Servirse de la invisibilidad
Siuan empezó con lo mismo a la mañana siguiente mientras se vestían. No le gustaba que le llevaran la contraria, sobre todo cuando pensaba que tenía razón; y por lo general pensaba que la tenía.
—No me gusta que seas tú la que corre todos los riesgos —masculló al tiempo que se metía un vestido azul de paño por la cabeza. Al final, había resultado que llevaba encima uno de recambio, y casi se había mostrado insolente al señalar que era Moraine la que sólo tenía un vestido.
—No correré todos los riesgos —arguyó Moraine, que contuvo un suspiro. Habían hablado de lo mismo una y otra vez la noche anterior—. Tú vas a arriesgarte tanto como yo. ¿Me ayudas a abrocharme los botones?
Siuan la sujetó de los hombros y le dio media vuelta casi con brusquedad para abrocharle las dos hileras de pequeños botones de nácar que le cerraban la espalda.
—No te hagas la tonta —rezongó mientras tiraba del vestido con más fuerza de la necesaria—. Si esto funciona como dices que hará, nadie se fijará en mí. Sin embargo, tú llevarás desplegadas todas las velas, los remos levantados y los gallardetes flameando. Insisto en que tiene que haber otro modo mejor de hacerlo, y que vamos a sentarnos y lo discutiremos hasta que entres en razón.
Moraine suspiró esta vez. Un oso con dolor de muelas habría sido una compañía más agradable. ¡Incluso ese tipo, Lan! Abrochó a su vez los botones a Siuan e intentó distraer a su amiga del tema comentándole que el corte del vestido le moldeaba mucho las caderas y los senos. Vale, no lo dijo sólo para distraerla. Siuan se merecía probar un poco de su mordacidad.
—Sin duda, atrae la mirada de los hombres —respondió su amiga. ¡Y se echó a reír! ¡Incluso hizo un meneo de cadera! Moraine se temió que iba a pasarse el día suspirando.
Cuando bajaron con la capa doblada sobre el brazo, la sala común estaba casi llena de mercaderes que charlaban mientras tomaban el desayuno; todas mujeres, como la noche anterior. Las dos kandoresas, una con tres cadenas sobre el pecho y la otra con dos, comían deprisa y sonreían como quien prevé un día provechoso. Por lo visto algunas habían hecho negocios la noche anterior. Una mujer esbelta vestida de gris oscuro observaba a su regordeta y ufana compañera de mesa con la expresión descompuesta de quien está al borde de la ruina. Las tres domani picoteaban el desayuno y empujaban la comida con el tenedor a uno y otro lado del plato; a juzgar por los ojos entrecerrados y la palidez del semblante, todas sufrían jaqueca de la resaca.
—Un buen desayuno y después podremos hablar —anunció Siuan, que se había puesto de puntillas para buscar una mesa libre en la sala—. Aquí preparan buenos desayunos.
—Panecillos que nos comeremos en el camino —decidió firmemente Moraine, que se dirigió hacia la señora Tolvina.
La posadera daba instrucciones a una criada que lucía un delantal blanquísimo con un reborde azul. El único modo de imponerse a Siuan en una discusión era adelantarse a ella y arrastrarla.
—Buenos días, señora Tolvina —saludó a la posadera, que le dio la espalda a la criada para mirar a Moraine—. Queremos alquilar el servicio de dos de vuestros hombres para que nos escolten unas cuantas horas esta mañana. —Los dos que vigilaban en la puerta no eran los que habían estado de servicio la noche anterior, pero sí igualmente corpulentos.
La mujer enarcó levemente las cejas, cosa que acentuó su aire de no aguantar tonterías. Tampoco esta vez hubo reverencia, aunque Moraine había usado el Poder para que su vestido tuviera el aspecto de recién salido de la lavandería.
—¿Por qué? Si os habéis metido en un duelo, no quiero tener nada que ver con eso. Considero una necedad esos duelos a látigo o de otro estilo y no pienso secundaros. De todos modos, volveréis marcada con latigazos ensangrentados, porque dudo mucho que hayáis luchado alguna vez.
Moraine se mordió la lengua. Según Siuan, la posadera tenía todo tipo de normas, desde cerrar con llave la puerta exterior a medianoche hasta prohibir la visita de un hombre en la habitación, y las hacía cumplir estrictamente, pero no habría hablado así de haber sabido que eran Aes Sedai.
—Quiero hacer una visita a un banquero —dijo, una vez que tuvo la certeza de poder hablar sin decir una inconveniencia. Que las echaran de la posada no sería un desastre, pero sí representaría un inconveniente, y ese día tenían mucho que hacer—. Un banquero serio y de confianza. ¿Sabéis de alguno que esté cerca?
Resultó que la señora Tolvina conocía uno, con el que hacía negocios ella, y para ese propósito no tuvo inconveniente en sacar de sus habitaciones situadas encima del establo a dos de sus «vigilantes», como los llamaba ella, por una suma que sin duda era el doble del salario que cobraban al día. No obstante, pagó sin rechistar. Poner pegas sería una pérdida de tiempo y tal vez desembocara en una subida de la tarifa. Ailene Tolvina no parecía ser de las que regateaban. A no tardar, Siuan y Moraine estaban sentadas frente a frente en una silla de manos cargada por cuatro hombres enjutos que, aunque por su aspecto nadie lo habría dicho, no sólo aguantaron bien el peso sino que trotaron por las calles abarrotadas con mucha más facilidad que el par de hombres altos que, equipados con garrotes tachonados de metal, escoltaban la silla.
—Esto no va a funcionar —masculló Siuan entre mordisco y mordisco al crujiente panecillo—. Si piensas que necesitamos más dinero, vale, aunque creo que lo derrochas. Pero, así me aspen, este plan tuyo no va a funcionar. Nos encontraremos dentro de la red en un visto y no visto. Sin duda, mandarán llamar a una hermana, y sólo hay una allí. Insisto: debemos buscar otra forma de hacer esto.
Moraine fingió estar demasiado ocupada en comer el panecillo, todavía caliente del horno, para contestar. Además, tenía hambre. Si topaban con otra Aes Sedai… Bien, ya cruzarían ese abismo cuando llegaran a él. Se dijo que el cosquilleo que sentía en el estómago era por el hambre, no por miedo. Una mentira no se podía decir, pero sí pensar. Su plan tenía que funcionar. No había otra solución.
Al igual que el de Tar Valon, el banco semejaba un pequeño palacio, éste brillante a la luz del sol matinal como ocurría con los verdaderos palacios que se alzaban un poco más arriba de la montaña, con azulejos dorados en todas las paredes y dos grandes cúpulas blancas. El portero que las recibió con una reverencia llevaba una chaqueta de color rojo oscuro con abejas plateadas bordadas en los puños, mientras que las de los lacayos eran negras y tan cortas que se les veía el trasero embutido en las ceñidas calzas. El vestido de Moraine con las franjas de la nobleza cairhienina en la pechera bastó para que, en lugar de un subordinado, las recibiera personalmente la banquera en una habitación tranquila con paneles de madera, lámparas de pie plateadas y finas líneas de dorado en los muebles.
Kamile Noallin era una mujer delgada y encantadora de mediana edad, con el canoso cabello tejido en cuatro largas trenzas y unos ojos adustos e inquisitivos. No mostró ningún empacho en usar un cristal de aumento para examinar la firma y el sello de Ilain Dormaile que aparecían al pie de la carta de valores de Moraine. Por suerte, la carta en sí sólo estaba ligeramente borrosa a causa de la zambullida en el estanque. Aunque no era la de más importe que llevaba, e incluso después de aplicar el alto descuento por la distancia entre los dos bancos, le proveyó un impresionante montón de oro guardado en diez bolsas de cuero que la banquera colocó sobre su escritorio.
—Espero que hayáis traído escolta —comentó cortésmente la señora Noallin. El oro en grandes cantidades solía comportar un trato considerado.
—¿Tan incapaz es Chachin de hacer cumplir la ley que dos mujeres no están a salvo a plena luz del día? —inquirió fríamente Moraine. ¡Mira que usar un cristal de aumento!—. Creo que eso es todo.
Un par de corpulentos lacayos llevaron las bolsas fuera y las colocaron en el suelo de la silla de manos; parecieron aliviados al ver a los dos «vigilantes» de la señora Tolvina con sus garrotes. Los porteadores levantaron la silla sin esfuerzo aparente a pesar del peso extra.
—Hasta ese herrero debió de tambalearse al ir cargado como una mula —rezongó Siuan mientras tocaba con la punta del pie las bolsas apiladas entre las dos—. ¿Quién le pudo romper la espalda de ese modo? ¡Tripas de peces! Fuera cual fuese el motivo, Moraine, tuvo que ser obra del Ajah Negro.
Los porteadores debían de haber oído claramente sus palabras, pero siguieron adelante sin alterar el ritmo del trote, aunque en realidad ni sabrían lo que significaba el Ajah Negro y seguramente ni siquiera el sentido del término «Ajah». Por otro lado, una mujer de aspecto imponente, con peinetas de marfil en el cabello, que pasaba por allí dio un respingo, se remangó la falda hasta las rodillas y salió corriendo con tal ímpetu que sus dos criados, boquiabiertos por la sorpresa, tuvieron que esforzarse para abrirse paso entre la multitud e ir en pos de ella.
Moraine dirigió una mirada recriminatoria a Siuan. Su seguridad no podía depender de la ignorancia de otros. Siuan se sonrojó levemente, pero la expresión de sus ojos azules era desafiante.
La Estrella Vespertina contaba con una pequeña cámara acorazada en la que los mercaderes —los que no tenían cajas fuertes en sus habitaciones— podían guardar a buen recaudo su dinero. Dejar allí la mayor parte del oro tampoco sirvió para que la señora Tolvina hiciera reverencias, ni siquiera después de que Moraine le dio una corona de oro por las molestias. Sin duda, había visto a demasiados mercaderes perderlo todo para impresionarse porque alguien tuviera dinero en ese momento.
—La mejor modista de Chachin es Silene Dorelmin —dijo en respuesta a la pregunta de Moraine—, pero es muy cara o eso tengo entendido. Muy cara.
Moraine volvió a coger una de las pesadas bolsas; le tiraba del cinturón cuando ató las cuerdas en él. ¡El herrero tenía que haber ido dando traspiés! No, Siuan estaba viendo visiones, eso era todo.
Silene era una mujer delgada de porte altanero y voz fría; llevaba un vestido azul brillante con un escote tan bajo que se le veía gran parte del canal entre los senos. ¡Era un milagro que la prenda se le sostuviera en los hombros! Moraine estaba tranquila en cuanto a verse presionada a lucir ese tipo de vestido. Se proponía violar casi todas las reglas establecidas entre una mujer y su modista. Aceptó que le tomara medidas, ya que eso no podía evitarse, pero Silene entrecerró los ojos al ver la rapidez con que eligió telas y colores. Por un momento pareció que iba a negarse a coser lo que Siuan necesitaba, pero Moraine comentó tranquilamente que pagaría el doble del precio normal. Los ojos de la mujer se estrecharon hasta casi convertirse en rendijas a causa de la vulgaridad de mencionar el precio, pero asintió. Y Moraine supo que conseguiría lo que deseaba. Allí cuando menos.
—Los quiero para mañana —dijo—. Poned a trabajar a todas vuestras costureras.
Eso no hizo que los ojos de Silene se estrecharan, sino que se abrieron de par en par, centelleantes de rabia.
—Imposible. —La voz se había tornado gélida—. Quizás a finales de mes. Puede que más tarde, y eso si encuentro tiempo para hacerlos. Hay muchas damas que han encargado vestidos nuevos. El rey de Malkier visita el palacio de Aesdaishar.
—El último rey de Malkier murió hace veinticinco años, Silene.
Moraine tomó la abultada bolsa y la volcó sobre la mesa de medidas, de modo que se desparramaron treinta coronas de oro. Había encargado más de tres vestidos, pero mientras que la seda era tan cara en Chachin como en Tar Valon, el trabajo de costura, que era lo que más encarecía un vestido, tenía un coste mucho más bajo allí.
Silene contempló las gruesas monedas con avaricia y los ojos brillaron cuando oyó que habría otras tantas a la entrega de los vestidos.
—No obstante, restaré seis monedas de la segunda entrega de treinta por cada día de retraso.
De repente pareció que, después de todo, los vestidos estarían terminados antes de un mes. Mucho antes.
—Tendrías que haberte hecho el vestido como el que llevaba esa pelleja —dijo Siuan mientras subían a la silla de manos—. ¡No sé cómo no se le caía! Tampoco estaría mal que gozaras de las miradas de los hombres ya que vas a poner tu estúpida cabeza en el tajo del verdugo.
Moraine realizó un ejercicio de novicia en el que se imaginaba a sí misma como un capullo de rosa que se abría al sol. Por suerte, le proporcionó el sosiego que buscaba, aunque no perder los nervios teniendo a Siuan cerca resultaba realmente difícil. Comprendió que si seguía apretando los dientes acabaría rompiéndose uno.
—No hay otra solución, Siuan. —Había transcurrido más de medio día y todavía les quedaba mucho que hacer—. ¿Crees que la señora Tolvina aceptaría que contratáramos a uno de sus forzudos por uno o dos días? —¿El rey de Malkier? ¡Luz! ¡Esa mujer debía de pensar que era una redomada necia!
Dos días después de la llegada de Moraine a Chachin, un carruaje lacado en amarillo que iba tirado por un tronco de cuatro corceles grises y conducido por un tipo con hombros de herrero llegó al palacio de Aesdaishar a media mañana; detrás llevaba atadas dos yeguas, una castaña de cuello esbelto y una gris desgarbada. Lady Moraine Damodred, con las franjas de colores extendiéndose desde el alto cuello del vestido azul oscuro hasta más abajo de las rodillas, fue recibida con los honores debidos por un sirviente de gran rango que llevaba bordadas unas llaves plateadas detrás del Caballo Rojo, en el hombro. Aunque su nombre no era conocido, sí lo era el de la casa Damodred, y al haber muerto Laman cualquier Damodred podía ascender al Trono del Sol si otra casa no se apoderaba de él. Ellos no podían saber lo mucho que Moraine deseaba que ocurriera eso último.
Se le destinaron unos aposentos adecuados, consistentes en tres habitaciones espaciosas con colgaduras de seda en los paneles de madera, adornados con tallas de flores, y un balcón con balaustrada de mármol orientado al norte y desde el que se divisaban, más allá de la ciudad, los picos altos coronados de nieve; se le asignaron criados, dos doncellas y un chico de recados, que se apresuraron a deshacer el equipaje que la dama llevaba en arcones reforzados con latón, y a verter agua de rosas para que la dama se aseara. Nadie aparte de los criados se fijó en Suki, la doncella de lady Moraine.
—Vale, admito que con esta pinta parezco invisible —masculló Siuan cuando finalmente las dejaron solas en la sala. El vestido gris oscuro era de fino paño, totalmente liso salvo por el cuello y los puños adornados con los colores de la casa Damodred—. Por el contrario tú destacas como un Gran Señor remando en una barca. Luz, casi me tragué la lengua cuando preguntaste si había hermanas en palacio. Estoy tan tensa que me siento mareada, como si me costara trabajo respirar.
—Eso es la altitud —le dijo Moraine—. Te acostumbrarás. Cualquier visitante preguntaría por Aes Sedai. Como habrás visto, los criados ni se inmutaron. —Sin embargo, había contenido la respiración hasta que le respondieron. La presencia de una hermana lo habría cambiado todo—. No sé por qué tengo que seguir explicándote lo mismo una y otra vez. Un palacio real no es una posada. Lo de «podéis llamarme lady Alys» no funcionaría aquí, y eso es un hecho, no una opinión. He de ser yo misma. Y tú aprovecha esa invisibilidad y mira qué puedes descubrir sobre lady Inés. Me agradaría que pudiéramos marcharnos cuanto antes.
Eso significaba al día siguiente, para no incurrir en insulto ni dar que hablar. Siuan tenía razón. Todas las miradas de palacio estarían pendientes de la noble forastera perteneciente a la casa que había iniciado la Guerra de Aiel. Cualquier Aes Sedai que llegara a Aesdaishar lo oiría de inmediato, y lo lógico era que cualquier Aes Sedai que pasara por Chachin fuera a palacio. Además, si el tal Gorthanes seguía intentando encontrarla, la noticia de la presencia de Moraine Damodred en el palacio de Aesdaishar llegaría a sus oídos a no tardar. Según su experiencia, los palacios eran más proclives a los asesinatos que las calzadas. Siuan tenía razón: se hallaba encaramada a un pedestal, como una diana, y sin la menor pista respecto a quién podría ser el arquero. Partirían al día siguiente, a primera hora.
Siuan salió pero regresó enseguida con malas noticias. Lady Inés estaba retirada, guardando luto por su marido.
—Cayó muerto sobre las gachas del desayuno hace diez días. —Se arrellanó en un sillón de la sala de estar, con el brazo por encima del respaldo y una pierna sobre el reposabrazos. Otra cosa que había olvidado una vez conseguido el chal eran las lecciones de buenos modales—. Al parecer, lo amaba aunque era un hombre mucho mayor que ella. Se le han asignado diez habitaciones y un jardín en el ala sur de palacio; su esposo era amigo íntimo del príncipe Brys. —Inés permanecería aislada todo un mes sin ver a nadie excepto a familiares allegados, y sus criados sólo dejaban los aposentos cuando era absolutamente necesario.
—Recibirá a una Aes Sedai —suspiró Moraine. Ni siquiera una mujer que guardara luto se negaría a ver a una hermana.
—¿Te has vuelto loca? —Siuan se puso de pie bruscamente—. Lady Moraine Damodred ya llama bastante la atención, pero ¡Moraine Damodred Aes Sedai será como proclamarlo con heraldos! ¡Creía que la idea era marcharse antes de que la noticia de que estamos aquí saliera de palacio!
Una de las criadas, una mujer canosa y regordeta llamada Aiko, entró justo en ese momento para anunciar que la shatayan esperaba fuera a fin de escoltar a Moraine ante el príncipe Brys, y se quedó estupefacta al encontrar a Suki de pie frente a su señora y sacudiendo el índice ante ella.
—Decidle a la shatayan que enseguida estoy con ella —respondió sosegadamente Moraine, y tan pronto como la mujer hizo una reverencia y salió, se puso de pie para estar en igualdad de condiciones, algo bastante difícil con Siuan aun cuando una tuviera todas las ventajas—. ¿Qué otra cosa sugieres? Quedarnos casi dos semanas hasta que acabe el luto será igual de malo, y no te puedes hacer amiga de sus criadas si están recluidas con ella.
—Puede que sólo salgan para hacer algún recado, Moraine, pero creo que podría conseguir que me invitaran a entrar.
Moraine empezó a replicar que eso podría tardar tanto como lo otro, pero Siuan la tomó firmemente por los hombros y la hizo darse la vuelta para mirarla de arriba abajo con ojo crítico.
—Se supone que la doncella de una dama ha de asegurarse de que su señora va adecuadamente vestida —dijo, y después empujó a Moraine hacia la puerta—. Ve. La shatayan te espera. Y, con un poco de suerte, un joven lacayo llamado Cal estará esperando a Suki.