11
Un malentendido

Cuando el carruaje se detuvo frente a la torre, Sonea esbozó una sonrisa irónica.

Encontrar una prisión adecuada para Lorandra había sido complicado. La Guardia de la ciudad se había negado a custodiar a una maga —aunque tuviera bloqueados sus poderes— en su cárcel. No había prisión alguna en el recinto del Gremio, ni espacio en el alojamiento de los magos para ella; y aunque lo hubiera habido, Sonea dudaba que a los magos que residían allí les hubiera hecho gracia tener a Lorandra por vecina. Se había considerado la posibilidad de instalarla en el alojamiento de los sirvientes, pero la gente vivía aún más hacinada allí, un problema que había que resolver cuanto antes, había comentado Osen. La propuesta de mantener a Lorandra en la Cúpula indefinidamente solo podía considerarse una broma.

La solución temporal era utilizar la atalaya como una cárcel. La reconstrucción de la torre se había iniciado antes de la Invasión ichani, por iniciativa de Akkarin. Más tarde, una vez terminada, fue usada durante unos pocos años por los alquimistas para estudiar el estado del tiempo. Finalmente, fue cedida en préstamo a la Guardia, a fin de que la aprovechara para sus maniobras de entrenamiento, con la condición de que le diera mantenimiento y la tuviera ocupada en todo momento.

Aunque la Guardia había dejado claro que no quería a Lorandra en su cárcel, no había tenido inconveniente en recluirla en la atalaya, lo que evidenciaba que no les preocupaba que Lorandra fuera una maga. A posteriori, Sonea comprendió que resultaría más fácil proteger la torre que la cárcel de la ciudad contra una posible misión de rescate encabezada por Skellin. La corrupción entre los celadores de la prisión ya había dado lugar a más de una fuga. Habría menos posibilidades de que uno de ellos dejara escapar a Lorandra si la vigilaba un grupo más reducido y selecto, integrado por personas con una lealtad y una honradez probadas.

«O tal vez sepan que es más probable que el Gremio siga encomendando a un mago que ayude a custodiar a Lorandra si está encerrada aquí. ¿Durante cuánto tiempo estarían dispuestos los magos a vigilarla si tuvieran que hacerlo en la sucia y sórdida cárcel de la ciudad?»

Tras apearse del carruaje, Sonea levantó la mirada hacia el edificio y sintió una leve punzada de tristeza. «¿Te habría alegrado mucho ver que la terminamos, Akkarin? —pensó—. ¿O solo pretendías que fuera una distracción que desviara la atención del Gremio de ti, como creen algunos?»

Era un edificio sin adornos, una sencilla torre de base circular el doble de alta que los árboles que la rodeaban. La superficie era lisa y las ventanas, pequeñas, lo que le recordaba el Fuerte con su fachada de rocas unidas por medio de la magia y sus ventanas diminutas. Había guardias apostados a lo largo del perímetro. Uno de ellos, de pie junto a la pesada puerta de madera, se inclinó al ver que ella se acercaba y la abrió para que pudiera pasar.

Ella entró en una sala amplia iluminada por varias lámparas pequeñas. Otros dos guardias y su capitán se pusieron de pie y ejecutaron una reverencia. Habían estado sentados a una mesa junto con un guerrero joven, que le dedicó una respetuosa inclinación de la cabeza a Sonea.

El capitán salió a su encuentro e hizo otra reverencia.

—Maga Negra Sonea, soy el capitán Sotin —se presentó.

—He venido a ver a la reclusa —dijo ella.

—Sígame.

La guió por una escalera de caracol y se detuvo ante una puerta de madera en la que se había instalado recientemente una trampilla pequeña. El hombre la abrió y le indicó con un gesto que echara un vistazo al interior. Ella vio una cama, una mesa y a la mujer de piel rojiza sentada en una silla. Lorandra estaba concentrada en un objeto que sostenía en las manos.

—La Maga Negra Sonea ha venido a verte —anunció al capitán con una voz que atronó en el oído de Sonea.

La mujer alzó la vista y contempló la trampilla con el rostro inexpresivo antes de bajar los ojos de nuevo hacia sus manos, que se movían sin cesar.

—No habla mucho —comentó el capitán en tono de disculpa.

—Antes tampoco hablaba —respondió Sonea—. Abra la puerta.

Él obedeció, tras desengancharse del cinto una anilla con llaves. «Dos cerraduras —observó Sonea—. Ella debe de ponerlos muy nerviosos.» Entró en la celda y oyó que la puerta se cerraba a su espalda. Lorandra levantó otra vez la vista y miró a Sonea con cara de pocos amigos antes de devolver su atención al objeto que sujetaba. Al fijarse mejor, Sonea vio que se trataba de una tela que la mujer estaba tejiendo con hilo grueso y un trozo de alambre corto y doblado. La velocidad con que el ganchillo improvisado se movía por el borde de la tela formando nudos enlazados parecía fruto de muchos años de práctica.

—¿Qué haces? —preguntó Sonea.

Lorandra posó en ella sus ojos entornados.

—Se llama «binda». La mayoría de las mujeres de mi país sabe hacerlo.

Cambió de posición la tela entre sus dedos, revelando que tenía forma de tubo. Sorprendida y animada al comprobar que Lorandra no se negaba a hablar, Sonea se preguntó cómo podía alentarla a continuar.

—¿Y qué estás tejiendo?

Lorandra miró hacia abajo.

—Algo que me abrigue.

Sonea asintió. «Claro. Pronto estaremos a mediados de invierno y hará más frío. Ya no puede valerse de la magia para caldear la celda. No hay chimenea, y los guardias no se fían de ella lo suficiente para facilitarle un brasero.» Por otro lado, no hacía demasiado frío allí dentro. El calor de las habitaciones de abajo debía de mitigar la gelidez del aire.

—Normalmente usamos un palo con la punta tallada en forma de gancho, pero ellos creen que lo utilizaría para suicidarme —añadió Lorandra.

A Sonea se le escapó una leve sonrisa.

—¿Lo harías?

Por toda respuesta, la mujer se encogió de hombros. «No espera que yo crea lo que me diga, así que ¿para qué molestarse?»

—¿Te tratan bien? —inquirió.

Lorandra volvió a encogerse de hombros.

—¿Quieres que te traiga algo?

Un ligero temblor de incredulidad en los labios, pero de nuevo el silencio.

—¿A tu hijo, por ejemplo? —preguntó Sonea, dejando que un matiz de escepticismo se filtrara en su voz. No le sorprendió que Lorandra no respondiera. Reprimiendo un suspiro, se acercó a la cama baja, se sentó y retomó el tema del que la mujer parecía dispuesta a hablar. Si conseguía que se sintiera cómoda al conversar con ella, tal vez llegaría a algo.

—Y ¿qué hacen las mujeres de tu país con el binda?

Lorandra permaneció callada, trabajando, pero algo en la expresión de su boca le dijo a Sonea que estaba considerando la posibilidad de responder.

—Gorros, guantes, ropa, mantas, cestas. Depende del hilo. El más fino y suave se usa para los guantes. El más fuerte y resistente, para las cestas.

—¿Lleva mucho tiempo?

—Depende de lo que una esté tejiendo y de lo grueso que sea el hilo. El binda es elástico, y eso es bueno para unas cosas y malo para otras. Si queremos una tela firme, usamos un telar.

—¿De qué hacéis el hilo?

La mirada de Lorandra se tornó distante.

—Sobre todo de lana de reber. Hay un tipo de hierba que se puede ablandar e hilar para tejer cestas con ella, pero no la he visto al sur del desierto, y un hilo fino y suave que se obtiene del nido de las polillas pájaro y que solo los ricos pueden permitirse.

—¿Polillas? Aquí las polillas se comen la ropa, no hacen hilos con los que tejerla. —Sonea sonrió—. ¿Cómo es la tela?

—Suave pero resistente. Suelen frotarla para darle brillo, y se usa más hilo para bordar dibujos y figuras en ella. —Lorandra arrugó el entrecejo—. He oído que hay mujeres que llevan faldas con bordados que tardaron años en hacerse.

—¿Tú no las has visto?

Lorandra torció el gesto.

—La única tela de pájaro que he visto es la que llevaban los kalgar.

Al apreciar un atisbo de desprecio y miedo en los ojos y el tono de la mujer, Sonea se preguntó quiénes serían los kalgar.

—¿Son las personas que matan a todo aquel que tenga poderes mágicos, pese a que ellos mismos son magos?

Lorandra le lanzó una mirada hostil.

—Sí.

—¿Por qué matan a los otros magos?

—La magia es maligna.

—Pero ellos mismos la usan, ¿verdad?

—Es su gran sacrificio, para depurar nuestra sociedad. —Había amargura en su voz.

—¿Tú crees que la magia es maligna?

Lorandra se encogió de hombros.

—¿Crees que, ahora que tienes bloqueados tus poderes, te dejarían con vida si regresaras allí?

La mujer fijó la vista en Sonea.

—¿Planeas enviarme de vuelta?

Sonea decidió no responder.

Lorandra suspiró.

—No. Su objetivo es erradicar la magia de nuestros linajes. Da igual que sea demasiado mayor para tener más hijos; podría enseñar la maldad a otros.

—Es increíble. No deben de tener enemigos contra los que defenderse. ¿Y los países vecinos? ¿También prohíben la magia?

La mujer sacudió la cabeza.

—No tenemos países vecinos. Los kalgar los derrotaron a todos hace cien años.

—¿A todos? ¿Cuántos había?

—Centenares. Casi todos eran pequeños, pero juntos harían que vuestras Tierras Aliadas parecieran minúsculas. —Lorandra sonrió con tristeza—. Lo mejor que podéis esperar es que nunca pongan la vista en el otro lado del desierto, o Sachaka será el menor de vuestros problemas.

Sonea sintió un nudo en el estómago, pero entonces recordó que Lorandra no había sabido que Kallen podría leerle la mente. «El pueblo de Lorandra no conoce la magia negra e intenta limpiar su sangre de propiedades mágicas.» Aun así, habían conquistado a todos sus vecinos.

—Si lo hicieran, y de verdad son tan peligrosos, Skellin y tú os encontraríais en una situación tan apurada como la nuestra —señaló Sonea—. Es una pena que no os unierais a nosotros cuando llegasteis. Habríamos descubierto un país que desconocíamos, y vosotros habríais contado con nuestra protección. Si Skellin...

—Maga Negra Sonea —dijo una voz desde la puerta.

Al volverse, Sonea vio que el capitán la miraba a través de la trampilla.

—¿Sí?

—Alguien ha venido a verla. Es... importante.

Sonea se levantó y caminó hacia la puerta. Cuando el capitán la abrió, ella se volvió hacia Lorandra, que la miró por un momento antes de enfrascarse de nuevo en su labor. Sonea reparó en que el tubo había crecido considerablemente durante su conversación.

Vio que la esperaba uno de los colaboradores del Mago Negro Kallen, uno de los magos que una vez había vigilado sus movimientos, según recordaba. Intentó no irradiar una antipatía muy evidente, entre otras cosas porque el hombre parecía inquieto y alterado.

—Perdone la interrupción, Maga Negra Sonea —dijo—, pero han asesinado a alguien. Un mago. En la ciudad. El Mago Negro Kallen ya está en el escenario del crimen. Debe reunirse con él.

Ella inspiró bruscamente. El homicidio de un mago resultaba ya bastante alarmante, pero que Kallen estuviera investigándolo y la hubiera mandado llamar solo podía significar una cosa.

La víctima sin duda había sido asesinada con magia negra.

Dannyl suspiró, se reclinó en su silla y paseó la vista por su despacho. Poder apoyarse en el respaldo firme de una silla era una comodidad sencilla que le recordaba su país. El escritorio que tenía delante también era un objeto de utilidad práctica y funcionalidad kyralianas que no había visto en los hogares sachakanos. De no ser por las paredes curvas, habría imaginado que se hallaba de vuelta en Imardin.

Quizá sí existían sillas y escritorios en las casas de Sachaka, en los aposentos privados que no había visitado. Tal vez los sachakanos tenían incluso muebles mejores para trabajar y estudiar. «En ese caso, no se han molestado en traer algunos a la Casa del Gremio. Pero me conformo con esto.»

Ante sí tenía sus notas y los libros que había comprado en el mercado. Acababa de elaborar una lista de lo que había averiguado desde que estaba en Sachaka, y se sentía muy satisfecho de sí mismo.

El primer punto era «Prueba de que Imardin no fue destruida durante la guerra Sachakana», que había encontrado en documentos de la biblioteca de Achati poco después de llegar a Arvice. Debajo, había escrito: «La existencia de la piedra de almacenaje», que Lorkin había descubierto en el mismo archivo.

Entre este conjunto de ítems y el siguiente, había anotado, con letra apretada: «Que las tribus dúneas sabían (y quizá aún saben) cómo fabricar gemas mágicas. Que dichas gemas son obra del hombre (no naturales). Que los Traidores robaron a los dúneos este conocimiento». Todo esto lo había oído de boca de Unh, el dúneo que había rastreado a Lorkin y sus secuestradoras Traidoras.

A continuación había una serie más larga de observaciones extraídas de los documentos que había comprado.

Que Narvelan, líder de los kyralianos que gobernaban Sachaka, que había tenido un esclavo y del que se creía que estaba loco, robó la piedra de almacenaje y la utilizó para crear el páramo, bien de forma deliberada, bien en un enfrentamiento con sus perseguidores kyralianos.

Que la amenaza de utilizar la piedra de almacenaje seguramente mantenía bajo control al grueso de los magos sachakanos que habían sobrevivido y que, una vez eliminada, Kyralia se vio obligada a devolver la soberanía a Sachaka.

Que las tierras del páramo experimentaron al principio una recuperación que no duró mucho, y en cambio la superficie yerma empezó a crecer.

Era una buena lista, decidió Dannyl. La frustración por no haber hecho progresos recientes en Kyralia era la única causa de que tuviera la impresión de que no había avanzado durante su estancia en Sachaka. Sin embargo, todavía quedaban preguntas por responder.

Dannyl se inclinó hacia delante y comenzó a escribir una lista de lo que aún esperaba encontrar.

«Una prueba que pueda llevarme a Kyralia de que Imardin no quedó destruida durante la guerra Sachakana.» Al parecer Achati prefería que no comprara documentos sachakanos, pero tal vez no le importaría que adquiriera alguno de vez en cuando. Si Dannyl quería convencer a alguien de su teoría de que la destrucción de Imardin había sido posterior, necesitaría un testimonio escrito que lo demostrara.

«Una prueba de que el Aprendiz Loco destruyó Imardin.» Dannyl no creía que pudiera encontrar esto en Sachaka.

«¿De dónde salió la piedra de almacenaje? ¿Cómo fue fabricada? ¿Era natural o artificial? ¿Existen todavía piedras de este tipo? ¿Sabe alguien cómo hacerlas?»

Dannyl no pudo evitar preguntarse si Lorkin conocía las respuestas a estas preguntas. Los Traidores habían robado a los dúneos el secreto para elaborar gemas mágicas. Si había alguien que supiera las respuestas, aparte de los dúneos, eran los Traidores.

Dannyl se estremeció al recordar la petición del rey sachakano de que estableciera una vía de comunicación con Lorkin. Le había encargado a Merria, su ayudante, que investigara cualquier pista con la que se topara. «Pero ¿a quién se supone que debemos consultar? Los ashakis ya no me invitan a cenar, y además, ella nunca me acompañaba. Dudo que los esclavos tengan una manera de contactar con Lorkin que no pase por los Traidores.»

Reflexionó de nuevo sobre sus listas. El propósito de escribirlas era formarse una idea clara de lo que debía buscar cuando visitara a las tribus dúneas o las fincas de campo sachakanas. Aunque había resuelto algunas de las dudas que abrigaba sobre cuestiones históricas, siempre era mejor disponer de varias fuentes para citarlas cuando aseguraba que un acontecimiento había tenido lugar o se había producido de determinada manera, por lo que de todos modos tendría que buscar referencias a la supervivencia de Imardin tras la guerra Sachakana y al robo de la piedra de almacenaje por parte de Narvelan. Respecto a la información sobre estas piedras, solo contaba con una fuente de información posible: los dúneos. No podía entrevistarse con los Traidores, así que tendría que confiar en que Lorkin tomara nota de lo que sabían y se lo comunicara tarde o temprano.

Lo único que le preocupaba del viaje que iba a emprender era cómo reaccionarían los dúneos a sus preguntas. Aunque había hecho buenas migas con Unh, los dúneos del mercado se habían comportado de un modo extraño cuando les había preguntado por el rastreador. «Pero antes de eso me habían tratado con amabilidad. Tal vez si no menciono a Unh...»

—¿Embajador Dannyl?

Levantó la vista. Era la voz de Merria, procedente de la sala principal.

—Adelante, lady Merria —respondió. Oyó unos pasos que se acercaban, y ella apareció en la puerta de su despacho. Dannyl le hizo señas para que entrara y se sentara en la silla de las visitas—. ¿Cómo va todo?

Merria se encogió de hombros.

—Bien. Me imaginaba que habría mucho papeleo y poca interacción con la gente, dadas sus costumbres respecto a las mujeres, pero ha resultado ser todo lo contrario.

—¿Ves a menudo a las mujeres que te presentó el ashaki Achati?

—Sí, y a sus amigas. Forman toda una red. Nunca se reúnen todas a la vez, claro. Los hombres pensarían que están organizando una sociedad secreta subversiva. —Su sonrisa dejaba traslucir cuánto la divertía esto—. Una habría pensado que todas estas mujeres mandándose mensajes unas a otras despertarían sospechas entre los hombres, pero... —Hizo un gesto vago—. Tal vez no se hayan dado cuenta.

Dannyl asintió.

—No he oído nada al respecto. ¿Crees que traman algo?

—Yo creía que no, pero pocos días después de que comenté que a la madre de Lorkin le gustaría tener noticias suyas recibí un mensaje que decía que estaba en la ciudad de los Traidores y se encontraba bien. También se me invitó a enviarle un mensaje de respuesta.

A Dannyl el corazón le dio un vuelco.

—¿Dónde está ese mensaje que te entregaron?

Merria sacudió la cabeza.

—Era oral. Las mujeres nunca ponen nada por escrito.

Él meditó sobre esta información.

—¿Crees que llegó por medio de los Traidores?

Ella asintió.

—No se me ocurre de qué otra manera se le podrían hacer llegar los mensajes, si está en la ciudad de los Traidores, y solo los Traidores van allí. A menos que haya espías entre los espías.

—Es posible.

Merria negó con la cabeza.

—Creo que es más probable que las mujeres solo afirmen detestar a los Traidores para que los hombres permitan que se vean entre sí.

Dannyl hizo un gesto de conformidad.

—No se lo cuentes a nadie más —le aconsejó.

Cualquier clase de comunicación con Lorkin era mejor que la incomunicación total. Aunque el rey Amakira le había pedido que se pusiera en contacto con él sin recurrir a los Traidores, Dannyl no quería desaprovechar esta oportunidad. Tenía muchas preguntas que hacerle a Lorkin, aunque los temas que podría tratar estarían condicionados por el riesgo de que otros oyesen o vieran el mensaje.

Por otro lado, debía comunicarse con el administrador Osen a través de su anillo de sangre para averiguar si Sonea también quería enviar un mensaje a Lorkin. Eso alegraría mucho a Sonea. Y cuantos más magos superiores deliberaran sobre qué mensaje enviar, menos probabilidades habría de que mandaran uno con ramificaciones políticas.

—Quédate aquí —le indicó—. Consultaré al Gremio.

Lilia despertó con una sensación de martilleo en la cabeza. Soltó un gruñido. Ya había estado decaída, débil y cansada antes por culpa de la craña, pero nunca le había provocado tanto malestar. Quizá el vino era más fuerte de lo habitual. No había bebido mucho.

Entonces oyó un martilleo fuera de su cabeza. Alguien llamaba a la puerta. Hizo el esfuerzo de abrir un ojo, pero, naturalmente, no podía ver a través de las puertas. Seguramente se trataba de los criados.

—Marchaos —dijo con un hilillo de voz, cerrando el ojo de nuevo.

Los golpes cesaron. Ella frunció el ceño. Tal vez los criados le darían algo para el dolor de cabeza. Se dispuso a llamarlos.

La puerta se abrió. Sus dos párpados se abrieron de golpe como por voluntad propia. En vez de criados, unos magos entraron en la habitación, y la mente de Lilia tardó un momento en despejarse y comprender lo que ocurría.

Se incorporó apoyándose en los codos. Cobró conciencia al instante de que ya no iba vestida con su túnica. ¿Cuándo se había puesto la ropa para dormir? Cuando agarró las sábanas para taparse, notó una especie de polvo reseco en la piel de sus palmas. Volvió las manos hacia arriba. Algo oscuro se había secado en ellas.

«¿Vino? No recuerdo haberme salpicado las manos. Además, estarían pegajosas...»

Los magos rodearon la cama. Cuando Lilia alzó la mirada hacia ellos, reconoció a uno de los amigos sanadores de lord Leiden y... su corazón dejó de latir... al Mago Negro Kallen.

—¿Lady Lilia? —preguntó Kallen.

—¿S... sí? —Su corazón reanudó sus latidos, muy deprisa—. ¿Qué ocurre?

—Lord Leiden ha muerto —dijo el sanador.

Ella lo contempló horrorizada.

—¿Cómo? —Mientras hablaba, un escalofrío de culpabilidad le bajó por la espalda. «¿Anoche intentamos aprender magia negra por nuestra cuenta? ¿En qué estábamos pensando?»—. ¿Dónde está Naki?

—¿CÓMO HAS PODIDO HACERLO? —En aquel alarido, Lilia identificó la voz de Naki. Hizo un gesto de dolor. Tal vez su amiga había deseado que su padre estuviera muerto, pero era imposible que hubiese... Una persona se abrió paso entre los magos hasta que el sanador la sujetó. Forcejeando para soltarse, Naki fulminó a Lilia con la mirada.

—¡Tú! —masculló.

—¿Yo? —Lilia fijó la vista en su amiga.

—¡Lo has matado! —gritó Naki—. ¡A mi padre!

—No es verdad. —Lilia sacudió la cabeza—. Me he quedado dormida. No me he despertado en ningún momento.

Naki meneó la cabeza con incredulidad.

—¿Quién más podría haberlo hecho? No debería haber dejado que leyeras ese libro. Solo quería impresionarte.

Un estremecimiento recorrió a Lilia. De pronto era muy consciente de que Kallen había clavado los ojos en ella.

—¿Cómo ha muerto? —preguntó con voz débil.

—Magia negra —espetó Naki. Bajó la vista—. ¿Qué es eso? ¿Qué tienes en las manos?

Lilia miró las manchas oscuras en sus palmas.

—No lo sé.

—Es sangre, ¿verdad? —Los ojos de Naki se desorbitaron de espanto—. La de mi padre... —Arrasada en lágrimas, giró sobre sus talones y salió corriendo de la habitación.

Lilia la siguió con la mirada. «Cree que he matado a su padre. Me odia. La he perdido. Pero... No he matado a su padre, ¿o sí?» Sus recuerdos de la noche anterior eran confusos. Siempre le ocurría lo mismo cuando bebía demasiado vino o inhalaba demasiada craña. Entre sus sueños —¿habían sido sueños?— había tenido una fantasía en que se deshacía del padre de Naki, aunque no recordaba los detalles.

—¿Has matado a lord Leiden? —preguntó el Mago Negro Kallen.

Ella se obligó a mirarlo a la cara.

—No. Creo que no.

—¿Has aprendido o intentado aprender magia negra?

¿Cómo responder a eso? Cayó en la cuenta de que no sabía qué decir. La cabeza le palpitaba con tanta fuerza que temía que se le partiera en cualquier momento.

—Lady Naki ha confesado su intento de aprender magia negra en un libro —dijo el sanador—. Dice que Lilia lo intentó también.

Un alivio traicionero se adueñó de Lilia. Asintió.

—Ella tiene un libro. Bueno, es... era... de su padre. Lo guardaba en la biblioteca en una mesa con la parte de arriba de cristal. Ella lo sacó y lo leímos..., pero en teoría no es posible aprender magia negra en un libro.

Kallen la miraba, impasible.

—Aun así, está prohibido intentarlo.

Ella bajó los ojos.

—No he matado a su padre. —La duda se coló de nuevo en sus pensamientos.

—¿Es esta la acusada? —dijo una voz nueva.

Los magos se volvieron hacia la puerta, y Lilia dirigió la vista hacia lo que había detrás de ellos. El alma se le cayó a los pies al ver a la Maga Negra Sonea acercándose. Aunque, en realidad, la llegada de otro mago negro no empeoraba su situación. Pese a que siempre había admirado a Sonea, estar en su presencia y recordar las cosas que había hecho en su vida le resultaba muy intimidatorio.

—Sí —dijo Kallen, apartándose de la cama—. Voy a la biblioteca a buscar un libro con instrucciones para usar la magia negra. Las dos han confesado haberlo leído. ¿Puede usted leerles la mente?

Sonea arqueó las cejas, pero movió la cabeza afirmativamente. Cuando Kallen salió de la habitación, se volvió hacia los otros magos.

—Por lo menos dejemos que se vista —dijo—. Yo me quedaré con ella.

—Averigüe qué tiene en las manos antes de que se las lave —le recomendó el sanador.

Lilia los observó mientras se marchaban, y cuando cerraron la puerta detrás de sí, se levantó de la cama.

—Déjame ver tus manos —dijo Sonea.

Las tomó entre las suyas, que parecían sorprendentemente pequeñas para ser las de una maga tan poderosa. «Claro que la magia no hace que te crezcan las manos —pensó Lilia—. Eso sería más bien desagradable.» Sonea levantó una de las manos de Lilia y la olfateó, antes de acercarse con ella a la jofaina y echarle un poco de agua.

—Lávate —le ordenó.

Lilia así lo hizo, algo aliviada. Tuvo que frotarse bastante para quitarse la mancha, que formó espirales en el agua.

—Necesitamos más luz —murmuró Sonea. Volvió la vista hacia las persianas que cubrían las ventanas, que empezaron a abrirse. La luz de la mañana inundó la habitación. Lilia bajó la mirada y se le cortó la respiración.

Las espirales de color eran rojas.

—Pero ¿cómo...? No recuerdo... —jadeó.

Sonea la observaba con aire pensativo. Retrocedió un paso.

—Cámbiate —le dijo en un tono que estaba entre una orden y una sugerencia—. Luego veremos qué recuerdas.

Lilia, obediente, se puso la túnica de aprendiz lo más rápidamente posible. Cuando terminó de atarse el fajín, caminó hacia Sonea. La maga negra extendió las manos para tocarle las sienes.

Era la primera vez que un mago negro le leía la mente a Lilia. De hecho, tampoco se la había leído un mago común. De vez en cuando sus clases en la universidad requerían que un profesor penetrara en su mente, pero a los aprendices se les enseñaba a ocultar sus pensamientos tras puertas imaginarias. En una lectura mental realizada por consentimiento mutuo, el sujeto debía evocar los recuerdos ocultos tras las puertas para que el lector pudiera verlos.

Este caso era distinto. Lilia cobró conciencia en el acto de la presencia de la mujer mayor en su mente. Era distante, como voces que se oyen a través de una pared. Entonces notó que algo influía en sus pensamientos. Como no percibía la voluntad que había detrás, su esfuerzo instintivo por resistirse no surtió efecto. Tras obligarse a desistir, los recuerdos de la noche empezaron a aflorar.

La vergüenza y el miedo se apoderaron de ella cuando se acordó del beso de Naki, pero no detectó el menor asomo de desaprobación por parte de Sonea. Sus recuerdos eran un poco menos vagos ahora que otra persona estaba examinándolos, pero seguía habiendo fragmentos difusos.

Uno de ellos era el rato transcurrido después de que Lilia se tendiera junto a Naki, tras beberse el vino. Recordó avergonzada que había tenido pensamientos criminales, pero no era consciente de haber matado a nadie. Salvo en sus sueños. «Pero ¿eran sueños?»

¿Y si había asesinado al padre de Naki estando sonámbula, sumida en un sueño inducido por el vino y la craña?

¿Y si el experimento había funcionado, y ella había aprendido magia negra en un libro?

Oh, ya lo creo que has aprendido, dijo la voz de Sonea en su mente. En teoría, no es posible. Ni siquiera Akkarin creía que lo fuera. Pero a lo largo de la historia ha habido por lo menos otra persona que se ha iniciado en ella sin la ayuda de otro mago, y los magos de aquella época debían de tener una buena razón para estar tan decididos a destruir todo lo que se había escrito sobre ella. Por desgracia, nadie verá con buenos ojos tu hazaña de demostrar que nos equivocábamos. ¿Por qué lo intentaste pese a saber que estaba prohibido?

No lo sé. Simplemente me dejé llevar por Naki. Me dijo que...

Le había dicho a Lilia que confiaba en ella. ¿Algún día volvería a hacerlo? «¡La quiero, y ella me odia!»

De pronto la conmoción y la sensación de pérdida la dominaron, y ella se deshizo en lágrimas. El contacto de Sonea pasó de su cabeza a sus hombros, que la frotaron con suavidad pero con firmeza mientras Lilia pugnaba por recuperar el control de sí misma.

—Mentiría si te dijera que todo va a salir bien —suspiró Sonea—, pero creo que puedo convencerles de que no fue un acto del todo deliberado y de que elijan un castigo menos severo. Sin embargo, esto dependerá de lo que recuerde Naki.

«¿Un castigo menos severo? —Lilia se estremeció al recordar lo que le habían enseñado en clase de historia—. Akkarin fue desterrado únicamente porque el Gremio no sabía si era capaz de vencerlo. De lo contrario, lo habrían ejecutado. Por otro lado, él había matado gente con magia negra. Yo no..., o eso espero.»

Si no lo había hecho, Sonea no encontraría pruebas de ello en la mente de Naki. De pronto, Lilia deseaba con ansia que Sonea fuese a averiguarlo. Las ganas de llorar que le quedaban se disiparon.

—¿Te encuentras bien ahora? —preguntó Sonea.

Lilia asintió.

—Quédate aquí.

La espera fue una tortura para ella. Cuando Sonea regresó al fin, seguida por el Mago Negro Kallen y dos magos, tenía una expresión sombría.

—No fue testigo de la muerte de su padre —le informó Sonea—. Tampoco hay pruebas en su mente de que tú lo mataras, salvo por la forma en que murió y la sangre que tenías en las manos. Ambas cosas podrían ser casualidades.

Lilia exhaló un suspiro de consuelo. «No lo maté yo», se dijo.

—Hay muchas diferencias entre sus recuerdos de anoche y los tuyos —prosiguió Sonea—, pero nada que no pueda explicarse por un malentendido. —Sacudió la cabeza—. A pesar de lo que tú recuerdas haber sentido, ella no ha aprendido magia negra.

Estas palabras provocaron en Lilia una sensación de alivio agridulce. Al menos Naki no había cometido un crimen tan grave como ella, aunque había intentado aprender magia negra, por lo que Lilia dudaba que fuera a quedarse sin castigo.

«Ahora que sabe que no maté a su padre, tal vez podamos enfrentarnos juntas a esto.»

No obstante, cuando salió de la habitación escoltada por los magos, Naki estaba allí, mirándola con un odio tan intenso que truncó todas sus esperanzas.