Algunos trucos del poder
Lan sabía que el viaje a Chachin sería de los que no se olvidan, y sus expectativas se cumplieron. Dejando atrás caravanas de mercaderes, cabalgaron de firme, sin detenerse mucho tiempo en ningún pueblo y durmiendo bajo las estrellas la mayor parte de las noches dado que ninguno tenía dinero para posadas al ser cuatro personas con sus respectivas monturas. Tuvieron que conformarse con establos y pajares; cuando los había allí donde paraban al caer la noche. En muchas de las colinas que flanqueaban la calzada no había pueblos ni granjas, sólo enormes robles y cipreses, pinos y abetos, con algunas hayas y tupelos dispersos aquí y allí. En las Tierras Fronterizas no existían las alquerías aisladas; antes o después, cualquier granja solitaria acababa convirtiéndose en un cementerio.
Alys seguía buscando a la tal Sahera en todas las poblaciones por las que pasaban, aunque se callaba cada vez que Lan o cualquiera de ellos se acercaba y les asestaba una mirada gélida hasta que se alejaban. Esa mujer siempre tenía a punto una expresión glacial en la mirada. Cuando menos, para él. Ryne estaba pendiente de ella siempre y la contemplaba con los ojos muy abiertos, le llevaba cosas, corría a complacerla y le decía cumplidos como un cortesano atado a una correa, aunque todavía saltaba alternativamente del embeleso al temor, y ella aceptaba su sumisión y sus elogios por igual como algo a lo que tenía derecho, en tanto que le reía las ocurrencias.
Tampoco es que sólo se centrara en él. Rara vez dejaba pasar una hora sin hacer preguntas dirigidas a cada uno de ellos por turno hasta dar la sensación de que quería saber la historia completa de sus vidas. Era como un enjambre de moscas negras de cultivos, que por muchas que uno matara a manotazos siempre quedaban más para picarlo. Hasta Ryne era lo bastante sensato para soslayar ese tipo de interrogatorio. El pasado de un hombre le pertenecía a él y a la gente que lo había compartido con él, no era un asunto del que chismorrear con una mujer curiosa. A pesar de las preguntas, Bukama seguía machacando con lo mismo; día y noche, un comentario sí y otro no que salía de su boca estaba relacionado con la promesa. Lan empezó a pensar que el único modo de que su amigo se callara sería prometer que de ningún modo empeñaría su palabra con esa mujer.
En dos ocasiones unos negros nubarrones entraron desde La Llaga y descargaron aguaceros torrenciales de lluvia helada mezclada con granizos tan grandes como para partirle la cabeza a un hombre. Las peores tormentas de primavera procedían de La Llaga. Cuando la primera de esas nubadas oscureció el cielo por el norte, Lan empezó a buscar un sitio donde las copas de los árboles fueran lo bastante densas para ofrecer algo de refugio, tal vez con la ayuda de mantas extendidas sobre ellos.
—No es necesario parar, maese Lan —dijo fríamente Alys al comprender sus intenciones—. Estáis bajo mi protección.
Lan, que albergaba serias dudas sobre eso, seguía buscando refugio cuando la tormenta estalló. Las chispas eléctricas blancoazuladas surcaban un cielo en el que de repente parecía haberse hecho la noche, y los truenos retumbaban ensordecedores como monstruosos timbales sobre sus cabezas, pero la lluvia torrencial caía a cántaros sobre una cúpula invisible que se desplazaba con las monturas, y los granizos rebotaban en ella en medio de un inquietante silencio, como si no hubiesen chocado contra nada. Alys llevó a cabo el mismo servicio en la segunda tormenta, y en ambas ocasiones pareció sorprendida de que le dieran las gracias. En una buena imitación de la expresión serena Aes Sedai, el gesto calmo de su semblante rara vez se alteraba, pero en los ojos asomaba algo chispeante. Una mujer extraña.
Avistaron bandidos, como habían apuntado los rumores; por lo general eran grupos de diez o doce hombres con ropas toscas que calculaban las probabilidades contra tres que ya llevaban encajadas las flechas en los arcos y volvían a desaparecer en la espesura antes de que Lan y los demás hubiesen llegado a su posición. Bukama o él los perseguían siempre hasta una distancia suficiente para tener la certeza de que se habían marchado realmente, en tanto que los otros dos se quedaban protegiendo a Alys. Habría sido estúpido meterse de cabeza en una emboscada que pudiera estar esperándolos.
En la siguiente jornada, el mediodía los sorprendió cabalgando a través de colinas densamente arboladas por una calzada que aparecía desierta hasta donde alcanzaba la vista en una y otra dirección. El cielo estaba despejado salvo unas pocas nubes blancas dispersas, a gran altura, y el único sonido era el de los cascos de sus monturas y el charloteo de las ardillas en las ramas de los árboles. De repente, salieron jinetes de los árboles a ambos lados de la calzada, alrededor de treinta pasos más adelante. Eran unos veinte tipos desaliñados que formaron una línea para bloquear la calzada, y el retumbo de cascos indicaba que había otros detrás.
Lan soltó las riendas sobre la perilla de la silla y cogió dos flechas, que sujetó entre los dedos mientras apuntaba con la que ya estaba tensa en el arco. Dudaba de que le diese tiempo a hacer un segundo disparo, pero siempre había una posibilidad. Tres de los hombres que había delante llevaban sobre las sucias chaquetas petos con abolladuras y marcas de óxido, y uno se cubría con un yelmo de visera manchado de herrumbre. Ninguno tenía arco, pero eso cambiaba en poco las cosas.
—Veintitrés detrás, a treinta pasos —informó Bukama—. Sin arcos. A tu señal.
Tanto daba, considerando que era una banda lo bastante numerosa para atacar casi cualquier caravana de mercaderes. Aun así, no disparó la flecha. Mientras los hombres se limitaran a seguir plantados en los caballos, existía una posibilidad. Una muy pequeña. A menudo, vivir o morir dependía de pequeñas posibilidades.
—No nos precipitemos —dijo el hombre del yelmo mientras se lo quitaba y dejaba a la vista una cara alargada y sucia que no había visto la cuchilla de afeitar desde hacía una semana, enmarcada por un cabello canoso y grasiento. La amplia sonrisa ponía de manifiesto dos mellas en la dentadura—. Podréis matarnos a dos o tres antes de que acabemos con vosotros, pero no hace falta que lleguemos a eso. Nos dais el dinero y las joyas de la bella dama y podréis seguir camino. Las damas guapas vestidas con seda y pieles siempre llevan montones de joyas, ¿eh? —Su mirada se desvió de Lan para posarse en Alys sin borrar la sonrisa que quizá consideraba amistosa.
La oferta no era en absoluto tentadora. Esos tipos querían evitar bajas en sus filas si era posible, pero rendirse significaba que Bukama, Ryne y él acabarían degollados. Seguramente tenían intención de dejar vivir a Alys hasta que decidieran que representaba un peligro. Si tuviera algún truco del Poder en la manga, ojalá que lo…
—¿Osáis cerrar el paso a una Aes Sedai? —bramó la mujer con voz de trueno; literalmente. Algunos caballos de los asaltantes resoplaron y corcovaron. Gato Danzarín, que sabía lo que las riendas sueltas significaba, permaneció inmóvil y a la espera de sentir la presión de rodillas y talones—. ¡Rendíos o afrontad mi ira! —Y un rojo fuego estalló con un rugiente fragor sobre las cabezas de los bandidos, lo que ocasionó que más monturas se encabritaran y tiraran a dos jinetes poco diestros.
—Te dije que era una Aes Sedai, Coy —gimió un tipo gordo y calvo que llevaba un peto demasiado pequeño para él—. ¿No fue eso lo que dije, Coy? Una Verde con sus tres Guardianes, dije.
El hombre delgado le atizó un revés en la cara sin quitar los ojos de Lan. O, más bien, de Alys, que estaba detrás de él.
—Dejaos de monsergas de rendiciones. Seguimos siendo cincuenta contra cuatro. Antes de vernos con la soga al cuello correremos el riesgo de averiguar a cuántos matáis antes de que acabemos con vosotros.
—Muy bien —dijo Lan—. Pero si para cuando haya contado diez todavía tengo a la vista a alguno de vosotros, lo comprobaremos. —Sin más, empezó a contar en voz alta.
Los bandidos no esperaron a que llegase a dos para emprender galope de vuelta al bosque; a la cuenta de cuatro, los dos que estaban desmontados dejaron de intentar subirse a sus encabritadas monturas y salieron pitando a pie lo más rápido posible. No era menester perseguirlos. Dadas las circunstancias, aquél era el mejor final que podían esperar. Sólo que Alys no lo veía del mismo modo.
—No teníais derecho a dejarlos escapar —afirmó indignada; la cólera se reflejaba en sus ojos, que parecían querer atravesarlos con la mirada. Hizo dar media vuelta a la yegua para asegurarse de que todos recibieran su parte—. Si hubiesen atacado, habría utilizado el Poder contra ellos. ¿A cuánta gente han robado y asesinado? ¿A cuántas mujeres han violado? ¿A cuántos niños han dejado huérfanos? Tendríamos que habernos enfrentado a esos bandidos y haber conducido a los supervivientes ante el magistrado que hubiese más cerca.
Lan, Bukama y Ryne se turnaron para intentar convencerla de lo improbable que era que cualquiera de ellos cuatro estuviera entre los supervivientes —los bandidos habrían luchado con saña para no ir a la horca, y el número de efectivos contaba—, pero de hecho ella parecía creer que habría sido capaz de derrotar por sí sola a la casi totalidad de los cincuenta bandidos. Qué mujer tan extraña.
Si los incidentes se hubiesen limitado a las tormentas y los asaltantes, nada de ello habría sido de extrañar en un viaje. Hasta la estupidez de Ryne y las quejas de Bukama se podían tomar como algo dado por hecho. Pero Alys era ciega y sorda para muchas cosas, y allí radicaba la diferencia.
La primera noche Lan se había sentado en la tierra mojada para hacerle saber que aceptaba lo que le había hecho. Si iban a viajar juntos, mejor acabar con el honor parejo, según lo entendía ella. Sólo que no fue así. La segunda noche permaneció despierta hasta el alba y se aseguró de que él tampoco durmiera con secos golpes de un azote invisible cada vez que el sueño lo podía. La tercera noche se le metió dentro de la ropa y de las botas una gruesa capa de tierra a saber cómo. Se había sacudido lo que había podido y al día siguiente, al no tener agua para lavarse, tuvo que cabalgar lleno de tierra. La noche siguiente al incidente de los bandidos… No entendía cómo se las había arreglado para conseguir que las hormigas se le metieran en la ropa interior o para que le picaran todas a la vez. Había sido obra de ella, de eso no le cabía duda. La encontró de pie junto a él cuando abrió los ojos de golpe, y pareció sorprenderle que no gritara.
Obviamente, quería obtener algún tipo de respuesta, de reacción, pero Lan no sabía cuál. Si pensaba que no se había desquitado suficientemente por el remojón en el estanque, entonces es que era muy intransigente; una mujer estaba en su derecho de poner el precio por el insulto o el daño recibido, pero allí no había otras mujeres que frenaran el asunto si excedía los límites de lo que consideraran justo. Lo único que podía hacer era aguantar hasta llegar a Chachin. A la noche siguiente Alys encontró cerca del campamento un redondel de urticanas, plantas cuyas hojas levantaban ampollas en la piel con sólo rozarlas, y, para su vergüenza, Lan estuvo a punto de perder los estribos.
No mencionó los incidentes a Bukama ni a Ryne, claro, aunque estaba seguro de que lo sabían, pero empezó a rezar para que Chachin apareciese al remontar la siguiente elevación de terreno. A lo mejor Edeyn había empleado a la mujer para vigilarlo, pero daba la impresión de que, después de todo, lo que se proponía era matarlo. Lentamente.
Moraine no entendía la tozudez de ese Lan Mandragoran, aunque Siuan decía que usar el término «tozudez» junto al de «hombres» era una redundancia. Sólo quería una muestra de arrepentimiento por tirarla al agua. Bueno, y también una disculpa. Una miserable disculpa. Y la consideración debida a una Aes Sedai. Pero ese hombre no había dado la menor señal de arrepentimiento. ¡Era la impasibilidad arrogante en persona! Y que no daba crédito a que tuviera derecho al chal resultaba tan obvio que, para el caso, tanto habría dado si lo hubiese dicho en voz alta. Una parte de Moraine admiraba su entereza, pero sólo una parte. Lo haría entrar en vereda, vaya que sí. No hasta el punto de domeñarlo completamente —un hombre sometido no era útil ni para sí mismo ni para nadie—, pero sí hasta asegurarse de que reconociera sus errores en lo más hondo de su ser.
Le dejaba los días para que reflexionara mientras planeaba qué le haría por la noche. Lo de las hormigas había sido una gran decepción. Ése era uno de los secretos del Ajah Azul, un modo de repeler insectos para hacerlos agruparse y picar o morder, si bien no estaba pensado para el uso que le había dado ella. Sin embargo, se sintió muy orgullosa con lo de las urticanas, que cuando menos lo hicieron brincar un poco y demostraron que realmente estaba hecho de carne y hueso, cosa que Moraine había empezado a dudar.
Curiosamente, que ella oyera, ninguno de los otros le dirigieron una palabra de conmiseración a pesar de que tenían que saber lo que le estaba haciendo. Si a ella no le daba quejas, a buen seguro lo haría con sus amigos; era una de las cosas para lo que servían los amigos. Sin embargo, los tres también se mostraban reticentes en otras cosas. Hasta en Cairhien la gente hablaría de sí misma un poco, y, según le habían enseñado, en las Tierras Fronterizas rechazaban el Juego de las Casas. No obstante, no revelaron casi nada sobre sí mismos ni siquiera después de echarles el cebo con relatos de incidentes de su juventud en Cairhien e incluso en la Torre Blanca. Por lo menos Ryne se reía cuando la historia era divertida —una vez que cayó en la cuenta de que se suponía que tenía que reírse, se rió—, pero Lan y Bukama parecían sentirse violentos, nada menos. Dedujo que ésa era la única emoción que dejaban ver; podrían haber enseñado a las Aes Sedai a controlar el gesto. Admitieron haber visto hermanas antes que a ella, pero cuando hurgó delicadamente para saber dónde y cuándo…
—Hay Aes Sedai en tantos sitios que resulta difícil recordarlo —contestó Lan una tarde a última hora mientras cabalgaban delante de sus propias sombras alargadas—. Será mejor que paremos en esas granjas que se ven allá delante y preguntemos si podemos alquilar el pajar para pasar la noche. No volveremos a encontrar más casas hasta bastante después de que haya oscurecido.
Muy típico de ellos. Esos tres también habrían podido enseñar a las Aes Sedai a soslayar preguntas con respuestas vagas.
Lo peor de todo era que aún no tenía ni idea de si alguno de ellos era Amigo Siniestro. Claro que tampoco tenía razones concretas para pensar que cualquiera de las hermanas que estaban en Canluum pertenecía al Ajah Negro; y, si no lo eran, entonces la visita de Ryne a Las Puertas del Cielo seguramente se había debido a un motivo puramente inocente, pero la precaución la indujo a seguir haciendo preguntas. Continuaba tejiendo salvaguardias en torno a los tres hombres todas las noches. No podía permitirse el lujo de confiar en nadie, excepto en Siuan, hasta estar segura de ellos. Y menos aún en otras Aes Sedai y en cualquier hombre que pudiera estar involucrado con ellas.
A dos días de Chachin, en un pueblo llamado Ravinda, localizó por fin a Avene Sahera, precisamente la primera mujer con la que habló en el lugar. Ravinda era un pueblo próspero, aunque mucho más pequeño que Manala, con un amplio prado de tierra prensada que hacía las veces de mercado para gentes de pueblos vecinos que iban a trocar productos alimenticios y trabajos artesanales y a comprar a los buhoneros. Dos carretas de estos últimos, con las cubiertas de lona adornadas de ollas y cacerolas, estaban rodeadas de una muchedumbre cuando Moraine y sus reticentes acompañantes llegaron esa mañana. Cada uno de los buhoneros asestaba miradas hoscas a su competidor a pesar de que la gente pedía con entusiasmo sus mercancías. Ravinda también tenía una posada en construcción, de la que ya habían levantado el segundo piso, gracias a la recompensa recibida por la señora Sahera. Pensaba llamarla La Torre Blanca.
—¿Creéis que las hermanas se opondrían? —preguntó cuando Moraine le sugirió que cambiase el nombre mientras miraba ceñuda el letrero ya tallado y pintado que colgaba encima de la puerta principal. ¡A escala, la torre dibujada habría tenido que medir más de trescientos metros! Avene era una mujer rellena y canosa que llevaba una daga de palmo y medio de largo, engastada en plata, colgada del cinturón de trabajo, y bordados amarillos que tapaban las mangas de la blusa en color rojo intenso. Al parecer, la recompensa había puesto un toque festivo para ella todos los días. Por fin meneó la cabeza—. No veo razón para que lo hicieran, milady. La Aes Sedai que anotó nuestros nombres en el campamento era muy agradable y hablaba en voz suave. —Ya aprendería cuando apareciera por allí una hermana a quien no le importara revelar quién era.
Moraine habría querido recordar qué Aceptada había anotado el nombre de Avene Sahera para decirle a esa pequeña lo que pensaba. El hijo de Avene, Migel —¡su décimo hijo!—, había nacido a casi cincuenta kilómetros del Monte del Dragón y una semana antes de que Gitara hiciera la Predicción. ¡Era intolerable ese descuido a la hora de escribir lo que a uno le decían! ¿Cuántos niños más aparecerían en la lista de su libro que hubieran nacido fuera del plazo específico de diez días?
Salieron a galope de Ravinda; la evidente complacencia de los hombres porque hubiese regresado tan pronto hizo que descargara contra ellos la gran irritación que sentía por la desconocida Aceptada. No es que lo demostraran abiertamente, pero cuando se situaron detrás de ella oyó decir a Ryne que «por lo menos esa vez se había dado prisa» en un tono poco comedido, como si no le importara que lo oyera, y Bukama masculló su acuerdo. Lan, rehuyendo su compañía de manera evidente, cabalgaba delante. A fuer de ser sincera, lo entendía, pero la ancha espalda del hombre, recta como un palo, manifestaba por sí misma un rechazo. Empezó a pensar qué podía prepararle para esa noche. Y a lo mejor también algo para los otros dos.
Durante un rato no se le ocurrió nada que superara lo que ya había hecho. Entonces una avispa la pasó zumbando cerca y Moraine siguió con la vista su vuelo hacia los árboles que flanqueaban la calzada. Avispas, claro; pero no quería matarlo.
—Maese Lan, ¿sois alérgico a las picaduras de las avispas?
Él se volvió en la silla y casi hizo dar media vuelta a su corcel; soltó un gruñido y abrió los ojos de par en par. Durante un instante, Moraine no lo entendió. Entonces vio el extremo emplumado de una flecha que le sobresalía del hombro derecho.
Sin pensarlo abrazó la Fuente y el Saidar la llenó. Era como si estuviera de nuevo en la prueba. Los tejidos se formaron con la rapidez del rayo, ante todo un campo de Aire para frenar más flechas disparadas contra Lan y después otro para ella. No habría sabido decir si los tejió en ese orden. Con el Poder hinchiéndola, se le aguzó la vista y escudriñó los árboles de donde había llegado la flecha; captó un movimiento al borde del bosque y los flujos de aire salieron disparados para atrapar al hombre que en ese momento disparaba otra vez, y la flecha ascendió en ángulo cuando el arco se le aplastó contra el cuerpo. Todo transcurrió en cuestión de segundos, desde el principio hasta el final, tan rápido como cualquier tejido que había hecho en la prueba. Justo el tiempo suficiente para que dos flechas disparadas por Ryne y por Bukama dieran en el blanco.
Con un gemido consternado, Moraine soltó las ataduras de Aire y el hombre se desplomó hacia atrás. El tipo había intentado matar, pero ella no lo había inmovilizado para que fuera ejecutado. Lo habrían ajusticiado, sí, pero después de llevarlo ante un magistrado, y le disgustaba haber tomado parte en el cumplimiento de la sentencia, sobre todo cuando ésta aún no se había dictado. A su modo de ver, le andaba cerca a usar el Saidar como arma o crear un arma para que los hombres mataran con ella. Muy, muy cerca.
Sin soltar el Saidar, se volvió hacia Lan para ofrecerle la Curación; pero, aunque la flecha le atravesaba el hombro de parte a parte, ni siquiera le dio oportunidad de hablar. Hizo volver grupas a su caballo y galopó hacia el borde de los árboles, donde desmontó y se acercó al hombre caído, seguido por Bukama y Ryne. Henchida de Poder, alcanzó a oír claramente sus voces.
—¿Caniedrin? —dijo Lan, que parecía consternado.
—¿Conoces a este tipo? —preguntó Ryne.
—¿Por qué? —bramó Bukama a la par que sonaba el ruido de una patada contra las costillas.
—Oro —dijo una voz débil y jadeante—. ¿Qué otra cosa podía ser? Sigues teniendo… la suerte del Oscuro… girándote justo en ese instante… De otro modo, esa… flecha te habría acertado… en el corazón. Él debió… advertirme que… era Aes Sedai… en lugar de limitarse a… decir que la matara primero a ella.
No bien acabó de oír esas palabras, Moraine taconeó los flancos de Flecha para salvar a galope la corta distancia y a la par que desmontaba de un salto ya preparaba el tejido de Curación.
—Sacadle las flechas —ordenó mientras corría hacia ellos, remangadas la capa y la falda para no tropezar—. Si las tiene clavadas la Curación no lo mantendrá vivo.
—¿Para qué curarlo? —inquirió Lan, que se sentó en un árbol derribado por la tormenta, cuyas raíces cubiertas de tierra se alzaban en abanico muy por encima de su cabeza—. ¿Tan ansiosa estáis de presenciar un ahorcamiento?
—Ya está muerto —intervino Ryne—. ¿Podéis curar eso? —Parecía interesado en ver si era capaz de hacerlo.
El desánimo se adueñó de Moraine. Los ojos de Caniedrin, abiertos y fijos en las ramas de los árboles, estaban vidriosos, vacía la mirada. Curiosamente, con la chaqueta arrugada y el rostro sin barba su aspecto era el de un hombre joven. Lo bastante maduro, sin embargo, para cometer un asesinato, para morir con dos flechas traspasándole el pecho. Ahora ya no podría decirle si había sido el tal Gorthanes quien le había pagado para hacer el trabajo ni dónde podía dar con ese hombre. Llevaba una aljaba casi llena colgada del cinturón, y en el suelo, a corta distancia, había dos flechas clavadas rectas en el suelo. Por lo visto estaba bastante seguro de ser capaz de matar a cuatro personas con cuatro disparos. Y lo había pensado a pesar de conocer a Lan y a Bukama. Sin duda, el hecho de conocerlos lo había inducido a desobedecer las instrucciones e intentar matar primero a Lan, que, como había debido de pensar, era el más peligroso de los cuatro.
Mientras miraba al hombre se le ocurrió que, aun estando muerto, podría revelarle algo. Usó el cuchillo para cortar las cuerdas de la bolsa que Caniedrin llevaba detrás de la aljaba y vació el contenido sobre los cortos tallos de hierba que asomaban entre el mantillo. Un peine de madera, un trozo de queso a medio comer envuelto en hilas, una navaja pequeña, un ovillo de cuerda que Moraine desenrolló para asegurarse de que no había escondido nada dentro, un pañuelo sucio y arrugado que sacudió sujetándolo con la punta del cuchillo. Había sido mucho esperar que hubiera una carta escrita por maese Gorthanes dando instrucciones de cómo encontrarlo. Cortó los cordones de la bolsa de cuero atada en el cinturón de Caniedrin y la volcó. Un puñado de monedas de plata y de cobre se desparramaron por el suelo. Y también diez coronas de oro. Vaya. El precio por su muerte en Kandor era el mismo que el de un traje de seda en Tar Valon. Eran monedas gruesas, con el Sol Naciente de Cairhien en una cara y el perfil de su tío en la otra. Una nota a pie de página adecuada para la historia de la casa Damodred.
—¿Os ha dado ahora por robar a los muertos? —preguntó Lan con aquella fría voz tan irritante. Sólo era una pregunta, no una acusación, pero aun así…
Se incorporó furiosa justo cuando Ryne partía el extremo emplumado de la flecha que atravesaba el hombro de Lan. Bukama estaba atando una tira fina de cuero detrás de la punta y, cuando el nudo estuvo prieto, se enrolló la tira en el puño y dio un brusco tirón que extrajo el resto de la flecha. Lan parpadeó. ¡Le habían sacado una flecha que le atravesaba el hombro de parte a parte y sólo parpadeaba! Ignoraba la razón de que eso la irritara, pero así era.
Ryne regresó presuroso a la calzada mientras Bukama ayudaba a Lan a quitarse la chaqueta y la camisa. Tenía un orificio fruncido en la parte delantera del hombro, y seguramente el de detrás no tendría mejor aspecto. La sangre que había ido empapando la camisa empezó a manar libremente torso abajo. Ninguno de los dos hombres pidió la Curación, y a Moraine tampoco le apetecía ofrecerla. En el cuerpo de Lan había más cicatrices de lo que cabría esperar en un hombre tan joven; unas cuantas recientes, a medio curar, estaban cosidas con puntadas oscuras y precisas. Por lo visto encrespaba a los hombres con tanta facilidad como a las mujeres. Ryne volvió con vendajes; iba mascando pan para hacer un emplasto. ¡Ninguno pensaba pedir la Curación hasta que ese hombre se muriera desangrado!
—¿Queréis que os cure? —preguntó fríamente a la par que alargaba las manos hacia la cabeza de Lan.
Él esquivó su contacto con un respingo. ¡Con un respingo!
—Podría ocurrir que pasado mañana, en Chachin, necesites el brazo derecho —masculló Bukama frotándose la parte inferior de la nariz, sin mirar a nadie.
Qué comentario tan raro. Sin embargo, Moraine sabía que preguntar a qué se refería era perder el tiempo. Al cabo de un momento Lan asintió con la cabeza y se echó hacia adelante.
Moraine le tomó la cabeza entre las manos con tanta fuerza que más pareció que lo abofeteaba y encauzó. La convulsión cuando el tejido de la Curación lo penetró, con una violenta sacudida de los brazos, se lo arrancó de las manos. Muy satisfactorio. A pesar de que sólo respiraba fuerte en lugar de jadear. Las viejas cicatrices permanecieron, las heridas a medio curar se redujeron a finas líneas sonrojadas —las puntadas exteriores, ahora sueltas, se deslizaron por los brazos y el pecho; le resultaría difícil distinguir las demás—, pero una capa de piel suave señalaba los puntos donde antes estaban los agujeros producidos por la flecha. Podría afrontar a las avispas en perfectas condiciones. Y, de ser preciso, siempre podría curarlo de nuevo después. Pero sólo si era imprescindible.
Dejaron las monedas tiradas en el suelo junto al cadáver de Caniedrin a pesar de que era obvio que a los hombres les habrían venido muy bien. No querían nada del muerto. Bukama encontró la montura de Caniedrin atada a corta distancia, entre los árboles; era un castrado castaño con los corvejones blancos, como si llevara calcetines; tenía pinta de ser veloz y de andar garboso. Lan desató la brida de la rama, la ató en la silla y después palmeó al animal en las ancas, lanzándolo a galope en dirección a Ravinda.
—Así podrá comer hasta que alguien lo encuentre —explicó al ver que Moraine observaba la marcha del caballo con el entrecejo fruncido.
Lo que en verdad lamentaba Moraine era no haber registrado las alforjas que iban detrás de la silla del castrado, pero Lan había hecho gala de un detalle de delicadeza que no habría esperado en él. Se libraría de las avispas por eso, aunque de todos modos tendría que ser algo memorable. Después de todo, sólo disponía de dos noches más para quebrantarlo. Una vez que llegaran a Chachin estaría demasiado atareada para ocuparse de Lan Mandragoran. Iba a estarlo durante un tiempo.