19

Agua de estanque

La sala común estaba vacía a esa hora, aunque el golpeteo de cazuelas y el rumor de voces que surgían por la puerta de la cocina señalaban los preparativos del desayuno. Moraine salió deprisa por la puerta lateral hacia el establo de la posada, segura de que nadie la había visto. Hasta el momento todo iba bien. El cielo empezaba a tener un color gris y el aire retenía todo el frío de la noche, pero al menos había dejado de llover. Había un tejido para evitar que la lluvia mojara, pero llamaba la atención. Se recogió la falda y la capa para que no rozaran en los charcos formados entre los adoquines y apretó el paso. Cuanto antes partiera, menos posibilidades de que alguien la viera.

Tampoco es que pudiera evitar a todo el mundo. Los goznes chirriaron ligeramente cuando abrió una de las puertas del establo para deslizarse dentro, y el mozo que hacía el turno nocturno se incorporó de un brinco de la banqueta en la que sin duda daba cabezadas con la espalda recostada contra un grueso pilar de madera. No llevaba chaqueta y era un tipo flaco, de nariz aguileña y los ojos rasgados de los saldaeninos; se pasó los dedos por el pelo en un esfuerzo inútil de arreglárselo e hizo una brusca reverencia.

—¿En qué puedo ayudaros, milady? —preguntó con voz ronca.

—Ensilla mi yegua, Kazin —dijo al tiempo que ponía una moneda de plata en la mano pronta del mozo.

Era una suerte que fuera el mismo hombre que había estado de servicio cuando llegó a la posada. Maese Helvin había escrito una descripción de Flecha en el libro del establo, que guardaban en una repisa junto a las puertas, pero Moraine dudaba mucho que Kazin supiera leer. La moneda de plata le hizo tocarse la frente con los nudillos y correr hacia la cuadra de Flecha. Seguramente recibía más monedas de cobre que otra cosa.

Lamentaba tener que dejar el caballo albardón, pero ni siquiera una estúpida noble —había oído mascullar a Kazin que sólo a una estúpida noble se le ocurría cabalgar a semejantes horas— se llevaría a un animal de carga para salir a dar un paseo a caballo de madrugada. En el mejor de los casos, correría a la posada a enterarse si había liquidado la cuenta al posadero. No sólo le había pagado los días que había estado alojada, sino una noche más, pero cabía la posibilidad de que Cadsuane hubiera prometido una recompensa a los criados para que la vigilaran. De estar en su lugar Moraine lo habría hecho. De este modo nadie sospecharía hasta que no apareciera a la noche.

Subió a la silla de arzón alto, dirigió una sonrisa al mozo —fría, por su comentario—, y salió despacio a las calles mojadas y casi desiertas. Sólo a dar un paseo, aunque fuera temprano. Parecía que iba a hacer buen día. Para empezar, tras descargar la tormenta el cielo estaba casi despejado y sólo unas cuantas nubes ocultaban las estrellas, y soplaba un ligero viento.

Las lámparas en lo alto de las paredes de todos los edificios seguían encendidas a lo largo de calles y callejones, de modo que no había sombras, pero aun así los únicos que caminaban por la ciudad eran los guardias de las patrullas de la Ronda Nocturna, equipados con yelmos, alabardas y ballestas, así como los faroleros, que también iban fuertemente armados mientras hacían la ronda para asegurarse de que no se apagara ninguna lámpara. Era increíble que la gente fuera capaz de vivir tan cerca de La Llaga como para que un Myrddraal pudiera surgir repentinamente de cualquier sombra. Tanto los guardias de la Ronda Nocturna como los faroleros la miraron sorprendidos cuando pasó a su lado. Nadie salía de noche en las Tierras Fronterizas.

Razón por la que Moraine se sorprendió al ver que no era la primera en llegar a las puertas de poniente. Sofrenó a Flecha y se quedó a bastante distancia de los tres hombres grandes que esperaban en sus caballos, con un animal de carga detrás. Ninguno llevaba yelmo ni armadura, pero todos tenían una espada a la cadera y un pesado arco de caballería, así como una aljaba repleta de flechas atada en la parte delantera de la silla. En estos parajes eran pocos los hombres que no iban armados. Los tres estaban pendientes de las puertas atrancadas y de vez en cuando intercambiaban unas palabras con los guardias. Parecían impacientes de que las abrieran y apenas miraron en su dirección. Gracias a las lámparas de las puertas se les veía claramente el rostro. Uno era un hombre mayor y otro joven, de semblante pétreo, los dos con chaqueta oscura y larga hasta la rodilla, así como un cordón de cuero tejido ceñido a la frente. ¿Malkieri? Moraine creía que era ése el significado del cordón. El tercero era un arafelino con las trenzas rematadas con campanillas y chaqueta de color amarillo oscuro, con más campanillas de adorno. Era el mismo tipo que había visto saliendo de Las Puertas del Cielo.

Para cuando el sol empezó a asomar por el horizonte y se abrieron las puertas de par en par, había varias caravanas de mercaderes que esperaban en fila para emprender la marcha. Los tres hombres fueron los primeros en cruzarlas, pero Moraine dejó que una docena de carretas altas, con cubierta de lona y tiradas por troncos de seis caballos, pasaran delante de ella antes de cruzar el puente y seguir por la calzada que atravesaba las colinas. Sin embargo, no perdió de vista a los tres hombres. Después de todo llevaban el mismo camino, de momento.

Eran buenos jinetes que apenas utilizaban las riendas para dirigir sus caballos y se movían deprisa, pero eso le venía bien a Moraine. Cuanta más distancia pusiera entre ella y Cadsuane, mejor. No se acercó demasiado, sólo lo suficiente para no perderlos de vista. No tenía por qué llamar su atención hasta que le conviniera. A ese paso, las carretas de los mercaderes y sus guardias quedaron atrás mucho antes de que Moraine avistara el primer pueblo, cerca de mediodía. Era un grupo de casas de dos pisos con techos de tejas que se apiñaban alrededor de una posada minúscula en la ladera boscosa de una colina, junto a la calzada. Aun después de varios meses todavía le extrañaba ver aldeanos con espadas y al menos una alabarda apoyada en cada puerta. También había ballestas y saetas. En marcado contraste con las armas, en las calles se veían aros y otros juguetes de niños, como los saquitos de alubias utilizados para lanzar como pelotas.

Los tres hombres no aminoraron la marcha ni volvieron la vista hacia el pueblo, pero Moraine se detuvo el tiempo justo para comprar un pan crujiente y blanco y un trozo fino de queso amarillo y para preguntar si alguien conocía a una mujer llamada Avene Sahera. La respuesta fue negativa, de modo que galopó por la calzada de tierra apelmazada hasta tener de nuevo a la vista a los tres hombres que mantenían aquel ritmo que engullía terreno. Tal vez sólo sabían el nombre de la hermana con la que había hablado el arafelino, pero le vendría bien cualquier cosa que descubriera sobre Cadsuane o las otras.

Se planteó varias formas de abordarlos, pero las descartó todas. Tres hombres en un bosque despoblado podrían pensar que una joven sola era una oportunidad caída del cielo, sobre todo si eran lo que se temía. Ocuparse de ellos no representaba ninguna dificultad si llegaba el caso, pero Moraine prefería evitar algo así. Si resultaba que eran Amigos Siniestros —o simples forajidos— tendría que retenerlos prisioneros hasta entregárselos a cualquier autoridad, y a saber cuánto tiempo sería eso. Además, entonces dejaría de ser un secreto su condición de Aes Sedai. La noticia de tres malhechores capturados por una mujer, un suceso nada habitual, se propagaría como un fuego arrasador por pastos secos. Para el caso, tanto daría si tejía una gran columna de Fuego sobre su cabeza para facilitarle las cosas a quienquiera que la buscara.

El bosque dio paso a granjas desperdigadas, que a su vez fueron menudeando hasta ser reemplazadas nuevamente por terreno boscoso de altísimos abetos, pinos y cipreses, así como robles enormes en cuyas gruesas ramas empezaban a asomar diminutos brotes rojizos. Un águila de cresta roja planeaba a menos de veinte pasos de altura y se convirtió en una silueta oscura recortada contra el sol vespertino. Al frente la calzada se hallaba vacía excepto por los tres hombres a caballo y su animal de carga, y hacia atrás aparecía igualmente desprovista de vida. La gente decente estaría cenando, bien que en los alrededores ni siquiera se divisaba una granja. La sombra de Moraine se alargaba a su espalda, de modo que la joven decidió olvidarse de los hombres y empezar a buscar un sitio donde dormir. Con suerte vería más granjas a no tardar y, si un poco de plata no le proporcionaba una cama, se las arreglaría con un pajar. Y, si no había suerte, la silla de montar haría las veces de almohada, aunque fuese dura. No obstante, un plato de comida sería estupendo. El pan y el queso que había comprado tenían aspecto de no ser muy recientes.

Los hombres se pararon de repente en mitad de la calzada para conferenciar un momento y Moraine frenó. Aunque se dieran cuenta de su acción, la prudencia pertinente a su situación de mujer que viajaba sola la compelía a no acercarse a ellos. Entonces uno de los tipos tomó las riendas del animal de carga y se internó en el bosque en tanto que los otros dos clavaban talones en sus monturas y apretaban el paso como si de repente hubiesen recordado que tenían que estar en algún sitio.

Moraine frunció el entrecejo. El arafelino era uno de los dos que seguían adelante, pero como viajaban juntos a lo mejor había mencionado su reunión con una Aes Sedai al compañero que se había quedado atrás. El malkieri joven, pensó Moraine. La gente comentaba ese tipo de encuentros. Eran relativamente pocas las personas que hablaban con una hermana y sabían quién y qué era. Además, un hombre sería menos problemático que tres si tenía cuidado.

Llegó al lugar donde jinete y animal de carga habían desaparecido en el bosque, desmontó y buscó huellas. Casi todas las damas dejaban el rastreo a sus cazadores, pero Moraine se había interesado por ello en aquellos años en que le parecía divertido trepar a los árboles o ensuciarse la ropa. Sin embargo, ese hombre no parecía acostumbrado a moverse por el bosque, ya que había dejado un rastro de ramitas rotas y hojas secas pisoteadas que hasta un niño habría podido seguir. A unos cien pasos del camino avistó entre los árboles un amplio estanque en una depresión del terreno. Y al malkieri joven.

El hombre ya había desensillado y maneado a su zaino —un animal de bonita estampa, demasiado bueno para su chaqueta desgastada, lo que quizás apuntaba su condición de forajido— y dejaba una albarda en el suelo. A corta distancia todavía parecía más grande, con hombros muy anchos y talle esbelto. Y de guapo tenía poco; ni de atractivo, con aquel rostro anguloso de gesto duro, muy adecuado para un forajido. El hombre se desabrochó el cinturón de la espada, se sentó con las piernas cruzadas de cara al estanque, con el arma a su lado, y apoyó las manos en las rodillas. Parecía mirar fijamente más allá de la extensión de agua, que todavía brillaba entre las largas sombras del final de la tarde, en dirección a los carrizales que bordeaban la orilla opuesta. No movía un solo músculo.

Moraine consideró la situación. Era obvio que el hombre se había quedado para preparar el campamento y que los otros regresarían, aunque no enseguida o, de otro modo, éste no habría descuidado sus tareas. Hacer una o dos preguntas no le llevaría mucho tiempo. «¿Cuál de vosotros se ha reunido recientemente con una Aes Sedai?» quizá fuera suficiente. Y si se ponía un poco nervioso —por ejemplo, al encontrarla inesperadamente de pie detrás de él—, a lo mejor respondía antes de pensar. El Saidar debía dejarlo para el final. Casi con toda seguridad tendría que utilizarlo, pero era mejor que el hecho de que podía encauzar fuera otra sorpresa más.

Ató las riendas de Flecha en una rama baja de un ciprés y se recogió la falda y la capa para avanzar lo más silenciosamente posible. Detrás del hombre había un pequeño montículo y Moraine se subió a él. Un poco más de altura podría venirle bien, ya que era un hombre muy alto. También podía ser una ayuda que la viera con la daga en una mano y su propia espada en la otra. Encauzó y retiró rápidamente el acero enfundado que estaba junto al hombre. Hasta lo más mínimo que sirviera para sorprenderlo le…

Él se movió con una celeridad inesperada. Nadie tan grande podía moverse tan deprisa, pero al tiempo que Moraine asía el arma enfundada el hombre se incorporó y una mano se cerró sobre la vaina mientras con la otra le agarraba la parte delantera del vestido. Antes de que pensara siquiera en encauzar, Moraine volaba por el aire. Sólo tuvo tiempo para ver cómo se precipitaba hacia el estanque, para gritar algo, no sabía qué, y después cayó en plancha sobre la superficie con un sonoro chapoteo; el golpe le vació el aire de los pulmones y después se hundió. ¡El agua estaba helada! La impresión le hizo perder contacto con el Saidar.

Entre chapoteos consiguió incorporarse y se quedó de pie con el agua helada hasta la cintura, el cabello mojado pegado a la cara, la capa empapada tirándole de los hombros. Furiosa, se dio media vuelta para enfrentarse a su atacante y volvió a abrazar la Fuente, dispuesta a derribarlo y golpearlo hasta hacerlo chillar.

El hombre sacudía la cabeza y miraba con la frente arrugada en un gesto desconcertado el punto donde Moraine había estado, a un paso largo de donde él había estado sentado. ¡Sin hacerle el menor caso, como si fuese un pez! Cuando se dignó darse por enterado de su presencia, dejó la espada envainada en el suelo y se acercó al borde del estanque para tenderle una mano.

—Muy imprudente intentar quitarle a un hombre su espada —dijo y, tras echar un vistazo a las franjas de colores de su vestido, añadió—: Milady. —Sus palabras distaban mucho de ser una disculpa, y Moraine advirtió que el tipo desviaba los ojos, de un azul intenso. ¡Estaba disimulando su regocijo…!

Mascullando entre dientes, avanzó en medio de chapoteos, torpemente, hasta alcanzar la mano tendida con las dos suyas. Y tiró con todas sus fuerzas. Hacer caso omiso del agua helada resbalándole por las costillas no era tarea fácil, y si estaba mojada, que lo estuviera él también, y sin necesidad de usar el Po…

Él se irguió, levantó el brazo y Moraine salió del agua, colgada de su mano. Lo miró fijamente, consternada, hasta que sus pies tocaron el suelo y el hombre se retiró hacia atrás.

—Encenderé una lumbre y colgaré mantas para que podáis secaros —murmuró, todavía evitando mirarla a los ojos.

¿Qué ocultaría? O a lo mejor era tímido. Moraine no sabía de ningún Amigo Siniestro que lo fuera, aunque suponía que podía haber alguno. No hablaba por hablar, y cuando los otros regresaron Moraine estaba junto a un pequeño fuego, rodeada de mantas que él había sacado de sus alforjas y que había colgado de las ramas de un roble. Por supuesto, no necesitaba el fuego para secarse. El tejido de Agua adecuado le había secado hasta la última gota del cabello y de las ropas sin tener que quitárselas. Pero más valía que el malkieri no viera eso. Ni a ella hasta que tuviera el cabello bien cepillado y peinado. Además, agradecía el calor de la lumbre. De todos modos tenía que quedarse entre las mantas el tiempo suficiente para que el hombre pensara que había usado el fuego para la finalidad que él había supuesto. Y, por descontado, seguía conectada al Saidar, hasta el momento no tenía prueba de nada.

—¿Te siguió, Lan? —preguntó la voz de un hombre mientras desmontaba con un sonido de campanillas. El arafelino.

—¿Por qué están colgadas esas mantas? —demandó una voz gruñona.

Moraine se quedó mirando al vacío, sorprendida, y se perdió la respuesta que dio su atacante. ¿Así que lo sabían? En los tiempos que corrían la gente estaba atenta por si aparecían bandidos, pero ¿esos tres habían reparado en una mujer sola y habían llegado a la conclusión de que los seguía? No tenía sentido. Pero ¿por qué atraerla hacia el bosque con una treta en lugar de encararse a ella, sin más? Tres hombres no tenían motivo para temer a una mujer. A menos que supieran que era una Aes Sedai, en cuyo caso actuarían con precaución. Pero sabía a ciencia cierta que ese tipo no tenía ni idea de cómo se había apoderado de su arma.

—¿Una cairhienina, Lan? Supongo que habrás visto en cueros a una cairhienina, pero yo no. —Eso sí que le hizo prestar atención y, conectada como estaba al Poder, también oyó otro sonido: el de acero deslizándose entre cuero. Una espada que salía de la funda. Al tiempo que preparaba varios tejidos con los que los frenaría a todos en seco, entreabrió dos mantas y se asomó.

Para su sorpresa, el hombre que la había zambullido en el agua —¿Lan?— se hallaba de espaldas a las mantas y tenía la espada desnuda en la mano. El arafelino, enfrente de él, parecía sorprendido.

—Supongo que aún te acuerdas de los Mil Lagos, Ryne —dijo fríamente Lan—. ¿Es que una mujer necesita protección de tus miradas?

Durante un instante Moraine pensó que Ryne iba a desenvainar su acero a pesar de que Lan ya tenía el suyo en la mano, pero el hombre mayor —Bukama, había oído que lo llamaban—, un tipo muy baqueteado y canoso aunque tan alto como los otros dos, intervino para calmar las cosas y se llevó a sus compañeros a cierta distancia mientras hablaba de cierto juego llamado «sietes». Como juego era muy raro y más que peligroso con la luz menguante. Lan y Ryne se sentaron uno frente a otro, con las piernas cruzadas y las espadas envainadas; entonces, sin previo aviso, los dos aceros salieron disparados como un rayo hacia la garganta del otro y se frenaron cuando casi tocaban la carne. El hombre mayor señaló a Ryne, y los dos envainaron las espadas para, un instante después, hacer lo mismo. Durante todo el tiempo que Moraine los estuvo observando, se repitió el proceso con el mismo resultado. A lo mejor, la actitud de confianza en sí mismo de Ryne no era simple apariencia.

Moraine esperó entre las mantas e intentó recordar lo que le habían enseñado sobre Malkier, que no era gran cosa, aparte de la historia. Ryne se acordaba de los Mil Lagos, así que también debía de ser malkieri. Le parecía recordar que había algo sobre mujeres en apuros. Ya que estaba con ellos, podía quedarse hasta enterarse de todo lo que pudiera. Cuando salió de detrás de las mantas se encontraba preparada.

—Apelo al derecho de una mujer sola —les dijo formalmente—. Viajo a Chachin y pido la protección de vuestras espadas. —Puso en la mano de cada hombre una gruesa moneda de plata. Realmente no estaba muy segura sobre ese ridículo asunto de «una mujer sola», pero la plata despertaba el interés de la mayoría de los hombres—. Y habrá dos más para cada uno, pagaderas en Chachin.

La reacción de los hombres no fue la que esperaba. Ryne miró la moneda con expresión truculenta mientras le daba vueltas entre los dedos. Lan contempló inexpresivamente la suya y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta con un gruñido. Moraine cayó en la cuenta de que les había dado algunos de los pocos marcos de Tar Valon que le quedaban, pero las monedas de Tar Valon circulaban por todas partes, como las de cualquier otro país. Bukama, apoyada la mano en la rodilla izquierda, hizo una reverencia.

—Un honor serviros, milady —dijo—. Hasta Chachin, mi vida antes que la vuestra. —También tenía los ojos azules y la mirada huidiza. Moraine esperaba que no resultara ser un Amigo Siniestro.

Enterarse de algo resultó no sólo difícil, sino imposible. Al principio los hombres estuvieron ocupados en montar el campamento, atender los caballos y encender un fuego más grande. No parecían ansiosos de afrontar una noche de principios de primavera sin él. Bukama y Lan apenas dijeron palabra durante la cena, consistente en pan cenceño y carne seca que Moraine procuró no engullir con ansia. Ryne sí habló y resultaba realmente encantador con sus ojos chispeantes y los hoyuelos en las mejillas al sonreír, pero no dio pie para que Moraine mencionara Las Puertas del Cielo o las Aes Sedai. Cuando le preguntó por qué iba a Chachin, el semblante del hombre se tornó triste.

—Todos tenemos que morir en alguna parte —respondió quedamente, y se levantó para prepararse el petate. Una respuesta extraña, digna de una Aes Sedai.

Lan hizo la primera guardia mientras la luna asomaba por encima de los árboles. Se sentó con las piernas cruzadas, no muy lejos de Ryne, y cuando Bukama sofocó el fuego y se metió en sus mantas, cerca de Lan, Moraine tejió una salvaguardia de Energía en torno a cada hombre. Podía mantener los fluidos mientras dormía y, si alguno se movía durante la noche, la salvaguardia la despertaría sin alertarlos a ellos. Eso implicaba despertarse cada vez que cambiaban de guardia, cosa que hicieron con frecuencia, pero era algo que no podía evitarse. Estaba tumbada en las mantas bastante separada de los hombres y, cuando recostó la cabeza en la silla de montar por tercera vez, Bukama masculló algo que no entendió. La respuesta de Lan la oyó con claridad diáfana.

—Antes confiaría en una Aes Sedai, Bukama. Ve a dormir.

Toda la ira reprimida que se había tragado antes explotó. ¡Ese hombre la había tirado al estanque helado, no se había disculpado, no…! Encauzó Aire y Agua tejidos con un poco de Tierra. Bajo la luz de la luna, un grueso cilindro de agua se alzó de la superficie del estanque, subió más y más en el aire hasta trazar un arco… ¡y se precipitó sobre el necio que hablaba tan a la ligera!

El agua salpicó a Bukama y a Ryne, que se incorporaron de un salto al tiempo que barbotaban juramentos, pero Moraine mantuvo el torrente y contó hasta diez antes de cortarlo. El agua salpicó todo el campamento. Moraine esperaba ver al hombre empapado, medio helado y aplastado contra el suelo, preparado para aprender buenos modales. En efecto, chorreaba agua y había unos cuantos pececillos dando coletazos a sus pies, pero estaba de pie y con la espada en la mano.

—¿Engendros de la Sombra? —dijo Ryne en tono incrédulo.

—Quizá, pero jamás había oído nada parecido —repuso Lan—. ¡Cuida de la mujer, Ryne! ¡Bukama, ve hacia el oeste y gira hacia el sur! ¡Yo iré al este y giraré hacia el norte!

—¡Nada de Engendros de la Sombra! —barbotó Moraine, y los tres se pararon en seco y la miraron. Le habría gustado ver mejor sus expresiones en el claroscuro de luna y sombras, pero esas sombras arrojadas por las nubes que se desplazaban en el cielo también la ayudaban al envolverla en un halo de misterio. Merced a un esfuerzo, dio a su voz hasta la última brizna de fría serenidad Aes Sedai de la que fue capaz—. Muy imprudente mostrar a una Aes Sedai cualquier otra cosa que no sea respeto, maese Lan.

—¿Aes Sedai? —susurró Ryne. A pesar de la tenue luz la sorpresa era evidente en su semblante. O tal vez fuera miedo.

Nadie más abrió la boca excepto Bukama, que rezongó entre dientes mientras retiraba el petate del terreno embarrado. Ryne empleó un buen rato en cambiar sus mantas en silencio; le dedicaba ligeras reverencias cada vez que Moraine miraba en su dirección. Lan no hizo intención de secarse. Empezó a buscar otro sitio seco donde hacer la guardia, pero se paró y volvió a sentarse en el mismo punto donde estaba antes, sobre el barro y el agua. Moraine lo habría interpretado como un gesto de humildad de no ser porque la miró, casi a punto de trabar la mirada con la suya. Si eso era humildad, entonces los monarcas eran los hombres más sumisos de la tierra.

Ni que decir tiene que volvió a tejer salvaguardias alrededor de los hombres. Si acaso, haber revelado su condición lo hacía más necesario. De todos modos tenía mucho en que pensar y tardó en dormirse. Para empezar, ninguno de los hombres le había preguntado por qué los seguía. ¡Y ese hombre estaba de pie tras caerle un torrente de agua! Curiosamente, cuando empezó a dormirse pensaba en Ryne. Sería una pena que ahora le tuviera miedo. Y una verdadera lástima que resultara ser un Amigo Siniestro. Era encantador y, en verdad, muy guapo. No le importaba que un hombre quisiera verla desnuda, sólo que se lo dijera a otros.