tratasteis de destruirme, vuestro fracaso fue como el martillo de un herrero golpeando contra metal. Este intento… —Rand hizo una profunda inhalación—. Este intento tuyo no es nada. No me desmoronaré.

TE EQUIVOCAS. ESTO NO ES UN INTENTO DE DESTRUIR-RR TE. ESTO ES UNA PREPARACIÓN.

—¿Para qué?

PARA MOSTRARTE LA VERDAD.

Fragmentos del Entramado… Hilos… De repente giraron ante Rand separándose del cuerpo principal de luz como cientos de minúsculos arroyos fluyendo. Sabía que aquello no era en realidad el Entramado, del mismo modo que lo que veía como él mismo tampoco era su cuerpo. Para interpretar algo tan vasto como el tejido de la creación, su mente necesitaba algún tipo de imágenes. Esto era lo que su conciencia había elegido.

Los hilos se enroscaron de forma parecida a como lo hacían los de un tejido del Poder Único, sólo que había miles y miles de ellos, y los colores eran más variados, más intensos. Todos y cada uno de ellos estaban rectos, como cuerdas atirantadas. O haces de luz.

Se urdieron como el tejido de un telar y crearon un paisaje alrededor de Rand. Un suelo de tierra viscosa, plantas moteadas con puntos negros, árboles con ramas inclinadas como brazos desprovistos de fuerza.

Se convirtió en un lugar. Una «realidad». Rand se incorporó y notó el suelo. Olió humo en el aire. Oyó… gemidos de dolor. Rand giró sobre sí mismo y descubrió que se encontraba en una pendiente casi yerma que se asomaba a una oscura ciudad con murallas de piedra negra. Dentro se apelotonaban edificios cuadrados y anodinos, como fortines.

—¿Qué es esto? —susurró Rand.

Algo de aquel sitio le resultaba familiar. Alzó la vista, pero no vio el sol porque las nubes encapotaban el cielo.

ES LO QUE SERÁ.

Rand tanteó en busca del Poder Único, pero se apartó con una intensa sensación de asco. La infección había vuelto, sólo que era peor, mucho peor. Lo que antes había sido una fina capa oscura sobre la luz líquida del Saidin ahora era un lodo tan denso que no podía romperlo. Tendría que absorber la oscuridad, envolverse en ella, buscar debajo el Poder Único… Si es que, en realidad, aún seguía allí. La mera idea hizo que le subiera bilis a la garganta, y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar.

Algo lo atraía hacia aquella fortaleza cercana. ¿Por qué tenía la sensación de que conocía ese lugar? Estaba en la Llaga; las plantas lo dejaban claro. Y, si no fuera suficiente con eso, en el aire había un olor a podrido. El calor era como el de una ciénaga en verano, sofocante, opresivo a pesar de las nubes.

Descendió la suave ladera y atisbó algunas figuras que trabajaban cerca. Hombres con hachas que talaban árboles. Debían de ser alrededor de una docena. Al ir acercándose Rand, miró a un lado; en la distancia vio la nada que era el Oscuro y que iba consumiendo parte del paisaje, como un foso en el horizonte. ¿Un recordatorio de que lo que veía no era real?

Pasó junto a tocones de árboles cortados. ¿Estarían recogiendo leña esos hombres? En el «toc», «toc» repetitivo de las hachas —y en la postura de los trabajadores— no había nada de la fuerza resuelta que Rand tenía asociada con los leñadores. Los golpes eran desgarrados, los hombres trabajaban con los hombros hundidos.

El que estaba a la izquierda… Al acercarse más, Rand lo reconoció a despecho de la postura inclinada y la piel arrugada. Tam debía de tener al menos setenta años, puede que ochenta. ¿Por qué se encontraba ahí fuera haciendo un trabajo tan duro?

«Es una visión —pensó—. Una pesadilla. Una creación del Oscuro. No es real».

Sin embargo, por el hecho de estar dentro de ella, a Rand le resultaba difícil no reaccionar como si lo fuera. Y, en cierta forma, lo era. Para crear eso, el Oscuro utilizaba hilos umbríos del Entramado, las posibilidades que ondulaban a partir de la creación como ondas formadas por una piedra tirada a un estanque.

—Padre… —llamó Rand.

Tam se volvió, pero los ojos no se enfocaron en Rand.

—¡Padre! —insistió, asiéndolo por el hombro.

Tam permaneció alelado un momento y luego reanudó el trabajo levantando el hacha. Cerca, Dannil y Jori descargaban hachazos a un tocón. También ellos habían envejecido y ahora eran hombres bien entrados en la madurez. Parecía que Dannil sufría una enfermedad mala; tenía el semblante pálido, la piel ulcerada por llagas de algún tipo.

El hacha de Jori se hundió profundamente en la tierra y del suelo surgió una negra avalancha de… insectos. Insectos que habían permanecido escondidos en la base del tocón. La hoja había hendido su nido.

Los insectos salieron enjambrados y ascendieron por el mango para envolver a Jori. Éste gritó y se puso a darles golpes, pero al abrir la boca para chillar se le metieron dentro. Rand había oído hablar de algo así, un enjambre asesino, uno de los muchos peligros de la Llaga. Alzó la mano hacia Jori, pero el hombre se desplomó de lado, muerto en el breve espacio que tardaría alguien en hacer una inhalación.

Tam gritó aterrado y echó a correr. Rand se dio la vuelta al tiempo que su padre chocaba contra un arbusto cercano en un intento de huir del enjambre asesino. Algo saltó de una rama, veloz como un latigazo, y se enroscó alrededor del cuello de Tam, frenándolo en seco de un tirón.

—¡No! —gritó Rand.

No era real. Aun así, no podía ver morir a su padre. Asió la Fuente, abriéndose paso a la fuerza en la repulsiva oscuridad de la infección. Pareció sofocarlo, y Rand pasó unos instantes angustiosos mientras trataba de encontrar el Saidin. Cuando lo aferró, sólo absorbió un hilillo.

De todos modos lo tejió, furioso, y lanzó un hilo llameante a la enredadera que había agarrado a su padre. Tam cayó al suelo mientras la enredadera se marchitaba y moría.

Tam no se movió. Sus ojos miraban hacia arriba con fijeza, muertos.

—¡No!

Rand se volvió hacia el enjambre asesino y lo destruyó con un tejido de Fuego. Sólo habían pasado unos segundos, pero todo lo que quedaba de Jori eran huesos.

Los insectos estallaron mientras los quemaba.

—Un encauzador —susurró Dannil, que, agazapado cerca, lo miraba con los ojos muy abiertos.

Otros leñadores habían huido a las colinas, y se oyó gritar a varios.

Rand no pudo contener el vómito. La infección era tan horrible, tan pútrida… Fue incapaz de seguir asiendo la Fuente más tiempo.

—Ven —dijo Dannil, que agarró a Rand del brazo—. ¡Ven, te necesito!

—Dannil —murmuró Rand con voz ronca, mientras se incorporaba—, ¿es que no me reconoces?

—Ven —repitió Dannil, que tiraba de él hacia el fuerte.

—Soy Rand. Rand, Dannil. El Dragón Renacido.

En los ojos de Dannil no se reflejó reacción, como si no entendiera nada.

—¿Qué te ha hecho? —musitó Rand.

NO TE CONOCEN, ADVERSARIO. LOS HE REHECHO. TODAS LAS COSAS SON MÍAS. NO SABRÁN LO QUE HAN PERDIDO. NADIE LO SABRÁ EXCEPTO YO.

—No es verdad —susurró Rand—. Yo te niego.

NEGAR LA EXISTENCIA DEL SOL NO HACE QUE SE PONGA. NEGARME A MÍ NO IMPIDE MI VICTORIA.

—Ven —insistió Dannil, tirando de Rand—. Por favor. ¡Tienes que salvarme!

—Pon fin a esto —demandó Rand.

¿PONERLE FIN? NO HAY FINALES, ADVERSARIO. ES. YO LO HE CREADO.

—Lo has imaginado.

—Por favor —dijo Dannil.

Rand dejó que lo condujera hacia la oscura fortaleza.

—¿Qué hacías ahí fuera, Dannil? —inquirió Rand—. ¿Por qué recoges leña en la Llaga? No es seguro.

—Era nuestro castigo —repuso Dannil—. A aquellos que le fallan a nuestro señor se los envía fuera con la orden de traer un árbol que hayan cortado con sus propias manos. Si los enjambres asesinos o las ramas no te matan, el sonido al cortar madera atrae otras cosas…

Rand frunció el entrecejo al tiempo que pisaban una calzada que conducía a la ciudad y a su oscura fortaleza. Sí, ese lugar le resultaba conocido.

«El Camino de la Cantera —se dijo para sus adentros, sorprendido—. Y eso que hay más adelante…» La fortaleza dominaba lo que otrora había sido el Prado, en el centro de Campo de Emond.

La Llaga había consumido Dos Ríos.

Allá arriba, las nubes parecían empujar a Rand hacia el suelo; oyó de nuevo el grito de Jori en su cabeza. Volvió a ver a Tam forcejeando mientras la enredadera lo estrangulaba.

«No es real».

Eso sería lo que ocurriría si él fracasaba. Cuánta gente dependía de él… Tanta. A algunos ya les había fallado. Tenía que hacer un esfuerzo enorme para no empezar a enumerar mentalmente la lista de los que habían muerto a su servicio. Y, aunque hubiera salvado a otros, había fracasado en proteger a ésos.

Era un ataque de otro tipo diferente del que había intentado destruir su esencia. Rand percibía que el Oscuro introducía en él sus zarcillos, a la fuerza, para infectarle la mente con preocupación, duda, temor.

Dannil lo llevó hacia la muralla del pueblo, donde dos Myrddraal con sus capas inmóviles guardaban las puertas. Se deslizaron hacia adelante.

—A ti te mandaron afuera para recoger madera —susurró uno de ellos con esos labios lívidos.

—Yo… ¡Traigo a éste! —dijo Dannil mientras se apartaba a trompicones—. ¡Un regalo para nuestro señor! Encauza. ¡Lo encontré para vosotros!

Rand gruñó y luego se sumergió de nuevo hacia el Poder Único nadando a través de la inmundicia. Llegó al chorrillo de Saidin, lo asió.

De inmediato, le fue arrebatado. Un escudo se interpuso entre el Saidin y él.

—No es real —musitó mientras se volvía para ver quién había encauzado.

Nynaeve salió por las puertas de la ciudad, vestida de negro.

—¿Un espontáneo? —preguntó ella—. ¿Sin descubrir? ¿Cómo ha sobrevivido tanto tiempo? Lo has hecho bien, Dannil. Te devuelvo la vida. No falles otra vez.

Dannil lloró de alegría, pasó junto a Nynaeve y, caminando con dificultad, entró en la ciudad.

—No es real —repitió Rand mientras Nynaeve lo ataba con tejidos de Aire y después lo arrastraba hacia la versión de Campo de Emond creada por el Oscuro.

Los dos Myrddraal fueron presurosos detrás de ella. Ahora era una ciudad grande. Las casas daban la sensación de ser ratones apiñados delante de un gato, todas y cada una de ellas con la misma uniformidad lúgubre. La gente caminaba a toda prisa por los callejones, bajos los ojos.

Las personas se dispersaban delante de Nynaeve y a veces la llamaban «ama». Otros la denominaban Elegida. Los dos Myrddraal avanzaban rápido por la ciudad, como sombras. Cuando Rand y Nynaeve llegaron a la fortaleza, un pequeño grupo se había reunido en el patio. Doce personas; entre ellas, Rand percibió que los cuatro hombres del grupo abrazaban el Saidin, aunque sólo reconoció a Damer Flinn. Un par de mujeres eran chicas que había conocido en Dos Ríos.

Había trece encauzadores. Y trece Myrddraal, reunidos bajo aquel cielo encapotado. Rand sintió miedo por primera vez desde que comenzó la visión. Eso no. Cualquier cosa menos eso.

¿Y si lo Trasmutaban? Aquello no era real, sino una visión de la realidad. Uno de los mundos reflejos de los espejos de la Rueda, un mundo creado por el Oscuro. ¿Qué repercusión tendría en él si lo Trasmutaban allí? ¿Habría caído en la trampa con tanta facilidad?

Asaltado por el pánico, empezó a debatirse contra las ataduras de Aire. Por supuesto, sus forcejeos fueron inútiles.

—Eres interesante —dijo Nynaeve, que se volvió hacia él.

No parecía ni un día mayor de lo que era cuando la había dejado en la caverna, pero sí había otras diferencias. Volvía a llevar trenza, si bien tenía la cara más descarnada y más… severa. Y los ojos…

Todo estaba mal en esos ojos.

—¿Cómo has sobrevivido ahí fuera? —le preguntó a Rand—. ¿Cómo has estado tanto tiempo sin ser descubierto?

—Vengo de un lugar donde el Oscuro no gobierna.

—Ridículo. —Nynaeve se echó a reír—. Un cuento para niños. El Gran Señor ha gobernado siempre.

Rand lo veía ahora. Su conexión con el Entramado, el atisbo de verdades a medias y caminos en sombras. Esta posibilidad… podría llegar a ocurrir. Era un camino que el mundo podía tomar. Allí, el Oscuro había ganado la Última Batalla y había destruido la Rueda del Tiempo.

Eso le había permitido rehacerlo, tejer un nuevo Entramado. Un Entramado distinto. Todas las personas vivas habían olvidado el pasado y ahora sólo sabían lo que el Oscuro les había insertado en la mente. Rand atisbaba la verdad —la historia de ese lugar— en los hilos del Entramado que había tocado antes.

Nynaeve, Egwene, Logain y Cadsuane formaban parte ahora de los Renegados, Trasmutados a la Sombra contra su voluntad. A Moraine la habían ejecutado por ser demasiado débil.

Elayne, Min, Aviendha… Habían sido sometidas a tortura, una y otra vez, en Shayol Ghul.

El mundo vivía una auténtica pesadilla. Cada uno de los Renegados gobernaba como un déspota en su pequeño sector del mundo. En aquel interminable y desvaído otoño, ellos lanzaban ejércitos, Señores del Espanto y facciones unos contra otros. Una eterna batalla.

La Llaga se había extendido a todos y cada uno de los océanos. El imperio seanchan ya no existía, destruido y abrasado hasta el punto de que ni siquiera las ratas ni los cuervos podrían sobrevivir allí. Todo aquel capaz de encauzar era descubierto de joven y acababa Trasmutado. Al Oscuro no le gustaba correr el riesgo de que alguien pudiera llevar esperanza al mundo de nuevo.

Y nadie lo haría nunca.

Rand gritó cuando los trece empezaron a encauzar.

—¡¿Esto es lo peor que puedes hacerme?! —gritó.

Empujaron sus voluntades contra la suya. Lo sentía como clavos machacándole el cráneo, partiendo la carne. Él empujó a su vez con todo cuanto tenía, pero los otros empezaron a ejercer una presión vibrante. Cada vibración, como un golpe de hacha, penetraba más y más en él.

Y ASÍ, YO GANO.

El fracaso golpeó con fuerza a Rand, saber que lo que había ocurrido allí era culpa suya. Nynaeve, Egwene, Trasmutadas a la Sombra debido a él. Aquellos a quienes amaba convertidos en juguetes para la Sombra.

Él tendría que haberlos protegido.

YO GANO. OTRA VEZ.

—¡¿Crees que soy el mismo joven que Ishamael intentó asustar con tanto empeño?! —gritó Rand al tiempo que refrenaba el terror y la vergüenza.

LA LUCHA HA ACABADO.

—¡AÚN NO HA EMPEZADO! —bramó Rand.

La realidad a su alrededor se deshizo de nuevo en cintas de luz. La cara de Nynaeve se rasgó por la mitad, como un encaje que se suelta al sacarle un hilo y se deshace. El suelo se desintegró y el fuerte dejó de existir.

Rand cayó de las ataduras de Aire que jamás habían estado del todo allí. La realidad creada por el Oscuro, frágil, se destejió en las piezas que la integraban. Hilos de luz se soltaron y salieron en espiral, vibrantes como las cuerdas de un arpa.

Y esperaron a ser tejidos.

Rand respiró profundamente a través de los dientes apretados y alzó los ojos hacia la oscuridad que había más allá de los hilos.

—Esta vez no voy a quedarme sentado, sufriendo pasivamente, Shai’tan. No seré presa de tus pesadillas. Me he convertido en algo más grande de lo que fui otrora.

Dicho esto, se hizo con los hilos que se enroscaban a su alrededor, los tomó… cientos y cientos de ellos. Allí no había Fuego, Aire, Tierra, Agua o Energía… Éstos eran de algún modo más esenciales, más variados. Cada cual era individual, único. En lugar de Cinco Poderes, eran miles.

Rand los asió, los agrupó y sostuvo en la mano la urdimbre de la propia creación.

Entonces encauzó en ella y la tejió como una posibilidad diferente.

—Ahora —dijo, con una profunda inhalación, tratando de borrar el horror que había visto—. Ahora yo te mostraré lo que va a pasar.

—Los hombres está en sus puestos, madre —anunció Bryne con una reverencia.

Egwene respiró hondo. Mat había enviado las fuerzas de la Torre Blanca al otro lado del lecho seco del río, más abajo del vado y alrededor del lado occidental de las ciénagas; había llegado el momento de que Egwene se reuniera con su ejército. Vaciló un momento y miró el puesto de mando de Mat a través del acceso. Su mirada se trabó por encima de la mesa con la de la mujer seanchan, que permanecía sentada en su trono con aire imperioso.

«Aún no he acabado contigo», pensó Egwene.

—Vámonos —dijo en voz alta, girando sobre sus talones.

Hizo un gesto a Yukiri para que cerrara el acceso al puesto de mando, y toqueteó el sa’angreal de Vora que llevaba en una mano mientras salía de la tienda.

Vaciló al ver algo en el suelo. Algo minúsculo. Diminutas grietas como telarañas en las piedras. Se agachó.

—Cada vez hay más de ésas en derredor, madre —indicó Yukiri, que se agachó a su lado—. Creemos que cuando los Señores del Espanto encauzan las grietas se extienden. Sobre todo cuando utilizan el fuego compacto…

Egwene las tocó con cuidado. Aunque parecían grietas normales al tacto, se abrían a la pura nada. Negrura, demasiado profunda para que unas simples grietas produjeran sombras en la luz.

Tejió. Los Cinco Poderes, juntos, tantearon las grietas. Sí…

No sabía con exactitud qué había hecho, pero un flamante y bisoño tejido cubrió las grietas como un vendaje. La oscuridad se desvaneció y sólo quedaron unas fisuras corrientes… y una fina película de cristales.

—Interesante —comentó Yukiri—. ¿Qué era ese tejido?

—No lo sé. Me pareció que era bueno —repuso Egwene—. Gawyn, ¿has visto…? —Dejó la frase a medias.

Gawyn.

Egwene se incorporó con brusquedad. Recordaba vagamente que él había salido de la tienda de mando para tomar un poco el aire. ¿Cuánto tiempo había pasado? Giró despacio sobre sí misma para percibir su ubicación. El vínculo le indicaría la dirección. Se detuvo cuando miró hacia donde se encontraba él.

Miraba hacia el lecho del río, un poco más arriba del vado, donde Mat había apostado las fuerzas de Elayne.

«Oh, Luz…»

—¿Qué? —preguntó Silviana.

—Gawyn ha ido a combatir —dijo Egwene, que mantuvo la voz sosegada con esfuerzo.

¡Ese hombre, cabeza de chorlito! ¿Es que no podía esperar una hora o dos hasta que sus ejércitos estuvieran en posición? ¡Sabía que él estaba ansioso por combatir, pero al menos tendría que haberle preguntado!

Bryne emitió un quedo gemido.

—Enviad alguien a buscarlo —ordenó Egwene. Ahora la voz le sonó fría, colérica. Fue incapaz de evitarlo—. Al parecer se ha unido a los ejércitos andoreños.

—Iré yo —propuso Bryne, con una mano en la espada y el otro brazo alzado hacia los mozos de cuadra—. No se me puede confiar la dirección de los ejércitos, pero al menos esto sí puedo hacerlo.

Tenía sentido su razonamiento.

—Llevaos a Yukiri —indicó Egwene—. Cuando hayáis encontrado a mi estúpido Guardián, Viajad al oeste de las ciénagas para reuniros con nosotros.

Bryne hizo una reverencia y se alejó. Siuan lo observó, vacilante.

—Puedes ir con él —dijo Egwene.

—¿Es allí donde me necesitáis? —preguntó Siuan.

—A decir verdad… —Egwene bajó la voz—. Quiero que alguien se reúna con Mat y la emperatriz seanchan y escuche con oídos acostumbrados a captar lo que no se dice.

Siuan asintió en un gesto de aprobación, incluso de orgullo. Egwene era Amyrlin; no necesitaba ninguna de esas dos emociones de Siuan y, sin embargo, sirvieron para aliviarle un poco la tremenda fatiga.

—Pareces risueña —comentó Egwene.

—Cuando Moraine y yo emprendimos la tarea de encontrar al muchacho, no tenía ni idea de que el Entramado nos enviaría también a vos —repuso Siuan.

—¿Tu sustituta?

—Conforme una dirigente va entrando en años, empieza a pensar sobre su legado —explicó Siuan—. Luz, probablemente todas las damas empiezan a pensar lo mismo. ¿Tendrá un heredero que se haga cargo de lo que ha creado? A medida que una mujer gana en sabiduría, se da cuenta de que lo que ella sola puede conseguir es poco comparado con lo que su legado es capaz de lograr.

»Bien, pues, supongo que no puedo decir que seáis mía del todo, y no me complació exactamente que alguien me sucediera. Pero es… reconfortante saber que he tenido algo que ver en dar forma a lo que está por llegar. Y, si una mujer fuera a pedir un deseo para su legado, no imaginaría uno mayor que el que sois vos. Gracias. Vigilaré a esa seanchan por vos, y puede que ayude a la pobre Min a escapar de la red para el pez lanceta en la que se ha metido.

Siuan se marchó y llamó a Yukiri para que le abriera un acceso antes de irse con Bryne. Egwene sonrió al verla dar un beso al general. Siuan. Besando a un hombre delante de todo el mundo.

Silviana encauzó, y Egwene montó en Glorioso mientras se abría un acceso frente a ella. Abrazó la Fuente, sosteniendo el sa’angreal de Vora ante sí, y cruzó el acceso al trote, detrás de un grupo de Guardias de la Torre. De inmediato la asaltó el olor a humo.

El mayor Chubai la esperaba al otro lado. El hombre de cabello oscuro siempre la sorprendía por parecerle demasiado joven para ocupar ese puesto, pero suponía que no todos los comandantes tenían que peinar canas, como Bryne. Después de todo, habían confiado la dirección de esta batalla a alguien que sólo era un poco mayor que ella, y ella misma era la Amyrlin más joven en la historia de la Torre.

Egwene se volvió hacia los Altos y descubrió que apenas podía verlos a través de los fuegos que ardían a lo largo de la pendiente y al borde oriental de las ciénagas.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió.

—Flechas incendiarias —respondió Chubai—, disparadas por nuestras fuerzas situadas en el río. Al principio pensé que Cauthon se había vuelto loco, pero ahora veo su razonamiento. Disparó a los trollocs para prender fuego allí, en los Altos, y en la base para darnos cobertura. La vegetación allí está seca y quebradiza como yesca. El fuego ha obligado a los trollocs y a la caballería sharaní a regresar pendiente arriba, de momento. Y creo que Cauthon cuenta con que el humo encubrirá nuestros movimientos cuando empecemos a rodear las ciénagas.

La Sombra sabría que alguien se movía por allí, pero para descubrir el número de tropas y su configuración… tendría que depender de exploradores, en lugar de aprovechar la ventaja de su posición en la cumbre de los Altos.

—¿Vuestras órdenes? —preguntó Chubai.

—¿No os las pasó él? —preguntó Egwene a su vez.

—No —dijo el hombre al tiempo que movía la cabeza—. Sólo nos situó en esta posición.

—Seguimos hacia arriba por el lado occidental de la ciénaga y salimos por detrás de los sharaníes —explicó ella.

—De ese modo fragmentamos nuestras tropas muchísimo —comentó Chubai con un gruñido—. ¿Y ahora los ataca en los Altos, después de rendírselos?

Egwene no tenía respuesta a eso. En fin, había sido ella —básicamente— la que había puesto a Mat al mando. Echó otra mirada hacia las ciénagas, allí donde percibía la presencia de Gawyn. Estaría luchando en…

Egwene vaciló. Su posición anterior le había permitido percibir a Gawyn en dirección al río; pero, tras cruzar el acceso, tenía una mejor percepción de su ubicación. No estaba en el río con los ejércitos de Elayne.

Gawyn estaba en los Altos, donde el dominio de la Sombra era mayor.

«Oh, Luz —pensó—. Gawyn…, ¿qué estás haciendo?»

Gawyn avanzaba entre el humo. Los negros zarcillos se enroscaban a su alrededor y el calor de la hierba que se consumía lentamente, sin llama, le calentaba las suelas de las botas, pero el fuego casi se había apagado allí arriba, en la cumbre de los Altos, dejando el suelo oscuro de ceniza.

Cadáveres y algunos dragones rotos yacían en el suelo, ennegrecidos, como montones de escoria o carbón. Gawyn sabía que algunas veces los granjeros quemaban las hierbas y los rastrojos del año anterior para renovar los campos. El propio mundo se hallaba en llamas ahora y, mientras se deslizaba a través del agitado y retorcido humo negro —con un pañuelo húmedo atado a la cara para cubrirse la nariz y la boca—, rezó por un renacimiento para el mundo.

Había grietas como telarañas por todo el suelo. La Sombra estaba destruyendo ese lugar.

La mayoría de los trollocs se reunían en los Altos desde donde se veía Vado de Hawal, aunque un puñado se afanaba en mover y empujar cuerpos en la ladera. Quizá los había atraído el olor a carne quemándose. Un Myrddraal salió entre el humo y empezó a reconvenirlos en un lenguaje que Gawyn no comprendía. Luego azotó a los trollocs en la espalda con un látigo.

Gawyn se quedó inmóvil, si bien el Semihombre no reparó en él mientras conducía a los retrasados hacia donde se apiñaban los demás trollocs. Gawyn esperó y respiró despacio a través del pañuelo, sintiendo que las sombras de los Puñales Sanguinarios lo envolvían. Los tres anillos le habían hecho algo. Se sentía acelerado, y los miembros se le movían demasiado deprisa cuando caminaba. Había tenido tiempo para ir acostumbrándose a los cambios, para mantener el equilibrio cada vez que se movía.

Un trolloc con rasgos de lobo surgió detrás de un montón de escombros que había cerca y husmeó el aire, con la mirada fija en el Fado. Luego salió del escondrijo, cauteloso, con un cadáver cargado al hombro. Pasó delante de Gawyn a menos de cinco pies de distancia y se paró para husmear el aire otra vez. Después, agazapado, siguió avanzando. Del cuerpo que llevaba echado al hombro colgaba la capa de un Guardián. Pobre Symon. No volvería a echar otra partida de cartas. Gawyn emitió un quedo gruñido y, antes de lograr controlarse, saltó hacia adelante. Ejecutó Besar a la víbora, y en el giro segó la cabeza del trolloc.

El cadáver se desplomó en el suelo con un golpetazo. Gawyn siguió con la espada enarbolada, pero entonces se maldijo y se agazapó para retroceder hacia el humo. Encubriría su olor, y los negros remolinos harían otro tanto con su figura borrosa. Necio, arriesgarse a ponerse en evidencia por matar a un trolloc. El cadáver de Symon acabaría en un caldero de todos modos. Él no podía acabar con todo el ejército. Estaba allí por un hombre.

Se agachó y esperó a ver si su ataque había llamado la atención. Quizá no podrían verlo —no estaba seguro de hasta qué punto lo encubrían los anillos—, pero cualquiera que hubiera estado mirando habría visto caer al trolloc.

No sonó ninguna llamada de alarma. Gawyn se incorporó y siguió adelante. Sólo entonces notó que tenía los dedos rojos y cubiertos de ceniza. Se los había quemado. El dolor era algo distante. Los anillos. Le costaba trabajo pensar, pero eso —por suerte— no entorpecía su habilidad para luchar. Si acaso, ahora los reflejos eran más intensos.

Demandred. ¿Dónde estaba? Gawyn recorrió los Altos de un lado a otro. Cauthon tenía tropas estacionadas en el río, cerca del vado, pero el humo hacía imposible ver quiénes formaban el contingente. En el otro extremo, los fronterizos estaban trabados con una unidad de caballería sharaní. Sin embargo allí, en la cima, todo se hallaba tranquilo a despecho de la presencia de Engendros de la Sombra y sharaníes. Gawyn avanzó cauteloso a lo largo de las líneas de retaguardia de trollocs, sin apartarse de los rodales de hierbas y madera muerta. Nadie parecía reparar en él. Allí había sombras, y las sombras significaban protección. Allá abajo, en la cañada entre los Altos y las ciénagas, los fuegos empezaban a apagarse. Era demasiado pronto para que se hubieran consumido por sí mismos. ¿Encauzamiento?

La intención de Gawyn había sido localizar a Demandred buscando el origen de los ataques, pero si éste se limitaba a encauzar para apagar los fuegos…

El ejército de la Sombra inició la carga y se lanzó pendiente abajo, hacia Vado de Hawal. Aunque los sharaníes se quedaron atrás, el grueso de la fuerza trolloc avanzó. Era obvio que el objetivo era presionar por el lecho seco del río y enfrentarse al ejército de Cauthon.

Si el propósito de Cauthon era atraer con un señuelo a todas las tropas que Demandred tenía en los Altos, había fracasado. Muchos sharaníes se quedaron allí, unidades de infantería y de caballería que contemplaban impasibles el atronador avance de los trollocs a la batalla.

A lo largo de la pendiente retumbaron explosiones que lanzaron trollocs por el aire como tierra al sacudir una esterilla. Gawyn vaciló y se agachó más. Dragones, los pocos que funcionaban. Mat los había mandado llevar a algún sitio al otro lado del río; era difícil ver su posición exacta debido al humo. Por el sonido, sólo había una media docena, pero el daño que causaron fue enorme, sobre todo si se tenía en cuenta la distancia.

Un estallido de luz roja en los Altos, a corta distancia, salió lanzado hacia el humo de los dragones. Gawyn sonrió.

«Muchísimas gracias», pensó, posando la mano en la espada. Había llegado el momento de probar lo bien que funcionaban los anillos.

Salió disparado de su escondrijo, agachado y deprisa. Casi todos los trollocs se amontonaban pendiente abajo y corrían a grandes zancadas hacia el cauce seco. Sobre ellos llovieron virotes de ballestas y flechas, y otra tanda de disparos de los dragones llegó desde una localización ligeramente diferente. Cauthon hacía que los dragones se desplazaran, y Demandred tenía problemas para precisar su ubicación.

Gawyn corrió entre los aullidos de los Engendros de la Sombra. El suelo parecía palpitar como el latido de un corazón con los impactos en el suelo, detrás de él. El humo se agitó a su alrededor y le produjo escozor en la garganta. Las manos se le habían puesto negras e imaginaba que le había pasado lo mismo en la cara. Confiaba en que eso lo ayudara a mantenerse oculto.

Los trollocs dieron media vuelta entre chillidos y gruñidos, pero ninguno de ellos se fijó en él. Sabían que algo había pasado por allí, pero para ellos era un mero borrón.

A través del vínculo sintió desbordarse la cólera de Egwene. Gawyn sonrió. No había esperado que se sintiera complacida. Encontró la paz en su decisión mientras corría y se clavaban flechas en el suelo a su alrededor. Tal vez en otro tiempo habría hecho aquello por el orgullo de la batalla y la oportunidad de enfrentarse a Demandred.

Pero no lo movía eso ahora. Era lo que le pedía el corazón. Alguien tenía que hacer frente a ese ser, alguien tenía que matarlo o perderían esta batalla. Todos se daban cuenta de eso. Que Egwene o Logain se pusieran en peligro sería correr un riesgo demasiado grande.

Él sí podía arriesgarse. Nadie le encargaría hacer aquello —nadie se atrevería—, pero era necesario. Tenía una oportunidad de cambiar las cosas, de hacer algo que era realmente importante. Lo hacía por Andor, por Egwene, por el propio mundo.

Un poco más adelante, Demandred bramaba su ya conocido desafío:

—¡Mandad a al’Thor, no esos supuestos dragones!

Otra descarga de fuego salió lanzada desde él. Gawyn pasó junto a los trollocs que corrían a la carga y salió detrás de un gran grupo de sharaníes con unos arcos extraños, casi tan grandes como los de Dos Ríos. Rodeaban a un hombre montado a caballo y cubierto con armadura de monedas enlazadas, unidas por los agujeros abiertos en el centro, así como guardabrazos y gorguera. La placa frontal del atemorizador yelmo estaba abierta. El orgulloso semblante, apuesto e imperioso, le resultó inquietantemente familiar a Gawyn.

«Esto tendrá que ser rápido —pensó—. Y, por la Luz, más me vale no darle ocasión de encauzar».

Los arqueros sharaníes estaban preparados, pero sólo dos se volvieron cuando Gawyn se metió entre ellos. Gawyn sacó el cuchillo de la vaina del cinturón. Tendría que desmontar a Demandred del caballo y después arremeter con el cuchillo contra la cara del Renegado. Le parecía un ataque cobarde, pero era el mejor modo. Si lo tiraba al suelo, entonces podría…

Demandred giró de repente con rapidez y miró hacia Gawyn. Un segundo después el hombre adelantaba la mano con rapidez y una barra de fuego al rojo blanco, fina como una ramita, salía disparada hacia Gawyn.

Falló, y golpeó justo a su lado cuando él se apartó de un salto. Se abrieron grietas por todo el suelo alrededor. Una grietas profundas, negras, que parecían abrirse a la mismísima eternidad.

Gawyn saltó hacia adelante y cortó la cincha de la silla del Renegado. Qué rapidez. Esos anillos le permitían reaccionar mientras Demandred seguía mirando con desconcierto.

La silla se soltó, y Gawyn asestó una cuchillada al flanco del caballo. El animal relinchó y se encabritó, lanzando a Demandred hacia atrás, con silla y todo.

Gawyn extrajo el cuchillo ensangrentado al tiempo que el caballo huía desbocado y los arqueros gritaban; saltó con el arma enarbolada con ambas manos, cernido amenazadoramente sobre Demandred.

El cuerpo del Renegado se sacudió de repente, y el hombre cayó hacia un lado. Una corriente de aire levantó cenizas en el suelo ennegrecido cuando tejidos de Aire sostuvieron a Demandred y lo hicieron girar sobre sí, depositándolo de pie en el suelo con un tintineo metálico y la espada ya desenvainada. El Renegado se agachó y soltó otro tejido; Gawyn sintió una brisa a su alrededor, como si los hilos hubieran intentado asirlo. Él era demasiado rápido y, obviamente, Demandred tenía problemas para acertar a darle debido a los anillos.

Gawyn retrocedió y se cambió el cuchillo a la mano izquierda al tiempo que desenvainaba la espada con la derecha.

—Ah, un asesino —dijo Demandred—. Y Lews Therin siempre hablaba del «honor» de enfrentarse a un hombre cara a cara.

—No me envía el Dragón Renacido.

—¿No? ¿Rodeado con la Sombra de la Noche, un tejido que nadie de esta era recuerda? ¿Sabes que lo que Lews Therin te ha hecho te absorberá la vida? Estás muerto, hombrecillo.

—Entonces puedes unirte conmigo en la tumba —replicó Gawyn.

Demandred se irguió y sostuvo la espada con las dos manos en una postura de combate desconocida. Parecía ser capaz de seguir el rastro de Gawyn de algún modo, a pesar de los anillos, pero sus reacciones eran una pizca más lentas de lo que deberían haber sido.

Flores de manzano al viento, con tres rápidos golpes, obligaron a Demandred a retroceder. Varios sharaníes se adelantaron con las espadas prestas, pero Demandred alzó una mano protegida con guantelete para que no se acercaran. No sonrió a Gawyn —parecía que ese hombre no hubiera sonreído jamás— y ejecutó algo similar a El rayo de tres púas. Gawyn replicó con El jabalí baja corriendo la montaña.

Demandred era bueno. Aun con la ventaja que le daban los anillos, Gawyn escapó por un pelo de la estocada del Renegado. Los dos danzaron en torno a un pequeño círculo despejado, rodeados por los sharaníes que observaban el lance. Retumbos lejanos dispararon esferas de hierro contra la ladera e hicieron que el suelo temblara. Sólo había unos pocos dragones que todavía disparaban, pero parecían concentrados en esa posición.

Gawyn gruñó y realizó La tormenta sacude la rama en un intento de penetrar a través de la guardia de Demandred. Tenía que acercarse para arremeter con la espada en la axila o entre las uniones de la armadura de monedas.

Demandred respondió con destreza y elegancia. Poco después Gawyn sudaba debajo de la cota. Se sentía más veloz de lo que había sido nunca, con reacciones como los rápidos movimientos de un colibrí. Empero, por más que lo intentaba, no lograba acertarle con un golpe.

—¿Quién eres, hombrecillo? —gruñó Demandred, que se retiró unos pasos con la espada levantada al costado—. Combates bien.

—Gawyn Trakand.

—El hermanito de la reina. ¿Eres consciente de quién soy?

—Un asesino.

—¿Acaso tu Dragón no ha asesinado? —replicó Demandred—. ¿Tu hermana nunca ha matado para conservar su trono, o quizá debería decir para hacerse con él?

—Eso es diferente.

—Es lo que todo el mundo dice siempre.

Demandred se adelantó. Sus poses con la espada eran suaves, la espalda siempre recta, pero relajada, y utilizaba los movimientos amplios de un bailarín. Tenía un dominio absoluto del arma; Gawyn no había oído que Demandred fuera conocido por su habilidad en el manejo de la espada, pero era tan bueno como cualquier hombre con el que Gawyn se había batido. Mejor, a decir verdad.

Gawyn realizó El gato danza en la pared, una pose hermosa, amplia, que igualó la de Demandred. Luego se agachó para ejecutar La lengua de la serpiente se agita, confiando en que su pose previa hubiera relajado a Demandred y dejara pasar inadvertida una estocada.

Algo golpeó a Gawyn y lo tiró al suelo. Rodó sobre sí mismo y se incorporó agazapado. Le costaba respirar. No sentía dolor gracias a los anillos, pero probablemente tenía una costilla rota.

«Una roca —pensó—. Ha encauzado y ha tirado una roca para golpearme con ella». Le costaba trabajo golpearlo con los tejidos debido a las sombras, pero algo más grande podía arrojarse a las sombras y darle a él también.

—Tramposo —dijo con una mueca de desdén.

—¿Tramposo? —exclamó Demandred—. ¿Acaso hay reglas, hombrecillo? Si no recuerdo mal, intentabas acuchillarme por la espalda estando envuelto en un manto de oscuridad.

Gawyn inhaló y exhaló mientras se sujetaba el costado. Una esfera de hierro de los dragones cayó al suelo a corta distancia y luego estalló. La explosión hizo trizas a varios sharaníes, cuyos cuerpos protegieron a Gawyn y a Demandred de lo peor del impacto. Llovió tierra como una rociada de espuma en la cubierta de un barco. Al menos uno de los dragones seguía funcionando.

—Me has llamado asesino —dijo Demandred—, y lo soy. También soy vuestro salvador, tanto si queréis como si no.

—Estás loco.

—¡Qué va! —Demandred caminó a su alrededor mientras cortaba el aire con unos cuantos barridos de la espada—. Ese hombre al que seguís, Lews Therin Telamon, sí que está loco. Cree que puede derrotar al Gran Señor. No puede. Es un simple hecho.

—¿Y querrías que en cambio nos uniéramos a la Sombra?

—Sí. —La mirada de Demandred era fría—. Si mato a Lews Therin, por mi victoria se me otorgará el derecho a rehacer el mundo como me plazca. Al Gran Señor le da lo mismo gobernar o no. La única forma de proteger este mundo es destruirlo y después proteger a sus gentes. ¿No es eso lo que tu Dragón afirma que puede hacer?

—¿Por qué insistes en llamarlo «mi» Dragón? —inquirió Gawyn, que escupió hacia un lado.

Sangre. Los anillos… lo urgían a continuar. Sus miembros rebosaban fuerza, energía. «¡Lucha! ¡Mata!»

—Porque lo sigues —contestó Demandred.

—¡No!

—Mientes —afirmó Demandred—. O tal vez es que te has dejado engañar, simplemente. Sé que Lews Therin dirige ese ejército. Al principio no estaba seguro, pero ya no lo dudo. Ese tejido que te envuelve es prueba suficiente, pero yo tengo otra más evidente. Ningún general mortal posee la destreza demostrada el día de hoy; me enfrento a un gran estratega, un verdadero maestro en el campo de batalla. Quizá Lews Therin lleva la Máscara de Espejos, o tal vez dirige la batalla enviando mensajes a ese Cauthon a través del Poder Único. Eso da igual, porque veo la verdad. Hoy juego una partida de dados con Lews Therin.

»Siempre fui mejor general que él. Y lo demostraré aquí. Te habría mandado a Lews Therin para que se lo dijeras, pero no vivirás lo suficiente, pequeño espadachín. Prepárate. —Demandred levantó la espada.

Gawyn se incorporó, tiró el cuchillo y asió la espada con las dos manos. Demandred caminó a su alrededor usando formas que eran diferentes de las que Gawyn conocía. Seguían siendo lo bastante familiares para contraatacar; pero, a despecho de su mayor rapidez, Demandred detenía su espada una vez tras otra desviándola hacia un lado, inofensiva.

El hombre no atacaba. Apenas se movía, plantado con los pies separados, la espada asida con ambas manos, rechazando todos los ataques que Gawyn le lanzaba. La paloma alzando el vuelo, La hoja caída, La caricia del leopardo. Gawyn apretó los dientes y gruñó. Los anillos tendrían que haber bastado. ¿Por qué no era suficiente con ellos?

Gawyn dio un paso atrás e hizo un quiebro para esquivar otra piedra lanzada contra él. Le pasó a escasas pulgadas.

«Gracias a la Luz por los anillos», pensó.

—Luchas con destreza para ser de esta era —dijo Demandred—. Pero todavía empuñas tu espada, hombrecillo.

—¿Qué otra cosa habría de hacer?

—Ser tú mismo la espada —contestó Demandred, como si lo desconcertara que Gawyn no lo entendiera.

Gawyn gruñó y volvió a arremeter con fuerza al Renegado. Seguía siendo más rápido. Demandred no atacaba; estaba a la defensiva, si bien no retrocedía. Se limitaba a seguir plantado en el mismo sitio, desviando todos los golpes.

Demandred cerró los ojos. Gawyn sonrió y acometió con El último ataque de la picanegra.

La espada del Renegado se convirtió en un remolino borroso.

Algo golpeó a Gawyn. Soltó un grito ahogado y se quedó inmóvil. Se tambaleó, cayó de rodillas y vio que tenía un agujero en el vientre. Demandred le había asestado un golpe justo a través de la cota y había sacado la espada en un único y grácil movimiento.

«¿Por qué no…? ¿Por qué no siento nada?»

—Si sobrevives a esto y ves a Lews Therin —comentó el Renegado—, dile que espero con ansia un combate entre los dos, espada contra espada. He mejorado desde la última vez que nos vimos.

Demandred dio la vuelta a la espada, la apoyó en el hueco entre el pulgar y el índice por el canto romo de la hoja y, alzándola en horizontal, arrastró con los dedos la sangre del acero para que cayera en el suelo.

Enfundó la espada en la vaina, meneó la cabeza y lanzó una bola de fuego hacia el dragón que seguía disparando.

El dragón enmudeció. Demandred echó a andar a lo largo del borde de la pendiente empinada que daba al río, con la guardia sharaní a su alrededor. Gawyn cayó tendido en el suelo, aturdido, derramando la vida en la hierba quemada. Intentó contener la sangre con los temblorosos dedos.

De algún modo consiguió ponerse de rodillas otra vez. Su corazón clamaba por regresar junto a Egwene. Empezó a gatear; la sangre se mezclaba con la tierra sobre la que pasaba a medida que escapaba por la herida. A pesar de tener la vista velada por el sudor frío que le entraba en los ojos, localizó varios caballos unos veinte pasos más adelante, atados a una línea de estacas; los animales hurgaban en las hierbas ennegrecidas que tenían debajo de las patas. Tras unos minutos de esfuerzo que se le hicieron interminables y que lo dejaron agotado, Gawyn se subió a lomos del primer caballo al que pudo llegar y desatar. Se encorvó en la silla, mareado, y se aferró a la crin con una mano. Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, tocó los ijares del animal con los talones.

—Milady —le dijo Mandevwin a Faile—, ¡conozco a esos dos hombres desde hace años! No digo que no hayan tenido algún problema en el pasado. Ningún hombre llega a la Compañía sin tener unos cuantos. Pero, así lo quiera la Luz, ¡no son Amigos Siniestros!

Faile comía su ración de mediodía en silencio y escuchaba con toda la paciencia de la que era capaz las protestas de Mandevwin. Ojalá Perrin estuviera allí para tener una buena discusión y descargar los nervios. Se sentía como si fuera a reventar por la tensión.

Estaban cerca de Thakan’dar, terriblemente cerca. El cielo negro retumbaba con los relámpagos y no habían visto un ser vivo —peligroso o no— desde hacía días. Tampoco habían vuelto a ver a Vanin ni a Harnan; a pesar de lo cual, Faile doblaba la guardia todas las noches. Los esbirros del Oscuro no cejaban, no se daban por vencidos.

En consecuencia, ahora llevaba el Cuerno en una bolsa grande atada a la cintura. Los otros lo sabían, y pasaban alternativamente del orgullo de su misión al horror de la importancia de ésta. Al menos ahora lo compartía con ellos.

—Milady —insistió Mandevwin, que se arrodilló a su lado—, Vanin se encuentra cerca, ahí fuera, en alguna parte. Es un explorador muy diestro, el mejor de la Compañía. No lo veremos a menos que él quiera que lo hagamos, pero juraría que nos viene siguiendo. ¿A qué otro lugar iba a ir? Quizá si lo llamamos y lo invitamos a acercarse para que explique su versión de lo ocurrido, podríamos resolver esto.

—Lo pensaré, Mandevwin —dijo Faile.

Él asintió con la cabeza. El hombre tuerto era un buen comandante, pero tenía tan pocas luces como un ladrillo. Un hombre sencillo daba por hecho que otros actuaban por motivaciones sencillas, y no podía imaginar que alguien como Vanin o Harnan, que habían sido parte de la Compañía durante tanto tiempo —siguiendo órdenes, sin duda, para no levantar sospechas—, fuera capaz de hacer algo tan terrible.

Al menos ahora Faile sabía que no se había preocupado sin motivo. Aquella mirada de puro terror en los ojos de Vanin cuando lo sorprendió había bastado para confirmarlo, si pillarlo con el Cuerno en las manos no era suficiente. Lo que no había esperado era que hubiera dos Amigos Siniestros, y le habían ganado en astucia con su robo. Sin embargo, también habían subestimado los peligros de la Llaga. Detestaba pensar qué habría ocurrido si no hubiesen atraído la atención de aquel ser con aspecto de oso. Ella habría permanecido en la tienda esperando la llegada de los ladrones, que ya habrían desaparecido con uno de los artefactos más poderosos que había en el mundo.

El cielo retumbó. El oscuro pico de Shayol Ghul se erguía, amenazador, un poco más adelante, elevándose sobre el valle de Thakan’dar entre una cadena de montañas más pequeñas. El aire se había vuelto frío, casi invernal. Llegar a aquel pico sería difícil pero, de un modo u otro, iba a llevar el Cuerno a las fuerzas de la Luz para la Última Batalla. Posó los dedos en la bolsa que cargaba al costado y tanteó el metal que iba dentro.

Cerca, Olver correteaba por la desolada roca gris de las Tierras Malditas, con el cuchillo metido en el cinturón como si fuera una espada. Quizá no debería haberlo llevado con ellos. Claro que en las Tierras Fronterizas los chicos de su edad aprendían a llevar mensajes y a transportar suministros a los torreones asediados. No salían con una tropa de guerra ni se los destinaba a un puesto hasta que al menos tuvieran doce años, pero el entrenamiento empezaba mucho antes.

—Milady…

Faile miró a Selande y a Arrela, que se aproximaban. Faile había puesto a Selande al mando de los exploradores, ahora que Vanin se había desenmascarado a sí mismo. La mujer, menuda y de tez pálida, tenía menos apariencia de Aiel que muchos de los otros componente de Cha Faile. Pero la actitud ayudaba.

—¿Sí?

—Hay movimiento, milady —informó en voz queda Selande.

—¿Qué? —Faile se puso de pie—. ¿Qué clase de movimiento?

—Una especie de caravana.

—¿En las Tierras Malditas? —se extrañó Faile—. Muéstramelo.

No era sólo una caravana. Allí había un pueblo. Faile lo divisó a través del visor de lentes, aunque sólo unos manchones oscuros indicaban la presencia de edificios. Se levantaba en las estribaciones cercanas a Thakan’dar. Un pueblo. ¡Luz bendita!

Faile movió el visor hacia donde la caravana avanzaba muy despacio a través de inhóspito paisaje, en dirección a un puesto de abastecimiento establecido fuera del pueblo, a cierta distancia.

—Están haciendo lo que hicimos nosotros —susurró.

—¿A qué os referís, milady?

Arrela estaba tendida en el suelo al lado de Faile. Mandevwin se encontraba al otro lado y miraba con atención por su propio visor.

—Es un puesto central de abastecimiento —explicó Faile mientras observaba los montones de cajas y haces de flechas—. Los Engendros de la Sombra no pueden pasar a través de accesos, pero sus suministros sí. Así no tienen que ir cargados con flechas y armas de repuesto durante la invasión. En cambio, los suministros se recogen aquí y luego se envían a los campos de batalla cuando los necesitan.

En efecto, allí abajo un hilo de luz anunció la apertura de un acceso. Una larga fila de hombres de aspecto sucio avanzó penosamente a través de él con paquetes cargados a la espalda, seguidos de docenas de otros que tiraban de pequeños carros.

—A dondequiera que vayan esos suministros, cerca habrá una batalla —dijo despacio Faile—. Esos carros llevan flechas, pero no comida, ya que los trollocs recogen cadáveres todas las noches para darse un festín.

—De modo que si pudiéramos colarnos por uno de esos accesos… —empezó Mandevwin.

Arrela resopló con sorna, como si la conversación fuera una broma. Miró a Faile y la sonrisa se le borró en los labios.

—¡No hablaréis en serio! —exclamó.

—Aún nos queda una larga caminata hasta Thakan’dar —expuso Faile—. Y ese pueblo nos cierra el paso. Podría ser más fácil colarnos a través de uno de esos accesos que intentar llegar al valle avanzando despacio y con dificultad.

—¡Acabaríamos detrás de las líneas enemigas!

—Ya estamos detrás de sus líneas —señaló Faile con gesto sombrío—, así que nada cambiaría respecto a eso.

Arrela guardó silencio.

—Eso será un problema —dijo en voz baja Mandevwin mientras giraba el visor—. Fijaos en los tipos que se acercan a la caravana desde el pueblo.

Faile se llevó el visor al ojo de nuevo.

—¿Aiel? —susurró—. ¡Por la Luz! ¿Los Shaido se han unido a las fuerzas del Oscuro?

—Ni siquiera los perros Shaido harían algo así —afirmó Arrela, que escupió el suelo.

Los recién llegados tenían algo que los hacía diferentes. Llevaban los velos subidos, como si se dispusieran a matar, pero eran velos de color rojo. En cualquier caso, pasar sin ser detectados por los Aiel sería casi imposible. Probablemente, sólo el hecho de que su grupo estuviera tan lejos había evitado que lo descubrieran. Eso y la circunstancia de que nadie esperara encontrar allí a un grupo como el de Faile.

—Atrás —ordenó mientras retrocedía pulgada a pulgada cuesta abajo—. Tenemos que hacer planes.

Perrin despertó sintiéndose como si lo hubieran arrojado a un lago en pleno invierno. Dio un respingo.

—Túmbate, necio —dijo Janina, que le puso la mano en el brazo; la Sabia de cabello muy rubio parecía tan exhausta como se sentía él.

Se encontraba en algún sitio blando. Demasiado. Una bonita cama, con sábanas limpias. Al otro lado de las ventanas, las olas rompían con suavidad contra la costa y se oían los gritos de las gaviotas. También oyó el eco de gemidos en algún lugar cercano.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—En mi palacio —contestó Berelain.

La mujer se hallaba cerca de la puerta, y Perrin no se había fijado en ella hasta ese momento. La Principal lucía la diadema con el halcón dorado en vuelo, y llevaba un vestido carmesí ribeteado en amarillo. La habitación era suntuosa, con oro y bronce en los espejos, las ventanas y las columnas del lecho.

—Y añadiría que ésta es, de algún modo, una situación conocida para mí, lord Aybara —continuó Berelain—. En esta ocasión he tomado precauciones, por si os lo estáis preguntando.

¿Precauciones? Perrin husmeó el aire. ¿Ino? Le llegaba el olor del hombre. En efecto, Berelain señaló con la barbilla hacia un lado y Perrin giró la cabeza; cerca se encontraba Ino sentado en un sillón, con un brazo en cabestrillo.

—¡Ino! ¿Qué te ha pasado? —inquirió Perrin.

—Los jodidos trollocs, eso es lo que me ha pasado —rezongó el otro hombre—. Espero mi turno para la Curación.

—Curamos primero a los que sufren heridas graves con riesgo de perder la vida —explicó Janina; era la Sabia más experta con la Curación y, al parecer, había decidido quedarse con las Aes Sedai y Berelain—. A ti, Perrin Aybara, se te Curó al filo de la muerte. Al mismo filo. Hasta ahora no hemos podido ocuparnos de las heridas que no amenazaban tu vida.

—¡Un momento! —exclamó Perrin, que se debatió para sentarse. Luz, qué cansado estaba—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Diez horas —contestó Berelain.

—¡Diez horas! Tengo que irme. La batalla…

—La batalla seguirá sin vos —lo interrumpió la Principal—. Lo lamento.

Perrin emitió un quedo gruñido. Qué cansancio.

—Moraine conocía un método para que desapareciera la fatiga de un hombre. ¿Lo conoces tú, Janina?

—Aunque lo supiera no lo haría para ti —repuso la Sabia—. Tienes que dormir, Perrin Aybara. Tu participación en la Última Batalla ha terminado.

Perrin rechinó los dientes y se movió para levantarse.

—Sal de esa cama, y te envolveré en Aire y te dejaré colgado aquí durante horas —amenazó Janina, que había vuelto los ojos hacia él.

La primera reacción de Perrin fue hacer un cambio. Empezó a formar la idea en su mente y entonces se sintió estúpido. De algún modo había regresado al mundo real. Allí no podía valerse del cambio. Estaba tan indefenso como un niño de pecho.

Volvió a tumbarse en la cama, frustrado.

—Arriba ese ánimo, Perrin —dijo en voz queda Berelain, que se había acercado al lecho—. Tendrías que estar muerto. ¿Cómo llegaste a ese campo de batalla? Si Haral Luhhan y sus hombres no te hubieran visto tendido allí…

Perrin movió la cabeza. Lo que había hecho no tenía explicación para alguien que no conocía el Sueño del Lobo.

—¿Qué está pasando, Berelain? Me refiero a la guerra. ¿Y nuestros ejércitos?

Ella apretó los labios.

—Puedo oler la verdad en ti —dijo Perrin—. Preocupación, ansiedad. —Suspiró—. Vi que los campos de batalla se habían desplazado. Si los hombres de Dos Ríos están también en Campo de Merrilor, los tres ejércitos han tenido que retroceder hasta el mismo sitio. Todos excepto los que están en Thakan’dar.

—Ignoramos cómo le va al lord Dragón —susurró ella, que se sentó en una banqueta que había al costado de la cama.

Junto a la pared, Janina tomó a Ino por el brazo. El fronterizo se estremeció cuando el frío de la Curación lo recorrió de la cabeza a los pies.

—Rand sigue luchando —afirmó Perrin.

—Ha pasado demasiado tiempo —replicó la mujer.

Se guardaba algo, algo a lo que le estaba dando vueltas. Lo olía.

—Rand sigue luchando —repitió Perrin—. Si hubiese perdido, no estaríamos aquí. —Se recostó; se sentía agotado hasta la médula. ¡Luz! No podía quedarse allí tumbado mientras moría gente, ¿verdad?—. El tiempo es diferente en la Perforación. Estuve allí y lo sé por propia experiencia. Aquí fuera han pasado muchos días, pero apuesto que para Rand sólo ha sido un día. Puede que menos.

—Es un alivio saberlo. Comunicaré a los demás lo que me has dicho.

—Berelain, necesito que me hagas un favor. Mandé a Elyas con un mensaje para nuestros ejércitos, pero no sé si lo dio. Graendal está interfiriendo en la mente de nuestros grandes capitanes. ¿Querrías enterarte si llegó el mensaje?

—Llegó —confirmó la mujer—. Casi demasiado tarde, pero llegó. Lo hiciste bien. Ahora duerme, Perrin. —Ella se levantó.

—Berelain —la llamó. La mujer se volvió hacia él—. Faile… ¿Qué se sabe de ella? —inquirió Perrin.

La ansiedad de la Principal se agudizó. «No».

—Su caravana de provisiones fue destruida en una burbuja maligna, Perrin —contestó Berelain con suavidad—. Lo siento.

—¿Se recobró su cuerpo? —se obligó a preguntar.

—No.

—Entonces, sigue viva.

—Se…

—Sigue viva —insistió él.

Tenía que reafirmarse en que tal cosa era verdad. Si no lo hacía…

—Por supuesto, hay esperanza —dijo Berelain, que luego se acercó a Ino.

El fronterizo flexionaba el brazo tras la Curación, y con un gesto la Principal le indicó que la siguiera mientras salía del cuarto. Janina se movía haciendo cosas en el lavamanos. Perrin aún oía gemidos fuera, en el pasillo, y el palacio olía a hierbas curativas y a dolor.

«Luz —pensó—. La caravana de Faile llevaba el Cuerno. ¿Lo tendrá ahora la Sombra?»

Y Gaul. Tenía que volver por Gaul. Había dejado al Aiel en el Sueño del Lobo para guardarle las espaldas a Rand. Si su agotamiento servía como punto de referencia, Gaul no aguantaría mucho más.

Perrin se sentía como si pudiera dormir semanas enteras. Janina regresó junto a la cama y luego sacudió la cabeza.

—Es en vano que intentes mantener los ojos abiertos, Perrin Aybara —le advirtió.

—Tengo mucho que hacer, Janina. Por favor. He de volver al campo de batalla y…

—Te vas a quedar aquí, Perrin Aybara. En tu estado no puedes servir de ayuda a nadie, y tampoco obtendrás ji tratando de demostrar lo contrario. Si el herrero que te trajo aquí se enterara de que te he dejado salir dando tumbos para morir en el campo de batalla, creo que vendría e intentaría colgarme de los talones por la ventana. —Vaciló un instante antes de añadir—: Y ése… Casi estoy por creer que podría hacerlo.

—Maese Luhhan —dijo Perrin, que recordaba de forma borrosa esos instantes antes de perder el sentido—. Estaba allí. ¿Me encontró él?

—Te salvó la vida —contestó Janina—. Ese hombre te cargó a la espalda y corrió hasta una Aes Sedai para que abriera un acceso. Estabas a segundos de morir cuando llegó. Considerando tu tamaño, sólo levantarte ya es toda una proeza.

—No necesito dormir, de verdad —insistió Perrin, que sentía cerrársele los párpados—. Tengo que… He de…

—Y yo estoy segura de que sí —replicó Janina.

Perrin cerró los ojos. Eso la convencería de que iba a hacer lo que ella decía. Luego, cuando se marchara, podría levantarse.

—Estoy segura de que sí —repitió la Sabia, cuya voz se tornó más suave por alguna razón.

«Dormir —pensó—. Me estoy quedando dormido». De nuevo vio ante él los tres caminos. Esta vez, uno conducía al sueño normal; otro, el que normalmente tomaba, llevaba al Sueño del Lobo mientras uno dormía.

Y, entre ambos, un tercer camino: al Sueño del Lobo, en persona.

Se sintió fuertemente tentado de escoger este último, pero de momento decidió hacerlo. Eligió el sueño normal cuando —en un instante de lucidez— supo que su cuerpo moriría si no dormía.

Respirando con dificultad, Androl yacía boca arriba y contemplaba el cielo en algún sitio lejos del campo de batalla, tras la huida de la cima de los Altos.

Ese ataque… Qué poderoso había sido.

¿Qué fue eso?, transmitió a Pevara.

No era Taim, contestó ella, que se puso de pie y se sacudió el polvo de la falda. Creo que era Demandred.

Nos trasladé a propósito a un lugar lejos de donde él estaba combatiendo.

Sí. ¿Cómo se atreve a desplazarse e interferir con el grupo de encauzadores que atacan a sus fuerzas?

Androl se sentó, gemebundo.

¿Sabes, Pevara?, transmitió, sorprendido por la jocosidad de la mujer. Eres atípicamente socarrona para ser una Aes Sedai.

No conoces a las Aes Sedai tan bien como te imaginas. Pevara se acerco a Emarin para examinarle las heridas.

Androl respiró hondo y se llenó de los aromas del otoño. Hojas caídas. Agua estancada. Un otoño que había llegado demasiado pronto. La ladera donde se encontraban se asomaba a un valle en el que, como si desafiaran lo que ocurría en el mundo, algunos granjeros habían cultivado la tierra en grandes parcelas cuadradas.

Nada había crecido.

Cerca, Theodrin se puso de pie.

—Aquello es una locura —dijo, enrojecido el semblante.

Androl percibió la desaprobación de Pevara hacia la chica. No tendría que haber mostrado sus emociones sin rebozo. Todavía no había aprendido a mantener el control Aes Sedai como era debido.

En realidad todavía no es una Aes Sedai, diga lo que diga la Amyrlin, le transmitió Pevara al leerle los pensamientos. No ha pasado la prueba todavía.

Theodrin parecía saber lo que pensaba Pevara, así que las dos guardaban las distancias entre sí. Pevara Curó a Emarin, que lo asumió de forma estoica. Theodrin Curó un corte que Jonneth tenía en el brazo; a él parecieron hacerle gracia sus atenciones maternales.

Lo habrá vinculado dentro de nada, transmitió Pevara. ¿No te diste cuenta de que dejó que una de las otras mujeres escogiera al que le correspondía a ella de los cincuenta y luego empezó a seguirlo a él por todas partes? No se ha apartado de nosotros desde la Torre Negra.

¿Y si él la vincula a su vez?, envió Androl.

Pues entonces veremos si lo que tenemos tú y yo es algo excepcional o no. Pevara vaciló antes de seguir. Estamos topando con cosas que nunca se habían visto hasta ahora.

Él le sostuvo la mirada. Pevara se refería a lo que quiera que hubiera ocurrido durante la coligación de ambos la última vez. Ella había abierto un acceso, pero del mismo modo que lo habría hecho él.

Vamos a tener que intentarlo de nuevo, le transmitió a Pevara.

Pronto, repuso ella, que Ahondó a Emarin para asegurarse de que la Curación había surtido efecto.

—Estoy bastante bien, Pevara Sedai —dijo él, cortés como siempre—. Y, si se me permite decirlo, parece que a vos tampoco os vendría mal un poco de Curación.

Ella bajó la vista hacia la tela quemada de la manga. Todavía se sentía insegura respecto a dejar que un hombre la Curara, pero también se sentía irritada consigo misma por su timidez.

—Gracias —le dijo a Emarin con voz firme y dejó que él le tocara el brazo y encauzara.

Androl desenganchó una pequeña taza de estaño que llevaba en el cinturón y con gesto ausente alzó la mano, con los dedos hacia abajo. Apretó los dedos como si pellizcara algo entre ellos y, cuando los separó, se abrió un pequeño acceso en el centro. Se vertió agua y llenó la taza.

Pevara se sentó a su lado y aceptó la taza que le ofrecía y bebió.

—Fresca como la de un manantial de montaña —comentó, con un suspiro.

—Es que lo es —contestó Androl.

—Eso me recuerda que quería preguntarte algo. ¿Cómo haces eso?

—¿Esto? Sólo es un acceso pequeño…

—No me refiero a eso. Androl, acabas de llegar aquí. No es posible que hayas tenido tiempo de memorizar esta zona lo bastante bien para abrir un acceso a algún manantial de montaña a cientos de millas de distancia.

Androl la miró sin comprender, como si acabara de oír algo sorprendente.

—No lo sé. A lo mejor tiene algo que ver con mi Talento —dijo luego.

—Comprendo. —Pevara guardó silencio unos instantes—. Por cierto, ¿qué le ha pasado a tu espada?

Androl se llevó la mano al costado. La vaina colgaba allí, vacía. Había soltado la espada cuando el rayo había caído cerca de ellos y no había tenido la presencia de ánimo suficiente para recogerla al huir. Soltó un gemido.

—Si Garfin supiera esto, me mandaría a moler cebada en el almacén del oficial de intendencia durante semanas.

—Eso no es importante —contestó Pevara—. Tienes otras armas mejores.

—Es cuestión de principios. Llevar espada me hace recordar lo que soy. Es como… Bueno, ver una red hace que recuerde cuando pescaba por Mayene, y el agua de manantial me recuerda a Jain. Pequeñas cosas, pero las cosas pequeñas tienen importancia. Necesito volver a ser un soldado. He de encontrar a Taim, Pevara. Los sellos…

—Bueno, no podemos encontrarlo de la forma que lo hemos intentado. ¿Estás de acuerdo en eso?

Él suspiró, pero asintió con la cabeza.

—Estupendo —dijo Pevara—. Detesto ser un blanco.

—¿Qué hacemos entonces?

—Habremos de abordarlo tras hacer un análisis concienzudo, no blandiendo espadas.

Probablemente ella tenía razón.

—¿Y qué tal… lo que hicimos? —sugirió Androl—. Pevara, tú utilizaste mi Talento.

—Veremos. —Pevara dio un sorbo de agua—. Lástima que no sea té.

Androl enarcó las cejas. Le cogió la taza, abrió un pequeño acceso entre dos dedos y dejó caer en la taza unas cuantas hojas de té secas. Hizo que el agua hirviera un momento con un hilo de Fuego y después echó dentro miel, a través de otro acceso.

—Tenía un poco en mi taller de la Torre Negra —explicó mientras le tendía la taza de nuevo—. Por lo visto nadie lo ha tocado.

Ella sorbió el té y esbozó una gran cálida sonrisa.

—Androl, eres maravilloso.

Él sonrió a su vez. ¡Luz! ¿Cuánto tiempo hacía que no se había sentido así con una mujer? Se suponía que el amor era cosa de jóvenes tontos, ¿no?

Por supuesto, los jóvenes tontos nunca se fijaban en cosas importantes. Buscaban una cara bonita y nada más. Androl tenía suficiente edad para saber que un rostro atractivo no era nada comparado con la clase de seguridad que transmitía una mujer como Pevara. Control, estabilidad, determinación. Ésas eran cosas que sólo podían llegar con el punto justo de madurez.

Era igual que con la piel. La piel nueva era fina, pero una piel verdaderamente buena era la que se había usado y desgastado, como una correa a la que se ha cuidado a lo largo de los años. Uno nunca sabía con seguridad si podía fiarse de una correa nueva.

—Estoy intentando leer ese pensamiento —dijo Pevara—. ¿Acabas de compararme con… una correa de cuero?

Él enrojeció.

—Pensaré que es algo propio de los talabarteros. —Dio otro sorbo de té.

—Bueno, tú no dejas de compararme con… ¿Qué es? ¿Un conjunto de figurillas?

—Mi familia —repuso ella, sonriendo.

Unas personas a las que habían asesinado Amigos Siniestros.

—Lo siento.

—Ocurrió hace mucho, mucho tiempo, Androl.

Con todo, él percibió que Pevara seguía furiosa por aquello.

—Luz —dijo—. Siempre olvido que eres mayor que la mayoría de los árboles, Pevara.

—Mmmmm… Primero soy una correa de cuero, ahora soy más vieja que los árboles. Supongo que, a pesar de las varias docenas de trabajos que has tenido en tu vida, ninguna parte de tu entrenamiento estaba relacionada con aprender a hablar con una dama, ¿verdad?

Él se encogió de hombros. De joven puede que se hubiera sentido violento por quedarse atorado, como si la lengua se le hubiera hecho un nudo, pero había aprendido que era algo imposible de evitar. Intentarlo sólo llevaba a empeorar las cosas. Curiosamente la forma en que él reaccionó la complació. Debía de ser que a las mujeres les gustaba ver a un hombre desconcertado.

Sin embargo, el regocijo de Pevara se extinguió cuando por casualidad alzó la vista al cielo. De repente, Androl recordó los campos vacíos allá abajo, en el valle. Los árboles muertos. El sordo gruñido del trueno. No era momento para el júbilo; ni para el amor. No obstante, por alguna razón se sorprendió a sí mismo aferrándose a ambas sensaciones precisamente por ello.

—Deberíamos ponernos en marcha pronto —dijo él—. ¿Qué plan tienes?

—Taim estará siempre rodeado de secuaces. Si seguimos atacando como hemos hecho, nos harán trizas antes de que consigamos llegar a él. Tenemos que acercarnos con sigilo.

—¿Y cómo vamos a conseguirlo?

—Eso depende. ¿Hasta qué punto actuarías como un loco si la situación lo justificara?

El valle de Thakan’dar se había convertido en un lugar de humo, caos y muerte.

Rhuarc avanzaba con sigilo, flanqueado por Trask y Baelder. Eran sus hermanos de la asociación Escudos Rojos. Nunca los había visto hasta que llegaron a ese lugar, pero aun así eran hermanos y su vínculo se había sellado con la sangre derramada de Engendros de la Sombra y traidores.

Un rayo desgarró el aire y cayó cerca. Al caminar, los pies de Rhuarc crujían en la arena que se había convertido en fragmentos cristalinos por los rayos. Llegó al lugar donde ponerse a cubierto —unos cadáveres de trollocs amontonados— y se agazapó detrás; Trask y Baelder se reunieron con él. La tormenta había estallado finalmente, y vientos violentos asaltaban el valle con una fuerza que casi le arrancaba el velo de la cara.

Era difícil distinguir algo. La niebla se había disipado, pero el cielo estaba más oscuro y la tormenta levantaba remolinos de polvo y humo. Había mucha gente que combatía en patrullas que deambulaban por el valle.

Ya no había líneas de combate. Horas antes, un ataque de los Myrddraal —y la subsiguiente ofensiva trolloc a gran escala— había conseguido romper por fin la resistencia de los defensores en la boca del valle. Los tearianos y los Juramentados del Dragón se habían retirado al interior del valle, hacia Shayol Ghul, y ahora la mayoría combatía casi al pie de la montaña.

Por suerte, el número de los trollocs que habían entrado amontonados ya no era abrumador. La matanza en el paso y el largo asedio habían reducido el contingente trolloc de Thakan’dar. En total, los trollocs restantes probablemente igualaban el número de defensores.

Lo cual seguía siendo un problema; pero, en su opinión, los Sin Honor que llevaban velos rojos eran un peligro mucho mayor. Ésos merodeaban por toda la extensión del valle, como hacían los Aiel. En aquel campo de muerte abierto, tan enturbiado por los remolinos de polvo y humo que apenas había visibilidad, Rhuarc estaba de caza. De vez en cuando se topaba con algún grupo de trollocs, pero los Fados habían azuzado a la mayoría a combatir con las tropas de soldados tearianos y domani, mientras que los encauzadores seguían defendiendo el sendero que subía por la montaña hasta la caverna donde el Car’a’carn luchaba con el Cegador de la Vista.

Rand al’Thor tendría que terminar su batalla pronto, porque Rhuarc sospechaba que no pasaría mucho antes de que la Sombra se apoderara del valle.

Él y sus hermanos llegaron a donde un grupo de Aiel danzaba las lanzas con los traidores que llevaban velos rojos. Aunque muchos de los velos rojos podían encauzar, parecía que ninguno de ese grupo lo hacía. Rhuarc y sus dos compañeros entraron en la danza arremetiendo con las lanzas.

Esos velos rojos luchaban bien. Trask despertó del sueño durante ese enfrentamiento, aunque antes acabó con uno de los velos rojos al tiempo que él caía. La escaramuza acabó cuando los restantes velos rojos se dieron a la fuga. Rhuarc mató a uno con el arco, y Baelder abatió a otro. Disparar a hombres por la espalda era algo que no habrían hecho si hubiesen estado luchando contra verdaderos Aiel, pero esos seres eran peores que los Engendros de la Sombra.

Los tres restantes Aiel a los que habían ayudado dieron las gracias con un cabeceo. Se unieron a Rhuarc y a Baelder, y juntos regresaron hacia Shayol Ghul para comprobar las defensas allí.

Por suerte el ejército en aquella zona todavía resistía. Muchos eran de esos Juramentados del Dragón que habían llegado los últimos a la batalla y que en su mayoría eran hombres y mujeres corrientes. Sí, había alguna Aes Sedai entre ellos, incluso algunos Aiel y un par de Asha’man. Sin embargo, en su mayor parte empuñaban espadas que no se habían utilizado hacía años o varas de combate que antes debían de haber sido herramientas agrícolas.

Luchaban contra los trollocs como lobos acorralados. Rhuarc meneó la cabeza. Si los Asesinos del Árbol hubieran luchado con esa ferocidad, quizá Laman todavía ocuparía su trono.

El estampido de un rayo llegó desde el aire y mató a varios de los defensores. Rhuarc parpadeó porque el fogonazo del rayo lo había deslumbrado, se volvió hacia un lado y examinó los alrededores a través del ventarrón. Allí.

Hizo una seña a sus hermanos para que se quedaran atrás y luego se deslizó hacia adelante, agazapado. Recogió un puñado del polvo gris como ceniza que cubría el suelo y se frotó con él las ropas y la cara; el viento le arrebató parte del polvo de los dedos.

Se tumbó boca abajo en el suelo, con una daga sujeta entre los dientes. Su presa se encontraba en lo alto de una pequeña elevación y contemplaba el combate. Uno de los velos rojos, con el velo bajado, sonreía. El ser no tenía los dientes afilados en punta. Todos los que los llevaban así podían encauzar, pero también sabían hacerlo algunos que no los tenían afilados. Rhuarc ignoraba lo que significaba eso.

Aquel tipo puso de manifiesto que era encauzador cuando creó un tejido de Fuego en forma de lanza que arrojó contra los fearianos que combatían a corta distancia. Sigiloso, Rhuarc avanzó muy despacio por una depresión formada en el suelo rocoso.

Tuvo que presenciar cómo el velo rojo mataba a un Defensor tras otro, pero no se apresuró. Siguió aproximándose con angustiosa lentitud mientras oía el chisporroteo del fuego, en tanto que el encauzador permanecía con las manos enlazadas a la espalda y los tejidos del Poder Único se descargaban a su alrededor.

El hombre no lo vio. Aunque había velos rojos que luchaban como Aiel, muchos de ellos no lo hacían. No acechaban en silencio, ni parecían saber manejar el arco y la lanza tan bien como deberían. Los hombres como el que Rhuarc tenía delante… Rhuarc dudaba que alguna vez tuvieran que moverse en silencio o acercarse a hurtadillas a un enemigo o cazar un venado en territorio agreste. ¿Para qué querrían hacerlo cuando podían encauzar?

El velo rojo no advirtió que Rhuarc se deslizaba alrededor del cadáver de un trolloc que yacía cerca de los pies del velo rojo; Rhuarc alargó la mano y le cortó al hombre los tendones de las corvas. El velo rojo se desplomó con un grito y, antes de que pudiera encauzar, Rhuarc lo degolló. A continuación se deslizó hacia atrás y se ocultó entre dos cadáveres.

Dos trollocs acudieron para ver a qué se debía el alboroto. Rhuarc mató al primero y luego derribó al segundo mientras se volvía, antes de que tuviera ocasión de verlo. Después, una vez más, se fundió con el paisaje y desapareció.

No se acercaron más Engendros de la Sombra para investigar, así que Rhuarc retrocedió hacia sus hombres. Al moverse —incorporándose para correr agazapado— se cruzó con una manada de lobos que estaban acabando con un par de trollocs. Los animales se volvieron hacia él con los hocicos manchados de sangre y las orejas erguidas. Lo dejaron pasar y se alejaron en silencio hacia el vendaval en busca de otra presa.

Lobos. Habían llegado con la tempestad seca, y ahora luchaban junto a los hombres. Rhuarc no sabía gran cosa sobre cómo marchaba la batalla en conjunto. En la distancia, veía que algunas tropas de Darlin Sisnera todavía mantenían la formación de combate. Los ballesteros se habían situado junto a los Juramentados del Dragón. Lo último que había visto Rhuarc era que casi se habían quedado sin virotes, y las extrañas carretas que arrojaban vapor y que habían estado llevando suministros ahora estaban destrozadas. Aes Sedai y Asha’man seguían encauzando contra el violento ataque, pero sin la energía con que los había visto hacerlo horas atrás.

Los Aiel hacían lo que mejor se les daba hacer: matar. Mientras esos ejércitos resistieran ante el sendero que llevaba a Rand al’Thor, quizá sería suficiente. Quizá…

Algo lo golpeó. Soltó un grito ahogado y cayó de rodillas. Alzó la vista y alguien hermoso apareció entre la tormenta para observarlo. Tenía unos ojos maravillosos, aunque eran algo asimétricos. Nunca se había dado cuenta de lo horribles que eran los ojos simétricos de todo el mundo. Sólo pensarlo le revolvía el estómago. Y todas las demás mujeres tenían demasiado pelo en la cabeza. Esta criatura, con el cabello ralo, era mucho más bonita.

Ella se acercó, maravillosa, sorprendente. Increíble. Le rozó la mejilla mientras él se arrodillaba en el suelo; las yemas de los dedos eran suaves como nubes.

—Sí, servirás —dijo—. Ven, cachorro mío. Únete a los otros.

Señaló hacia un grupo que la seguía. Varias Sabias, un par de Aes Sedai, un hombre con una lanza… Rhuarc gruñó. ¿Ese hombre intentaría arrebatarle el cariño de su amada? Lo mataría por eso y… La señora soltó una risita queda.

—Y Moridin cree que esta cara es un castigo. Bien, pues, a ti no te importa el rostro que tengo, ¿verdad, cachorro mío? —La voz se tornó más suave y al mismo tiempo más severa—. Cuando haya acabado lo que he de hacer, a nadie le importará. El propio Moridin alabará mi belleza, porque verá a través de los ojos que le otorgaré. Igual que tú, cachorro. Exactamente igual que tú.

Dio unas palmaditas a Rhuarc en la cabeza. Él los siguió a ella y a los demás a través del valle. Atrás dejó a los hombres que había llamado hermanos.

Rand avanzó al formarse ante él una calzada con los hilos. Posó el pie en una baldosa brillante, limpia, y pasó de la nada al esplendor.

La calzada era lo bastante ancha para que seis carretas rodaran a la vez, pero ningún vehículo ocupaba la vía. Sólo gente. Gente animada, ataviada con ropas de colores alegres. Gente que charlaba y se saludaba con entusiasmo. Los sonidos llenaron el vacío; sonidos de vida.

Rand se volvió para contemplar los edificios que iban surgiendo a su alrededor. Casas altas alineadas a lo largo de la vía pública, con columnas en el frontis. Esbeltas, lindaban unas con otras, las fachadas hacia la calle. Detrás de ellas había cúpulas y otras maravillas, edificios que se elevaban hacia el cielo. No se parecía a ninguna ciudad de cuantas había visto, aunque el trabajo era Ogier.

Es decir, Ogier en parte. Cerca, unos trabajadores reparaban una fachada que se había deteriorado durante una tormenta. Ogier de dedos gruesos soltaban risas como sordos retumbos mientras trabajaban junto a los hombres. Cuando los Ogier habían llegado a Campo de Emond con intención de construir un monumento allí para corresponder al sacrificio de Rand, los dirigentes de la ciudad, con gran sensatez, habían pedido que en lugar de eso hicieran mejoras en la ciudad.

Con el paso de los años, los Ogier y las gentes de Dos Ríos habían trabajado juntos hasta el punto de que a los artesanos de Dos Ríos se los solicitaba en todo el mundo. Rand caminó calzada adelante, entre gente de todas las nacionalidades. Domani con sus ropas pintorescas y vaporosas. Tearianos —la división entre plebeyos y nobles desaparecía más y más cada día— con ropas holgadas y camisas de mangas a rayas. Seanchan luciendo exóticas sedas. Fronterizos de aire noble. Incluso sharaníes.

Todos habían acudido a Campo de Emond. Ahora la ciudad guardaba poco parecido con su nombre y, sin embargo, quedaban ciertos toques. Había más árboles y espacios verdes abiertos de los que uno podía encontrar en otras grandes ciudades, como Caemlyn o Tear. En Dos Ríos se veneraba a los constructores y artesanos. Y sus tiradores eran los mejores del mundo conocido. Un grupo de elite de hombres de Dos Ríos, armados con unos nuevos palos disparadores a los que llamaban fusiles, prestaban servicio con los Aiel en sus campañas para mantener la paz en Shara. Era el único lugar en todo el mundo donde se conocía la guerra. Oh, había disputas aquí y allí. El estallido de violencia entre Murandy y Tear de cinco años antes casi había conseguido llevar la primera guerra real a esas tierras en el siglo transcurrido desde la Última Batalla.

Rand sonrió mientras avanzaba metiéndose entre la multitud, sin empujar, pero oyendo con orgullo la alegría que transmitían las voces de la gente. El «estallido» en Murandy había sido intenso según los criterios de la cuarta era, pero en realidad apenas había tenido importancia. Un noble disgustado había disparado a una patrulla Aiel. Tres heridos, ningún muerto, y eso era el peor «enfrentamiento» en años, aparte de las campañas sharaníes.

En el cielo, los rayos del sol se abrieron paso entre la fina capa de nubes y bañaron de luz la calzada. Rand llegó por fin a la plaza de la ciudad, que antaño había sido el Prado de Campo de Emond. ¿Y qué decir del Camino de la Cantera, que ahora era lo bastante ancho para que marchara por él un ejército? Caminó alrededor de la enorme fuente que se alzaba en el centro de la plaza, un monumento a aquellos que habían caído en la Última Batalla y que era obra de los Ogier.

Vio rostros familiares entre las figuras esculpidas en el centro de la fuente y dio media vuelta.

«No es el final aún —pensó—. Esto no es real todavía». Había construido esa realidad con los hilos de lo que podría ser, de los reflejos del mundo tal como se estaba desarrollando en ese momento. No era algo definitivo.

Por primera vez desde que había entrado en esa visión diseñada por él mismo, su confianza se tambaleó un poco. Sabía que la Última Batalla no era un fracaso. Pero la gente estaba muriendo. ¿Es que pensaba frenar todas las muertes, todo el dolor?

«Esta lucha tendría que ser sólo mía —pensó—. Ellos no tendrían que morir». ¿Es que no bastaba con su sacrificio?

Se había preguntado lo mismo una y otra vez.

La visión titiló, las delicadas baldosas bajo sus pies tintinearon, los edificios se sacudieron y temblaron. La gente se quedó inmóvil, petrificada. El sonido se apagó. Por una calleja lateral Rand vio aparecer una oscuridad como una motita diminuta que se expandía e iba envolviendo cuanto tenía cerca hasta engullirlo. Creció hasta alcanzar el tamaño de una de las casas y continuó expandiéndose despacio.

TU SUEÑO ES ENDEBLE, ADVERSARIO.

Rand afirmó su voluntad y los temblores cesaron. La gente que se había quedado paralizada volvió a caminar y las gratas conversaciones se reanudaron. Un suave vientecillo sopló por la acera y meció en los postes los banderines que anunciaban una celebración.

—Me encargaré de que se realice —le dijo Rand a la oscuridad—. Éste es tu punto débil. Felicidad, vegetación, amor…

ESTAS GENTES SON MÍAS AHORA. LAS TOMARÉ.

—Eres oscuridad —replicó Rand en voz alta—. La oscuridad no puede hacer retroceder a la Luz. La oscuridad sólo existe cuando la Luz flaquea, cuando huye. Yo no flaquearé. Yo no huiré. No puedes vencer mientras yo te obstruya el paso, Shai’tan.

VEREMOS.

Rand le dio la espalda a la oscuridad y continuó caminando con tenacidad alrededor de la fuente. Al otro lado de la plaza, un gran tramo de majestuosos escalones blancos conducía a un edificio de cuatro plantas de altura, una inspirada creación de increíble talento, con relieves tallados y coronada por un resplandeciente tejado de cobre. Cien años. Un siglo de vida, un siglo de paz.

Las facciones de la mujer que se encontraba en lo alto de la escalinata le resultaban familiares. Algunos de sus rasgos eran de ascendencia saldaenina, pero también el rizoso cabello oscuro apuntaba claramente su ascendencia de Dos Ríos. Lady Adora, nieta de Perrin y alcaldesa de Campo de Emond. Rand subió los escalones y ella pronunció el discurso de conmemoración. Nadie reparó en él. Rand había hecho que fuera así. Se deslizó como un Hombre Gris detrás de ella mientras Adora proclamaba el día de celebración; después entró en el edificio.

No era un edificio gubernamental, aunque podría parecerlo por la fachada. Era algo mucho más importante.

Una academia.

A la derecha, los suntuosos pasillos estaban adornados con ornamentos y cuadros que rivalizarían con los de cualquier palacio, pero éstos representaban grandes maestros y narradores de relatos del pasado, desde Anla hasta Thom Merrilin. Rand recorrió uno de los pasillos y se fue asomando a las salas en las que cualquiera podía entrar y adquirir conocimientos, desde el granjero más pobre hasta los hijos de la alcaldesa. El edificio tenía que ser grande para acoger a todos los que deseaban instruirse.

TU PARAÍSO TIENE FALLOS, ADVERSARIO.

La oscuridad se asomaba a un espejo que Rand tenía a su derecha. El espejo no reflejaba el pasillo, sino SU presencia.

¿CREES QUE PUEDES ACABAR CON EL SUFRIMIENTO? AUN EN EL CASO DE QUE VENCIERAS NO LO CONSEGUIRÍAS. EN ESAS CALLES PERFECTAS TODAVÍA SE ASESINA A HOMBRES POR LA NOCHE. LOS NIÑOS PASAN HAMBRE A DESPECHO DE LOS ESFUERZOS DE TUS PROSÉLITOS. LOS PODEROSOS EXPLOTAN A UNOS Y CORROMPEN A OTROS; SÓLO QUE LO HACEN SIN LLAMAR LA ATENCIÓN, BAJO CUERDA.

—Es mejor —susurró Rand—. Es bueno.

NO ES SUFICIENTE, Y NUNCA LO SERÁ. TU SUEÑO ES FALLIDO. TU SUEÑO ES UNA MENTIRA. YO SOY LO ÚNICO CIERTO QUE TU MUNDO HA CONOCIDO.

El Oscuro arremetió.

El ataque llegó como una tormenta. Un golpe de viento tan terrible que amenazó con desgarrarlo hasta dejarle los huesos pelados. Aguantó con entereza, los ojos fijos en la nada, los brazos enlazados a la espalda. El ataque arrasó la visión, arrambló con todo: la hermosa ciudad, la gente y sus risas, el monumento a la ilustración y la paz. El Oscuro lo consumió, y de nuevo se convirtió en mera posibilidad.

Silviana asió el Poder Único, lo sintió fluir dentro de ella, dando luminosidad al mundo. Cuando abrazaba el Saidar se sentía como si fuera capaz de verlo todo. Era una experiencia gloriosa, siempre que reconociera que era una mera sensación, que no era verdad. La fascinación del poder del Saidar había inducido a muchas mujeres a realizar actos temerarios. Desde luego, muchas Azules los habían llevado a cabo en un momento u otro.

Silviana modeló fuego desde la silla de su montura y arrasó soldados sharaníes. Había enseñado a su castrado, Aguijón, a no ponerse nervioso cuando se encauzaba.

—¡Arqueros, atrás! —gritó Chubai a su espalda—. ¡Fuera, fuera! ¡Infantería pesada, adelante!

Soldados de a pie equipados con armadura pasaron junto a Silviana con hachas y mazas para enfrentarse a los desorientados sharaníes en las pendientes. Habría sido mejor con picas, pero las que tenían no eran ni de lejos suficientes para todo el mundo.

Silviana lanzó otro tejido de fuego al enemigo a fin de prepararle el camino a la infantería, y después dirigió la atención a los arqueros sharaníes que se encontraban más arriba en la pendiente.

Una vez que las fuerzas de Egwene habían rodeado las ciénagas, se habían dividido en dos grupos de asalto. Las Aes Sedai se habían desplazado con la infantería de la Torre Blanca para atacar a los sharaníes de los Altos desde el oeste. Para entonces, los fuegos se habían extinguido y la mayoría de los trollocs habían abandonado los Altos para atacar abajo.

La otra mitad del ejército de Egwene, en su mayor parte caballería, se dirigió a la cañada que bordeaba las ciénagas y continuó hacia el vado; atacaron los flancos vulnerables en la retaguardia de los trollocs, que habían bajado de las laderas para atacar a las tropas de Elayne, las cuales defendían las zonas colindantes con el vado.

La tarea primordial del primer grupo era subir la vertiente occidental. Silviana empezó a dirigir una serie de descargas de rayos a los sharaníes que avanzaban para repelerlos.

—Una vez que la infantería se haya abierto paso cuesta arriba —dijo Chubai al lado de Egwene—, será el momento de que las Aes Sedai empiecen a… ¿Madre? —La voz de Chubai había adquirido un timbre agudo.

Silviana se volvió en la silla y miró a Egwene, alarmada. La Amyrlin no estaba encauzando. Temblaba, y tenía el rostro demudado. ¿La habría alcanzado algún tejido? Que Silviana viera, no.

En la cumbre de los Altos, unas figuras apartaban a empujones a la infantería sharaní. Empezaron a encauzar y los rayos cayeron sobre el ejército de la Torre Blanca, cada uno de ellos con un destello de luz que hendía el aire y un estampido lo bastante intenso para aturdir.

—¡Madre!

Silviana azuzó con las rodillas a su montura para situarse junto a la de Egwene. Demandred debía de estar atacándola. Tocando el sa’angreal que Egwene sostenía en la mano a fin de absorber más Poder, Silviana tejió un acceso. La mujer seanchan que cabalgaba detrás de Egwene asió las riendas del caballo de la Amyrlin y tiró de él hacia la seguridad del otro lado de acceso. Silviana fue detrás mientras gritaba:

—¡Aguantad contra esos sharaníes! ¡Advertid a los encauzadores varones del ataque de Demandred a la Sede Amyrlin!

—No —dijo con voz débil Egwene, que se tambaleaba en la silla mientras los caballos se dirigían a paso lento hacia una tienda grande. A Silviana le habría gustado llevarla más lejos, pero no conocía el área lo suficiente para hacer un salto largo—. No, no es…

—¿Qué ocurre, madre? —preguntó Silviana, que se aproximó a ella y dejó que el acceso se cerrara.

—Es Gawyn —dijo, pálida, temblorosa—. Lo han herido. Gravemente. Se está muriendo, Silviana.

«Oh, Luz», pensó Silviana. ¡Guardianes! Se había temido que ocurriera algo así desde el momento en que había puesto los ojos en ese estúpido muchacho.

—¿Dónde? —inquirió.

—En los Altos. Voy a buscarlo. Utilizaré accesos, Viajaré en su dirección…

—Luz bendita, madre —exclamó Silviana—. ¿Tenéis la más ligera idea de lo peligroso que sería hacer eso? Quedaos aquí y dirigid a las fuerzas de la Torre Blanca. Yo intentaré dar con él.

—Tú no lo percibes.

—Pasadme el vínculo.

Egwene se quedó pasmada.

—Sabéis que es lo mejor que podemos hacer —dijo Silviana—. Si él muere, el vínculo podría destruiros. Dejad que lo tenga yo. Me permitirá encontrarlo y os protegerá a vos si él muriera.

Egwene la miró como si la mujer le acabara de confesar que profesaba lealtad al Oscuro. ¿Cómo osaba sugerirle tal cosa? Claro que, siendo Roja, no sabía mucho sobre Guardianes, y las hermanas de su Ajah solían tener ideas peregrinas respecto a ellos.

—No —contestó—. No, ni siquiera voy a planteármelo. Además, si él muere, eso sólo conseguiría protegerme transmitiéndote el dolor a ti.

—Yo no soy la Amyrlin.

—No. Si él muere, sobreviviré a ello y seguiré combatiendo. Llegar hasta él saltando de acceso en acceso sería absurdo, como tú dices, y tampoco dejaré que tú lo hagas. Se encuentra en los Altos. Forzaremos nuestro ascenso hasta allí, como se ha ordenado, y así podremos llegar hasta Gawyn. Es la mejor opción.

Silviana vaciló, pero después asintió con la cabeza. Tendría que valer. Regresaron juntas a la ladera occidental de los Altos, pero Silviana estaba que echaba chispas. ¡Necio! Si moría, para Egwene iba a ser un suplicio seguir combatiendo.

La Sombra no tenía que acabar con la propia Amyrlin para frenarla. Sólo tenía que matar a un muchacho estúpido.

—¿Qué hacen esos sharaníes? —preguntó en voz queda Elayne.

Birgitte controló su montura y tomó el visor de lentes que le tendía Elayne. Lo alzó y miró más allá del cauce seco del río, hacia la pendiente de los Altos, donde se había reunido un gran número de tropas sharaníes.

—Probablemente están esperando que cosan a flechazos a los trollocs.

—Lo dices sin mucho convencimiento —comentó Elayne, que recuperó el visor.

Abrazaba el Saidar, pero de momento no lo utilizaba. Su ejército llevaba dos horas luchando allí, en el río. Los trollocs se habían lanzado en oleadas por el cauce seco de Mora desde arriba y desde abajo, pero sus tropas los estaban conteniendo y no los dejaban pisar suelo shienariano. Las ciénagas impedían que el enemigo diera un rodeo por su flanco izquierdo; el flanco derecho era más vulnerable y habría que estar pendiente de ese lado. Sería mucho peor si todos los trollocs estuvieran presionando a través del río, pero la caballería de Egwene no dejaba de castigarlos desde atrás, cosa que le quitaba parte de la presión a su ejército.

Los hombres rechazaban a los trollocs con picas, y el pequeño chorro de agua que todavía fluía se había teñido de rojo. Elayne mantenía el gesto resuelto y permanecía allí, firme; para seguir el curso de la batalla, desde luego, pero también para estar a la vista de sus tropas. Lo más florido de Andor sangraba y moría conteniendo a los trollocs con dificultad. El ejército sharaní parecía estar preparando una carga desde los Altos, pero Elayne no creía que fueran a lanzar el ataque todavía; el ataque de la Torre Blanca en la ladera occidental, por detrás de los Altos, había sido un golpe de genialidad.

—Es que cualquier cosa que digo lo hago sin convencimiento —susurró Birgitte—. Ninguno en absoluto. Ya dudo de muchas cosas.

Elayne frunció el entrecejo. Pensaba que ese tema de la conversación se había acabado. ¿A qué refería Birgitte?

—¿Y qué me dices de tus recuerdos? —le preguntó a la Guardiana.

—Lo primero que recuerdo ahora es despertarme y veros a ti y a Nynaeve —susurró—. Me acuerdo de nuestras conversaciones estando en el Mundo de los Sueños, pero no recuerdo el lugar en sí. Todo se me ha borrado de la mente, se me ha escapado como agua entre los dedos.

—Oh, Birgitte…

La mujer se encogió de hombros.

—No puedo echar de menos lo que no recuerdo —dijo.

El dolor que denotaba la voz contradecía sus palabras.

—¿Gaidal?

—Nada —contestó Birgitte al tiempo que negaba con la cabeza—. Siento que debería conocer alguien con ese nombre, pero no recuerdo. —Soltó una risita—. Como he dicho, no sé lo que he perdido, así que no pasa nada.

—¿Estás mintiendo?

—Puñetas, por supuesto que sí. Es como si tuviera un agujero dentro de mí, Elayne. Un inmenso y profundo agujero por el que se desangra mi vida y mis recuerdos. —Desvió los ojos.

—Birgitte…, lo siento.

La otra mujer hizo volver grupas a su caballo y se alejó un poco; era obvio que no deseaba hablar más de ese tema. Su dolor irradió punzante en el nudo de emociones que era su vínculo con Elayne.

¿Qué se sentiría al perder tanto? Birgitte no tenía infancia, ni padres. Toda su vida, todo cuanto recordaba, por lo general llegaba a menos de un año. Elayne hizo intención de ir tras ella, pero en ese momento sus guardias se apartaron para abrir paso a Galad, ataviado con armadura, tabardo y capa de capitán general de los Hijos de la Luz.

—Galad —saludó Elayne, prietos los labios.

—Hermana —respondió él—. Supongo que sería del todo infructuoso recordarte lo inapropiado que es para una mujer en tu estado permanecer en el campo de batalla.

—Si perdemos esta guerra, Galad, mis hijos nacerán cautivos del Oscuro, si es que nacen. Creo, pues, que merece la pena correr el riesgo de estar en el frente.

—Siempre y cuando te refrenes de empuñar la espada personalmente.

Galad entrecerró los ojos e inspeccionó el campo de batalla. Sus palabras implicaban que le daba permiso —¡permiso!— para que dirigiera sus tropas.

Destellos de luz saltaron de los Altos y alcanzaron a los últimos dragones que disparaban desde el campo que había detrás de sus tropas. ¡Qué potencia! Demandred manejaba un Poder que eclipsaba el de Rand.

«Si ataca de ese modo a mis tropas…»

—¿Por qué me ha hecho venir aquí Cauthon? —preguntó Galad en voz baja—. Quería que doce de mis mejores hombres…

—No estarás pidiéndome que adivine lo que le ronda por la mente a Matrim Cauthon, ¿verdad? —lo interrumpió Elayne—. Estoy convencida de que Mat sólo actúa con aparente simpleza para que la gente lo deje salirse con la suya; de ese modo hace lo que quiere.

Galad meneó la cabeza. Elayne vio un grupo de hombres reunidos cerca; señalaban hacia los trollocs que subían despacio río arriba por la ribera arafelina. Elayne se dio cuenta de que su flanco derecho peligraba.

—Que vengan seis compañías de ballesteros —le dijo a Birgitte—. Guybon tiene que reforzar nuestras tropas río arriba.

«Luz. Esto empieza a tener muy mal cariz». La Torre Blanca se encontraba allá, en la pendiente occidental de los Altos, donde el encauzamiento era más violento. No se veía mucho de lo que pasaba, pero lo percibía.

En la cima de los Altos salían humaredas que se iluminaban por los destellos de las explosiones; daba la impresión de que una bestia anubarrada y hambrienta se desperezara en mitad de la negrura y abriera los ojos centelleantes al despertar.

Elayne fue consciente de golpe del penetrante olor a humo que había en el aire, de los gritos de dolor de hombres. Tronadas en el cielo, sacudidas en el suelo. El aire frío afianzado en una tierra en la que nada crecería, las armas rotas, el rechinar de picas contra escudos. El fin. En verdad había llegado y ella se hallaba al borde del precipicio.

Llegó un mensajero a galope, con un sobre. Le dio el santo y seña a los guardias de Elayne, desmontó y se le permitió acercarse a ella y a Galad. El mensajero se dirigió a su hermanastro y le entregó la carta.

—De lord Cauthon, señor. Me dijo que os encontraría aquí.

Galad recogió la carta y, fruncido el entrecejo, la abrió. Sacó una hoja de papel del interior.

Elayne esperó con paciencia —con mucha paciencia— hasta contar tres, y luego acercó el caballo junto a la montura de Galad para estirar el cuello y leer. Oyendo hablar a su hermanastro, cualquiera habría dado por sentado que le preocupaba la comodidad de una mujer embarazada.

La carta la había escrito Mat. Y Elayne advirtió con regocijo que la letra era mucho más clara y la ortografía mucho mejor en ésta que en la que le había enviado a ella semanas atrás. Por lo visto, la presión de la batalla hacía de Matrim Cauthon un escribiente más ducho.

Galad:

No hay tiempo para ser más florido. Eres el único del que me fío para confiarte esta misión. Tú harás lo que es correcto, incluso si nadie quiere que lo hagas, puñetas. Tal vez los fronterizos no tuvieran agallas para hacer este trabajo, pero apuesto que puedo fiarme en que un Capa Blanca sí las tiene. Toma esto. Que Elayne te proporcione un acceso. Haz lo que debe hacerse.

Mat

Galad frunció el entrecejo y luego puso el sobre boca abajo, de forma que salió algo plateado: un medallón en una cadena. Un marco de Tar Valon se deslizó junto a él.

Elayne exhaló el aire con fuerza; luego tocó el medallón y encauzó. No pudo. Ésa era una de las copias que había hecho, una de las que le había dado a Mat. Mellar había robado otra.

—Protege contra encauzamientos a quien lo lleva puesto —explicó Elayne—. Pero ¿por qué te lo envía a ti?

Galad volvió la hoja de papel y, al parecer, reparó en algo. Garabateado por detrás se leía:

P.D. En caso de que no sepas lo que quiero decir con «Haz lo que debe hacerse», significa que vayas a cargarte a tantos de esos jodidos encauzadores sharaníes como puedas. Te apuesto un marco de Tar Valon —sólo está un poco limado por el canto— a que no consigues matar veinte. MC

—Qué jodidamente astuto —susurró Elayne—. Puñetas, vaya si lo es.

—Un lenguaje poco acorde con una soberana —dijo Galad mientras doblaba el mensaje y lo guardaba en el bolsillo de la capa. Vaciló y después se colgó el medallón al cuello—. Me pregunto si sabrá lo que está haciendo al dar a un Hijo un artefacto que lo hace inmune a los tejidos de las Aes Sedai. Son buenas órdenes. Me encargaré de llevarlas a cabo.

—Entonces, ¿podrás hacerlo? —preguntó Elayne—. Matar mujeres, me refiero.

—Puede que otrora hubiera vacilado —repuso Galad—, pero habría sido la elección equivocada. Las mujeres son tan capaces de hacer maldades como los hombres. ¿Por qué habría uno de vacilar a la hora de matarlas a ellas y no a ellos? La Luz no juzga a las personas por su género, sino por los méritos del corazón.

—Interesante.

—¿Qué es interesante? —inquirió Galad.

—Que hayas dicho algo que no ha despertado en mí el deseo de estrangularte. Quizás haya esperanza para ti, Galad Damodred. Algún día.

—No es ni el lugar ni el momento adecuado para frivolidades, Elayne —respondió él, ceñudo—. Deberías ocuparte de Gareth Bryne. Parece agitado.

Ella se volvió, sorprendida, y vio al viejo general hablando con sus guardias.

—¡General! —llamó.

Bryne alzó la vista e hizo una reverencia desde la silla de montar.

—¿Os ha impedido el paso mi guardia? —preguntó Elayne mientras él se aproximaba.

¿Se habría difundido la noticia de la Compulsión de Bryne?

—No, majestad —dijo él; su caballo estaba manchado de espuma y sudoroso—. Es que no quería molestaros.

—Algo os inquieta. Decidlo —lo animó Elayne.

—Vuestro hermano ¿ha venido hacia aquí?

—¿Gawyn? —inquirió al tiempo que miraba a Galad—. No lo he visto.

—La Amyrlin estaba segura de que se encontraría con vuestras fuerzas… —Bryne movió la cabeza—. Se marchó para luchar en el frente. A lo mejor vino disfrazado.

«¿Y por qué iba él a…?» Era Gawyn. Querría participar en el combate. Con todo, escabullirse al frente disfrazado no parecía propio de él. Podría reunir algunos hombres que le fueran leales y dirigir unas cuantas cargas. Pero ¿escabullirse? ¿Gawyn? Costaba trabajo imaginarlo.

—Haré correr la voz —dijo Elayne mientras Galad le hacía una reverencia y se alejaba para emprender su misión—. Quizás alguno de mis comandantes lo ha visto.

«Ah…», pensó Mat, con la cara tan cerca de los mapas que casi estaba al mismo nivel. Luego hizo un ademán para que Mika, la damane, abriera un acceso. Podría haber Viajado a la cima de Alcor Dashar para tener una vista general. Sin embargo, la última vez que lo había hecho los encauzadores enemigos lo habían atacado y habían escindido parte de la cima; además, a pesar de la altitud de Alcor Dashar, no era suficiente para permitirle ver todo lo que ocurría al pie de la ladera occidental de los Altos de Polov. Se aproximó con cautela, las manos asidas al borde del acceso abierto en la mesa, e inspeccionó el panorama que se extendía allá abajo.

La línea de Elayne en el río empezaba a retroceder por la presión de las fuerzas trollocs. Habían enviado arqueros a su flanco derecho. Bien. Rayos y truenos… Esos trollocs casi tenían el empuje ofensivo de una fuerza de caballería a la carga. Tendría que mandar aviso a Elayne para que alineara su caballería detrás de las picas.

«Como cuando me enfrenté a Sana Ashraf en las cataratas de Pena», pensó. Caballería pesada, arqueros montados, caballería pesada, arqueros montados. Taer’ain dhai hochin dieb sene.

Mat no recordaba haber estado entregado a una batalla tanto como ahora. La lucha contra los Shaido no había sido, ni de lejos, tan absorbente, si bien él no había estado dirigiendo esa batalla del todo. Y la lucha contra Elbar tampoco había sido tan satisfactoria. Claro que aquélla había sido a una escala mucho menor.

Demandred sabía cómo jugar. Mat lo percibía a través de los movimientos de tropas. Ahora jugaba contra uno de los mejores que habían vivido, y lo que había en juego esta vez no eran riquezas. Tiraban los dados por las vidas de hombres, y el premio final era el mundo, nada menos. Qué puñetas, aquello lo excitaba. Hacía que se sintiera culpable, pero era excitante.

—Lan está en posición —dijo Mat, que se irguió y volvió a los mapas para hacer algunas anotaciones—. Dile que ataque.

Había que aplastar al ejército trolloc que cruzaba el cauce seco del río por las ruinas. Había movido a los fronterizos alrededor de los Altos para atacar sus flancos vulnerables mientras que Tam y sus fuerzas combinadas seguían golpeándolos por el frente. Tam había matado gran cantidad de ellos antes y después de que el río dejara de correr. Esa horda trolloc estaba justo en el punto para poder acabar con ella, y con una acción coordinada por dos frentes sería factible lograrlo.

Los hombres de Tam estarían cansados. ¿Serían capaces de resistir lo suficiente hasta que Lan llegara y cayera sobre los trollocs desde atrás? Luz, ojalá que sí. Porque si no aguantaban…

Alguien se interpuso en la luz de la entrada al puesto de mando, un hombre alto de cabello oscuro y ondulado, que vestía la chaqueta de Asha’man. Tenía la expresión de alguien que hubiera acabado de sacar una mano perdedora. Luz. Esa mirada intensa habría puesto nervioso a un trolloc.

Min, que había estado hablando con Tuon, enmudeció de golpe, atragantada; parecía que Logain le lanzaba una ojeada de odio a ella en especial. Mat se puso erguido y se sacudió las manos.

—Confío en que no les hicieras nada demasiado desagradable a los guardias, Logain.

—Los tejidos de Aire se desatarán solos dentro de uno o dos minutos —contestó el hombre con aspereza—. No creí que fueran a dejarme entrar.

Mat miró a Tuon, que estaba tan tiesa como un delantal bien almidonado. Los seanchan no se fiaban de mujeres que encauzaban, cuanto menos de alguien como Logain.

—Logain, necesito que luches junto al ejército de la Torre Blanca —dijo Mat—. Esos sharaníes los están machacando.

Logain trabó la mirada con la de Tuon.

—¡Logain! —repitió Mat—. Por si no te has dado cuenta, estamos librando una jodida batalla ahí fuera.

—No es mi guerra.

—Es nuestra guerra —espetó Mat—. La de todos y cada uno de nosotros.

—Di un paso al frente para luchar, ¿y cuál fue mi recompensa? Pregunta al Ajah Rojo. Te dirán cuál es la recompensa para un hombre maltratado por el Entramado. —Soltó una risa seca—. ¡El Entramado demandaba un Dragón! ¡Y me presenté! Demasiado pronto. Sólo por poco, pero demasiado pronto.

—Eh, vamos a ver —dijo Mat, que se acercó a Logain—. ¿Estás furioso porque no fuiste el Dragón?

—Por algo tan insignificante no —repuso Logain—. Sigo al lord Dragón, pero ha de morir y yo no quiero ser parte de esa fiesta. Los míos y yo deberíamos estar con él, no luchando aquí. Esta batalla por las insignificantes vidas de hombres no es nada comparada con la que está teniendo lugar en Shayol Ghul.

—Y, aun así, sabes que te necesitamos aquí —arguyó Mat—. De otro modo, ya te habrías marchado.

Logain no dijo nada.

—Ve con Egwene —indicó Mat—. Lleva a todos los que estén contigo y mantened ocupados a esos encauzadores sharaníes.

—¿Y qué pasa con Demandred? —preguntó con suavidad Logain—. Llama a voces al Dragón. Tiene la fuerza de una docena de hombres. Ninguno de nosotros puede enfrentarse a él.

—Pero lo quieres intentar, ¿verdad? —replicó Mat—. Ésa es la verdadera razón de que estés ahora aquí. Quieres que te mande contra Demandred.

Logain vaciló, pero finalmente asintió con la cabeza.

—No puede tener al Dragón Renacido —dijo—. Me tendrá a mí en su lugar. El… sustituto del Dragón, por así decirlo.

«Rayos y centellas… Están todos locos». Por desgracia, ¿qué otra cosa podía hacer él contra uno de los Renegados? Ahora mismo, su plan de batalla giraba en torno a mantener ocupado a Demandred, en forzarlo a responder a sus ataques. Si Demandred tenía que actuar como general, no podría ocasionar tantos daños encauzando.

Tendría que ocurrírsele algo para encargarse del Renegado. Estaba trabajando en ello. Llevaba dándole vueltas a lo mismo toda la jodida batalla y no se le había ocurrido nada.

Mat volvió a observar la lucha a través del acceso. A Elayne la estaban presionando demasiado. Tenía que hacer algo. ¿Enviar seanchan allí? Los tenía situados en el extremo meridional del campo, en las márgenes del Erinin. Serían un comodín con Demandred que evitaría que el Renegado asignara todas sus tropas a las batallas que se libraban al pie de los Altos. Además, tenía planes para ellos. Planes importantes.

Logain no tendría muchas posibilidades contra Demandred, en su opinión. Pero había que encargarse de ese Renegado de algún modo. Si Logain quería intentarlo, pues que así fuera.

—Puedes luchar con él —dijo Mat—. Hazlo ahora o aguarda hasta que se haya debilitado un poco. Luz, espero que podamos debilitarlo. En fin, lo dejo a tu arbitrio. Elige el momento y ataca.

Logain sonrió y después abrió un acceso justo en mitad del recinto; lo cruzó con la mano en la empuñadura de la espada. Mat meneó la cabeza. Lo que daría por no tener que tratar con todos esos engolados. Puede que él fuera uno de ellos ahora, pero eso podría arreglarse. Lo único que tenía que hacer era convencer a Tuon de que renunciara al trono y escapara con él. No sería fácil, pero, puñetas, él estaba combatiendo la Última Batalla. Comparado con el reto que afrontaba ahora, Tuon parecía un nudo fácil de desatar.

—La gloria de los hombres… —susurró Min— aún está por llegar.

—Que alguien compruebe cómo están esos guardias —ordenó Mat mientras se volvía hacia sus mapas—. Tuon, es posible que tengamos que trasladarte. Este sitio nunca ha sido seguro y Logain acaba de demostrarlo.

—Puedo cuidar de mí misma —replicó ella con altanería.

Con demasiada. Mat la miró y enarcó una ceja; ella asintió con la cabeza.

«¿En serio? —pensó Mat—. ¿Sobre este motivo quieres montar la discusión?» Tenía ciertas dudas de que el espía se lo tragara. Era una razón muy tonta.

Su plan con Tuon era seguir el ejemplo de lo que Rand había hecho una vez con Perrin. Si él conseguía fingir una ruptura ente los seanchan y él, y con ello hacía que Tuon retirara a sus fuerzas, quizá la Sombra haría caso omiso de ella. Mat necesitaba algún tipo de ventaja.

Entraron dos guardias. No, tres. Era fácil que ese otro tipo pasara inadvertido. Mat hizo un gesto negativo con la cabeza a Tuon —hacía falta encontrar un motivo de disputa más verosímil— y volvió a mirar los mapas. Algo relacionado con el guardia pequeño lo incomodaba.

«Más parece un sirviente que un soldado», pensó. Se obligó a alzar la vista, aunque en realidad no tendría que entretenerse a causa de un criado normal y corriente. Sí, ahí estaba el tipo, junto a la mesa. Alguien que no merecía que se reparara en él, aunque estuviera sacando un cuchillo.

Un cuchillo.

Mat reculó a trompicones al tiempo que el Hombre Gris atacaba. Mat chilló y buscó uno de sus propios cuchillos justo cuando Mika gritaba:

—¡Encauzamiento! ¡Cerca!

Min se tiró sobre Fortuona en el momento en que la pared del puesto de mando estallaba en llamas. Unos sharaníes con extrañas armaduras hechas con bandas de metal pintadas en dorado se introducían a través del agujero en llamas. Encauzadores con rostros tatuados los acompañaban: las mujeres con largos vestidos negros de tela tiesa; los hombres con el torso desnudo y pantalón andrajoso. Min se fijó en todo eso antes de volcar el trono de Fortuona.

El fuego rugió en el aire por encima de Min, le chamuscó los ropajes de seda y consumió la pared que tenían detrás. Fortuona salió gateando de debajo de Min, se aplastó contra el suelo y Min parpadeó con sorpresa. La mujer se había despojado del aparatoso vestido —estaba hecho para desmontarlo en un suspiro en caso de necesidad— y vio que debajo llevaba un lustroso pantalón de seda y una camisa ajustada, ambas prendas negras.

Tuon se incorporó con un puñal en la mano al tiempo que emitía un gruñido casi salvaje. Cerca, Mat caía de espaldas al suelo con un hombre que empuñaba un cuchillo encima de él. ¿De dónde había salido ese hombre? Min no recordaba haberlo visto entrar.

Tuon corrió hacia Mat mientras los encauzadores sharaníes empezaban a machacar el puesto de mando con fuego. Min se incorporó con esfuerzo por culpa del horrible vestido. Empuñó una de sus dagas y se parapetó detrás del trono, con la espalda pegada a él, mientras el suelo se sacudía.

No podía llegar hasta Fortuona, así que se obligó a salir por la pared trasera, confeccionada con un material semejante al papel y que los seanchan llamaban tenmi.

Tosió por el humo, aunque allí fuera el aire no era tan asfixiante. Ninguno de los sharaníes se encontraba a ese lado del recinto. Todos estaban atacando desde otras direcciones. Corrió a lo largo de la pared. Los encauzadores eran peligrosos; pero, si lograba clavarle la daga a uno, daría igual todo el Poder Único que manejara.

Se asomó por la esquina y se sorprendió al ver a un hombre agazapado allí, con una mirada feroz en los ojos. Tenía el rostro huesudo, el cuello cubierto de tatuajes rojos en forma de garras que abrazaban la barbilla y la afeitada cabeza de piel clara.

Gruñó y Min se echó hacia atrás, al suelo, esquivando un chorro de fuego al tiempo que arrojaba la daga.

El hombre atrapó el arma en el aire y avanzó agachado, sonriéndole con aire bestial.

De repente sufrió una convulsión y cayó al suelo, sacudido por espasmos. Un hilillo de sangre le caía entre los labios.

—Eso —dijo una mujer que había cerca, con un timbre de absoluta aversión en la voz— es algo que se supone que no he de saber cómo se hace, pero parar el corazón de alguien con el Poder Único es silencioso. Apenas se necesita Poder, cosa sorprendente, lo cual es muy oportuno en mi caso.

—¡Siuan! —exclamó Min—. Se supone que no deberías estar aquí.

—Tienes suerte de que sí esté —replicó Siuan con un resoplido; se agachó y examinó el cuerpo—. Bah. Es una ruindad, pero si vas a comerte un pescado, tendrás que estar dispuesta a destriparlo tú misma. ¿Qué ocurre, muchacha? Ahora estás a salvo. No tienes que estar tan pálida.

—¡Se supone que no tienes que estar aquí! —repitió Min—. Te lo dije. ¡Permanece cerca de Gareth Bryne!

—He estado cerca de él, casi tanto como lo está su ropa interior, para que lo sepas. Gracias a eso nos hemos salvado la vida el uno al otro varias veces, así que supongo que tu visión era correcta. ¿Alguna vez fallan?

—No, te lo he dicho ya —susurró Min—. Nunca. Siuan, vi un halo alrededor de Bryne que significaba que ambos teníais que permanecer juntos o los dos moriríais. Ahora mismo flota sobre ti. Lo que quiera que creas que hicisteis, la visión aún no se ha cumplido. Sigue ahí.

—Cauthon está en peligro —dijo Siuan, que se había quedado paralizada un momento.

—Pero…

—¡No importa, muchacha! —Cerca, el suelo tembló con la fuerza del Poder Único. Las damane respondían al ataque—. ¡Si Cauthon cae, esta batalla está perdida! Me da igual si las dos morimos por esto. Hemos de ayudar. ¡Muévete!

Min asintió con la cabeza y se unió a ella mientras rodeaba el costado del destrozado recinto. La lucha con fuego en el exterior era una mezcla de explosiones, humo y llamas. Miembros de la Guardia de la Muerte cargaban contra los sharaníes con espadas enarboladas, sin mirar siquiera a los compañeros que masacraban a su alrededor. Eso, al menos, mantenía ocupados a los encauzadores.

El puesto de mando ardía con tanta fuerza que Min tuvo que echarse hacia atrás y protegerse la cara con el brazo levantado.

—Espera —la detuvo Siuan, que usó el Poder Único para sacar una pequeña columna de agua de un barril cercano y dejarla caer sobre las dos—. Intentaré apagar las llamas —dijo, dirigiendo la pequeña columna de agua hacia el puesto de mando—. Muy bien. Adelante.

Min asintió con un gesto y cruzó veloz a través de las llamas, con Siuan detrás. Dentro, todas las paredes de tenmi se habían prendido, y ardían rápido. Del techo caía el fuego como si goteara.

—Allí —indicó Min, que parpadeó para librarse de las lágrimas provocadas por el calor y el humo.

Señaló hacia unas figuras oscuras que forcejeaban cerca del centro del recinto y de la mesa de mapas de Mat, que ardía. Parecía haber un grupo de tres o cuatro personas que luchaban con Mat. ¡Luz, todos eran Hombres Grises, no había sólo uno! Tuon estaba caída en el suelo.

Min pasó corriendo junto al cadáver de una sul’dam y de varios guardias. Siuan utilizó el Poder Único para tirar de uno de los Hombres Grises y apartarlo de Mat. A la luz del fuego, los cadáveres de los guardias creaban sombras en el suelo. Una damane seguía viva, acurrucada en un rincón, aterrada, con la correa tirada a un lado. Su sul’dam yacía a cierta distancia, inmóvil. Parecía que se le había soltado la correa y que después la habían matado cuando intentaba regresar junto a su damane.

—¡Haz algo! —le gritó Min a la chica al tiempo que la asía por el brazo.

La damane sacudió la cabeza sin dejar de llorar.

—Así te abrases… —rezongó Min.

El techo de la estructura crujió. Min corrió hacia Mat. Un Hombre Gris había muerto, pero quedaban otros dos vestidos con uniformes de guardias seanchan. A Min le resultaba difícil ver a los vivos; eran inhumanamente corrientes en todos los sentidos. Totalmente anodinos.

Mat bramó a la par que apuñalaba a uno de ellos, pero no tenía su lanza. Min no sabía dónde estaba. Mat se lanzó hacia adelante con temeridad, y recibió un corte en el costado. ¿Por qué hacía tal cosa?

«Tuon», comprendió Min, que se frenó en seco. Uno de los Hombres Grises, arrodillado sobre la figura inmóvil de la mujer, levantó una daga y…

Min lanzó el cuchillo.

Mat se fue al suelo, a unos pocos pies de Tuon: el último Hombre Gris lo había zancadilleado. El cuchillo de Min giró en el aire reflejando las llamas y se hundió en el pecho del Hombre Gris que se erguía sobre Tuon.

Min soltó la respiración contenida. Jamás en su vida se había sentido tan feliz de ver que un cuchillo daba en el blanco. Mat soltó una maldición, giró sobre sí y atizó una patada a su agresor en la cara. A continuación le arrojó un cuchillo y después gateó hacia Tuon; se la cargó al hombro.

—Siuan está aquí también —dijo Min al reunirse con él—. Se ha…

Mat señaló. Siuan yacía en el suelo del puesto de mando. Sus ojos miraban sin ver y todas las imágenes que antes flotaban por encima de ella habían desaparecido.

Muerta. Min se quedó paralizada, conmovida, con el corazón en un puño. ¡Siuan! Se dirigió hacia la mujer de todos modos, incapaz de creer que estuviera muerta, a pesar del vestido quemado por la explosión que la había alcanzado a ella y casi la mitad de la pared que había cerca.

—¡Fuera! —gritó Mat entre toses, con Tuon en los brazos.

Arremetió con el hombro la pared que sólo estaba medio quemada y salió al exterior.

Con un gemido, Min abandonó el cuerpo de Siuan y parpadeó para librarse de las lágrimas, esta vez causadas no sólo por el humo, sino por la pena. Tosió mientras seguía a Mat hacia el exterior. Qué olor tan dulce, tan fresco, allí fuera. Tras ellos, el recinto gimió y a continuación se desplomó.

En cuestión de segundos, Min y Mat se encontraron rodeados de miembros de la Guardia de la Muerte. Ninguno hizo siquiera el intento de quitarle de los brazos a Tuon, que todavía respiraba, aunque de forma superficial. Por la expresión de Mat, Min dudaba que hubieran conseguido hacerlo.

«Adiós, Siuan —pensó Min, que miró hacia atrás mientras los guardias la alejaban de la lucha que se sostenía al pie de Alcor Dashar—. Que el Creador dé cobijo a tu alma».

Mandaría aviso a las otras para que protegieran a Bryne; pero en su fuero interno sabía que sería inútil. Él habría experimentado un estallido de rabia vengativa en el momento en que Siuan moría; además, estaba su visión.

Nunca se equivocaba. A veces Min odiaba lo certero de sus presagios. Pero nunca se equivocaba.

—¡Golpead sus tejidos! —gritó Egwene—. ¡Yo atacaré!

No esperó a ver si la obedecían. Atacó con todo el Poder que podía absorber a través del sa’angreal de Vora y lanzó tres bandas de fuego distintas pendiente arriba, a los sharaníes atrincherados.

A su alrededor, las bien entrenadas tropas de Bryne se debatían para mantener las líneas de batalla mientras se enfrentaban a soldados sharaníes, abriéndose paso poco a poco, ladera arriba, por la cara occidental de los Altos. La pendiente estaba plagada de cientos de surcos y agujeros creados por tejidos de uno y otro bando.

Egwene se esforzaba por avanzar, desesperada. Percibía a Gawyn arriba, pero le parecía que debía de estar inconsciente; su chispa vital era tan débil que casi no percibía su dirección. La única esperanza era luchar y conseguir atravesar las líneas sharaníes para llegar a él.

El suelo retumbó cuando vaporizó a una sharaní más arriba; Saerin, Doesine y otras hermanas se concentraban en desviar los tejidos del enemigo, en tanto que ella se dedicaba a lanzar ataques. Siguió adelante. Un paso tras otro.

«Ya voy, Gawyn —pensó, frenética—. Ya voy».

—Venimos a informar, Wyld.

De momento, Demandred hizo caso omiso de los mensajeros. Volaba en alas de un azor e inspeccionaba la batalla a través de los ojos del ave. Los cuervos eran mejores; pero, cada vez que intentaba utilizar una de esas aves, un fronterizo u otro la abatía con una flecha. De todas las costumbres que podrían haberse mantenido en el recuerdo a lo largo de las eras, ¿por qué había tenido que ser ésa una de ellas?

Daba igual. Un azor serviría, aunque el ave se resistía a su control. Lo guió por el campo inspeccionando formaciones, despliegues y avances de tropas. No tenía que depender de los informes de otros.

Tendría que haber sido una ventaja casi insuperable. Lews Therin no podía hacer tal uso de un animal; lograrlo era un regalo que únicamente el Poder Verdadero otorgaba. Demandred sólo podía encauzar un pequeño flujo de Poder Verdadero, insuficiente para tejidos destructivos, pero había otros modos de ser peligroso. Por desgracia, Lews Therin tenía su propia ventaja. ¿Accesos que se asomaban a un campo de batalla desde el aire? Era inquietante ver las cosas que la gente de esa era descubría, cosas que no se conocían durante la Era de Leyenda.

Demandred abrió los ojos y rompió su vínculo con el azor. Sus fuerzas avanzaban, pero cada paso era un suplicio. Decenas de miles de trollocs habían sido masacrados. Tenía que ir con cuidado, pues el número de sus efectivos no era ilimitado.

En ese momento se encontraba en el lado oriental de los Altos, observando el río allá abajo, y al nordeste del lugar en que el asesino enviado por Lews Therin había intentado matarlo.

En su posición actual, Demandred estaba casi en el lado opuesto al afloramiento rocoso que Moghedien había dicho que se llamaba Alcor Dashar. El afloramiento se elevaba en el aire; la base era una buena posición para un puesto de mando, al abrigo de los ataques del Poder Único.

Era tan tentador atacar personalmente aquel lugar, Viajar hasta allí y arrasarlo… Pero ¿no sería eso lo que Lews Therin quería que hiciera? Él lucharía con ese hombre. Lo haría. Sin embargo, Viajar al bastión del enemigo y posiblemente a una trampa, rodeado como estaba por esas altas paredes de roca… Era mejor atraer a Lews Therin a su terreno. Él dominaba este campo de batalla. Podía elegir dónde tendría lugar su enfrentamiento.

Allí abajo, el lecho del río se había ido secando hasta que la corriente había quedado reducida a un chorrillo, y sus trollocs luchaban para apoderarse de la orilla meridional. Los defensores aguantaban de momento, pero los superarían pronto. Río arriba, M’Hael había hecho bien su trabajo de desviar la corriente de agua, aunque había informado de una resistencia fuera de lo normal. ¿Civiles y una pequeña unidad de soldados? Un sinsentido que Demandred aún no había logrado descifrar.

Casi había deseado que se produjera el fracaso de M’Hael. Aunque él mismo había reclutado a ese hombre, no había esperado que M’Hael ascendiera al rango de Elegido con tanta rapidez.

Demandred dio media vuelta. Ante él se inclinaban tres mujeres de negro con cintas blancas. Junto a ellas, Shendla.

Shendla. Creía que había superado sentirse atraído por una mujer hacía mucho… ¿Cómo iba a prosperar el afecto al lado de una abrasadora pasión como era su odio por Lews Therin? Y, sin embargo, Shendla… Astuta, competente, poderosa. Casi bastaba para cambiar de parecer.

—¿Qué informe traéis? —preguntó a las tres mujeres de negro, que seguían inclinadas.

—La misión fue un fracaso —dijo Galbrait, gacha la cabeza.

—¿Escapó?

—Sí, Wyld. Os he fallado.

Oyó el dolor en la voz de la mujer. Era la cabecilla de las mujeres Ayyad.

—No se esperaba de vosotras que lo matarais —contestó Demandred—. Él es un adversario que supera vuestra destreza con creces. ¿Habéis trastocado su puesto de mando?

—Sí —confirmó Galbrait—. Matamos a media docena de sus encauzadoras, prendimos fuego al recinto y destruimos sus mapas.

—¿Encauzó? ¿Se descubrió?

Ella vaciló, pero después negó con la cabeza.

Así que aún no sabía de cierto si ese Cauthon era Lews Therin disfrazado. Él sospechaba que sí, pero había informes de Shayol Ghul de que Lews Therin había sido visto en las faldas de la montaña. En la Última Batalla ya había demostrado en otras ocasiones ser artero pasando de un campo de batalla a otro, dejándose ver aquí y allá.

Cuanto más maniobraba contra el general enemigo, más se convencía de que Lews Therin se encontraba en este lugar. Sería muy propio de él mandar un señuelo al norte mientras él acudía a librar esta batalla en persona. A Lews Therin le costaba dejar que otros lucharan por él. Siempre quería ocuparse de todo, dirigir cada batalla, incluso realizar cada cambio, si podía.

Sí… ¿De qué otro modo, si no, se explicaba la destreza del general enemigo? Sólo un hombre con la experiencia de uno de los antiguos poseía tal maestría en la danza de los campos de batalla. En el fondo, muchas tácticas de lucha eran sencillas. Evitar que el enemigo te flanqueara, afrontar tropas pesadas con picas, la infantería con líneas bien entrenadas, encauzadores contra otros encauzadores. Y, sin embargo, la sutil astucia, los pequeños detalles… Eso costaba siglos de maestría. Ningún hombre de esta era había vivido tiempo suficiente para aprender los detalles con tanta minuciosidad.

Durante la Guerra del Poder, en lo único que Demandred había destacado más que su amigo había sido en su función como general en jefe. Escocía admitir tal cosa, pero no volvería a dar la espalda a esa verdad. Lews Therin había sido mejor apoderándose del corazón de los hombres. Lews Therin se había ganado a Ilyena.

Pero él… Él había sido mejor en la guerra. Lews Therin nunca había sabido equilibrar de forma correcta la precaución y la temeridad. Era capaz de hacer un alto para reflexionar, preocupado por sus decisiones, para después lanzarse a una acción militar imprudente.

Si el tal Cauthon era Lews Therin, entonces había mejorado mucho en estas lides. El general enemigo sabía cuándo lanzar la moneda y dejar que la suerte decidiera, pero no dejaba al azar los resultados de cada mano. Habría sido un excelente jugador de cartas.

Ni que decir tiene que él lo vencería de todos modos. Sencillamente la batalla se limitaría a ser más… interesante.

Apoyó la mano en la espada mientras consideraba el examen que había hecho del campo de batalla poco antes. Sus trollocs seguían con el ataque por el cauce del río y Lews Therin había formado a sus piqueros enfrente, en disciplinadas formaciones en cuadro, un movimiento defensivo. Detrás de Demandred los violentos estallidos de los encauzadores señalaban el combate más intenso, el que libraban sus sharaníes Ayyad y las Aes Sedai.

Ahí tenía ventaja él. Sus Ayyad eran mucho mejores en la guerra que las Aes Sedai. ¿Cuándo recurriría Cauthon a esas damane? Moghedien había informado de ciertas disensiones entre ellas y las Aes Sedai. ¿Habría alguna posibilidad de ensanchar esa fractura de algún modo?

Impartió órdenes y las tres Ayyad que estaban cerca se retiraron. Shendla se quedó a la espera de su permiso para marcharse. La tenía explorando la zona cercana por si aparecían más asesinos.

—¿Estás preocupada? —le preguntó—. Ahora sabes de parte de quién luchamos. Que yo sepa, no te has entregado a la Sombra.

—Me he entregado a vos, Wyld.

—¿Y por mí luchas junto a trollocs? ¿A Semihombres? ¿Criaturas de pesadilla?

—Dijisteis que algunos calificarían de malignos vuestros actos —dijo ella—. Pero yo no lo veo así. Nuestro camino es obvio. Una vez que salgáis victorioso, reconstruiréis el mundo y nuestro pueblo será preservado.

Shendla lo tomó de la mano y algo se removió dentro de él, pero enseguida lo sofocó el odio.

—Prescindiría de todo y de todos —dijo, mirándola a los ojos—, a cambio de tener la oportunidad de enfrentarme a Lews Therin.

—Habéis prometido que lo intentaréis. Eso me basta. Y, si lo destruís, destruiréis un mundo y preservaréis otro. Os seguiré. Todos os seguiremos.

La voz de la mujer parecía implicar que quizá, una vez que Lews Therin hubiera muerto, él podría volver a ser él mismo.

No estaba seguro de eso. Gobernar sólo le interesaba en tanto que pudiera utilizarlo contra su viejo enemigo. Los sharaníes, devotos y fieles, eran una mera herramienta. Pero en su fuero interno había algo que desearía que no fuera así. Eso era nuevo. Sí, lo era.

Cerca, el aire se alabeó, deformándose. No se veían tejidos; aquello era una rasgadura de la urdimbre del Entramado al Viajar con el Poder Verdadero. M’Hael había llegado.

Demandred se volvió y Shendla le soltó la mano, pero no se apartó de él. A M’Hael se le había dado acceso a la esencia del Gran Señor, cosa que no despertaba envidia en Demandred. M’Hael era otra herramienta. Con todo, le había dado que pensar. ¿Es que no se le negaba el Poder Verdadero a nadie hoy en día?

—Vas a perder la batalla cerca de las ruinas, Demandred —dijo M’Hael con una sonrisa arrogante—. Tus trollocs serán aplastados. ¡Superabais muchísimo en número al enemigo y, aun así, os van a derrotar! Creía haber oído que se te consideraba nuestro mejor general y, sin embargo, ¿pierdes con esa chusma? Estoy decepcionado.

Demandred alzó la mano como sin darle importancia, con dos dedos hacia arriba.

M’Hael se sacudió cuando dos docenas de encauzadores sharaníes que había cerca dejaron caer de golpe escudos entre él y el Poder Único. Lo envolvieron en Aire y tiraron de él hacia atrás. M’Hael se debatió, y el halo del Poder Verdadero que alabeaba el aire lo rodeó, pero Demandred fue más rápido. Tejió un escudo de Poder Verdadero, creándolo de hilos ardientes de Energía.

Los filamentos temblaron en el aire, cada cual cubierto de púas hechas de briznas retorcidas de energía tan pequeñas que los extremos no se distinguían. El Poder Verdadero era tan inestable, tan peligroso… Un escudo creado con él tenía el extraño efecto de absorber el poder que el otro intentaba encauzar.

El escudo de Demandred se apoderó del Poder de M’Hael y usó al hombre como un conducto. Demandred reunió el Poder Verdadero y lo tejió en una chisporroteante bola de energía por encima de su mano. Sólo M’Hael estaba capacitado para verla, y los ojos del hombre, antes llenos de orgullo, se desorbitaron a medida que Demandred lo dejaba vacío.

No era como un círculo. La extracción de energía hizo temblar a M’Hael, lo hizo sudar, suspendido en el aire por los tejidos de los Ayyad. Ese flujo podría provocar la consunción de M’Hael si se descontrolaba… Podía hacer trizas su alma con el caudal rebosante del Poder Verdadero, al igual que un río desbordado sobrepasaría las márgenes. La masa retorcida de filamentos en la mano de Demandred palpitaba y chisporroteaba, curvando el aire, a medida que empezaba a destejer la urdimbre del Entramado.

Minúsculas grietas finas como telarañas se extendieron por el suelo a partir de él. Grietas abiertas a la nada.

Se acercó a M’Hael. El hombre empezaba a tener un ataque y le salía espuma por la boca.

—Ahora vas a escucharme, M’Hael —dijo con suavidad Demandred—. Yo no soy como los otros Elegidos. Me traen sin cuidado vuestros juegos políticos. No me importa a cuál de vosotros favorece el Gran Señor ni a cuál de vosotros Moridin da palmaditas en la cabeza. Sólo me importa Lews Therin.

»Ésta es mi lucha. Tú eres mío. Yo te traje a la Sombra y puedo destruirte. Si interfieres en lo que hago aquí, te extinguiré como la llama de una vela. Sé que te consideras fuerte, con tus Señores del Espanto robados y tus encauzadores mal entrenados. Eres un niño, aún estás en pañales. Coge a tus hombres y desata el caos que gustes, pero no te interpongas en mi camino. Y no te acerques a mi presa. El general enemigo es mío.

Aunque los temblores del cuerpo traicionaban a M’Hael, sus ojos rebosaban odio, no miedo. Sí, ése siempre había prometido mucho.

Demandred giró la mano y lanzó un chorro de fuego compacto con el Poder Verdadero reunido. El destructivo haz de fuego candente atravesó los ejércitos situados en el río, allá abajo, y vaporizó a todos los hombres y mujeres que tocó. Las formas se convirtieron en puntitos de luz, luego en polvo, y centenares de ellos desaparecieron. Quedó una larga franja de suelo calcinado, como un gran surco abierto por una enorme reja de arado.

—Soltadlo —ordenó Demandred al tiempo que dejaba que el escudo de Poder Verdadero se deshiciera.

M’Hael trastabilló hacia atrás para mantener el equilibrio al tocar el suelo; el sudor le resbalaba por el rostro. Jadeando, se llevó una mano al pecho.

—Mantente vivo en esta batalla —le dijo Demandred, que se dio la vuelta y empezó un tejido para llamar de vuelta a su azor—. Si lo consigues, quizá te enseñe cómo realizar lo que acabo de hacer yo. Quizás ahora pienses que deseas matarme, pero ten presente que el Gran Señor nos observa. Aparte de eso, ten en cuenta otra cosa. Tú tendrás un centenar de serviles Asha’man. Yo cuento con más de cuatrocientos de mis Ayyad. Soy el salvador de este mundo.

Cuando miró hacia atrás, M’Hael se había marchado Viajando mediante el Poder Verdadero. Era asombroso que fuera capaz de reunir la fuerza necesaria para realizar algo así después de lo que él acababa de hacerle. Esperaba no tener que matar a ese hombre. Acabaría siendo una herramienta muy útil.

AL FINAL ME ALZARÉ CON LA VICTORIA.

Rand hacía frente a vientos huracanados, aguantando firme, aunque los ojos le lloraban mientras contemplaba con fijeza la oscuridad. ¿Cuánto hacía que estaba en aquel lugar? ¿Un millar de años? ¿Diez mil?

De momento, su interés principal era el desafío. No se doblegaría ante ese viento. No cedería ni una fracción de segundo.

POR FIN HA LLEGADO MI MOMENTO.

—Para ti el tiempo no significa nada —dijo Rand.

Era cierto y, al mismo tiempo, no lo era. Rand veía arremolinados a su alrededor los hilos que configuraban el Entramado. A medida que éste se formaba, vio los campos de batalla bajo él. Aquellos a quienes amaba combatían una guerra a muerte. Esta visión no era una posibilidad; era la realidad, lo que ocurría en ese momento.

El Oscuro estaba enroscado alrededor del Entramado, sin poder apoderarse de él y destruirlo, pero con capacidad para tocarlo. Zarcillos de oscuridad y espinas tocaban el mundo en puntos a lo largo de su extensión. El Oscuro era como una sombra yacente sobre el Entramado.

Cuando el Oscuro lo tocaba, el tiempo existía para él. Y así, aunque el tiempo no significaba nada para el Oscuro, él —o ella, ya que no tenía género— sólo tenía capacidad para actuar dentro de sus límites, como… como un escultor que tiene visiones y sueños maravillosos, pero sigue atado a la realidad de los materiales con los que trabaja.

Rand contempló con fijeza el Entramado mientras resistía el ataque del Oscuro. No se movía ni respiraba. Allí no era necesario respirar.

Abajo la gente moría. Rand oía los gritos. Caían tantos…

AL FINAL VENCERÉ, ADVERSARIO. MIRA CÓMO GRITAN. MIRA CÓMO MUEREN.

LOS MUERTOS ME PERTENECEN.

—Mentira —dijo Rand.

NO. TE LO MOSTRARÉ.

Reuniendo todo lo que podía ser, el Oscuro hiló posibilidad de nuevo y metió a Rand en otra visión.

Juilin Sandar no era un comandante. Él era un rastreador, no un noble. Desde luego que no lo era. Trabajaba por su cuenta.

Sólo que, por lo visto, cuando acabó en un campo de batalla, lo habían puesto al mando de un escuadrón de combatientes porque había capturado con éxito malhechores peligrosos como rastreador. Los sharaníes presionaban a los suyos para llegar hasta las Aes Sedai. Luchaban en el lado occidental de los Altos, y el trabajo de su escuadrón era proteger a las Aes Sedai de la infantería sharaní.

Aes Sedai. ¿Cómo diantres se encontraba enredado con Aes Sedai? Él, un teariano.

—¡Aguantad! —les gritó a sus hombres—. ¡Hay que aguantar! —lo gritó también para sí mismo. Su escuadrón sostenía con firmeza lanzas y picas, y obligaba a la infantería sharaní a retroceder cuesta arriba. No sabía muy bien por qué se encontraba allí o por qué luchaba en ese sector. ¡Sólo quería seguir vivo!

Los sharaníes gritaban y maldecían en un lenguaje desconocido. Tenían un montón de encauzadores, pero la unidad a la que se enfrentaban ellos la componían tropas de a pie que utilizaban diversas armas de mano, en su mayoría espadas y escudos. Los cadáveres alfombraban el suelo, y eso ocasionaba dificultades a ambos bandos a medida que Juilin y sus hombres cumplían las órdenes de presionar a las tropas sharaníes, en tanto que las Aes Sedai y los encauzadores enemigos intercambiaban tejidos.

Juilin manejaba una lanza, arma con la que no estaba muy familiarizado. Una tropa sharaní protegida con armadura se abrió paso entre las picas de Myk y Charn. Los oficiales llevaban petos que, curiosamente, iban envueltos en telas de diversos colores, en tanto que los de los soldados rasos eran de cuero con tiras de metal embutidas. Todos llevaban la espalda pintada con extraños dibujos.

El cabecilla de la tropa sharaní blandía una maza de aspecto siniestro con la que golpeó brutalmente a un piquero y después a otro. El hombre le gritó a Juilin insultos que él no entendió.

Juilin hizo una finta y, cuando el sharaní levantó el escudo, él aprovechó para hincarle la lanza en el hueco de la armadura que había entre el peto y el brazo. ¡Luz, ni siquiera pestañeó! El sharaní lo golpeó con el escudo, obligándolo a recular. La lanza resbaló de sus dedos sudorosos; maldiciendo, echó mano a su quiebraespadas, un arma que conocía bien. Myk y los demás luchaban cerca, enzarzados con los otros sharaníes de la tropa. Charn intentó ayudar a Juilin, pero el demente sharaní descargó la maza en la cabeza de Charn y se la partió en dos, como si fuera una nuez.

—¡Muere, maldito monstruo! —gritó Juilin, que saltó hacia adelante y golpeó con la quiebraespadas el cuello del hombre, justo por encima del gorjal.

Otros sharaníes se movían deprisa hacia su posición. Juilin retrocedió, mientras el hombre que tenía enfrente se desplomaba y moría. Justo a tiempo, ya que un sharaní a su izquierda intentó descabezarlo con un amplio barrido lateral de su espada. La punta del arma le rozó la oreja y Juilin, de forma instintiva, alzó su propia hoja. El arma del adversario se partió en dos. Con rapidez, Juilin despachó al hombre con un golpe de revés que lo alcanzó en el cuello.

Juilin se apresuró a recoger la pica. Bolas de fuego cayeron cerca, tanto de los ataques de las Aes Sedai a la espalda como de los sharaníes de los Altos al frente. La tierra desmenuzada le cubrió el pelo y se le pegó a la sangre que tenía en los brazos.

—¡Aguantad! —les gritó a sus hombres—. ¡Maldita sea, tenemos que aguantar!

Atacó a otro sharaní que iba hacia él. Uno de los piqueros alzó el arma a tiempo de ensartar al adversario en un hombro, y Juilin lo atravesó con la lanza a través del peto de cuero.

El aire vibraba. Los oídos le pitaban un poco a causa de las explosiones. Juilin tiró hacia sí de la lanza a la par que bramaba órdenes a sus hombres.

Se suponía que no tenía que estar allí. Se suponía que debía estar en algún sitio cálido, con Amathera, pensando en el siguiente criminal que tenía que capturar.

Suponía que todos los hombres del campo de batalla pensaban que deberían estar en cualquier otra parte. Pero lo único que podían hacer era seguir combatiendo.

Te sienta bien el negro, transmitió Androl a Pevara mientras avanzaban a través del ejército enemigo en la cumbre de los Altos.

Eso es algo que uno no debería decir jamás a una Aes Sedai. Nunca, envió ella.

La única respuesta de él fue una sensación de nerviosismo a través del vínculo. Pevara lo entendía. Todos llevaban tejidos invertidos de la Máscara de Espejos y caminaban entre Amigos Siniestros, Engendros de la Sombra y sharaníes. Y funcionaba. Pevara llevaba un vestido blanco y una capa negra por encima —esas prendas no eran parte del tejido— pero cualquiera que mirara bajo la capucha de la capa vería el rostro de Alviarin, perteneciente al Ajah Negro. Theodrin tenía la cara de Rianna.

Androl y Emarin llevaban tejidos que los hacían parecer Nensen y Kash, dos de los compinches de Taim. Jonneth, con el rostro anodino de un Amigo Siniestro, había cambiado por completo de apariencia y hacía bien su papel, medio escondido tras ellos y cargado con el equipo de los demás. Nadie habría relacionado jamás al afable hombre de Dos Ríos con ese hombre de rostro aguileño, cabello graso y actitud nerviosa.

Avanzaban a paso vivo a lo largo de la retaguardia del ejército de la Sombra en los Altos. Unos trollocs cargaban con haces de flechas hacia el frente; otros abandonaban las líneas para darse un banquete con los montones de cadáveres. Allí había calderos cociendo. Aquello impresionó a Pevara. ¿Se paraban para comer? ¿Ahora?

Sólo algunos de ellos, transmitió Androl. También se hace en los ejércitos humanos, aunque esos momentos no se cuentan en las baladas. La lucha se ha prolongado a lo largo de todo el día, y los soldados necesitan energía para combatir. Por lo general, se hacen rotaciones de tres tandas; las tropas del frente, las tropas de reserva y las que están fuera de servicio, soldados que se apartarán de la lucha caminando con dificultad y comerán lo más rápido posible para poder dormir un poco. Y, después, de vuelta al frente.

Hubo un tiempo en que Pevara había visto la guerra de forma diferente. Había imaginado que todos los hombres se volcaban en la lucha todo el día. Una batalla de verdad, sin embargo, no era una carrera acelerada; era una caminata larga y penosa que machacaba el alma.

La tarde ya estaba muy avanzada y se acercaba el crepúsculo. Hacia el este, debajo de los Altos, líneas de combate se extendían lejos en ambas direcciones a lo largo del cauce seco del río. Muchos miles de hombres y trollocs combatían allí, atrás y adelante. Sí, muchísimos trollocs luchaban allí, pero otros regresaban en rotaciones de vuelta a los Altos, ya fuera para comer o para desplomarse inconscientes durante un tiempo.

Pevara no miró con atención los calderos, aunque Jonneth cayó de rodillas y vomitó junto al camino. Había identificado trozos de cuerpos flotando en el espeso guiso. Mientras vaciaba el estómago en el suelo, unos cuantos trollocs que pasaban por allí resoplaron y ulularon haciéndole burla.

¿Por qué bajan de los Altos para tomar el río? Aquí arriba parece una posición mejor, transmitió a Androl.

Tal vez, pero el ejército de la Sombra es el atacante. Si permanecen en esta posición le viene bien al ejército de Cauthon, envió él. Demandred tiene que seguir presionándolo. Lo cual implica cruzar el río.

Así que Androl también sabía de tácticas. Interesante.

He aprendido algunas cosas, transmitió Androl. Pero no voy a dirigir una batalla en un futuro inmediato.

Sólo era curiosidad sobre las muchas vidas distintas que has llevado, Androl.

Un razonamiento curioso, viniendo de una mujer que es lo bastante mayor para ser mi tatarabuela.

Siguieron a lo largo de lado oriental de los Altos. A lo lejos, en el lado occidental, las Aes Sedai avanzaban hacia la cima con muchas dificultades; pero, de momento, esa posición seguía en poder de las fuerzas de Demandred. Esa zona por la que Pevara y los otros caminaban se hallaba repleta de trollocs. Algunos les hacían una reverencia con pesada torpeza al cruzarse con ellos, otros se acurrucaban en las rocas para dormir, sin cojines ni mantas. Todos dejaban el arma a mano.

—Esto no parece muy prometedor —susurró Emarin, oculto tras su máscara—. No imagino a Taim relacionándose con los trollocs más de lo estrictamente necesario.

—Más adelante —dijo Androl—. Mira allí.

Los trollocs estaban separados de un grupo de sharaníes que se encontraba un poco más allá, con uniformes distintos. Llevaban una armadura envuelta en telas, de modo que no se veía nada de metal, excepto en la espalda, aunque la forma de los petos resultaba obvia. Pevara miró a los otros.

—Puedo imaginar a Taim formando parte de ese grupo —dijo Emarin—. En primer lugar, seguramente el olor es menos pútrido que aquí, entre los trollocs.

Pevara había hecho caso omiso del hedor, igual que hacía con el calor y el frío. Sin embargo, como había dicho Emarin, una pizca de lo que los otros olían se coló a través de sus defensas. Enseguida recobró el control. Era espantoso.

—¿Nos dejarán pasar los sharaníes? —preguntó Jonneth.

—Veremos —repuso Pevara, que echó a andar en esa dirección.

El grupo formó a su alrededor. Aprensivos, los guardias sharaníes mantenían una línea contra los trollocs y los observaban como harían con un enemigo. Esa alianza, o lo que quiera que fuera, no les hacía ni pizca de gracia a los soldados sharaníes. Ni siquiera intentaban disimular su desagrado, y muchos se habían atado trapos sobre la nariz y la boca para protegerse del hedor.

Cuando Pevara cruzó la línea, un noble —o eso supuso que era, a juzgar por la armadura de anillas de latón— se adelantó para salirle al paso. Una mirada Aes Sedai muy practicada lo mantuvo a raya.

«Soy demasiado importante para que te tomes la molestia», decía esa mirada. Funcionó estupendamente, y enseguida todos estaban dentro.

El campamento de reservas sharaní mantenía el orden mientras los hombres entraban de rotación desde el oeste, donde habían combatido con las fuerzas de la Torre Blanca. El feroz encauzamiento que llegaba de esa dirección no dejaba de atraer la atención de Pevara, como un faro brillante.

¿En qué piensas?, le transmitió Androl.

Vamos a tener que hablar con alguien. El campo de batalla es demasiado grande para que encontremos a Taim por nuestros propios medios.

Él le transmitió su conformidad. No por primera vez, a Pevara le pareció molesto el vínculo porque distraía su atención. No sólo tenía que luchar con su propio nerviosismo, sino también con el de Androl. Éste le llegaba desde el fondo de la mente, y se veía forzada a controlarlo mediante ejercicios de respiración que había aprendido cuando había llegado a la Torre por primera vez.

Se detuvo en el centro del campamento y miró en derredor mientras trataba de decidir a quién preguntar. Distinguía sirvientes de nobles. Abordar a los primeros sería menos peligroso, pero también era más probable que no obtuviera resultados. Quizá…

—¡Tú!

Pevara sufrió un sobresalto y giró sobre sus talones.

—No tendrías que estar aquí.

El envejecido sharaní que había hablado estaba completamente calvo y tenía la barba gris. Empuñaduras gemelas de espadas, en forma de cabezas de serpiente, le asomaban por detrás de los hombros; llevaba las hojas de las espadas cruzadas a la espalda, y sostenía un bastón con agujeros extraños a todo lo largo de la madera. ¿Algún tipo raro de flauta?

—Ven —dijo el hombre con un acento tan fuerte que Pevara apenas entendía—. Wyld tendrá que verte.

¿Quién es Wyld?, transmitió Pevara a Androl.

Tan perplejo como ella, él meneó con la cabeza.

Esto podría terminar de muy mala manera.

El hombre se paró un poco más adelante y los miró con gesto irritado. ¿Qué haría si se negaban a seguirlo? Pevara estuvo tentada de crear un acceso para huir todos por él.

Vamos con él, transmitió Androl al tiempo que echaba a andar. No vamos a encontrar a Taim nunca a menos que hablemos con alguien.

Pevara frunció el entrecejo al verlo caminar en pos del hombre, y los otros Asha’man se unieron a él. Pevara se apresuró a alcanzarlos.

Creía que habíamos decidido que era yo la que comandaba, le envió el pensamiento.

No, replicó Androl. Creo que habíamos decidido que actuarías como si fueras tú la que comandaba.

La respuesta de Pevara fue una calculada mezcla de frío desagrado y una implicación de que la conversación no había terminado ahí. Por su parte, Androl respondió con una sensación de regocijo.

¿Acabas de… lanzarme una furiosa mirada mental? Es impresionante, transmitió luego.

Estamos corriendo un riesgo. Ese hombre podría estar conduciéndonos a ninguna parte.

, comunicó Androl.

Algo bullía ardiente dentro de él, algo que sólo había sido un atisbo hasta ese momento.

¿Tantas ganas tienes de pillar a Taim?

… Sí. En efecto.

Ella asintió con la cabeza.

¿Lo comprendes?, transmitió Androl.

Yo también he perdido amigas por él, Androl. Vi cómo se apoderaba de ellas delante de mí. Pero hemos de ir con cuidado. No podemos correr demasiados riesgos. Todavía no.

Es el fin del mundo, Pevara. Si no podemos correr riesgos ahora, ¿cuándo vamos a hacerlo?

Ella lo siguió sin discutir más y pensó en aquel foco de determinación que había percibido en Androl. Al tomar a sus amigos y Trasmutarlos al servicio de la Sombra, Taim había despertado algo en él.

Mientras seguían al viejo sharaní, Pevara comprendió que en realidad no entendía lo que Androl sentía; no del todo. Habían tomado a amigas Aes Sedai suyas, pero no era lo mismo que el hecho de que Androl perdiera a Evin. El muchacho había confiado en él, había buscado su protección. Las Aes Sedai que estaban con ella habían sido conocidas, amigas, pero era diferente.

El viejo sharaní los condujo a un grupo mayor de gente; muchos vestían ropas elegantes. Por lo visto, ni los hombres ni las mujeres de la más alta nobleza entre los sharaníes luchaban, ya que ninguno de ellos portaba un arma. Abrieron paso al hombre mayor, aunque algunos hicieron una mueca de desdén al mirar sus armas.

Jonneth y Emarin se situaron junto a Pevara y Theodrin, uno a cada lado, como guardias personales. Miraban a los sharaníes con las manos posadas en las armas, y Pevara sospechaba que ambos asían el Poder Único. En fin, eso sería cosa de esperar en Señores del Espanto que se encontraban entre aliados de los que no se fiaban del todo. No tenían por qué protegerla de ese modo, pero era un bonito gesto. Ella siempre había pensado que sería útil tener un Guardián. Había ido a la Torre Negra con intención de tomar varios Asha’man como Guardianes. Tal vez…

Androl sintió celos de inmediato.

¿Qué eres tú? ¿Una de esas Verdes con un tropel de hombres adulándola?

¿Por qué no?, transmitió en respuesta, con regocijo.

Son demasiado jóvenes para ti, fue la respuesta que envió Androl. Al menos Jonneth sí lo es. Y Theodrin te disputaría el vínculo con él.

Me estoy planteando vincularlos, no meterlos en mi cama, Androl. Por favor. Además, Emarin prefiere a los hombres.

Androl hizo una pausa. ¿En serio?

Pues claro que sí. ¿Es que no te fijas en nada?

Androl parecía perplejo. A veces los hombres podían ser increíblemente obtusos, incluso los que eran observadores, como Androl.

Pevara abrazó el Poder Único cuando llegaban al centro del grupo. ¿Le daría tiempo para crear un acceso si algo iba mal? No conocía el área; pero, siempre y cuando Viajara a algún lugar próximo, no importaría. Tenía la sensación de que se dirigía hacia el nudo corredizo de una horca y que lo examinaba para decidir si se le ajustaría bien al cuello.

Un hombre alto, vestido con armadura hecha de discos plateados con agujeros en el centro, se encontraba en medio del grupo e impartía órdenes. Mientras observaban, una taza se movió hacia él por el aire. Androl se puso tenso.

Está encauzando, Pevara.

¿Era, pues, Demandred? Tenía que serlo. Pevara dejó que el Saidar la inundara con su cálido brillo y se llevara sus emociones. El hombre mayor que los había conducido hasta allí se adelantó y le susurró algo a Demandred. A despecho de tener los sentidos aguzados por el Saidar, Pevara no logró oír lo que decía.

Demandred se volvió hacia el grupo.

—¿Qué es esto? ¿Tan pronto ha olvidado M’Hael mis órdenes? —inquirió.

Androl cayó de rodillas, al igual que los otros. Aunque le daba rabia, Pevara también hincó la rodilla en el suelo.

—Insigne Señor —dijo Androl—, simplemente estábamos…

—¡Nada de excusas! —gritó Demandred—. ¡Nada de juegos! M’Hael ha de llevar a todos sus Señores del Espanto para destruir las fuerzas de la Torre Blanca. ¡Si veo a cualquiera de vosotros fuera de esa lucha, haré que quien sea desee que en lugar de eso lo hubiera entregado a los trollocs!

Androl asintió con enérgicos movimientos de cabeza y después empezó a retroceder. Un latigazo de Aire que Pevara no pudo ver —aunque sí sintió el dolor de Androl a través del vínculo— le cruzó la cara. Los demás lo siguieron a trompicones, con la cabeza gacha.

Eso ha sido estúpido y peligroso, transmitió Pevara a Androl.

Y fructífero, repuso él con la vista al frente y la mano en la mejilla, mientras la sangre le escurría entre los dedos. Ahora sabemos con seguridad que Taim está en el campo de batalla y dónde podemos encontrarlo. En marcha.

Galad avanzaba con dificultad a través de una pesadilla. Había sabido que la Última Batalla podría ser el fin del mundo, pero ahora… Ahora lo percibía.

Encauzadores de ambos bandos se hostigaban unos a otros y hacían temblar los Altos de Polov. Los rayos se habían descargado con tanta frecuencia que Galad casi no oía ya, y los ojos le lloraban de dolor por los fogonazos de las explosiones cercanas.

Se tiró de nuevo al suelo en pendiente del declive, con el hombro metido en la tierra y agachada la cabeza para protegerse de una serie de explosiones que desgarraron la ladera delante de él. Su equipo —doce hombres con capas blancas hechas jirones— se zambulleron al suelo junto a él para protegerse.

Las fuerzas de la Torre Blanca estaban sufriendo una gran presión con los ataques, pero lo mismo les ocurría a las fuerzas sharaníes. El poder de tantos encauzadores era increíble.

El grueso de la infantería de la Torre Blanca y un gran número de tropas sharaníes combatían allí, al oeste de los Altos. Galad se mantenía en el perímetro de la batalla, buscando encauzadores sharaníes que estuvieran solos o en pequeños grupos. Allí, las líneas de batalla de ambos bandos se habían roto en muchos sitios. No era de extrañar; resultaba casi imposible mantener una línea de formación consistente con todo aquel poder lanzado en un intercambio constante.

Bandas de soldados corrían con dificultad en busca de agujeros abiertos por explosiones en la roca donde guarecerse. Otros protegían grupos de encauzadores. Cerca, hombres y mujeres deambulaban en pequeños equipos y destruían soldados con fuego y rayos.

A ésos era a los que Galad daba caza.

Levantó la espada para señalar a un trío de mujeres sharaníes que estaban en la cumbre de los Altos. Sus hombres y él se encontraban a más de la mitad de la ladera.

Tres. Tres sería difícil. Dirigieron la atención hacia un grupo pequeño de hombres que lucían la Llama de Tar Valon. Los rayos se descargaron sobre los infortunados soldados.

Galad alzó cuatro dedos. Plan cuarto. Salió del agujero y corrió hacia las tres mujeres. Sus hombres esperaron a la cuenta de cinco y luego fueron detrás.

Las mujeres lo vieron. Si hubieran seguido vueltas hacia otro lado, Galad habría sacado ventaja. Una alzó una mano, encauzó Fuego y arrojó el tejido contra él. La llama lo alcanzó y, aunque podía notar el calor, el tejido se deshizo y desapareció… dejándolo chamuscado, pero sin sufrir apenas daños.

Los ojos de la sharaní se desorbitaron por la impresión. Esa mirada… Era una mirada que, para entonces, empezaba a resultarle familiar a Galad. Era la de un soldado cuya espada se rompe en batalla, la de alguien que ha visto algo que no habría tenido que ver. ¿Qué hacía uno cuando el Poder Único —lo único de lo que dependía para estar por encima de la gente corriente— fallaba?

Moría. La espada de Galad degolló a la mujer mientras una de sus compañeras intentaba inmovilizarlo con Aire. Sintió enfriarse el medallón en el pecho y notó la corriente de Aire moviéndose a su alrededor.

«Una mala elección», pensó Galad mientras hundía la espada en el torso de la segunda mujer. La tercera resultó ser más avispada y le arrojó una roca grande. Apenas le dio tiempo de levantar el escudo antes de que la roca lo golpeara en el brazo, aunque el impacto lo hizo recular. La mujer levantaba otra roca justo cuando el equipo de Galad llegó hasta ella. Las espadas acabaron con su vida.

Echando la cabeza hacia atrás, Galad contuvo el aliento al sentir irradiar el dolor por el golpe de la roca. Se sentó, gemebundo. Cerca, sus hombres seguían descargando las espadas sobre el cuerpo de la tercera mujer. No tendrían que haber sido tan concienzudos, pero algunos Hijos albergaban ideas extrañas sobre lo que las Aes Sedai eran capaces de hacer. Había sorprendido a Laird cortándole la cabeza a una de las sharaníes para enterrarla separada del cuerpo. Según él, a menos que uno hiciera eso, volvían a la vida en la siguiente luna llena.

Mientras los hombres troceaban los otros dos cuerpos, Golever se acercó y le ofreció a Galad una mano.

—Juro por la Luz —dijo Golever con una amplia sonrisa en la cara barbuda— que si éste no es el mejor trabajo que he hecho jamás, capitán general, no sé qué otro podría ser.

—Es lo que debe hacerse, Hijo Golever. —Galad se puso de pie.

—¡Ojalá hubiera de hacerse más a menudo! Es lo que los Hijos han esperado durante siglos. Eres el primero en satisfacer esas expectativas. Que la Luz te ilumine, Galad Damodred. ¡Que la Luz te ilumine!

—Que la Luz ilumine el día en que los hombres no tengan que matar a nadie —repuso con aire cansado Galad—. No es digno gozarse en la muerte.

—Desde luego, capitán general. —Golever siguió sonriendo.

Galad contempló el sangriento pandemónium de la ladera occidental de los Altos. Quisiera la Luz que Cauthon sacara algo en claro de esa batalla, porque él no entendía nada.

—¡Lord capitán general! —gritó una voz asustada.

Galad giró rápidamente sobre sus talones. Era Alhanra, uno de sus exploradores.

—¿Qué ocurre, Hijo Alhanra? —preguntó Galad mientras el larguirucho hombre se acercaba a la carrera.

Nada de caballos. Estaban en un declive y los animales no habrían reaccionado bien a las descargas de rayos. Era mejor confiar en las propias piernas.

—Tenéis que ver esto, milord —dijo Alhanra, jadeando—. Es… Es vuestro hermano.

—¿Gawyn?

Imposible. «No —pensó—. No es imposible. Estaría con Egwene, luchando en su frente».

Galad corrió en pos de Alhanra, acompañado por Golever y los otros. El cuerpo de Gawyn yacía con el semblante ceniciento en un hueco entre dos rocas, en la cumbre de los Altos. Cerca, un caballo ronzaba hierba, con un rastro de sangre resbalando por un costado. Por las apariencias, no era sangre del animal. Galad se arrodilló al lado del cuerpo de su hermano. Gawyn no había tenido una muerte fácil. Pero ¿qué le había ocurrido a Egwene?

—Paz, hermano —musitó Galad, que posó una mano en el cuerpo—. Que la Luz te…

—Galad… —susurró Gawyn; los parpados le aletearon con debilidad y abrió los ojos.

—¡Gawyn! —exclamó Galad, conmocionado.

Gawyn tenía una mala herida en el vientre. Llevaba puestos unos anillos extraños. Había sangre por todas partes: en la mano, en el pecho, en todo el cuerpo… ¿Cómo podía seguir vivo?

«El vínculo de Guardián», comprendió.

—¡Tenemos que llevarte para que te hagan la Curación! Una de las Aes Sedai.

Metió las manos por el hueco de la roca y recogió a Gawyn.

—Galad…, he fracasado…

—Gawyn tenía los ojos fijos en el cielo, vacía la mirada.

—Lo has hecho bien.

—No. Fallé. Tendría que… Tendría que haberme quedado con ella. Y maté a Hammar. ¿Lo sabías? Lo maté. Luz. Tendría que haber elegido un bando…

Galad abrazó a su hermano y echó a correr a lo largo de la pendiente, hacia las Aes Sedai. Intentó proteger a Gawyn en medio de los ataques de los encauzadores. Sólo unos instantes después, una explosión reventó el suelo rocoso entre los Hijos y los lanzó al aire, tirando a Galad al suelo. Soltó a Gawyn al desplomarse.

Gawyn tembló y la mirada se le enturbió.

Galad gateó hacia él e intentó levantarlo de nuevo, pero Gawyn le asió el brazo y lo miró a los ojos.

—La he amado, Galad. Díselo.

—Si estás vinculado, entonces ella lo sabe.

—Esto le hará daño —susurró Gawyn, pálidos los labios—. Y al final fracasé. No lo maté.

—¿A quién?

—A Demandred —musitó Gawyn—. Intenté matarlo, pero no era lo bastante bueno. Nunca he sido… lo bastante… bueno…

Galad sintió que lo invadía un frío intenso. Había visto morir hombres, había perdido amigos. Pero esto dolía más. Luz, cómo dolía. Había amado a su hermano, profundamente… Y Gawyn, a diferencia de Elayne, le había correspondido.

—Te llevaré a un lugar seguro, Gawyn —dijo mientras lo levantaba, conmocionado al notar lágrimas en los ojos—. No me quedaré sin un hermano.

—Y no te quedarás sin uno. —Gawyn tosió—. Tienes otro hermano, Galad. Uno al que no conoces. Un hijo de… Tigraine…, que fue al Yermo… Hijo de una Doncella. Nacido en el Monte del Dragón…

«Oh, Luz».

—No lo odies, Galad —susurró Gawyn—. Yo lo odié siempre, pero luego no. Luego… no…

La vida abandonó los ojos de Gawyn.

Galad le buscó el pulso y después se sentó sin dejar de mirar a su hermano muerto. Del vendaje que Gawyn se había puesto en el costado se filtraba la sangre que caía al suelo seco, y el suelo la absorbía con ansia.

Golever se acercó a él ayudando a Alhanra, cuya cara ennegrecida y la ropa quemada olía a humo de la descarga de rayo.

—Lleva a los heridos a lugar seguro, Golever —le indicó Galad, que se puso de pie. Alzó la mano y tocó el medallón que llevaba al cuello—. Recoge a todos los hombres y marchaos.

—¿Y tú? —preguntó Golever.

—Yo haré lo que ha de hacerse —contestó Galad, frío por dentro. Frío como acero en invierno—. Llevaré la Luz a la Sombra. Llevaré la justicia al Renegado.

El soplo de vida que le quedaba a Gawyn desapareció.

Egwene se frenó en seco en el campo de batalla. Algo se rompió dentro de ella. Era como si un cuchillo la desgarrara y le arrancara la parte de Gawyn que llevaba dentro, dejando sólo vacío.

Gritó y cayó de rodillas. No. No podía ser. ¡Podía sentirlo, justo un poco más adelante! Había corrido hacia él. Podía… Podía…

Ya no estaba.

Egwene aulló y se abrió al Poder Único absorbiendo todo lo que era capaz de absorber. Lo soltó como un muro de llamas hacia los sharaníes que había todo en derredor ahora. Antes defendían los Altos, con las Aes Sedai debajo, pero ahora todo era un caos.

Los atacó con el Poder, aferrada al sa’angreal de Vora. ¡Los destruiría! ¡Luz! Dolía. Cómo dolía.

—¡Madre! —gritó Silviana, que la asió por el brazo—. ¡Habéis perdido el control, madre! Mataréis a los nuestros. ¡Por favor!

Egwene respiraba entre jadeos. Cerca, un grupo de Capas Blancas pasó tambaleándose, llevando heridos declive abajo.

¡Tan cerca! Oh, Luz. ¡Había muerto!

—¡Madre! —dijo Silviana.

Egwene apenas la oyó. Se tocó la cara y encontró lágrimas. Antes había sido audaz. Había afirmado que podría seguir luchando a pesar de la pérdida. Qué ingenua. Dejó que el fuego del Saidar muriera dentro de ella. Con el Saidar ausente, la vida la abandonó. Se desplomó y sintió unas manos que se la llevaban. A través de un acceso, fuera del campo de batalla.