7

La comezón

Al día siguiente encontraron más nombres, y en mayor número, que encajaban con la pauta, todos con una vaga referencia al Monte del Dragón como lugar de nacimiento. Moraine comprendió que Siuan y ella no verían ningún nombre con la indicación de «nacido en las laderas del Monte del Dragón». Mucha gente conocía las Profecías aunque a menudo de forma errónea, sobre todo entre la gente del pueblo, pero la conexión de la montaña estaba presente incluso en las versiones más disparatadas. Ninguna mujer querría admitir que había dado a luz a un niño que algún día podría encauzar el Poder, con todo lo que eso implicaba: la criatura de sus entrañas condenada a la locura y al terror. De modo que ¿cómo iba a admitir que había dado a luz al Dragón Renacido? No podía omitir completamente el Monte del Dragón o sus conocidos podrían enmendarla, pero «cerca de la montaña» o «a la vista de» no entrañaba mucho riesgo. El niño que buscaban a buen seguro estaría oculto tras esa verdad a medias.

Haría falta que alguien visitara a todas esas mujeres para hacerles preguntas más precisas, planteadas prudentemente y expresadas con cuidado. Enumeró mentalmente esas preguntas, el delicado sondeo para obtener información y a un tiempo no revelar nada. Despertar las sospechas de la madre tendría por resultado que volvería a mentir. Y seguramente a huir tan pronto como la persona que la hubiera interrogado se hubiera dado media vuelta. Sería participar en el Da’es Daemar estando en juego el mundo. Una tarea que distaba mucho de entusiasmarla, mas ¿cómo resistirse a imaginárselo?

Durante la mañana Tamra les hizo una visita. La Amyrlin entró de repente, justo cuando Moraine guardaba en la escarcela el librito donde había apuntado otro nombre. Trató de disimular el movimiento haciéndolo parte de la reverencia, un toque de torpeza ocasionado por la sorpresa. Creyó haberlo hecho bien, pero contuvo la respiración mientras la Amyrlin la observaba. ¿Habría visto el libro? De repente, la idea de pedir perdón mejor que pedir permiso le pareció muy endeble. Si las pillaban, tan inútil sería lo uno como lo otro. Casi con toda seguridad, ser descubiertas les acarrearía la expulsión temporal, el trabajo en una granja aislada desde el amanecer hasta el ocaso, apartadas de amigas y estudios, con la prohibición de encauzar. Para novicias y Aceptadas ése era el castigo penúltimo, una última oportunidad para aprender a comportarse correctamente antes de ser expulsada para siempre si se reincidía. Mucho peor que las manos llenas de ampollas; sin embargo, sería quedar apartadas definitivamente de la búsqueda del niño.

—Creía que el día de ayer habría saciado vuestro apetito de aburrimiento —dijo finalmente Tamra, y Moraine respiró de nuevo—. Sobre todo el tuyo, Siuan.

Siuan enrojecía rara vez, pero al oír eso se le encendió el rostro. Todo el mundo conocía su desagrado por las tareas administrativas; hacer copias era el castigo que temía más.

—Las listas me ayudan a poner freno a las ideas desagradables, madre —intervino Moraine. Cuando uno empezaba a dar respuestas engañosas, le salían más y más fácilmente aunque fuera a la Sede Amyrlin.

En realidad, aquellas ideas todavía le pasaban por la mente cuando menos lo esperaba, trabajara con listas o no. Ideas sobre un bebé en la nieve y un hombre sin rostro. E, igualmente tenebrosa, la del Trono del Sol. Deseaba suplicar a Tamra que pusiera fin a ese plan, pero sabía que suplicar no serviría de nada. La Torre no era menos implacable con sus designios que la Rueda del Tiempo con los suyos. En ambos casos, los hilos que tejían eran vidas humanas y la trama que urdían tenía mucha más importancia que cualquier hebra individual.

—Está bien, pequeña. Siempre y cuando tus estudios no se resientan. —Tamra le tendió un papel doblado y sellado con un círculo de cera verde en el que Moraine no había reparado hasta ese momento—. Lleva esto a Kerene Nagashi. Debe de encontrarse en sus aposentos. No se lo entregues a ninguna otra persona.

¡Como si ella fuera capaz de hacer algo así! Algunas Aceptadas se quejaban, en voz muy baja y en privado, de tener que subir los anchos corredores que ascendían en espiral por la Torre; pero, aun teniendo que subir hasta la mitad de la altura total, Moraine disfrutaba de cualquier encargo que la llevara a los sectores de los Ajahs. Se podían descubrir muchas cosas viendo a la gente en sus alojamientos. Hasta las Aes Sedai bajaban la guardia en tales circunstancias. En todo caso, lo hacían un poco, aunque lo suficiente para alguien que supiera escuchar y observar.

Los sectores de los Ajahs eran idénticos en cuanto a número de aposentos y a la forma en que estaban ubicados, pero los detalles diferían ampliamente. La estampación de una espada a tamaño real aparecía impresa en cada una de las enormes baldosas blancas del sector del Ajah Verde, armas de dos docenas de estilos distintos, de un solo filo y de doble filo, de hoja curva y recta. Todas las puertas que había a lo largo de los pasillos tenían tallada una espada con la punta hacia arriba, en dorado para los aposentos de las Asentadas y en plateado o lacado en muchas otras. Los tapices —colgados entre altas lámparas de pie doradas y con las bases forjadas en forma de alabardas en pabellón— representaban escenas marciales de jinetes a la carga, contiendas y famosas batallas finales que se alternaban con antiguos estandartes de guerra de naciones desaparecidas largo tiempo atrás, muchos de ellos rotos y manchados y todos conservados a lo largo de siglos con tejidos del Poder Único. Ninguna Aes Sedai había participado en una contienda desde la Guerra de los Trollocs; pero, cuando llegara el Tarmon Gai’don, el Ajah de Batalla cabalgaría en primera línea. Hasta que llegara ese momento, las Verdes luchaban por la justicia allí donde a menudo sólo podía obtenerse con las espadas de sus Guardianes, pero eso era lo único que hacían mientras esperaban la Última Batalla.

Otra diferencia allí era el número de varones, aunque no eran hombres corrientes, por supuesto. Eran Guardianes. Altos o bajos, corpulentos o delgados, incluso robustos en algunos casos, se movían como leones o leopardos. Ninguno llevaba puesta la capa distintiva en el interior del edificio, pero dicha prenda era un simple ornato para un ojo perspicaz. A los Guardianes se los podía ver en el sector de cualquier Ajah, excepto el Rojo, pero la mayoría tenía habitación en los barracones de la Guardia o incluso en la ciudad. ¡Los Guardianes de las Verdes a menudo vivían en los mismos aposentos que las hermanas!

Un Guardián de ojos verdes, que compensaba su corta talla con una complexión ancha, la miró mientras se cruzaba con ella a buen paso, como si fuera a hacer un mandado. Otros tres que estaban juntos se callaron al verla aproximarse y reanudaron la conversación en voz baja una vez que hubo pasado. Uno llevaba campanillas de plata en las oscuras trenzas arafelinas, otro lucía un gran bigote tarabonés, y el tercero, de tez muy oscura, quizás era teariano o un altaranés del sur. Con todo, aparte de la gracilidad de sus movimientos, había algo más que compartían entre ellos, y con el hombre de complexión corpulenta, y con cualquier hombre que anduviera por allí. En cierta ocasión que había salido de caza con rapaces junto a sus primos había mirado los ojos de un águila encapuchada, con el collar de plumas negras rodeándole la cabeza. Encontrarse con la mirada de un Guardián era algo semejante. No feroz, sino rebosante de conocimiento de sí mismo, absolutamente consciente de sus aptitudes, de su capacidad para la violencia.

Y, no obstante, era una violencia contenida, disciplinada por voluntad propia y por el vínculo con sus Aes Sedai. Allí simplemente se ocupaban de asuntos de la vida cotidiana. Un hombre enjuto, con la cabeza afeitada salvo el alto mechón shienariano, descansaba contra una pared con una pierna doblada y el pie apoyado en el muro, y afinaba un violín sin hacer caso a las bromas bien intencionadas de otro Guardián que decía que sonaba como un gato mojado dentro de una red. Otros dos, en mangas de camisa, practicaban con espadas de madera en un amplio pasillo lateral; los listones atados que sustituían la hoja de acero resonaban con cada golpe veloz.

Rina Hafden, de constitución fornida pero a la vez elegante y grácil y que de algún modo conseguía que su cara cuadrada resultara encantadora, los animaba a la par que exhibía una amplia sonrisa.

—¡Buen golpe, Waylin! ¡Oh, estupendo ese ataque, Elyas! —jaleaba.

Por su constitución podrían haber sido gemelos, aunque uno era moreno de tez e iba completamente afeitado, en tanto que el otro era de piel clara y llevaba barba corta. Sonrientes, siguieron moviéndose más y más deprisa. La camisa húmeda de sudor se les pegaba a los anchos hombros y a la espalda, si bien los dos parecían frescos y descansados.

Al pasar ante una puerta abierta Moraine vio a un Guardián carirredondo que tocaba una melodía majestuosa con una flauta, en tanto que la canosa Jala Bandevin, una mujer imponente a despecho de ser casi una mano más baja que Moraine, trataba de enseñar a un nuevo Guardián los pasos de un baile cortesano. Tenía que ser nuevo ese muchacho ruborizado de cabello claro que no contaría más de veinte años; pero, a pesar de ello, ningún hombre obtenía el vínculo a menos que poseyera ya todas las habilidades requeridas. Todas aparte de bailar, claro.

La puerta de Kerene, con una espada lacada en rojo, dorado y negro, también estaba abierta y del interior salía el sonido de una música alegre. Moraine ignoraba el significado del lacado o de los colores y sospechaba que nunca lo sabría a menos que eligiese el Ajah Verde. Eso no ocurriría, pero le molestaba desconocer algo. Una vez que localizaba algo que no sabía, la ignorancia se convertía en una especie de comezón entre los omóplatos, justo donde uno no llega para rascarse. No por primera vez, archivó en un rincón de su mente lo de las espadas junto a muchas otras cosas vistas en los sectores de los Ajahs. La comezón desapareció, pero sabía que reaparecería cuando volviera a ver esas puertas.

Los contados tapices que había en la sala de Kerene representaban escenas de guerra o de caza, pero la mayor parte del espacio de las paredes estaba ocupado por librerías talladas en distintos estilos de media docena de países. Junto con unos cuantos libros, contenían un gran cráneo de león, otro aún mayor de un oso, cuencos vidriados, jarrones de formas extrañas, dagas adornadas con gemas y oro, y dagas con sencillas empuñaduras de madera, una con sólo un fragmento de la hoja rota. El martillo de un herrero, con la cabeza partida en dos, se hallaba junto a un cuenco de madera resquebrajado en el que había una gruesa gota de fuego, tan exquisita que podría adornar una corona. Un reloj dorado de cilindro, con las agujas paralizadas poco antes del mediodía o de medianoche, se encontraba al lado de un guantelete reforzado con acero en el envés y con manchas oscuras que, a no dudar, eran de sangre. Estos objetos y todos los demás eran recuerdos de los muchos más de cien años de llevar el chal.

Los recuerdos de antes del chal eran pocos. Sólo una fila de miniaturas colocadas sobre la repisa de la chimenea, tallada en ondas, y que representaban a un hombre de aire digno, vestido sencillamente; una mujer sonriente y regordeta; y cinco niños, tres de ellos, niñas. Era la familia de Kerene; todos llevaban mucho tiempo enterrados, como también sus sobrinas y sobrinos, y los hijos de éstos, y los nietos. Ése era el pesar que sobrellevaban las Aes Sedai. La familia muerta, y todo lo que uno conocía, desaparecido. Excepto la Torre. La Torre Blanca siempre perduraba.

Dos de los Guardianes de Kerene se hallaban en la sala con ella. El inmenso Karile, a quien el cabello y la barba le otorgaban el aspecto de un león de dorada melena, leía un libro delante de la chimenea con los pies apoyados en el ornamentado guardafuegos de latón; un hilillo de humo se alzaba de la cazoleta de su pipa de boquilla larga. Stepin, con más aspecto de escribiente que de Guardián a causa de los estrechos hombros y los melancólicos ojos marrones, estaba sentado en una banqueta y tocaba una alegre giga con una vihuela de doce cuerdas; los dedos del Guardián se movían con la destreza de cualquier músico contratado. Ninguno de los dos hombres interrumpieron lo que hacían por la llegada de una Aceptada.

La propia Kerene bordaba en un bastidor de pie. Siempre resultaba incongruente ver a una Verde ocupada con una labor de aguja. Sobre todo cuando, como ahora, el motivo era un campo de flores silvestres. ¿Cómo encajaba eso con la violencia y la muerte que decoraban las paredes? Alta y delgada, Kerene aparentaba exactamente lo que era, el rostro intemporal firme y hermoso, los ojos, casi negros, estanques de serenidad. Incluso allí vestía un traje de montar, con la falda pantalón adornada con cuchilladas de un intenso color esmeralda; llevaba el oscuro cabello, con ligeros toques blancos, más corto aún que Karile o Stepin, por encima de los hombros, y sujeto en una gruesa coleta. Con ese largo seguramente le era más fácil conservarlo arreglado cuando viajaba. Kerene rara vez se quedaba mucho tiempo en la Torre antes de emprender viaje de nuevo. Dejó la aguja en el bastidor, tomó la carta y rompió el sello verde de cera con el pulgar. Tamra siempre sellaba sus mensajes a las hermanas con cera del color del Ajah de la destinataria. De todos los Ajahs y de ninguno.

Lo que quiera que hubiese escrito Tamra, Kerene lo leyó enseguida y su expresión no varió lo más mínimo; pero, antes de que la Verde hubiese terminado, Stepin dejó la vihuela apoyada contra una mesa auxiliar y empezó a abotonarse la chaqueta. Karile colocó el libro en un estante, vació la pipa dando golpecitos en la chimenea y se la guardó en un amplio bolsillo de la chaqueta. Eso fue todo, pero saltaba a la vista que estaban listos y a la espera. A despecho de sus ojos tristes, Stepin ya no tenía aspecto de escribiente. Ambos eran leopardos, esperando la orden de salir de caza.

—¿Hay alguna respuesta, Aes Sedai? —preguntó Moraine.

—La llevaré yo misma, pequeña —contestó Kerene, que echó a andar hacia la puerta con un paso vivo que remarcó el frufrú de la falda de seda—. Tamra me reclama urgentemente, pero no dice por qué —les dijo a los Guardianes, que le pisaban los talones como dos sabuesos.

Moraine se permitió esbozar una sonrisa fugaz. Como les ocurría a los sirvientes, a menudo las hermanas olvidaban que las Aceptadas tenían orejas. A veces el mejor modo de enterarse de algo era guardar silencio y escuchar.

Desandaba el camino por el corredor espiral lleno de corrientes mientras pensaba en lo que había escuchado e intentaba hacer caso omiso del frío, cuando Siuan la alcanzó a todo correr. No había hermanas por allí, pero aun así…

—Otro mensaje —explicó Siuan—. Para Aisha Raveneos. Se puso a mascullar algo sobre urgencia en un tono interrogante. Apuesto a que era el mismo que llevaste a Kerene. ¿Qué crees que quiere Tamra con el Gris y el Verde juntos?

El Ajah Gris se ocupaba de asuntos de mediación y justicia, más en lo relativo al uso de las leyes que de las espadas, y Aisha tenía fama de cumplir la ley al pie de la letra por encima de sus propios sentimientos, ya fueran de piedad o de desprecio. Era un rasgo que compartía con Kerene. Y las dos mujeres habían llevado el chal durante mucho tiempo, si bien eso podía carecer de importancia. Tal vez Moraine no era tan hábil como Siuan con acertijos y rompecabezas, pero aquel asunto era realmente como el Juego de las Casas.

Miró en derredor con recelo, incluso echó una ojeada a su espalda. Una doncella despabilaba las mechas de una lámpara de pie un poco más adelante y dos hombres de librea, uno encaramado a una alta escalera de mano, hacían algo en uno de los tapices. Seguía sin haber ninguna hermana a la vista, pero Moraine bajó la voz de todos modos.

—Tamra quiere… rastreadoras que busquen al niño. Oh, esto lo cambia todo. Estaba equivocada, Siuan, y tú tenías razón.

—¿Equivocada en qué y razón en qué? ¿Qué te hace pensar que está reclutando rastreadoras?

¿Cómo podía ser tan diestra con los rompecabezas y no ver la pauta en aquello?

—Ahora mismo ¿qué asunto podría ser más importante para Tamra que el niño, Siuan? —inquirió con impaciencia—. ¿O tan secreto que ni se atreve a poner por escrito la razón de la urgencia? Esa actitud reservada indica que no cree que se pueda confiar en las Rojas. En eso es en lo que tenías razón. Lo que es más, ¿cuántas otras hermanas querrían en un primer momento negar que ese niño es realmente el anunciado? Sobre todo si no se lo encuentra hasta que se haya hecho un hombre y encauce ya. No, se propone utilizar hermanas que sabe con certeza que saldrán en su búsqueda. En lo que me equivoqué fue al pensar que se lo traería a la Torre. Eso lo dejaría al alcance de las Rojas y de otras que quizá no sean de fiar. Una vez hallado, Tamra hará que lo lleven a algún lugar y lo escondan. Su educación estará en manos de quienes lo van a buscar, las mujeres en las que más confía.

Siuan se llevó una mano a la frente.

—Creo que la cabeza me va a estallar —murmuró—. Has montado todo eso partiendo de dos mensajes y ni siquiera sabes lo que decían.

—Sé una cosa que decían y otra que no. Sólo es una cuestión de ver las pautas y encajar las piezas, Siuan. En serio, a ti tendría que resultarte muy fácil.

—¿De veras? Ellid me dio un rompecabezas de herrero la semana pasada. Dijo que se había aburrido de él, pero me parece que no pudo resolverlo. ¿Quieres intentarlo?

—No, gracias —respondió cortésmente Moraine. Y, tras echar otra ojeada por si había alguna hermana, le sacó la lengua a su amiga.

Al día siguiente, Tamra envió otros tres mensajes. El primero fue para Meilyn Arganya; el segundo, para Valera Gorovni, una pequeña y llenita Marrón que siempre sonreía y parecía bullir incluso estando quieta, y el tercero fue para Ludice Daneen, una huesuda Amarilla cuyo largo y severo rostro quedaba enmarcado por unas trencillas tarabonesas adornadas con cuentas coloridas y que le llegaban a la cintura. Ninguna dejó ver el menor indicio del contenido del mensaje, pero las tres habían llevado el chal más de cien años y todas compartían reputación de cumplir estrictamente la ley. Moraine lo interpretó con una confirmación e incluso Siuan empezó a creer en su teoría.

Cinco parecían muy pocas para emprender la búsqueda del niño, día tras día agregaban más nombres en sus pequeños libros y llenaban más y más páginas, pero Tamra no envió más mensajes. Al menos, no lo hizo a través de ellas dos. Se había nombrado Guardiana de las Crónicas a Aeldra Najaf para reemplazar a Gitara, y cabía la posibilidad de que los hubiera llevado ella o, más probablemente, que los hubiera enviado con una novicia. Haciendo turnos para asomarse por el borde de la puerta, Moraine y Siuan intentaron mantener una discreta vigilancia de la Amyrlin y de sus aposentos durante un tiempo, pero las visitas a Tamra se sucedían a un ritmo regular. Constante no, pero sí regular. A las Asentadas se las podía descartar, pues rara vez salían de los confines de la ciudad mientras tenían un sillón en la Antecámara de la Torre, pero cualquiera de las otras podría haber sido rastreadora. O no. Para Moraine era frustrante en extremo; esa comezón entre los omóplatos, justo donde no se llegaba.

Al poco tiempo renunciaron a sus intentos de espiar. Para empezar, no parecía tener sentido. Y en segundo lugar, al copiar sólo una de ellas, el registro de los nombres iba mucho más lento. Y Aeldra, de regreso al estudio de la Amyrlin, pilló a Moraine acechando en la puerta.

El cabello blanco era la única similitud entre Aeldra y Gitara, y el de Aeldra era liso y lo llevaba tan corto como Kerene. La nueva Guardiana era enjuta, con la piel cobriza curtida como cuero por haber estado mucho tiempo expuesta al aire y al sol, y desde luego nadie la había descrito como una belleza, con aquella mandíbula estrecha y la afilada nariz. La única joya que lucía era el anillo de la Gran Serpiente, sus vestidos eran de paño azul, de buena tela pero de corte sencillo, y la estola de un tono azul profundo, echada por los hombros, tenía poco más de dos dedos de ancho. Una mujer muy distinta de Gitara.

—¿Qué miras, pequeña? —preguntó suavemente.

—Sólo a las hermanas que entran y salen del estudio de la Amyrlin, Aes Sedai —contestó Moraine. Ciertas todas y cada una de las palabras.

—¿Soñando con el chal? —Aeldra sonrió—. Quizás emplearías mejor tu tiempo estudiando y practicando.

—Encontramos tiempo para hacer las dos cosas, Aes Sedai, y este trabajo también me mantiene ocupada la mente. —Otra cosa que era verdad. La búsqueda del niño ocupaba cada pizca de su mente que no estuviera ocupada por unos pensamientos que preferiría no tener.

Un leve ceño se marcó en la frente de Aeldra, que puso una mano en la mejilla de Moraine, casi como si esperara notarla febril.

—¿Esos sueños te siguen atormentando? Algunas de las Marrones saben mucho sobre hierbas curativas. Estoy segura de que una te dará algo para ayudarte a dormir si lo necesitas.

—Verin Sedai lo ha hecho ya. —La infusión tenía un gusto horrible, pero la ayudaba a conciliar el sueño. Lástima que no la ayudara a olvidar las pesadillas que surgían cuando se dormía—. Los sueños no son tan malos ahora. —A veces no había modo de utilizar las evasivas.

—Muy bien, entonces. —Aeldra recobró la sonrisa, pero sacudió el índice en un gesto reprobador delante de la nariz de Moraine—. Sin embargo, soñar despierta asomada a las puertas no es correcto en una Aceptada, pequeña. Si vuelvo a verte, tendré que darme por enterada. ¿Lo has entendido?

—Sí, Aes Sedai.

Se había acabado el espiar. Moraine empezó a pensar que terminaría chillando por culpa de esa maldita comezón.