Asuntos en la ciudad
Podrían haber hecho que les subieran comida a sus aposentos, pero después de que Moraine utilizó la Curación con Siuan, bajaron al primer turno del comedor. Ninguna de las dos quería perderse su primera comida como Aes Sedai en el comedor principal de las hermanas, donde las Aceptadas sólo entraban invitadas en muy contadas ocasiones, y las novicias únicamente para servir las mesas. Era una estancia amplia, de techo alto, decorada con tapices de invierno de vivos colores en las blancas paredes y una ancha cornisa que brillaba por la capa de pan de oro que la cubría. En las mesas cuadradas, de esbeltas patas elegantemente talladas, había espacio sólo para cuatro y la mayoría estaban bastantes separadas para mantener una conversación en privado, aunque ese día había algunas colocadas juntas para que se acomodaran grupos más grandes. Las únicas que llevaban puesto el chal eran ellas dos, y atrajeron las miradas de las otras hermanas, por no mencionar sus sonrisillas divertidas. Moraine sintió que las mejillas se le encendían, pero haría falta algo más que unas sonrisas para que renunciara a ponerse el chal cada vez que saliera de sus aposentos. Más incluso que unas risas. Había trabajado muy duro para conseguirlo. Siuan caminaba sobre las baldosas con dibujos de los colores de todos los Ajahs con una gracia regia a la par que se ajustaba el chal en los brazos con aire indiferente pero como si quisiera llamar la atención sobre él. Siuan no solía ser nada tímida.
Allí no había bancos, sino sillas de respaldo bajo, tallado a juego con las patas de las mesas, y mientras que en el comedor de las Aceptadas se comía lo que quiera que se hubiera preparado en la cocina, allí una joven sirvienta, con la Llama de Tar Valon bordada en la pechera, tras hacer una reverencia enumeraba los platos que la cocina tenía para ofrecer con el sonsonete de quien ha repetido esa lista muchas veces. Mientras que las Aceptadas utilizaban una pesada vajilla de barro vidriado con un tosco barniz y tenían que servirse y quitar los platos, allí la misma sirvienta les traía la comida en una bandeja de plata repujada, en platos de delicada porcelana tarabonesa orlados con la Llama de Tar Valon. La porcelana de Tarabon no podía compararse con la que procedía de los Atha’an Miere, pero distaba mucho de ser barata.
Siuan protestó porque el pescado estaba demasiado condimentado, pero sólo dejó las raspas y miró alrededor como si pensara pedir más. Moraine pidió un sustancioso guiso de vegetales y ternera, pero no tenía mucho apetito y al final acabó tomando únicamente un trozo de pan moreno acompañado por una taza de té. Tenía que escapar, pero no había salida. Desentenderse de una tarea encomendada por la Sede Amyrlin era inconcebible. A lo mejor la Antecámara decidía que el plan era inasequible. Nadie había vuelto a abordarla con el tema desde que Tsutama le había preguntado si había pensado ser reina de Cairhien. Quizá tomaran esa decisión. Parecía una pequeña esperanza, pero era lo único que tenía.
Tan pronto como regresaron al sector del Ajah Azul, Eadyth las mandó llamar a sus aposentos de nuevo y sin ceremonias les entregó a cada una de ellas una carta de valores por un valor de mil coronas de oro.
—Recibiréis la misma cantidad de la Torre cada año en esta fecha —dijo— o, si no estáis aquí, se depositará en donde determinéis. —El desagrado demostrado en su explicación anterior había desaparecido por completo. Ahora exhibía una serena sonrisa; serena y complacida por contar con dos nuevas Azules—. Gastadlo con buen juicio. Podréis conseguir más si es necesario, pero si pedís demasiado a menudo tendréis que responder preguntas a la Antecámara. Creedme, ser interrogada por la Antecámara no es una experiencia agradable. Nunca.
Al leer la cantidad Siuan abrió mucho los ojos y, aunque pareciera imposible, los abrió más aún al oír que se podía conseguir más. Pocos mercaderes ganaban más oro en un año, y muchos nobles menores se las arreglaban con una cifra muy inferior, pero la Torre no podía permitir que se viera a las hermanas en la pobreza. En el Palacio del Sol Moraine había aprendido que el poder aumentaba a menudo cuando otros pensaban que uno ya tenía poder, y esa idea podía relacionarse con una imagen de opulencia.
Aunque Moraine tenía banquero y se ofreció a presentárselo, Siuan depositó la carta de valores en manos de la Torre. Su padre no había ganado mil coronas en toda su vida, y ella no estaba dispuesta a poner en riesgo esa suma de ningún modo. Nada de lo que dijo Moraine la convenció. Lo único que le interesaba era la seguridad y, por lo visto, un banco lo bastante antiguo para prestar dinero a Artur Hawkwing no podía competir en ese aspecto con el primer banco fundado tras el Desmembramiento.
A media tarde, luciendo orgullosamente el chal de flecos azules, Moraine alquiló una silla de manos en la gran plaza que había delante de la Torre, donde se arremolinaba una muchedumbre de desocupados y buhoneros, volatineros y malabaristas, músicos y vendedores de puestos callejeros que despachaban pasteles de carne y castañas asadas, todos a buena distancia de la inmensa estructura. Pocas personas se acercaban a más de un centenar de pasos a no ser que tuvieran asuntos que tratar en la Torre o que quisieran presentar una petición. Los dos porteadores, unos tipos fornidos vestidos con chaqueta de color marrón oscuro y el largo cabello pulcramente recogido en la nuca, la transportaron con ligereza por las calles mientras el que iba delante gritaba: «¡Dejad paso a una Aes Sedai! ¡Dejad paso a una Aes Sedai!».
Sus voces no parecían impresionar a nadie y quizá no le creían. A pesar de llevar retiradas las gruesas cortinillas, los flecos del chal no se habrían visto a menos que dejara colgar los brazos por el borde de las ventanillas en una postura poco elegante. Nadie se apartaba más deprisa de lo que lo hacía por los gritos de los carreteros y a menudo incluso más despacio, ya que los carreteros llevaban largos látigos y no eran reacios a la hora de utilizarlos. Aun así, enseguida llegaron a lo que parecía un pequeño palacio situado en un ancho bulevar con altos árboles deshojados en la parte central, y los porteadores retiraron las varas para que Moraine pudiera abrir la puerta. El edificio era de estilo sureño, con una alta cúpula blanca y esbeltas torres en las cuatro esquinas, así como una ancha escalinata de mármol que conducía a un amplio pórtico con columnas; pero, a pesar de todo, el conjunto tenía un cierto aire de circunspección. Las tallas de piedra y los frisos de parras y hojas estaban bien ejecutados, pero eran sencillos y sin resultar recargados. Nadie dejaría su dinero en un banco con pocos fondos, pero tampoco lo confiaría a uno que despilfarrara en sí mismo.
Un portero que lucía dos galones rojos en las mangas de la oscura chaqueta le hizo una reverencia y la acompañó a través de las puertas, tras lo cual la dejó a cargo de un lacayo con chaqueta lisa, un joven guapo, aunque demasiado alto que la condujo con aire serio hasta el despacho de la señora Dormaile, una mujer menuda y canosa, una mano más baja que Moraine. El padre de Moraine había guardado su dinero en el banco del hermano mayor de Ilain Dormaile, el cual llevaba todavía sus propias cuentas en Cairhien, lo que inclinó su decisión a la hora de elegir banco cuando llegó a Tar Valon.
Al verla con el chal, una leve sonrisa asomó al rostro usualmente solemne de la señora Dormaile, que extendió la falda oscura con bandas rojas en una reverencia precisa, ni demasiado breve ni en exceso profunda. Claro que le había hecho la misma reverencia incluso cuando había ido allí con el vestido de Aceptada. Después de todo, sabía la cantidad que había depositado Moraine en el banco nada más llegar a la ciudad, y las sumas que habían llegado procedentes de sus heredades a lo largo de los años.
—¿Puedo daros la enhorabuena, Moraine Sedai? —dijo afectuosamente mientras escoltaba a Moraine hasta un sillón mullido con el alto respaldo tallado—. ¿Os apetece vino con especias o un té? ¿Quizás unos pastelillos de miel o semillas de amapola?
—Un poco de vino, gracias —contestó Moraine con una sonrisa—. Con eso bastará. —Moraine Sedai. Era la primera vez que alguien la llamaba así y le gustaba cómo sonaba.
Una vez que la mujer hubo pasado el encargo al lacayo, tomó asiento delante de Moraine sin pedir permiso. No se le exigía al propio banquero que permaneciera de pie ceremoniosamente.
—Presumo que habéis venido a depositar vuestro estipendio. —Claro, un banquero tenía que saber eso—. Si queréis más información de lo ocurrido, me temo que puse todo lo que sabía en la carta que os envié, y no he tenido ninguna otra noticia.
A Moraine el gesto sonriente se le quedó petrificado un momento. Recobró el dominio de sí misma con esfuerzo, y al hablar lo hizo en un tono despreocupado.
—Pongamos que me lo contáis todo otra vez. Quizá podría separar la paja del grano si me refrescáis la memoria.
La señora Dormaile ladeó ligeramente la cabeza.
—Como gustéis. Hace nueve días se presentó un hombre, un cairhienino con el uniforme de capitán de la guardia de la Torre y que dijo llamarse Ries Gorthanes. Hablaba con acento culto, un hombre educado, puede que incluso de la nobleza, y era alto, sus buenas tres manos más alto que yo, ancho de hombros, con porte militar. Iba afeitado, naturalmente, y su cara estaba bien proporcionada, atractiva a pesar de la cicatriz de unos tres centímetros de largo, aquí. —Se dibujó una línea con el dedo desde el rabillo del ojo izquierdo hacia la oreja.
Ni el nombre ni la descripción estimularon la memoria de Moraine, aunque tampoco habría dicho nada en caso contrario. Con un leve ademán indicó a la mujer que siguiera.
—Presentó una orden, supuestamente firmada por la Sede Amyrlin, dándome instrucciones de que le facilitara los datos de vuestras finanzas. Por desgracia para él, conozco bien la firma de Tamra Ospenya, y la Torre Blanca sabe que nunca revelaría los asuntos de mis clientes en ningún sentido. Hice que varios lacayos lo redujeran y lo encerraran en una cámara fuerte vacía y después mandé llamar a la Guardia Real. Lamento no haber aprovechado la oportunidad de sacarle el nombre de su señor o su señora; pero, como sabéis, la Torre Blanca no ve con buenos ojos eso.
El lacayo regresó con una jarra de plata ornamentada y dos copas, también de plata, en una bandeja. La banquera guardó silencio hasta que el joven hubo salido.
—Escapó antes de que los guardias llegaran —prosiguió mientras servía el oscuro vino, que soltaba un dulce aroma a especias—. Un asunto de soborno. —Un gesto de desagrado torció los labios de la mujer un instante antes de ofrecer a Moraine la copa con una ligera reverencia—. Hice azotar al joven implicado y apuesto a que todavía lo nota cuando se sienta. Después lo contraté como chico de sentina en un barco que transportaba cerecillas a Tear, donde lo dejarán en tierra sin un cobre, a menos que persuada a la capitana para que lo deje seguir en el barco. Me aseguré de que pasara eso convenciéndola de que me diera por adelantado el sueldo del chico. Es un joven guapo. Quizá la convenza. Creo que ella lo tenía en mente cuando me entregó las monedas.
Con la mirada fija en la de la otra mujer por encima del borde de la copa, Moraine enarcó una ceja con gesto interrogante. Se sentía muy orgullosa por su aparente serenidad, tanta como la que había exhibido en cualquier momento durante la prueba.
—El falso capitán de la guardia quebrantó la ley de la Torre, Moraine Sedai —respondió con tono flemático la señora Dormaile a la pregunta implícita en el gesto de Moraine—, y se me requirió que lo entregara a la justicia de la Torre, pero los asuntos internos prefiero que sigan siendo internos. Os cuento esto sólo porque estabais involucrada, ¿lo entendéis?
Moraine asintió con la cabeza. Por supuesto. Ningún banco podía permitirse que se supiera que sus empleados aceptaban sobornos. Sospechaba que el joven había salido tan bien parado porque era el hijo o el sobrino de alguien, o de otro modo podría haber flotado río abajo sin ir en barco. Los banqueros eran gente dura.
La señora Dormaile no le preguntó qué sabía o qué opinaba de aquello. No era asunto de ella. Su rostro ni siquiera denotó curiosidad. Esa discreción era una de las razones por las que Moraine sólo había dispuesto de pequeñas cantidades de dinero en la Torre. Como novicia, sin tener acceso a la ciudad, no le había hecho falta, pero su propio sentido de lo privado la hizo continuar con ese proceder siendo Aceptada. La ley de la Torre requería una representación igual de todos los Ajahs en el banco de la Torre, y ahora que llevaba el chal no quería que sus asuntos fueran del conocimiento de otras Azules, y menos aún los otros Ajahs, sobre todo después de lo que acababa de enterarse.
La única razón por la que la Torre podía haber retenido la carta de la señora Dormaile era que la Antecámara confiaba en que creyera que había renunciado a ponerla en el Trono del Sol. Pero habían hecho los primeros movimientos o, más bien, algo más que los primeros, ya que habían actuado con tanto cuidado como el ladrón que intenta arramblar con la bolsa bien protegida de una dama. Lo suficiente para que cualquiera dedujera su propósito. Ninguna otra cosa explicaba que un cairhienino intentara descubrir cómo gastaba el dinero y en quién lo gastaba. Oh, Luz, iban a hacerlo antes de que ella se diera cuenta de lo que pasaba, a menos que encontrara una salida.
Ni que decir tiene que no dejó que nada de eso se reflejara en su rostro y se limitó a sorber el vino y disfrutar de la dulce calidez que se le deslizaba por la garganta, en todo momento aparentemente serena.
—A mi modo de ver habéis actuado muy bien, señora Dormaile, en detrimento de vuestra casa. Transferid, por favor, una recompensa adecuada desde mi cuenta a la vuestra.
Como era debido, la banquera puso objeciones dos veces al tiempo que inclinaba la cabeza antes de aceptarlo con una actitud renuente que Moraine apenas advirtió. ¡Luz, tenía que encontrar una salida!
Empezó a hacer planes. No para escapar, sino para estar preparada. Firmó la carta de valores y antes de marcharse dio ciertas instrucciones ante las que la señora Dormaile ni siquiera denotó un atisbo de sorpresa. Tal vez se debía a que también era cairhienina y por ende estaba acostumbrada al Da’es Daemar o sencillamente porque todos los banqueros eran circunspectos. Quizá tenía de clientes a otras Aes Sedai. En tal caso, Moraine se enteraría sólo si las hermanas se lo decían. La tumba no era tan discreta como Ilain Dormaile.
Ya de vuelta en la Torre hizo averiguaciones hasta decidirse por una modista. Cinco Azules como mínimo dijeron que Tamore Alkohima era la mejor de Tar Valon, e incluso las que hablaron de otras admitieron que Tamore era muy buena, así que a la tarde siguiente Siuan y ella alquilaron sillas de manos hasta la tienda de la señora Alkohima; Siuan protestó por el precio del transporte. Por la Luz bendita. Sólo era un céntimo de plata. No había sido fácil convencer a Siuan de que fuera con ella. ¿Cómo podía pensar esa mujer que cuatro vestidos eran suficientes? Iba a tener que aprender a no ser tan agarrada.
El establecimiento de la señora Alkohima, con las paredes llenas de altas estanterías en las que había piezas de seda y fino paño en cualquier tonalidad imaginable, era una de varias tiendas grandes que ocupaban el piso inferior de un edificio que parecía estar todo él hecho de curvas. Encajaba a la perfección con Tamore. De tez clara para ser domani, habría hecho que Gitara casi pareciera un chico en comparación. Cuando se acercó a recibirlas —el chal de flecos aseguraba un recibimiento personal— en lugar de caminar dio la impresión de que flotaba grácilmente entre maniquíes con vestidos a medio acabar y estanterías más pequeñas, llenas de puntillas y cintas. Sus seis ayudantes hicieron una profunda reverencia; todas eran jóvenes bonitas, vestidas con ropas exquisitamente confeccionadas al estilo de su país de origen, todas diferentes. La modista no hizo reverencia alguna. Conocía su sitio en el mundo. El vestido de un tono verde pálido, elegante y sencillo al mismo tiempo, ponía de manifiesto su talento, aunque se ajustaba de una manera alarmante moldeando su figura de un modo que no dejaba dudas de lo que había exactamente debajo de la seda.
La lánguida sonrisa de Tamore se amplió al oír su pedido, y con razón. Pocas de sus clientas encargarían un ropero entero en una sola visita. Al menos, la sonrisa creció para Moraine. A fuerza de insistir, Siuan había accedido a encargar seis vestidos para tener uno para cada día de la semana con los que tenía ya, pero los quería en paño. Moraine encargó veinte, la mitad con falda pantalón para cabalgar y todos de la mejor seda. Podría haberse arreglado con menos, pero quizá la Antecámara lo comprobaría. Un pedido de veinte vestidos les haría pensar que se quedaría en Tar Valon.
Siuan y ella se encontraron enseguida en la trastienda, donde Tamore observó mientras cuatro de sus ayudantes las desvestían completamente y les tomaban medidas haciéndolas girar a uno y otro lado para que la modista viera con qué tenía que trabajar. En casi cualquier otra circunstancia, aquello habría abochornado a Moraine terriblemente, pero esto era para una modista, lo cual marcaba una gran diferencia. Entonces llegó el momento de sacar telas, de elegir. Tamore sabía lo que significaban los flecos de los chales, de modo que los tonos azules predominaron.
—Quiero vestidos decentes, ¡ojo! —dijo Siuan—. Cuellos altos y nada demasiado ajustado. —Eso último lo dijo dirigiendo una mirada harto significativa al atuendo de Tamore. Moraine casi gimió. ¡Quisiera la Luz que Siuan no tuviera intención de seguir con esa actitud!
—Esto me parece demasiado claro para mí —murmuró Moraine cuando una chica alta y rubia, con un vestido verde de profundo escote cuadrado que dejaba a la vista gran parte de la acanaladura de los senos, le sobrepuso una tela de seda azul cielo—. Estaba pensando en los estilos cairhieninos, sin los colores de la casa ni los bordados —sugirió. Nunca podría llevar los colores de los Damodred dentro de la Torre.
—Corte cairhienino, por supuesto —dijo Tamore mientras se daba golpecitos con el pulgar en el carnoso labio inferior con aire pensativo—. Eso os encajaría muy bien. Pero ese tono os queda precioso con vuestra tez blanca. La mitad de vuestros vestidos deben ser de color claro y la mitad bordados. Lo vuestro es la elegancia, no la sencillez.
—¿Quizá sólo una cuarta parte de cada? —¿Que el corte cairhienino le encajaba bien? ¿Acaso insinuaba que no le quedaría bien un vestido domani? Tampoco es que pensara ponérselo. ¡El de Tamore era indecente! Pero estaba el principio que implicaba el comentario.
—No. —La modista meneó la cabeza—. Al menos un tercio en colores claros —dijo firmemente—. Como mínimo. Y la mitad, bordados. —Frunció ligeramente el entrecejo y volvió a frotarse el labio inferior con el pulgar.
—Un tercio y la mitad —accedió Moraine antes de que la mujer aumentara el porcentaje, como parecía estar tomando en consideración. Con una buena modista siempre había que negociar. Podría soportar un poco de bordado.
—¿No tenéis nada más barato, señora Alkohima? —inquirió Siuan a la par que miraba ceñuda la pieza de fino paño azul que tenía sobrepuesto. ¡Luz, eso quería decir que había preguntado los precios! No era de extrañar que las chicas que estaban con ella parecieran escandalizadas.
—¿Queréis disculparme un momento, Tamore? —pidió Moraine.
Y, cuando la modista asintió con la cabeza, entregó la pieza de seda a la chica andoreña y condujo apresuradamente a Siuan hacia un lado de la tienda para hacer un aparte con ella.
—Escúchame, Siuan, y no discutas porque no podemos dejar a Tamore esperando mucho tiempo —susurró—. No preguntes precios. Ya nos dirá el coste después de que hayamos hecho la selección. Nada de lo que se compre aquí será barato, pero los vestidos que te confeccione Tamore te harán parecer Aes Sedai tanto como el mismo chal. Y llámala Tamore, no «señora Alkohima». Debes guardar las normas sociales o creerá que te burlas de ella. Intenta pensar en ella como una hermana que está un poco por encima de ti. Es preciso un leve toque de deferencia. Sólo un leve toque, aunque por mucho que pregunte, será ella la que te diga lo que te pondrás.
Siuan lanzó una mirada ceñuda por encima del hombro a la mujer domani. ¡Luz, ceñuda!
—¿Y el puñetero zapatero nos dirá el tipo de escarpines que hemos de comprar y nos cobrará un precio con el que podríamos comprar cincuenta juegos de redes nuevas?
—No —contestó Moraine, impaciente. Tamore sólo enarcaba una ceja, pero la expresión del rostro era tormentosa. El significado de aquella ceja levantada era tan claro como el cristal más fino. Ya habían hecho esperar demasiado a la modista y eso les costaría un precio. ¡Y la mirada ceñuda! Se apresuró a continuar en un susurro—. El zapatero hará lo que queramos y discutiremos el precio con él, pero sin presionar demasiado si queremos que realice un buen trabajo. Y lo mismo ocurrirá con el confeccionista de guantes, con la de medias, con la de ropa interior y con todos los demás. Y alégrate de que no necesitemos una peluquera. Las mejores son verdaderas tiranas, casi tanto como los perfumeros.
Siuan soltó una fuerte risa, como si Moraine estuviera bromeando; pero, si alguna vez se ponía en manos de una peluquera, ya aprendería que no sabría cómo acabaría peinada hasta que la peluquera hubiera terminado y le permitiera mirarse en un espejo. Al menos, así funcionaba en Cairhien.
Una vez hecha la selección de colores y de los dibujos de los bordados —incluso en eso era necesaria la negociación, como también qué vestidos irían o no bordados— tuvieron que quedarse hasta que el primer vestido se hubo cortado y se les probó sujeto con alfileres, tarea que Tamore, tomándolos de un alfiletero que llevaba en la muñeca, realizó con destreza. Moraine descubrió enseguida cuál sería el precio por hacer esperar a la mujer. El color del vestido que le probó era un azul más claro que el azul cielo, casi un blancoazulado, y por el modo en que probó el de paño azul oscuro a Siuan, iba a ser tan ajustado en el pecho y en las caderas como el que llevaba la modista. Tal vez más. Aunque no lo había hecho, Tamore podría haberlas pinchado «accidentalmente» una docena de veces y exigir una prueba con alfileres para cada vestido, pero Moraine estaba segura de que los primeros vestidos que tendría listos serían los de tonos más claros.
Los precios que mencionó Tamore después de que les quitaron las prendas sujetas con alfileres y las pusieron en maniquíes hicieron que a Siuan casi se le salieran los ojos de las órbitas, pero al menos no hizo comentarios. Acabaría aprendiendo, sí. En una ciudad como Tar Valon, pagar una corona de oro por un vestido de paño y diez por uno de seda eran precios razonables para una modista de la calidad de Tamore. Con todo, Moraine dijo que habría una generosa propina por acabar rápidamente la confección. De otro modo, podría ocurrir que no viesen ni un vestido terminado en meses.
Antes de marcharse, Moraine le dijo a Tamore que había decidido encargar otros cinco trajes de montar en el más estricto estilo cairhienino, lo que significa en color oscuro —aunque no lo expresó de ese modo—, todos con seis cuchilladas en rojo, verde y blanco en la pechera, en horizontal, muchas menos franjas de las que le correspondían por derecho. La expresión de la domani no cambió ante esa evidencia de que era un miembro de escasa importancia en una casa noble. Coser para una Aes Sedai igualaba en importancia a hacerlo para la cabeza de una casa, o quizás incluso para una dirigente.
—Me gustaría que fueran los últimos en confeccionarse, si hacéis el favor —le dijo Moraine—. Y no los enviéis. Alguien vendrá a recogerlos.
—Os puedo prometer que serán los últimos, Aes Sedai.
¡Oh, sí!; los primeros vestidos iban a ser de color claro. Pero la segunda parte de su plan se había cumplido. De momento, estaba todo lo preparada que podía estarlo.