Sorpresas
La suave llamada a la puerta de Siuan sonó poco antes de amanecer. Era una huraña novicia llamada Setsuko, una chica fornida y más baja que Moraine. Les dijo que la Amyrlin había ordenado que todas las Aceptadas estuvieran en las Cuadras de Poniente antes del Tercer Albor, preparadas para reanudar su tarea. A la luz de la lámpara que llevaba, los pálidos ojos de Setsuko estaban ensombrecidos por la envidia. La muchacha arafelina ya sabía que su estancia en la Torre acabaría dentro de unos pocos meses.
Setsuko había hablado abiertamente sobre huir hasta que una visita al estudio de Merean le enseñó discreción, ya que no cordura. Por amarga que fuera la verdad, nunca alcanzaría el chal, pero debía quedarse hasta que las hermanas estuvieran seguras de que podía encauzar sin hacerse daño a sí misma ni hacérselo a otros. A despecho de eso, todavía podía dejar volar la imaginación. Las novicias escapaban de vez en cuando e incluso lo hacía alguna que otra Aceptada que se acobardaba ante lo que le esperaba, pero al final siempre se las capturaba y su regreso a la Torre era dolorosamente desagradable, por no decir algo peor. Era mucho mejor para todos evitar que ocurriera.
En otro momento, por cansada que estuviera, Moraine le habría dirigido unas palabras de ánimo. O una advertencia. Sin embargo, esa mañana el gong del Primer Albor ya había sonado y sólo quedaba media hora para el Segundo Albor. Podían tomar rápidamente un bocado y llegar al establo antes del Tercer Albor, pero con el tiempo muy justo. Moraine bostezó, dio otro abrazo a Siuan y salió corriendo a la oscuridad del pasillo envuelta en la manta antes de que Setsuko llegara a la puerta siguiente y empezara a llamar para despertar a Sheriam. Tendría que tocar más fuerte, porque Sheriam dormía como un tronco.
Seis novicias más llamaban en otras puertas; las lámparas que llevaban les daban aspecto de imágenes fantasmagóricas. Moraine encontró delante de su cuarto a una chica muy alta con el dorado cabello suelto, que le dedicó una desabrida reverencia cuando la despidió con un gesto de la mano. Lisandre tendría opción a realizar la prueba para Aceptada siempre y cuando pusiera remedio a su carácter avinagrado. Y lo haría probablemente. Cuando la Torre veía una falta en una de sus estudiantes, acababa poniéndole remedio de una forma u otra.
Se lavó y se vistió apresuradamente, sin emplear mucho tiempo en frotarse los dientes con sal y bicarbonato, y se pasó el peine por el cabello casi por encima; pero cuando salió a la galería, con la bolsa colgada debajo de la capa, la oscuridad había dado paso a una luz grisácea. Siuan ya se encontraba fuera, preparada y con la capa puesta, y hablaba con la pelirroja Sheriam, que estaba visiblemente irritada. Otras Aceptadas se dirigían presurosas a tomar el desayuno.
—Sheriam dice que es verdad que los Aiel se están retirando, Moraine —le contó Siuan con aire excitado mientras se echaba al hombro la bolsa—. Y que todos se encuentran a leguas de la orilla oriental del río.
Sheriam asintió con la cabeza y empezó a seguir a las otras, pero Moraine le asió el borde de la capa.
—¿Estás segura? —Faltó poco para que Moraine se encogiera. De no encontrarse tan cansada habría tenido más cuidado en escoger las palabras; no se conseguía información si a las primeras de cambio uno irritaba a quien se la podía dar.
Por suerte, la delgada Aceptada no tenía el genio que el color de su cabello y sus rasgados ojos verdes daban a entender. Se limitó a suspirar y miró con anhelo la puerta por la que se salía de la galería.
—El primero que me lo dijo fue un guardia, a quien se lo había dicho un soldado shienariano, un correo, pero después también me lo contaron Serafelle, Ryma y Jennet. Una hermana podría estar equivocada, pero cuando tres afirman lo mismo, puedes tener la seguridad de que están en lo cierto. —Era una compañía agradable con la que pasar una velada, pero tenía una forma de exponer comentarios intrascendentes que parecía que estaba dando una clase—. ¿Por qué sonreís como tontas? —demandó de repente.
—No sabía que estuviera sonriendo —contestó Siuan al tiempo que componía el gesto. Todavía se la notaba anhelante, casi de puntillas, como para echar a correr en cualquier momento.
—¿Acaso la oportunidad de cabalgar por campo abierto no merece una sonrisa? —preguntó Moraine. Bueno, a lo mejor podían convencer a sus escoltas para que las condujeran a los campamentos más próximos al Monte del Dragón. No sabía a ciencia cierta cuándo había adoptado el punto de vista de Siuan, pero ahora ya era suyo. Lo encontrarían antes que nadie. De algún modo lo harían. ¿Sonreír? Se habría puesto a reír a carcajada limpia y a bailar.
—A veces vosotras dos sois bastante raras —dijo Sheriam—. Lo que soy yo, estoy casi derrengada por culpa de la silla de montar. En fin, os podéis quedar aquí hablando si queréis, pero yo tengo ganas de desayunar. —Sin embargo, cuando se daba media vuelta para marcharse, se frenó en seco y soltó una ahogada exclamación, asustada.
Merean había entrado en la galería en medio de la menguante oscuridad, con el chal adornado con enredaderas entrelazadas echado por los brazos de forma que los flecos azules casi rozaban el suelo. Atrajo muchas miradas de las Aceptadas. Las hermanas rara vez llevaban puesto el chal dentro de la Torre, excepto en acontecimientos oficiales. La aparición allí de la Maestra de las Novicias llevando el suyo significaba que alguien estaba en un grave aprieto. O que a esa persona se la convocaba para pasar la prueba. Unas cuantas mujeres remolonearon en la galería, esperanzadas, en tanto que un puñado salió lo más deprisa posible sin llegar a correr, a buen seguro espoleadas por no tener limpia la conciencia. No deberían haber actuado así. Lo único que consiguieron fue que Merean se fijara en ellas, y sin duda hurgaría hasta descubrir por qué se sentían culpables. En Cairhien hasta el zagalillo más simplón lo habría sabido. Pero, Merean no les prestó atención en ese momento y siguió avanzando sosegadamente galería adelante; las Aceptadas con las que se cruzaba y dejaba atrás se incorporaban de la reverencia con la desilusión pintada en el rostro.
Sheriam fue una de las que remolonearon, y fue delante de ella, de Siuan y de Moraine donde Merean se detuvo. A Moraine le palpitó el corazón con fuerza y trató de respirar con normalidad mientras hacía una reverencia. Más bien trató de respirar, simplemente. Quizá Siuan tenía razón. Bueno, en realidad era ella quien tenía razón. Cuando Merean decía que una Aceptada quizá se sometería pronto a la prueba siempre ocurría antes de transcurrir un mes. Pero ¡no estaba preparada! Ni que decir tiene que el semblante de Siuan irradiaba ansiedad y sus ojos relucían. Sheriam tenía los labios entreabiertos en un gesto expectante y esperanzado. Luz, todas y cada una de las Aceptadas debían de sentirse más preparadas de lo que se sentía Moraine Damodred.
—Llegarás tarde si no te das prisa, pequeña —le dijo la hermana Azul a Sheriam, cortante. Lo que resultaba sorprendente. Merean jamás era cortante, ni siquiera cuando había un castigo en perspectiva. Cuando sermoneaba a alguien por alguna fechoría al tiempo que aplicaba la vara, la correa o la detestada zapatilla, su voz sonaba meramente firme.
Mientras la joven de cabello pelirrojo se alejaba disparada, la Maestra de las Novicias centró la atención en Siuan y Moraine. Ésta pensó que el corazón acabaría saliéndose por las costillas si seguía latiéndole tan fuerte. Todavía no. Luz, por favor, aún no.
—He hablado con la Amyrlin, Moraine, y se ha mostrado de acuerdo conmigo en que debes de estar conmocionada por la fuerte impresión. Las otras Aceptadas tendrán que arreglárselas sin ti hoy. —Los labios de la Maestra de Novicias se apretaron un instante antes de que la serenidad volviera a su rostro. No obstante, su voz siguió siendo incisiva como una aguja—. De ser por mí, os habríais quedado todas en la Torre, pero la gente cooperará mejor con unas iniciadas que con escribientes, aunque éstos sean de la Torre Blanca, y las hermanas pondrán el grito en el cielo si se les pide que lleven a cabo esa tarea. La madre tiene razón en eso al menos.
¡Luz! Tenía que haber discutido con Tamra, pues de otro modo no habría estado lo bastante enfadada para decirles todo eso a unas Aceptadas. No era de extrañar que se mostrara tan cortante. El alivio inundó a Moraine porque no la llevaran a toda prisa a hacer la prueba para obtener el chal, pero era más fuerte la desilusión. Ese día podían llegar a los campamentos que rodeaban el Monte del Dragón. ¡Claro que podían!
—Por favor, Merean, yo…
La hermana levantó un dedo. Era una advertencia para que no discutiera, y, por amable y dulce que fuera por lo general, jamás hacía una segunda advertencia. Moraine se apresuró a cerrar la boca.
—No tendrás tiempo para rumiar y darle vueltas a la cabeza, descuida —continuó Merean. Ni que su expresión fuera sosegada ni que no, el modo en que se ajustó el chal sobre los hombros denotaba irritación—. La letra de algunas de las pequeñas parece patas de araña. —Estaba irritada, vaya que sí. Cuando tenía que criticar algo, por leve que fuera, se lo decía directamente al blanco de su crítica y a nadie más—. La madre ha accedido a que pases a limpio las listas que son casi ilegibles. Tienes una caligrafía clara. Un poco floreada, pero clara.
Moraine intentó desesperadamente discurrir algo que decir que la hermana no interpretara como objeción, pero no se le ocurrió nada. ¿Cómo iba a zafarse?
—Es muy buena idea, Moraine —dijo Siuan, y Moraine miró pasmada a su amiga. ¡Su amiga! Pero Siuan siguió adelante, alegremente, con la traición—. No pegó ojo anoche, Merean. Bueno, poco más de una hora. No creo que sea seguro para ella salir a cabalgar. Se desplomaría antes de recorrer dos kilómetros. —¡Y Siuan decía eso!
—Me alegro de que estés de acuerdo con mi decisión, Siuan —dijo secamente Merean. Moraine habría enrojecido si le hubiese hablado a ella con ese tono, pero Siuan estaba hecha de una pasta más dura y se enfrentó a la ceja enarcada de la hermana con una sonrisa de total inocencia—. Tampoco se la debe dejar sola, así que podrás ayudarla. También tú tienes una letra clara. —La sonrisa se heló en los labios de Siuan, pero Merean fingió no darse cuenta—. Seguidme, pues. Venga, moveos. Tengo más cosas que hacer hoy aparte de acompañaros a las dos de aquí para allí.
Deslizándose delante de ellas como un orondo cisne río abajo —un cisne muy veloz— encabezó la marcha hacia un pequeño cuarto sin ventanas, algo más abajo que los aposentos de la Amyrlin y al otro lado del corredor. Un escritorio ricamente tallado, con dos sillones de respaldo recto detrás, contenía una bandeja de plumas, grandes tinteros de cristal, recipientes de arena para secar la tinta, resmas de buen papel blanco y un montón de páginas escritas, apiladas desordenadamente. Moraine colgó la capa en una clavija, dejó la bolsa en el suelo, junto al escritorio, y miró aquel montón de hojas con tanto desánimo como Siuan. Por lo menos había chimenea y un fuego encendido en el estrecho hogar. El cuarto estaba caliente comparado con los corredores. Mucho más que una cabalgada por la nieve. ¿A quién quería convencer?
—Cuando hayáis acabado de desayunar, regresad aquí y poneos a trabajar —dijo Merean—. Dejad las copias en la antesala del estudio de la Amyrlin.
—Luz, Siuan, ¿qué te hizo pensar que esto era una buena idea? —espetó Moraine con energía una vez que la hermana se marchó.
—Porque así verías… —Siuan hizo un gesto atribulado—. De este modo veremos más nombres. Quizá todos, si Tamra nos hace seguir con el trabajo. Podríamos ser las primeras que descubriéramos quién es. Dudo que haya dos niños nacidos en el Monte del Dragón. Pensé que sólo te quedarías tú, no las dos. —Soltó un suspiro triste y luego, inopinadamente, miró extrañada a su amiga—: ¿Por qué ibas a rumiar y darle vueltas a algo? ¿Por qué se supone que sufres una conmoción emocional?
Revelar sus tribulaciones la noche anterior le había parecido fuera de lugar, una nimiedad comparado con lo que le aguardaba al mundo, pero Moraine no dudó en contárselo ahora. Antes de que hubiera terminado, Siuan la estrechó en un abrazo fuerte y confortador. Se habían desahogado la una con la otra muchas más veces de lo que cualquiera de las dos había usado a Merean como paño de lágrimas. Moraine jamás se había sentido tan unida con nadie como lo estaba con Siuan. Ni había querido tanto a nadie.
—Sabes que tengo seis tíos que son hombres estupendos —susurró Siuan—. Y uno murió demostrando lo buena persona que era. Lo que ignoras es que tengo otros dos a los que mi padre no dejaría cruzar la puerta de casa, uno de ellos su propio hermano. Mi padre ni siquiera los mienta. Son ladrones callejeros, pendencieros y borrachos, y cuando han tragado suficiente cerveza, o brandy si lo que han robado les da para pagárselo, se enzarzan con cualquiera que los mire mal. Por lo general, se lanzan los dos sobre el mismo infeliz y lo brean a puñetazos y a patadas o lo golpean con lo que tengan a mano. Algún día los ahorcarán por matar a alguien, si es que no ha ocurrido ya. Cuando pase, no lloraré por ellos. Hay personas que no se merecen una sola lágrima.
Moraine la abrazó también.
—Siempre sabes decir lo más adecuado. Pero rezaré por mis tíos.
—También yo rezaré por esos dos sinvergüenzas cuando mueran. Pero no me preocupan, ni vivos ni muertos. Vamos. Vayamos a desayunar. Va a ser un día largo y ni siquiera disfrutaremos de un estupendo paseo a caballo para hacer ejercicio.
Tenía que estar bromeando, pero aun así no hubo ni pizca de guasa en sus ojos azules. Claro que también detestaba cualquier trabajo administrativo. A nadie le gustaba, en realidad.
El comedor que utilizaban las Aceptadas con mayor frecuencia se hallaba en la planta más baja de la Torre y era una sala grande con prístinas paredes blancas y el suelo de baldosas del mismo color, lleno de mesas largas y lustrosas y bancos sencillos en los que cabían dos mujeres o incluso tres un poco apretadas. Las otras Aceptadas desayunaban deprisa, a veces tragando la comida con indecorosa rapidez. Sheriam se echó las gachas de avena en el vestido y salió disparada del comedor al tiempo que proclamaba que tenía tiempo de cambiarse. Casi iba corriendo. Todo el mundo se daba prisa. Hasta Katerine salió casi trotando, engullendo todavía un crujiente panecillo y sacudiéndose las migas del vestido. Viéndola, no parecía que la oportunidad de salir de la ciudad fuera tan espantosa como afirmaba. Siuan comió parsimoniosamente las gachas de avena, mezclada con manzanas asadas, y Moraine le hizo compañía mientras tomaba otra taza de fuerte té negro al que sólo había echado una gota de miel. Después de todo, las probabilidades de que el nombre del niño se encontrara entre los de las listas que las esperaban en el cuarto tenían que ser mínimas.
Poco después se encontraban solas en las mesas, y una de las cocineras salió y las miró ceñuda, puesta en jarras. Rellena, con el largo e impoluto delantal blanco, Laras estaba en la madurez y era más que bonita, pero aun así era capaz de taladrar una piedra con su mirada ceñuda. Ninguna Aceptada era tan tonta de tratar con soberbia a Laras; o nunca una segunda vez. Hasta Siuan cedió ante aquella firme mirada y acabó rápidamente con los últimos trozos de manzana que le quedaban en el plato. Laras empezó a llamar a las fregonas para que entraran con las bayetas antes de que Siuan y Moraine llegaran a la puerta.
Moraine había esperado que el trabajo fuera ingrato, y lo era, aunque no tanto como había temido. No tan malo. Empezaron por sacar sus propias listas del montón y añadieron las que estaban con letra legible, lo que redujo la pila a la mitad. Pero sólo a la mitad. Si alguien llegaba a la Torre sin saber escribir, le enseñaban a hacerlo de novicia, con una caligrafía decente, pero las que entraban sabiendo escribir mal a menudo tardaban años en conseguir hacerlo legiblemente, si es que lo conseguían. Algunas hermanas utilizaban amanuenses para cualquier escrito que quisieran que entendiera alguien aparte de ellas.
La mayor parte de las listas parecían más cortas que la de Siuan y la suya; pero, aun contando con la explicación de Meilyn, un número increíble de mujeres había dado a luz. ¡Y eso sólo era en los campamentos cercanos al río! Al reparar en que Siuan repasaba cada página antes de apartarla a un lado, Moraine empezó a hacer lo mismo. Sin mucha esperanza, aunque una probabilidad remota no era lo mismo que algo imposible. Sólo que cuanto más leía más se desanimaba.
Muchas de las anotaciones eran increíblemente imprecisas. ¿Nacido a la vista de las murallas de Tar Valon? Las murallas se divisaban a leguas de distancia, desde las faldas del Monte del Dragón. Ese bebé en particular era una niña, de padre teariano y madre cairhienina, pero la anotación no auguraba nada bueno para localizar al bebé que buscaban. Había demasiadas en las que ponía lo mismo. O «a la vista de la Torre Blanca». ¡Luz, la Torre se podía ver desde una distancia casi tan larga como el propio Monte del Dragón! Vale, desde muchísimos kilómetros, al menos. Otras anotaciones eran tristes. Salia Pomfrey había dado a luz a un niño y se había marchado para regresar a su pueblo, en Andor, después de que su esposo murió al segundo día de combate. Había una nota debajo del nombre, en la letra fluida de Myrelle: «Las mujeres del campamento intentaron disuadirla, pero dicen que estaba medio loca de dolor. Que la Luz la ampare». Triste como para llorar. Y, enfocándolo con más frialdad, tan perturbador como las anotaciones imprecisas. No se había indicado el nombre del pueblo, y Andor era una de las naciones más extensas entre la Columna Vertebral del Mundo y el Océano Aricio. ¿Cómo se la iba a encontrar? El niño de Salia había nacido en la orilla equivocada del Erinin y seis días antes de las fechas que entraban en el plazo; pero, si pasaba lo mismo con la madre del Dragón Renacido, ¿cómo iban a encontrarlo? Las páginas estaban salpicadas de nombres así, aunque por lo general parecían ser mujeres de las que habían oído hablar otras, así que cabía la posibilidad de que estuviera anotada con todos los datos en algún otro sitio. O tal vez no. Cuando Tamra lo expuso, había parecido algo tan simple…
«La Luz nos ampare», pensó Moraine. La Luz amparara al mundo.
Juntando a veces las cabezas para descifrar una escritura que realmente parecía patas de araña, escribieron a ritmo regular e hicieron un alto de una hora a mediodía para bajar al comedor a tomar pan y crema de lentejas, y después volvieron con sus plumas. Elaida, ataviada con un vestido de cuello alto de color rojo más intenso que el que llevaba el día anterior, pasó por allí y, caminando alrededor del escritorio, miró en silencio por encima del hombro de Siuan primero y después de Moraine, como inspeccionando su escritura. El chal de flecos rojos tenía un rico bordado de parrizas reverdecidas. Reverdecidas y, más adecuado a ella, dotadas de largas espinas. Al no encontrar nada que criticar salió tan repentinamente como había entrado, y el suspiro de alivio de Moraine hizo eco del de Siuan. Aparte de eso, las dejaron en paz. Para cuando Moraine espolvoreó fina arena en la última página y la sacudió en la caja de madera que había en el suelo, entre los dos asientos, era hora de cenar. Varios niños habían nacido el día anterior —el nacimiento tenía que darse después de la Predicción de Gitara—, pero no parecía haber la más remota posibilidad de que alguno fuera el que buscaban.
Tras una noche de sueños agitados y poco descanso, no hizo falta que Siuan la apremiara a volver al pequeño cuarto en lugar de reunirse con las otras Aceptadas que se dirigían presurosas a las cuadras. Aunque ese día había algunas que no iban tan deprisa. Por lo visto, hasta una escapada fuera de la ciudad se volvía aburrida cuando lo único que se podía hacer era sentarse y escribir nombres todo el día. Moraine estaba deseando ponerse a escribir nombres. Después de todo, nadie les había dicho lo contrario. Y las había despertado el ruido que hacían las otras al prepararse, no una novicia con la orden de que salieran a caballo con las demás. Como Siuan decía a menudo, era más fácil pedir perdón que pedir permiso. Y eso que la Torre era poco dada al perdón para con las Aceptadas.
Los datos del día anterior las esperaban encima de la mesa; era un montón desordenado, tan alto como lo había sido el primero. Mientras separaban las listas legibles, dos escribientes entraron y se pararon sorprendidos. Una era una mujer robusta, con la Llama de Tar Valon bordada en una de las oscuras mangas, y con el cabello canoso recogido en un moño bajo; el otro era un tipo joven y robusto que parecía más adecuado para llevar armadura que la sencilla chaqueta de paño gris que vestía. Tenía unos ojos castaños preciosos. Y una sonrisa encantadora.
—Me desagrada que se me encomiende una tarea y encontrarme con que ya hay alguien haciéndola —dijo la mujer con acritud. Al reparar en la sonrisa del joven escribiente, le asestó una fría mirada. Su voz se tornó hielo—. Te guardarás mucho, Martan, si quieres conservar tu puesto. Ven conmigo.
Con la sonrisa borrada por la preocupación y el rostro rojo como la grana, Martan salió del cuarto tras ella. Moraine miró a Siuan con aprensión, pero su amiga continuó separando listas como sin nada.
—Sigue trabajando —dijo—. Si damos la impresión de estar muy ocupadas… —No acabó la frase. Si se había asignado la tarea a unos escribientes, entonces no podían albergar muchas esperanzas, pero era lo único que tenían.
En cuestión de minutos se las habían arreglado para empezar a copiar nombres y así las encontró la propia Tamra cuando entró en el cuarto. Ese día llevaba un vestido de seda, en azul liso, y era la personificación de la tranquilidad Aes Sedai. Nadie habría dicho que su amiga había muerto delante de ella hacía sólo dos días o que estaba pendiente de un nombre que salvaría el mundo. En pos de la Amyrlin iba la amanuense de pelo canoso, en cuyo rostro resaltaba la satisfacción más que un carmín chillón, y a quien seguía el joven Martan, sonriéndoles a Moraine y a Siuan por encima del hombro de la mujer. Realmente perdería su puesto si hacía eso muy a menudo.
Moraine se puso de pie e hizo una reverencia con tal precipitación que olvidó la pluma que tenía en la mano. Pero al instante notó cómo ésta se torcía y se encogió al ver la mancha de tinta que dejaba, una marca negra que se extendió en el vestido blanco hasta tener el tamaño de una moneda. Siuan se movió con igual rapidez, aunque mucho más tranquila. Se acordó de dejar la pluma en la bandeja antes de extender la falda. «Tranquila —se exhortó Moraine—. Debo mantener la calma». Repasar los ejercicios mentales no le sirvió de mucho.
La Amyrlin las observó intensamente. Y, cuando la mirada escrutadora de Tamra se prendía en alguien, hasta el más insensible y encallecido se sentía medido al centímetro y pesado al gramo. Lo más que consiguió Moraine fue no rebullir con nerviosismo. Sin duda, aquella mirada vería lo que planeaban. Si es que se lo podía llamar «plan».
—Mi intención era que tuvieses un día libre para dedicarte a leer o estudiar, a tu arbitrio —dijo lentamente Tamra sin dejar de observarlas—. O quizá practicar para la prueba —añadió con una sonrisa que no mermó un ápice la intensidad de su escrutinio. Hizo una larga pausa y después asintió levemente, para sí—. ¿Sigues alterada por la muerte de tus tíos, pequeña?
—Anoche he tenido pesadillas otra vez, madre. —Era verdad, pero habían vuelto a ser de un bebé que lloraba en la nieve y de un joven sin rostro que destruía el mundo de nuevo a la par que lo salvaba. La firmeza de su voz la asombró. Jamás imaginó que sería capaz de dar una respuesta Aes Sedai a la Sede Amyrlin. Tamra asintió otra vez.
—De acuerdo, si crees que necesitas estar ocupada, podéis seguir. Cuando el aburrimiento de copiar todo el día os abrume, dejad una nota con el trabajo terminado y me ocuparé de que alguien os reemplace. —Se daba media vuelta cuando hizo una pausa—. La mancha de tinta es muy difícil de sacar, sobre todo en tela blanca. No voy a decirte que encauces para limpiarla; eso ya lo sabes. —Otra sonrisa y, agarrando a la amanuense de moño canoso por el brazo, la condujo hacia la puerta—. No es menester poner un gesto tan indignado, señora Wellin —dijo en tono apaciguador. Sólo los necios enfurecían a los escribientes; sus errores, accidentales o a propósito, podían ocasionar un gran daño—. No me cabe duda de que tenéis cosas mucho más importantes de las que ocuparos… —Su voz se redujo a un murmullo al alejarse por el corredor.
Moraine se levantó la falda para ver la mancha. Se había extendido y tenía el tamaño de una moneda grande. Normalmente, para quitar la mancha se habrían necesitado horas de empapar con cuidado la tela en lejía, lo cual irritaba las manos además de no tener garantía de éxito.
—Me dijo que usara el Poder para limpiarme el vestido —dijo, maravillada.
Siuan enarcó las cejas de tal modo que pareció que se le saldrían de la frente.
—No digas tonterías. Oí sus palabras tan bien como tú y no dijo nada de eso.
—No tienes que prestar atención sólo a lo que dice la gente sino a la intención de sus palabras, Siuan.
Interpretar lo que otros querían decir realmente era esencial en el Juego de las Casas y, uniéndolo todo —la sonrisa de Tamra, su mirada y las palabras que había elegido para expresarse—, era casi tan válido como un permiso por escrito.
Abrazó el Poder, tejió Aire, Agua y Tierra por ese orden, y aplicó el tejido sobre la mancha. Que las Aceptadas tuviesen prohibido encauzar para realizar quehaceres no significaba que no les enseñaran cómo hacerlo; para las hermanas no existía tal prohibición, ya que a menudo viajaban sin una doncella. El manchón negro adquirió de repente un brillo de humedad y empezó a reducirse al tiempo que emergía a la superficie de la tela. Siguió menguando hasta que sólo quedó una gotita azabache de tinta seca que le cayó en la palma de la mano.
—Quizá la guarde como recuerdo —comentó mientras dejaba la negra bolita en el borde del tablero del escritorio. Un recuerdo de que Siuan tenía razón en que había ocasiones en las que las reglas se podían romper.
—¿Y si hubiese entrado una hermana? —inquirió mordazmente su amiga—. ¿Habrías intentado explicarle que todo era parte del Juego de las Casas?
Moraine se puso colorada y soltó la Fuente.
—Le habría dicho… Le habría… ¿Tenemos que hablar de esto ahora? Debe de haber tantos nombres como ayer y me gustaría terminar antes de que haya pasado la hora de la cena.
Siuan estalló en carcajadas. El rubor de Moraine alcanzó un tono tan encendido que se habría confundido con el colorete de un bufón.
Llevaban más de una hora escribiendo, cuando Moraine llegó a una anotación que le dio que pensar. Nacido a la vista del Monte del Dragón, decía, lo que era tan ridículo como decir a la vista de la Torre. Pero Willa Mandair había dado a luz a un varón, al oeste del río y el día de la Predicción de Gitara. Copió lentamente el apunte. Al terminar, levantó la pluma, pero no la mojó en el tintero ni miró el siguiente nombre consignado con la picuda letra de Ellid. La mirada se le fue hacia la bolita azabache. Era una Aceptada, no una hermana. Pero se sometería a la prueba pronto. La madre de Bili Mandair habría tenido a la vista el Monte del Dragón aunque el niño hubiera nacido a la orilla del río. Nada de lo que Ellid había escrito indicaba la distancia a la que se encontraba de la montaña ese campamento en el que había estado. Ni siquiera si estaba cerca o lejos. En las anotaciones anteriores ponía «nacido en el campamento de lord Ellisar, fuera de Tar Valon».
La página que tenía delante sólo estaba llena hasta la mitad, pero tomó otra hoja en blanco del montón de la mesa y copió la información referente a Bili Mandair. Un nombre humilde, si era el niño que buscaban. No obstante, había más probabilidades de que el Dragón Renacido fuera hijo de un simple soldado que de un noble.
De pronto, advirtió que Siuan escribía en un librito encuadernado en piel, lo bastante pequeño para que le cupiera en la escarcela, al tiempo que vigilaba la puerta.
—Hay que estar preparada —comentó su amiga.
Moraine asintió y le pasó la hoja con una única anotación a Siuan, que copió cuidadosamente la información en el librito. Moraine se llevaría uno para ella al día siguiente.
La jornada deparó unos cuantos nombres de niños «nacidos a la vista del Monte del Dragón» o incluso «nacido cerca del Monte del Dragón», varios de ellos en la orilla este del Erinin. Moraine sabía que tendría que haberlo imaginado. La montaña era el punto de referencia más fácilmente identificable en leguas a la redonda, después de todo. Pero ésa era sólo la lista del segundo día, y añadieron otros nueve nombres de niños en el libro de Siuan. Luz, ¿cuántos nombres reunirían hasta que acabaran con aquello?
Hubo otras sorpresas. Poco después de media mañana, Jarna Malari entró en el cuarto, elegante con el vestido de seda gris oscuro, los aladares blancos en las sienes que incrementaban su imponente presencia y zafiros en la negra y larga melena, así como alrededor de la garganta. Los sedosos flecos del chal eran tan largos que casi rozaban el suelo a pesar de llevar la prenda echada sobre los hombros. Jarna era una Asentada del Ajah Gris. Las Asentadas rara vez se fijaban en las Aceptadas, pero llamó con un ademán a Moraine.
—Pasea conmigo un poco, pequeña.
En el corredor, Jarna caminó en silencio durante un rato y Moraine se alegró de que fuera así. Luz, ¿qué podía querer de ella una Asentada? De tratarse de una tarea o llevar un mensaje lo habría dicho de inmediato. En cualquier caso, a una Aceptada ni se le ocurriría meter prisa a cualquier hermana. Sería tanto como que una Asentada lo intentara con la Amyrlin. Las corrientes que hacían titilar las llamas de las lámparas de pie no incomodaban a Jarna, por supuesto, pero Moraine empezó a desear tener puesta la capa.
—Me he enterado de que estás atribulada por la muerte de tus tíos —dijo finalmente la Asentada—. Es comprensible.
Moraine respondió con un sonido que confió en que Jarna interpretara como asenso. Lo de las respuestas Aes Sedai estaba muy bien, pero quería evitar una mentira descarada. Si es que podía. Intentó no estirarse para parecer lo más alta posible, pero la coronilla sólo le llegaba al hombro de la otra mujer. ¿Qué querría?
—Me temo que los asuntos de estado no entienden del dolor, Moraine. Dime, pequeña, de la casa Damodred, ¿quién crees que ascenderá al Trono del Sol, ahora que Laman y sus hermanos han muerto?
Moraine se tropezó con sus propios pies, se tambaleó y se habría caído si Jarna no la hubiera sujetado. ¿Una Asentada le pedía su opinión en política? Cierto que se trataba de su propia nación, pero las Asentadas sabían más de la política de la mayor parte de los países que los propios gobernantes. Los límpidos ojos marrones de Jarna la observaban sosegada, pacientemente. Esperando.
—No he pensado en ello, Aes Sedai —respondió Moraine con sinceridad—. Creo que quizás el Trono del Sol pasará a otra casa, pero no sé a cuál de ellas.
—Quizá —musitó Jarna, que entrecerró los párpados durante el breve espacio de tiempo que tardó en pronunciar la palabra—. La casa Damodred se ha ido haciendo una mala reputación que Laman sólo ha empeorado.
Moraine frunció el entrecejo antes de poder controlarse y se apresuró a borrarlo con la esperanza de que Jarna no se hubiese dado cuenta. Era cierto. Su padre había sido el único de su generación que no había tenido un carácter sañudo, varones y mujeres por igual. Las generaciones precedentes habían sido casi igual de malas, cuando no peores, y las acciones de la casa Damodred habían desacreditado su nombre. Sin embargo, no le gustaba oírselo decir a nadie.
—Tu hermanastro Taringail está excluido de la sucesión a causa de su matrimonio con la reina de Andor —continuó Jarna—. Una ley ridícula, pero no puede cambiarla a menos que sea rey, y no puede ser rey hasta que no se haya cambiado. ¿Qué hay de tus hermanas mayores? ¿No se tiene buena opinión de ellas? La… lacra… parece haberse saltado gran parte de tu generación.
—Se las tiene en buen concepto, pero no para el trono —contestó Moraine—. A Anvaere sólo le interesan los caballos y la cetrería. —Y uno no podía fiarse de su temperamento, mucho peor que el que ella había tenido nunca, para ocupar el Trono del Sol. Pero eso era algo que sólo le diría a Siuan—. Y, si Innloine accediera al trono, todo el mundo sabe que dejaría los asuntos de Estado relegados a segundo término, en el mejor de los casos, para dedicarse a jugar con sus hijos. —Era lo más probable, porque al jugar con sus hijos se olvidaría completamente de los asuntos de Estado. Innloine era una madre cariñosa y tierna, pero lo cierto es que no destacaba por su inteligencia precisamente, aunque sí por su testarudez. Una combinación peligrosa en un dirigente—. Nadie apoyará a ninguna de las dos para ocupar el trono, Aes Sedai, ni siquiera entre los miembros de la casa Damodred.
Jarna la miró largamente a los ojos, lo que le trajo el incómodo recuerdo de Meilyn afirmando que no podía leer los pensamientos. Pero no podía hacer otra cosa que sostener aquella mirada con paciencia y aparente franqueza. Y esperar fervientemente que Meilyn no hubiese hallado un modo de soslayar los Tres Juramentos.
—Entiendo —dijo al cabo Jarna—. Puedes volver a tu trabajo, pequeña.
—¿Qué quería? —le preguntó Siuan cuando regresó al cuarto.
—No estoy segura —contestó lentamente mientras cogía la pluma. Ésa era la primera mentira que le había dicho a Siuan desde que se conocían. Sabía exactamente lo que Jarna quería y eso la aterraba.
Para cuando dejaron las copias terminadas en el escritorio adornado con tallas de rosas que había pertenecido a Gitara, en la espaciosa antesala del estudio de la Amyrlin, otras seis Asentadas habían ido al cuarto para que Moraine saliera con ellas al corredor. Una de cada Ajah, y todas con la misma pregunta. Tsutama Rath, hermosa y con una mirada tan dura que hizo encogerse a Moraine, no se anduvo con rodeos.
—¿Nunca te has planteado ser reina de Cairhien? —preguntó como sin darle importancia al tiempo que jugueteaba con los rojos flecos del chal.
Así fue como a las pesadillas del bebé en la nieve y del hombre sin rostro se les unió otra. Estaba sentada en el Trono del Sol, con el chal de Aes Sedai, y fuera, en las calles, la turba destruía la ciudad. Hacía más de un milenio que ninguna Aes Sedai había sido reina, e incluso antes, a las pocas que habían admitido serlo las cosas les habían ido muy mal. Pero, si ése era el objetivo de la Torre, ¿cómo podía impedirlo ella? Sólo si abandonaba la Torre tan pronto como obtuviera el chal y se mantenía lejos hasta que las cosas se hubieran resuelto en Cairhien. Se pasó la mayor parte de esa noche insomne y rezando para que le hicieran pronto la prueba. Ni siquiera el día siguiente le parecía lo bastante pronto. Luz, no estaba preparada, pero tenía que escapar. De algún modo.