Cuando Lorkin hizo una pausa en su trabajo, advirtió que más de la mitad de las camas de la sala de asistencia estaban ocupadas, aunque la mayoría de los pacientes seguramente se marcharían en cuanto vieran a Kalia. Casi todos padecían el mismo mal, o enfermedades parecidas. Hasta en un lugar aislado y remoto como Refugio la gente contraía catarros y tos cada invierno. Lo llamaban «fiebre del frío».
La gente estaba tan familiarizada con el tratamiento y confiaba tanto en él que apenas hacía preguntas. Kalia realizaba un reconocimiento superficial a quienes aseguraban estar enfermos, y rara vez tenía que explicar cómo se administraban los remedios que les daba. Esta era la especialidad de Kalia. A Lorkin se le asignó la tarea de atender a todo aquel que llegara con lesiones o enfermedades distintas. Ninguno de los enfermos de fiebre del frío acudía a él. Si Kalia estaba ocupada, se tendían en una cama y la observaban pacientemente. A él solo le lanzaban alguna que otra mirada de curiosidad.
Los remedios principales eran friegas en el pecho y un té amargo. A los niños se les daban caramelos por si se negaban a tomar el té. Aun así, los caramelos tenían un sabor fuerte y desagradable, por lo que solo quienes estaban verdaderamente enfermos —y tenían el sentido del gusto embotado— los soportaban. Se proporcionaba a los pacientes té y caramelos suficientes para que les duraran unos días. Si necesitaban más, tenían que regresar para que volvieran a examinarlos.
Era la primera vez que Lorkin veía a los Traidores racionar sus provisiones de un modo tan estricto. Sabía que las reservas de alimentos tenían que ser controladas para que la población se sustentara de las cosechas del valle durante el invierno, pero hasta entonces no había sido testigo de la aplicación de restricciones severas. Sin embargo, se hablaba de ellas, y a todo aquel que fuera sorprendido comiendo más de lo que se consideraba razonable se le trataba con una desaprobación burlona que llevaba implícita una advertencia.
No habían acudido magos con fiebre del frío a la sala de asistencia, pues eran resistentes por naturaleza a dicha enfermedad, por lo que a Lorkin le sorprendió ver a una de ellas entrar en la habitación, con un tono rojizo revelador en la nariz y los párpados. Se concentró de nuevo en la labor de cambiar el vendaje de la pierna ulcerada de un anciano. El hombre rió entre dientes.
—Creías que era maga, ¿verdad? —croó.
—Sí —reconoció Lorkin con una sonrisa.
—Pues no. Su madre lo es. También su hermana. Su abuela lo era. Ella no lo es, aunque le gusta hacerse pasar por una.
—En las Tierras Aliadas, los magos están obligados a llevar uniforme para que todo el mundo sepa lo que son. Es ilegal que alguien que no es mago se vista como uno de ellos.
El anciano sonrió con frialdad.
—Oh, eso no les gustaría aquí.
—¿Porque pondría en evidencia que no todos son iguales?
El hombre soltó un resoplido.
—No, porque no les gusta que les digan lo que tienen que hacer.
Lorkin rió por lo bajo. Sujetó el vendaje y le dio disimuladamente al anciano una dosis extra de calmante para el dolor. «¿Qué haré si se nos acaba, o si nos quedamos sin otros remedios?»
Podría empezar a sanar a los pacientes con magia, pero no sería un buen momento para ello. «Si me veo obligado a usar mis poderes de sanación, tiene que ser por una razón mejor que la de que se han agotado los remedios.»
—¿Has estado alguna vez en los miradores desde los que se domina la ciudad? —preguntó el viejo.
—¿Los que ya existían mucho antes de que los Traidores descubrieran el valle?
—Sí. Una amiga tuya me ha dicho que irá allí. Me ha pedido que te lo diga.
Lorkin clavó los ojos en el anciano, sonrió y apartó la vista.
—¿Ah, sí? ¿Eso le ha dicho?
—Y yo necesito ayuda para volver a mi habitación.
Aunque Kalia no pareció sospechar nada cuando Lorkin le dijo que el hombre quería su ayuda, le indicó que regresara lo antes posible. Cuando habían avanzado unos cientos de pasos, el viejo le aseguró a Lorkin que podía continuar solo, pero el joven insistió en acompañarlo hasta su habitación. En cuanto lo dejó allí, se encaminó a toda prisa hacia los miradores. Tuvo que subir varias escaleras para llegar allí, y para cuando llegó a la puerta del primer mirador, estaba jadeando.
En cuanto pasó al otro lado de la pesada puerta, sus exhalaciones empezaron a formar nubes de vaho. Hacía mucho frío, por lo que él creó rápidamente una barrera mágica en torno a sí y calentó el aire del interior. La habitación era larga y estrecha, y los únicos muebles eran unos bancos toscos de madera colocados contra la pared del fondo. Había ventanas sin cristal espaciadas longitudinalmente.
Al ver a una mujer inclinada sobre el alféizar, el corazón le dio un vuelco. Tyvara le dedicó una sonrisa lánguida. Él consiguió resistir el impulso de corresponder con una amplia sonrisa.
—¿Por qué no las cubren con vidrio? —preguntó Lorkin, señalando las aberturas—. Sería mucho más fácil caldear el espacio.
—No disponemos de materia prima suficiente para fabricar tanto vidrio —respondió ella, dirigiéndose a su encuentro.
—Podrías ir a buscar más a las tierras bajas.
Ella meneó la cabeza.
—No es lo bastante importante para arriesgarnos a que nos descubran.
—Pero ya habéis traído materiales antes, ¿no?
—Unas cuantas veces. Preferimos averiguar cómo hacer las cosas por nosotros mismos, o prescindir de ellas. No prescindimos de muchas, en realidad. —Le hizo señas de que se acercara a una ventana. Más abajo, el valle estaba cubierto de nieve y los precipicios, agrestes y grises, se recortaban contra aquella extensión blanca—. ¿Te ha contado Evar que cultivamos plantas en cuevas iluminadas y caldeadas por piedras?
—No. —Notó que le picaba la curiosidad—. ¿Es así como protegéis a los animales durante el invierno? ¿Los guardáis en cuevas?
—Sí, aunque se alimentan principalmente de grano. Sacrificamos algunos y congelamos la carne cuando la temperatura baja lo suficiente para hacer cuevas de hielo.
—Cuevas de hielo. Me gustaría verlas —dijo él con melancolía—, pero supongo que nadie querrá llevarme a visitar las cuevas de Refugio durante un tiempo.
Ella negó con la cabeza.
—No. —Una arruga surcaba su frente cuando desvió la mirada—. No debería estar hablando contigo.
—Lo sé. Y, a pesar de todo, aquí estamos.
Ella esbozó una sonrisa antes de ponerse seria de nuevo.
—¿Has visto a Evar últimamente?
Él sacudió la cabeza.
—¿Y tú?
—Sí, pero estoy preocupada por él.
Lorkin sintió una punzada de inquietud.
—¿Por qué?
Ella lo miró con expresión dubitativa, pero que no denotaba inseguridad o indecisión. Parecía estar debatiéndose entre contarle algo o no.
—Tengo que advertirte algo, pero no puedo ser explícita, y no quiero que me malinterpretes. —Echó un vistazo alrededor antes de inclinarse hacia él y bajar la voz pese a que no había nadie más en el mirador—. Es posible que en las semanas siguientes algunas mujeres intenten llevarte a la cama. No aceptes ninguna proposición, a menos que estés absolutamente seguro de que no son magas.
Él le sostuvo la mirada, pugnando por no sonreír.
—Algunas lo han hecho ya. No he...
—Eso es distinto —lo cortó ella, agitando la mano con impaciencia—. Las mujeres de las que te hablo... No lo harán porque les gustes. —Le escudriñó el rostro con semblante severo—. ¿Harás caso de mi advertencia?
—Por supuesto —contestó él con una sonrisa que esperaba que pareciera de gratitud y no de alegría. «Está celosa. Me quiere todo para sí.»
—Me estás malinterpretando —lo acusó ella, entornando los párpados—. Hay un riesgo real. Lo que están planeando podría ser peligroso. Alguien podría resultar muerto.
Cuando Lorkin oyó esto, su júbilo teñido de engreimiento se evaporó, y el alma le cayó a los pies al comprender de pronto a qué se refería ella: a la Muerte del Amante.
—¿Planean asesinarme?
Ella negó con la cabeza.
—No. Eso va contra la ley. Pero si murieras de forma accidental, sobre todo por esa causa... —Dejó la frase en el aire, extendiendo las manos a los costados en un gesto de impotencia—. El castigo es mucho más leve.
Él asintió y la miró. Ya no le costaba el menor esfuerzo aguantar las ganas de sonreír.
—No me acostaré con ninguna Traidora hasta que tú me digas que puedo hacerlo.
Ella puso los ojos en blanco y dio unos pasos hacia la puerta.
—Solo debes tener cuidado con las magas, Lorkin. Lo que hagas con las demás no es asunto mío. Aunque te agradecería que hicieras lo necesario para no engendrar a un montón de niños, pues ya tenemos muchas bocas que alimentar. —Se volvió de nuevo hacia él—. Y ahora, debo irme.
—Y yo tengo que regresar a la sala de asistencia —suspiró—. No porque me fascine la compañía de Kalia, sino porque me temo que esta fiebre del frío va a empeorar mucho.
Ella asintió con una mirada de cálida aprobación, pero de repente su expresión se tornó triste.
—Ocurre todos los años. Siempre mueren algunas personas, por lo general ancianos, jóvenes, o quienes están débiles a causa de otras enfermedades. Más vale que te prepares para eso.
Él movió la cabeza afirmativamente en señal de que lo comprendía.
—Gracias por la advertencia. —Sonrió—. Por las dos advertencias.
Tyvara le devolvió la sonrisa. Se encaminaron juntos hacia la puerta y el calor de las escaleras que había al otro lado. Ella lo animó a adelantarse, para que no los vieran entrar en la ciudad juntos. Lorkin se volvió una vez y advirtió que la joven tenía la mirada perdida en algún punto situado mucho más allá de las paredes que la rodeaban, con aspecto preocupado y a la vez resuelto. Sintió que se le elevaba la moral de nuevo. Ella había ido a verlo, desobedeciendo las órdenes de que se mantuviera alejada de él. Esperaba que nadie descubriera este acto de desobediencia y que ella volviera a buscarlo más adelante.
—Entonces, ¿cuándo partirá lord Dorrien hacia su aldea? —preguntó Jonna mientras daba una última pasada a las copas de vino con su paño para sacar brillo.
—Mañana por la mañana —respondió Sonea. Alzó la vista hacia su tía y sirvienta y percibió una expresión extraña en el rostro de la mujer mayor—. ¿Qué sucede?
Jonna meneó la cabeza, dejó la copa y examinó la sala de invitados de Sonea. Se acercó a la mesa baja en la que servirían la cena y procedió a lustrar la cubertería. Otra vez.
—Nada importante. Solo estaba pensando en cómo habrían podido ser las cosas.
Sonea suspiró y cruzó los brazos.
—¿Sigues lamentando que no me casara con Dorrien?
Jonna extendió las manos a modo de protesta.
—Es un hombre muy agradable.
«Oh, no. Ya vuelve a las andadas.»
—Lo es —convino Sonea—, pero si me hubiera casado con él, me habría mudado al campo y no me verías nunca.
—Bobadas —repuso Jonna con un destello triunfal en los ojos—. El Gremio jamás habría permitido que te marcharas lejos.
—Lo que habría obligado a Dorrien a quedarse aquí, y eso habría sido una crueldad. No le gusta la ciudad.
Jonna se encogió de hombros.
—A lo mejor cambia de opinión cuando sea viejo.
—Para eso falta mu...
Unos golpes en la puerta interrumpieron a Sonea. Aliviada por poder dejar a un lado aquella antigua discusión, envió un poco de magia al pestillo, que se descorrió con un chasquido. La puerta se abrió hacia dentro revelando a Regin, que estaba de pie al otro lado.
—Maga Negra Sonea —dijo—. ¿Puedo hablar contigo en privado?
—¡Lord Regin! —exclamó Sonea, tal vez con un entusiasmo excesivo—. ¡Adelante!
Él entró en la sala de invitados y volvió la vista hacia Jonna, que se dirigió discretamente al dormitorio de Sonea para dejarlos solos. Entonces reparó en los objetos que había sobre la mesa.
—Esperas visitas —observó—. Me iré enseguida. —Irguió la espalda y miró a Sonea a los ojos—. He venido para decirte que ha surgido un problema familiar que va a ocupar gran parte de mi tiempo y atención, y que, como no puedo garantizarte mi colaboración para rastrear y, lo que es más importante, capturar al ladrón Skellin, creo que harías bien en buscar a otra persona que te ayude.
Sonea fijó la vista en él, descorazonada.
—Ah —dijo—. Es una... —Se sintió desorientada por unos instantes. ¿Qué iba a hacer sin la ayuda de Regin para atrapar a Skellin? «Y yo que creía que nuestra búsqueda no podía ir peor. —Sacudió la cabeza—. Jamás lo habría imaginado, pero echaré mucho en falta el apoyo de Regin»—. Es una auténtica lástima —dijo—. Tu ayuda me ha sido muy útil y me gustaría que pudieras seguir echándome una mano, pero tu familia debe ser tu principal prioridad —se apresuró a añadir.
Él le dedicó una sonrisa que casi parecía una mueca de dolor.
—Siempre lo es.
—Espero que el asunto se resuelva rápidamente y sin mayores complicaciones.
—Lo du... —La voz de Regin se apagó cuando alguien llamó a la puerta. Él miró hacia allí antes de posar de nuevo la vista en Sonea y ladear la cabeza—. Ha sido un placer colaborar contigo, Maga Negra Sonea. Será mejor que me vaya para que recibas a tus invitados.
Sonea abrió la puerta otra vez. Rothen y Dorrien aguardaban en el pasillo. Vieron a Regin, y un brillo de curiosidad asomó a sus ojos mientras lo saludaban con una inclinación cortés de la cabeza.
—Lord Regin —murmuraron.
—Lord Rothen, lord Dorrien. Estaba a punto de marcharme. Que disfruten su cena. —Ellos se apartaron para dejarlo pasar. Sonea oyó sus pasos alejarse por el pasillo. Sus invitados entraron y cerraron la puerta.
—¿Alguna novedad? —preguntó Rothen.
Sonea sacudió la cabeza.
—Ninguna de las que esperamos. Al contrario. Regin no puede seguir ayudándonos. Dice que es por un asunto familiar.
—Ah. —Rothen frunció el ceño, consternado.
—Eso he dicho yo, aunque en un tono más formal y ampuloso que evidenciaba mi gratitud y mi pesar, por supuesto.
—Por supuesto. —Rothen soltó una risita, pero la expresión ceñuda volvió enseguida a su rostro—. ¿Qué vamos a hacer sin él?
Dorrien pasó la mirada de su padre a Sonea.
—¿Tan importante es su ayuda para vosotros?
—Para la búsqueda, no tanto —respondió Rothen—. Cery está en mejor posición para eso. Pero cuando llegue el momento de capturar a Skellin, nos hará falta.
Sonea les indicó que se sentaran. Jonna salió del dormitorio y miró a Sonea con una ceja arqueada. Esta asintió con la cabeza, y la sirvienta fue a buscar la cena que estaban preparando para ellos.
—Regin no es el único capaz de ayudaros. ¿Puedo ocupar yo su lugar? —preguntó Dorrien, dirigiendo la vista a Rothen y luego a Sonea.
Esta arrugó el entrecejo.
—Tienes que regresar a tu aldea.
—Sí, pero puedo ir, poner en orden mis asuntos y volver aquí. —Le sonrió—. Hay un sanador que vive en otra aldea que está a una jornada a caballo. Tenemos el compromiso de atender a los pacientes del otro cuando uno de los dos viaja a la ciudad.
—Pero eso podría llevarte más de unas semanas —advirtió Sonea.
—Tampoco deberías dejar solas a Alina ni a las niñas durante mucho tiempo —terció Rothen. Se volvió hacia Sonea—. Puedo ayudarte cuando llegue el momento.
—No... —empezó a protestar Sonea.
—No conoces la magnitud del poder de Skellin —la interrumpió Dorrien, lanzando a su padre una mirada de desaprobación—. ¿Y si es más fuerte que tú? No eres tan poderoso como lord Regin. Tú mismo lo has dicho.
—Estaré con Sonea.
—¿Y si no es así? ¿Y si estáis separados por algún motivo? —Dorrien meneó la cabeza—. Es un riesgo demasiado grande para ti, padre.
Sonea asintió. No estaba de acuerdo con el razonamiento de Dorrien, pues Rothen no era menos poderoso que un mago promedio, pero estaba haciéndose viejo y lento de movimientos, lo que podía suponer un problema si tenían que perseguir a alguien.
—Tú no eres mucho más fuerte que yo —señaló Rothen.
—Pero soy muy fuerte —dijo Dorrien. Miró a Sonea con ojos brillantes—. Alina y yo hemos estado pensando que deberíamos mudarnos a la ciudad durante una temporada para que Tylia se acostumbre a la vida de aquí antes de ingresar en la universidad. Teníamos la intención de quedarnos al menos hasta unos meses después de que empezaran sus clases. —Se volvió hacia su padre—. Ya le he contado mis planes a lady Vinara, aunque todavía no he concretado las fechas. No sería muy complicado que nos instaláramos aquí antes de lo previsto.
Rothen contempló a su hijo en silencio, claramente atrapado entre sentimientos encontrados. «Le encantaría ver a sus nietas más a menudo —supuso Sonea—, pero no quiere dar su consentimiento a algo que podría poner en peligro la vida de su hijo.»
Ella misma se había alegrado al oír la noticia. Sería agradable contar con la compañía de Dorrien durante más tiempo del que permitían sus visitas de rutina al Gremio. Aunque ella tampoco quería ponerlo en riesgo, lo cierto era que habría preferido no poner en riesgo a nadie. Al menos él estaba dispuesto a trabajar codo con codo con ella y era lo bastante sensato para saber cuándo convenía guardar un secreto.
El tenso silencio se vio interrumpido por otros golpes en la puerta. Cuando esta se abrió, tres criados, con Jonna a la cabeza, entraron en fila con fuentes de comida entre las manos. Como todos estaban callados, Jonna enarcó las cejas. Antes de retirarse seguida por sus ayudantes, miró a Sonea como diciendo: «Ya volveré para enterarme de qué está pasando aquí».
Cuando la puerta se cerró, Sonea se inclinó hacia delante y comenzó a servir la cena.
—Me pregunto qué asuntos familiares son los culpables de arrebatarnos a Regin —comentó.
Rothen se quedó pensativo.
—A veces desearía no haber dejado de asistir al Salón de Noche para escuchar los cotilleos.
—Veré qué puedo averiguar —dijo Dorrien, encogiéndose de hombros.
—¿En una noche? —se mofó Sonea.
Los ojos de Dorrien centellearon con socarronería.
—Cuando uno visita el Gremio durante solo unas semanas al año, todo el mundo se desvive por ponerlo al corriente de los últimos escándalos. Tendré que dejaros un poco antes esta noche para llegar ahí a una hora conveniente, pero si hay una respuesta a vuestra duda, os la transmitiré mañana por la mañana.
Una tela suave y resbaladiza cayó en cascada sobre la cabeza de Lilia y se precipitó hacia el suelo, pero, en el último momento, un tirón la ciñó a su cintura de modo que quedó colgando en pliegues armoniosos. Naki dio un paso hacia atrás.
—Te queda perfecto —dijo con una voz que destilaba tanto diversión como irritación mientras cruzaba los brazos y hacía un mohín—. No es justo. A mí todo me viene pequeño ahora, y no tiene sentido regalártelo porque nunca volveremos a llevar vestidos. —Sonrió—. Estás estupenda. Ve a mirarte en el espejo.
Lilia se acercó al espejo con paso vacilante y se contempló en él. El vestido le quedaba holgado a la altura del pecho, pero eso tendría arreglo con un poco de relleno. Aunque había visto a menudo a la esposa y las hijas de su antiguo patrón engalanadas de aquella guisa, jamás se habría atrevido a probarse su ropa.
—Estás preciosa —dijo Naki, acercándose a Lilia por detrás. Le posó las manos sobre los hombros. Tenía los dedos helados, lo que provocó que un escalofrío le bajara a Lilia por la espalda. Recordó lo que Madie y Froje habían dicho sobre su nueva amiga, pero se apresuró a desterrar este pensamiento de su mente.
Naki frunció el ceño.
—Estás muy tensa. ¿Qué te ocurre? ¿Es muy incómodo el vestido?
Lilia negó con la cabeza.
—Tengo la sensación... bueno... de que estamos haciendo algo prohibido. Se supone que los magos deben llevar túnica siempre.
Los labios de Naki se curvaron en una sonrisa pícara.
—Lo sé. Resulta divertido, ¿no?
Al fijarse en la expresión de su amiga, Lilia no pudo evitar sonreír.
—Sí, pero solo porque no nos ve nadie.
—Es nuestra travesura secreta —dijo Naki, volviéndose hacia otro lado. Se agachó, agarró el bajo de su vestido y, con un solo movimiento, se lo subió y se lo quitó, pasándolo por encima de su cabeza. Debajo no llevaba más que la nagua, por lo que Lilia desvió la mirada rápidamente—. De hecho, deberías hacer una travesura muy, muy gorda —prosiguió Naki mientras se enfundaba su sobretúnica de aprendiz—. Entonces podrás hacer más travesuras de poca importancia como esta sin ponerte tan nerviosa. —Se quedó callada, pensando, y al cabo de un momento desplegó una gran sonrisa—. Ya lo tengo. Quédate ahí. Enseguida vuelvo.
Naki salió por la puerta principal de su dormitorio. Lilia aprovechó que su amiga no la miraba para despojarse del vestido y ponerse su túnica a toda prisa. Mientras se ataba el fajín, Naki regresó con un objeto pequeño y negro. Lo alzó con un floreo triunfal.
Era como una jaula metálica para pájaros, pero más pequeña y robusta. Lilia se quedó mirándola, desconcertada. Naki se rió. Clavó la vista en la jaula, y empezaron a salir volutas de humo de las aberturas. Súbitamente, con una mezcla de desaliento y curiosidad, Lilia entendió qué era aquello.
—¡Un brasero de craña!
—Claro —dijo Naki con cara de exasperación—. Eres demasiado ingenua, Lilia. Cuesta creer que te hayas criado en una familia de sirvientes.
—El patrón de mi familia no aprobaba el consumo de craña.
Naki se encogió de hombros.
—Como mucha gente. Desconfían de las cosas nuevas. Acabarán por comprender que la craña no es peor que el vino y que en algunos aspectos es incluso mejor. No provoca resaca. —Agitó la mano para impulsar el aire hacia su rostro y respiró hondo. Después de algunas inhalaciones, cerró los párpados y dio un suspiro de satisfacción. Posando en Lilia una mirada turbia y seductora, le hizo señas para que se acercara—. Ven aquí. Pruébalo.
Lilia obedeció. Se inclinó hacia el brasero e inspiró profundamente. Un humo aromático le llenó los pulmones. Tosió, y Naki se llevó la mano a la boca con una risita. En vez de ofenderse porque su amiga se había reído de ella, Lilia descubrió que no le importaba. Introdujo más humo en su pecho. La cabeza empezó a darle vueltas.
—La última vez encontré un lugar ideal para esto —dijo Naki, aproximándose a su cama. Colgó el brasero de una percha y empujó los vestidos hacia el otro extremo de la barra. A continuación se tumbó en la cama.
A Lilia se le escapó otra carcajada. Naki le sonrió y dio unas palmaditas sobre la colcha.
—Ven a recostarte. Es de lo más relajante.
Lilia se percató aliviada de que la idea de tenderse en una cama junto a Naki solo despertaba en ella una vaga reminiscencia del nerviosismo que habría sentido en otras circunstancias. Se dejó caer en el lecho al lado de su amiga.
—¿Sigues preocupada por meterte en líos? —preguntó Naki.
—No. De repente todo me da igual.
—Ese es el efecto de la craña. Hace que las cosas dejen de importarte. Disipa tus preocupaciones. —Se volvió hacia Lilia—. Te noto muy preocupada últimamente.
—Así es.
—¿Por qué?
—Por las chicas de mi clase. Las que eran mis amigas. Me dijeron cosas sobre ti.
Naki se rió.
—Menuda sorpresa. ¿Qué cosas?
«¿Por qué he dicho eso? Maldición. No puedo contárselo..., ¿o sí? Estaría bien conocer la verdad...»
—Que... que te gustan las mujeres. En vez de los hombres. O sea... —Lilia respiró hondo y tosió de nuevo cuando el humo invadió sus pulmones—. O sea, que prefieres tener a mujeres como amantes, del mismo modo que algunos hombres prefieren a otros hombres. —Se tapó la boca con la mano. «¿Por qué he hecho eso? ¿Por qué no he podido cerrar el pico? ¡Naki me odiará!»
Pero Naki se limitó a reír de nuevo. Era una risa despreocupada, traviesa.
—Apuesto a que tuvieron sueños interesantes relacionados con eso durante meses.
Lilia soltó una risita. Intentó imaginar a Froje y a Madie fantaseando con... «No, no quiero pensar en eso.»
—Quieres saber si es verdad.
Lilia pestañeó, sorprendida, antes de posar la vista en Naki.
Su amiga le sostuvo la mirada y sonrió.
—Lo es. Y también es verdad en tu caso, ¿no? O... no estás segura.
Con las mejillas encendidas, Lilia desvió la vista.
—Yo...
—Vamos, dímelo en confianza.
—Pues... creo que sí... Esto... ¿Puedes darme algún consejo al respecto?
Naki se dio la vuelta y se incorporó ayudándose con los brazos.
—Mi consejo es que no te preocupes. —Extendió la mano hacia arriba y descolgó el brasero, que había dejado de humear—. Desde hace siglos ha habido mujeres que se enamoran de otras mujeres. Los hombres siempre dan por sentado que solo son buenas amigas. Es lo contrario de lo que sucede con los hombres, que no pueden ser amigos íntimos por miedo a que otros crean que están enamorados. —Rió entre dientes antes de levantarse de la cama e indicarle que la siguiera con un gesto—. Las chicas como nosotras podemos guardar nuestro secreto fácilmente porque nadie nos presta mucha atención. Vayamos a la biblioteca.
Lilia se incorporó y se quedó inmóvil con los ojos cerrados, presa del mareo.
—¿A la biblioteca? ¿Por qué a la biblioteca? ¿Por qué ahora?
—Porque quiero enseñarte algo antes de que papá vuelva a casa. Quiero un poco más de craña.
—¿Guardas craña en la biblioteca?
—Es de mi padre.
—¿Tu padre consume craña?
Naki soltó una risotada sarcástica.
—Claro.
Con su amiga a la zaga, salió de sus aposentos, recorrió pasillos y bajó escaleras. Lilia se preguntó qué hora era. Al parecer, era lo bastante tarde para que no hubiera criados por la casa.
—La familia de mi padre tiene un montón de hábitos sórdidos —dijo Naki—. El de mi tío eran las chicas. No me refiero a que tuviera debilidad por las mujeres, sino a que le gustaban las niñas. Los sirvientes lo sabían, así que me mantenían apartada de él cuando venía de visita. Mi padre nunca me creía cuando se lo decía.
Lilia se estremeció.
—Eso es terrible.
Naki se volvió hacia atrás y sonrió, pero su expresión era muy dura.
—Oh, al final pagó por ello. —Miró al frente y se detuvo frente a una puerta—. Es aquí.
Cruzó la puerta y entró en una estancia enorme. Lilia no pudo reprimir un grito ahogado cuando vio todas las estanterías abarrotadas de libros y rollos de pergamino. Aunque se había percatado desde el principio de que a Naki le parecían aburridas las personas que mostraban un interés excesivo en los estudios, en aquel momento no fue capaz de disimular la admiración ni el gozo que la embargaban.
—He pensado que te gustaría.
Lilia miró a Naki, que sonreía de oreja a oreja, y fingió sentirse avergonzada.
Naki soltó una carcajada.
—Eres una actriz nefasta. Ven, te enseñaré algo.
Se acercó a una mesa auxiliar con tablero de cristal. Lilia advirtió que el vidrio cubría una cavidad semejante a un cajón llena de libros muy antiguos, pergaminos, unas pocas esculturas y algunas joyas. Naki deslizó la mano por el costado y se oyó un chasquido suave.
—Papá mantiene cerrado el tablero con llave y con magia, pero no es un mago tan poderoso como para gastar energía en proteger el mueble entero —murmuró Naki. Introdujo la mano y sacó un libro pequeño que tendió a Lilia.
La cubierta era de una piel suave, algo polvorienta, y el título se había borrado con el uso. Cuando Lilia lo abrió, la rigidez quebradiza de las páginas le produjo una sensación desagradable. Era como si fueran a romperse si ella intentaba doblarlas. El texto, aunque desvaído, seguía siendo legible y estaba escrito en un estilo que no resultaba fácil de entender.
—¿Qué es?
—Un libro sobre cómo usar la magia —respondió Naki—. En su mayor parte son cosas que ya sabemos. Los magos han aprendido mucho en los últimos setecientos años.
—Setecientos —jadeó Lilia—. Es increíble que se conserve intacto.
—No es tan antiguo. Se trata de una copia del original, y le han cambiado la encuadernación varias veces. —Naki observó a Lilia con detenimiento—. Pero ahí se menciona un tipo de magia que no conocemos. ¿A que no adivinas cuál?
Lilia reflexionó.
—¿Setecientos años? Eso fue antes de la guerra Sachakana... ¡Oh! —Fijó la vista en su amiga—. ¡No hablarás en serio!
—Sí. —Un solo rayo de luz iluminó los ojos negros de Naki—. Magia negra. —Cogió el libro de las manos de Lilia y lo guardó de nuevo en el cajón—. Te he dicho que la familia de mi padre tenía algunos secretos oscuros.
—Ellos no... no saben magia negra, ¿verdad?
—No. Bueno, creo que no. No es algo difícil de ocultar, ¿sabes? La Maga Negra Sonea la dominaba mucho antes de que el Gremio se enterara, y solo se enteraron porque el Gran Lord Akkarin fue descubierto. Y fue descubierto porque los sachakanos le tendieron una trampa. —Miró el cajón—. Supongo que uno puede guardar el secreto durante toda su vida sin que nadie sospeche. Esto sí que es antiguo. —Metió la mano y extrajo un anillo. Era de oro, con una piedra pálida engastada—. Mi abuela por parte de madre lo llevaba. Ella lo heredó a su vez de su abuela. Ha pasado de generación en generación por vía materna desde hace siglos. Mi madre me dijo que la piedra era mágica y que algún día me enseñaría a utilizarla. Murió antes de que tuviera la oportunidad de enseñarme, claro, y mi padre se negó a darme el anillo.
—¿Para qué se supone que sirve?
—Según ella, ayudaba a las mujeres a guardar sus secretos.
—Entonces no es muy útil a menos que tengas secretos que guardar.
—O alguien a quien ocultárselos.
—¿Has intentado averiguar cómo funciona?
—Claro. Así fue como encontré la manera de cogerlo cuando quisiera. Pero no he encontrado la manera de probar si funciona, y si hay un secreto que estoy segura de que no puede ocultar es el de si ha sido robado o no, así que siempre tengo que devolverlo a su sitio.
—¿Cómo podría funcionar algo así?
—Vete a saber. Yo creo que no es más que una historia absurda que me contaba mi madre para mantenerme entretenida. —Con una sonrisa, Naki guardó el anillo y colocó el costado del mueble en su sitio.
—Tal vez tu padre no sepa magia negra. Después de todo, si el anillo sirviera de verdad para encubrir secretos, seguro que lo llevaría puesto.
Naki arrugó la nariz al meditar sobre ello. Luego sacudió la cabeza.
—Dudo que ni siquiera él intentara aprender a utilizarlo. No le gusta correr grandes riesgos.
Lilia asintió en señal de conformidad, sorprendida por el alivio que le causaban estas palabras de Naki.
De pronto su amiga alzó la vista y sonrió.
—¡Robémosle un poco más de craña a mi padre! —Sin esperar respuesta, se alejó dando saltitos hacia la otra punta de la sala, y Lilia la siguió.