Algo rozó los sentidos de Lorkin. Él no hizo caso, pero la sensación lo asaltó de nuevo, y había algo en ella que le provocó un cosquilleo en la piel. Aunque la interrupción le resultaba molesta, la aceptó, tal como le habían enseñado, y distanció cuidadosamente su mente de la gema que estaba creciendo.
Cuando recobró la conciencia del lugar donde se encontraba, abrió los ojos y recorrió la cueva con la vista en busca del origen de la distracción. No habían sido las pedreras que estaban sentadas cerca de él. Miraban alrededor, al igual que él. Estaba bastante seguro de que tampoco habían sido las dos magas apostadas junto a la puerta, aunque su postura parecía indicar que habían estado hablando entre sí. Lorkin había aprendido hacía días a no prestar atención a las conversaciones de quienes lo rodeaban.
Al aguzar el oído, percibió un sonido tenue y grave. Al mismo tiempo, se percató de que notaba una vibración bajo sus manos y sus pies, y a través de la silla.
El corazón se le desbocó de inmediato, y él invocó su magia rápidamente para crear una barrera resistente en torno a sí.
«Un temblor de tierra —pensó—. Me pregunto si es muy fuerte.»
No lo bastante para impulsar a las otras magas a huir, advirtió. ¿Estarían desalojando la ciudad los no-magos en aquel momento? La última vez que había visto el valle, lo cubría un manto de nieve. Se estremeció al pensar en lo que ocurriría si la ciudad entera se desplomaba y miles de personas quedaban a merced de aquel frío extremo.
Durante muchos cientos de años, la ciudad había sobrevivido, no sin algunos derrumbamientos. Esto no era una garantía de que nunca se produciría un terremoto lo bastante intenso para destruirla, pero significaba que había muchas probabilidades de que no tuviera que abrirse paso excavando para salir de aquellos túneles profundos bajo la montaña.
«Aun así, ahora me queda más claro por qué algunas personas de aquí opinan que los Traidores deben marcharse de Refugio tarde o temprano.»
Paseó la mirada por la caverna. En las paredes relucía una multitud de puntos cristalinos. Aquellos afloramientos ya no constituían un misterio multicolor para él. Sabía a qué fin estaban destinadas las piedras de cada zona, qué función mágica se les estaba asignando.
Se elaboraban gemas de dos clases: las tipificadas y las potenciadas. A las piedras tipificadas simplemente se les implantaba un sistema para dar forma a la magia. El usuario proyectaba magia hacia la gema, que transformaba esa energía en algo físico: fuerza, calor, luz y varias combinaciones comunes. La intensidad del resultado dependía de la cantidad de magia que se introdujera en la piedra. Esto era lo que hacían los magos cuando canalizaban su energía hacia fuera, por lo que las piedras tipificadas no resultaban muy útiles para un mago a menos que este no hubiera aprendido aún a realizar alguna tarea concreta o no supiera llevarla a cabo de forma adecuada. Tampoco les servían de mucho a los no-magos, pues estos no podían proyectar hacia el exterior su energía, que además era escasa o nula.
«No me llevó mucho tiempo comprender lo útil que sería elaborar gemas para sanar, así que me imagino que la idea se les habrá ocurrido a unos cuantos Traidores. Por otro lado, la complejidad de las tareas que una piedra puede llegar a realizar parece tener un límite, por lo que, aunque se crearan piedras para sanar, solo serían capaces de llevar a cabo tareas sencillas.»
Las piedras del segundo tipo —las potenciadas— eran de mucha mayor utilidad para los magos. Se les enseñaba a realizar las mismas clases de tareas, pero su creador las dotaba además de su propia reserva de magia. Sin embargo, esta magia se gastaba con el uso. Las piedras, si estaban bien hechas, podían recargarse. Las de mala calidad eran de un solo uso. A veces las fabricaban a propósito para que se utilizaran una sola vez, si su uso las destruía, pero la mayor parte de las piedras potenciadas estaban hechas para recargarse.
«Lo que se parece mucho al modo en que el Gremio mantiene en buen estado la Arena y todos los edificios reforzados con magia. Las construcciones pierden magia muy despacio, pero la Arena y la barrera que la rodea a veces sufren daños durante las clases y las sesiones de entrenamiento de los guerreros, por lo que hay que fortalecerlas continuamente.»
Los dos tipos de magia —el refuerzo de edificios y la elaboración de gemas— eran tan similares que a Lorkin le asombraba que el Gremio no hubiera desarrollado antes el segundo, hasta que cayó en la cuenta de que en Kyralia no había cuevas repletas de gemas de formación natural. Tampoco podían trabajar con piedras importadas, pues, para cuando llegaban a manos de los magos en forma de joyas, eran demasiado antiguas para implantarles una función de una manera eficaz.
El otro impedimento era que el arquitecto que había ideado el método para reforzar la piedra con magia había vivido en una época en que la magia negra estaba prohibida. Lorkin sintió un escalofrío al recordar la facilidad y la rapidez con que había asimilado los fundamentos de la magia negra. En menos de una hora había roto su juramento y un tabú de cientos de años de antigüedad.
«Y, encima de todo, ha sido un poco decepcionante. No me he hecho más poderoso. No me ha proporcionado habilidades nuevas. Solo me ha servido para entender y aplicar mejor el proceso de elaboración de las gemas, que será de utilidad limitada para el Gremio a menos que encuentre cuevas con gemas en Kyralia o descubra otra manera de crearlas.»
Aprender magia negra le había proporcionado una visión más realista de la magia que poseía en su interior, así como de sus puntos fuertes y débiles. Sospechaba que era posible cultivar una gema para que realizara una tarea específica sin necesidad de saber magia negra, pero habría sido como trabajar a ciegas, sin posibilidad de determinar si estaba haciéndolo bien, cuánta magia podía contener la piedra o cuándo estaba lista para usarse.
Bajó la vista hacia la pequeña gema verde que tenía entre las manos. Durante buena parte del proceso, había tenido que trabajar con ella mientras aún estaba sujeta a la pared, y en varias ocasiones la había perdido entre la aglomeración de piedras. Una vez que consiguió llevar a cabo una implantación suficiente, la había desprendido de la pared para pulir sus cualidades en una mesa.
Hacían falta largos ratos de concentración absoluta. Lorkin entendía ahora por qué Tyvara había dicho que no tenía la paciencia suficiente para elaborar gemas. La portavoz Halana también le había advertido que fabricar piedras que liberaban calor o una fuerza explosiva podía resultar peligroso si el pedrero se desconcentraba, si había demasiada energía almacenada en la gema o si estaba defectuosa. Por eso algunas piedras se elaboraban en cuevas recónditas en las que la entrada estaba prohibida salvo para quienes contaban con una invitación de la pedrera que trabajaba allí.
Lorkin estaba creando una gema que emitiera luz. Aunque era más difícil, también le estaban enseñando a cargarla de magia negra. También era más peligroso, porque era fácil que un aprendiz de pedrero la sobrecargara o perdiera la concentración. Habrían podido proporcionarle una piedra de duplicación para que se sirviera de ella. Dichas piedras permitían crear innumerables copias con la misma función que la original, en especial piedras destinadas a realizar actos de magia complicados. No obstante, la portavoz Halana insistía en que todos los alumnos aprendieran primero a crear una gema sin la ayuda de piedras de duplicación, para que no se volvieran demasiado dependientes de ellas.
La vibración había cesado. Lorkin echó un vistazo alrededor. Las pedreras habían reanudado su trabajo, con la cabeza inclinada sobre su mesa. Él respiró hondo e inició un ejercicio para tranquilizar su mente. No sabía si los Traidores conocían técnicas parecidas, pero las prácticas sencillas que le habían enseñado en la universidad estaban resultándole muy útiles ahora.
Cuando se disponía a proyectar de nuevo su mente hacia la piedra, oyó que alguien murmuraba su nombre. Alzó la vista. La portavoz Halana caminaba hacia él.
—¿Cómo va todo, Lorkin? —preguntó cuando llegó frente a su mesa.
—Bien, portavoz Halana —respondió él—. Bueno, de momento nada ha salido mal.
Ella le dedicó una sonrisa torcida, con la ironía lúgubre a la que él ya se había acostumbrado, y cogió la gema. Lorkin se había percatado de que todas las pedreras, menos las nuevas, hacían gala de un humor igual de fatalista. Los accidentes, aunque infrecuentes, se producían. Lorkin había visto a mujeres con cicatrices muy marcadas deambular por las cuevas. En una ocasión, una de las pedreras más nuevas le había susurrado que algunas de ellas trabajaban a solas, no solo para evitar distracciones peligrosas, sino también porque preferían que las demás no vieran sus cicatrices. Algunas comían, dormían y trabajaban siempre en las cuevas interiores, de las que casi nunca salían.
Tras examinar la piedra con atención, Halana la depositó de nuevo sobre la mesa.
—Te está quedando bien —dictaminó—. Un poco mejor de lo que es habitual en las primeras gemas. Seguramente dentro de unos días podremos activarla.
Él sonrió.
—¿Y después?
Ella lo miró a los ojos por un momento y luego se encogió de hombros.
—Después se te asignarán tareas más complicadas. Volveré a visitarte mañana.
Dicho esto, se alejó y pasó al siguiente alumno. Lorkin la siguió con la mirada, preguntándose por qué se había quedado callada por un instante cuando él había planteado su pregunta. Era casi como si la hubiera pillado por sorpresa, como si ella diera por sentado que él ya conocía la respuesta.
«Tal vez no había hecho planes para mí con tanta antelación, o no esté acostumbrada a que los alumnos quieran saber qué aprenderán a continuación. O quizá la respuesta sea más bien obvia.»
Se encogió de hombros, devolvió su atención a la piedra, decidido a no pensar en el asunto hasta más tarde, algo que cada vez se le daba mejor.
Con un poco de magia, Lilia entibió gradualmente el agua del cubo. No se atrevía a calentarla demasiado por miedo a que otros criados vieran el vapor, se percataran de que Lilia no había ido a la cocina a calentarla y concibieran sospechas sobre ella. Se arrodilló en el suelo, sumergió un trapo en el agua y comenzó a frotar el suelo con él.
Lilia llevaba una semana viviendo en la casa de bol, durmiendo bajo las escaleras y fingiendo ser una fregona. Donia se había sorprendido cuando Lilia había propuesto aquel disfraz, hasta que se había enterado de que la joven procedía de una familia de sirvientes. Anyi se había esfumado después de la primera cena, y cuando a la mañana siguiente había reaparecido, se había enfadado al encontrarse a Lilia fregando cacerolas en la cocina. Lilia había tenido que convencerla de que no riñera a Donia.
—Eres una maga —había dicho Anyi en voz baja para que los otros criados no la oyeran—. Que hayas nacido sirvienta no debería tener importancia.
—En realidad, no soy maga, al menos del Gremio —señaló Lilia—. ¿No recuerdas que me han expulsado? No me importa hacer esto, y tampoco puedo exigir que me alojen aquí gratis.
Anyi le había hablado de su reunión con Cery. Este había accedido a no revelar al Gremio que Anyi había rescatado a Lilia y sabía dónde se encontraba. Lilia no podía evitar sentir curiosidad por él. Anyi tenía opiniones firmes sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, y Lilia no era capaz de imaginarla trabajando para alguien que no encajara con sus ideales. Según lo que le había contado sobre Cery, se exponía a grandes riesgos por evitar que los bajos fondos accedieran a la magia. Donia, por su parte, parecía opinar que Cery era más pragmático —quizá incluso despiadado— de lo que Anyi creía.
Una pierna enfundada en una bota apareció a su lado. Sobresaltada, Lilia pegó un brinco y se le escapó un chillido.
—Qué susto me has dado —le reprochó, tirando el paño en el cubo—. ¿No podrías hacer un poco de ruido cuando te me acercas por detrás?
—Perdona. —Pero Anyi no parecía muy arrepentida, sino satisfecha de sí misma—. Forma parte de mi trabajo. Lo hago sin darme cuenta. —Bajó la mirada hacia el balde y el suelo mojado—. Por lo visto llego en el momento justo. ¿Qué te han dejado los huéspedes de Donia para que limpies esta vez?
Lilia hizo una mueca.
—No creo que quieras saberlo. Y habría sido el momento justo si te hubieras presentado antes de que tuviera que limpiarlo.
—Lo siento. La próxima vez intentaré llegar más temprano. —Sonrió de oreja a oreja—. ¿Has terminado? Tenemos que asistir a una reunión.
A Lilia el corazón le dio un vuelco.
—¿Con Cery?
—Sí. —Anyi arqueó las cejas—. Pareces ansiosa por conocerlo.
Lilia se puso de pie.
—Solo porque lo pintas como una persona interesante.
—¿De veras? Pues no se lo digas. —Anyi se agachó para recoger el cubo de agua, pero Lilia lo movió con magia para ponerlo fuera de su alcance.
—La sirvienta aquí soy yo, no lo olvides. Iré a guardar esto antes de que nos vayamos. —Lo cogió y bajó las escaleras. Con un gruñido suave, Anyi la siguió.
Después de que Lilia enjuagara y devolviera el balde a la pila, y pidiera prestado un abrigo grueso a Donia, Anyi la guió por una puerta trasera hasta una callejuela, tras asegurarse de que nadie las observara. Hacía mucho frío, y Lilia tuvo que resistir la tentación de caldear el aire que las rodeaba. Empezó a llover, lo que agravó su incomodidad y su frustración por no poder utilizar la magia.
El callejón estaba desierto, pero repleto de basura y cajas.
—Hay algunas cosas que debes saber —dijo Anyi en voz baja—. He intentado evitar esta reunión por dos motivos... —Hizo una pausa cuando llegaron al final de la callejuela para inspeccionar la calle transversal antes de cruzarla hacia un callejón más estrecho—. En primer lugar, mi patrón también está escondido. Llevarte hasta él supone un riesgo. Creo que juntar a dos personas buscadas duplica el peligro de que las encuentren a ambas. Pero es más seguro llevarte a verlo que traerlo a él. Las personas que te buscan quieren encerrarte. Las que lo buscan a él quieren matarlo.
—¿Skellin quiere...?
—Chsss. No digas su nombre. La lluvia apaga nuestras voces, pero algunas palabras llaman más la atención que otras. Pero... sí. —Anyi echó un vistazo al otro lado de una esquina antes de doblarla—. Es muy poderoso, ¿sabes? —Lanzó una mirada a Lilia—. El ladrón más poderoso de la ciudad. Tiene aliados por todas partes, en las altas y bajas esferas.
—Entonces..., si tu patrón está escondido, y lo busca el ladrón más poderoso, que también es un mago, ¿estará en condiciones de ayudarme a encontrar a Naki?
Anyi se detuvo y se volvió hacia ella.
—Él también tiene aliados. No son muchos, pero son de fiar. Los demás te entregarían al otro sin dudarlo.
Lilia devolvió la mirada a la mujer. Saltaba a la vista que la había ofendido al poner en tela de juicio las capacidades de Cery. «Tal vez tiene razón... Pero algo me dice que me oculta algo sobre su relación con el tal Cery.»
—Sientes una gran lealtad hacia él, ¿verdad? —observó.
Anyi aspiró profundamente y exhaló.
—Sí, supongo que sí. —Adoptó una expresión extrañamente reflexiva, pero solo por un instante. Echó a andar de nuevo.
Lilia se percató de que había dejado de llover, lo que habría sido un alivio para ella de no ser porque ahora nevaba y hacía aún más frío. Remetió las manos en los bolsillos de su abrigo pero se arrepintió enseguida, porque las uñas se le ensuciaron con la tierra que había en el fondo.
—Bien —dijo Anyi, más para sí que para Lilia—. Esperaba que nevara. Así habrá menos gente en la calle. —Se cubrió la cabeza con la capucha de su abrigo.
—¿Y cuál es el segundo motivo? —preguntó Lilia.
Anyi frunció el ceño.
—¿El segundo motivo para qué?
—Para evitar esta reunión.
—Ah, sí. —Anyi torció el gesto—. Aunque él prometió que no lo haría, yo no estaba segura de que no te entregaría.
«Al Gremio», completó la frase Lilia.
—O sea que le eres leal, pero no te fías de él.
—Oh, sí que me fío —le aseguró Anyi—. Pondría mi vida en sus manos. El problema es que no pondría la de la mayoría de la gente.
—Eso no me reconforta mucho.
—Lo entiendo. Pero tienes que saberlo. Él es lo que es.
De pronto, a Lilia se le ocurrió una posibilidad.
—¿Un ladrón?
Anyi la miró y arrugó el entrecejo.
—¿Tan claro lo he dejado?
Lilia sonrió.
—O eso, o cada vez soy más perspicaz.
—¿Te importa?
—No. Ya me imaginaba que tendría que colaborar con individuos de mala vida para encontrar a Naki.
—Lo suponía, ya que estabas dispuesta a confiar en aquella asesina pese a que sabías quién era.
—No confío en Lo... en esa mujer —se corrigió Lilia—. Corrí el riesgo porque no se me ocurría ninguna otra manera de encontrar a Naki. —Miró a Anyi—. En fin, ¿cómo sabes que Cery no me entregará al Gremio hoy?
Anyi soltó una risita.
—Le he dado una buena razón para no hacerlo.
—¿Qué razón?
—Te usaremos como cebo para atrapar a Skellin.
Lilia dio un traspié y se detuvo.
—¿Vais a...?
—¡Anyi!
Una mujer había salido al callejón más adelante, en el punto en que se cruzaba con otra calle. Las dos se volvieron hacia ella. Era alta y muy delgada, y, salvo por una mirada fugaz que echó a Lilia, tenía la atención fija en Anyi.
Esta soltó una palabrota y se dirigió hacia delante arrastrando los pies.
—Heyla. ¿Me estás siguiendo?
La mujer la observaba sin pestañear.
—Sí. Quiero hablar contigo.
Anyi cruzó los brazos.
—Habla, pues.
Heyla miró a Lilia de reojo.
—En privado.
Con un suspiro, Anyi se alejó hacia la esquina y se detuvo.
—Esto es lo bastante privado.
La mujer hizo ademán de protestar, pero luego sacudió la cabeza y se acercó a toda prisa a Anyi.
Las dos comenzaron a hablar en susurros. Lilia solo alcanzaba a oír algunas palabras sueltas. Heyla dijo «lo siento» varias veces. Al escrutar su rostro, Lilia vio señales de culpabilidad, arrepentimiento y, sorprendentemente, hambre. La mujer estaba encorvada. Gesticulaba con rapidez y en cierto momento extendió una mano hacia Anyi, pero la retiró al instante.
Anyi, por otro lado, parecía tranquila y atenta, aunque algo en la tensión de su mandíbula y sus ojos entornados parecía indicar que estaba reprimiendo la ira. Cuanto más contemplaba Lilia a Anyi, más convencida estaba de que el semblante de su salvadora reflejaba algo más. Entonces la mujer dijo algo, Anyi crispó el rostro y negó con la cabeza.
De pronto, la mujer señaló a Anyi con un gesto agresivo y añadió algo por lo bajo.
Anyi rió con amargura.
—Si logras encontrarlo, dile que es un desgraciado. Él sabe por qué.
La mujer posó la vista en Lilia de nuevo.
—¿Y qué hay de ella? ¿Es una clienta? ¿Le advierto que cierre con llave la puerta de su habitación? ¿O es mi sustituta?
—Bueno, no se ha convertido todavía en una traidora adicta a la carroña y ladrona —gruñó Anyi.
Heyla giró rápidamente para encararse con ella, cerrando la mano en un puño, pero con un cambio mínimo de postura, Anyi estaba en guardia y preparada para luchar. Heyla se quedó inmóvil por un momento y retrocedió un paso.
—¡Puta! —espetó, y se alejó por la calle dando grandes zancadas.
Anyi la siguió con la mirada hasta que desapareció a lo lejos, y luego le hizo una seña a Lilia.
—Más vale que mantengamos los ojos bien abiertos —dijo—. Es posible que intente seguirnos... o que mande a otra persona a espiarnos.
Regresó por el callejón y recorrió un pasadizo angosto y oculto entre dos edificios hacia otra callejuela.
—¿Quién es?
—Una vieja amiga, aunque no lo creas. —Anyi suspiró—. En otro tiempo estuvimos muy unidas, hasta que intentó venderme a nuestros enemigos a cambio de dinero para comprar carroña.
—¿Qué quería ahora?
—Dinero. Otra vez.
—¿Te ha amenazado?
—Sí.
—No lo tomes a mal —dijo Lilia—, pero creo que tienes tanto tino para escoger a tus compañías como yo.
Anyi no sonrió. Por el contrario, parecía triste, y Lilia lamentó haber hecho este comentario.
—Lo siento.
—No pasa nada. Ya lo he superado —aseveró Anyi, y apretó el paso.
Lilia empezó a rezagarse, así que obligó a sus piernas a moverse más deprisa para mantenerle el ritmo.
«"Ya lo he superado" —pensó—. Suena como lo que dice la gente cuando... Un momento. ¿Qué es lo que ha dicho Heyla? "¿Le advierto que cierre con llave la puerta de su habitación? ¿O es mi sustituta?" podría significar otra cosa, pero...»
Cuando se le ocurrió otra interpretación posible de las palabras de la mujer, no pudo evitar dirigir la vista al frente, hacia su guía, dando vueltas en la cabeza. «Tal vez estoy equivocada respecto a su relación con Cery. —Anyi no llamaba la atención por su belleza, pero era... impresionante. Desenvuelta, fuerte e inteligente—. De hecho, si no fuera por Naki... No, no vayas por ese camino.»
No solo porque sería una deslealtad hacia Naki, sino porque representaría una distracción demasiado grande en su colaboración con Anyi.
Con aspecto pálido y enfermo, Tayend se acercó a la barandilla para reunirse con Dannyl y Achati. Aquella mañana había decidido tomar solo media dosis del remedio para el mareo con el fin de no estar atontado cuando llegaran a su destino. Dannyl sabía con sombría certeza que al atardecer Tayend estaría totalmente despierto, impidiendo que Achati y él pasaran un rato a solas. «Aunque un rato a solas tampoco nos serviría de mucho, pues Achati me ha advertido que nuestro siguiente anfitrión es... ¿cómo lo ha llamado? "Un mojigato al que todo le parece mal".»
—Bienvenido a Dunea —declaró Achati, señalando el puerto que tenían enfrente.
El Inava navegaba hacia un valle extenso. A los lados se alzaban precipicios en capas escalonadas y erosionadas. En el centro, un río ancho y fangoso desembocaba en el mar, y su agua gris pardusca formaba una franja que se adentraba en el agua salada a lo largo de cierta distancia antes de diluirse en el océano.
La declaración de Achati no era del todo exacta. El valle no marcaba el inicio de las tierras dúneas. El buque llevaba unos días costeándolas, aunque no había una frontera claramente establecida. El valle que tenían delante era el lugar en que la mayoría de los visitantes desembarcaba cuando llegaban por mar, y era lo más parecido que tenían los dúneos a una ciudad capital.
A diferencia de los paisajes áridos y los acantilados escarpados que habían visto a su izquierda durante casi todo el viaje, el valle estaba cubierto de vegetación. Había casas construidas sobre pilotes elevados, con unas manchas en la madera cuya altura superaba con creces la de un hombre y que indicaban el nivel al que llegaban las crecidas. Se accedía a algunas de ellas por medio de escaleras de mano, mientras otras tenían unos escalones hechos de troncos atados entre sí. El conjunto de chozas se llamaba Haniva, y el valle era conocido con el nombre de Naguh.
El capitán gritó órdenes a los esclavos, que se dispersaron por la nave. Echaron el ancla y plegaron las velas.
—No podemos acercarnos más —explicó Achati—. Debido al cieno que se acumula por las crecidas anuales, hay poco fondo. De vez en cuando se producen tormentas que se llevan los bancos de arena, pero si construyéramos un muelle, seguramente acabaría destruido, así que no vale la pena mantener la bahía despejada por medio de la magia.
Una vez fondeado el barco, los esclavos botaron una pequeña chalupa de remos. Dannyl, Tayend y Achati, tras dar las gracias al capitán, bajaron por una escala de cuerda hasta el bote. Cuando llegaron a tierra, esperaron a que los esclavos regresaran al barco a buscar sus baúles de viaje, y luego los siguieron mientras los transportaban a través de Haniva.
La ciudad no tenía calles; solo unos caminos de tierra, y las casas parecían situadas al azar, frecuentemente en grupos unidos entre sí por senderos angostos. Dannyl supuso que no se esperaban inundaciones en un futuro próximo, a juzgar por los sembrados que rodeaban las casas. Entre los cultivos se había dejado espacio para los enormes árboles, de cuyas ramas colgaban racimos de fruta. Todos consistían en un tronco liso coronado por un ramaje en forma de paraguas, o bien por una exuberancia de hojas descomunales. A Dannyl le extrañó en un principio ver unas varas altas que sobresalían del suelo, hasta que advirtió que de algunas de ellas brotaban hojas y comprendió que se trataba de árboles jóvenes que invertían toda su energía en crecer lo suficiente para salvarse de las crecidas antes de desarrollar el follaje.
Cuando se cruzaron con unas personas que caminaban por los campos, él reparó en que su piel y su complexión estaban a medio camino entre las de los sachakanos, morenos, bajos y fornidos, y los miembros de las tribus, esbeltos y de tez grisácea. Supuso que se había producido un mestizaje a lo largo de los siglos. Por lo que había leído y oído, las tribus dúneas no acostumbraban a establecerse en ciudades. Eran un pueblo nómada.
«Quizá podríamos considerar que estas personas pertenecen a otra raza —pensó—. Tal vez se llamen "naguhs" o "hanivanos".»
Después de pasar junto a unas docenas de casas, los esclavos se dirigieron hacia un conjunto de edificios aislados en medio de un prado. De inmediato quedó patente que eran distintos de los demás, pese a estar construidos con los mismos materiales y sobre pilotes. Estaban dispuestos de manera simétrica, con una casa tres veces más grande que las otras en el centro, y varias construcciones más pequeñas a los lados y detrás, a las que se accedía por un sendero. Había una escalera amplia a la entrada de la casa central, y el camino que conducía hasta ella era recto. Cuando los esclavos llegaron frente a ella, se detuvieron y aguardaron a que Achati, Dannyl y Tayend subieran antes que ellos.
Conforme Dannyl ascendía los escalones, no solo cambió su perspectiva del pueblo, sino también su impresión sobre él. Vio más casas y a las personas que las habitaban, así como quienes trabajaban en los campos. De pronto tuvo la sensación de que Haniva estaba más poblada y se asemejaba más a una ciudad.
Un esclavo doméstico apareció y se postró boca abajo sobre la plataforma de madera en lo alto de la escalera.
—Llévame ante el ashaki Vakachi, o ante la persona que lo representa durante su ausencia —ordenó Achati.
El hombre se puso en pie de un salto y los guió hacia el interior. Por dentro, las paredes estaban pintadas de blanco y delimitaban un pasillo que conducía a una habitación espaciosa. «Es como una casa sachakana típica, salvo porque las paredes son rectas.» En la sala maestra, un hombre los esperaba de pie. Su piel tenía un matiz gris oscuro, y él era estrecho de hombros, lo que parecía indicar que corría algo de sangre dúnea por sus venas.
—Bienvenido, ashaki Achati —saludó el hombre y, cuando Achati le dio las gracias, se volvió hacia sus dos acompañantes—. Y ustedes deben de ser los embajadores Dannyl y Tayend.
—En efecto —respondió Dannyl—, y será un honor para nosotros aceptar su hospitalidad.
El hombre los invitó a sentarse.
—He encargado que les sirvan una comida ligera y después acompañen a cada uno de ustedes a su propia obin, las casas aisladas en las que sin duda se habrán fijado al llegar. Se trata de un aditamento propio de la zona que suele construirse para el uso de un hijo cuando se casa o de un familiar mayor cuando el hijo hereda la casa, pero también para mantener vigilados a los jóvenes solteros de ambos sexos.
—¿Es una tradición dúnea? —preguntó Tayend.
Vakachi se encogió de hombros.
—En parte sí y en parte no. La tribu del valle de Naguh tiene tradiciones propias, distintas de las del resto de Dunea. Aunque es una tribu sedentaria y más civilizada que sus vecinos, los de la escarpa los consideran inferiores y les obligan a pagar tributos.
—¿Es posible que algunos de ellos sean Guardianes de la Sabiduría? —inquirió Dannyl.
Vakachi extendió las manos a sus costados.
—No podría decírselo con certeza. Puesto que los Guardianes llevan vidas corrientes y mantienen oculta su condición, podría haber algunos aquí, pero nadie lo sabe. —Sonrió—. No, tendrá más posibilidades de encontrarse con uno si sube a la escarpa y busca entre las tribus de pura sangre. Y aun en ese caso sus posibilidades serán más bien reducidas. Los dúneos tienen la particular y eficaz costumbre de no cooperar con nadie.
—Eso había oído y leído —dijo Dannyl.
Vakachi asintió.
—Por otro lado, es posible que un extranjero tenga más suerte que un sachakano. Les he conseguido medios de transporte para su viaje a la escarpa. Partirán mañana. Tardarán unos días en llegar. Mientras tanto —señaló con un gesto a los esclavos que entraban en fila en la sala—, coman, descansen y pónganse cómodos.