Mientras encendían las lámparas dispuestas en torno al patio, Sonea se encaminó hacia el edificio más extraño del Gremio. La Cúpula no era en realidad una cúpula, sino una esfera completa, una bola hueca de piedra maciza. Su aspecto de cúpula se debía a que estaba medio enterrada en el suelo.
Era tan antigua como el propio Gremio. Antes de la construcción de la Arena —un escudo de magia sostenido por enormes agujas curvadas—, las lecciones de combate más peligrosas se impartían en el interior de la Cúpula. Emplear la estructura con este fin presentaba muchos inconvenientes. A diferencia de lo que ocurría en la Arena, los espectadores no podían presenciar la clase desde dentro. Las paredes, aunque gruesas, no habrían resistido un ataque fuerte, por lo que todos los azotes de entrenamiento debían lanzarse con fuerza moderada. Aun así, los azotes que impactaban en las paredes calentaban la piedra de tal manera que en el interior llegaba a hacer un calor insoportable. La única manera de ventilar el lugar era abrir la puerta que hacía las veces de tapón.
Según los documentos antiguos que había encontrado Akkarin, a lo largo de los años habían hecho saltar el tapón varias veces, y en cierta ocasión incluso habían matado a un criado que pasaba por ahí. Ahora, estaba sujeto en su sitio por medio de la magia. Lo extraían dos veces al día y renovaban el aire del interior. Aprovechaban para abastecer el lugar de alimentos y agua, y para llevarse y vaciar el cubo que se usaba como orinal.
Sonea no podía evitar pensar en su experiencia como renegada cautiva. Rothen la había mantenido encerrada en sus aposentos, ganándose poco a poco su confianza con amabilidad y paciencia mientras le enseñaba qué era el Gremio. Sin embargo, Lorandra no era una joven ignorante que hubiera descubierto la magia por casualidad y que representara un peligro mayor para sí misma que para los demás. Controlaba sus poderes y había conspirado con su hijo contra el Gremio.
«Sin embargo, sé lo que se siente al estar encarcelada en la Cúpula. —Cuando los magos superiores habían descubierto que Sonea había aprendido magia negra, la habían aprisionado allí durante una noche, y a Akkarin en la Arena, mientras despertaban a los magos superiores a fin de preparar el juicio contra ellos. Era un lugar sofocante, con el aire viciado—. Solo pasé unas horas allí. No quiero ni imaginar lo que debe de ser estar ahí dentro durante meses.»
Sonea respiró hondo y resistió el impulso de girar sobre sus talones y caminar en otra dirección. Aunque se compadecía un poco de Lorandra, siempre le costaba un esfuerzo visitarla. La madre de Skellin no había dicho una palabra, y rezumaba odio y miedo. El odio de la mujer le resultaba llevadero. Era el odio inflexible de una madre hacia quienes querían hacer daño a su hijo, un sentimiento que la propia Sonea había experimentado y que por tanto le parecía justo.
No, lo que molestaba a Sonea era el miedo. Estaba acostumbrada a que la gente la temiera un poco por lo que había hecho en su juventud y por lo que era capaz de hacer con magia negra, pero el temor de Lorandra no era más que un terror ciego, por lo que todo lo que Sonea había hecho en su vida para demostrar que era una persona honorable y digna de confianza resultaba inútil.
«Y Cery quería que yo le mintiera.»
Los dos guardias que flanqueaban la puerta parecían aburridos y fastidiados, pero, cuando vieron que se acercaba, se enderezaron y la saludaron con un movimiento respetuoso de la cabeza. Ella advirtió que ambos eran hombres y procedían de las Casas. Aún no había visto a ningún mago de clase baja montar guardia allí. ¿Acaso el administrador Osen no confiaba en que mantuvieran encerrada a la madre de un ladrón? No podía ser tan ingenuo para pensar que los magos de clase alta eran inmunes al chantaje o los sobornos de los bajos fondos. Sonea se detuvo y señaló la puerta con un movimiento de la cabeza.
—¿Cuándo la abristeis por última vez?
—Hace tres horas, Maga Negra Sonea —respondió el mago más alto.
—¿Habéis recibido todas las instrucciones del administrador Osen?
Él asintió.
—Bien. Dejadme entrar.
Sin decir una palabra, los dos magos fijaron la vista en la puerta, concentrados. En vez de abrirse girando sobre un eje, se deslizó lentamente hacia delante y luego rodó hacia un lado hasta quedar apoyada contra la pared de la Cúpula. En el interior reinaba la oscuridad. Lorandra tenía energía de sobra para mantener su celda iluminada, pero o no la utilizaba o siempre extinguía la luz cuando oía que la puerta se abría. Sonea respiró hondo, creó un globo luminoso y lo hizo flotar ante ella mientras entraba.
Como de costumbre, la mujer estaba sentada en la angosta cama, en el centro de la habitación. Sonea bajó por la pendiente curva del «suelo» y se detuvo a unos pasos de distancia. La mujer le devolvió la mirada con el rostro impasible pero con una expresión sombría y hosca en los ojos.
Sonea pensó en lo que debía decir. En ocasiones anteriores había intentado plantear de forma indirecta las preguntas que más le interesaba hacerle, intercalándolas entre otras. ¿De dónde provenía la craña? ¿Era una droga típica de su país natal? ¿Cómo se elaboraba? ¿Por qué había comprado Lorandra libros sobre magia? ¿Había encontrado muchos? ¿Dónde estaban ahora? ¿Por qué creía Skellin que el Gremio caería en la trampa de creer que Forlie, la desdichada a quien había obligado a hacerse pasar por renegada para evitar que el Gremio capturara a su madre, era una maga? ¿Dónde estaba la familia de Forlie?
En algunos casos, Sonea ya conocía las respuestas, y en otros, sabía que Lorandra no las conocía. Cery le había recomendado esta táctica, pues era importante no revelar todo lo que el Gremio ignoraba.
Pero Lorandra permanecía en silencio.
Así que Sonea intentó ser más directa. ¿Dónde estaba Skellin? ¿Durante cuánto tiempo había vivido en Imardin? ¿Qué ladrones eran sus aliados? ¿Qué Casas estaban relacionadas con él? ¿Había magos del Gremio sometidos a su voluntad? ¿Tenía aliados en Elyne? ¿Y en Lonmar? ¿Y en Sachaka? ¿A cuántos ladrones había matado ella? ¿Había intentado matar a Cery? ¿Había intentado matar a la familia de Cery?
El semblante de Lorandra no se alteró en absoluto cuando oyó esta última pregunta. Era la más importante para Sonea, aparte de la relativa al paradero de Skellin.
«Ojalá Osen me hubiera elegido a mí para leer la mente de Lorandra durante la Vista, en vez de a Kallen. Habría podido buscar la respuesta allí sin que nadie se enterara, excepto la propia Lorandra.» Pero eso habría implicado que Kallen le leyera la mente a Forlie, y Sonea no habría deseado que aquella pobre mujer asustada pasara por semejante mal trago.
Recordó el abatimiento y la sorpresa que había demostrado Lorandra al descubrir que no podía evitar que Kallen le leyera la mente. Esperaba que esto significara que los magos de su país no dominaban la magia negra, o ni siquiera habían oído hablar de ella. Según había explicado Kallen, el pueblo de Lorandra prohibía todas las formas de magia, aunque las mismas personas que habían impuesto la prohibición eran magos. Lorandra había infringido la ley y había aprendido magia en secreto. Probablemente no sabía cuán poderosos eran los guardianes de la ley.
«Al Gremio le preocupa mucho que la gente del país de Lorandra se ofenda si bloquean sus poderes, pero si lo que dice Kallen es verdad, la existencia del Gremio en sí los ofendería. Lorandra es una delincuente allí, al igual que aquí. Ellos no solo querrían ejecutarla a ella, sino a todos nosotros.»
Igra estaba muy lejos, y un desierto reconfortantemente extenso la separaba de las Tierras Aliadas. Era muy posible que nadie de allí se acordara de Lorandra, que se había marchado muchos años atrás, y si alguien se acordaba, seguramente creía que ella había muerto. Era una lástima que no hubiera acudido al Gremio desde un principio. Habrían podido acogerla o permitir que se instalara en Imardin con alguna especie de autorización para practicar la magia con ciertas restricciones. En vez de eso, había adoptado la vida de una asesina y se había enriquecido con su hijo vendiendo craña.
Sonea pensó en todas las personas que habían sufrido y muerto por culpa de aquella mujer. Esta vez no reprimió la ira que crecía en su interior ni intentó retener la compasión. Esta vez dejó que sus sentimientos afianzaran su determinación.
—No he venido a interrogarte —le dijo a la mujer en voz baja—, sino a informarte de que el Gremio bloqueará tus poderes pronto. No podrás usar la magia. La buena noticia es que ya no estarás aquí metida. No puedo decirte qué te harán después, pero no te dejarán en libertad dentro de las Tierras Aliadas.
La expresión de Lorandra se alteró ligeramente y pasó del odio a la preocupación, lo que provocó en Sonea una sensación de triunfo mucho más fuerte de lo que el cambio merecía. Dio media vuelta y avanzó unos pasos hacia la puerta. Se paró en seco al oír una voz ronca y débil a su espalda, pero se obligó a seguir adelante.
—Espera.
Sonea se detuvo y se volvió. La luz se reflejó en los ojos negros de Lorandra cuando irguió la cabeza.
—¿Me dolerá? —preguntó en un susurro.
Sonea la miró con fijeza.
—¿Por qué he de responder a tus preguntas si tú no has respondido a una sola de las mías?
Lorandra apretó los labios hasta reducirlos a una línea fina. Sonea giró sobre los talones, se quedó inmóvil y miró hacia atrás.
—Si no te resistes, no —le dijo a la mujer por lo bajo, para que los guardias no la oyeran. Lorandra posó los ojos en los suyos—. Y... y es reversible —agregó Sonea, en una voz aún más suave.
Se obligó a dar media vuelta y salir por la puerta, preguntándose si lo que había visto en la mirada de la mujer era esperanza o suspicacia.
—Lo primero que tenéis que recordar es que un embarazo no es una enfermedad o una lesión —dijo lady Indria a sus alumnos—. Pero tanto el embarazo como el parto pueden dar lugar a muchos problemas. A diferencia de la mayor parte de los trastornos que dificultan o impiden la concepción, y que hemos tratado ya en clase, los problemas del embarazo o el parto pueden provocar la muerte a la madre, al niño o a ambos.
Lilia echó un vistazo a sus amigas. Tanto Froje como Madie estaban sentadas con la espalda muy recta, escuchando atentamente a lady Indria. «Están casi tan absortas como en las clases sobre cómo evitar el embarazo», pensó Lilia. Paseó la vista por el aula. La mayoría de los aprendices parecía interesada en la clase, incluso los chicos, lo que la sorprendió, pese a que todos los sanadores debían saber dar consejos a una madre y atender un parto.
Algunas de las chicas no habían asistido a las clases anteriores. Todas eran finolis. Los miembros de las Casas nunca se habían opuesto a que sus hijas aprendieran a impedir la concepción hasta que estos conocimientos se habían incorporado oficialmente a las clases de sanación de la universidad. Los padres de las plebis jamás protestaban por ello. No podían permitirse mantener nietos mientras sus hijas terminaban sus estudios en el Gremio.
«Esto debería parecerme más interesante —se dijo Lilia—. Supongo que me lo parecería si estuviera enamorada de alguien o tuviera posibilidades de casarme pronto. Eso me daría motivos para pensar en el futuro, para tener hijos. Ahora mismo, todo eso me parece muy improbable. Quizá Madie tenga razón cuando dice que uno nunca sabe cuándo conocerá a alguien especial, pero aunque ese alguien apareciera la semana que viene, dudo que yo quiera tener hijos en un futuro próximo.»
Aun así, debía prestar atención, porque si quería ser sanadora tenía que ser capaz de ayudar a mujeres embarazadas. Hizo un esfuerzo por escuchar y comenzó a tomar apuntes. Cuando lady Indria terminó su disertación y empezó a responder a preguntas, Lilia notó el aliento de Madie en la mejilla cuando esta se inclinó hacia ella.
—¿Has quedado con Naki esta noche? —murmuró Madie.
Lilia sonrió.
—Sí. Va a ayudarme a practicar los azotes curvos.
Madie tomó aire para añadir algo, pero luego emitió un bufido de frustración.
—¿Qué pasa? —preguntó Lilia, alzando la mirada.
Su amiga tenía el rostro tenso de indecisión e inquietud.
—¿Qué pasa? —repitió Lilia.
Madie suspiró y miró en torno a sí. Se inclinó aún más hacia ella.
—La gente empieza a fijarse en que te juntas mucho con ella. Tienes que saber lo que se rumorea.
A Lilia se le hizo un nudo en el estómago, una sensación que le provocó náuseas.
—¿Qué se rumorea? —se obligó a preguntar.
—Que ella y tú... —Madie se enderezó de golpe cuando Indria pronunció su nombre. Lilia escuchó mientras su amiga respondía a la pregunta de la sanadora. La profesora dirigió a Lilia una mirada severa, apartó la vista y reanudó su clase.
Lilia se acercó a Madie.
—¿Qué se rumorea?
—Chsss. Después te lo digo.
Durante el resto de la clase, a Lilia le resultó el doble de difícil concentrarse. ¿Qué cotilleos podía haber inventado la gente sobre su amistad con Naki? ¿Sería algo relacionado con el conflicto entre plebis y finolis? ¿Tendría algo que ver con el padre de Naki? Ella había dicho que él no veía con buenos ojos a los plebis. Tal vez amenazaba a su hija con impedir que siguiera viendo a Lilia.
Cuando sonó el gong de la universidad, los apuntes de Lilia eran un embrollo de ideas inconexas, al igual que su mente. Salió del aula detrás de Madie y Froje.
—¿Y bien? —las animó a hablar.
Las dos chicas intercambiaron una mirada. La expresión de Madie era casi suplicante. La de Froje estaba llena de expectación. Madie sonrió a Lilia con frialdad.
—Será mejor que acabemos con esto antes de reunirnos con los chicos. —Echó una ojeada al pasillo y guió a Lilia y a Froje a un aula vacía después de cerciorarse de que no hubiera nadie dentro. Se volvió hacia Lilia—. Se dice... La gente dice... —hizo una breve pausa y sacudió la cabeza— que a Naki no le gustan los chicos.
—Bueno, sí que le gustan, pero no del modo en que se supone que deben gustar a las chicas —terció Froje.
—Le gustan las chicas. —Madie miró a Lilia y luego desvió la vista.
—De un modo en que se supone que no debería.
Se impuso un silencio tenso. Lilia cayó en la cuenta de que la noticia no la había sorprendido. Desde luego no la había escandalizado tanto como ellas esperaban. Cuando era criada, había visto y oído muchas cosas de las que los aprendices que habían crecido en ambientes más protegidos no sabían nada. Su padre le había enseñado a no juzgar a la gente a la ligera.
Aunque no la miraban, era evidente que las amigas de Lilia estaban expectantes. Conforme el silencio se prolongaba, ella sintió un pánico creciente. Si no reaccionaba, creerían que ya lo sabía.
Y que le parecía bien.
—Esto... —titubeó.
—Ya sabes a qué nos referimos, ¿verdad? Hay chicas a las que les gustan otras chicas como si fueran chicos... —empezó a explicar Madie.
—Sé a qué os referís —la interrumpió Lilia. Se mordió el labio—. ¿Es cierto? Después de todo, la gente suele inventarse cosas así sobre otras personas, especialmente si siente resentimiento hacia ellas. Por ser bonitas y ricas, por ejemplo. O por no estar interesada en ellos. Naki ha rechazado a muchos chicos, o eso me han dicho. Tal vez por eso dé la impresión de que le gustan más las chicas.
Sus dos amigas fruncieron el ceño e intercambiaron otra mirada.
—Supongo —admitió Madie, aunque se percibía un ligero deje de duda en su voz.
—Corre el rumor de que ella estaba... ya sabes... con una de las criadas —dijo Froje, en un tono que destilaba repugnancia—. La criada quería poner fin a eso. Naki se enteró. Se las ingenió para que su padre las pillara juntas. Él echó a la criada y a toda su familia a la calle. Mi primo conoce a la familia y me ha jurado que es verdad.
Las dos fijaron la vista en Lilia, que les devolvió la mirada. El corazón le latía a toda prisa pero sin hacer ruido. Ella notó que su amistad con Naki se desmoronaba, y la sensación no le gustó. La historia sobre la criada era perturbadora. ¿De verdad había sido capaz Naki de actuar de un modo tan perverso y vengativo? «A lo mejor es una exageración, un chisme urdido por criados que están enfadados porque los despidieron, seguramente por un motivo justificado.» Se odió a sí misma por pensar esto, pero sabía que no todos los sirvientes eran honrados o leales.
Quizá sus amigas estaban celosas porque Lilia había conocido a una chica más bonita y rica que ellas. «Eso no habría pasado si no hubieran empezado a ignorarme por completo ahora que tienen novio.» Pero eso no podía decirlo. Habría levantado aún más sospechas sobre su simpatía hacia Naki. Tal vez podía decir algo en su favor, algo que ayudara a disipar el rumor.
—No tiene sentido —aseveró—. Naki no le tiene cariño a su padre. ¿Por qué iba a revelarle algo tan íntimo? Lo más seguro es que echaran a la criada por alguna otra razón y ella inventara esta historia para perjudicar a Naki.
Froje y Madie se quedaron pensativas. Se miraron de nuevo, esta vez con aire dubitativo. Entonces Madie sonrió y se volvió hacia Lilia.
—Bueno, seguramente tienes razón. Tú la conoces bien, nosotras solo conocemos los rumores. —Arrugó el entrecejo—. Pero, aunque no sea cierto, estamos preocupadas por ti. La gente hablará de ti.
Lilia se encogió de hombros.
—Que hablen. Ya se cansarán. ¿Por qué iba a quedarse Naki sin amigas a causa de un rumor malintencionado?
Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta. Las dos chicas vacilaron, y luego Lilia oyó que la seguían. También percibió un sonido más leve. Un susurro rápido.
—¿Por qué pierdes el tiempo? Ya no somos lo bastante buenas para ella.
Lilia salió al pasillo, fingiendo que no las había oído, pero con una amarga sensación de triunfo. «Tenía razón: están celosas.» Por otro lado, tuvo que disimular una punzada de culpabilidad cuando las chicas la alcanzaron. Era cierto. Naki era una amiga más interesante y cautivadora de lo que ellas habían sido nunca, incluso cuando aún no estaban embelesadas con los chicos.
«Sobre todo si lo que dicen de ella es verdad.»
No quería pensar en ello ahora; no porque temiera que los rumores fueran ciertos, sino porque tenía miedo de que sus amigas percibieran de algún modo la emoción efervescente que su advertencia había despertado en lo más profundo de su ser. Y por las preguntas que este sentimiento suscitaba inevitablemente.
«¿Y si también fuera verdad respecto a mí?»
Lo único que sabía con certeza era que la idea no la repelía tanto como debía, y esto era algo que quizá nunca sería capaz de confesar a sus amigas... o a nadie. Tal vez ni siquiera a Naki.
Mientras el carruaje del Gremio avanzaba por las calles de Arvice, Dannyl advirtió que lady Merria miraba al exterior con ojos ávidos. Aunque había llegado hacía solo diez días, ya empezaba a aburrirse por pasar casi todo el tiempo recluida en la Casa del Gremio.
«O tal vez simplemente esté fascinada por encontrarse en un lugar que no conocía —reflexionó Dannyl—. Puede que yo sea el único que se siente recluido.»
Fuera como fuese, a ella la había entusiasmado la idea de visitar el mercado. Tayend se lo había propuesto la noche anterior, antes de marcharse a otra velada de buena comida y compañía con algún ashaki. Dannyl no había visto aún el mercado, pues los esclavos le llevaban rápidamente todo lo que necesitaba a la Casa del Gremio, de modo que solo se trataba de una visita de placer, y tal vez también educativa. Quizá aprendería algo acerca de Sachaka y los países del este con los que comerciaba.
—¿Cómo te fue en tu reunión con las mujeres que Achati te recomendó? —preguntó Dannyl.
Merria se volvió hacia él y sonrió.
—Bien, creo. Todas piensan que al esposo de una de las viudas lo mataron los Traidores, y aun así la viuda en cuestión es la única que muestra un odio convincente. Sospecho que detrás del asunto hay algo más de lo que dicen. Otra de ellas me dio a entender que la mujer se quejaba tanto de él que los Traidores supusieron que hablaba en serio cuando decía que quería desembarazarse de él.
—O sea que o los Traidores cometieron un error, o ella los engañó, o alguna otra circunstancia la obliga a asegurar que los odia para protegerse.
Merria lo observó, meditabunda.
—Me hace falta entrenar para aprender a ver todas las posibilidades complicadas y retorcidas que hay en estas situaciones, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
—Nunca viene mal. También es recomendable que no te encariñes demasiado con nadie.
Ella asintió y dirigió la vista de nuevo hacia la ventanilla, sin reparar por fortuna en el gesto de dolor que hizo Dannyl al caer en la cuenta de lo ciertas que eran estas palabras.
«No debería encariñarme con Achati por la misma razón. Pero ¿con quién más puedo hablar? Lo aprecio mucho, y no solo porque haya seguido relacionándose conmigo a pesar de que me he convertido en un marginado social aquí.»
—¿Eso es el mercado? —preguntó Merria.
Dannyl se inclinó hacia su ventanilla y echó un vistazo al frente. La calle desembocaba en un cruce. Al otro lado se alzaba un muro blanco alto en el que se abría un arco sencillo por el que circulaba un flujo constante de personas. Los que salían iban seguidos por esclavos cargados con cajas, cestas, sacos y alfombras enrolladas. En ambas calles había filas de carruajes parados, esperando.
—Apuesto a que sí.
En efecto: el vehículo describió una curva amplia en el cruce y se detuvo frente al arco, atrayendo la mirada de muchas personas que empezaron a señalarlo con el dedo. Merria se dispuso a abrir la portezuela, se quedó quieta y retiró la mano.
—Será mejor que vaya usted primero, embajador —dijo.
Él le dedicó una sonrisa taciturna y esperó a que uno de los esclavos se apeara a toda prisa y abriera la portezuela. El hombre se postró en el suelo cuando Dannyl bajó del carruaje. En torno a ellos se había formado un corro de curiosos que prorrumpieron en murmullos cuando lo vieron. Sin embargo, la aparición de Merria levantó voces de interés más fuertes. Ella se quedó de pie en el peldaño superior, con el ceño fruncido.
—No hagas caso —le aconsejó Dannyl, tendiéndole la mano—. No mires a nadie a los ojos.
Ella bajó la vista y tomó la mano que él le ofrecía en señal de apoyo, pero descendió con dignidad. Dannyl reprimió una sonrisa. Merria le había dicho que era la hija de un capitán de barco, lo que significaba que, aunque no se había criado en la miseria, tampoco había recibido la misma educación que una mujer de las Casas. Aun así, había estudiado los gestos y los modales de las clases altas cuando había ingresado en el Gremio y había aprendido a imitarlos. Esta facilidad para integrarse le resultaría muy útil, tanto en Sachaka como en Imardin, cuando regresara.
Dannyl le soltó la mano, indicó al esclavo que llevara el carruaje a algún lugar adecuado donde no obstruyera el tránsito para esperarlos allí, y echó a andar hacia la entrada del mercado. El otro esclavo bajó del coche de un salto y los siguió.
Los dos guardias que custodiaban la entrada dirigieron a Dannyl y a Merria una mirada escrutadora pero inexpresiva.
«Deben de ser sirvientes libres —pensó Dannyl—, como los del palacio.»
Después de pasar por debajo del arco, Merria y él entraron en un mercado con un trazado compuesto por hileras rectas. Los puestos exteriores, instalados contra las paredes, eran estructuras permanentes. El espacio central estaba repleto de filas ordenadas de carretas y mesas colocadas allí temporalmente, casi todas cubiertas con un toldo. Dannyl comenzó a caminar a lo largo de la primera fila.
Merria seguía suscitando más interés entre la gente del lugar que Dannyl. Era muy probable que no hubieran visto antes a una mujer kyraliana, mientras que los hombres kyralianos solo eran poco comunes. Dannyl cayó en la cuenta de que se encontraba en una situación contraria a la de Merria. Antes de aquel momento, apenas había visto a mujeres sachakanas. Aunque no había ninguna atendiendo los puestos, muchas vagaban por el mercado, cada una de ellas con un acompañante masculino. Llevaban capas profusamente decoradas que les llegaban hasta los tobillos.
Dannyl, que no quería incurrir en la ira de las personas del lugar mirando fijamente a sus mujeres, dirigió su atención a la mercadería. Estaban rodeados de perfumes, objetos de vidrio muy trabajados, cerámica artística y telas finas. Saltaba a la vista que habían entrado en el mercado por la zona de artículos de lujo. Al hacer memoria, se percató de que no había visto que saliera por el arco nadie con cestas de verdura o conduciendo reses. Cuando llegaron al final de un pasillo, miró con ojos entornados las filas de más adelante. En efecto, al fondo se vendían objetos más prácticos. Tal vez había otra entrada para quienes deseaban adquirir esta clase de productos.
Empezaron a recorrer otro pasillo y se detuvieron a examinar la mercancía de los países situados al otro lado del mar de Aduna. A Merria la impresionó especialmente la cristalería. En el tercer pasillo, los dos se vieron atraídos de inmediato hacia un puesto en el que relucía una gran selección de gemas de todos los colores. Pero mientras Merria contemplaba las piedras preciosas, Dannyl centró su atención en los comerciantes, pues había reconocido en el acto la piel grisácea y las extremidades largas de los miembros de las tribus dúneas.
Al instante se acordó de Unh, el rastreador dúneo que había ayudado a Achati, a sus acompañantes ashakis y a él a buscar a Lorkin. También le vino a la memoria la cueva que Unh y él habían descubierto en las montañas, con las paredes recubiertas de cristales. Dannyl se había enterado de que los dúneos sabían cómo convertir dichos cristales en gemas mágicas. Observó pensativo las piedras brillantes que tenía delante.
—¿Gusta? —preguntó un dúneo, inclinándose hacia Merria con una ancha sonrisa.
Ella asintió.
—Son bonitas. ¿Cuánto...?
—¿Tiene gemas más finas? —la interrumpió Dannyl—. ¿O engastadas en joyas, o en otros objetos?
El hombre lanzó a Dannyl una mirada directa y penetrante, y luego negó con la cabeza.
—Gente de aquí no gusta nuestra forma de engastar.
Dannyl sonrió.
—No somos de aquí.
El hombre sonrió de oreja a oreja.
—No, no lo son. —Pasó la vista de Merria a Dannyl y les indicó que se acercaran con un gesto—. Pasen adentro.
Rodearon la mesa hacia el espacio sombreado bajo el toldo. Ante la mirada ceñuda de su compañero, el dúneo abrió una bolsa vieja y polvorienta y extrajo dos aros grandes. Los sujetó en alto para que Dannyl y Merria pudieran verlos. Estaban hechos de algún metal ennegrecido y sin pulir, y forrados de piel. Varias gemas centelleaban en sus engastes rudimentarios. Unos herretes colgaban de los agujeros que había a lo largo de uno de los bordes de cada aro.
—Se colocan aquí. —El hombre se señaló la pierna, justo por encima de la rodilla—. Y también aquí y aquí. —Se tocó la piel de encima del codo y luego la tela que le envolvía las caderas—. Para las ceremonias frotamos. —Imitó un movimiento circular—. Para que brillen. Pero el resto del tiempo dejamos que se pongan oscuras para que no... —Agitó la mano frente a su rostro, abriendo mucho los ojos. «Deslumbren», tradujo Dannyl.
—Eso debe de ser espectacular —dijo Merria.
El hombre asintió, sonriendo.
—Danzamos. Si danzar bien, mujeres nos escogen.
—No sería la primera vez que una mujer se casara con un hombre por las joyas —comentó Merria, mirando a Dannyl—. ¿Qué se ponen las mujeres? —preguntó al hombre.
El dúneo sacudió la cabeza.
—Solo cinturón. Muy simple. Sobre tela... —Hizo un gesto amplio desde el cuello hasta la rodilla.
Merria parecía desilusionada.
—¿Nada de joyas ni gemas?
—Gemas en cinturón.
—Me encantaría ver una de esas ceremonias. —Merria exhaló un suspiro de anhelo—. ¿Son caras? —Señaló con la cabeza los aros para las piernas.
—Esta no se vende. Pero ¿traemos más próxima vez? Tal vez cinturón también.
—Eso estaría bien. —Ella dirigió la vista de nuevo a las gemas—. Bueno..., ¿cuánto cuestan?
Regresaron a la mesa y se produjo un breve regateo. A Dannyl le pareció que el dúneo se conformaba con un precio más bajo del que habría aceptado normalmente. Cuando se cerró la transacción, Dannyl decidió que no podía marcharse sin preguntar por el rastreador.
—¿Conocen a Unh? —inquirió—. Trabaja como rastreador.
La sonrisa del hombre se desvaneció y reapareció con un aspecto forzado y poco convincente.
—No. —Se volvió hacia el otro dúneo, que tenía el entrecejo arrugado. El hombre sacudió la cabeza.
—No.
Dannyl asintió, se encogió de hombros y les dio las gracias por mostrar los aros a Merria. Los dos respondieron con una sonrisa rígida. Dannyl se alejó, llevándose a Merria consigo.
—¿Quién es Unh? —preguntó ella cuando los dúneos no podían oírla.
—El rastreador que nos ayudó en nuestra búsqueda de Lorkin.
—Ah. —Merria miró hacia atrás—. ¿Soy la única a la que le ha dado la impresión de que sí lo conocen, pero no le tienen mucho aprecio?
—No, no eres la única.
—Qué interesante —murmuró la joven—. Espero que eso no signifique que no me traerá unos aros de esos.
Doblaron una esquina y comenzaron a avanzar por la fila siguiente. Dannyl alzó la vista y se detuvo cuando vio lo que tenían ante sí.
El pasillo estaba bordeado de puestos repletos de libros, rollos de pergamino y utensilios de escritura. Miró de un lado a otro y posó los ojos en unas pilas de tomos antiguos de aspecto prometedor. De pronto entendió por qué había percibido un dejo de suficiencia en la voz de Tayend cuando este le había recomendado que visitara el mercado.
«No era solo porque estuviera sugiriéndome algo que no se me había ocurrido. Sabía que me encontraría con esto. Seguramente su afición a los cachivaches absurdos o exóticos ya lo había traído aquí, y supuso que yo no había venido aún. —Lo invadió una sensación de afecto hacia su ex amante, que dio paso a una mezcla de culpabilidad e irritación que empezaba a volverse habitual desde la llegada de Tayend a Arvice—. Tendré que darle las gracias por su consejo. Ojalá esta perspectiva no me llenara de dudas y temores.»
—Puede que me entretenga un buen rato aquí —le dijo a Merria en tono de disculpa.
Ella sonrió.
—Me lo imaginaba. No se preocupe. ¿Quiere que busque algo en particular?