Respetar la tradición
Si Canluum era una ciudad de colinas, Chachin lo era de montañas. Las tres más altas se elevaban por encima de los mil seiscientos metros a pesar de tener los picos cortados, y a la luz del sol de mediodía tejados y palacios brillaban con las cubiertas de coloridos azulejos. En la cumbre de la más prominente, el palacio de Aesdaishar resplandecía más que el resto, rojo y verde, con el estandarte del Caballo Rojo empinado ondeando sobre la cúpula más alta. Tres murallas con baluartes rodeaban la ciudad, así como un profundo foso seco de un centenar de pasos de anchura que salvaban dos docenas de puentes, todos defendidos por una imponente puerta fortificada. El tráfago de vehículos y personas era demasiado intenso y La Llaga se encontraba demasiado lejos para que los guardias, equipados con yelmos y la insignia del Caballo Rojo en el pecho, fueran tan concienzudos como en Canluum, pero les llevó un buen rato cruzar el Puente del Alba entre oleadas de carretas, carros y gente montada y a pie fluyendo en ambas direcciones.
Nada más cruzar la primera muralla y haberse quitado del paso de las atestadas carretas de mercaderes que avanzaban pesadamente, Lan tiró de las riendas sin perder un instante. Aunque Edeyn lo esperara, en su vida se había alegrado tanto de llegar a un sitio. Según la letra de la ley, todavía no estaban en Chachin —la segunda muralla, más alta, se encontraba cien pasos más adelante, y la tercera, aún más alta, a otros tantos pasos más allá— pero quería poner fin a la conexión con la tal Alys. Por la Luz bendita, ¿de dónde habría sacado moscas en esa época del año? ¡Y encima moscas negras! Tenía el cuerpo cubierto de ronchas que le picaban a rabiar. Al menos no había tenido la satisfacción que buscaba con ello. De eso estaba seguro.
—La promesa de protección era hasta Chachin, y se ha cumplido —le dijo a la mujer—. Mientras evitéis las zonas más conflictivas de la ciudad, estaréis tan segura en cualquier calle como si llevaseis una escolta de diez hombres. De modo que podéis ocuparos de vuestros asuntos y nosotros lo haremos de los nuestros. Guardaos vuestro dinero —añadió fríamente cuando ella llevó la mano a la bolsa. Se encolerizó por perder los estribos, pero es que esa mujer soltaba un insulto tras otro.
De inmediato, Ryne empezó dale que dale con que si ofender a una Aes Sedai al tiempo que le dedicaba sonrisas de disculpa y profundas reverencias que hacían tintinear las campanillas como gongs de alarma, en tanto que Bukama rezongaba secamente sobre los hombres que tenían los modales de un cerdo, también con cierto tono de disculpa. Alys lo miraba fijamente, el semblante casi tan inexpresivo que muy bien podía ser lo que afirmaba. Una afirmación peligrosa si no era verdad. Y si lo era… Entonces con más motivo no quería tener nada que ver con ella.
Hizo volver grupas a Gato Danzarín y galopó avenida adelante provocando la dispersión de transeúntes y algunos jinetes. En otro momento aquello habría provocado duelos. El hadori y la reputación que conllevaba no habrían bastado para frenar a nadie salvo a plebeyos, pero Lan, esquivando sillas de mano, carros de comerciantes y ganapanes con perchas al hombro cargadas de bultos, cabalgaba tan deprisa que no oyó gritos de desafío si los hubo y no aflojó el paso en ningún momento. Después del silencio del campo, el jaleo del retumbo de las llantas de hierro de las ruedas sobre los adoquines y de los gritos de vendedores ambulantes y tenderos resultaba ensordecedor. Las flautas de los músicos callejeros sonaban estridentes. Los olores a castañas asadas y pastel de carne en los puestos de vendedores ambulantes y a comida haciéndose en las cocinas de docenas de posadas y centenares de hogares se mezclaban hasta crear un desagradable hedor después del aire puro del camino. Cientos de establos llenos de caballos contribuían con su tufo. Bukama y Ryne, que llevaban el caballo albardón, lo alcanzaron antes de que hubiese llegado a la mitad de la ladera que subía al palacio de Aesdaishar y se pusieron a uno y otro lado de Lan. Si Edeyn estaba en Chachin, la encontraría allí. Con muy buen juicio, Bukama y Ryne guardaron silencio. Cuando menos, Bukama sabía a lo que Lan se enfrentaba. Meterse en La Llaga habría sido mucho menos arriesgado. O, mejor dicho, salir vivo de La Llaga, ya que hasta el más necio podía entrar en ella. ¿Acaso era un necio al haber ido allí?
A medida que ascendían el avance se hacía más lento. No había mucha gente en las zonas altas, donde las casas de tejados de azulejos daban paso a palacios y a mansiones de mercaderes ricos y banqueros con las paredes cubiertas de brillantes azulejos, y en lugar de vendedores callejeros había lacayos que iban y venían con encargos. Carruajes lacados con la enseña de la casa en las puertas reemplazaban a las carretas de mercaderes y a las sillas de manos. Cualquier carruaje tirado por un tronco de cuatro o seis caballos, con plumas en las riendas, ocupaba un buen trecho de la calle, y en su mayor parte iban acompañados por media docena de escoltas, así como un par de hombres encaramados en la parte trasera, todos armados y equipados con coraza, prestos para pelear con cualquiera que intentara pasar demasiado cerca. En particular con tres hombres vestidos con ropas toscas. La chaqueta amarilla de Ryne no tenía tan buen aspecto como en Canluum, mientras que Lan, al haberse manchado de sangre su segunda chaqueta de mejor uso, se había tenido que conformar con la tercera de repuesto, tan estropeada que en comparación Bukama parecía ir bien vestido. Alys estaba en deuda con él por el modo de curarlo, y también por sus tormentos, bien que, de acuerdo con el honor, sólo podría resarcirse de lo primero. No. Tenía que quitarse de la cabeza a esa mujercita, aunque parecía haberse alojado dentro de su cráneo de algún modo. En quien tenía que centrarse era en Edeyn. En ella y en la batalla más desesperada de toda su vida.
El palacio de Aesdaishar ocupaba completamente la cumbre allanada; era una construcción inmensa, resplandeciente, de cúpulas y altas balconadas que cubría cincuenta acras[5], una pequeña ciudad en sí misma, cada superficie con brillantes dibujos en rojo y verde. Las enormes puertas de bronce, con el Caballo Rojo lacado, se hallaban abiertas, invitando a entrar, bajo un arco de azulejos rojos que conducía al Patio de Visitas, pero una docena de guardias se adelantó para cerrar el paso cuando Lan y los otros se acercaron. Los hombres llevaban el Caballo Rojo bordado en el tabardo verde que lucían encima del peto, y una flámula roja y verde adornaba las alabardas. Resultaban llamativos con los yelmos y los pantalones rojos y las botas altas lustradas, de color verde, pero cualquier hombre que sirviera allí era un veterano de más de una batalla, y la mirada que dirigieron a los tres recién llegados tras las barras de la visera del yelmo era dura.
Lan desmontó e hizo una reverencia, no muy marcada, a la par que se tocaba la frente, el corazón y la empuñadura de la espada.
—Soy Lan Mandragoran —dijo. Nada más.
La postura tensa de los guardias se aflojó al oír el nombre, pero no se apartaron. Después de todo, cualquier hombre podía presentarse con el nombre que quisiera. Uno de ellos salió corriendo y regresó al cabo de poco con un oficial de pelo canoso que llevaba el yelmo con penacho rojo apoyado en la cadera. Jurad Shiman era un veterano combatiente que había cabalgado con Lan por el sur durante un tiempo, y en su cara alargada apareció una sonrisa.
—Sed bienvenido, al’Lan Mandragoran —dijo, e hizo una reverencia a Lan mucho más profunda que en visitas anteriores—. ¡Tai’shar Malkier! —Oh, sí. Si Edeyn no estaba allí en ese momento, había estado.
Llevando de las riendas al caballo, Lan siguió a Jurad a través del arco rojo hacia los lisos adoquines del Patio de Visitas; se sentía como si debiera ir con la espada empuñada y la armadura puesta, y tenía la impresión de que las balconadas de piedra calada que se asomaban al amplio patio eran apostaderos de arqueros. Absurdo, por supuesto. Aquellas balconadas abiertas, como encaje de piedra, ofrecían escaso escondite a cualquiera. Se usaban para ver a los recién llegados en acontecimientos o celebraciones, no como defensas. Ningún enemigo había traspasado jamás la segunda muralla, y si los trollocs consiguieran llegar hasta allí en algún momento, es que todo estaba perdido. Aun así, cabía la posibilidad de que Edeyn se encontrara en palacio y Lan no podía librarse de la sensación de dirigirse a un campo de batalla.
Mozos de cuadra con uniformes rojos y verdes y el Caballo Rojo bordado en un hombro acudieron presurosos para ocuparse de los caballos, y otros hombres y mujeres se encargaron de llevarse el contenido de los cestos del albardón y de conducir a los tres hombres a los alojamientos acordes con su posición. La shatayan del palacio en persona se ocupó de conducirlos. Era una mujer de aire regio que mantenía la espalda muy derecha, con el cabello canoso peinado en un prieto moño bajo. El aro de llaves plateado que colgaba de su cinturón proclamaba que la señora Romera estaba a cargo de toda la servidumbre de palacio, pero una shatayan era algo más que una criada. Por lo general, sólo los gobernantes coronados esperarían ser recibidos en las puertas por la shatayan. Lan estaba nadando en un mar de expectativas de otras personas, y en esas aguas la gente solía ahogarse.
Fue a ver las habitaciones de Bukama y de Ryne y expresó su complacencia a la señora Romera, no porque hubiese temido que les dieran algo inapropiado, sino porque era preciso que se ocupara del bienestar de sus hombres antes que del suyo propio. Ryne tenía una expresión agria, pero ciertamente no habría esperado que le dieran algo mejor que ese pequeño cuarto en uno de los barracones de piedra de palacio, al igual que a Bukama. Por lo menos tenía una habitación para él solo, la de un alférez, con una estufa de azulejos construida debajo de la cama. Los soldados rasos dormían diez en cada habitación y, que recordara Lan, se pasaban la mitad del invierno discutiendo por ver quién ocupaba las camas más cercanas a la chimenea.
Bukama se instaló de muy buen grado, alegre —bueno, lo que en él podía considerarse «alegre», es decir, que el perenne ceño casi había desaparecido— y hablando de fumar unas cuantas pipas con unos hombres junto a los que había combatido, y Ryne pareció recobrar la compostura enseguida. En cualquier caso, para cuando Lan se marchó en pos de la señora Romera, Ryne preguntaba a los soldados si había chicas guapas entre la servidumbre y cómo podía conseguir que le limpiaran y plancharan la ropa. Le interesaba su apariencia —sobre todo habiendo mujeres, fueran jóvenes o viejas— casi tanto como a las propias mujeres. A lo mejor su gesto agrio se debía a haber tenido que presentarse con las ropas sucias del viaje ante la shatayan y las criadas.
Para gran alivio de Lan, no le dieron los aposentos de un monarca en visita a pesar de que lo escoltara la shatayan. Las tres piezas eran espaciosas, con tapices de seda en las paredes azules y una ancha cornisa bordeando el alto techo y trabajada a semejanza de montañas estilizadas; los sólidos muebles tenían una talla sencilla y apenas dorada. El dormitorio contaba con un pequeño balcón que se asomaba a uno de los jardines de palacio, y el lecho, con colchón de plumas, era tan ancho que habrían podido dormir cuatro o cinco personas en él. Todo era adecuado a su posición y le dio las gracias a la señora Romera quizás un poco más efusivamente de lo debido, ya que la mujer sonrió, gesto que le marcó arrugas en el rabillo de los ojos color avellana.
—Nadie sabe lo que nos depara el futuro, milord —dijo—, pero sabemos quién sois. —Y entonces le hizo una ligera reverencia antes de marcharse. Una reverencia. Asombroso. Dijera lo que dijese, la shatayan también tenía expectativas sobre el futuro.
Además de procurarle aposentos, pusieron a su servicio a dos mujeres de cara cuadrada, Anya y Esne, que empezaron a colocar sus exiguas pertenencias en el armario, y a un muchacho desgarbado, llamado Bulen, para que le hiciera los recados. El chico miró el yelmo, el peto y el espaldar de Lan boquiabierto antes de colocarlos en la percha lacada en negro que había junto a la puerta, aunque allí debía de haber visto corazas semejantes muchas veces.
—¿Está su majestad en palacio? —preguntó cortésmente Lan.
—No, milord —contestó Anya, que miró ceñuda la chaqueta manchada de sangre y, dando un suspiro, la dejó aparte.
Era la mayor de las dos y tenía el cabello canoso; Lan pensó que quizás era madre de Esne. No había suspirado por la sangre —debía de estar muy acostumbrada a eso—, sino por la dificultad de limpiar la prenda. Con suerte, se la devolverían limpia y remendada. Hasta donde fuera posible, claro.
—La reina Ethenielle viaja con su séquito por el interior del país —añadió la mujer.
—¿Y el príncipe Brys? —Sabía la respuesta a eso; Ethenielle y su consorte, Brys, saldrían juntos de la ciudad sólo en tiempos de guerra, pero había que cumplir con la etiqueta.
Bulen se quedó boquiabierto ante la sugerencia de que el príncipe consorte pudiera hallarse ausente, pero no se podía esperar que un chico de recados conociera ya todas las costumbres de la corte. Sin embargo, a Anya no la habrían puesto al servicio de Lan de no estar completamente versada en el tema.
—Oh, sí, milord —dijo. Levantó la camisa manchada de negro y meneó la cabeza antes de dejar la prenda aparte, aunque no con la chaqueta. Por lo visto, la camisa era una causa perdida. Casi toda la ropa de Lan le hizo menear la cabeza, hasta las que guardaba en el armario. La mayor parte estaba muy usada.
—¿Hay visitas importantes? —Ésa era la pregunta que lo tenía tan desazonado como las picaduras de las moscas negras y de las hormigas.
Anya y Esne intercambiaron una mirada.
—Sólo una realmente importante, milord —contestó la mujer mayor, que dobló una camisa y la guardó en el armario, demorando el resto de la respuesta—. Lady Edeyn Arrel. —Las dos mujeres compartieron una sonrisa que consiguió que el parecido entre ambas fuera mayor. Ni que decir tiene que sabían desde el principio lo que realmente quería saber, pero ello no les daba derecho a sonreírse como tontas.
Mientras que Bulen le lustraba las botas, que tanto lo necesitaban, Lan se lavó de arriba abajo —en el lavabo, en vez de esperar a que se trajera una tina— y se untó en las ronchas un ungüento que Anya mandó traer a Esne, pero dejó que las mujeres lo vistieran. Que fueran criadas no era razón para insultarlas. Tenía una camisa de seda blanca que no estaba muy sobada, un par de pantalones en seda negra que casi parecían nuevos y una buena chaqueta de seda negra con bordados en las mangas de capullos de rosa dorados con sus afiladas espinas. Capullos de rosa por el dolor de la pérdida y el recuerdo. Muy apropiado. Las botas brillaban con un lustre que Lan no esperaba que Bulen fuera capaz de sacarles. Estaba todo lo bien armado que era posible. Con la espada en la mano había poco que pudiera temer, pero las armas de Edeyn no serían de acero. Y tenía poca experiencia en la clase de batalla que había de dirimir ahora.
Tras dar un marco de plata a Anya y a Esne, y un céntimo de plata a Bulen —la señora Romera se habría ofendido si le hubiese ofrecido dinero, pero los criados de un visitante esperaban una dádiva el primer día y el último—, envió al chico a comprobar que en los establos habían seguido sus instrucciones respecto a Gato Danzarín y mandó a las mujeres a la antesala para guardar su puerta. Después se sentó a esperar. Sus encuentros con Edeyn debían de ser en público, con tanta gente alrededor como fuera posible. En privado todas las ventajas eran para la carneira de un hombre.
De pronto, se encontró pensando adónde habría ido Alys, qué sería lo que buscaba de él y de los otros, e intentó quitársela de la cabeza. Aun estando ausente, esa mujer era como tener una cardencha metida en la espalda. En una de las mesas auxiliares había una jarra alta de plata con té que seguramente estaría aromatizado con bayas y menta, y otra con vino, pero Lan no probó ninguna de las dos cosas. No tenía sed y necesitaba la cabeza bien despejada para vérselas con Edeyn. Mientras esperaba, asumió el ko’di y permaneció sentado en el vacío sin emociones. Siempre era mejor entrar en batalla sin tener el ánimo alterado.
En un período de tiempo increíblemente corto, Anya volvió a entrar y cerró la puerta tras ella.
—Milord, lady Edeyn solicita vuestra presencia en sus aposentos. —El tono de voz, absolutamente neutro; el semblante tan inexpresivo como el de una Aes Sedai.
—Decidle al mensajero que todavía no me he recuperado del viaje —contestó.
Anya hizo una reverencia; parecía decepcionada por la respuesta.
La cortesía exigía que se le diera tiempo para descansar, todo el que necesitara; pero, en menos de media hora según el reloj dorado de bola que había sobre la repisa de la chimenea, Anya entró de nuevo con una carta que llevaba el sello de una leona en cera azul. Una leona agazapada, lista para saltar. Era el emblema personal de Edeyn, y digno de ella. Lan lo rompió de mala gana. Era una misiva corta.
Ven a mí, dulzura mía. Ven a mí ya.
No llevaba firma, pero no habría hecho falta aunque el sello de cera no tuviera ninguna marca. Su compleja letra le era tan familiar como la suya propia, mucho más simple. La carta era muy propia de Edeyn. Imperativa. Edeyn había nacido para ser reina y lo sabía.
Entregó la hoja a las llamas de la chimenea. Ahora sí que no cupo duda alguna sobre la decepción de Anya. Luz, esa mujer estaba para servirle, pero Edeyn ya tenía una aliada en ella, si lo sabía. Y seguramente lo sabía. Tenía facilidad para enterarse de lo que podía serle de utilidad.
No llegaron más llamadas de Edeyn; pero, cuando el reloj de bola tocó los tres cuartos, la señora Romera apareció.
—Milord, ¿os sentís descansado ya para que os reciba el príncipe consorte?
Por fin. Era un honor que lo condujera ella en persona, pero los de fuera necesitaban un guía para desplazarse de un lado a otro de palacio. Él había estado allí muchas veces y aun así todavía se perdía de vez en cuando. Había dejado la espada en la percha lacada en negro, junto a la puerta. Allí no le serviría de nada, además de ser un insulto para Brys si la llevara, ya que indicaría que creía que necesitaba protegerse. Cosa que era cierta, sólo que no con un acero.
Había esperado una reunión privada en primer lugar, pero la señora Romera lo llevó a un gran salón con cúpula en el centro del alto techo, pintada a semejanza del cielo y sostenida por finas columnas estriadas; el salón estaba lleno de gente y el murmullo de las conversaciones cesó en el momento en que se reparó en su llegada. Sirvientes uniformados que caminaban silenciosos se movían entre la muchedumbre ofreciendo vino con especias a lores y damas kandoreses vestidos de seda bordada con los emblemas de sus casas, y a personas con finas ropas de paño que lucían las insignias de los gremios más importantes. Y también otros. Lan vio hombres con chaquetas largas que llevaban el hadori, hombres que él sabía que no se lo ponían desde hacía diez años o más. Mujeres con el cabello todavía a la altura de los hombros y más corto lucían el pequeño punto del ki’sain pintado en la frente. Esos hombres y mujeres que habían decidido recordar a Malkier se inclinaron cuando apareció él y le hicieron reverencias profundas. Observaron cómo la shatayan lo presentaba a Brys, cual halcones que acechan un ratón de campo. Quizá no tendría que haber ido allí, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse de su decisión. No le quedaba más opción que seguir adelante, le aguardara lo que le aguardase al final.
El príncipe Brys era un hombre de edad mediana, bajo y fornido, duro como si estuviera tallado en piedra, que parecía más acorde para vestir armadura que aquel ropaje de seda verde trabajado con hilos de oro, aunque en realidad estaba acostumbrado a las dos cosas. Brys era el Portador de la Espada de Ethenielle y tenía una sólida reputación como general. Tomó a Lan de los hombros para impedir que éste se inclinara ante él.
—Sobran las reverencias con un hombre que me ha salvado la vida dos veces en La Llaga, Lan. —Se echó a reír.
—Y dos veces salvasteis vos la mía. Estamos en paz, no hay deudas de honor entre nosotros —respondió Lan.
—Puede ser, puede ser. Pero vuestra llegada parece haber transmitido parte de vuestra suerte a Diryk. Esta mañana se cayó desde un balcón, sus buenos quince metros hasta el pavimento, y no se rompió un solo hueso. —Llamó con un ademán a su segundo hijo, un chico de ocho años, guapo, de ojos oscuros, que vestía una chaqueta como la suya. El muchacho se adelantó. Tenía una enorme contusión a un lado de la cabeza y se movía con cierta rigidez, producto de otras magulladuras, pero hizo una reverencia formal, sólo malograda en cierto modo por su sonrisa de oreja a oreja—. Tendría que estar dando clases —confió Brys—, pero estaba tan ansioso de conoceros que se le habría olvidado escribir y se habría cortado con la espada.
El chico frunció el entrecejo y protestó que jamás se cortaría. Lan correspondió a la reverencia del muchachito con igual formalidad, pero el chico olvidó de golpe todo protocolo.
—Dicen que habéis combatido a los Aiel en el sur y en las Marcas Shienarianas, milord —dijo—. ¿Es cierto? ¿De verdad miden tres metros? ¿Realmente se velan el rostro antes de matar? ¿Se comen a sus muertos? ¿De verdad la Torre Blanca es más alta que una montaña?
—Dale tiempo para contestar, Diryk —lo reprendió Brys, pero una risa divertida mandó al garete su fingida severidad. El chico se sonrojó, azorado, pero aun así le dirigió una sonrisa cariñosa a su padre, que le revolvió el cabello.
—Recordad lo que es tener ocho años, Brys —intervino Lan—. Dejadlo que demuestre su entusiasmo. —En su caso, tener ocho años había significado aprender el ko’di y descubrir lo que se encontraría cuando entrara en La Llaga por primera vez; aprender a matar utilizando manos y pies. Que Diryk disfrutara de una infancia más feliz que la suya hasta que tuviera que pensar en la muerte como algo demasiado inmediato.
Las palabras de Lan desataron otro torrente de preguntas de Diryk, aunque esta vez esperó a que se le respondieran. De darle pie, el chico le habría exprimido hasta la última gota de información sobre los Aiel y sobre las maravillas de las grandes urbes del sur, como Tar Valon y Far Madding. Seguramente, no habría creído que Chachin era tan grande como cualquiera de ellas. Finalmente, su padre le puso freno.
—Lord Mandragoran satisfará tu curiosidad después, pero ahora tiene que hablar con otras personas —le dijo al chico—. Ve con la señora Tuval y con tus libros.
Lan tuvo la impresión de que todo el mundo contenía la respiración, expectante, mientras Brys lo acompañaba a través del suelo de baldosas rojas y blancas.
Edeyn seguía exactamente igual a como la recordaba. Oh, sí, tenía diez años más, alguna que otra pincelada blanca en las sienes y unas finas arrugas en el rabillo de los ojos, pero los grandes ojos oscuros lo apresaron. Su ki’sain todavía era del color blanco de una viuda y el cabello aún le caía hasta más abajo de la cintura en una cascada de negras ondas. Lucía un vestido de seda rojo, al estilo domani, ajustado y algo transparente. Estaba bellísima, pero ni siquiera ella podía hacer nada allí. Lan le ofreció una reverencia con aire sosegado. Durante un instante la mujer se limitó a mirarlo fría y pensativamente.
—Habría sido más… fácil si hubieses acudido a mi llamada —murmuró, al parecer sin importarle que Brys la oyera. Y entonces, inesperadamente, se postró de rodillas con gesto grácil y lo tomó de las manos—. Por la Luz —entonó con voz clara y fuerte—, yo, Edeyn ti Gemallen Arrel, juro fidelidad a al’Lan Mandragoran, Señor de las Siete Torres, Señor de los Lagos y legítima Espada de Malkier. ¡Que cercene la Sombra!
Hasta Brys se había quedado estupefacto. Hubo un momento de silencio mientras la mujer le besaba los dedos a Lan, y después estallaron los vítores por doquier. Sonaron gritos de «¡La Grulla Dorada!», e incluso «¡Kandor cabalga con Malkier!».
El ruido lo hizo reaccionar y soltó las manos para poner de pie a Edeyn.
—Milady, no hay rey de Malkier —dijo en voz baja pero tensa—. Los Grandes Señores no han emitido el voto de los cetros.
Ella le puso la mano en los labios; una mano cálida.
—Tres de los cinco que sobreviven se encuentran en este salón, Lan. ¿Les preguntamos cuál será su voto? Lo que ha de ser, será. —Dicho esto volvió a unirse a la multitud de los que se arremolinaban a su alrededor para felicitarlo e incluso jurarle fidelidad si los hubiese dejado.
Brys lo rescató y lo llevó a un largo mirador con balaustradas de piedra que se asomaba sesenta metros por encima de los tejados. En palacio se sabía que era el lugar al que iba Brys cuando quería estar solo o mantener una reunión en privado, de modo que nadie los siguió. El único acceso era una puerta, y al no dar allí ninguna ventana tampoco llegaba ningún ruido del palacio.
—Si hubiese sabido que se proponía hacer eso, no la habría acogido. Si queréis, le haré saber que no es bienvenida. No me miréis así, hombre. Conozco suficientemente las costumbres malkieri para no insultarla. Os tiene bien pillado en una situación en la que a buen seguro jamás os habríais metido por decisión propia. —Brys sabía menos de lo que pensaba. Por delicadas que fueran las palabras empleadas, decirle que su presencia no era grata sería un terrible insulto.
—«Hasta las montañas se desgastan con el tiempo» —citó Lan. Ahora ya no sabía si podría escaparse de conducir hombres a La Llaga. Ni si quería evitarlo. Todos aquellos hombres y mujeres con Malkier viva en la memoria. Malkier merecía ser recordada, mas ¿a qué precio?
—¿Qué vais a hacer? —Una pregunta sencilla planteada de un modo sencillo, pero muy difícil de contestar.
—No lo sé. —Ella sólo había ganado una escaramuza, pero la facilidad con que lo había conseguido lo tenía atónito. Formidable oponente, esa mujer que llevaba prendida en el pelo parte de su alma.
El resto de la conversación se limitó a una tranquila charla sobre cacerías, bandidos y si el recrudecimiento de la lucha en La Llaga durante el último año se apaciguaría pronto. Brys lamentaba haber retirado su ejército de la guerra contra los Aiel, pero no había tenido alternativa. Comentaron los rumores sobre un hombre que encauzaba —y al que cada hablilla lo situaba en un lugar distinto, por lo que Brys, coincidiendo con Lan, pensaba que era otro «hombre del saco» producto de un bulo— y hablaron de la presencia de Aes Sedai, las cuales parecían estar por todas partes sin que nadie supiera la razón. Ethenielle le había contado en una carta que en un pueblo por el que habían pasado dos hermanas habían capturado a una mujer que se hacía pasar por Aes Sedai. La mujer encauzaba, pero eso no le había servido de nada. Las dos Aes Sedai verdaderas la llevaron por todo el pueblo azotándola y obligándola a confesar su delito a todos cuantos vivían allí. Después, una de las hermanas se la había llevado a Tar Valon para que recibiera su verdadero castigo, fuera cual fuese. Lan se sorprendió deseando para sus adentros que Alys no hubiera mentido respecto a ser Aes Sedai, aunque no entendía qué demonios le importaba eso a él.
Había confiado en evitar a Edeyn el resto del día; pero, cuando lo condujeron de vuelta a sus aposentos —en esta ocasión, un criado—, la mujer se encontraba allí esperándolo, sentada lánguidamente en uno de los sillones de la sala de estar. A los criados de Lan no se los veía por ningún sitio. Por lo visto Anya era realmente aliada de Edeyn.
—Siento decir que ya no eres hermoso, dulzura mía —manifestó cuando Lan entró—. Hasta creo posible que te vuelvas feo con el paso de los años. Pero siempre me gustaron tus ojos más que tu cara. —La sonrisa se tornó seductora—. Y tus manos.
Él se había parado en la puerta, sin soltar el picaporte.
—Milady, no hace ni dos horas que jurasteis… —No acabó la frase.
—Obedeceré a mi rey; pero, como reza el dicho, un rey no lo es cuando está a solas con su carneira. —Se echó a reír; fue un sonido… voluptuoso—. He traído tu daori. Tráemelo.
En contra de su voluntad, los ojos de Lan siguieron la mirada de la mujer hacia una caja lacada que había encima de una mesita junto a la puerta. Levantar la tapa le costó tanto esfuerzo como levantar una roca. Enroscado en el interior yacía un largo cordón tejido con pelo. Recordaba cada instante de la mañana siguiente a su primera noche juntos, cuando Edeyn lo llevó a los aposentos de las mujeres del palacio real de Fal Moran y dejó que damas y criadas vieran cómo le cortaba el cabello a la altura de los hombros. Incluso les explicó lo que significaba. A todas les había hecho gracia y gastaron bromas mientras él se sentaba a los pies de Edeyn para tejerle el daori. Edeyn seguía las costumbres, pero a su manera. El cabello tenía un tacto suave y flexible; debía de haberlo frotado con lociones a diario.
Cruzó despacio la sala, se arrodilló frente a ella y le tendió el daori que sostenía entre las manos.
—En prenda de todo lo que os debo, Edeyn, por siempre jamás. —En su voz no había el fervor de aquella mañana, pero sin duda ella lo comprendía.
Edeyn no tomó el cordón, sino que lo observó escrutadoramente como haría una leona con un cervato.
—Sabía que no habías estado ausente tanto tiempo como para olvidar nuestras costumbres —dijo finalmente—. Ven.
Se puso de pie, lo agarró por la muñeca y tiró de él hacia las puertas que daban al balcón desde el que se veía el jardín nueve metros más abajo. Dos criados echaban agua con cubos en algunas plantas, y una mujer joven paseaba por un sendero de pizarra; el vestido azul que llevaba era tan radiante como cualquiera de las flores tempranas que crecían bajo los árboles.
—Mi hija, Iselle. —Durante un instante el orgullo y el cariño dieron un timbre cálido a su voz—. ¿La recuerdas? Tiene diecisiete años. Todavía no ha elegido a su carneira. —A los muchachos los escogían sus carneira; las muchachas elegían al suyo—. Aunque, de todos modos, creo que es hora de que se case.
Lan recordaba vagamente a una pequeña que siempre tenía a la servidumbre corriendo, la flor del corazón de su madre, pero por aquel entonces él sólo pensaba en Edeyn. Luz, todavía ocupaba sus pensamientos del mismo modo que el aroma de su perfume le inundaba las fosas nasales. El aroma a ella.
—Estoy seguro de que es tan bella como su madre —dijo cortésmente. Apretó el daori entre los dedos. Ella tenía demasiadas ventajas, todas las ventajas, mientras él lo sostuviera en las manos, pero la mujer no se lo había cogido—. Edeyn, tenemos que hablar.
—También es hora de que tú te cases, dulzura mía —siguió la mujer sin hacer caso a sus palabras—. Puesto que ninguna mujer de tu familia vive, me corresponde a mí concertarlo. —Esbozó una cálida sonrisa al mirar a la muchacha del jardín; la sonrisa amorosa de una madre.
Lo que apuntaban sus palabras hizo que Lan diera un respingo. Al principio no pudo creerlo.
—¿Iselle? —preguntó con voz ronca—. ¿Vuestra hija? —Puede que siguiera las costumbres a su modo, pero eso sería escandaloso—. No voy a dejarme enredar en algo tan vergonzoso, Edeyn. Ni por vos ni por esto. —Sacudió el daori frente a la mujer, pero ella se limitó a mirarlo y a sonreír.
—Pues claro que nadie te va a enredar, dulzura mía. Eres un hombre, no un muchachito. Pero respetas las costumbres —dijo cavilosa mientras pasaba un dedo por el cordón de pelo que temblaba entre las manos de Lan—. Quizá sí hace falta que hablemos.
Sin embargo, fue a la cama donde lo llevó. Cuando menos, allí recuperaría parte del terreno perdido, tanto si ella tomaba el daori de sus manos como si no. Por muy leona que fuese, él era un hombre, no un cervato. No se sorprendió cuando, en lugar de cogerlo, le dijo que podía soltar el cordón para ayudarla a desnudarse. Edeyn nunca renunciaría a todas sus ventajas. No lo haría hasta que le presentara su daori a su prometida el día de su boda. Y Lan no veía el modo de impedir que esa novia fuera Iselle.