17

Una llegada

Al final del primer mes, Moraine había llegado a la conclusión de que ir en pos de la profecía tenía muy poco de aventura y mucho de aburrimiento, y al cabo de tres meses de haber abandonado Tar Valon su grandiosa búsqueda había derivado principalmente en frustración. Todavía sentía la piel demasiado tirante por los Tres Juramentos y, por si eso fuera poco, había que añadir la laceración de la silla de montar. El viento sacudía los postigos cerrados contra los pasadores, y Moraine rebulló en la dura silla de madera; bebió un sorbo de té con miel para ocultar la impaciencia. En Kandor las comodidades se reducían al mínimo en una casa en duelo. No le habría sorprendido demasiado si hubiese visto escarcha en los muebles de madera, con tallas de hojas, o en la caja metálica del reloj que había sobre la chimenea apagada.

—Fue todo muy extraño, milady —suspiró Jurine Najima, y por décima vez estrechó ferozmente a sus hijas contra sí como si nunca fuera a soltarlas. Las chicas parecieron hallar consuelo en el prieto abrazo. De pie a ambos lados de la silla de Jurine, Colar y Eselle, de unos trece y catorce años, tenían el largo cabello negro de su madre y los grandes ojos azules rebosantes de dolor. Los ojos de Jurine también parecían grandes en una cara demacrada por la tragedia, y daba la impresión de que el sencillo vestido gris se hubiese confeccionado para una mujer más gruesa—. Josef era siempre muy cuidadoso con las linternas en el establo —prosiguió—, y nunca permitía que se entrara con ningún tipo de fuego. Los chicos debieron de llevar al pequeño Jerid a ver a su padre al trabajo y… —Otro profundo suspiro—. Todos quedaron atrapados dentro. ¿Cómo pudo arder todo el establo tan deprisa? No tiene sentido.

—Hay pocas cosas que lo tienen, señora Najima —dijo en tono tranquilizador Moraine, que dejó la taza en la pequeña mesa que tenía al lado. Sentía lástima, pero la mujer había empezado a repetirse—. No siempre se encuentra la razón, pero saber que hay una puede servirnos de consuelo. La Rueda del Tiempo gira en el Entramado según sus designios, pero el Entramado es obra de la Luz.

Al oírse, Moraine tuvo que contener una mueca. Esas palabras requerían una dignidad y un peso que su juventud no podía darles. Por un instante deseó tener el rostro intemporal, pero lo que menos le interesaba en ese momento era que el título de Aes Sedai quedara unido a su visita. Ninguna hermana había ido a visitar a Jurine todavía, pero alguna aparecería antes o después.

—Lo que vos digáis, milady Alys —respondió cortésmente la otra mujer, aunque un movimiento de los ojos en un momento de descuido reveló lo que pensaba. Esa extranjera era una cría estúpida, por noble que fuese.

La pequeña gema azul de la kesiera que le colgaba sobre la frente y uno de los trajes de montar de Tamore, en verde oscuro, confirmaban su supuesto rango. La gente permitía a un noble hacer preguntas que nunca consentiría a un plebeyo, además de que se aceptaba un comportamiento extraño como algo natural. Supuestamente, estaba haciendo visitas de pésame en duelo por la muerte de su propio rey. Y eso que no había mucha gente que llorara a Laman en el propio Cairhien. Las últimas noticias que tenía de allí, de hacía un mes, hablaban de cuatro casas que aspiraban al trono y de feroces escaramuzas, algunas de ellas, casi batallas. Luz, ¿cuántos morirían antes de que se arreglaran las cosas? También habría habido muertos si el plan de la Torre hubiese seguido adelante —la sucesión al Trono del Sol siempre se disputaba, ya fuera con enfrentamientos abiertos o asesinatos o secuestros— pero al menos había estado ausente el tiempo suficiente para poner fin a ese plan. Y pagaría por ello, aparte del castigo que Sierin le impusiera por desobediencia.

Tal vez dejó entrever algo de su rabia, porque la señora Najima pareció creer que ella misma había dejado ver sus pensamientos con demasiada claridad, y empezó a hablar de nuevo con ansiedad. Nadie quería enfadar a un noble, aunque fuera de otro país.

—Josef había tenido siempre tanta suerte, milady Alys. Todo el mundo lo comentaba. Decían que si Josef Najima se cayera a un agujero, habría ópalos en el fondo. Cuando acudió a la llamada de lady Kareil para luchar contra los Aiel me preocupé, pero no sufrió ni un rasguño. Cuando sobrevino la fiebre de campamento no nos afectó ni a nosotros ni a nuestros hijos. Josef se ganó el favor de lady Kareil sin procurarlo. Entonces parecía que realmente la Luz nos iluminaba. Jerid nació sano y sin percances, la guerra terminó en cuestión de días y, cuando regresamos a Canluum, la señora nos concedió la caballeriza por los servicios de Josef, y… y… —Se tragó las lágrimas que no quería derramar. Colar empezó a sollozar y su madre la estrechó con más fuerza y le susurró palabras tranquilizadoras.

Moraine se levantó. Más repetición. Allí no había nada para ella. Jurine también se puso de pie; aunque no era una mujer alta le sacaba casi una mano. Cualquiera de las dos chicas podía mirarla directamente a los ojos. Obligándose a no actuar con prisa, murmuró más frases de condolencia e intentó poner en la mano de la mujer una bolsa de gamuza mientras las chicas le llevaban la capa forrada de piel y los guantes. Una bolsa pequeña. Al principio, el instinto la había inducido a ser generosa a pesar de la recompensa que no tardaría en llegar si es que no se había recibido ya, pero dentro de poco tendría que buscar un banco.

La negativa obstinada de la mujer a tomar la bolsa la irritó. No. Entendía el orgullo y, además, lady Kareil se había ocupado de proveer. El hecho de que hubiese un reloj era señal de un hogar próspero. Lo que la irritaba realmente era su deseo de marcharse. Jurine Najima había perdido a su esposo y a tres hijos en una mañana terrible, pero su pequeño Jerid había nacido a más de treinta kilómetros del lugar correcto. A Moraine le incomodaba sentir alivio en relación con la muerte de un infante. Pero lo sentía. El niño muerto no era el que buscaba.

Fuera, bajo un cielo gris, se ciñó la capa. Cualquiera que caminara por las calles de Canluum con la capa abierta atraería las miradas. Cuando menos, cualquier forastero, a menos que resultara obvio que esa persona era una Aes Sedai. Además, el hecho de impedir que el frío la afectara no significaba que fuera totalmente ajena a él. Que la gente de allí llamara sin atisbo de sorna «la entrada de la primavera» a esto, escapaba a su comprensión. Tachó mentalmente el nombre de Jurine Najima. En el libro de notas que llevaba en la escarcela ya había otros nombres cruzados con una raya: los de las madres de cinco niños nacidos en el lugar o el día equivocado, así como el de las madres de tres niñas. Su optimismo inicial de que sería la que encontrara al pequeño se había reducido a una débil esperanza. El librito contenía cientos de nombres. Seguro que las rastreadoras de Tamra darían primero con él. A pesar de todo tenía intención de seguir adelante. Tendrían que pasar años antes de que pudiera volver a Tar Valon sin que entrañara riesgo. Muchísimos años.

A despecho del viento helador que soplaba sobre los tejados, las sinuosas calles se encontraban abarrotadas de gente que iba y venía, de carros y carretas, de vendedores ambulantes con sus bandejas o carretones. Los carreteros gritaban y hacían restallar los largos látigos para hacer algún progreso; de ellos, las mujeres eran las más inclinadas a descargarlos sobre carne y por ello avanzaban en línea recta. Sin embargo, Moraine tenía que andar con cuidado y esquivar carretas y carros de ruedas altas. No era la única persona forastera que iba a pie por las calles. Un tarabonés con un enorme bigote la empujó al pasar a su lado y masculló una disculpa, y una altaranesa de tez olivácea la miró con cara de pocos amigos, y después le sonrió un illiano con la típica barba que no cubría el labio superior, un tipo muy guapo y no excesivamente alto. Un teariano de tez morena, aún más guapo, la miró de arriba abajo y frunció los labios en un gesto que delató sus pensamientos lascivos. El tipo incluso hizo intención de hablarle, pero Moraine dejó que el viento le levantara un lado de la capa, lo suficiente para dejar a la vista las franjas que cruzaban la pechera de su vestido. Fue suficiente para que el teariano saliera disparado. Seguramente estaba dispuesto a dirigirse con su cara bonita y sus proposiciones lujuriosas a una mercader, pero con una noble era otro cantar.

No todo el mundo se veía forzado a ir a paso de tortuga. En dos ocasiones Moraine avistó Aes Sedai entre la multitud, y los que reconocían el rostro intemporal se quitaban de su paso de un salto y avisaban prestamente a otros para que se apartaran, de modo que caminaban en huecos despejados que se abrían y cerraban a su paso calle adelante. No conocía a ninguna de las dos mujeres, pero mantuvo la cabeza agachada y continuó por el otro lado de la calle, a suficiente distancia para que no percibieran su habilidad. Quizá debería ponerse un velo. Una mujer fornida se cruzó con ella; el encaje del velo hacía borrosos los rasgos del rostro. Hasta Sierin Vayu habría resultado irreconocible a tres metros con uno de ésos. Aunque absurda, la idea le provocó un escalofrío a Moraine.

La posada donde había alquilado una pequeña habitación se llamaba Las Puertas del Cielo, tenía cuatro pisos de piedra, con el tejado verde, y era la mejor y la más grande de Canluum. Los talleres cercanos de joyeros, orfebres, plateros y modistas prestaban sus servicios a los nobles del Reducto, que se alzaba detrás de la posada. De haber sabido quién más se alojaba allí antes de pagar su estancia, no se habría quedado. No había una sola habitación libre en la ciudad, pero un pajar habría sido preferible. Respiró hondo y entró deprisa en el establecimiento. Ni la bocanada de calor procedente de cuatro grandes hogares ni los buenos olores que venían de la cocina le aflojaron la tensión de los hombros.

La sala común era grande, con vigas de color rojo intenso, y todas las mesas estaban ocupadas. En su mayor parte, los parroquianos eran mercaderes vestidos con ropas sencillas que hacían tratos en voz baja mientras tomaban vino, y unos pocos artesanos acaudalados ataviados con chaquetas o vestidos bordados profusamente. Moraine apenas reparó en ellos. Como mínimo había cinco hermanas alojadas en Las Puertas del Cielo —a ninguna de las cuales conocía de la Torre, gracias a la Luz— y todas se encontraban en la sala cuando entró. Maese Helvin, el posadero, haría sitio para una Aes Sedai aunque tuviera que obligar a otros clientes a sentarse más apretados.

Las hermanas guardaban las distancias entre ellas, casi sin darse por enteradas de la presencia de las demás, y la gente que antes no habría reconocido a una Aes Sedai al verla sí lo hacía ahora, y sabía lo suficiente para no entremeterse. Todas las demás mesas se hallaban abarrotadas; pero, si algún hombre estaba sentado con una Aes Sedai, es que era su Guardián, todos de mirada dura y un aire peligroso por muy corriente que pudiera parecer su aspecto. Una de las hermanas que se encontraba sola era una Roja, algo que Moraine sabía por un comentario oído por casualidad. Sólo Felaana Bevaine, una Marrón delgada y rubia que llevaba un sencillo vestido de paño oscuro, lucía el chal. Había sido la primera en abordar a Moraine cuando llegó. Ni que decir tiene que habían percibido su habilidad tan pronto como se acercó.

Guardando los guantes bajo el cinturón y doblando la capa sobre un brazo, echó a andar hacia la escalera de piedra que había al fondo de la sala. No muy deprisa, pero tampoco entreteniéndose. Y mirando al frente. Los ojos de las hermanas la siguieron; era casi como sentir unos dedos, aunque no exactamente agarrándola. Ninguna le habló. La tenían por una espontánea, una mujer que había aprendido a encauzar por sí sola. Esa afortunada equivocación se había producido por casualidad, una idea errónea por parte de Felaana, pero se había reforzado por la presencia de una verdadera espontánea en la posada. Nadie sabía lo que era la señora Asher excepto las hermanas. A muchas Aes Sedai les desagradaban las espontáneas y las consideraban una pérdida para la Torre, pero eran pocas las que se tomaban la molestia de hacerles la vida imposible. La señora Asher, una mercader vestida con ropas de paño oscuro y un broche redondo esmaltado en rojo como único adorno, bajaba la vista cada vez que una hermana la miraba, pero no les interesaba. El cabello canoso de la mujer se encargaba de ello.

Entonces, justo cuando Moraine llegaba a la escalera, una mujer habló a su espalda.

—Vaya, vaya. Qué sorpresa.

Se volvió deprisa y mantuvo el gesto sereno con esfuerzo mientras hacía una breve reverencia, la adecuada de una noble menor a una Aes Sedai. A dos Aes Sedai. Vestían seda de colores sobrios, pero aparte de la propia Sierin no podía haber topado con nadie peor que esas dos.

Los aladares blancos en el largo cabello de Larelle Tarsi resaltaban la serena elegancia de la mujer de tez cobriza. Ella le había dado varias clases, tanto de novicia como de Aceptada, y tenía una habilidad especial para formular la pregunta que uno menos quería que le hicieran. Peor aún, la otra era Merean. Verlas juntas la sorprendió; no había imaginado que se cayeran especialmente bien.

Larelle era tan fuerte como Merean, lo que exigía deferencia, pero ahora no estaban en la Torre. No tenían derecho a inmiscuirse en lo que quiera que Moraine estuviera haciendo allí. Sin embargo, si cualquiera de las dos hacía allí el comentario equivocado, la noticia de que Moraine Damodred deambulaba por ahí de incógnito se propagaría entre las hermanas que estaban en la sala y llegaría a oídos indebidos, tan seguro como que el hueso de durazno era venenoso. La vida era así. Poco después le llegaría una orden de regresar a Tar Valon. Desobedecer a la Sede Amyrlin una vez ya era bastante malo. Si lo hacía dos veces, a buen seguro que se enviaría a hermanas a llevarla de vuelta. Abrió la boca con la esperanza de anticiparse antes de que se diera esa posibilidad, pero alguien se le adelantó.

—No es menester intentarlo con ésta —dijo Felaana, que se volvió en el banco de una mesa cercana, en la que estaba sentada sola. Había estado enfrascada en escribir en un librito encuadernado en cuero y tenía una mancha de tinta en la punta de la nariz, nada menos—. Dice que no tiene interés en ir a la Torre. Tozuda como una mula al respecto. Y también reservada. Se supone que deberíamos estar enteradas de que había aparecido una espontánea en una casa menor cairhienina, pero a esta pequeña le gusta guardar las distancias.

Larelle y Merean miraron a Moraine, la primera con una ceja enarcada y la segunda tratando, aparentemente, de contener una sonrisa.

—Es muy cierto, Aes Sedai —dijo con tiento Moraine, aliviada de que otra hubiese establecido la base de su argumento—. No deseo apuntarme como novicia y no lo haré.

Felaana la observó con aire pensativo, pero siguió dirigiéndose a las otras.

—Pongamos que tiene veintidós, pero la regla se ha pasado por alto en un par de ocasiones. Una mujer dice que tiene dieciocho y eso basta para que se la inscriba. A menos que sea una mentira demasiado evidente, claro, y esta pequeña podría aparentar fácilmente…

—Nuestras reglas no se hicieron para que se soslayaran —la atajó Larelle, cortante.

—No creo que esta joven aceptara mentir sobre su edad, Felaana —intervino Merean—. No quiere ser novicia, así que déjalo estar.

Moraine casi soltó un suspiro de alivio. Felaana era bastante más débil que ellas para aceptar que la interrumpieran, pero empezó a levantarse con la clara intención de seguir con la discusión. Sin acabar de ponerse de pie miró hacia la escalera, detrás de Moraine, y abrió mucho los ojos. Se volvió a sentar de golpe y se centró de nuevo en escribir como si en el mundo sólo existiera el librito de notas. Merean y Larelle se ajustaron los chales de modo que los flecos grises y los azules se mecieron. Parecían ansiosas de hallarse en cualquier otro sitio. Daba la impresión de que les hubiesen clavado los pies al suelo.

—Así que esta pequeña no quiere ser novicia —dijo una voz de mujer desde la escalera. Una voz que Moraine sólo había oído una vez, hacía dos años, y nunca olvidaría. Varias mujeres eran más fuertes que ella, pero sólo una podía serlo tanto como ésta. De mala gana, miró hacia atrás.

Unos ojos casi negros la observaban debajo de un moño color gris acerado que iba decorado con adornos de oro: estrellas y pájaros, medias lunas y peces. También Cadsuane llevaba puesto el chal con los flecos verdes.

—En mi opinión, pequeña —dijo secamente—, te vendría bien pasar diez años de blanco.

Todo el mundo había pensado que Cadsuane Melaidhrin había muerto en algún lugar, retirada, hasta que reapareció al inicio de la Guerra de Aiel, y sin duda muchas hermanas deseaban que estuviera realmente en la tumba. Cadsuane era una leyenda, y tener un mito vivo con los ojos clavados en una resultaba muy perturbador. La mitad de las historias que se contaban de ella rayaban en lo imposible y la otra mitad lo superaban, incluso entre aquellas de las que había prueba. Un antiguo rey de Tarabon había desaparecido de palacio cuando se supo que podía encauzar y se lo había llevado a Tar Valon para amansarlo mientras un ejército que no daba crédito a lo que se decía iba detrás para intentar el rescate. El rapto de un rey de Arad Doman y de una reina de Saldaea, a los que se había hecho desaparecer como por arte de magia, en secreto, y cuando Cadsuane los liberó al fin, la guerra que parecía inevitable había caído completamente en el olvido. Se contaba que contravenía la ley de la Torre cuando le venía bien, que desacataba las costumbres, que hacía las cosas a su modo y a menudo arrastraba a otros con ella.

—Agradezco a la Aes Sedai su interés —empezó Moraine, pero se calló ante aquella intensa mirada. No era una mirada dura, sino simplemente implacable. Al parecer había habido incluso Sedes Amyrlin que a lo largo de los años habían tenido cuidado de no interponerse en su camino. Se rumoreaba que una vez hasta había agredido a una Amyrlin. Pero eso era imposible, claro; ¡la habrían ejecutado por ello! Moraine tragó saliva con esfuerzo; dos veces. Cadsuane bajó los peldaños de la escalera.

—Traed a la chica —les dijo a Merean y a Larelle, y sin volver la vista atrás empezó a cruzar la sala común.

Mercaderes y artesanos la miraron, algunos abiertamente y otros de reojo; también los Guardianes, pero todas las hermanas mantuvieron la vista en la mesa.

El semblante de Merean se puso tenso y Larelle soltó un suspiro exagerado, pero las dos azuzaron a Moraine para que caminara en pos de la figura con los adornos de oro meciéndose en el moño. No le quedó más remedio que ir. Al menos Cadsuane no podía ser una de las mujeres a las que Tamra había llamado; no había vuelto a Tar Valon desde aquella visita al principio de la guerra.

La hermana Verde las condujo hacia uno de los reservados de la posada, donde un buen fuego ardía en el hogar de piedra negra y unas lámparas plateadas colgaban a lo largo de los paneles rojos de las paredes. Había un pichel alto cerca del fuego para que se conservara caliente el contenido, y encima de una pequeña mesa tallada descansaba una bandeja lacada con copas de plata. Merean y Larelle ocuparon dos de los sillones almohadillados; pero, cuando Moraine soltó la capa en una silla e hizo intención de sentarse, Cadsuane señaló un lugar delante de las otras hermanas.

—Quédate de pie ahí, pequeña —ordenó.

Reprimiendo un estallido de cólera, Moraine se esforzó para no apretar los puños. Ni siquiera una mujer tan fuerte como Cadsuane tenía derecho a darle órdenes allí. Con todo, bajo aquella mirada implacable se quedó de pie como le había dicho; temblando de ira, luchando para no pronunciar palabras que después lamentaría, pero lo hizo. Había algo en esa mujer que le recordaba a Siuan, sólo que de un modo extremado. Siuan había nacido para dirigir. Cadsuane había nacido para mandar.

Caminó lentamente alrededor de las tres, una vez, dos veces. Merean y Larelle intercambiaron una mirada interrogante y Larelle abrió la boca, aunque después de mirar a Cadsuane volvió a cerrarla. Asumieron la expresión de reposada calma; cualquier observador habría pensado que sabían exactamente lo que estaba pasando. Cadsuane las miraba de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo no le quitaba ojo a Moraine.

—La mayoría de las hermanas nuevas no se quitan el chal casi ni para bañarse, pero aquí estás tú, sin chal y sin anillo, en uno de los lugares más peligrosos que podrían elegirse, a un paso de la propia Llaga. ¿Por qué?

Moraine parpadeó. Era una pregunta directa. Realmente esa mujer se saltaba las costumbres cuando se le antojaba. Se obligó a hablar con un tono ligero.

—Las hermanas nuevas también buscan Guardián. —¿Por qué la había tomado con ella esa mujer?—. Yo aún no he vinculado al mío, y me han dicho que los hombres de la frontera son buenos Guardianes.

La Verde le asestó una mirada penetrante y Moraine deseó no haber fingido una actitud tan ligera. Cadsuane se paró detrás de Larelle y le puso la mano en el hombro.

—¿Qué sabes de esta pequeña?

Todas las chicas que habían dado clase con Larelle la tenían por la hermana perfecta y se sentían intimidadas por su fría reflexión. Todas la habían temido y al mismo tiempo habían deseado ser como ella.

—Moraine era estudiosa y aprendía deprisa —respondió pensativamente—. Siuan Sanche y ella han sido dos de las que han captado las cosas con más rapidez en toda la historia de la Torre, pero eso ya debes de saberlo tú. A ver, déjame pensar. Sí, también era muy libre con sus opiniones y tendía a dar rienda suelta a su genio, pero la metimos en cintura… hasta cierto punto. Ella y la Sanche eran muy aficionadas a las travesuras. Pero las dos pasaron la prueba de Aceptada al primer intento. Le falta madurez, naturalmente, pero puede llegar a ser algo.

Cadsuane se desplazó hasta situarse detrás de Merean y le hizo la misma pregunta, aunque añadió:

—Larelle se ha referido a su afición a las… travesuras. ¿Era una pequeña conflictiva?

Merean meneó la cabeza a la par que sonreía.

—No, realmente no era conflictiva, sólo tenía mucha vitalidad. Las bromas de Moraine eran constantes, pero nunca hubo maldad en ellas. Tanto de novicia como de Aceptada tuvo que ir a mi estudio más veces que otras tres pequeñas juntas, salvo su amiga íntima, Siuan. Claro que es frecuente que las amigas íntimas se metan en líos juntas, pero en el caso de ellas dos no hubo una sola vez que si me mandaban a una no me mandaran también a la otra. La última fue justo el mismo día en que habían pasado la prueba del chal, por la noche. —Su sonrisa se borró y apareció un frunce en el entrecejo muy parecido al que había puesto aquella noche. No de enfado, sino más bien de incredulidad ante las diabluras que podían llegar a hacer unas jóvenes; y un asomo de que la cosa le había hecho gracia—. En lugar de pasar la noche en contemplación, las pillaron intentando meter a escondidas ratones en el cuarto de una hermana, Elaida a’Roihan. Dudo de que alguna otra mujer haya sido ascendida a Aes Sedai con las posaderas demasiado sensibles para poderse sentar debido a su última visita a la Maestra de las Novicias.

Moraine mantuvo el gesto sereno y no apretó los puños, pero poco podía hacer respecto al rubor de las mejillas. ¡Ese gesto ceñudo y a la vez divertido a regañadientes, como si todavía hablara de una Aceptada! Conque le faltaba madurez, ¿verdad? Vale, a lo mejor le faltaba un poco, pero aun así… ¡Como lo de sacar a relucir todos esos detalles íntimos!

—Creo que ya sabes sobre mí todo lo que necesitas saber —le dijo a Cadsuane con aire estirado. Lo íntimas que habían sido Siuan y ella no le incumbía a nadie más que a ellas. Lo mismo que los castigos, y encima con detalles—. Y, ahora que tu curiosidad ha quedado satisfecha, he de hacer el equipaje. Parto para Chachin.

Logró tragarse un gemido antes de que se le escapara. Todavía soltaba la lengua más de lo debido cuando estaba irritada. Si Merean o Larelle formaban parte de la búsqueda, entonces debían de tener cuando menos algunos nombres de la lista que había en su librito. Incluido el de Jurine Najima, en Canluum, el de lady Inés Demain, en Chachin, y el de Avene Sahera, que vivía en «un pueblo de la calzada entre Chachin y Canluum». Si sospechaban algo, ya sólo le quedaba decir que después se proponía visitar Arafel y Shienar para confirmar esas sospechas. Cadsuane sonrió y no fue en absoluto una sonrisa agradable.

—Te marcharás cuando yo lo diga, pequeña —dijo—. Y, mientras no tengas que contestar algo, cállate. Ese pichel debe de tener vino caliente. Sírvenos un poco.

Moraine se estremeció. ¡Pequeña! Ya no era una novicia. Esa mujer no podía ordenarle que se fuera o que se quedase. Ni que hablara o dejase de hablar. Pero no protestó. Se dirigió hacia la chimenea, iracunda, y cogió el pichel de cuello alto.

—Pareces muy interesada en esta joven, Cadsuane —comentó Merean, que se volvió un poco para mirar a Moraine mientras servía el vino—. ¿Hay algo sobre ella que deberíamos saber?

—¿Alguien ha predicho que será Amyrlin algún día? —La sonrisa de Larelle tenía un asomo de sorna; con Cadsuane, sólo un asomo—. No es la impresión que me da a mí, aunque, claro está, yo no tengo el don de la Predicción.

—Y yo podría vivir otros treinta años —dijo Cadsuane mientras tendía la mano hacia la taza que le ofrecía Moraine—. O solamente tres. ¿Quién sabe?

A Moraine se le abrieron los ojos de par en par y se derramó vino caliente en la muñeca. Merean dio un respingo y a Larelle parecía que le hubiesen dado una pedrada en la frente.

—Pon más cuidado con las otras tazas —dijo la Verde, impasible ante los gestos de sorpresa—. Pequeña… —Moraine volvió a la chimenea, todavía con los ojos muy abiertos, y Cadsuane continuó—: Meilyn es bastante mayor que yo, así que cuando faltemos las dos Kerene será la más fuerte. —Larelle se encogió. ¿Es que esa mujer se proponía quebrantar todas las costumbres de una tacada?—. ¿Os incomodan mis palabras? —El tono solícito de Cadsuane no podía ser más falso, y la Verde no esperó respuesta—. Guardar silencio sobre la edad no impide que la gente sepa que vivimos más que el resto. ¡Bah! Y hay un gran escalón desde Kerene hasta las siguientes cinco. Cinco, contando a esta pequeña y a la Sanche cuando alcancen su potencial. Y una de esas cinco es tan vieja como yo y, para colmo, está retirada.

—¿Hay alguna razón para hablar de esto? —preguntó Merean, que parecía un poco mareada. Larelle tenía las manos apretadas contra el estómago y el rostro ceniciento. Casi ni miraron el vino que Moraine les ofrecía antes de rechazarlo, y ésta se quedó con la copa en la mano, aunque no se creía capaz de beber ni un sorbo. Cadsuane frunció el entrecejo, un gesto temible.

—En mil años no ha habido nadie en la Torre que pueda igualarme. Y hace casi seiscientos que no ha habido nadie que iguale a Meilyn o Kerene. Hace mil años habría habido cincuenta hermanas o más que estarían por encima de esta pequeña. Sin embargo, dentro de cien años estará en el escalón más alto. Oh, es posible que aparezca alguien más fuerte en ese tiempo, pero no serán cincuenta, y cabe la posibilidad de que no haya ninguna. Estamos disminuyendo.

Moraine aguzó los oídos. ¿Tendría Cadsuane alguna solución al problema? Pero ¿cómo era posible que cualquier solución tuviera que ver con ella?

—No entiendo —repuso secamente Larelle. Parecía haber recobrado la compostura y estar enfadada por haberla perdido—. Todas somos conscientes de eso, pero ¿qué tiene que ver Moraine con ello? ¿Crees que, de algún modo, puede atraer más chicas a la Torre? ¿Chicas con… un potencial mayor? —Tuvo que esforzarse para decir lo último, aunque no pudo evitar un gesto de desagrado, y el modo en que resopló dejó bien claro lo que pensaba de esa idea.

—Lamentaría que se la perdiera antes de que sepa distinguir el derecho del revés. La Torre no puede permitirse el lujo de perderla a causa de su propia ignorancia. Miradla. Una bonita muñeca cairhienina noble. —Cadsuane puso el índice debajo de la barbilla de Moraine y empujó hacia arriba—. Antes de que encuentres a ese Guardián, pequeña, un bandido que quiere ver qué llevas en la bolsa te clavará una flecha en el corazón. Un asaltante de caminos que se desmayaría al ver a una hermana dormida te romperá la cabeza y te despertarás al fondo de un callejón más ligera de oro y puede que de algo más. Supongo que querrás elegir a tu primer hombre con tanto celo como a tu primer Guardián.

Moraine apartó la cabeza de un tirón, fuera de sí. Primero, Siuan y ella, y ahora esto. ¡Había cosas de las que no se hablaba!

Cadsuane hizo caso omiso de su indignación. Sorbió calmosamente el vino y se volvió hacia las otras.

—Hasta que encuentre un Guardián que la defienda, quizá sería mejor protegerla de su propio entusiasmo. Creo que vosotras dos vais a Chachin, así que os acompañará. Espero que no la perdáis de vista.

Moraine recuperó el habla, pero sus protestas, como antes su indignación, no sirvieron de nada. Merean y Larelle también protestaron; a voces, como ella. Una Aes Sedai no necesitaba que «cuidaran de ella» por nueva que fuera. Tenían asuntos propios de los que ocuparse. No dejaron claro cuáles eran ni si los compartían —pocas hermanas lo habrían hecho—, pero saltaba a la vista que ninguna de las dos quería compañía. Cadsuane no hizo caso a nada que no quería oír, dio por hecho que harían lo que quería, presionó cuando se abría un resquicio. A no tardar, las dos rebullían en sus asientos y admitían que se habían encontrado el día anterior y que no estaban seguras de si viajarían juntas o no. En cualquier caso, ambas tenían intención de pasar dos o tres días en Canluum, mientras que Moraine quería marcharse enseguida.

—La pequeña se quedará hasta que os marchéis —manifestó Cadsuane con resolución—. Bien, todo arreglado, entonces. Estoy segura de que las dos querréis ocuparos de lo que quiera que os trajo a Canluum, así que no os entretengo más.

Larelle se ajustó el chal con aire irritado ante la brusquedad con la que las despachaba y después salió echando humo y mascullando que Moraine se arrepentiría si la estorbaba o la retrasaba. Merean se lo tomó mejor y comentó que cuidaría de Moraine como de una hija, aunque su sonrisa distaba mucho de ser complacida.

Cuando se marcharon, Moraine miró a Cadsuane con incredulidad. Jamás había visto algo semejante. Salvo una vez que vio una avalancha. Lo aconsejable en ese momento era callarse y esperar la ocasión para irse sin que la vieran Cadsuane o las otras. Lo más juicioso.

—Yo no he accedido a nada —dijo fríamente. Muy fríamente—. ¿Y si tengo asuntos urgentes que atender en Chachin? ¿Y si no quiero esperar aquí dos o tres días? —Quizá necesitaba aprender a contener la lengua un poco más.

Cadsuane se había quedado mirando pensativamente la puerta por la que habían salido Merean y Larelle, pero volvió los ojos hacia Moraine con una mirada taladradora.

—Hace sólo unos cuatro meses que llevas el chal ¿y ya tienes asuntos urgentes que no pueden esperar? ¡Bah! Todavía no has aprendido la que es la primera lección de verdad: el chal significa que estás preparada para empezar a aprender realmente. La segunda lección es la cautela. Sé mejor que la mayoría lo duro que resulta descubrir eso cuando se es joven y se tiene el Saidar en la punta de los dedos y el mundo a tus pies. Que es lo que crees tú. —Moraine intentó decir algo, pero tanto le habría dado encontrarse delante de aquella avalancha—. Correrás grandes riesgos a lo largo de la vida, si vives lo suficiente. Ya has corrido más de los que piensas. Hazme caso. Y haz lo que te digo. Esta noche pasaré por tu cuarto y si no estás en la cama te encontraré y te haré llorar como lloraste por esos ratones. Después podrás secarte las lágrimas en ese chal que crees que te hace invencible. Y no es así.

Fija la mirada en la puerta que se había cerrado detrás de Cadsuane, Moraine cayó en la cuenta de que todavía tenía en la mano la copa de vino y la vació de un trago. Esa mujer era… formidable. La costumbre prohibía la violencia física contra otra hermana, pero Cadsuane no había dado rodeos ni cabía otra interpretación en su amenaza. Lo había dicho claramente, así que, por los Tres Juramentos, era exactamente lo que había querido decir. Increíble. ¿Habría mencionado por casualidad a Meilyn Arganya y a Kerene Nagashi? Eran dos de las rastreadoras de Tamra. ¿Cabría la posibilidad de que Cadsuane fuera otra de ellas? En cualquier caso, como poco había interrumpido su búsqueda durante casi una semana o más. Eso, si al final se iba con Merean y Larelle. Pero ¿por qué sólo una semana? Si Cadsuane formaba parte de la búsqueda…, si… Quedarse allí plantada, toqueteando la copa de vino vacía, no la llevaba a ninguna parte, así que cogió la capa.