10

El final

Noventa y nueve tejidos. Encontró la estrella de seis puntas trazada con cantos rodados de río en medio de las inmensas dunas de un desierto donde el calor la mareaba y absorbía la humedad de su piel antes de que el sudor pudiera brotarle. La encontró dibujada en la nieve de la falda de una montaña donde vientos huracanados la zarandeaban y los rayos descargaban por doquier, y en una gran urbe de increíbles torres donde la gente le chapurreaba cosas que no entendía. La encontró en un bosque envuelto en la noche, en un pantanal de aguas negras, en una marisma plagada de hierbas altas que cortaban como cuchillos, en granjas y en llanuras, en chozas y palacios. A veces la encontraba estando vestida, pero las ropas desaparecían frecuentemente y, con igual frecuencia, no tenía puesto nada desde el principio. A veces se encontraba atada con cuerdas o grilletes, doblada en posturas forzadas que le retorcían las articulaciones, o colgada por las muñecas o los tobillos. Se enfrentó a serpientes venenosas y lagartos de agua de cinco metros de largo y con fauces repletas de dientes, con jabalíes lanzados a la carga y con leones a la caza, con hambrientos leopardos y con manadas de ganado salvaje en estampida. La picaron avispones e insectos que le eran desconocidos. Hordas que enarbolaban antorchas intentaron llevarla a la rastra para quemarla; Capas Blancas que querían ahorcarla; ladrones que querían apuñalarla; asaltantes de camino que querían estrangularla. Y todas las veces olvidaba lo ocurrido y se preguntaba cómo se había hecho ese corte en la mejilla, o lo que tenía que ser una incisión de la hoja de una espada en las costillas, tres profundos surcos en la espalda que parecían obra de unas garras, y otras heridas, marcas y golpes que le sangraban y la hacían cojear. Y estaba agotada. Terriblemente exhausta. Más de lo que justificaría la ejecución de noventa y nueve tejidos. Tal vez se debía a las heridas. Noventa y nueve tejidos.

Asiendo la sencilla falda de paño, se dirigió, renqueante, hacia la estrella de seis puntas formada con baldosas rojas junto a una cantarina fuente de mármol, en un pequeño jardín que rodeaba un atrio de finas y estriadas columnas. Apenas se sostenía en pie y mantener el semblante sosegado requería hasta el límite de su habilidad. Le dolía todo el cuerpo. No. Estar en un grito describía mejor cómo se sentía. Pero éste era el último. Una vez acabado, aquello, fuera lo que fuese, terminaría también y podría pedir la Curación. Si es que encontraba a una Aes Sedai. Y, si no, una Lectora serviría.

Éste era otro tejido inútil que sólo producía una lluvia de motas brillantes de colores si se hilaba correctamente. Si se hacía incorrectamente le enrojecería la piel de forma dolorosa, como si le hubiese quemado el sol. Empezó con mucho cuidado.

Su padre salió del atrio justo enfrente de ella; llevaba una chaqueta larga de un estilo que por lo menos estaba pasado de moda un año, con franjas de los colores de la casa Damodred desde el cuello alto hasta más abajo de las rodillas. Para ser un varón cairhienino era muy alto, sólo un par de centímetros menos del metro ochenta, y el cabello, con más canas que pelo de su color, lo llevaba atado en la nuca. Siempre iba tan recto como la hoja de una espada, excepto cuando se inclinaba para que ella se echara en sus brazos siendo niña, pero ahora tenía los hombros hundidos. Moraine no entendía que al verlo le hubieran entrado ganas de llorar repentinamente.

—Moraine —dijo su padre mientras un gesto preocupado acentuaba las arrugas en el afable rostro—, debes venir conmigo inmediatamente. Es tu madre, pequeña. Se muere. Llegarás justo a tiempo si vas ahora.

Aquello era demasiado. Moraine quería echarse a llorar. Quería marcharse corriendo con él. No hizo ni lo uno ni lo otro. El tejido pareció completarse por sí mismo en un borroso remolino y sobre ellos empezaron a caer vistosas motas brillantes. Aquel despliegue le pareció tremendamente amargo. Moraine abrió la boca para preguntar dónde se encontraba su madre y entonces vio una segunda estrella detrás de él formada con azulejos rojos, encima de la columnata, justo por donde había aparecido su padre. Con paso firme, sin vacilación.

—Te quiero, padre —dijo tranquilamente. Luz, ¿cómo podía estar tranquila? Pero debía estarlo—. Por favor, dile a madre que la quiero con todo mi corazón.

Pasó junto a él y renqueó hacia la segunda estrella. Le pareció oír que la llamaba, que corría tras ella y le tiraba de la manga, pero tenía la mente como embotada por el esfuerzo de mantener el gesto sosegado y caminar con paso firme. Bueno, en realidad iba a trompicones, pero no vaciló ni se apresuró. Pasó entre las columnas estriadas, debajo de la estrella, y…

Entró tambaleándose en una blanca cámara circular; el reflejo de la luz de las lámparas de pie la cegó. La memoria le volvió de golpe y la impresión casi hizo que se le doblaran las rodillas. Incapaz de pensar mientras el torrente de recuerdos entraba a raudales en su mente, consiguió dar tres pasos más antes de pararse con un trompicón. Lo recordaba todo, la ejecución de cada tejido, dónde había sufrido cada herida. Todos sus tropiezos, sus frenéticos esfuerzos para conservar una apariencia de serenidad.

—Se ha consumado —entonó Merean mientras daba una fuerte palmada—. Que nadie hable de lo que ha pasado aquí. Que quede entre nosotras para compartirlo en silencio con la que lo ha experimentado. Se ha consumado. —Dio otra palmada fuerte y los flecos azules del chal se mecieron—. Moraine Damodred, pasarás la noche en oración y contemplación por las obligaciones que cargarás a partir de mañana, cuando te pongas el chal de Aes Sedai. Se ha consumado. —Dio otra palmada por tercera vez.

La Maestra de las Novicias se recogió la falda y echó a andar hacia las puertas, pero las otras hermanas se acercaron rápidamente a Moraine. Todas excepto Elaida, cayó en la cuenta Moraine. Arrebujada en el chal como si tuviera frío, la Roja se marchaba detrás de Merean.

—¿Quieres la Curación, pequeña? —preguntó Anaiya. Una mano más alta que Moraine, sus rasgos poco atractivos casi prevalecían sobre la intemporalidad del rostro y la hacían parecer más una granjera que una Aes Sedai a despecho del vestido de fino paño azul, de corte excelente y con bordados complejos en las mangas—. No sé por qué pregunto. No estás en tan mal estado como algunas que he visto, pero sí lo suficiente.

—¿La he… superado? —preguntó Moraine, asombrada.

—Si los sonrojos contaran como pérdida de la calma nadie alcanzaría el chal nunca —contestó Anaiya mientras se ajustaba el suyo y se reía.

¡Luz, lo habían visto todo! Por supuesto. Tenían que verlo, pero Moraine recordó a un hombre increíblemente atractivo que la había tomado en sus brazos y había empezado a besarla a conciencia, justo cuando iniciaba el cuadragésimo tercer tejido, y se puso colorada. ¡Habían visto eso!

—Deberías Curar a la pequeña antes de que se caiga redonda, Anaiya —dijo Verin. Baja y de mirada distraída, era bastante regordeta. Llevaba un vestido de fino paño en color rojizo y el chal con flecos marrones. A Moraine le caía bien Verin, pero sintió un escalofrío al ver sus ropas en las manos de la hermana Marrón.

—Sí, supongo que sí —convino Anaiya, que tomó la cabeza de Moraine entre las manos y encauzó.

Estas heridas eran mucho peores que los verdugones y las magulladuras que le había inflingido Elaida, y esta vez Moraine sintió como si estuviese cubierta de hielo en lugar de sumergida en agua fría. Sin embargo, cuando la sensación pasó todos los cortes y surcos habían desaparecido. Por el contrario, el cansancio no sólo no se había evaporado sino que era más abrumador. Y estaba muerta de hambre. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí abajo? Su sentido del tiempo, tan cuidadosamente aprendido, estaba trastornado por completo.

Tocó ligeramente su escarcela y comprobó que el librito seguía dentro, pero no podía hacer nada más delante de las hermanas. Además, estaba deseando volver a vestirse. No obstante, había una pregunta que quería que le respondieran. Los retos afrontados en la prueba no habían sido pura casualidad, un simple producto del ter’angreal. Los continuos ataques a su modestia no dejaban lugar a dudas.

—La última parte de la prueba fue muy cruel —dijo. Sosteniendo el vestido para metérselo por la cabeza, hizo una pausa. La hizo para observar sus rostros.

—No se puede hablar de ello, por cruel que fuera —manifestó Anaiya con firmeza—. Nunca, con nadie.

Pero Yuan, una Amarilla delgada, miró de soslayo hacia las puertas; en sus grises ojos había una expresión de desagrado. ¡Vaya! Merean no había tomado parte en la prueba. Elaida había intentado hacerla fracasar y con más empeño que cualquiera de las otras, o en caso contrario la hermana arafelina no habría denotado ese desagrado. ¡Vaya!

Las otras tres hermanas se fueron cada una por su lado, pero Anaiya y Verin la escoltaron de vuelta al nivel por encima de los sótanos, aunque por una ruta distinta de la que había utilizado Moraine para bajar. Cuando se marcharon, se dirigió al cuarto en el que Siuan y ella habían pasado tantos días copiando nombres y se encontró con dos escribientes haciendo el trabajo, dos mujeres con aire agobiado a las que no les hizo gracia que las interrumpiera con preguntas sobre una Aceptada de la que no sabían nada.

Se dirigió presurosa a los alojamientos de las Aceptadas, casi a la carrera —por lo que recibió tres reprimendas de hermanas; todavía seguía siendo una Aceptada, hasta el día siguiente—, y encontró el cuarto de Siuan y el suyo vacíos. Ahora algunas de las excursiones para anotar nombres estaban terminando antes y ya era bien pasado el mediodía, así que buscó por las otras habitaciones hasta encontrar a Sheriam y a Myrelle sentadas frente a la chimenea, en la habitación de esta última, donde la pequeña alfombra tenía un ajado borde rojo y la palangana y el aguamanil eran azules.

—Merean vino a buscar a Siuan hace poco —informó Myrelle, excitada—. Para la prueba.

—¿Has…? ¿La has pasado? —preguntó Sheriam.

—Sí —respondió, y sintió cierta tristeza ante el repentino retraimiento reflejado en sus semblantes. Incluso se pusieron de pie y se llevaron las manos a la falda, a punto de hacer una reverencia. Entre ellas se había abierto una brecha. Seguía siendo Aceptada hasta el día siguiente, pero la amistad llegaba a su fin hasta que ellas se ganaran también el chal. No le dijeron que se marchara, pero tampoco le pidieron que se quedara, y parecieron aliviadas cuando anunció que se retiraba a su cuarto para esperar sola el regreso de Siuan.

Una vez en su habitación, examinó el librito de la escarcela, pero no vio nada que indicara que lo habían tocado ni páginas arrugadas porque alguien hubiese leído sin tener cuidado. Lo que no significaba que nadie lo hubiera hecho. Claro que ninguna habría sabido lo que leía a menos que supiera lo que hacían Siuan y ella. Y las rastreadoras de Tamra. Elevó una muda plegaria de gracias porque ninguna hubiera estado entre las hermanas que le habían hecho la prueba. Que ella supiera.

Una criada, o tal vez una novicia, había encendido el fuego en el hogar y había dejado una bandeja en la pequeña mesa. Al retirar el blanco paño que la cubría, se encontró con una abundante comida como no creía haber ingerido en su vida: montones de lonchas de ternera asada, nabos con una salsa cremosa, habas con queso blanco de cabra que se desmenuzaba, col con piñones. Había una hogaza de crujiente pan moreno y una gran tetera llena. Debían de acabar de dejar la bandeja allí porque todo estaba caliente. La Torre sabía cómo sincronizar las cosas con la mayor precisión.

Le parecería mucho, pero se lo comió todo, incluso el pan. Entero. Su cuerpo ansiaba dormir, pero eso no podía ser. Si Siuan fracasaba y sobrevivía al fracaso —luz, que al menos saliera con vida— la acompañarían al cuarto y tendría sólo el tiempo necesario para recoger sus cosas y despedirse. Moraine no quería arriesgarse. Así que se tumbó encima de la cama, enroscada, pero con un libro encuadernado en piel. Corazones apasionados no sería adecuado para una novicia, pero era uno de sus preferidos. Y de Siuan. Se pasó varios minutos mirando la primera página antes de darse cuenta de que no había leído nada. Se levantó para pasear un rato antes de volver a coger el libro, bostezando, pero siguió siendo incapaz de leer una sola frase. Siuan regresaría. No la echarían de la Torre. Pero había tantas formas de dar un paso en falso, tantos modos de fallar. ¡No! Siuan la pasaría. Tenía que pasarla. No sería justo que ella alcanzara el chal y Siuan no. Sabía que su amiga llegaría a ser una Aes Sedai mejor de lo que ella jamás lograría.

A lo largo de la tarde oyó el ruido que hacían otras Aceptadas al regresar, algunas riendo, otras protestando, todas dando voces. Sin embargo, el ruido no tardaba en dejar paso al silencio cuando se corría la voz de que se había sometido a la prueba y la había pasado, y que estaba en su habitación. Mañana sería ascendida a Aes Sedai, pero ellas actuaban como si lo fuera ya y se movían calladamente para no molestarla. La hora de la cena llegó y pasó. De hecho, Moraine pensó que podría comer algo a despecho del enorme y tardío almuerzo, pero no bajó al comedor. Para empezar, dudaba de ser capaz de soportar las ojeadas de las otras o, lo que era peor, las miradas huidizas. En segundo lugar, Siuan podía volver mientras se encontraba ausente.

Estaba en la cama y hacía otro intento de leer entre bostezo y bostezo, cuando Siuan entró. Su expresión era indescifrable.

—¿Has…? —empezó Moraine, que fue incapaz de acabar la frase.

—Fue tan fácil como caerse de una barca… en medio de un banco de cazones —contestó Siuan—. Casi se me sale el corazón por la boca cuando recordé esto… —Se dio unos golpecitos en la escarcela, donde también llevaba el libro con los nombres—. Pero después todo fue bien. —De repente, se puso colorada hasta la raíz del pelo. Consiguió sonreír—. Las dos ascenderemos a un tiempo, Moraine.

Moraine se levantó de un salto y, riendo, bailaron agarradas de la mano de pura alegría. Ansiaba preguntar qué había pasado en la prueba de su amiga, pero… Para compartirlo en silencio y, aun entonces, únicamente con las mujeres que lo habían compartido. ¿Cuánto hacía que ellas dos lo compartían todo? Incluso en esto el chal acarreaba separaciones.

—Debes de estar muerta de hambre —dijo Moraine, que dejó de bailar. Era tal su cansancio que se tambaleó, y Siuan no se mantenía mucho más firme—. Tiene que haber una bandeja esperándote en la habitación. —Señaló la que seguía encima de su mesa. Se la habían subido por ser una ocasión tan especial, pero tendría que ser ella la que bajara los platos sucios. Y darse por contenta si no tenía que lavarlos por tardar tanto.

—Podría comerme un remo, pero hay algo mejor en mi habitación. —De repente, esbozó una sonrisa traviesa—. Tengo seis ratones que me proporcionó uno de los mozos esta mañana.

—Somos prácticamente hermanas —protestó Moraine—. No podemos meter ratones en la cama de alguien. En cualquier caso, aparte de que sea impropio, tampoco sería justo. Casi todo el mundo se ha pasado gran parte del día fuera y deben de estar tan cansadas como tú.

—Ser prácticamente hermanas no es lo mismo que serlo, Moraine. Piensa. Es nuestra última oportunidad. No será correcto realmente cuando tengamos el chal. —La sonrisa de Siuan dio paso a un gesto severo—. Y Elaida no ha salido de la Torre, que yo sepa. Los ratones son una pequeña compensación por esas palizas, Moraine. Nos lo debe. ¡Nos lo debe!

Moraine respiró hondo. Sin Elaida quizá nunca habría practicado para tejer más deprisa, y sin eso era posible que hubiese fracasado. Pero sospechaba que su padre no había sido la única contribución especial de Elaida. Con demasiada frecuencia, sus debilidades habían quedado al descubierto por alguien que las conocía muy bien. Esa mujer había intentado hacerla fracasar.

—De acuerdo, pero después de que hayas comido —contestó.