28
Un retorno bienvenido

Para alivio de Lilia, la habían encerrado en una habitación de la universidad en vez de en la mal ventilada Cúpula. Esto le permitió albergar la pequeña esperanza de que el Gremio fuera indulgente con sus delitos más recientes, y de que su intención de regresar a la prisión en cuanto encontrara a Naki los hubiera convencido de que no era necesario aplicarle una pena más severa.

Lo que minaba su esperanza era que no le habían dicho una palabra desde la Vista. Unos criados le llevaban comida y atendían a sus necesidades, pero no hablaban, ni siquiera cuando Lilia les hacía preguntas. Los magos que custodiaban su puerta le decían que se callara si ella daba golpecitos para captar su atención.

Esto apenas le dejaba otra opción que pensar en lo que había hecho Naki. Aunque aún estaba dolida, era por una persona que en realidad no había existido.

«¿Cómo pudo matar a su propio padre? Supongo que no era su padre de verdad. No era más que el hombre que se había casado con su madre. Según ella, él no le creyó cuando le dijo que su tío quería abusar de ella. ¿Era cierto, siquiera? Tal vez sí. No sé si él merecía su odio. Supongo que nunca lo sabré.»

La aflicción que sentía por la traición de Naki y la trampa que le había tendido se veía contrarrestada por la rabia. Estaba harta de que la manipulara la gente; primero Naki, luego Lorandra. Por lo menos Cery y Anyi habían sido sinceros respecto a lo que querían de ella. Hasta donde sabía.

«No permitiré que nadie vuelva a utilizarme o engañarme. La gente tendrá que demostrar que es digna de confianza antes de que yo confíe en ella. Al menos si estoy encerrada no tendré que preocuparme demasiado por eso, pues no trataré con muchas personas.»

Unos pasos y voces al otro lado de la puerta la arrancaron de sus pensamientos. La puerta se abrió, y la Maga Negra Sonea entró. Lilia notó que el corazón se le henchía de esperanza, pero el alma se le cayó a los pies al fijarse en la expresión de la mujer. Se puso de pie e hizo una reverencia apresurada.

—Lilia —dijo Sonea—. Al parecer, debo pedirte disculpas en nombre del Gremio por no mantenerte al corriente de los sucesos del último día. El problema es que aún no hemos decidido qué hacer contigo.

Lilia apartó la vista. Quizá no era buena señal que les costara decidirse. Por lo que ella sabía, sus opciones se reducían a ejecutarla o encarcelarla, y como sus poderes no podían ser bloqueados, esto último implicaría mantener a dos magos ocupados como celadores. Permanentemente.

—Puedo asegurarte que nadie propone que te condenemos a muerte —añadió Sonea.

El alivio inundó a Lilia como el calor de una habitación caldeada después de una caminata en el frío invernal. Se le escapó un grito ahogado, y se sonrojó por aquella muestra de emoción involuntaria.

—Pero no logramos ponernos de acuerdo respecto a qué hacer contigo. Unos quieren que vuelvas a la atalaya. Otros piden tu reingreso en el Gremio.

Lilia alzó la vista, sorprendida.

Sonea esbozó una sonrisa irónica.

—Bajo restricciones severas, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Lilia.

—Yo soy partidaria de la segunda opción. Por eso he dispuesto que te alojes en mis aposentos hasta que se tome la decisión.

Lilia clavó los ojos en Sonea con incredulidad. No estaba segura de si era una noticia buena o mala. Estaría más cómoda y menos aislada que en aquella habitación, y, si el Gremio lo permitía, seguramente era porque estaba dispuesto a confiar en que ella no intentaría fugarse de nuevo. Por otro lado, estaría viviendo bajo el mismo techo que Sonea. Una maga negra.

«Que es lo que soy yo», se recordó a sí misma.

Aun así, a todos los aprendices los intimidaban un poco los dos magos negros. Ella sospechaba que a unos cuantos magos graduados también. Sonea había utilizado la magia negra. Había matado con ella.

«Solo en defensa de Kyralia. No como Naki.»

Sonea le hizo una ligera seña para que se acercara.

—Vamos. Tienes que instalarte.

Sin atreverse a hablar, Lilia asintió y salió de la habitación detrás de la mujer de túnica negra. Los dos guardias miraron a Sonea con nerviosismo, lo que no contribuyó a hacer que Lilia se sintiera mejor. La siguió obedientemente por los pasillos y corredores de la universidad, salieron al patio y lo atravesaron hasta el alojamiento de los magos.

Dentro, en el amplio pasillo, se cruzaron con dos alquimistas, hombre y mujer. Ambos saludaron a Sonea con una inclinación cortés de la cabeza, pero sus ojos se desviaron hacia Lilia. Ella supuso que reaccionarían con desaprobación o suspicacia. En vez de eso, le dedicaron una mirada de tristeza y comprensión.

No entendió por qué hasta que llegó a lo alto de la escalera.

—Naki —dijo sin darse cuenta.

Sonea la miró de reojo.

—Tengo una noticia sobre ella también. Pero primero, vamos adentro.

Un terror profundo se adueñó de Lilia de inmediato. «Esta noticia no va a ser buena —pensó—. No debería importarme lo que le haya ocurrido a Naki después de lo que hizo.» Pero sabía que le importaría.

Se detuvieron por un momento ante una puerta, que se abrió hacia dentro. Sonea le indicó con un gesto que entrara delante de ella. Lilia pasó al interior, contempló la decoración sencilla pero lujosa y se percató de que había una persona de pie frente a una de las sillas de la sala de invitados. Cuando la reconoció, el corazón le dio un vuelco.

—¡Anyi!

La joven sonrió, fue al encuentro de Lilia y le dio un abrazo rápido.

—Lilia —dijo—. Tenía que saber cómo estabas. —Miró a Sonea—. ¿Se lo has dicho ya?

Sonea negó con la cabeza.

—Estaba a punto. —Se volvió hacia Lilia con expresión seria y compasiva—. Tenías razón: el rey no ha concedido el indulto a Naki. La ejecutaron ayer, a altas horas de la noche.

«Ya no está. Naki se ha ido. Era tan joven... Como suele decirse, tenía mucho potencial. Pero tal vez sea mejor que no haya llegado a desarrollarlo del todo. ¿Quién sabe a cuántas personas más habría matado?»

Una mano le tocó la espalda. Se dio cuenta de que Anyi estaba sentada junto a ella. La joven sonrió, aunque sus ojos reflejaban una honda preocupación.

—Estaré bien —le aseguró Lilia.

—Os dejo para que os pongáis al día de vuestras cosas —dijo Sonea. Abrió la puerta y salió discretamente de la sala.

Lilia se quedó mirando la puerta, boquiabierta.

—¿Qué pasa? —preguntó Anyi.

—Me ha dejado aquí sola.

—¿Sola? Estoy aquí.

Lilia sacudió la cabeza.

—Perdona, quería decir sin vigilancia. Sin magos. —Fijó la vista en Anyi con los ojos entornados—. A menos que me ocultes algo.

Anyi se rió.

—Siempre le oculto algo a alguien. Forma parte de mi trabajo. Pero no, no soy maga. No tengo una pizca de magia en mí. Una vez realicé una prueba, cuando era niña. Creía que ingresar en el Gremio sería una forma estupenda de fastidiar a Cery.

—¿Fastidiar a Cery? ¿Por qué iba a fastidiarle que ingresaras en el Gremio?

La sorpresa y luego el disgusto asomaron al rostro de Anyi, que soltó una palabrota y se dio una palmada en la frente.

—¿Qué ocurre? Acabas de decir algo que no debías, ¿verdad? —Lilia meditó sobre las palabras de Anyi—. Conoces a Cery desde que eras niña. —Ahora comprendía por qué Anyi era tan leal. Por otra parte, había intentado fastidiarlo hacía tiempo. Como si...—. ¡Es tu padre!

Anyi asintió con un gruñido.

—Está claro que se me da mucho mejor ser guardaespaldas que guardar secretos.

—¿Qué hay de malo en que la gente sepa que tu padre es un ladrón?

Anyi hizo una mueca.

—Skellin mandó matar a la segunda esposa de Cery y a mis hermanastros. Bueno, creemos que fue él.

—Ah. —La satisfacción de Lilia por haber adivinado la verdad se evaporó—. Temes que, si se entera de que eres la hija de Cery, intente matarte también.

Anyi se encogió de hombros.

—Me mataría de todas maneras si se le presentara la oportunidad, por ser la guardaespaldas de Cery. Es más probable que me utilizara para hacer daño o chantajear a Cery, si se enterara de que estamos emparentados.

—Bueno..., tu secreto está a salvo conmigo. Aunque, si Sonea o Kallen me leen la mente alguna vez...

—Sonea lo sabe. En cuanto a Kallen... —Anyi frunció el ceño y miró a Lilia con una ceja arqueada—. Supongo que no tendrás ganas de huir conmigo, ¿verdad? Con la ayuda de Cery, podría llevarte a algún lugar donde el Gremio no te encontrara nunca.

A Lilia se le aceleró el corazón.

—No. Resulta tentador, pero quedarme es... lo correcto. Eso nunca me había importado demasiado, pero ahora me importa.

—¿Incluso si vuelven a encerrarte en la atalaya? ¿Eso sería lo correcto? A mí me parecería un desperdicio.

—No. —Lilia sacudió la cabeza—. Quebranté una ley, y mi juramento. No lo hice por maldad, sino por estupidez, pero quiero que mi castigo sea ejemplar para que los aprendices como Naki no cometan el mismo error que ella. —Se estremeció—. Lo que menos necesita el Gremio es gastar tiempo y magia buscándome a mí cuando lo que tiene que hacer es encontrar a Skellin y a Lorandra.

«Pero si huyera a pesar de todo —pensó Lilia de pronto—, podría ayudar a proteger a Anyi. Y a Cery. Sería como devolverles el favor que me hicieron...»

Anyi asintió despacio.

—Bueno, tú decides. —Posó una mano sobre la de Lilia y le dio un apretón—. Espero que no te encierren, pues te he tomado bastante afecto. Me gustaría volver a verte.

Lilia sonrió, agradecida.

—A mí también me gustaría volver a verte.

Un golpecito en la puerta atrajo la atención de ambas. Anyi soltó la mano de Lilia y se puso de pie cuando Sonea entró.

—Lamento interrumpir —dijo esta. Miró a Anyi—. Acaba de llegar un mensaje más bien críptico de Cery. —Le tendió un papel pequeño—. Creo que quiere que regreses.

Anyi lo leyó y movió la cabeza afirmativamente.

—Quiere que compre unos bollos dulces por el camino. —Se volvió hacia Lilia y sonrió—. Buena suerte.

Sonea le hizo una seña a Lilia, que, divertida, la acompañó a un dormitorio pequeño, donde la maga cerró la puerta.

—Aquí es donde dormirás —le dijo. Se inclinó hacia la puerta, claramente para escuchar—. Cery siempre entra en la sala por algún sitio que no es el pasillo, y me imagino que Anyi se ha valido del mismo sistema —explicó—. No quiero saber cómo entran, por si alguna vez alguien me lee la mente.

Lilia oyó un golpe sordo. Debía de tratarse de una señal, pues Sonea hizo girar el pomo de la puerta y la abrió. Ahora la sala estaba vacía. Sonea dirigió la mirada hacia Lilia.

—¿Estás bien?

—Sí —asintió Lilia. Aunque la había impresionado enterarse de la ejecución de Naki, se sentía mejor de lo que esperaba. No estaba contenta, pero aceptaba con resignación el desenlace de aquella historia y confiaba en que el futuro sería mejor—. Estoy bien —afirmó—. Gracias. Gracias por dejar que me quede aquí.

Sonea sonrió.

—Con un poco de suerte, pronto tendrás un hogar más definitivo. Mientras tanto, siéntete como en casa.

Lorkin despertó sobresaltado.

Miró en torno a sí, y distinguió las formas de sus «salvadores» y compañeros de viaje a la débil luz que había en el interior del carruaje. Todos dormían. Suspiró aliviado.

Desde que se había unido a ellos, los tres maestros no habían parado de importunarlo pidiéndole que les contara anécdotas sobre la temporada que había pasado con los Traidores. Se había negado a responder a sus preguntas, incluso las relativas a los detalles más banales de la vida de los Traidores, con el pretexto de que no se atrevía a decir nada sin contar con la autorización del embajador Dannyl. Por fortuna, sus repetidos intentos de tirarle de la lengua no eran más que una forma de probar su suerte. El silencio que él guardaba al respecto representaba un reto para ellos, pero no querían arriesgarse a incurrir en la censura de sus superiores en la jerarquía sachakana, especialmente la del rey.

Los tres estaban resueltos a llevar a Lorkin a Arvice lo más rápidamente posible. Lorkin esperaba que su motivación fuera el deseo de atribuirse el mérito de haberlo salvado y devuelto a casa sano y salvo, y no la certeza de que el rey estaba ansioso por echarle el guante para sacarle información. El maestro Akami había ordenado a los esclavos que condujeran el carruaje lo más deprisa que pudieran sin agotar a los caballos, y que pararan en las fincas para cambiarlos por otros a lo largo del camino. Los esclavos conducían por turnos, y los que descansaban se ataban al asiento exterior de la parte posterior del vehículo para no caerse mientras cabeceaban o dormían.

El aire en el interior del coche se había viciado, gracias en parte al olor acre que despedía el atuendo de cazador que llevaba Lorkin. Ellos habían insistido en que se deshiciera de la capa, pero cuando le habían ofrecido ropa típicamente sachakana, él había declinado su oferta, alegando que sería más apropiado que la próxima vez que se mudara fuera para ponerse una túnica del Gremio.

Al mirar por la ventanilla del carruaje, vio que una luz pálida lo inundaba todo. Iluminaba las paredes que se alzaban a ambos lados del camino, lo que solo podía significar una cosa.

«¡Arvice! ¡Hemos llegado a la ciudad, tras solo dos días y dos noches de viaje!»

Le parecía increíble, teniendo en cuenta lo que había tardado en desplazarse de la ciudad a las montañas, aunque Tyvara y él habían viajado a pie, no en un coche que avanzaba a toda velocidad, cambiando de caballos cada vez que se cansaban.

—Hemos llegado —dijo una voz. Al alzar la vista, Lorkin advirtió que el maestro Akami estaba despierto, desperezándose y bostezando a la vez. El joven sachakano sonrió a Lorkin y dio unos golpecitos en el techo—. Al palacio —ordenó.

Lorkin sintió que un escalofrío le bajaba por la espalda.

—¿Directamente al palacio? —preguntó.

Akami asintió.

—Debemos entregarte lo antes posible.

—Pero... primero necesito ir a la Casa del Gremio. Sería mejor que me diera un baño y me pusiera una túnica antes de presentarme ante el rey. —Lorkin hizo una mueca—. Es temprano, y si yo fuera él, no querría que me despertaran solo para recibir a un mago kyraliano mugriento.

Akami reflexionó sobre esto con expresión ceñuda.

—Tiene razón.

Al volverse, Lorkin vio que el maestro Chatiko había despertado y estaba frotándose los ojos.

—Hay que avisar a palacio que lord Lorkin ha regresado, pero no hace falta que se quede esperando ahí a que aparezca el rey. —Chatiko bostezó—. Además, sería una pérdida de tiempo para todos, pues es probable que lord Lorkin esté obligado a consultar al embajador antes de hablar con el rey.

Akami se quedó pensativo. Dio unos empujoncitos al maestro Voriko con el pie, y el joven sachakano abrió los ojos a regañadientes.

—¿Tú qué opinas, Vori? ¿Llevamos a Lorkin al palacio o a la Casa del Gremio?

Hubo que repetirle la pregunta dos veces antes de que Voriko tuviera la cabeza lo bastante despejada para entenderla. Miró alternadamente a Lorkin y a Akami, con las cejas arqueadas y una expresión que daba a entender que su amigo era idiota.

—A la Casa del Gremio, por supuesto. En ese estado ni siquiera lo dejarían entrar en el palacio. A lo mejor ni siquiera lo reconocerían.

Akami se encogió de hombros y asintió. Volvió a tamborilear con los dedos en el techo.

—Llévanos a la Casa del Gremio.

Cuando el carruaje giró, Lorkin vislumbró el cruce hacia el que se dirigían. Los árboles y las flores le resultaban familiares. Era el paseo que conducía hasta el palacio.

«Qué poco ha faltado.»

Esperaba que su alivio no fuera demasiado evidente.

Durante la espera que siguió, todos menos Lorkin y Akami se durmieron de nuevo. Cuando el vehículo cruzó al fin la verja de la Casa del Gremio, Lorkin exhaló lo que esperaba que fuera un suspiro silencioso.

—Hemos llegado, lord Lorkin —dijo Akami, abriendo la portezuela con magia. Los demás despertaron y se incorporaron—. Bienvenido a casa.

—Gracias —dijo Lorkin—. Y gracias por traerme aquí.

Con una sonrisa, Akami le dio unas palmaditas en el hombro mientras bajaba los escalones del carruaje.

—Informaremos al palacio de que has vuelto.

Lorkin se volvió y siguió con la mirada el coche que se alejaba. Los esclavos de la Casa del Gremio cerraron las puertas de la verja tras él. Lorkin dio media vuelta y vio a dos hombres tumbados boca abajo en el suelo. A uno lo reconoció como el esclavo portero.

—Levantaos —ordenó.

Los dos se pusieron de pie, con la vista baja. Experimentó repugnancia y rabia ante su situación, sentimientos que había olvidado hacía tiempo y que dieron paso a la curiosidad. ¿Sería alguno de ellos un espía Traidor?

—Soy lord Lorkin, ayudante del embajador Dannyl —dijo—. Llevadme hasta él.

—El embajador Dannyl no está —repuso el esclavo portero.

—Ah. Bueno. Llevadme dentro. Quisiera lavarme y ponerme una túnica limpia.

El esclavo portero le hizo una seña para que lo siguiera y se dirigió hacia la Casa del Gremio. Lorkin caminó tras él, acometido por oleadas curiosamente fuertes de sentimentalismo al ver la sala maestra y las paredes encaladas y curvas.

«Lo he conseguido. Por fin he regresado al lugar donde empezó todo.»

El esclavo se detuvo por un momento para susurrarle algo a una esclava. Ella asintió y se alejó a toda prisa. Un recuerdo menos agradable le vino a la memoria cuando el esclavo portero lo condujo a sus antiguos aposentos: el recuerdo de una mujer muerta que yacía desnuda en su cama. Aquella habitación estaba a oscuras. El esclavo lo guió hasta una alcoba distinta y se postró en el suelo. Lorkin le indicó que se retirara.

Creó un globo de luz, paseó la vista alrededor y asintió. Había sido todo un detalle por parte del esclavo asignarle otra habitación.

La esclava reapareció con una jofaina llena de agua y unas toallas, y se marchó. Otra le llevó una túnica. Tras calentar el agua con magia, Lorkin se quitó el jubón de cazador y comenzó a lavarse.

Un sonido atrajo su atención hacia la puerta. Suponía que se trataba de otro esclavo, pero en cambio se encontró mirando fijamente a una mujer de túnica verde. Ella lo contemplaba con idéntico asombro y cierta hostilidad.

Entonces él cayó en la cuenta de quién debía ser.

—Eres mi sustituta —exclamó. «¿Una mujer ayudante? ¿Aquí, en Sachaka?» Al instante sintió admiración hacia ella por haber tenido el valor de ofrecerse voluntaria para el puesto.

Ella parpadeó y de pronto comprendió lo que ocurría.

—¡Lord Lorkin! ¡Has vuelto!

Él asintió.

—Sí. ¿Dónde está el embajador Dannyl?

Ella puso los ojos en blanco.

—En Dunea, divirtiéndose mientras confraterniza con los lugareños. Me dejó sola para que me hiciera cargo de cualquier cosa que pudiera surgir. —Bajó la mirada hacia los pantalones de leñador y la alzó de nuevo hacia la cara de Lorkin—. Como esto.

«¡Dunea! Podría tardar semanas en volver. ¿Qué hago si el rey me llama a su presencia antes de que Dannyl regrese?»

—Me llamo Merria, por cierto —añadió ella. Sonrió—. Te dejo que termines. Cuando estés listo, envíame a un esclavo para que me avise. Estaré en la sala maestra. Más vale que decidamos lo que vamos a hacer. ¿Necesitas dormir un poco antes?

—No, pero comer algo no me vendría mal.

Ella asintió.

—Yo me encargo.

Dannyl, que dormitaba, despertó y recorrió el camarote con la vista. Unos ronquidos suaves procedían de la cama de Tayend. Aunque el cabeceo y el balanceo del barco seguían siendo pronunciados, las sacudidas y los crujidos habían cesado hacía un buen rato. Dannyl no tenía idea de cuánto había durado la tempestad. Sospechaba que más que unos días.

Oyó unos pasos sonoros y se percató de que eso era lo que lo había despertado. La puerta del camarote se abrió. Achati se detuvo por un instante en el quicio, luego soltó el marco, entró tambaleándose y se agarró al borde de su cama. Se arrastró hacia ella y se dejó caer boca abajo.

Dannyl se levantó de la silla y se acercó al sachakano.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Achati soltó un quejido y luego suspiró.

—Sí. Solo estoy... cansado. —Haciendo un esfuerzo, se tendió de cara hacia arriba—. La tormenta ha pasado. Ve a comprobarlo, si quieres.

Reprimiendo una risita, Dannyl salió por la puerta abierta y la cerró tras él. Subió por la escalera estrecha y empinada hacia la cubierta superior, empujó la escotilla y salió a la luz del sol.

Los pocos esclavos que seguían allí estaban encorvados, sujetos a cuerdas o barandillas como si les costara tenerse en pie. El capitán, sentado y con sombras oscuras bajo los ojos, observaba a otro esclavo que manejaba el timón. Cuando su mirada se encontró con la de Dannyl, el hombre inclinó la cabeza. Dannyl le devolvió el gesto. Una sonrisa bailó en los labios del capitán antes de desaparecer.

Al examinar el barco, Dannyl no vio el menor rastro de daños. Dirigió la vista más lejos y advirtió que, al sudeste, el cielo estaba encapotado. Supuso que se trataba de la cola de la tormenta, que se alejaba de ellos.

A juzgar por la posición del sol, era media tarde. La costa se divisaba a la derecha; un paisaje monótono, bordeado por un acantilado bajo y erosionado. Especuló sobre la altura de este último. Durante el trayecto hacia el norte se había fijado en que los acantilados eran cada vez más altos. Si lograba avistar algo que le diera una idea de la escala, quizá podría calcular a qué distancia de Arvice se hallaban.

—¿Falta mucho?

Sorprendido, Dannyl se volvió y vio a Tayend salir a cubierta por la escotilla. El elyneo parecía cansado e indispuesto, pero no tan cansado como Achati ni tan indispuesto como habría estado si Dannyl no le hubiera sanado el mareo con magia desde que habían partido de Dunea.

—No tengo ni idea —confesó Dannyl.

—Achati se ha dormido. —Tayend se situó junto a Dannyl y echó un vistazo alrededor—. La tempestad ha pasado.

Como sus observaciones no parecían requerir respuesta, Dannyl se quedó callado. Tendieron la mirada hacia el mar. «En un silencio cómodo y cordial», pensó Dannyl, aunque se percató de que cuanto más rato pasaban sin hablar, más consciente era de la presencia de Tayend.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó al fin.

—No muy mal. —Tayend se encogió de hombros—. Seguramente tomaré un poco más de ese remedio pronto.

—No tienes por qué —le aseguró Dannyl.

—No, no importa. Dormir me vendrá bien.

Dannyl asintió.

—En fin, ¿has disfrutado el viaje?

Tayend no respondió, y cuando Dannyl se volvió hacia él, vio que el elyneo tenía los labios fruncidos con expresión reflexiva.

—Sí y no —contestó Tayend—. Me decepciona un poco haberme pasado buena parte de él drogado. Cuando llegamos a Dunea la cosa mejoró, aunque la subida a caballo por el desfiladero me puso bastante nervioso. Las tribus eran interesantes, pero solo nos quedamos allí un día y hablaron únicamente contigo.

Dannyl torció el gesto.

—Lo lamento.

—Oh, no te disculpes. No fue decisión tuya.

Se quedaron callados de nuevo. Tayend giró en redondo, contemplando el barco y oteando la costa. Se detuvo cuando se encontraba de cara a Dannyl.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Has tomado alguna decisión?

Había un tono de reproche en su voz. Dannyl se volvió hacia Tayend con el entrecejo fruncido. El elyneo le devolvió una mirada penetrante y firme. Aunque Dannyl sabía que Tayend era mucho más inteligente de lo que solía demostrar con su comportamiento, de pronto su ex amante le pareció una persona completamente distinta. «Una persona mayor —pensó—, más madura.»

—Me he dado cuenta, Dannyl —dijo Tayend en voz baja—. Es evidente que sois... más que amigos. ¿Creías que no lo notaría, después de vivir contigo durante tanto tiempo?

Dannyl desvió la vista, pero comprendió que no era para disimular un sentimiento de culpa, sino para evitar mirar a Tayend con ira. Resistió el impulso de volverse hacia el capitán o hacia los esclavos para comprobar si alguno de ellos lo había oído, y erigió una barrera en torno a los dos para contener el sonido.

—No ha ocurrido nada.

Tayend soltó un resoplido desdeñoso.

—¿Ah, no? —dijo. Dannyl lo miró a los ojos. Tayend entornó los párpados y sonrió con frialdad—. Me alegro. Entonces he conseguido frenar algunos de tus impulsos absurdos.

—¡O sea que has estado interponiéndote entre nosotros! —lo acusó Dannyl—. Me imaginaba que te pondrías celoso, pero esto es...

—No tiene nada que ver con los celos —siseó Tayend—. Es un sachakano. Un ashaki. Un mago negro.

—¿Crees que no había reparado en eso?

—Sí —respondió Tayend con expresión seria—, pues de lo contrario tendría que suponer que estás senil, que el amor te ha cegado o que te estás convirtiendo en un traidor. No tengo pruebas de ninguna de las dos primeras posibilidades, lo que me pone en una situación difícil como embajador.

—No estoy convirtiéndome en un traidor —repuso Dannyl—. Que yo sepa, tener un amante extranjero no constituye un acto de traición. De ser así, no me habría acostado contigo.

Tayend cruzó los brazos.

—No es lo mismo. Nuestros países son aliados. Sachaka es...

Dannyl enarcó las cejas al advertir que Tayend dejaba la frase en el aire.

—¿El enemigo? Siempre serán nuestros enemigos si nunca dejamos de tratarlos como tales.

—Nunca serán nuestros aliados mientras los sachakanos como Achati tengan esclavos y utilicen la magia negra. —Tayend achicó los ojos—. No me digas que también estás suavizando tu postura respecto a eso.

Dannyl sacudió la cabeza.

—Por supuesto que no.

—Más te vale. Porque te estoy vigilando, embajador Dannyl. En el momento en que te conviertas en un sachakano, lo sabré. —Tayend le volvió la espalda y se acercó a la escotilla, obligando a Dannyl a desactivar rápidamente el escudo que bloqueaba el sonido—. Y ahora, voy a dormir como es debido.

Cuando la escotilla se cerró, Dannyl dirigió de nuevo la vista hacia el mar.

«Convertirme en un sachakano. Valiente tontería.»

Sin embargo, como solía ocurrir, Tayend había sembrado la semilla de la duda en su mente. ¿Y si estaba convirtiéndose de verdad en un sachakano? ¿Era Achati el culpable? ¿O simplemente estaba habituándose demasiado a la manera sachakana de hacer las cosas?

«En ese caso, no tengo nada de que preocuparme. Todo volverá a la normalidad cuando regresemos a la Casa del Gremio.»