Sachaka comerciaba principalmente con los territorios que tenía al norte y al este, al otro lado del mar de Aduna, y esto resultaba más evidente en los muelles que en cualquier otra parte de la ciudad. A Dannyl le sorprendió el tamaño de los barcos exóticos que estaban allí amarrados, y la gran cantidad de ellos que había. Los mástiles oscilantes formaban una especie de bosque sin hojas que se extendía desde la orilla hasta la ancha bahía de Arvice.
Los esclavos de la Casa del Gremio desataban los baúles de viaje de la parte posterior del carruaje y los descargaban con la ayuda de los dos esclavos personales de Achati. Dannyl se fijó en que Achati los observaba con atención. Un mago kyraliano habría movido los baúles con magia, pero los sachakanos no se rebajaban a realizar tareas tan vulgares. Los esclavos utilizaban cuerdas y un torno instalado en la parte de atrás del vehículo a tal efecto, pero al advertir que a aquellos cuatro hombres escuálidos no les costaba mucho trabajo levantar los pesados arcones, supuso que su amo estaba prestándoles un poco de ayuda mágica de todos modos.
El baúl de Achati tuvo que ser transportado por dos hombres. El de Tayend era de un tamaño parecido, y el de Dannyl, considerablemente más pequeño. «A veces estar obligado a llevar uniforme durante buena parte de tu vida tiene sus ventajas», pensó Dannyl. Pero él además llevaba un cofre adicional, más bien una caja grande, con sus utensilios de escribir, cuadernos y espacio para los documentos u otros objetos que adquiriera durante el viaje.
Un suspiro atrajo la atención de Dannyl. Se volvió hacia Merria, cuya expresión ceñuda solo se relajó ligeramente cuando sus miradas se encontraron. La ayudante seguía enfadada por no haber sido invitada al viaje de investigación. Apenas le había dirigido la palabra desde que se había enterado de que Tayend los acompañaría también.
Él resistió el impulso de mirar a Tayend. El embajador de Elyne estaba de pie a su lado, balanceándose suavemente sobre sus zapatos profusamente adornados y caros. Dannyl apenas había hablado con Tayend desde que había regresado de la casa de Achati y le había preguntado a su ex amante por qué quería viajar con ellos.
«Oh, como embajador tengo la obligación de aprender todo lo que pueda sobre este país —había contestado Tayend—. Ya he visto bastante de Arvice. Es hora de que vea algo que esté fuera de las murallas de la ciudad.»
Dannyl tampoco había oído que Tayend y Merria conversaran entre sí. Como la mayoría de sus ocupantes no se hablaban, la Casa del Gremio había estado muy silenciosa.
Reflexionó sobre la excusa de Tayend. ¿De verdad eran esos sus motivos? «Dudo que vaya a viajar con nosotros porque esté interesado en mi investigación. ¿O es posible que lo esté? Si sabe algo sobre la piedra de almacenaje, estará tan preocupado como Achati y yo por la posibilidad de que haya otra o alguien la fabrique. Pero ¿cómo podría estar enterado del asunto? Yo no le he hablado de ello. No creo que Achati haya...»
Quizá hubiera otra razón por la que Tayend quería acompañarlos. Ya había demostrado que estaba informado sobre el interés personal de Achati por Dannyl. ¿Intentaba cerciorarse de que Dannyl y Achati no se hicieran amantes?
Dannyl frunció el entrecejo. «¿Por qué iba a hacer eso? ¿Por celos? No, Tayend fue quien recalcó que él y yo ya no somos pareja. Nunca mencionó que quisiera remediar eso.»
Junto a él, Tayend se aclaró la garganta. Hizo una pausa y respiró hondo para hablar.
—Embajador.
Dannyl se volvió hacia él de mala gana.
—¿Seguro que no te importa que me haya apuntado?
—Claro que no —respondió Dannyl.
Continuó observando a los esclavos. Los dos de Achati no eran los mismos que habían participado en la búsqueda de Lorkin. Dannyl se preguntó qué habría sido de Varn. Devolvió la atención a sus compañeros al notar que Merria tenía los ojos clavados en él. Cuando la miró, ella sonrió. Esto le pareció extraño. Era una sonrisa burlona, y Dannyl no pudo evitar pensar que él era el objeto de la burla.
—Allí está el capitán —anunció Achati. Señaló el barco hacia el que los esclavos llevaban los baúles. Era más pequeño que los buques mercantes exóticos que lo rodeaban, pues estaba construido para el transporte de pasajeros, de pasajeros importantes. Tenía grabado en la cabina el nombre Inava, con letras relucientes de oro. Un sachakano ataviado con las galas que cabía esperar de un ashaki estaba de pie en cubierta, aguardando a que ellos embarcaran por la estrecha pasarela tendida entre el muelle y el barco. Los esclavos llevaron el equipaje hacia una segunda pasarela que estaba un poco más lejos—. Ha llegado la hora de despedirse —añadió Achati.
Dannyl y Tayend se volvieron hacia Merria, que lucía una sonrisa radiante.
—Que tengan ustedes un buen viaje, embajadores, ashaki —les deseó, con una inclinación cortés de la cabeza. Entonces una expresión astuta y ligeramente soberbia asomó a sus ojos—. Espero que no se saquen de quicio mutuamente.
«Así que eso es lo que le parecía tan divertido», pensó Dannyl.
—Adiós, lady Merria —respondió—. Sé que dejo la Casa del Gremio en buenas manos.
La sonrisa de la joven dio paso a una mirada de resignación.
—Gracias. —Se retiró hacia el carruaje y agitó las manos como para ahuyentarlos—. No hagan esperar al capitán.
Dannyl dio media vuelta y, en pos de Achati, se acercó a la pasarela y la cruzó hasta la cubierta del buque. Se procedió a las presentaciones, y el capitán les dio la bienvenida a su nave.
—¿Preparado para zarpar? —preguntó a Achati.
—Sí. ¿Hay alguna necesidad de retrasar la partida? —respondió Achati.
—En absoluto —le aseguró el capitán.
Se alejó, gritando órdenes a los esclavos. Achati guió a Dannyl y a Tayend hacia un lugar seguro desde donde contemplar las maniobras.
—Esto será un cambio de aires agradable respecto a la vida en la ciudad —comentó Achati mientras el barco se separaba del muelle.
Dannyl asintió.
—Hacía mucho que no viajaba por mar.
—Sí, es una aventura para todos —terció Tayend, con la voz un poco tensa.
Dannyl se percató de que su ex amante ya había palidecido levemente.
Achati sonrió al embajador elyneo. Era una sonrisa indulgente, casi afectuosa. De pronto, a Dannyl se le ocurrió la posibilidad de que Achati estuviera deseoso de viajar con Tayend. Había dado por sentado que el ashaki se había visto forzado a aceptar su presencia por razones políticas y sociales. Se volvió hacia el elyneo.
—Si necesitas ayuda, no dudes en avisarme —dijo.
Tayend asintió, agradecido.
—Llevo los remedios que Achati me recomendó.
—Como tu guía, es mi deber procurar que la travesía no te resulte demasiado penosa —aseveró Achati—. Pero no olvides que pueden tener otros efectos.
Tayend inclinó la cabeza.
—No lo había olvidado. Creo... creo que me sentaré ahora.
Se acercó a un banco situado a pocos pasos. Dannyl aguantó las ganas de escrutar a Achati en busca de indicios de... No estaba seguro de qué.
«Tal vez esté interesado también en ser algo más que un amigo para Tayend.
»Tal vez ya lo sea. Tal vez la advertencia de Tayend respecto a Achati estuviera motivada por los celos...
»¡Oh, no seas ridículo!»
Mientras el buque se alejaba del puerto, Dannyl empezó a desear que Achati, o incluso Tayend, iniciaran una conversación para distraerse de las sospechas que asaltaban su mente. Como ninguno de los dos abrió la boca, se puso a pensar en algún tema sobre el que hablar.
Entonces Achati hizo un gesto en dirección a la costa.
—¿Veis ese edificio? Es una de las pocas mansiones de más de doscientos años que no son de estilo sachakano. Fue construida por...
Dannyl exhaló un discreto suspiro de alivio. «Gracias, Achati —pensó—. Aunque creo que acabas de condenarte a rellenar los silencios con datos e información histórica para el resto del viaje, al menos es una alternativa a soportar un silencio incómodo durante días enteros.»
Lilia siempre había creído que uno de los objetivos de la prisión era que el preso no tuviera otra cosa que hacer salvo pensar en su delito.
«No creo que esté produciendo ese efecto en mí —se dijo—. Bueno, he dedicado mucho tiempo a arrepentirme de haber aprendido magia negra y sintiéndome como una tonta por ello. Pero he dedicado mucho más a pensar en Naki, y eso me hace sentir peor.»
Incluso cuando intentaba pensar en otra cosa, sobre todo en si habrían dado ya con el asesino de lord Leiden, ella sabía que en el fondo estaba preocupada por Naki.
Como el Gremio no había encontrado pruebas de que Lilia hubiera matado a Leiden, ella había llegado a la conclusión de que no lo había hecho. Esperaba, por el bien de Naki, que alguien descubriera al auténtico culpable. «Si desenmascaran al asesino de Leiden, seguro que alguien vendrá a contármelo. —No le rebajarían la pena, pues la habían condenado por aprender magia negra, pero por lo menos Naki dejaría de odiarla—. La Maga Negra Sonea me lo diría —pensó—. Sería incluso mejor que me lo dijera Naki. Tal vez empiece a visitarme a menudo... No, más vale que no me haga ilusiones. Diez años son mucho tiempo. Pero si me quiere como yo la quiero a ella, seguro que vendrá a verme.»
Había intentado tener pensamientos más alegres, pero siempre acababan por ensombrecerse. Era como cuando estaban en la casa de braseros y ella había imaginado que alguien las observaba. Su mente siempre se las arreglaba para centrarse en asuntos más lúgubres.
A veces trataba de distraerse caminando en círculos por la habitación o aplicando la oreja a la puerta lateral. De cuando en cuando oía a la otra mujer tarareando para sí.
Se acercó una vez más a la ventana, frente a la que había colocado una silla, y se apoyó en el alféizar. Al menos había elementos del paisaje que cambiaban ocasionalmente, aunque solo fuera un pájaro que volaba por encima de las copas de los árboles, o el ángulo de las sombras conforme las horas transcurrían lentamente. Cada vez le producía más hastío mirar su habitación.
Unos golpes en la puerta interrumpieron sus pensamientos. Irguió la espalda en su asiento y se volvió hacia la entrada principal. Alcanzó a ver una parte de un rostro en el ventanuco antes de que desapareciera. La cerradura emitió una serie de chasquidos. La puerta se abrió.
Welor entró con una bandeja en las manos. «Pero si ni siquiera tengo hambre...»
—Buenas tardes, lady Lilia —dijo él, dejando la bandeja sobre la mesa—. Aquí tienes la cena... Y te traigo otra cosa que te había prometido.
Le mostró dos objetos duros y rectangulares que sujetaba bajo el brazo. A Lilia el corazón le dio un vuelco cuando reconoció lo que eran. «¡Libros!»
Casi sin darse cuenta, se puso de pie y se abalanzó hacia delante. Cogió los volúmenes con una gran sonrisa.
—Son de la biblioteca de la Guardia —le dijo Welor—. Tal vez no sean tan interesantes como los libros de magia, pero narran historias emocionantes.
Cuando ella leyó los títulos, se desanimó un poco. Batallas de la armada vindeana anteriores a la Alianza, rezaban las letras diminutas impresas en una cubierta, y en otra se leían las palabras Estrategias para un control de multitudes eficaz durante procesiones y celebraciones inscritas en un marco muy ornamentado. Al alzar la vista hacia Welor, vio que él la miraba con expectación y esperó que su desilusión no fuera muy notoria.
—Gracias —dijo.
—No puedo conseguir otra cosa —explicó él— hasta que tenga un día libre.
—Es más de lo que tengo derecho a esperar —repuso ella, bajando la mirada.
—Bueno..., se supone que debemos asegurarnos de que estés cómoda. —Se encogió de hombros—. Si te gustan, te traeré más. O a lo mejor... Mi esposa lee aventuras románticas de esas. No sé si sean de tu agrado, pero estoy seguro de que te las prestaría.
Lilia sonrió.
—Puedo echarles un vistazo. Si a ella le parecen buenas.
Él desplegó una sonrisa.
—Le gustan mucho. —Se puso más derecho—. En fin, más vale que te comas eso antes de que se enfríe.
Hizo un amago de reverencia y se marchó.
Como no había nadie a quien pudiera ofender por leer durante la cena, Lilia examinó el primer libro mientras comía. La introducción era larga y árida, y el primer capítulo no era mucho mejor. No estaba segura de si debía impresionarle que Welor hubiera leído y disfrutado un libro tan denso. No todos los hombres que ingresaban en la Guardia sabían leer, y los que procedían de familias que podían pagarles una educación pero optaban por trabajar como guardias solían hacerlo porque no eran lo bastante listos para encontrar empleos mejor pagados.
«Tal vez Welor sea una excepción. A lo mejor le gusta pertenecer a la Guardia. —Frunció los labios, pensativa—. Pero ¿cómo acabó con un trabajo tan modesto como el de celador?»
Era un misterio que tendría que desentrañar. O tal vez no lo fuera; quizá solo se lo parecía porque se había visto forzada a vivir en un mundo más reducido.
Cuando terminó de cenar, cogió los libros y se acercó a la ventana, pero cuando pasó junto a la puerta lateral oyó tres golpes secos.
Se quedó paralizada por un momento y luego se volvió hacia la puerta. Su corazón latió cuatro..., cinco veces, y entonces los golpes volvieron a sonar.
«Esto es de locos. Oigo unos sonidos leves del exterior y me pongo hecha un manojo de nervios.» Se dirigió hacia la puerta, se inclinó y pegó la oreja a ella.
—No dejes que te engañe con lo que dice sobre su esposa. Tú le gustas.
Lilia pegó un salto hacia atrás y se quedó mirando la puerta. Presa de una ira súbita, se acercó de nuevo.
—¿Crees que miente? ¿Que no está casado?
Le llegó un sonido bajo, amortiguado por la puerta, procedente de la otra habitación. Posiblemente una risita.
—Tal vez no. O tal vez te hable de ella para ganarse tu confianza.
—Seguro que me ha hablado de ella para que no me lleve una impresión equivocada.
—¿Una impresión equivocada sobre qué?
—Sobre los favores que me hace y lo amable que es conmigo.
—Tal vez. Pero ten cuidado. Si empieza a hablarte de lo solo que está, no te sorprendas si te pide algo a cambio de esos favores.
Lilia se apartó ligeramente de la puerta. ¿En qué podía beneficiar a esa mujer que Lilia desconfiara de Welor?
—¿Por qué me dices esto?
—Solo intento ayudar. Eres joven. Nunca habías estado presa. Quieres sentirte segura, pero no deberías dejar que ese deseo te impida ver los riesgos que conlleva tu situación.
Lilia meditó sobre estas palabras. Aunque le provocaban cierta inquietud, tenían sentido. «Ya me encuentro demasiado cómoda en este sitio, ¡y solo llevo aquí dos días!»
—Me llamo Lorandra —dijo la voz.
Lilia se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza contra la puerta.
—Y yo, Lilia.
—Estoy aquí porque los magos extranjeros tienen que afiliarse al Gremio o renunciar a utilizar la magia —dijo Lorandra—. Yo no veía por qué tenía que afiliarme si no quería.
Aunque Lilia ya sabía por qué estaba encerrada la mujer, de pronto le pareció un poco injusto. «¿Por qué habría de afiliarse al Gremio una maga extranjera?» Tal vez si la mujer no hubiera estado obligada a elegir entre el Gremio y la clandestinidad, no se habría mezclado con los ladrones.
—¿Y tú por qué estás aquí? —preguntó Lorandra—. Si no es indiscreción.
—Estoy aquí por haber aprendido magia negra... Pero solo estábamos tonteando y no esperaba que lo que hacía funcionara.
La mujer guardó silencio durante un rato largo.
—¿Es la magia que utilizan los de negro?
—Sí. —Lilia se percató de que estaba asintiendo, pese a que sabía que Lorandra no podía verla, así que se obligó a parar—. Los Magos Negros Sonea y Kallen.
—¿También han bloqueado tus poderes?
—Sí.
—Dices que no esperabas que lo que hacías funcionara. ¿Te refieres a intentar aprender?
—Sí. Nos dijeron que no podíamos aprender a menos que un mango negro nos lo enseñara, así que pensé que no corría ningún riesgo al hacerlo.
—O sea que estaban equivocados. Eso no me parece muy justo.
—Intentar aprender también está prohibido.
—Ah. Entonces, ¿por qué lo intentaste?
Lilia contempló la puerta con aire reflexivo. Seguramente no debía estar hablando con aquella mujer. Pero ¿con quién más podía hablar? Además, mientras no le describiera cómo había aprendido magia negra —y había decidido callarse también su deseo por Naki—, no estaría revelando a Lorandra nada que no debiera. Por otra parte, tampoco era probable que Lorandra pudiera aprovechar o transmitir la información que Lilia le facilitara.
Tras respirar hondo, comenzó a explicar lo sucedido.
Lorkin no sabía muy bien por qué no se había marchado de la sala de asistencia para irse a dormir, o por qué no había desoído al menos la orden de Kalia de empezar a primera hora de la mañana. Ella lo había obligado a trabajar hasta tan tarde que en las últimas dos noches Lorkin había dormido un promedio de menos de cuatro horas.
Sin duda estaba castigándolo por haber conseguido sanar con magia sin incurrir en la desaprobación de los Traidores y ocasionando más bien que la criticaran a ella. Era muy probable que también estuviera intentando impedir que visitara y sanara por medio de magia al joven que padecía fiebre del frío.
Pero no podía forzarlo a trabajar toda la noche, y al final tendría que dejarlo marchar. A Lorkin no le había sorprendido que lo abordaran de nuevo cuando se dirigía hacia el dormitorio masculino y lo llevaran a ver al adolescente enfermo. Como, debido a la falta de sueño, todavía estaba pugnando por recuperarse de su primera sesión de sanación, la segunda lo dejó tambaleándose de agotamiento. Ya no le quedaba magia con la que eliminar su cansancio.
«Mañana haré caso omiso de la orden de Kalia de empezar temprano. En realidad, puede que no tenga mucha opción. En cuanto me duerma, me temo que hará falta un ejército para despertarme.»
Dobló una esquina y obligó a sus piernas a seguir caminando. El dormitorio masculino ya no estaba muy lejos. Solo unos cien pasos más, o doscientos...
Algo se posó sobre su mejilla. Cuando él alzó la mano para quitárselo se percató de que no veía nada, de que un olor vegetal seco flotaba en el aire y de que algo le envolvía los hombros con fuerza.
«¿Un saco? Sí, es un saco. —Intentó arrancárselo de la cabeza, pero algo le golpeó la espalda y lo hizo caer al suelo. De forma instintiva, invocó su magia—. Ah, pero si ya no me queda. —Cuando unas manos robustas le aferraron los brazos y se los torcieron detrás de la espalda, él supo que no podría hacer nada—. ¿Cómo lo saben? ¿O estaba todo planeado? Kalia no me hacía trabajar hasta tarde solo para castigarme, ¿verdad?»
Para su sorpresa, le subieron el saco que le tapaba la cara, aunque no lo bastante para permitirle ver más allá del suelo y de dos pares de piernas. Tomó una gran bocanada de aire fresco.
Fue un error. Le taparon la boca y la nariz con algo, y un olor conocido invadió sus fosas nasales. Aunque aguantó la respiración, en su organismo había penetrado una cantidad suficiente de la droga para nublarle los sentidos. Soltó un jadeo y notó que empezaba a perder el conocimiento.
Lo último que oyó fue una voz baja y ronca, teñida de desprecio y satisfacción.
—Demasiado fácil —dijo—. Recogedlo y seguidme.