14
Planes

Lilia miró en torno a sí, no muy segura de si estaba despierta o todavía soñaba. Permaneció inmóvil durante un rato, hasta que llegó a la conclusión de que debía de estar despierta, pues en la habitación no se percibía una sensación de amenaza inminente, como en sus sueños.

Nada se movió, nada cambió, nada hizo ruido ni habló. «Ah. Estaba equivocada. Sí que hay una amenaza aquí, pero es más sutil y siniestra. Se trata de la ausencia absoluta de acontecimientos. De la amenaza de un futuro de horas interminables e inalterables que transcurren una tras otra.»

Era la amenaza del aburrimiento y de años malgastados; de no ser amada jamás, ni amar a nadie; de ser olvidada.

Pero la situación podría ser peor. Al pasear la mirada por la habitación, se fijó en los muebles y cortinajes confortables y de buena factura. No había muchas cárceles con ese aspecto. Tal vez aquella fuera la única. La cena del día anterior estaba tan buena, o mejor, que la comida que solían servirle en el refectorio de la universidad. Los celadores eran amables y parecían compadecerla más que otra cosa. Quizá les recordaba a sus hijas.

«Aunque seguro que sus hijas nunca se han metido en un lío tan grande como yo.»

Crispó el rostro al recordar el breve encuentro que había mantenido con sus padres, que habían ido a verla al Gremio antes de que se la llevaran a la atalaya. Estaba tan aturdida que apenas había pronunciado palabra. Recordaba haber dicho «lo siento» muchas veces. Su madre se había limitado a preguntar «¿por qué?», y ella no había sido capaz de responder. ¿Cómo iba a decirle a su madre que amaba a otra chica?

Había habido lágrimas. El recuerdo le resultaba más doloroso ahora que el encuentro en sí. Se levantó y se vistió, solo para tener otra cosa en que pensar, con el aliento condensado en el aire gélido. Alguien había decidido que debía vestirse con los pantalones y el jubón sencillos que llevaban la mayoría de los criados, aunque confeccionados con una tela de mejor calidad. El atuendo incluía también una nagua. Una túnica habría sido demasiado fina y ligera para protegerla del frío, aunque le hubieran permitido ponérsela. Tiritando, lamentó en lo más profundo de su ser la pérdida de sus poderes mágicos.

Había un brasero instalado en la habitación, con un tubo de salida que expulsaba el humo a través de la pared del edificio. Al lado se alzaba una pila de leña y astillas. Ella supuso que, como la atalaya había sido construida para que la utilizaran los magos, no se habían incluido chimeneas ni fogones. Cuando la Guardia se había hecho cargo del edificio sin duda había concluido que los braseros eran el medio no mágico más práctico para caldear las habitaciones.

Le habían proporcionado varillas de chispas, así que puso manos a la obra para encender el brasero. No intentó utilizar sus poderes, pues estaba convencida de que el bloqueo que la Maga Negra Sonea había impuesto sobre su mente era impenetrable, y de que luchar contra él resultaría molesto. Apenas recordaba el momento en que se lo había practicado. Tenía la mente adormecida por la impresión.

«Sonea me hizo algunas preguntas —rememoró—. Mis respuestas no le fueron muy útiles, pero al menos ella intentaba ayudar. O al menos averiguar quién mató al padre de Naki.»

¿Renunciaría el Gremio a seguir intentándolo, ahora que ella estaba recluida? Esperaba que no. Aunque Naki no apreciaba a su padrastro, su muerte la había afectado visiblemente. Merecía saber qué había ocurrido en realidad.

«Sobre todo porque podría estar en peligro. Quien mató a su padre podría ir a por ella.»

El corazón empezó a latirle más deprisa, pero ella respiró hondo varias veces y se dijo que Naki sabía cuidarse sola. En el fondo, no estaba tan segura. Naki se distraía muy fácilmente con el último capricho. ¿Cómo iba a defenderse cuando estuviera atrapada por la seducción de la craña?

«Bueno, eso es algo con lo que no volveré a tener problemas. En esta prisión, se acabó la craña para mí.»

Esta idea le provocó un escalofrío de ansiedad. Sacudió la cabeza. En realidad no necesitaba la craña. Ni siquiera tenía tantas ganas de consumirla. Pero la habría ayudado a olvidarse de todo, a no preocuparse por las cosas que no podía cambiar o hacer, a dejar de sentirse tan estúpida por haber seguido las instrucciones del libro sobre la magia negra, a soportar el no saber si Naki corría peligro o no. ¿No decían los compositores y poetas que el amor solo producía dolor?

De no ser porque amaba a Naki, tal vez le habría guardado rencor por haberlas metido en aquel lío. «El problema es que su temeridad es una de las cosas que me fascinan de ella. Aunque quizá ya no me fascine tanto.»

El brasero era pequeño, y ella tenía la piel erizada por el frío. Se puso de pie, se echó una manta de la cama sobre los hombros y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación. Se quedó un rato de pie ante una de las estrechas ventanas, contemplando el bosque que se extendía más abajo. Era el mismo que lindaba con la parte de atrás de los edificios del Gremio. Nunca lo había explorado. Como se había criado en la ciudad, la idea de adentrarse en un cúmulo de árboles silvestres poblado de animales le parecía extraña y le daba un poco de miedo. Desde su posición elevada —la segunda planta de una torre construida sobre un saliente desde el que se dominaba el bosque—, alcanzaba a ver que el espacio entre los árboles estaba cubierto de una maraña densa de troncos y vegetación secos. Intentó imaginar cómo podría alguien caminar por el bosque sin tropezar. «Seguramente muy despacio.»

Cuando se aburrió de mirar el bosque, se entretuvo estudiando con atención los objetos que había en la habitación. Todos eran de uso práctico. No había libros, papel ni utensilios de escritura. ¿Si pidiera estas cosas a los guardias, se las facilitarían?

La puerta que daba al pasillo era de una madera maciza y noble. Tenía un ventanuco cuadrado con un cristal, claramente más reciente que la puerta, para que los guardias pudieran ver dónde estaba el prisionero antes de abrirla. Otra puerta comunicaba con la habitación contigua. Lilia había intentado hacer girar el pomo la noche anterior, pensando que tal vez podría acceder a un segundo cuarto —tal vez a un aseo donde gozaría de mayor intimidad—, pero no lo había conseguido. Se acercó de nuevo a aquella puerta, preguntándose qué habría al otro lado. Por curiosidad, aplicó el oído a la madera.

Para su sorpresa, oyó una voz. Una voz femenina. Aunque no alcanzaba a distinguir lo que decía la mujer, emitía un sonido melodioso. Quizá estaba cantando.

Unos golpes en la puerta principal le provocaron un violento sobresalto. Consciente de que la habían sorprendido escuchando a su vecina, Lilia se apartó rápidamente de la puerta lateral.

La puerta principal se abrió, y un guardia sonriente entró con una bandeja. Era joven, solo unos años mayor que ella. En la bandeja había un típico desayuno kyraliano.

—Buenos días, Lilia —dijo, depositando la bandeja sobre la pequeña mesa—. ¿Has dormido bien?

Ella asintió.

—¿No has pasado frío? ¿Necesitas más mantas?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Quieres que te traiga algo? —Tenía una actitud extrañamente servicial para ser un hombre con un uniforme que solía asociarse a la autoridad y la fuerza.

Ella reflexionó. «Será mejor que acepte su oferta; voy a pasar mucho tiempo aquí.»

—¿Libros?

La sonrisa del hombre se ensanchó.

—Veré qué puedo conseguirte. ¿Algo más?

Ella negó con un gesto.

—Pues sí que eres fácil de contentar. La de al lado siempre pide hilo de lana de reber, para tejer mantas y gorros.

Lilia dirigió la vista hacia la pared lateral que la separaba de su vecina cantarina.

—¿Quién...? —empezó a preguntar.

Por primera vez, la sonrisa del guardia se desvaneció y una arruga apareció entre sus cejas.

—Lorandra, la maga renegada apresada por la Maga Negra Sonea. Tiene una pinta rara, pero es educada y no da problemas.

Lilia asintió. Había oído hablar de aquella renegada. Su hijo también era mago, y aún no había sido capturado. Trabajaba para un ladrón, o algo así.

—Me llamo Welor —le dijo el celador—. Mi deber es asegurarme de que estés cómoda mientras permanezcas en la atalaya, con nosotros. Por el momento —señaló la bandeja con un movimiento de la cabeza—, un poco de comida puede ayudarte a entrar en calor.

—Gracias —consiguió decir ella.

Él asintió y se alejó hacia la puerta. Sonrió una última vez antes de cerrarla.

En contraste con la amabilidad y la actitud atenta del hombre, el golpe seco de la cerradura fue firme y contundente. Con un suspiro, Lilia se sentó y se puso a comer.

Cuando Lorkin había regresado a la sala de asistencia aquella mañana, Kalia estaba de un humor inexplicable. Con un tono neutro y una expresión impasible, comunicó a Lorkin que la anciana que padecía fiebre del frío había muerto por la noche.

Aunque Kalia no le había dicho nada sobre Velyla, la sanación mágica que él había llevado a cabo la noche anterior pronto pasó a ocupar un segundo plano en su mente cuando empezó a preocuparse por cómo reaccionarían los Traidores ante la noticia de la muerte de la anciana. Se preparó para un alud de acusaciones y críticas.

Estas nunca llegaron. A lo largo de las horas, los pacientes y las visitas que acudían a la sala de asistencia se limitaban a comentar que la mujer era ya muy mayor y que, aunque era triste que hubiese fallecido, no era algo inesperado. Nadie lanzó miradas reprobatorias a Lorkin. Si Kalia sintió la tentación de insinuar que él habría podido salvar a la anciana, se contuvo.

Sin embargo, el adolescente no mejoraba, y, por la tarde, cuando Lorkin empezaba a acusar los efectos de haber dormido poco, los padres del chico se presentaron y anunciaron a Kalia que se lo llevarían a sus habitaciones.

Kalia miró a Lorkin con los ojos entornados, lo que le provocó un escalofrío de advertencia. Él intentó aparentar perplejidad, o al menos cansancio y aturdimiento. Ella no dijo nada e insistió en acompañar a la familia.

«¿Volverán a interceptarme esta noche cuando vaya camino de vuelta al dormitorio masculino? —se preguntó—. ¿Cuánto tardará Kalia en atar cabos, suponiendo que no lo haya hecho ya?»

Invocó un poco de su magia para mitigar el agotamiento que se había apoderado de su cuerpo y reanudó la tarea que estaba realizando antes de que llegara la familia. Poco después oyó unos pasos en la entrada y alzó la vista para ver si se trataba de un paciente nuevo.

Evar sonrió y saludó a Lorkin con un movimiento de la cabeza, echó un vistazo alrededor y se acercó. Tenía la nariz roja y los ojos hinchados.

—Tienes el don de la oportunidad —dijo Lorkin.

—¿A qué te refieres? —preguntó Evar, parpadeando con inocencia fingida. Tosió—. Urgh —dijo—. Odio la fiebre del frío.

—¿Has pillado la fiebre del frío?

—Me duele la garganta.

Con una risita, Lorkin le indicó que lo siguiera y se dirigió hacia los remedios que Kalia había sacado de su almacén para la jornada.

—¿Dónde está Kalia? —preguntó.

Evar se encogió de hombros.

—Tenía que ir a algún sitio. No sé exactamente adónde. Solo he visto que había salido por ahí, así que he venido directo.

Lorkin entregó a su amigo una pequeña porción del té.

—¿Conoces la dosis?

—Claro. Pillo la fiebre cada año desde que tengo memoria.

—Y eso que eres mago —observó Lorkin. En realidad, los magos del Gremio a veces enfermaban también. Aunque fuera cierto que Evar había contraído la fiebre del frío, a Lorkin no le habría sorprendido que al día siguiente despertara totalmente curado.

Evar miró en torno a sí.

—¿Cómo va todo?

—Un poco mejor. Pronto empezará a disminuir el número de pacientes, más que nada porque quedan pocas personas que no hayan sido infectadas.

—Y yo que creía que este año me había sal...

—Lorkin.

Los dos levantaron la vista y vieron a Kalia de pie en la puerta. Cruzó los brazos y se acercó a él con grandes zancadas, haciendo resonar los pasos en la sala. Tenía los ojos achicados y los labios apretados en una línea fina.

—Huy —musitó Evar. Retrocedió un paso ante el avance de Kalia. Esta se detuvo un poco más cerca de Lorkin de lo que podía considerarse normal o cómodo, y lo fulminó con la mirada.

Lorkin advirtió que lo miraba desde abajo. Resultaba penoso, pero había algo de cómico en su intento de intimidarlo físicamente cuando él le sacaba un palmo por lo menos. Él puso una cara que esperaba que fuera inexpresiva.

—¿Sanaste a Velyla con magia? —preguntó ella, hablando con lentitud y en una voz baja pero lo bastante fuerte para que todos los presentes en la sala la oyeran.

Se oyó un susurro de ropa al rozarse cuando los pacientes y las visitas se volvieron para presenciar el enfrentamiento; después, silencio.

—Sí —respondió Lorkin—, con el permiso de sus padres —añadió.

Kalia abrió mucho los ojos, antes de entornarlos de nuevo.

—Así que fuiste a su habitación sin mí, contraviniendo mis órdenes...

—No —la interrumpió—. No fui a su habitación.

La arruga entre las cejas de Kalia se hizo más profunda. Ella abrió la boca para hablar pero la cerró sin decir una palabra. Alzó el mentón y clavó en él una mirada imperiosa antes de girar sobre los talones y salir de la sala con aire indignado.

Un murmullo de voces se levantó tras su marcha. Lorkin se volvió hacia Evar, que le sonrió.

—Está enfadada. Muy, muy enfadada. Pero eso ya te lo esperabas, ¿no? ¿Surtió efecto la sanación mágica?

Lorkin hizo una mueca.

—A juzgar por su reacción, yo diría que tal vez sí.

—¿Me estás diciendo que no lo sabes? —Evar parecía sorprendido.

—No. La sanación mágica no lo cura todo. Una fiebre como esta puede resultar mortal de todos modos, si el cuerpo del paciente es incapaz de combatirla. Lo único que puede hacer la magia es sanar los daños y devolver al paciente un poco de energía.

Evar sacudió la cabeza.

—Si las aliadas de Kalia lo hubieran sabido, quizá no habrían estado tan dispuestas a participar en este juego de tira y afloja contigo.

—Pues espero que estén divirtiéndose con el juego, Evar —replicó Lorkin en tono cortante—, porque a mí no me gusta jugar con la vida de la gente.

Evar contempló a Lorkin con expresión pensativa y asintió con la cabeza.

—Si la niña sobrevive, eso al menos te servirá de consuelo.

Lorkin suspiró.

—Sí. —Miró a su amigo—. Supongo que no puedes ir a averiguar cómo se encuentra, ¿verdad?

Su amigo enderezó la espalda.

—Sí que puedo. Si Kalia está aquí cuando yo vuelva, te guiñaré un ojo si todo va bien, me encogeré de hombros si no queda muy claro y bizquearé si se encuentra muy enferma. —Sonrió—. Buena suerte.

Tras dar media vuelta, Evar se encaminó hacia el pasillo. Lorkin lo siguió con la vista hasta que alguien pronunció su nombre y él devolvió su atención a los pacientes.

—El hospital de Ladooeste atiende a menos pacientes locales —explicó Sonea mientras guiaba a Dorrien por el pasillo principal—, pero eso queda compensado con creces por los pacientes extranjeros, pues estamos más cerca del puerto y del mercado.

Dorrien rió entre dientes.

—Supongo que no tendrán hospitales en sus países.

—De hecho, algunas de las Tierras Aliadas sí tienen —dijo ella—. Tanto en Vin como en Lonmar hay varios, y Lan está a punto de abrir uno. Los han montado sanadores kyralianos que se sintieron llamados a establecer hospitales en otros lugares, o sanadores de aquellas tierras que deseaban ayudar a su pueblo tal como lo hace Kyralia.

—¿Elyne no?

Ella sacudió la cabeza.

—Y no porque no lo hayan intentado. El rey de Elyne no lo permite. Los elyneos siguen teniendo su gremio de sanadores no mágicos, que no ven con buenos ojos que los magos les roben su profesión. En fin, las instalaciones de las salas de tratamiento de aquí son muy parecidas...

Sonea se acercó a una puerta con el número que le habían indicado que buscara. Golpeó suavemente con los nudillos, y poco después la puerta se abrió y el rostro conocido de una de las sanadoras de Ladonorte se asomó y les sonrió.

—Adelante —dijo Sylia, que acto seguido salió, les hizo señas para que entraran y cerró la puerta tras ellos.

La sala era semejante a las del hospital de Ladonorte. Estaba dividida por una mesa, con un par de asientos para los pacientes y sus acompañantes, y, al otro lado, un asiento para el sanador.

Pero no era un sanador quien los esperaba, sino Cery. Sonrió, aunque estaba encorvado y tenso. Llevó la vista de Sonea a Dorrien.

—¿Así que él es tu nuevo ayudante y guardaespaldas? —preguntó.

Sonea soltó un resoplido leve.

—Ayudante, sí. Respecto a si Dorrien es mi guardaespaldas, o yo el suyo... —Miró a Dorrien, que esbozó una sonrisa sarcástica—. Ya veremos. Cery, te presento a Dorrien. Dorrien, este es Cery.

Los dos hombres inclinaron la cabeza educadamente.

—¿Llevas mucho rato esperando? —inquirió Dorrien.

Cery se encogió de hombros.

—Un poco. He llegado temprano.

—¿Para echar una ojeada al lugar?

—Por supuesto.

—¿Cómo van los negocios? —quiso saber Sonea.

La sonrisa de Cery se esfumó, lo que resaltó su aspecto demacrado y cansado.

—No van bien. Menos mal que había ahorrado mucho para tiempos como estos.

—¿Te durarán tus ahorros?

Él torció el gesto.

—Un año, a lo sumo. Estaría tentado de dejar que os las apañéis sin mí y marcharme de la ciudad antes de lo planeado de no ser por... —Extendió las manos a sus costados.

«Anyi —pensó ella—. Espero que consiga escabullirse sin despertar sospechas.»

Cery había recibido un mensaje que decía que Anyi visitaría a un sanador allí. Solo cabía esperar que lo hubiera enviado la hija de Cery y que no se tratara de una emboscada. «Aunque Dorrien y yo estamos aquí por si acaso.»

Charlaron durante unos minutos más. Ella había advertido a Dorrien que no pidiera a Cery que entrara en detalles sobre sus negocios, y, afortunadamente, él estaba siguiendo su consejo. Mientras no se enterara de nada que estuviera obligado a denunciar a la Guardia, no habría peligro de que infringiera la ley en su intento de capturar a Skellin.

Unos golpes en la puerta hicieron que los tres se volvieran hacia la entrada. Sonea se acercó y entreabrió la puerta. Suspiró aliviada al ver a Anyi y Sylia al otro lado. Abrió la puerta del todo, dio las gracias a Sylia y dejó pasar a Anyi.

Cery se puso de pie y escudriñó a su hija de arriba abajo con una mirada protectora.

—¿Estás...? ¿Va todo...? ¿Eso es una magulladura?

—Estoy bien —le aseguró Anyi—. Le he dicho a Rek que creía que me había roto la muñeca durante el entrenamiento y que más valía que fuera a ver a un sanador. Una vigilante herida no es tan eficiente como una ilesa.

—¿Qué te había ordenado que vigilaras?

Ella sonrió.

—A su amante. Al parecer ella cree que «vigilante» significa «sirvienta», y convencerla de lo contrario está resultando de lo más divertido.

Cery se sentó de nuevo.

—Bien, ¿qué noticias nos traes?

Anyi paseó la vista por la habitación, frunciendo los labios en un mohín poco convincente.

—¿No te basta con mi compañía? ¿No me has echado de menos?

—No habrías hecho algo tan arriesgado como venir a esta reunión si no tuvieras una noticia que contarme.

Ella puso los ojos en blanco y suspiró.

—Al menos podrías fingir que me has echado de menos. —Cruzó los brazos—. Pues resulta que sí que tengo una noticia. Sé sin ninguna duda que Rek ha recibido encargos de Jemmi que eran favores para Skellin.

—Jemmi es un ladrón —murmuró Sonea a Dorrien.

—¿Qué clase de animal es un jemmi? —preguntó él en voz baja.

—Hoy en día los ladrones ya no siempre adoptan nombres de animales.

—Ah.

—¿Con qué frecuencia? —inquirió Dorrien.

—A menudo. —A Anyi le centellearon los ojos—. Hay una entrega de craña programada para dentro de unas semanas. Puedo intentar averiguar dónde. Pero no sé si Skellin estará allí.

—¿Y los hombres de Skellin? —preguntó Dorrien.

Anyi asintió.

Dorrien se volvió hacia Sonea con un brillo de entusiasmo en la mirada.

—Así que los atrapamos, les lees la mente y averiguas el paradero de Skellin. —Frunció el ceño—. Un momento... Eso implicaría romper las normas impuestas a los magos negros, ¿verdad?

Sonea negó con la cabeza.

—Osen nos ha dado permiso a Kallen y a mí para leer mentes en caso necesario. Pero el auténtico problema es qué haremos si los hombres de Skellin no saben dónde está. Habremos desenmascarado a Anyi como espía para nada.

—Hummm —dijo Cery. Miró a Anyi—. Aunque preferiría volver a tenerte conmigo, deberíamos esperar a que convoquen una reunión a la que Skellin acudirá con toda certeza.

Anyi se encogió de hombros.

—Me mantendré atenta. Ya surgirá algo mejor.

Discutieron las estrategias y las formas de comunicarse hasta que alguien llamó a la puerta. Sylia les avisó que algunas personas estaban comentando que aquello se estaba alargando demasiado para ser una visita a un sanador. Anyi se despidió de su padre y se fue. Cery mantuvo la vista fija en la puerta después de su marcha. Al cabo de unos instantes, suspiró y miró a Sonea.

—¿Sabes algo de Lorkin?

Ella hizo un gesto de dolor por la oleada de inquietud que la recorrió, y meneó la cabeza.

—Pero Dannyl ha informado de que los Traidores podrían acceder a transmitir mensajes entre nosotros, así que le he enviado uno por si acaso.

—Algo es algo —comentó él, esforzándose por sonreír.

Ella asintió.

—Será mejor que siga mostrándole el hospital a Dorrien. Ha sido un placer verte, Cery. Cuídate.

—Tú también —respondió él.

Cuando Dorrien y ella salieron de la sala, Sylia entró discretamente para encargarse de sacar a Cery del hospital a escondidas. Sonea condujo a Dorrien por el pasillo hasta el almacén.

—Ese hombre está muy preocupado —dijo Dorrien cuando se aseguraron de que estaban solos.

—Así es —convino Sonea.

—Si pienso en mis hijas, no estoy seguro de que fuera capaz de ponerlas en peligro pidiéndoles que espiaran para mí.

—No, pero no es que él se lo haya pedido. Ella lo hace por iniciativa propia. Es una joven de lo más decidida.

Dorrien se quedó meditabundo.

—Supongo que ella se crió en la zona más conflictiva de la ciudad, ¿me equivoco? Y debió de curtirse por ser la hija de un ladrón.

—No se crió bajo la protección de Cery. Cuando su madre lo dejó, se llevó a Anyi. Era una mujer orgullosa y se negó a aceptar la ayuda de Cery incluso cuando vivía en la pobreza más absoluta. Anyi maduró deprisa y se convirtió en una chica dura, pero por otras razones.

—Aun así, perder a tu esposa y a tus hijos, y después ver que la única hija que te queda se juega la vida... —Dorrien sacudió la cabeza.

—Por eso debemos tener cuidado. Tenemos que estar seguros de que, cuando encontremos a Skellin, eso no ponga en peligro a Anyi o a Cery.

Dorrien asintió en señal de conformidad. «Bien —pensó Sonea—. Empezaba a pensar que estaba excesivamente ansioso por demostrar su valía y que aprovecharía la primera ocasión que se le presentara si yo no estuviera aquí para pararle los pies. Ahora sopesará los riesgos antes de actuar.»

Era de esperar que, mientras Anyi jugaba a hacer de espía, surgiera una mejor oportunidad, y no solo porque necesitaban atrapar a Skellin. A juzgar por su aspecto, Cery llevaba un mes sin pegar ojo.