La niña sentada en el borde de la cama se convulsionaba con una tos violenta que solo interrumpía para inspirar de forma entrecortada. Mientras Lorkin daba instrucciones y caramelos rociados con un remedio a su madre —una maga que él sabía que estaba alineada con la facción de Kalia—, la chica alzó la vista hacia él. Lorkin vio en sus ojos una compasión distinta de la lástima que él sentía por ella. «¿Me compadece a mí? ¿Por qué habría de compadecerme?»
La madre asintió, tomó a su hija de la mano y se alejó. Él vio que se dirigían hacia donde estaba Kalia. Aunque ya había ocurrido antes con otros pacientes, él sintió un nudo en el estómago.
Kalia estaba ocupada, y Lorkin prefirió no observar cómo la mujer la consultaba sobre lo que él le había dicho. Se acercó a la paciente siguiente, una anciana ojerosa con una tos más áspera y preocupante. Ahora que la fiebre del frío se había propagado por toda la ciudad, la sala de asistencia estaba llena noche y día, y Kalia se había visto obligada a implicarlo en el tratamiento de la enfermedad. Aunque la mayoría de los Traidores aceptaba esta decisión sin cuestionarla, de vez en cuando había alguien que no se fiaba de él o fingía no fiarse para pincharlo.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —bramó Kalia.
La anciana apartó la vista y volvió a posarla en Lorkin.
—Le está hablando a usted —murmuró.
Lorkin asintió.
—Gracias. —Enderezó la espalda y se volvió para ver a Kalia aproximándose con paso decidido. Blandía un objeto en la mano, como amenazándolo. La mujer y su hija la seguían.
—¡Te advertí que no más de cuatro al día! —declaró—. ¿Es que quieres envenenar a esta niña?
Lorkin bajó la mirada hacia la niña, que sonreía de oreja a oreja, emocionada por la escena en la que estaba participando.
—Claro que no —respondió—. ¿Quién querría hacer daño a una criatura tan bonita? —La sonrisa de la chica flaqueó por un momento. Lorkin supuso que, aunque le gustaba recibir elogios, sabía que su madre no aprobaría que se mostrara simpática con él. Sin saber qué hacer, levantó la vista hacia su madre, frunció el ceño y lo miró con suspicacia—. De hecho, me preguntaba por qué me habías pedido que le diera más caramelos que a los otros niños —añadió, incapaz de resistirse a insinuar que Kalia estaba tratando a sus amigas con favoritismo ofreciéndoles más remedios de los que les correspondían por el racionamiento.
—¡No te he dicho que le dieras seis! —exclamó Kalia, elevando el tono.
—En realidad, sí lo has dicho —repuso una voz más ronca.
Sobresaltado, Lorkin se volvió hacia la anciana, que sostuvo la mirada de Kalia sin inmutarse. Esto le hizo concebir un rayo de esperanza. Sin embargo, si Kalia estaba consternada, lo disimulaba bien. Aunque parecía que intentaba recordar humildemente cuáles habían sido sus instrucciones, su expresión era sombría y calculadora.
Fuera quien fuese la mujer mayor, era lo bastante influyente para que Kalia no se atreviera a acusarla de ser dura de oído o de estar equivocada. Lorkin decidió que tenía que averiguar la identidad de aquella aliada inesperada en cuanto le fuera posible.
—Tal vez tengas razón —admitió Kalia, sonriendo—. Hemos tenido tanto que hacer aquí... Estamos todos cansados. Lo siento —dijo a la mujer mayor antes de volverse de cara a la madre y a la niña—. Os pido disculpas. Aquí tenéis... —Les entregó los caramelos y las acompañó a la puerta, parloteando.
—Sí que debe de estar cansada —farfulló la anciana— si creía que iba a engañar a alguien con ese numerito.
—No todo el mundo es un observador sagaz como usted —señaló Lorkin.
Los ojos de la mujer brillaron cuando ella sonrió.
—No. Si lo fueran, ella jamás habría salido elegida.
Lorkin se concentró en tomarle el pulso y la temperatura, auscultarle los pulmones y examinarle la garganta. Escuchó subrepticiamente con sus sentidos mágicos para confirmar su diagnóstico: que la anciana gozaba de una salud sorprendentemente buena al margen de los síntomas de la fiebre del frío. Por último, tras administrarle consejos y curas, Lorkin le dio las gracias en voz baja.
No mucho después de empezar a atender al paciente siguiente, oyó un murmullo de interés en la sala y miró en torno a sí. Todos los ojos estaban puestos en la puerta, por la que entró flotando una camilla seguida por una maga. La mujer intentaba reprimir una sonrisa, sin mucho éxito. Cuando Lorkin se fijó en la camilla, se quedó de una pieza.
«¡Evar!»
Hacía días que no veía a su amigo. En el dormitorio masculino se rumoreaba que se había echado una amante. Habían hecho apuestas respecto a si regresaría pavoneándose al dormitorio para recoger sus cosas o si volvería con el rabo entre las piernas y el corazón roto. Ninguno de ellos había apostado a que reaparecería inconsciente sobre una camilla.
Kalia se acercó a toda prisa para examinarlo. Retiró la manta con brusquedad, exponiendo el cuerpo desnudo de Evar, lo que suscitó risitas y gritos ahogados por toda la sala. Lorkin sintió una punzada de rabia al ver que Kalia no se molestaba en volver a tapar al joven.
—No se ha roto nada —informó la maga sonriente a Kalia.
—Deja que sea yo quien determine eso —replicó Kalia. Tras palpar y pinchar a Evar en varios sitios, le colocó una mano en la frente—. Le han extraído demasiada energía —dictaminó. Alzó la vista hacia la maga—. ¿Tú?
La mujer puso los ojos en blanco.
—Ni en broma. Ha sido Leota.
—Debería tener más cuidado. —Kalia se sorbió con desdén y paseó la mirada por la sala—. No está enfermo, así que no debe ocupar una cama. Déjalo allí, en el suelo. Ya se recuperará a su debido tiempo.
La maga y la camilla se dirigieron hacia el fondo de la sala, donde, para alivio de Lorkin, Evar quedaría oculto tras las hileras de camas. La mujer salió con una gran sonrisa, sin molestarse en cubrir de nuevo a Evar con la manta. Kalia hizo caso omiso del nuevo paciente y miró a Lorkin con mala cara cuando echó a andar hacia su amigo.
—Déjalo —ordenó ella.
Lorkin esperó a que llegara el momento oportuno. Al final, Kalia se fue al almacén a buscar más remedios. Él se acercó discretamente a Evar y le sorprendió descubrir que tenía los ojos abiertos. El joven sonrió avergonzado.
—Estoy bien —aseguró—. Mi estado no es tan malo como parece.
Lorkin tapó a su amigo con la manta.
—¿Qué ha pasado?
—Leota.
—¿Ha usado magia negra contra ti?
—Me ha llevado a la cama.
—¿Y?
—Lo mismo, pero más divertido. —Había un deje de resignación en la voz de Evar. Tendió la vista hacia un punto situado más allá de Lorkin y del techo—. Ha valido la pena.
—¿Dejar que te extrajeran toda la energía? —Lorkin no pudo disimular la incredulidad ni la ira.
Evar lo miró.
—¿Cómo si no voy a conseguir acostarme con una mujer? Mírame. Soy un debilucho, y además un mago. No soy precisamente un buen partido para la procreación. Y nadie se fía de los magos hombres.
Lorkin suspiró y sacudió la cabeza.
—No eres un debilucho. Y, en el sitio de donde vengo, un mago, y además nato, es un magnífico partido para la procreación.
—Y a pesar de eso te marchaste —señaló Evar— y elegiste quedarte aquí toda tu vida.
—En momentos como este me pregunto si me hicieron creer una mentira. Menuda sociedad igualitaria. ¿Recibirá algún castigo la tal Leota?
Evar negó con un gesto. Entonces se le iluminó el rostro.
—Me he movido. Hacía horas que no podía.
Lorkin exhaló otro suspiro y se irguió.
—Tengo que volver al trabajo.
Evar asintió.
—No te preocupes por mí. Si duermo un poco me pondré bien. —Mientras Lorkin se alejaba, añadió, subiendo la voz—: Sigo pensando que ha valido la pena. Si no me crees, deberías verla. Sin ropa.
El incidente con los remedios había sido irritante, pero Lorkin estaba acostumbrado. Lo que le habían hecho a Evar lo llenaba de una furia implacable. Desde que Tyvara le había advertido que no aceptara invitaciones a acostarse con magas, había rechazado más proposiciones que de costumbre. Al menos ahora tenía una idea más aproximada de qué magas pertenecían a la facción de Kalia.
«¿Me toman por idiota? Fue así como Riva intentó matarme. —Lo asaltó un sentimiento de culpa—. Debería haber prevenido a Evar, pero no las creí capaces de hacer daño al sobrino de Kalia.» En realidad, no le habían hecho daño; ellas —o Leota, para ser más exactos— habían absorbido la energía de Evar hasta dejarlo indefenso y luego lo habían humillado al airear su error.
Por otro lado, Evar tendría que haber sido más listo. Sabía que ellas encontrarían una manera de castigarlo por llevar a Lorkin a las cuevas de las pedreras. ¿Acaso no había sido evidente lo que Leota se traía entre manos cuando lo había invitado a su cama?
Lorkin sacudió la cabeza. Tal vez Evar confiaba demasiado en su propia gente. Que correspondieran así a su confianza indignaba a Lorkin, que se pasó el resto del día preguntándose si había acertado al ir a Refugio y si era posible conseguir que los Traidores cobraran conciencia de las desigualdades que había en su sociedad.
El invierno se apoderaba poco a poco de Imardin. El agua estancada se congelaba por la noche. El crujir del hielo bajo los pies era curiosamente placentero y despertaba recuerdos de la infancia. «Había que evitar los charcos más hondos —pensó Sonea—, pues por lo general solo tenían una capa fina de hielo, y si el agua que había debajo te entraba en los zapatos, los pies te dolían de frío durante todo el día.»
Hacía muchos años que ya no le preocupaba mojarse los zapatos. Las botas fabricadas para los magos eran las mejores de la ciudad, y en cuanto presentaban el menor signo de desgaste, los criados iban en busca de unas nuevas. «Lo que resulta algo fastidioso cuando uno apenas las ha usado.» Por desgracia, los zapatos que llevaba en aquel momento no eran impermeables ni estaban adaptados a la forma de sus pies por el uso. Eran de segunda mano y formaban parte del disfraz que se ponía para salir a reunirse con Cery.
La cesta de ropa sucia que llevaba estaba más llena y pesaba más de lo habitual. Ya había tenido que pararse a recoger unas sábanas que habían caído al suelo desde lo alto de la pila. Por razones obvias, no podía sujetarlas o atraparlas en el aire por medio de la magia. Eso la habría delatado como algo más que una repartidora.
Aflojó el paso, se agachó y entró en una callejuela. Era un atajo que la gente del lugar solía utilizar. Aquel día estaba desierta salvo por otra mujer que caminaba apresuradamente hacia ella con un niño pequeño en brazos. Cuando Sonea se acercó, la mujer alzó la vista hacia ella. Sonea aguantó el impulso de cubrirse mejor la cara con la capucha. La mujer dirigió fugazmente la vista a algo que estaba detrás de Sonea y arrugó el entrecejo antes de clavar los ojos en ella cuando se cruzaron.
«¿Ha sido una mirada de advertencia?»
Resistiendo la tentación de mirar atrás, Sonea aminoró la marcha y aguzó el oído. En efecto, percibió los sonidos suaves de unas pisadas a su espalda.
«¿Me está siguiendo alguien?» La callejuela era un sitio transitado, por lo que no era tan extraño que alguien caminara detrás de ella. Sin duda había sido otra cosa la que había inquietado a la mujer. Tal vez fuera recelosa por naturaleza. Tal vez no. Sonea no podía permitirse el lujo de descartar la posibilidad de que tuviera un motivo. Aceleró el paso.
Cuando llegó al final del callejón, giró en la dirección opuesta a la que tenía la intención de tomar, cruzó la calle y enfiló otra callejuela. Esta era más ancha y estaba repleta de trabajadores de los talleres situados a ambos lados. Había leña para los hornos apilada contra las paredes, junto a barriles de aceite y líquidos tóxicos, líos de trapos fuertemente atados y cajas de madera que aguardaban a que los llevaran al interior. Las personas y los obstáculos la obligaron a avanzar en zigzag hasta que topó con una torre de cajas que contenían algún tipo de planta marchita que olía a mar.
Se escondió tras ella y dejó la cesta en el suelo. Los trabajadores que estaban más adelante se quedaron mirándola, pero cuando Sonea comenzó a frotarse la espalda, desviaron la vista con discreción. Ella dirigió la mirada hacia la entrada de la callejuela. Efectivamente, un hombre bajo y delgado con cara de pocos amigos se abría paso hacia ella. Parecía tan fuera de su elemento como ella. Los trabajadores se detenían al verlo y daban un rodeo para eludirlo. Al igual que ella, reconocían enseguida la expresión del esbirro de un ladrón.
Sonea escudriñó los obstáculos que había entre ella y su perseguidor hasta encontrar lo que buscaba. Proyectó un poco de magia para fijarlo en su sitio. A continuación, echó a andar por la callejuela con el paso apresurado de antes.
Contó atrás mentalmente y dio un empujón con magia. Oyó un estrépito a su espalda, seguido de gritos e imprecaciones. Se detuvo para mirar atrás, fingiendo sorpresa. Un montón de leña que se había venido abajo se interponía en el camino de su perseguidor. Ella se volvió al frente y se alejó rápidamente.
Tras recorrer varias calles y otro callejón, con varias paradas para cerciorarse de que ya no la seguían, se dio por satisfecha y se encaminó hacia la tintorería, la tienda de dulces y la habitación del sótano. Cery y Gol se mostraron aliviados cuando la vieron entrar.
—Siento llegar tarde —dijo ella, y se sentó—. He tenido que ocuparme de un sifón.
Cery arqueó las cejas y esbozó una sonrisa.
—Ya nadie habla así.
Gol soltó una carcajada ahogada. Ella pasó la vista de uno a otro.
—¿Así cómo? ¿Te refieres al argot de las barriadas?
—Sí. —Cery se puso de pie—. Al menos, eso dice mi hija.
—¿Dónde está?
Él hizo una mueca.
—Fuera, jugando a los espías por mí.
A Sonea le dio un vuelco el corazón.
—¿Le has permitido...?
—En realidad, con Anyi, no es cuestión de permitir o no permitir. —Suspiró—. Me hizo ver, con razón, que hacía meses que no se nos ocurrían otras ideas. —Caminó unos pasos hacia la derecha—. Su intención es revelar mi paradero a quienquiera que la emplee para convencerlo de que realmente se ha vuelto contra mí. —Se detuvo y caminó unos pasos hacia la izquierda—. Por descontado, Gol y yo escaparemos por los pelos. —Se volvió hacia ella—. Entonces te tocará intervenir a ti.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Sacudió la cabeza sin molestarse en encubrir su preocupación o sus dudas—. Tú serás el factor que ella no podía prever.
—Entiendo.
Cery continuó caminando de un lado a otro.
—Esperaba que Regin y tú estuvierais preparados para ocupar el lugar del otro en caso de que uno de los dos no pudiera actuar...
—Espera unos días y tendrás un sustituto para Regin.
—¿De veras? —Cery se detuvo—. ¿De quién se trata?
—De Dorrien, el hijo de Rothen.
—Creía que vivía en el campo.
—Así es, pero ha decidido mudarse a la ciudad para que su hija se aclimate aquí antes de empezar sus estudios en la universidad.
Cery rió entre dientes.
—Apuesto a que Rothen no sabe si estar contento u horrorizado.
Ella sonrió y asintió.
—Ojalá no tuviera que implicarlos en esto. Ojalá tú no tuvieras que implicar a Anyi.
—El objetivo de nuestros hijos en la vida es tenernos preocupados —respondió Cery con ironía. Levantó la vista—. ¿Sabes algo de Lorkin?
Sonea sintió una punzada de angustia, pero era más un dolor sordo que el terror agudo que la embargó cuando se enteró de su desaparición.
—No. Supongo que debería alegrarme de que él no esté metido en esto.
Cery movió la cabeza afirmativamente.
—Quizá yo debería haber mandado a Anyi a Sachaka. —De pronto su expresión se tornó distante y pensativa. Meneó la cabeza y miró a Sonea—. ¿Algo más que comentar?
—No. ¿Tú?
—Nada. Enviaré un mensaje al hospital en cuanto sepa qué trama Anyi. ¿Podrías quedarte aquí un rato más, por si acaso te ha seguido alguien?
—Por supuesto, aunque he conseguido burlar al si... como sea que los llaméis ahora.
—Claro, claro —dijo él en tono de consolación.
—¿Dudas de mi capacidad para burlar a un sifón? —Sonea cruzó los brazos.
—En absoluto.
Ella lo miró con los ojos entornados. Él le dedicó una mirada de inocencia. Detrás de él, Gol deslizó un panel en la pared para dejar al descubierto una abertura.
—¿Vamos? —preguntó.
Cery sonrió y dio media vuelta. Sacudiendo la cabeza, Sonea los observó mientras se escabullían hacia la oscuridad, y el panel se deslizó hasta colocarse de nuevo en su sitio. Se sentó y esperó a que se hallaran a una distancia considerable de la tienda para emprender el camino de regreso al hospital.
Con el estómago lleno y un ardor agradable en la boca por las especias que había comido, Dannyl tomó un sorbo de vino, satisfecho. Era agradable salir de la Casa del Gremio. La única casa sachakana en la que Dannyl había estado últimamente era la de Achati. Aunque el edificio presentaba la distribución típica, las paredes interiores estaban pintadas de un color más suave que el blanco radiante tradicional. Las alfombras y la decoración eran sencillas y elegantes. Dannyl prefería la luz tenue de las lámparas al brillo de los globos mágicos.
Dannyl no había visto el menor rastro de Varn, el esclavo fuente y amante de Achati, desde su viaje en busca de Lorkin. Achati tampoco había expresado hasta entonces un interés por Dannyl que fuera más allá de la amistad, al menos directamente. El embajador no estaba seguro de si el ashaki había renunciado a entablar con él una relación de este tipo y se conformaba con disfrutar de su amistad, o si estaba dando tiempo a Dannyl para que rumiara la idea.
«Tengo que reconocer que espero que no se haya dado por vencido, pero el hecho de que Achati sea un hombre tan poderoso, aunque me resulta interesante, también me da que pensar. Y no hay que olvidar que él es sachakano y yo kyraliano, y que algunos aún nos consideran el enemigo. Tener un amigo sachakano puede ser visto como algo beneficioso que fomenta el respeto y el entendimiento entre nuestros pueblos. En cambio, tener un amante sachakano despertaría sospechas de que tengo un conflicto de lealtades.»
—Así que el tesoro robado del palacio era un objeto que almacenaba magia —dijo Achati con expresión reflexiva.
Dannyl levantó la vista y asintió.
—El rey me contó que se habían llevado algo hace mucho tiempo. Pensé que te interesaría saber para qué servía.
—Pues acertaste. —Achati arrugó las comisuras de los ojos, divertido—. No recordábamos de qué se trataba, solo que lo habían robado. Si al menos nos hubiéramos acordado de que era un objeto que se utilizaba para subyugarnos, un objeto lo bastante poderoso para dar lugar al páramo, quizá no os guardaríamos tanto rencor. O quizá sí —añadió—, puesto que tu pueblo lo utilizó para crear el páramo.
—Es un rencor merecido. —Dannyl se estremeció al pensar en el paisaje sin vida que había atravesado para llegar a Arvice—. Me he preguntado a menudo cómo mantenían los kyralianos su dominio sobre Sachaka. Hasta donde yo sé, aquí había menos magos kyralianos que sachakanos. Tal vez la respuesta esté en la amenaza que suponía la piedra de almacenaje.
—No fue mucho después del robo de la piedra cuando los kyralianos devolvieron la soberanía a mi país —le dijo Achati.
Dannyl hizo un gesto afirmativo.
—Siempre creímos que era porque se consideraba que el páramo constituía una protección suficiente para disuadir a los posibles invasores.
Achati hizo una mueca.
—Debilitó Sachaka, de eso no hay duda. Nuestras tierras más fértiles quedaron arrasadas, y en nuestro país ya había más habitantes de los que podíamos alimentar, a pesar de que habían muerto muchos ashakis durante la guerra. —Inspiró y soltó el aire despacio—. Al rey le interesará lo que has dicho antes: que los intentos iniciales de rehabilitar el páramo tuvieron éxito. Sigue albergando la esperanza de recuperar aquellas tierras.
—Sería un gran logro.
—Sí. —Achati frunció el ceño—. Es curioso que los kyralianos no guarden recuerdo alguno de aquella piedra de almacenaje.
—La única explicación que se me ocurre es que todas las referencias a ella se perdieron cuando Imardin fue destruida, algo que creo que sucedió siglos después. —Dannyl suspiró—. Todos los descubrimientos relevantes suscitan más preguntas. ¿Por qué la robó Narvelan? ¿Por qué la utilizó? Dudo que lleguemos a saberlo, pues ni él ni quienes se enfrentaron a él vivieron para contarlo.
Achati asintió.
—Me gustaría saber de dónde salió la piedra de almacenaje. ¿Se originó en Kyralia? ¿La fabricó alguien o se formó de manera natural? —Sacudió la cabeza—. Estoy seguro de que te gustaría saberlo tanto por el bien de Kyralia como por tu libro. Todos estaríamos expuestos a una desgracia tan terrible como la que se abatió sobre Sachaka si un arma semejante cayera en manos de un enemigo.
—Por fortuna, las piedras de almacenaje no parecen ser muy comunes. Quizá ya ni siquiera existan.
Los dos hombres guardaron silencio durante un rato, meditando sobre esto, hasta que el ashaki sonrió de nuevo.
—He de reconocer que cada vez me siento más fascinado por tu dichosa investigación. He estado pensando de qué otras maneras puedo ayudarte.
—Los comerciantes de libros del mercado me avisarán cuando compren más documentos antiguos —le dijo Dannyl.
Achati ya había hecho bastante al convencer a varios ashakis de que abrieran las puertas de sus bibliotecas al embajador del Gremio, y Dannyl no quería que su nuevo amigo y aliado perdiera el respeto de sus semejantes por seguir apoyando la causa de un extranjero impopular.
—No te fíes mucho de ellos —le advirtió Achati—. Venden al mejor postor. Y no hace falta que esperes a que el propietario de una finca esté lo bastante desesperado para vender sus documentos antiguos. En realidad, no es necesario que los compres. Podemos ir a verlos.
Dannyl, sorprendido, miró al hombre, parpadeando.
—¿Ir a verlos? ¿Visitar a sus propietarios?
—Sí. Como ya sabes, los terratenientes están obligados a proporcionar alimento y alojamiento a los ashakis viajeros, y, en calidad de amigo y representante del rey, suelo recibir más atención y favores que los demás. Si mostramos interés por sus documentos antiguos, es muy posible que nos los enseñen. De este modo, no será necesario que compres nada, lo que sería interpretado por algunos como una manera de aprovechar en beneficio propio la ruina de las víctimas del páramo creado por tu pueblo.
—Pero... ¿y tus responsabilidades como representante y consejero del rey? ¿Y las mías como embajador del Gremio?
Achati soltó una risita.
—El rey tiene más de un amigo y consejero, y tú no estás precisamente desbordado de trabajo. Si surge alguna cuestión, estoy seguro de que el embajador Tayend y tu ayudante podrán encargarse de ella. —De pronto se puso serio—. Quiero que averigües todo lo posible sobre la piedra de almacenaje. Si aún hubiera alguna, o alguien la fabricara, las consecuencias podrían ser nefastas para todos los países.
Dannyl contuvo el aliento. Achati estaba en lo cierto: si existía una piedra de almacenaje o alguien creaba alguna, tanto Sachaka como las Tierras Aliadas correrían un grave peligro. ¿Qué harían los Traidores si se apoderaran de una? Se alzarían contra los ashakis. En cuanto conquistaran Sachaka, ¿se conformarían con quedarse allí o intentarían expandir sus fronteras?
Entonces lo invadió una sensación de culpa y ansiedad. No se lo había contado todo a Achati, por supuesto. Más concretamente, no le había dicho una palabra sobre las gemas que hacían Unh y los Traidores. Las únicas personas con quienes había compartido esta información eran Lorkin y el administrador Osen. Este había convenido con él en que lo mejor era mantenerla en secreto, pues Dannyl podía poner en peligro a Lorkin si facilitaba datos sobre los Traidores a los sachakanos.
Sintió un escalofrío. «¿Puedo advertir a los sachakanos sobre la capacidad de los Traidores para elaborar gemas sin que sospechen que ya estaba enterado de ello? —Lo dudaba—. ¿Debo aceptar la ayuda de Achati para averiguar más detalles sobre la piedra de almacenaje?» Si existía información sobre dicha arma, estaría en Sachaka. Los sachakanos acabarían por dar con ella si Dannyl no la encontraba antes. Debía aprovechar que Achati estaba a favor de que un kyraliano realizara la búsqueda.
«¿Dónde debo empezar a buscar?»
Casi sonrió cuando la respuesta obvia le vino a la mente.
—¿Nuestra excursión puede acercarnos al territorio de los dúneos? —preguntó.
—¿Los dúneos? —Achati parecía extrañado.
—Sí. Después de todo, son comerciantes de gemas. Quizá puedan decirnos algo sobre las piedras de almacenaje.
Achati arrugó el entrecejo.
—Son algo reacios a hablar con nosotros.
—Por lo que recuerdo de nuestro último viaje, los sachakanos sois algo reacios a escucharlos.
Su amigo se encogió de hombros y entonces entornó los ojos.
—Es verdad. Unh y tú charlabais mucho. ¿Qué te dijo para hacerte pensar que tal vez su gente nos revelaría lo que sabe sobre las piedras de almacenaje?
Dannyl meditó su respuesta con cuidado.
—Encontramos una cueva en la que había una zona de una pared sobre la que crecían gemas. Me aseguró que estábamos a salvo allí. Entendí a qué se refería, pues ya me había topado antes con piedras preciosas que tenían propiedades mágicas, en Elyne. Nada parecido a la piedra de almacenaje, claro está.
Achati arqueó las cejas.
—¿De verdad? —Como Dannyl no respondió, sonrió, divertido—. Entonces... Unh sabía que podían ser peligrosas. ¿Crees que su pueblo posee piedras de almacenaje?
—No, pero creo que tal vez sepan algo al respecto. Quizá no sean más que cuentos y leyendas, pero los viejos mitos pueden tener algo de cierto y de histórico.
El ashaki contempló a Dannyl, pensativo, y comenzó a asentir.
—Sea: iremos al territorio de los dúneos. Visitaremos el desierto de ceniza, y esperemos que tu encanto y tu poder de persuasión surtan en ellos el mismo efecto que en Unh. —Se volvió hacia el esclavo que esperaba sus órdenes—. Tráenos raka. Tenemos planes que hacer.
A Dannyl se le erizó el vello a causa de la emoción. «¡Otro viaje de investigación! Como cuando Tayend y yo... —Una punzada de culpabilidad enfrió su entusiasmo—. ¿Qué pensará Tayend si me embarco en una aventura con Achati tal como hice con él cuando nos conocimos? ¿Se pondrá celoso? Como mínimo, se acordará de las cosas que ya no compartimos. No parece una forma muy considerada de darle las gracias por dirigir mi atención hacia los vendedores de libros del mercado.»
—¿Qué ocurre? —preguntó Achati.
Dannyl se percató de que tenía una expresión ceñuda.
—Tendría... tendría que pedir permiso a los magos superiores.
—¿Crees que es probable que te lo denieguen?
—No si expongo mi petición en los términos en que acabas de hacerlo tú.
Achati se rió.
—Entonces, procura ser un buen imitador, pero no demasiado bueno. Si das la impresión de estar convirtiéndote en un ashaki sachakano, tal vez solo consigas que te obliguen a volver a Kyralia.