Cambios
No tardó en confirmarse que tenían razón las hermanas que habían dicho que había tanto que aprender después de recibir el chal como antes. Moraine y Siuan habían aprendido las complejidades de las costumbres de la Torre Blanca durante la etapa de Aceptadas, sobre todo cuáles existían desde hacía tanto tiempo que tenían categoría de ley y castigos por quebrantarlas. Ahora Rafela y otras se pasaban horas instruyéndolas en la larga lista de costumbres del Ajah Azul, acrecidas a lo largo de más de tres mil años. De hecho, Siuan había retenido la mayor parte de lo que Rafela les había dicho durante la primera conversación en el sector Azul, y Moraine tuvo que trabajar con empeño para no quedarse retrasada. Habría sido penoso recibir un castigo por algo tan trivial como vestir de rojo dentro de la Torre. Las gemas rojas sí estaban permitidas, como las gotas de fuego, rubíes o granates, pero se prohibía ese color en las prendas, algo relacionado con una animosidad entre el Azul y el Rojo que venía de antiguo y que ya nadie sabía con certeza cuándo o por qué había empezado. A veces, la sistemática oposición entre el Azul y el Rojo casi había paralizado la actividad de la Antecámara.
La idea de una enemistad entre Ajahs la sobresaltaba, pero había otros enfrentamientos. Mientras que la concordia entre el Verde y el Azul apenas había sufrido altibajos durante varios siglos, la situación distaba mucho de ser igual con otros Ajahs. En la actualidad existía cierta tirantez con el Blanco, por razones que sólo conocía el Blanco, y una tensión latente con el Amarillo, con hermanas de cada Ajah acusando a las del otro de inmiscuirse en sus acciones en Altara unos cien años antes. Una arraigada costumbre prohibía la injerencia en asuntos de otra hermana, costumbre que brindaba el único eximente de la deferencia debida. Por lo menos, fuera de la Torre. Y después estaban las variantes. Por ejemplo, el Marrón respaldaba al Blanco contra el Azul, pero apoyaba al Azul contra el Amarillo. Es decir, de momento. Esas cosas podían alargarse durante siglos o cambiar en un visto y no visto. También era preciso saber qué antagonismos y rivalidades existían entre otros Ajahs, cuando se conocían. Todos eran una trampa de lazo dispuesta a saltar con un paso descuidado o una palabra poco cauta. ¡Luz, el enredo era tal que, en comparación, el Da’es Daemar parecía un juego de niños!
Todas las noches Siuan escuchaba sus recitados y viceversa, igual que habían hecho de novicias y de Aceptadas, aunque en el caso de Siuan casi no merecía la pena porque nunca cometía errores.
Se dedicaron de nuevo a estudiar el Poder con Lelaine, Natasia, Anaiya y otras por turnos; aprendieron el vínculo para el Guardián y otros tejidos que no se revelaban a las Aceptadas, incluidos unos cuantos que sólo conocían las Azules. A Moraine eso le resultó muy interesante. Si el Azul incluía tejidos entre los secretos de su Ajah, a buen seguro que los otros Ajahs hacían lo mismo, y si los Ajahs lo hacían, seguramente ocurría lo mismo con hermanas por separado. Después de todo, ella tenía uno, el primero que había aprendido antes de ir a Tar Valon, y se lo había ocultado celosamente a las hermanas. Se habían dado cuenta de que la chispa ya se había encendido en ella, pero les había hablado sólo de encender velas y crear una bola de luz para ver en la oscuridad. Nadie vivía en el Palacio del Sol sin aprender a guardar secretos. ¿Tendría Siuan tejidos secretos? No era la clase de pregunta que se podía hacer a la mejor amiga.
Aunque ahora sabían lo suficiente sobre el Saidar para aprender con rapidez, simplemente era demasiado para un día o una semana. Al menos, Moraine se sentía incapaz. El método de hacer caso omiso del calor o del frío resultó ser un truco mental de concentración muy sencillo una vez que uno sabía cómo realizarlo; o eso afirmaba Natasia.
—La mente ha de estar tan tranquila como un plácido estanque —enunció con pedantería, igual que cuando daba clase en el aula. Se encontraban en sus aposentos, donde casi cualquier superficie horizontal estaba cubierta de figurillas y pequeñas tallas y miniaturas. Esas lecciones tenían lugar en los aposentos de la maestra—. Concentraos en un punto por encima del ombligo, en el centro del cuerpo, y empezad a respirar a un ritmo invariable. No como se respira normalmente. Cada inhalación ha de durar exactamente igual, lo mismo que cada exhalación. Y, entre lo uno y lo otro, debéis contener la respiración un espacio de tiempo también igual. Con el tiempo se convertirá en algo natural. Respirando así, concentradas así, la mente se distancia enseguida del mundo exterior, sin percibir ya calor ni frío, y podréis caminar desnudas en medio de una ventisca sin temblar o a través de un desierto sin sudar. —Natasia dio un sorbo de té y luego se echó a reír; los oscuros ojos rasgados le brillaban—. La congelación y la insolación seguirán presentando problemas al cabo de un tiempo de exposición. Sólo la mente está realmente distanciada; el cuerpo no tanto.
Quizá fuera sencillo, pero al cabo de más de una semana a Moraine la concentración le fallaba en cualquier momento, por ejemplo al sentarse a comer o mientras recorría un pasillo, y entonces soltaba una exclamación ahogada cuando el frío se hacía sentir de repente y la traspasaba tres veces más intenso que antes de empezar el ejercicio de meditación. En público, todos esos respingos atraían las miradas de otras hermanas. Mucho se temía que empezaba a ganarse reputación de persona soñadora. Y de sufrir sonrojos constantes. Distaba mucho de ser algo innato. Huelga decir que Siuan lo pilló a la primera y, que viera Moraine, no volvió a tener un escalofrío.
La Fiesta de las Luces llegó para señalar el cambio de año, y durante dos días todas las ventanas de Tar Valon brillaron radiantemente desde el anochecer hasta el alba. En la Torre, los criados entraron en estancias que no se habían utilizado durante siglos para encender lámparas y se aseguraron de que ardieran durante dos días enteros. Era una celebración gozosa, con desfiles de ciudadanos que llevaban lámparas por las calles envueltas en oscuridad y alegres reuniones que frecuentemente se prolongaban hasta la salida del sol incluso en los hogares más pobres, pero a Moraine la llenaba de tristeza. Estancias sin utilizar durante siglos. La Torre Blanca estaba disminuyendo y no se le ocurría qué podía hacerse para evitarlo. Claro que si las mujeres que habían llevado el chal doscientos años o más no hallaban una solución, ¿cómo iba a poder encontrarla ella?
Muchas hermanas recibieron ornamentadas invitaciones a bailes durante la fiesta, y bastantes las aceptaron. A las Aes Sedai podía gustarles bailar como a cualquier otra mujer. Moraine recibió invitaciones también de nobles cairhieninos de dos docenas de casas y de un número casi igual de mercaderes con suficiente fortuna para codearse con la nobleza. Sólo los planes de la Antecámara para ella podrían haber atraído a tantos cairhieninos poderosos a la ciudad al mismo tiempo. Echó las tarjetas al fuego, sin responder. Ése era un movimiento peligroso en el Da’es Daemar y a saber cómo se interpretaría, pero ella no jugaba el Juego de las Casas. Se ocultaba, simplemente.
Era algo sorprendente: los primeros vestidos se entregaron a primeras horas del primer día de fiesta. O Tamore estaba ansiosa de recibir la propina o, más probablemente, pensaba que querrían los atuendos para las fiestas de esos días. La modista llegó con dos de sus ayudantes para ver si hacían falta arreglos, pero no fue necesario. Tamore era excelente en su profesión. Sin embargo, Moraine no se había equivocado. De sus seis vestidos, el más oscuro era de un tono un poco más intenso que el azul cielo, y sólo dos tenían bordados, lo que significaba que casi todos los demás los llevarían. Tendría que seguir poniéndose un poco más los de paño que le había dado el Ajah. Por lo menos todos sus trajes de montar serían oscuros. Ni siquiera Tamore se pondría un traje de montar en un color demasiado claro. Los vestidos de Siuan, de los que sólo uno tenía falda pantalón para poder montar, denotaban toda la elegancia que era capaz de demostrar Tamore, de modo que resultaban adecuados para un palacio a pesar de ser de paño, pero hacían resaltar el busto y las caderas de forma muy destacada. Siuan fingió no darse cuenta o quizá no se la dio. Realmente la ropa no le importaba apenas.
Tampoco Siuan tenía fáciles algunas cosas. Regresaba de los aposentos de Cetalia con un semblante que se tornaba más y más inflexible de día en día. Y también cada día estaba más irritable y quisquillosa, pero se negó a hablar del problema e incluso contestó bruscamente a Moraine cuando ésta insistió en preguntarle. Eso era preocupante; podía contar con los dedos de la mano las veces que Siuan se había enfadado con ella en seis años. El día en que Tamore entregó los vestidos, sin embargo, Siuan se reunió con ella para tomar té en sus aposentos antes de bajar a cenar, pero en lugar de coger una taza se dejó caer pesadamente en un sillón con tallas de hojas y se cruzó de brazos con gesto furioso. Su semblante había dejado de ser impasible y sus azules ojos echaban chispas.
—Esa puñetera barracuda de mujer va a acabar conmigo —gruñó. Aquella media semana había deshecho cada brizna del duro trabajo de las hermanas con su lenguaje—. ¡Tripas de peces! ¡Espera que brinque a obedecerla como un salmón en época de desove! ¡Ni siquiera fui tan rauda cuando era una…! —Soltó un gruñido estrangulado y los ojos se le desorbitaron cuando el Primer Juramento puso freno a la infracción. Tosió y se puso pálida mientras se golpeaba el pecho con el puño. Moraine sirvió rápidamente una taza de té, pero pasaron minutos antes de que Siuan pudiera beber. Sus pensamientos debían de haberse desbocado para llegar a ese extremo.
»Vale, cuando era Aceptada no —masculló una vez que fue capaz de hablar de nuevo—. Desde el mismo instante en que llego es: «Encuentra esto, Siuan» y «Haz aquello, Siuan» y «¿Aún no has terminado, Siuan?». Cetalia chasquea los dedos y que me aspen si no espera que salga pitando a obedecer.
—Las cosas son así —dijo juiciosamente Moraine. La situación podría haber sido mucho peor, pero por lo visto Siuan no compartía su opinión en ese momento y Moraine no quería iniciar una discusión—. No durará siempre, y sólo hay un puñado de hermanas que están por encima de nosotras.
—Para ti es fácil decirlo —rezongó Siuan—. No tienes a la puñetera Cetalia chascando los dedos para que te muevas.
Eso era cierto, pero no significaba en absoluto que su tarea fuera más llevadera. Las nuevas lecciones le dejaban poco tiempo libre, pero había esperado que repartir la recompensa la permitiría visitar los campamentos que quedaban todavía. Por el contrario, durante dos o tres horas cada mañana se sentaba en un cuartito interior sin ventana del octavo nivel de la Torre en el que sólo cabían el escritorio y dos sillas de respaldo recto. En los cuatro rincones había lámparas de pie con espejos, de latón y sin adornos, que proporcionaban buena luz; por suerte, ya que hacía falta. De no ser por esas lámparas, el cuarto habría estado oscuro en pleno mediodía. Normalmente era un escribiente quien trabajaba allí, pero quienquiera que fuese, él o ella, no había dejado impronta alguna en el cuarto. Sobre el escritorio sólo había un tintero, una bandeja con plumas, un tarro de arena y un pequeño cuenco blanco con alcohol para limpiar las plumillas; las paredes de piedra clara estaban desnudas.
La habitación exterior, considerablemente más grande, se hallaba abarrotada con filas de escritorios altos y estrechos y altas banquetas; pero, tan pronto como Moraine llegaba, los escribientes formaban una fila que empezaba en su escritorio y casi daba la vuelta a la habitación grande y le iban entregando las listas de mujeres que habían recibido la recompensa, así como informes de los arreglos hechos para enviar el dinero a las mujeres que ya se habían marchado. El número de esos informes era angustioso. Apenas quedaban campamentos y los últimos se evaporaban como rocío al salir el sol. Ninguno de los escribientes usaba la otra silla, sino que permanecían de pie respetuosamente mientras ella leía cada página y daba la aprobación con su firma al pie, y después hacían una reverencia o inclinaban la cabeza y se apartaban para dejar paso al siguiente, sin pronunciar palabra. A no mucho tardar, Moraine pensaba que realmente era posible morirse de aburrimiento.
Intentó que organizaran la distribución más deprisa —los vastos recursos de la Torre podrían haberse ocupado de ello en una semana, ya que la Torre contaba con cientos de escribientes más—, pero el personal administrativo trabajaba a su ritmo. Incluso dio la impresión de que las cosas iban más despacio después de su sugerencia de apresurar la tarea. Se planteó suplicar a Tamra que la relevara de ese cometido, pero ¿para qué hacer un esfuerzo inútil? ¿Qué mejor modo de mantenerla encerrada en Tar Valon hasta que los manejos de la Antecámara fructificaran? Aburrimiento y frustración. Aun así, tenía su plan. Pensar en ello la consolaba un poco. Lentamente, una decisión arraigó en su interior. Si llegaba lo peor, huiría, fuera cual fuese el castigo por su infracción. Cualquier castigo quedaba en el futuro y antes o después acabaría. El Trono del Sol sería una sentencia de por vida.
Al día siguiente a la Fiesta de las Luces se convocó a Ellid para someterse a la prueba, aunque Moraine no se enteró hasta después. La hermosa Aceptada que quería ser una Verde no salió del ter’angreal. No hubo comunicado; la Torre Blanca jamás pregonaba sus fracasos, y la muerte de una mujer en la prueba se consideraba el mayor fracaso por parte de la Torre. Ellid desapareció, simplemente, y sus pertenencias se retiraron. Sin embargo, fue un día de duelo, y Moraine se puso cintas blancas en el cabello y se ató un pañuelo de seda blanca con puntillas en cada brazo, de manera que colgaban sobre las muñecas. Nunca le había caído bien Ellid, pero merecía su sentimiento de pesar.
No todas las hermanas lo bastante fuertes para mandarles hacer algo cuanto antes mostraron deseo de hacerlo. Elaida las evitaba, o al menos no la volvieron a ver antes de que se enteraran de que había partido de regreso a Andor. Con todo, saber que se había marchado fue un alivio. Su fuerza era tanta como la que alcanzarían ellas con el tiempo y podría haberles amargado la vida casi tanto como lo había hecho cuando eran novicias y después Aceptadas. O tal vez más. Los encargos insignificantes que novicias y Aceptadas daban por sentado casi habrían sido un castigo para ellas como Aes Sedai. Tal vez sin «casi».
Lelaine, tan fuerte en el Poder como Elaida, y Asentada por si fuera poco, las invitó a tomar té varias veces para aliviar la tensión de las primeras semanas, como dijo ella. Siuan se llevaba muy bien con Lelaine, aunque a Moraine la ponía algo nerviosa con su mirada penetrante. Daba la impresión de que Lelaine supiera más de una de lo que dejaba ver, de que una no tenía secretos para ella. Claro que Siuan tampoco parecía entender que ella le tuviera simpatía a Anaiya. No era por la Curación. Anaiya se mostraba afectuosa y abierta y conseguía infundir la sensación de que todo saldría bien al final. Casi todas las conversaciones con Anaiya resultaban reconfortantes. Moraine creía que con el tiempo podría ser tan buena amiga como Leane, aunque no tanto como Siuan.
Esa amistad de Leane se había reanudado en el mismo punto en el que se había quedado, tanto con Siuan como con ella, y trajo consigo a Adine Canvado, una mujer regordeta de ojos azules y negro cabello corto que no manifestaba el menor atisbo de arrogancia a pesar de ser andoreña. No era muy fuerte con el Poder, desde luego. En verdad, considerar aquello se estaba convirtiendo en un acto reflejo. Restablecieron la relación con hermanas de otros Ajahs que habían sido Aceptadas con ellas y descubrieron que, en algunos casos, la amistad revivió nada más cambiar unas pocas palabras, y en otros, que simplemente se había reducido a una buena relación, mientras que en unos pocos la brecha entre Aes Sedai y Aceptada se había convertido en una costumbre demasiado arraigada para que se cerrara ahora que ellas también llevaban el chal. Pero eran suficientes. Las amigas hacían más llevaderas muchas cargas, incluso aquellas que ni siquiera conocían.
No obstante, a pesar de las amigas los días discurrían con una lentitud glacial. Meilyn por fin emprendió viaje y después Kerene, seguida sucesivamente por Aisha, Ludice y Valera, pero el alivio de Moraine porque la búsqueda se hubiera puesto finalmente en marcha se vio empañado por la frustración de haberse quedado al margen. Siuan empezó a estar interesada en su trabajo, hasta el punto de que sus protestas más parecían por costumbre que por otra cosa. Se dirigía hacia los aposentos de Cetalia más pronto de lo que era necesario y a menudo se quedaba hasta el segundo o tercer turno de comedor. Moraine no tenía esa barrera amortiguadora. Seguía con las pesadillas de un bebé en la nieve y el hombre sin rostro y el Trono del Sol, aunque no con tanta frecuencia a excepción de la última, tan contumaz como siempre. Quitó casi todas las puntillas y volantes de sus aposentos, para lo que sólo hizo falta una visita a un fabricante de cojines y una corta espera para que los cambios se llevaran a cabo de dos en dos o de tres en tres. No quitó todas a causa de la evidente desilusión denotada en silencio por Anaiya al ver que desaparecían, así que el lecho seguía siendo un océano de blanca espuma que provocaba las risitas divertidas de Siuan. Pero pasaba más tiempo en las otras habitaciones, así que la cama se quedaría igual. Tras numerosos esfuerzos consiguió hornear una empanada sin que se le requemara, pero Aeldra tomó un bocado y se puso verde. Siuan hizo un pastel de pescado que la hermana de cabello canoso calificó de sabroso, sólo que antes de una hora tuvo que salir corriendo al excusado y pidió la Curación. Nadie las acusó de hacer nada deliberadamente, cosa que era verdad, pero Anaiya y Kairen lo consideraron un buen escarmiento a su glotonería.
Sólo una semana después de Ellid, en el Alto Chasaline, Sheriam se sometió a la prueba y la pasó. Técnicamente, Siuan era la Azul más reciente por un pelo, pero Cetalia se negó a prescindir de sus servicios ni siquiera durante unas pocas horas, así que fue Moraine quien puso el chal en los hombros de la saldaenina de cabello rojo como el fuego cuando al día siguiente eligió el Ajah Azul y, devolviéndole la radiante sonrisa, la escoltó al sector Azul para la bienvenida. Allí Siuan se las arregló para hacer una escapadita y darle el sexto beso. Sheriam era muy buena cocinera y además le encantaba hornear.
En Cairhien era el Día de Reflexión, pero Moraine no consiguió meditar demasiado en sus pecados y faltas. Siuan y ella habían recobrado una amiga que habían temido perder durante un año. Siuan llegó incluso a sugerir que incluyeran a Sheriam en su búsqueda y Moraine necesitó horas para convencerla de lo contrario. No es que temiera que Sheriam las pusiera en evidencia ante Tamra, pero su amiga había sido una de las chismosas más grandes en los alojamientos de Aceptadas. Nunca contaba lo que prometía guardar en secreto, pero sería incapaz de resistir la tentación de soltar indirectas sobre un secreto jugoso, insinuaciones de que conocía un secreto, como Siuan debería saber bien. No había más que insinuar que uno sabía un secreto para que alguien se propusiera descubrirlo; era inevitable. A veces Siuan no sabía lo que era la precaución. ¿A veces? No, nunca.
Las hermanas empezaron a hablar de un resurgimiento de la Torre con tantas mujeres superando con éxito la prueba del chal en tan poco tiempo, y había otras dos que quizá lo hicieran muy pronto. Como establecía la costumbre, nadie hablaba de Ellid, pero Moraine pensaba en ella. Una mujer muerta y tres ascendidas al chal en el espacio de dos semanas, pero la única novicia que hizo la prueba para Aceptada en ese mismo plazo había fallado y le habían mandado marcharse, además de que no se había añadido ningún nombre al libro de novicias mientras que se había echado a más de veinte, demasiado débiles para llegar al chal nunca. A ese paso, las estancias vacías seguirían sin utilizarse durante más siglos. Hasta que todas se quedaran desiertas. Siuan intentaba animarla, pero ¿cómo iba a sentirse alegre cuando la Torre Blanca estaba destinada a convertirse en un monumento funerario?
Tres días después, Moraine deseó haber pasado debidamente el Día de Reflexión. No era supersticiosa, pero se decía que dejar de hacerlo siempre traía mala suerte a alguien que a uno le importaba. Estaba en el segundo turno de desayuno y comía despacio las gachas mientras pensaba con irritación en la tortura del aburrido trabajo administrativo que le esperaba, cuando Ryma Galfrey entró en el comedor. Delgada y elegante en el vestido verde con cuchilladas amarillas, no era una de aquellas a las que Moraine debiera deferencia, pero tenía un porte regio que acentuaban los rubíes que le adornaban la cabeza como una corona y el aire altivo típico en el semblante de las Amarillas. Sorprendentemente, tejió Aire y Fuego para hacer que su voz fuera claramente audible hasta en el último rincón del comedor.
—Anoche, Tamra Ospenya, la Vigilante de los Sellos, la Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin, murió mientras dormía. Que la Luz ilumine su alma. —Su voz sonó absolutamente serena, como si hubiera anunciado que ese día llovería, y sólo esperó el tiempo justo para recorrer la estancia con una fría mirada a fin de asegurarse de que se habían asimilado sus palabras antes de marcharse.
Un murmullo se alzó de inmediato en las otras mesas, pero Moraine se quedó helada. Las Aes Sedai morían prematuramente tan a menudo como cualquier persona, y las hermanas no se debilitaban con los años —la muerte llegaba mientras se gozaba de un estado de salud aparentemente perfecto—, pero aquello era tan inesperado que había sido como un mazazo. «La Luz ilumine el alma de Tamra», rezó para sus adentros. Que la Luz iluminara su alma. Pues claro que lo haría. ¿Qué iba a pasar ahora con la búsqueda del niño? Nada, por supuesto. Las rastreadoras elegidas por Tamra conocían su trabajo; informarían a la nueva Amyrlin de su tarea. Quizá la nueva Amyrlin la liberara de su propio trabajo si conseguía hablar con la mujer antes de que la Antecámara le informara de sus planes.
Un sentimiento de vergüenza y asco la mortificó de inmediato; apartó el cuenco de gachas, perdido de golpe el apetito. ¡Una mujer a la que había admirado de todo corazón había muerto, y su primera idea era sacar ventaja de ello! Verdaderamente, tenía enraizado en la médula el Da’es Daemar, y quizá toda la oscuridad de los Damodred.
Estuvo a punto de pedir una penitencia a Merean, pero la Maestra de las Novicias podría darle algo que la retuviera más tiempo en Tar Valon. Considerar aquello incrementó su sentimiento de culpa, de modo que ella misma se impuso la penitencia. Sólo uno de los vestidos que tenía era casi del color blanco de luto, un azul tan pálido que más parecía blanco con un matiz azulado, y se lo puso para los ritos funerarios de Tamra. Tamore había realizado un fino bordado en la pechera, la espalda y las mangas en una compleja mezcla de azules y el conjunto parecía bastante inocente. Hasta que se lo hubo probado. Entonces le pareció tan descarado como el que había llevado la modista. No. No lo parecía. Lo era. Casi se había echado a llorar tras mirarse en el espejo de cuerpo entero.
Siuan parpadeó al verla en el corredor donde estaban sus aposentos.
—¿Estás segura de querer llevar puesto eso? —La voz le sonaba estrangulada. Llevaba unas largas cintas blancas atadas al cabello y otras más largas atadas en los brazos. Todas las hermanas que pasaban junto a ellas lucían variaciones de lo mismo. Las Aes Sedai nunca se vestían de luto riguroso, salvo las Blancas, que no consideraban como tal ese color.
—A veces es necesaria una penitencia —contestó Moraine, que se colocó el chal a la altura de los codos a propósito, y Siuan no preguntó nada más. Había preguntas que una hacía y había preguntas que no. Era costumbre establecida. Y también amistad.
Ataviadas con el chal, todas las hermanas residentes en la Torre se reunieron en un recóndito claro de una zona boscosa del recinto de la Torre; envuelto en una sencilla mortaja azul, el cadáver de Tamra yacía sobre un féretro. El aire matinal era frío —Moraine lo notaba a pesar de no sentir escalofríos— e incluso los robles circundantes seguían pelados bajo el cielo gris; las gruesas ramas retorcidas creaban un marco adecuado para el funeral. El atuendo de Moraine se ganó más de una mirada con la ceja enarcada, pero el gesto desaprobatorio de las hermanas era parte de su penitencia. Lo más difícil de soportar era siempre la Mortificación del Espíritu. Cosa extraña, todas las Blancas llevaban brillantes cintas negras, pero debía de tratarse de una costumbre del Ajah ya que no suscitó gestos ceñudos ni miradas intensas por parte de las otras hermanas. Debían de haberlo visto con anterioridad. Cualquiera que lo deseara podía alzar una plegaria o pronunciar un corto panegírico, y la mayoría lo hizo. De las Rojas sólo hablaron las Asentadas y fueron muy breves, pero quizás eso también era costumbre.
Moraine se obligó a avanzar hasta el féretro con el chal flojo, dejando bien a la vista el vestido, consciente de que sería el centro de atención de todo el mundo. Lo más difícil de soportar.
—Que la Luz ilumine el alma de Tamra tan radiantemente como ella merecía y que halle cobijo en la mano del Creador hasta que renazca. Que la Luz le reserve un renacimiento esplendoroso. No recuerdo ninguna mujer a la que haya admirado tanto como a Tamra. Todavía la admiro y la honro. Siempre lo haré.
Las lágrimas le empañaban los ojos y no por la humillación que se le clavaba como largas espinas. No había llegado a conocer realmente a Tamra —las novicias y las Aceptadas no conocían realmente a las hermanas, cuanto menos a la Sede Amyrlin— pero, oh, Luz, cómo la echaría de menos.
Cumpliendo el deseo de Tamra, unos flujos de Fuego incineraron su cadáver y hermanas pertenecientes al Ajah del que había ascendido, el Ajah al que había vuelto a su muerte, se ocuparon de esparcir sus cenizas por los jardines de la Torre Blanca. Moraine no era la única que lloraba. La serenidad Aes Sedai no podía escudarla a una de todas las cosas.
Moraine llevó aquel vestido vergonzante el resto del día y al llegar la noche lo quemó. Habría sido incapaz de volver a mirarlo sin que los recuerdos de ese día se agolparan en su mente.
Hasta que se nombrara una nueva Amyrlin, la Antecámara reinaba en la Torre, pero la ley establecía medidas cada vez más estrictas para garantizar que no se demoraran demasiado. Así pues, al final de la tarde del día siguiente al funeral de Tamra, Sierin Vayu había sido ascendida del Gris. Se suponía que una Amyrlin concedía indulgencias y remisión de penitencias el día que tomaba la Vara y la Estola. No las hubo por parte de Sierin, y en el plazo de media semana se había despedido —sin referencias— hasta al último escribiente varón de la Torre, supuestamente por coquetear con novicias o Aceptadas o por «miradas y ojeadas inadecuadas», lo que podía significar cualquier cosa. Hasta a hombres tan mayores que sus nietos ya tenían hijos se los puso en la calle, al igual que a hombres a los que no les gustaban las mujeres en absoluto. Sin embargo, nadie habló de ello. Nadie se atrevía; sobre todo donde podía llegar a oídos de Sierin.
A tres hermanas se las exilió de Tar Valon durante un año, y Moraine se vio obligada a acudir con las demás al Patio de Traidores en dos ocasiones para presenciar cómo se desnudaba a una Aes Sedai y se la ataba con los miembros extendidos al triángulo para ser azotada hasta hacerla aullar. Una salvaguarda que formaba una titilante cúpula gris por encima del patio empedrado retuvo los chillidos hasta que parecieron penetrar en tropel dentro de Moraine ahogando todo pensamiento e incluso la respiración. Por primera vez en una semana perdió la concentración y tembló de frío. Y no sólo de frío. Le daba miedo que esos gritos retumbaran en sus oídos durante muchísimo tiempo, ya fuera despierta o dormida. Sierin presenció el castigo y oyó los aullidos con absoluta calma.
Una nueva Amyrlin elegía su propia Guardiana, claro está, y también podía escoger una nueva Maestra de las Novicias si quería. Sierin había hecho ambas cosas. Cosa extraña, Amira, la fornida mujer cuyas largas trencillas rematadas con cuentas se sacudían mientras manejaba la vara a discreción, era una Roja, al igual que lo era la nueva Guardiana, Duhara. No había ley o costumbre que exigiera que la Guardiana o la Maestra de las Novicias fueran del Ajah al que había pertenecido la Amyrlin, pero era algo que casi se daba por hecho. Claro que también se rumoreaba la gran sorpresa que había sido que Sierin eligiera el Gris en lugar del Rojo. Moraine no creía que ninguna de las rastreadoras de Tamra le hablara de la búsqueda del niño a Sierin.
El día siguiente al segundo castigo de azotes, Moraine se presentó en la antesala del estudio de la Amyrlin, donde Duhara estaba sentada más derecha que un palo tras su escritorio, con la estola roja, de una mano de anchura, envuelta al cuello. El oscuro vestido de la mujer tenía tantas cuchilladas escarlatas que más parecía de ese color. Duhara era una delgada y hermosa domani a pesar de medir casi una mano y media más que Moraine, pero en los labios carnosos de la mujer había un algo de ruindad y sus ojos no dejaban de buscar faltas. Moraine se recordó que, sin la estola de Guardiana, Duhara habría tenido que correr a obedecer si ella hubiese chascado los dedos de haber querido hacerlo. Se disponía a hablar, cuando la puerta del estudio de la Amyrlin se abrió con un golpe y Sierin salió a paso vivo con un papel en la mano.
—Duhara, necesito que te… Vaya, ¿qué quieres?
Las últimas palabras iban dirigidas a Moraine; a gritos. Moraine se apresuró a hacer una reverencia, tan profunda como cuando había sido novicia, y besó el anillo de la Gran Serpiente que la Amyrlin lucía en la mano derecha antes de incorporarse. Ese anillo era la única joya que llevaba Sierin. La estola de siete colores era la mitad de ancha que la de Duhara, y el vestido de seda gris oscuro era de corte sencillo. Bastante regordeta, su rostro redondo parecía creado para la jovialidad, pero mostraba una expresión de implacable severidad como si se la hubiesen tallado. Por su talla, Moraine casi podía mirarla a los ojos directamente. Unos ojos duros.
La boca se le quedó seca y luchó para no tiritar por un frío que de repente pareció más crudo que el de pleno invierno, pero unos ejercicios de sosiego acudieron rápidamente en su ayuda para recobrar la compostura. Se había enterado de muchas cosas sobre Sierin por los rumores que corrían respecto a la nueva Amyrlin. Hubo algo que le caló hondo en ese momento, como un afilado cuchillo. Para Sierin, su propia visión de la ley era la ley en sí, sin que pudiera encontrarse rastro de piedad en ella. Ni en la Amyrlin.
—Madre, pido que se me releve de mis deberes respecto a la recompensa. —Gracias a la Luz, la voz le sonaba firme—. Las amanuenses están llevando a cabo el trabajo todo lo rápido que pueden, pero tenerlas esperando en fila todos los días para que una hermana apruebe lo que han hecho les quita horas que podrían emplear en otra cosa.
Sierin frunció la boca como si hubiese mordido un caqui amargo.
—Daría carpetazo a toda esa estupidez de la recompensa si no fuera porque indispondría a la Torre con la gente. Un absurdo despilfarro de dinero. Está bien, que las amanuenses entreguen sus papeles a otra para que los firme. Quizás una Marrón. Les gusta ese tipo de cosas. —A Moraine le levantó el ánimo, pero entonces la Amyrlin añadió—: Te quedarás en Tar Valon, por supuesto. Como sabes, te necesitaremos pronto.
—Lo que ordenéis, madre —contestó Moraine, a quien se le había caído el corazón a los pies después de haberse elevado fugazmente. Tras hacer otra profunda reverencia, volvió a besar el anillo de la Amyrlin. Con una mujer como Sierin, mejor no correr riesgos.
Siuan la esperaba en sus aposentos cuando regresó. Su amiga se inclinó hacia adelante, con expectación y un gesto interrogante.
—Estoy relevada de la recompensa, pero se me ha ordenado permanecer en Tar Valon. «Como sabes, te necesitaremos pronto». —Le pareció una buena imitación de la voz de Sierin, aunque había un dejo de amargura.
—¡Tripas de pescado! —rezongó Siuan, que se echó hacia atrás—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Saldré a cabalgar. Sabes dónde estaré y en qué orden.
Siuan se quedó sin respiración.
—Que la Luz te guarde —dijo al cabo de un momento.
No tenía sentido esperar, así que Moraine se puso un traje de montar; Siuan la ayudó para acabar antes. Era de un adecuado color azul oscuro, con unas pocas enredaderas plateadas trepando por las mangas para enroscarse en el alto cuello. Todas sus ropas oscuras tenían bordados, pero había empezado a pensar que un poco de adorno tampoco estaba tan mal. Dejó el chal doblado en el alto armario, sacó una capa forrada con piel de zorro negro y guardó el cepillo y un peine en uno de los bolsillos interiores que había puesto la costurera que había hecho la capa, y el pequeño costurero en otro. Por último cogió los guantes de montar, abrazó a Siuan y salió rápidamente. Una despedida larga habría acabado con lágrimas y no podía correr ese riesgo.
Las hermanas con las que se cruzó en el corredor la miraron al pasar a su lado, pero la mayoría parecía enfrascada en sus propios asuntos, aunque Kairen y Sheriam comentaron que les parecía un día frío para cabalgar. Sólo Eadyth dijo algo más; la paró levantando un poco la mano y la miró de un modo que le recordó a Lelaine.
—Granjas y pueblos derruidos no son una buena perspectiva para un paseo agradable, me temo —murmuró la Asentada de cabello blanco.
—Sierin me ha ordenado que me quede en Tar Valon y creo que podría entender como desobediencia cruzar uno de los puentes —respondió Moraine, el rostro una máscara perfecta de serenidad.
La boca de Eadyth se apretó un momento, tan fugazmente que podría haber sido imaginación de Moraine. Obviamente, en esa respuesta había adivinado que Sierin había revelado los planes, y no le hacía ni pizca de gracia.
—La Amyrlin puede ser temible con alguien que va contra sus deseos en lo más mínimo, Moraine.
Moraine casi sonrió. Luz, la mujer le había dado la oportunidad de responder francamente. Bueno, casi francamente. Una respuesta típica de Aes Sedai.
—En tal caso no cruzaré un puente. No me apetece en absoluto que me azoten.
Ya en las Cuadras de Poniente, hizo que ensillaran a Flecha; sin alforjas. No hacían falta para cabalgar por la ciudad y, le hubiera dicho lo que le hubiera dicho a Eadyth, la Asentada podría enviar a alguien a comprobar cómo había salido. De estar en su lugar, Moraine habría actuado así. Con suerte, nadie sospecharía nada antes de que cayera la noche.
Su primera parada fue en el banco de la señora Dormaile, donde la banquera le tenía preparadas varias cartas de valores de distintas cantidades, así como cuatro bolsas de cuero con doscientas coronas de oro y plata entre todas. El dinero la sustentaría durante un tiempo. Las cartas de valores eran para cuando se terminara el dinero y en caso de emergencia. Cuando utilizara una tendría que moverse deprisa. Los informadores de la Torre la estarían buscando y, por discretos que fueran los banqueros, generalmente la Torre se enteraba de lo que quería enterarse. La señora Dormaile no hizo preguntas, claro, pero al saber que Moraine iba sola le ofreció a cuatro de sus lacayos como escolta, y Moraine aceptó. No tenía miedo de asaltantes, que eran pocos en Tar Valon y fáciles de manejar si ocurría cualquier cosa; pero, si a alguien se le ocurría la idea de robar, mejor que se ocupara de ello una escolta que tener que utilizar el Poder. Eso llamaría la atención. Las mujeres acaudaladas iban acompañadas a menudo por una escolta, incluso en Tar Valon.
Los hombres que ataron una caja alrededor de Flecha mientras ella se despedía de la banquera serían lacayos; pero, aunque vestían una sencilla chaqueta gris, eran tipos musculosos que parecían acostumbrados a la espada que llevaban colgada al cinturón. Sin duda eran los «lacayos» que habían reducido a maese Gorthanes o como quiera que se llamara realmente; ellos u otros como ellos. Los bancos siempre tenían guardias, aunque no los llamaban así.
En la tienda de Tamore envió a dos de los hombres con dinero para comprar un baúl de viaje y contratar a un par de porteadores. Después se cambió y se puso otro de los trajes de montar que la señalaban como una noble menor cairhienina. Tres de los cinco vestidos estaban bordados, pero muy poco, y Moraine no protestó. En cualquier caso, ya era demasiado tarde para poner pegas. Al igual que la señora Dormaile, Tamore tampoco le hizo preguntas; una se sometía a una modista, pero al fin y a la postre era eso, una modista. Y también las modistas tenían discreción o no duraban mucho en el negocio. Antes de marcharse, Moraine se guardó el anillo de la Gran Serpiente en la escarcela. Sentía la mano como desnuda sin él, y el dedo parecía ansiar el tacto del pequeño anillo de oro, pero en Tar Valon había mucha gente que sabía lo que significaba. De momento, tenía que ir guardado.
Con su pequeño séquito, se dirigió hacia el norte e hizo paradas en las que fue llenando el baúl —cargado en las varas que reposaban en los hombros de los porteadores— con cosas que no había podido llevarse de la Torre sin que alguien se diera cuenta, hasta que finalmente llegaron al Puerto del Norte, donde las murallas de la ciudad trazaban una curva hacia afuera y se internaban en el río hasta formar un anillo de kilómetro y medio de lado a lado, roto únicamente por la bocana del puerto. Los muelles techados con madera jalonaban la parte interior de ese gran anillo y en ellos estaban atracados barcos fluviales de todo tamaño. Tras unas cuantas palabras con la patrona de los muelles, una mujer de constitución recia y cabello canoso que parecía agobiada por el trabajo, se encaminó hacia el Alazul, una embarcación de dos palos. El Alazul no era el barco más grande atracado en los muelles, pero tenía previsto zarpar antes de una hora.
A no tardar, Flecha estaba a bordo y atada en cubierta; le habían puesto un arnés de anchas correas por debajo del vientre y la habían izado con un bauprés. Moraine pagó a los porteadores y despidió a los lacayos tras darles las gracias y un marco de plata a cada uno. El baúl lo habían guardado en un pequeño camarote del alcázar. Sin embargo, como iba a pasar más tiempo de lo que habría querido en ese camarote, se quedó en cubierta y rascó la nariz a Flecha mientras soltaban las amarras del barco fluvial y lo apartaban del muelle. Después los largos remos se movieron para que el Alazul maniobrara a través del puerto como un inmenso escarabajo acuático.
Ésa fue la razón de que Moraine viera cómo la patrona de los muelles señalaba el Alazul y hablaba con un hombre; éste se ceñía la oscura capa sin dejar de mirar la embarcación. Abrazó inmediatamente el Saidar y todo adquirió una clara precisión ante su vista. No tanto como con un visor de lentes, pero distinguió el rostro del hombre que escudriñaba ávidamente bajo la capucha. La señora Dormaile lo había descrito con exactitud. No era guapo, pero sí bien parecido a despecho de la cicatriz en el rabillo del ojo izquierdo. Y era alto para ser cairhienino, casi un metro ochenta. Pero ¿cómo había dado con ella y por qué la había estado buscando? No se le ocurría ninguna respuesta agradable a ninguna de las dos preguntas, en especial la segunda. Para alguien que quisiera desbaratar el plan de la Antecámara, que quisiera en el Trono del Sol a otra casa que no fuera la de Damodred, la forma más sencilla de lograr su propósito era dar muerte a la candidata de la Antecámara. Moraine memorizó el rostro del hombre y soltó el Poder. Al parecer, había una razón más para ser prudente y tener mucho cuidado. El hombre sabía en qué barco viajaba y seguramente todas las paradas que la embarcación tenía previstas entre Tar Valon y las Tierras Fronterizas. Aquél le había parecido el lugar mejor para empezar, lejos de Cairhien y fácil de llegar a él por el río.
—¿El Alazul es un barco rápido, capitán Carney? —preguntó.
El capitán, un hombre ancho y atezado por el sol que llevaba engomado el fino bigote con los extremos en punta, dejó de gritar órdenes y esbozó una respetuosa sonrisa. Le había complacido mucho recibir el oro de una noble para su pasaje y el de su montura.
—El más veloz del río sin lugar a dudas, milady —respondió y reanudó sus gritos a la tripulación. Ya tenía en su poder la mitad del oro y sólo necesitaba mostrarse lo bastante respetuoso para estar seguro de que recibiría el resto.
Cualquier capitán habría dicho lo mismo de su barco; pero, cuando el viento hinchó las velas triangulares, el Alazul pareció alzarse sobre el agua como su homónimo del reino animal, la cerceta Alazul, y salió por la bocana casi volando.
En ese momento, Moraine incurrió en desobediencia a la Sede Amyrlin. Bueno, Sierin seguramente lo consideraría así desde el momento en que había salido de la Torre, pero la intención no era el hecho consumado. Fuera cual fuese el castigo que impusiera Sierin, seguramente combinaría Trabajos Domésticos, Privación, Mortificación de la Carne y Mortificación del Espíritu. Y, por si todo eso fuera poco, casi con toda seguridad tenía a un asesino pisándole los talones. Las rodillas tendrían que haberle temblado por miedo a Sierin, si no por maese Gorthanes; pero, a medida que Tar Valon y la Torre empequeñecían en la distancia, lo único que experimentó Moraine fue una desbordante sensación de libertad y excitación. Ahora ya no podían sentarla en el Trono del Sol. Para cuando la Antecámara la encontrara, otra persona lo habría ocupado ya. Y había salido en busca del niño. Se había embarcado en una aventura tan grandiosa como cualquiera que hubiese emprendido jamás una Aes Sedai.