Hondonadas
En las cañadas próximas a la muralla norte no había palacios, sino tiendas y tabernas, posadas, establos y patios de carretas. En torno a los largos almacenes de los delegados comerciales se desarrollaba una gran actividad, pero al barrio de Hondonadas no llegaban carruajes y eran contadas las calles lo bastante anchas para que circularan carros por ellas. Aun así, estaban tan abarrotadas y eran tan ruidosas como las anchas avenidas. En ese barrio los artistas callejeros llevaban atuendos deslucidos, pero lo compensaban metiendo más jaleo, y compradores y vendedores por igual gritaban como si quisieran que se los oyera dos calles más allá. Entre la multitud habría cortabolsas, descuideros y todo tipo de ladrones que tras acabar su ronda matinal se dirigirían a zonas más altas mientras que otros se encaminarían hacia allí para probar fortuna por la tarde. Lo asombroso habría sido lo contrario, considerando la cantidad de mercaderes que había en la ciudad. Lan se guardó la bolsa debajo de la camisa la segunda vez que unos dedos invisibles le rozaron la chaqueta. Cualquier banquero le haría un préstamo a cuenta del predio shienariano que se le había concedido al alcanzar la edad adulta, pero perder el oro que llevaba encima significaba tener que aceptar la hospitalidad de Reducto del Ciervo.
En las tres primeras fondas que lo intentaron —unas construcciones cuadradas de piedra con tejados de pizarra y chillones letreros en el exterior—, los posaderos no tenían ni un tabuco libre que ofrecer. Comerciantes de poca monta y guardias de mercaderes tenían todo abarrotado hasta el ático. Bukama empezó a rezongar sobre preparar una cama en un pajar, pero no mencionó en ningún momento los colchones de plumas y las finas sábanas que esperaban en el Reducto. Dejaron los caballos al cuidado de los mozos de cuadra en la cuarta posada, La Rosa Azul, y Lan entró en el establecimiento dispuesto a encontrar un sitio para ellos dos aunque le llevara el resto del día.
Dentro, una mujer canosa, alta y guapa dirigía el negocio en la abarrotada sala común donde las charlas y las risas casi ahogaban el canto de una muchacha delgada, que se acompañaba con una cítara. El humo de las pipas se enroscaba en las vigas del techo, y de la cocina salía el olor a cordero asado. En cuanto la posadera vio a Lan y a Bukama se dio un tirón al delantal de rayas azules y se dirigió hacia ellos, penetrante la mirada de sus ojos oscuros.
Antes de que Lan tuviera tiempo de abrir la boca, agarró a Bukama por las orejas, tiró hacia abajo y lo besó. Las kandoresas no solían ser recatadas, pero aun así fue un beso notablemente largo e intenso para hacerlo delante de tantos ojos. En las mesas hubo sonrisitas burlonas y dedos que los señalaban.
—También me alegro de verte, Racelle —murmuró Bukama, esbozando una sonrisa, cuando la mujer lo soltó finalmente—. No sabía que tuvieras una posada aquí. ¿Crees que…? —Eludió los ojos en lugar de sostener la mirada de la mujer y eso resultó ser un error. El puño de Racelle se estrelló contra su mandíbula con tal contundencia que el impacto le bamboleó la cabeza y lo hizo tambalearse.
—Seis años sin saber una palabra —bramó Racelle—. ¡Seis años!
Volvió a agarrarle las orejas y le dio otro beso, más largo aún esta vez. Mejor dicho, lo tomó. El firme y sostenido tirón de orejas frustraba cualquier otra opción que no fuera seguir inclinado y dejar que hiciese lo que quisiera. Cuando menos, no le clavaría un cuchillo en las costillas mientras lo besaba. O tal vez sí.
—Creo que la señora Arovni encontrará una habitación para Bukama en alguna parte —comentó con sequedad una voz familiar detrás de Lan—. Y para ti también, claro.
Lan se volvió y estrechó el brazo del único hombre en la sala que, además de Bukama, era tan alto como él: Ryne Venamar, su más viejo amigo aparte de su compañero de viaje. La posadera todavía tenía ocupado a Bukama, y Ryne condujo a Lan hacia una mesita redonda que había en un rincón. Cinco años mayor que él, Ryne también era malkieri, pero llevaba el cabello tejido en dos largas trenzas rematadas con campanillas; más campanillas de plata adornaban las bocas vueltas de sus botas y formaban una fila a lo largo de las mangas de la chaqueta amarilla. A Bukama no le caía mal Ryne exactamente, pero con su estado de ánimo actual sólo Nazar Kurenin podía causar un efecto peor.
Mientras los dos se acomodaban en los bancos, una camarera con el delantal de rayas les llevó vino con especias. Por lo visto, Ryne lo había pedido nada más ver a Lan. De ojos oscuros y labios carnosos, la muchacha miró a Lan de arriba abajo sin cortedad mientras soltaba la jarra delante de él, y después le susurró al oído su nombre, Lira, así como una invitación si hacía noche allí. Lo único que Lan quería esa noche era dormir, de modo que bajó la vista y murmuró que le hacía un gran honor. Lira no lo dejó terminar. Soltó una risa escandalosa, se agachó y le mordió con fuerza la oreja.
—Para mañana —anunció con voz alta, de timbre gutural— te habré honrado a tal punto que las rodillas no te sostendrán.
Un estallido de risotadas se alzó en las mesas de alrededor. Ryne imposibilitó cualquier posibilidad de arreglar las cosas al echarle una moneda y darle un azote en el trasero para que se marchara. Lira le dedicó una sonrisa que le marcó hoyuelos y se guardó la moneda de plata en el escote del vestido, pero se alejó lanzando miradas humeantes a Lan que hicieron que éste suspirara. Si se le ocurría decirle que no, la chica era capaz de clavarle un cuchillo por el insulto.
—Tu suerte con las mujeres no ha cambiado. —La risa de Ryne sonó un tanto cortante. Tal vez le gustaba la camarera—. La Luz sabe que es imposible que les parezcas atractivo. Cada año estás más feo. Quizá debería probar un poco esa modestia esquiva tuya y dejar que las mujeres me llevaran de la nariz.
Lan abrió la boca, pero en lugar de hablar echó un trago. No tendría que explicarlo, pero de todos modos ya era demasiado tarde para explicárselo a Ryne. El padre de éste se lo había llevado a Arafel el año que Lan cumplió los diez. Llevaba sólo una espada al cinto en lugar de dos en la espalda, pero aun así era arafelino de la cabeza a los pies. De hecho iniciaba conversaciones con mujeres que no se habían dirigido a él antes. Lan, educado por Bukama y sus amigos en Shienar, había crecido rodeado por una pequeña comunidad que conservaba las costumbres malkieri. Si Lira compartía su lecho esa noche, como parecía casi seguro, descubriría que no tenía nada de tímido ni de retraído una vez que se hubieran acostado, pero aun así era la mujer la que decidía cuándo entrar en esa cama y cuándo marcharse de ella.
Varias personas de la sala miraban hacia su mesa de reojo o por encima de los bordes de las jarras. Una mujer rellenita y de tez cobriza, que llevaba un vestido mucho más grueso de lo que era habitual en las domani, no hacía el menor esfuerzo por disimular sus ojeadas mientras hablaba animadamente con un tipo de bigote retorcido y con una gran perla en la oreja. Seguramente se preguntaba si habría jaleo por Lira, si un hombre que llevaba el hadori sería realmente capaz de matar por un quítame allá esas pajas.
—No esperaba encontrarte en Canluum —dijo Lan, que dejó la jarra sobre la mesa—. ¿Escoltas la caravana de un mercader?
A Bukama y a la posadera no se los veía por ningún sitio. Ryne se encogió de hombros.
—Desde Shol Arbela. El comerciante más afortunado de Arafel, decían. Decían. De mucho le ha servido. Llegamos ayer y anoche unos asaltantes le cortaron el cuello dos calles más arriba. Este viaje me he quedado sin paga. —Esbozó una sonrisa desganada y tomó un buen trago de vino, quizás en memoria del comerciante o tal vez por su paga perdida—. Y que me aspen si yo esperaba verte aquí.
—No deberías prestar oídos a los rumores, Ryne. No he sufrido ninguna herida digna de mención desde que partí hacia el sur. —Si conseguían habitación Lan pensaba tomarle el pelo a Bukama preguntándole si ya la había pagado y cómo. Quizás encorajinarse acababa con su apatía.
—Los Aiel —resopló Ryne con desdén—. Jamás pensé que pudieran liquidarte. —Él nunca se había enfrentado a los Aiel, claro—. Suponía que te encontrarías dondequiera que estuviera Edeyn Arrel. En este momento en Chachin, por lo que he oído.
Aquel nombre hizo que Lan alzara bruscamente la cabeza para mirar al hombre que tenía enfrente.
—¿Y por qué iba a estar cerca de lady Arrel? —demandó suavemente. Suavemente pero dando énfasis al título de la mujer.
—Tranquilo, hombre. No me refería a… —Con muy buen juicio, dio un giro a la conversación—. Que me aspen, no me digas que no te has enterado. Ha enarbolado la Grulla Dorada. En tu nombre, claro está. Con la entrada del nuevo año partió de Fal Moran a Maradon y acaba de regresar. —Ryne meneó la cabeza, y las campanillas del cabello tintinearon tenuemente—. Debe de haber doscientos o trescientos hombres aquí mismo, en Canluum, dispuestos a seguirla. A seguirte, quiero decir. Algunos que ni se te pasarían por la imaginación. El viejo Kurenin lloró cuando la oyó hablar. Todos están dispuestos a arrancar a Malkier de las garras de La Llaga.
—Lo que muere en La Llaga muerto está —respondió cansinamente Lan. Por dentro sentía un frío intenso. De repente, la expresión de sorpresa de Seroku al oír que se proponía cabalgar hacia el norte cobraba otro sentido, al igual que la afirmación del joven guardia de que estaba listo. Hasta las miradas de los que ocupaban la sala parecían diferentes. Y Edeyn era parte de ello. Siempre le había gustado estar en el centro de la tormenta—. Tengo que ocuparme de mi caballo —le dijo a Ryne mientras retiraba hacia atrás el banco en el que estaba sentado.
Ryne comentó algo sobre hacer una ronda por las tabernas esa noche, pero Lan casi ni lo oyó. Cruzó a buen paso la cocina, donde el calor de las estufas de hierro, los hornos de piedra y los hogares se dejaba notar, y salió al frío patio del establo en el que se mezclaban los olores a caballo, heno y humo de leña. Una alondra gris trinaba en el borde del tejado de la cuadra. Las alondras grises llegaban en primavera antes incluso que los petirrojos. Las alondras cantaban en Fal Moran la primera vez que Edeyn le había hablado muy quedo al oído.
Los caballos ya estaban en el establo, y los arreos, las sillas y las albardas se encontraban sobre las mantas de ensillar, encima de las puertas de las cuadras, pero de los cestos de mimbre no había rastro. La señora Arovni debía de haber avisado a los mozos de cuadra que Bukama y él tenían alojamiento.
En el oscuro establo sólo había una persona, una moza de cuadra delgada, de gesto duro, que limpiaba las cuadras. Sin dejar de trabajar observó en silencio a Lan, que revisaba a Gato Danzarín y a los otros caballos. Siguió observándolo cuando empezó a recorrer de un extremo a otro el reducido espacio de la cuadra. Lan intentaba pensar pero el nombre de Edeyn seguía rondándole la cabeza. Y también el rostro de la mujer, enmarcado en el sedoso cabello negro que le llegaba a la cintura; un rostro hermoso con grandes y oscuros ojos capaces de sorberle el alma a un hombre hasta cuando rebosaban autoridad.
Poco después la moza de cuadra murmuró algo en su dirección, se llevó los dedos a los labios y a la cabeza, y salió deprisa del establo con la carretilla medio llena, sin dejar de echarle vistazos por encima del hombro. Se paró para cerrar las puertas, cosa que también hizo con presteza, y lo dejó en la oscuridad rota únicamente por la tenue luz que entraba por los ventanucos abiertos en el pajar. Las motas de polvo danzaban en los pálidos rayos dorados.
Lan torció el gesto. ¿Tanto la asustaba un hombre que llevaba el hadori? ¿Le había parecido amenazador que caminara de un lado a otro de la cuadra? De pronto fue consciente del movimiento de sus manos a lo largo de la empuñadura de la espada, de la tensión de su rostro. ¿Caminar? No. Lo que había estado haciendo era desplazarse en la postura de lucha llamada El leopardo en hierba alta, que se utilizaba cuando había enemigos por todas partes. Tenía que tranquilizarse.
Se sentó cruzado de piernas en una bala de paja, asumió el ko’di y flotó en el imperturbable vacío, fundido en uno con la bala de paja que tenía debajo, con el establo, con la espada envainada en la funda. «Sentía» los caballos que comían en los pesebres, las moscas que zumbaban en los rincones. Todo formaba parte de él. Especialmente la espada. Pero en esta ocasión lo único que buscaba era el vacío carente de emociones.
De la bolsa del cinturón sacó un pesado sello de oro, con el grabado de una grulla en vuelo, y le dio vueltas en la mano. Era el anillo de los reyes malkieri, hombres que habían frenado el avance de la Sombra durante más de novecientos años. El desgaste a lo largo del tiempo había obligado a rehacerlo incontables veces, y en todas ellas habían fundido el anillo antiguo para que formara parte del nuevo. Todavía podía existir alguna partícula del que habían llevado los dirigentes de Rhamdashar, nación que había precedido a la de Malkier, y de Aramaelle, anterior a Rhamdashar. Ese trozo de metal representaba más de tres mil años de lucha contra La Llaga. Le había pertenecido desde hacía casi tantos años como los que tenía, pero nunca lo había llevado puesto. Generalmente hasta contemplarlo era una carga, una penosa tarea que se imponía a diario. Dudaba de que hubiera sido capaz de hacerlo ese día sin encontrarse en el vacío. En el ko’di la mente flotaba libremente y las emociones se hallaban más allá del horizonte.
Estando en la cuna le habían dado cuatro regalos: el anillo que tenía en las manos, el guardapelo que llevaba al cuello, la espada colgada a la cadera y un juramento prestado en su nombre. El guardapelo que guarecía el retrato de la madre y del padre que no recordaba haber visto en vida era el más preciado, y el juramento, el más oneroso. «Luchar contra el Oscuro mientras el hierro conserve su dureza y haya piedras a mano. Defender a los malkieri mientras quede una gota de sangre en las venas. Vengar lo que no pueda defenderse». Y después lo habían ungido con óleos y lo habían nombrado Dai Shan, consagrándolo como el siguiente rey de Malkier, tras lo cual mandaron que lo sacaran de una tierra que sabían que moriría.
Ya no quedaba nada que defender, sólo una nación que vengar, y lo habían entrenado para eso desde que había dado los primeros pasos. Con el regalo de su madre al cuello y la espada de su padre en la mano, con el anillo grabado a fuego en el corazón, había luchado desde su decimosexto día onomástico para vengar a Malkier. Pero jamás había conducido hombres a La Llaga. Bukama había cabalgado con él, y otros también, pero no podía llevar hombres allí. Esa guerra era sólo suya. No se podía devolver la vida a los muertos y tampoco se podía resucitar una nación. Sólo que ahora Edeyn Arrel quería intentarlo.
Su nombre levantaba ecos en el vacío que lo envolvía. Un centenar de emociones surgieron como implacables montañas, pero alimentó el fuego con ellas hasta que todo fue quietud. Hasta que su corazón latió al ritmo del lento pataleo de los caballos del establo y el aleteo de las moscas marcó un contrapunto con su respiración. Ella era su carneira, su primer amor. A despecho de la quietud que lo envolvía, un millar de años de tradición se lo gritaban.
Él tenía quince años y Edeyn más del doble cuando la mujer le recogió con las manos el pelo que todavía le llegaba a la cintura y le susurró sus intenciones. Por entonces las mujeres aún lo llamaban guapo y se reían de sus sonrojos, y durante medio año Edeyn había disfrutado pavoneándose con él del brazo y metiéndolo en su cama. Hasta que Bukama y los otros hombres le entregaron el hadori. El regalo de su espada en su décimo día onomástico lo había convertido en un hombre según la costumbre a todo lo largo de la Frontera, aunque con años de anticipación; pero entre los malkieri ese cordón de cuero trenzado había sido más importante. Una vez que le ciñó la frente, él fue el único que decidió dónde ir y cuándo y por qué. Y la oscura canción de La Llaga se había convertido en un aullido que ahogaba cualquier otro sonido. El juramento que había pronunciado en el fondo de su corazón tanto tiempo atrás se tornó una danza que sus pies debían seguir.
Habían pasado casi diez años desde que Edeyn lo vio partir de Fal Moran, y cuando volvió ella se había ido, pero todavía recordaba su cara con más claridad que la de cualquier mujer que había compartido su cama desde entonces. Ya no era un muchacho para creer que lo había amado por el simple hecho de elegirlo para ser su primera amante, aunque existía un viejo dicho entre los malkieri: «Tu carneira lleva para siempre una parte de tu alma como una cinta en el cabello». La costumbre tan fuerte como una ley hacía que fuera así.
Una de las puertas del establo chirrió al abrirse y apareció Bukama, sin chaqueta y con la camisa metida de cualquier manera en los pantalones. Sin la espada parecía que estuviera desnudo. Como indeciso, abrió las dos puertas de par en par antes de entrar en el establo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó finalmente—. Racelle me ha contado lo de…, lo de la Grulla Dorada.
Lan volvió a guardar el anillo y dejó que el vacío desapareciera. De pronto, la cara de Edeyn pareció encontrarse en todas partes, justo fuera del alcance de la vista.
—Ryne dice que hasta Nazar Kurenin está dispuesto a seguirme —comentó a la ligera—. ¿No sería eso algo digno de verse? —Un ejército podía perecer al tratar de derrotar a La Llaga. Ejércitos enteros habían sucumbido al intentarlo. Pero el recuerdo de Malkier ya empezaba a morir, y una nación era tanto su recuerdo como el propio territorio—. Ese chico de las puertas podría dejarse crecer el cabello y pedirle a su padre el hadori. —La gente estaba olvidando; intentaba olvidar. Cuando hubieran desaparecido el último hombre con el cabello atado y la última mujer con la frente pintada, ¿también habría muerto realmente Malkier?—. Vaya, pero si hasta es posible que Ryne se quite esas trenzas. —Todo atisbo de chanza desapareció de su voz al añadir—: Pero ¿merece la pena el precio? Al parecer algunos creen que sí.
Bukama resopló, pero había habido una pausa. Quizás él era uno de los que lo pensaban.
El hombre de más edad se dirigió a la cuadra donde estaba Venablo de Sol y empezó a toquetear la silla que había encima de la puerta como si de repente hubiese olvidado a qué había ido allí.
—Todo tiene un precio —dijo sin levantar la vista—. Pero hay precios y precios. Lady Edeyn… —Echó una ojeada a Lan y luego se volvió para mirarlo cara a cara—. Siempre ha sido de las que exigen todos los derechos y requieren que se cumpla hasta la más pequeña obligación. La costumbre te ata con cuerdas y, hagas la elección que hagas, ella las utilizará como una brida a menos que encuentres un modo de evitarlo.
Lan metió sosegadamente los pulgares en el cinturón de la espada. Bukama lo había sacado de Malkier cargado a la espalda. Era el último de los cinco que habían sobrevivido a aquel viaje. Bukama tenía derecho a hablar con claridad aunque al soltar la lengua sus palabras alcanzaran a su carneira.
—¿Y cómo sugieres que eluda mis obligaciones sin cubrirme de deshonor? —preguntó con más brusquedad de lo que era su intención. Respiró hondo y continuó en un tono más suave—. Ven, la sala común huele mucho mejor que esto. Ryne sugirió hacer una ronda de tabernas esta noche. A no ser que la señora Arovni tenga compromisos prioritarios contigo. Ah, por cierto, ¿cuánto nos costarán las habitaciones? ¿Son buenas? No demasiado caras, espero.
Bukama se reunió con él camino de las puertas del establo; estaba sonrojado.
—No muy caras —se apresuró a contestar—. Tú tienes un camastro en el ático y yo…, eh…, me alojo en el cuarto de Racelle. Me gustaría dar una vuelta por las tabernas, pero creo que Racelle… No creo que tenga intención de dejarme… Yo… ¡Puñetero mocoso! —farfulló—. ¡Ahí dentro hay una jovencita que se llama Lira y que está proclamando que no usarás ese camastro esta noche y que tampoco dormirás mucho, así que no creas que puedes…! —Se calló de golpe al salir a la luz del sol, que parecía más brillante después de la oscuridad del interior del establo. La alondra seguía cantando a la primavera.
Seis hombres cruzaban el patio, vacío a excepción de ellos. Eran seis hombres corrientes, con la espada al cinto, como cualquier hombre en cualquier calle de la ciudad. Pero Lan lo supo antes de que las manos se movieran, antes de que las miradas se centraran en ellos y los hombres apretaran el paso. Se había enfrentado a muchos hombres que querían matarlo para no saber sus intenciones. Y a su lado tenía a Bukama, comprometido por un juramento que no le habría permitido desenvainar la espada aunque la hubiese llevado al cinto. Las manos eran armas ineficaces contra espadas, sobre todo cuando el adversario era tan superior en número. Si los dos intentaban volver al interior del establo, los hombres los habrían alcanzado antes de que tuvieran tiempo de atrancar las puertas. El tiempo pareció lentificarse, fluir como miel fría.
—¡Adentro y atranca las puertas! —bramó Lan al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura—. ¡Obedéceme, soldado!
En la vida le había dado una orden a Bukama de esa manera, y el hombre vaciló un instante, pero después inclinó la cabeza con gesto formal.
—Mi vida es vuestra, Dai Shan —dijo con voz sorda—. Os obedezco.
Mientras Lan echaba a andar hacia los atacantes oyó caer la tranca del establo con un golpe seco. Percibió lejana la sensación de alivio. Flotaba en el ko’di, era uno con la espada que salió suavemente de la vaina. Uno con los hombres que corrían hacia él, las botas resonando sordamente en la tierra apelmazada del patio, los aceros desnudos.
Un tipo flaco, con aspecto de grulla, se adelantó a los otros y Lan ejecutó las posturas. El tiempo cual miel fría. La alondra gris cantaba y el hombre delgado chilló cuando Cortar las nubes le seccionó la mano derecha por la muñeca en tanto que Lan, pasando con gracilidad de una postura a otra, se desplazaba hacia un lado para que los demás no pudieran atacarlo a un tiempo. Llovizna en el ocaso cortó la cara a un hombre y le sacó un ojo; un joven pelirrojo dio un tajo a Lan en las costillas con Guijarros negros en la nieve. Únicamente en los cuentos un hombre se enfrentaba a seis sin sufrir heridas. La rosa se abre cortó el brazo izquierdo a un hombre calvo, y el pelirrojo logró hacer una incisión en el rabillo del ojo a Lan. Sólo en los cuentos un hombre se enfrentaba a seis y sobrevivía. Eso lo había sabido desde el principio. El deber era pesado como una montaña, la muerte, liviana como una pluma. Y su deber era para con Bukama, que había llevado cargado a la espalda a un infante. Sin embargo, de momento seguía vivo, así que luchó asestando una patada en la cabeza al pelirrojo, danzando en su camino a la muerte. Danzó y recibió heridas, sangró y danzó en el aguzado filo de la vida. El tiempo cual miel fría, fluyendo de postura en postura, y sólo podía haber un final. Pero todo era algo distante. La muerte, liviana como una pluma. Diente de león al viento rebanó la garganta al gordo al que había dejado tuerto —ni con la cara destrozada había dejado de atacarlo—, y un tipo con barba dividida en dos puntas y hombros de herrero exhaló un grito de sorpresa cuando Besar a la víbora le hundió el acero de Lan en el corazón.
Y de repente, Lan cayó en la cuenta de que sólo quedaba él de pie, con seis hombres desplomados delante del establo. El joven pelirrojo hincó los talones en el suelo con una última sacudida convulsiva, y después Lan fue el único de los siete que todavía respiraba. Sacudió la sangre de su espada, se inclinó para limpiar las últimas gotas con la chaqueta —demasiado buena— del herrero y envainó formalmente el arma como si estuviera en el patio de entrenamiento bajo la mirada atenta de Bukama.
La gente salió de golpe de la posada, cocineras y mozos de cuadra, camareras y parroquianos que preguntaban a voces qué era todo ese jaleo, y se quedaron mirando estupefactos a los hombres muertos. Ryne fue el primero en acercarse, espada en mano y el rostro carente de expresión al detenerse frente a Lan.
—Seis —murmuró mientras observaba los cuerpos—. Realmente tienes la jodida suerte del Oscuro.
Lira llegó junto a Lan sólo unos instantes antes que Bukama y los dos empezaron a entreabrir las rasgaduras de sus ropas para examinarle las heridas. La joven se estremecía delicadamente con cada una que dejaba a la vista, pero comentó en un tono tan tranquilo como el de Bukama si no convendría mandar llamar a una Aes Sedai para que diera la Curación y lo que hacía falta coser, y después rechazó desdeñosamente la posibilidad de que fuera Bukama quien usara la aguja en lugar de ella. La señora Arovni, recogida la falda para que no se manchara en los charcos de sangre y barro, iba de aquí para allí con aire ofendido a la par que asestaba miradas feroces a los cadáveres desparramados por el patio de su establo y protestaba en voz alta que las bandas de asaltantes no merodearían a plena luz del día si la guardia estuviera haciendo su trabajo. La domani que había mirado fijamente a Lan en la sala se mostró de acuerdo, también en voz alta, y su esfuerzo se lo pagó la posadera con una seca orden de que fuera a buscar a la guardia, además de un empellón para que se pusiera en marcha. El modo de tratar a una parroquiana daba la medida de la conmoción de la señora Arovni, y que la domani saliera corriendo sin protestar daba la medida de la conmoción de todo el mundo. La posadera empezó a organizar hombres para que se llevaran de su vista los cadáveres.
Ryne miró a Bukama y después volvió la vista hacia el establo como si no entendiera; y probablemente no lo entendía.
—No eran asaltantes, creo —dijo sin embargo. Señaló al tipo con aspecto de herrero—. Cuando Edeyn Arrel estuvo aquí, ése se encontraba presente y le gustó lo que oyó. Y uno de los otros también, creo. —Las campanillas del cabello sonaron al menear la cabeza—. Es curioso. La primera vez que habló de enarbolar la Grulla Dorada fue después de que nos llegara el rumor de que habías muerto fuera de las Murallas Resplandecientes. El nombre de al’Lan congrega hombres, pero, estando muerto, ella podría ser el’Edeyn. —Alzó las manos al ver las miradas que Lan y Bukama le lanzaban.
»No hago acusaciones —se apresuró a decir—. Jamás acusaría a lady Edeyn de algo así. Estoy seguro de que tiene toda la tierna sensibilidad que puede esperarse de una mujer.
La señora Arovni soltó un gruñido fuerte y seco como un puñetazo y Lira masculló en voz baja que el guapo arafelino sabía poco sobre mujeres.
Lan meneó la cabeza. No era una negativa. Edeyn era capaz de disponer que lo mataran si servía a sus intereses, podría haber dejado órdenes aquí y allí por si acaso los rumores sobre su muerte resultaban falsos, pero aunque lo hubiera hecho no era motivo para relacionar su nombre con ello, sobre todo delante de extraños. Las manos de Bukama se quedaron quietas manteniendo abierto un desgarro en la manga de Lan.
—¿Adónde iremos desde aquí? —preguntó en voz queda.
—A Chachin —respondió Lan al cabo de un momento. Siempre se tenía posibilidad de elegir, pero a veces todas las opciones eran duras—. Tendrás que dejar a Venablo de Sol. Me propongo partir mañana con las primeras luces del día. —El oro que le quedaba alcanzaría para proporcionarle a Bukama una montura nueva.
—¡Seis! —gruñó Ryne, que envainó la espada con bastante fuerza—. Creo que voy a acompañarte. Prefiero no regresar a Shol Arbela hasta tener la certeza de que Ceiline Noreman no me hace responsable de la muerte de su marido. Y será estupendo ver ondear de nuevo la Grulla Dorada.
Lan asintió. Elegir entre abandonar lo que se había prometido a sí mismo tantos años atrás y enarbolar el estandarte, o detenerla, si es que podía. En uno u otro caso tendría que encararse con Edeyn. La opción de La Llaga habría sido mucho más fácil.