Lilia recogió su bolsa y se tomó un momento para contemplar su habitación. Como la mayoría de los estudiantes nuevos procedentes de las clases bajas, la había asombrado descubrir que tendría un cuarto para ella sola en el alojamiento de los aprendices. Las habitaciones no eran grandes comparadas con aquellas a las que estaban acostumbrados los finolis, por supuesto. Contenían una cama, un armario, una mesa y una silla. Los criados se encargaban de lavar la ropa de cama y las túnicas, así como de limpiar la habitación.
Ella sabía que, hacía varios años, como el número de magos había disminuido a causa de la guerra y el de los alumnos había aumentado rápidamente desde que se había decidido admitir a los plebis en el Gremio, el alojamiento de los aprendices se había llenado enseguida, por lo que se había permitido que los estudiantes de las Casas compartieran habitaciones vacías en el alojamiento de los magos.
Ya no. El alojamiento de los magos volvía a estar completo. Las habitaciones que se desocupaban se asignaban preferentemente a los plebis que estaban a punto de graduarse, pues la mayoría de los magos de las Casas tenía residencias respetables en la ciudad. También había magos plebis que utilizaban el sueldo que percibían por orden del rey para comprar o alquilar viviendas en la ciudad.
El alojamiento de los aprendices seguía siendo demasiado pequeño, por lo que el Gremio se había visto obligado a permitir que algunos de los estudiantes finolis residieran en su hogar familiar. Lilia sabía que habían tomado esta decisión a regañadientes, pues se suponía que los magos no debían meterse en política, y las Casas siempre estaban metidas en política. Apartar a los aprendices finolis de su familia ayudaba a alejarlos de ese mundo.
Naki era una de las finolis que vivían en casa. Decía que no le gustaba nada. Lilia no acababa de creerse estas afirmaciones de su nueva amiga, por lo que aceptó sin vacilar su invitación a pasar la noche allí.
«¿Lo tengo todo? —Bajó la vista a su bolsa y revisó el contenido: algunos objetos de tocador, la ropa de dormir y una túnica limpia—. Los magos no necesitamos gran cosa.»
Se volvió hacia la puerta, la abrió y salió al pasillo. Advirtió consternada que las amigas de su clase pasaban por delante en ese momento. Aunque apenas le prestaban atención ahora que habían empezado a salir con los chicos, sin duda se darían cuenta si Lilia se comportaba de un modo inusual. Se le cayó el alma a los pies cuando ellas la vieron y, en cuanto se fijaron en su bolsa, sus ojos se llenaron de curiosidad.
Madie se acercó, seguida por Froje.
—¡Yep, Lilia! ¿Adónde vas?
—A casa de Naki —respondió, esperando no parecer demasiado satisfecha de sí misma.
—Vaya, vaya. Así que tienes una amiga en las altas esferas —comentó Madie, en un tono desenfadado y socarrón, para alivio de Lilia.
Froje frunció el ceño y dio un paso hacia ella.
—Ya habrás oído los rumores que corren sobre Naki, ¿no? —preguntó en voz baja.
Lilia clavó la vista en la chica. No era propio de Froje cotillear o hablar mal de alguien. Sin embargo, su expresión era más de inquietud que de malicia.
—Corren rumores sobre todo el mundo —repuso Lilia con despreocupación, y entonces se maldijo a sí misma. «Debería haberle seguido el juego para averiguar qué es lo que dice la gente. No me lo creería, pero aun así... saberlo me ayudaría a ahorrarle problemas a Naki.»
Madie sonrió.
—Bueno, luego nos dices si es cierto o no, ¿eh? —Miró a Froje y ladeó la cabeza hacia la entrada principal del alojamiento de los aprendices—. Que te diviertas —añadió, y las dos reanudaron su camino.
Lilia agarró su bolsa con fuerza y las siguió despacio, dejando que la distancia entre las chicas y ella aumentara. Al salir del alojamiento de los aprendices, vio a Naki de pie cerca de la puerta, lo que le levantó la moral de inmediato. El sol de la tarde arrancaba reflejos dorados del cabello de su amiga y hacía relucir su piel pálida. Teñía también la tez de las otras aprendices, «pero favorece a Naki más que a nadie. La mitad de los chicos que están aquí fuera no le quita los ojos de encima. No puedo creer que alguien tan bonita y popular quiera ser mi amiga».
Naki la vio y sonrió. A Lilia el corazón le dio un brinco de alegría, pero a la vez notó un cosquilleo incómodo en el estómago, como cuando Naki la había invitado a su casa. «Más vale que no haga nada que la moleste, porque, a diferencia de ella, no tengo ni la belleza ni el encanto que garanticen que siempre habrá alguien que quiera tenerme como amiga.»
—El carruaje de mi padre nos espera —dijo Naki cuando Lilia llegó junto a ella.
—¡Oh! Lo siento. Seguro que he llegado tarde.
—No, en realidad, no. —Naki se encogió de hombros y echó a andar por el jardín en dirección al sendero—. Suele enviarlo antes de tiempo. Es un fastidio, porque solo caben unos pocos carruajes delante de la universidad y siempre se produce un atasco. ¿Qué te apetece hacer esta noche? He pensado que podríamos hacernos un moño elegante.
Lilia intentó reprimir un gesto de dolor. Cuando era niña, su madre le hacía peinados elaborados, y ella odiaba los tirones, los pellizcos y el picor que le provocaban las horquillas en el cuero cabelludo. Naki miró a Lilia y arrugó el entrecejo.
—¿Qué te pasa?
—Nada. —Lilia percibió la incredulidad en el rostro de la otra chica—. Mi madre me lo hacía para las ocasiones especiales. Siempre me daba un tirón o me clavaba una horquilla.
—Tranquila. Te prometo que no te tiraré bruscamente de un solo pelo. Será divertido.
—Te tomo la palabra.
Naki soltó una carcajada ronca y fuerte que hizo que varios aprendices se volvieran para mirar. Siguieron charlando mientras caminaban por los jardines. Cuando doblaron la esquina de la universidad, vieron que había una multitud de carruajes frente a la entrada. Naki tomó a Lilia del brazo y la guió entre ellos. Se detuvo junto a uno y el cochero bajó de un salto para abrirles la portezuela.
La aglomeración de vehículos del exterior los retrasó durante un rato, pero Lilia apenas se dio cuenta. Estaba demasiado absorta en su conversación con Naki. Empezaron por intercambiar historias divertidas sobre roces entre amos y criados, y luego una anécdota de una sirvienta con la que Naki se había criado hizo que esta se quedara callada por un momento, mirando a Lilia con aire pensativo.
—¿Sabes? Me recuerdas mucho a ella. Ojalá hubierais podido conoceros.
—¿Ya no trabaja para vosotros?
—No. —A Naki se le ensombreció el rostro—. Mi padre la despidió.
«Parece el villano de todas sus historias», pensó Lilia.
—No le tienes mucho cariño, ¿verdad? —preguntó con cautela, sin saber cómo reaccionaría Naki ante una pregunta personal y seguramente delicada.
La expresión de Naki cambió de forma radical. De pronto, su mirada se volvió taciturna y sus facciones se tensaron.
—No mucho. Y él me odia. —Suspiró y sacudió la cabeza, como si intentara desterrar de ella algo malo—. Lo siento. No quería decir nada para que no te asustara la idea de conocerlo.
—No me asusto tan fácilmente —le aseguró Lilia.
—Contigo se comportará con una cortesía exquisita. Después de todo, eres miembro del Gremio. Tiene que tratarte como a una igual. Bueno, como a una aprendiz, al menos. Eso sí, a lo mejor te suelta algún sermón.
—Eso podré soportarlo.
—Y por el momento será mejor que no le digamos que vienes de una familia de sirvientes —agregó Naki, nerviosa—. Es un poco... así.
—No hay problema. Lo que importa es que tú no eres así. Te lo agradezco.
Naki sonrió.
—Y lo que a mí me gusta de ti es que no nos odias, como los demás... ya sabes.
Lilia se encogió de hombros.
—Mi familia trabaja para una familia decente y amable. Me cuesta estar de acuerdo con las personas que dicen...
—¡Mira! Hemos llegado.
Naki agitó la mano ansiosamente hacia la ventanilla del carruaje. Lilia miró al exterior, en la dirección que le señalaba su amiga. Se detuvieron frente a un edificio enorme. Ella sabía que Naki procedía de una Casa rica y poderosa, pero hasta aquel momento no había cobrado conciencia de todo lo que esto implicaba. Se debatía entre el nerviosismo y la emoción. Intentó reprimir estos sentimientos.
—No te preocupes —dijo Naki, percibiendo de alguna manera la inquietud de Lilia—. Tranquilízate y déjalo todo en mis manos.
La hora siguiente transcurrió de forma confusa, como en un sueño. Naki la guió al interior de la casa. Primero le presentó a su padre, lord Leiden, que le dio la bienvenida con una actitud distante y distraída. Luego subieron a un extenso grupo de habitaciones que pertenecían en su totalidad a Naki. Aparte del dormitorio principal, había un cuarto repleto de ropa y zapatos, y otro con un baño propio. Naki cumplió su promesa de recogerle el pelo a Lilia: primero le aplicó una crema especial con un peine y luego le puso unas horquillas lisas de plata de tal manera que no le tiraran del pelo o le irritaran el cuero cabelludo. A continuación, bajaron la escalera a toda prisa para cenar.
El padre de Naki estaba sentado a la mesa. Cuando vio todos los tipos de cubiertos distintos que había, Lilia sufrió un breve ataque de pánico. Un mensajero apareció, y lord Leiden se puso de pie. Se disculpó por dejarlas solas durante la cena y se marchó con paso rápido.
Cuando la puerta del comedor se cerró tras él, Naki le dedicó una gran sonrisa a Lilia. Sin decir una palabra, se levantó de su silla y se acercó silenciosamente a la puerta. La abrió con sigilo y escuchó. Un golpe sordo y lejano llegó hasta los oídos de Lilia.
—Se ha ido —anunció Naki—. Coge tu copa. —Asió la suya propia, que estaba llena de vino, y se dirigió hacia la puerta por la que habían entrado y salido los criados. Cuando llegó frente a ella, la puerta se abrió y una sirvienta con una bandeja sobre la que había unos cuencos pequeños se detuvo en el umbral.
—Vamos a bajar —la informó Naki. La mujer asintió antes de dar media vuelta y marcharse por donde había venido.
Lilia había conseguido coger su copa y levantarse de su asiento. Naki le hizo señas para que se acercara y avanzó en pos de la sirvienta, seguida por Lilia, a través de un pasillo corto en el que había un banco y, a un lado, unos aparadores repletos de vasijas, cubiertos y copas. La criada llegó al fondo y descendió por una escalera. Naki se apresuró a bajar tras ella.
—Me gusta comer abajo cuando mi padre no está —explicó—. Entonces no hace falta que sirvan la comida en la vajilla de plata y puedo charlar con mis amigos.
La escalera era bastante larga, y a Lilia le dio la impresión de que estaban dos plantas por debajo del comedor. Entraron en una cocina no muy distinta de la que había en la casa donde había crecido. Tres mujeres y un niño estaban trabajando allí, con las mangas recogidas y el cabello cubierto con unos gorros que tenían orejeras que se ataban detrás de la cabeza. Lilia había usado gorros así cuando era niña.
Naki los saludó con un afecto que no pareció sorprenderlos. Después de presentarlos se acercó a una mesa vieja y desgastada, y se sentó en uno de los taburetes que había al lado. Lilia ocupó el asiento contiguo. Al escuchar las pullas que se lanzaban Naki y sus criadas, se sintió como en casa por primera vez en tres años.
«Menuda pareja formamos —pensó—. Una finolis que trata a sus sirvientes de un modo amigable y cordial, y una plebi que no odia a los ricos. —Además, estaban unidas por el Gremio y por la magia—. Es una idea interesante. Yo habría creído que era el hecho de habernos criado en un entorno similar, en lados distintos de la barrera. Pero en realidad nos une la magia. Y la magia no discrimina entre ricos y pobres, del mismo modo que tampoco distingue entre buenos y malos.»
Dannyl miró en torno a sí, asombrado por el hecho de que Tayend lo había logrado. La sala maestra de la Casa del Gremio estaba llena de sachakanos poderosos e influyentes. Allí había ashakis que eran enemigos mortales. No estaban hablando entre sí precisamente, pero se hallaban en la misma habitación, lo que al parecer era algo muy poco habitual.
«Pero no ha conseguido que venga el rey.» Tayend dijo que había enviado una invitación, pero Achati le había advertido que Amakira no podría asistir. Seguramente era lo mejor. Cuando tantos ashakis se encontraban en presencia del monarca, las inevitables intrigas políticas aguaban la fiesta. O eso había oído Dannyl. Nunca había estado en una reunión tan multitudinaria o en la que participara el rey. La más grande a la que había asistido era la fiesta de bienvenida que Achati había ofrecido en honor de Dannyl y Lorkin en Arvice.
Dannyl tuvo que reconocer que estaba impresionado. Tayend se las había ingeniado para organizar el acto en pocos días, después de que se le ocurriera celebrar una fiesta «kyraliana». Incluso había enseñado a los esclavos de la cocina a preparar algunos platos típicos de Kyralia que debían servirse en tazones o platos. Había renunciado a la idea de pedir a los esclavos que recorrieran la sala con fuentes de comida en las manos, pues no eran capaces de abandonar su costumbre de arrojarse al suelo ante Dannyl y él, y menos aún ante sachakanos importantes.
Tayend había conseguido incluso encontrar ropa kyraliana, más discreta que los atuendos extravagantes de colores vivos que solía llevar.
—La próxima vez, daré una fiesta elynea —oyó comentar a Tayend—. O quizá una fiesta lonmariana. Al menos entonces la ausencia de mujeres estará a tono con el tema. No se puede celebrar una fiesta elynea sin un poco de conversación femenina ingeniosa que anime el ambiente. —Tayend hizo una pausa para escuchar una respuesta que Dannyl no alcanzó a oír y sonrió—. Entonces tal vez entrene a una esclava, o mande llamar a mujeres elyneas para la ocasión... ¡o me haga pasar por una! Todo esfuerzo es poco para complacer a mis invitados sachakanos.
Se oyeron risas. Dannyl suspiró y dio media vuelta. Advirtió que Achati hablaba con lady Merria, y sintió una oleada de gratitud. Unos momentos antes ella parecía incómoda, arrumbada por los demás invitados. Al fijarse en cómo reaccionaban los sachakanos al verla, Dannyl había percibido en sus rostros más desconcierto que desagrado. Como no estaban acostumbrados a que hubiera mujeres en su círculo social, pues hablar con la esposa de otro se consideraba tabú, no sabían cómo comportarse con ella, así que fingían que no estaba allí.
Achati alzó la vista y le hizo señas a Dannyl para que se acercara.
—Estaba comentándole a lady Merria que conozco a un grupo de tres sachakanas que celebran reuniones sociales.
—Creía que eso estaba mal visto aquí.
—Se salen con la suya porque son viudas, una de ellas tullida, y porque odian a los Traidores. Otra cree que mataron a su esposo. —Achati sonrió—. He pensado que tal vez a lady Merria le gustaría reunirse con ellas de vez en cuando. De lo contrario, podría llegar a sentirse muy sola aquí.
Dannyl miró a Merria.
—¿Tú qué opinas?
Ella asintió.
—Estaría bien conocer a mujeres del lugar.
Achati le dedicó una sonrisa y se volvió hacia Dannyl.
—¿Las tanteo para averiguar si aceptan a tu ayudante en su grupo?
Dannyl tardó un momento en percatarse de que Achati estaba pidiéndole permiso, como si la vida social de Merria fuera su responsabilidad. Posó los ojos en la sanadora, divertido. Ella parecía un poco distante, como si no hubiera oído la pregunta, pero tal vez su inexpresividad era fruto de su esfuerzo por no mostrar lo que sentía en realidad.
—Sí, por favor —respondió Dannyl.
Achati parecía satisfecho.
—Tal vez pueda encontrarte a ti también algo que hacer —murmuró. Lanzando una mirada significativa a Dannyl, le indicó con un gesto que lo siguiera y se dirigió hacia un ashaki cuyo compañero de conversación acababa de apartarse. Dannyl echó a andar tras él.
—Ashaki Ritova. Hace un momento le hablaba al embajador Dannyl de su impresionante biblioteca.
El sachakano se volvió hacia Achati. Su expresión altiva se suavizó muy ligeramente por deferencia hacia el ashaki, pero se endureció de nuevo cuando vio a Dannyl.
—Ashaki Achati. No debería alardear en mi nombre.
—Siempre me siento inclinado a ello. Se trata sin duda de la mejor colección que hay en Sachaka, sin contar la de la biblioteca del palacio.
—Comparada con ella, no es más que una insignificante pila de libros.
—Aun así, estoy convencido de que al embajador Dannyl le asombrará la antigüedad de algunos de sus documentos.
El hombre miró de nuevo a Dannyl.
—Dudo que encuentre en ella nada que le interese, embajador. —Suspiró—. Ni yo mismo dispongo de tiempo para examinar lo que tengo allí. Estoy demasiado ocupado negociando tratados con las tierras del este.
Sacudió la cabeza y se embarcó en una crítica aburrida y larga de los pueblos del otro lado del mar de Aduna con los que comerciaban los sachakanos. Aunque a Dannyl le habría gustado saber más sobre aquellos países, enseguida advirtió que los juicios del ashaki estaban contaminados de animadversión y prejuicios, por lo que seguramente no eran descripciones muy fiables. Cuando Achati logró por fin zafarse de Ritova sin ofenderlo, pidió disculpas a Dannyl.
—Esperaba conseguir algo interesante para ti —musitó—, pero es tan testarudo como...
Kirota, el Maestro de la Guerra, caminó hacia ellos. Al ver a Dannyl, se le acercó con disimulo.
—Ashaki Achati, embajador Dannyl. Es un placer verle de nuevo, embajador. He oído que el embajador Tayend y usted están muy unidos, ¿es cierto?
Dannyl asintió.
—Somos amigos desde hace mucho tiempo. Más de veinte años.
Kirota frunció el ceño.
—El embajador Tayend dice que vivía en Elyne cuando se conocieron.
—Así es, y yo también —explicó Dannyl—. Era el embajador del Gremio en Elyne. Conocí a Tayend en la Gran Biblioteca. Me ayudó con la investigación académica que estaba realizando para el Gremio.
—¡Ah, sí! Tayend me ha hablado de su investigación. ¿Cómo le va con eso?
Dannyl se encogió de hombros.
—No he avanzado mucho últimamente.
Kirota asintió con un gesto comprensivo.
—Así es la vida de un investigador. Entre un gran descubrimiento y otro, hay largos períodos de aridez. Le deseo que tenga más éxito pronto.
—Gracias —respondió Dannyl—. La última vez que nos vimos, usted expresó cierto interés por rellenar las lagunas de la historia sachakana —añadió—. Mi oferta de ayudarle sigue en pie.
El rostro del Maestro de la Guerra se iluminó.
—Tenga por seguro que la aprovecharé. —Dirigió la vista a un punto situado detrás del hombro de Dannyl—. Ah, más de aquellos deliciosos muslos de rasuk. Esta vez estoy decidido a coger más de uno antes de que se acaben. Me gusta la comida kyraliana. —Sonrió de oreja a oreja y se alejó a toda prisa.
Al oír una risita a su espalda, Dannyl se volvió hacia Achati, que sonrió.
—Bien jugado —murmuró—. Es posible que, como ya has dejado de ser una novedad aquí, la mejor manera de conseguir lo que necesitas sea ofrecer algo a cambio.
Dannyl asintió y se animó un poco.
—Sin embargo, dudo que Kirota pueda ayudarte mucho —le advirtió Achati por lo bajo—. Aun así..., considéralo una inversión.
Mientras su pequeña llama de esperanza se extinguía, Dannyl contuvo un suspiro. Vio que Tayend lo observaba desde el otro extremo de la sala, reparó en la expresión meditabunda de su ex amante y de pronto no deseaba otra cosa que marcharse de la fiesta.
Pero no tenía más remedio que quedarse, así que irguió la espalda y siguió a Achati hacia el siguiente grupo de sachakanos.
Lorkin había imaginado que encontraría lujo y una decoración fastuosa. Había imaginado que los criados, o su equivalente en Refugio, pulularían por allí, listos para obedecer las órdenes de su monarca, y que habría guardias apostados en cada puerta.
No obstante, los aposentos de la reina de los Traidores no eran mucho más grandes o suntuosos que los de las mujeres enfermas o embarazadas que había visitado como ayudante de la portavoz Kalia. La única persona que realizaba claramente labores de vigilancia era una maga que estaba sentada fuera, en el pasillo, cerca de la puerta. Quizá la joven que le había abierto la puerta también fuera una maga, aunque parecía demasiado joven para trabajar como escolta de la reina. Lo había recibido con una sonrisa alegre y cordial y se había presentado como Pelaya antes de acompañarlo al interior.
Ahora, Lorkin se encontraba en el centro de un círculo de sillas de madera sencillas. Una anciana estaba delante de una de ellas, como si acabara de ponerse de pie. No llevaba un vestido de gala, pero tampoco lo llevaba el día del juicio de Tyvara. Si él no hubiera reconocido su rostro, tal vez la habría tomado por otra visitante que esperaba a la reina.
Pero la mujer tenía en sus ojos brillantes una mirada penetrante y muy directa, y había algo en su serenidad y concentración que destilaba confianza y autoridad. Lorkin se llevó una mano al pecho y aguardó una respuesta, como le habían indicado que hiciera cuando había estado por primera vez en presencia de la reina.
Ella agitó la mano en un gesto displicente.
—No pierdo el tiempo con ceremonias en mi propia casa, lord Lorkin. Estoy demasiado vieja y cansada para eso. Siéntate, por favor. —Extendió las manos hacia atrás y, con una dificultad visible, empezó a agacharse sobre una silla. Él dio un paso adelante automáticamente para ayudarla pero se detuvo, pues no estaba seguro de que tocarla resultara apropiado.
—Espérame, Zarala —dijo Pelaya en un ligero tono de reproche, apresurándose a auxiliar a la anciana reina.
—Puedo hacerlo sola —replicó Zarala—. Solo soy un poco lenta.
En cuanto hubo tomado asiento, la reina señaló la silla contigua a la suya, y Lorkin se sentó. La joven se marchó a otra habitación. La soberana lo contempló con aire reflexivo.
—¿Qué te parece la vida en Refugio?
—Es un lugar maravilloso, majestad —empezó a responder él—. Me...
—Déjate de ceremonias —lo interrumpió la reina, haciendo un gesto admonitorio con el dedo—. Llámame Zarala.
Él asintió.
—Zarala. Qué nombre tan bonito.
Ella desplegó una sonrisa.
—Me gustan los cumplidos, pero no te servirán de nada. Soy demasiado mayor para dejarme engatusar por ese tipo de cosas. Pero no pares, si es algo que te gusta.
—Me gusta —contestó Lorkin—. Y si por casualidad también os gusta a vos, no dudéis en devolverme los cumplidos —añadió rápidamente.
Para su alivio, ella se rió.
—Adelante. Cuéntame cómo te va.
—Estoy abrumado por la generosidad y la amabilidad de los Traidores. Vuestro pueblo me ha acogido, me ha dado alimento y un techo, además de tareas que me hacen sentir útil.
—¿Y eso por qué te sorprende?
Lorkin se encogió de hombros.
—Sois un pueblo tan reservado que yo había imaginado que tardaríais mucho tiempo en aceptarme como uno de los vuestros.
Ella le escrutó el rostro.
—Sabes que eso no es así, ¿verdad? Me refiero a que no te hemos aceptado como uno de los nuestros. Caes bien a mucha gente, y muchos te agradecen lo que has hecho por Tyvara, pero nadie es tan necio como para fiarse de ti todavía.
Él asintió y le sostuvo la mirada.
—Sí, lo noto. Es comprensible. Supongo que lo que me asombra es que no sea más evidente.
—He oído que unas pocas personas te han tomado antipatía, pero en general su aversión es una mera cuestión de principios.
Lorkin fijó los ojos en ella.
—Por causa de mi padre.
—Sí, y de la muerte de Riva. —Todo rastro de jovialidad se había esfumado. Las arrugas que surcaban sus cejas se hicieron más profundas—. Quiero que sepas que no te culpo de lo que hizo tu padre. Es absurdo considerar que alguien es responsable de los actos de su progenitor.
—Me... me alegra que penséis eso.
Ella se inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en la rodilla.
—No me cabe la menor duda. De lo contrario, seguramente estarías muerto. —El humor había vuelto a su voz y sus ojos, y Lorkin sonrió—. Tampoco le guardo rencor a tu padre ya —aseveró ella, apartando la vista y recuperando la seriedad, con un matiz de tristeza—. A pesar de que perdí a mi hija a causa de una enfermedad que podría haberse curado. Enfocamos mal el asunto. Había algo en tu padre que me había convencido de que era un hombre honorable. Creía que me había equivocado, pero al final comprendí que tal vez no, que no había tenido en cuenta que habría algo hacia lo que él profesaría una lealtad más fuerte.
—¿El Gremio? ¿Kyralia? —aventuró Lorkin.
Ella lo miró.
—No sabías lo de la promesa que había hecho, ¿verdad? —dijo en voz baja.
Él negó con la cabeza.
—Me horrorizó enterarme de que cerró un trato así y no lo respetó.
—Murió antes de que tú nacieras. Supongo que no tuvo oportunidad de contártelo.
—Y mi madre nunca lo mencionó. No podía saberlo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Estaba decidida a evitar que yo viniera a Sachaka. Si hubiera tenido pruebas de que los Traidores representaban una amenaza para mí, las habría esgrimido.
—¿La echas de menos?
Su mirada era muy intensa. Él asintió.
—Y, a pesar de todo, una parte de mí quiere... quiere...
—¿Que empuñes las riendas de tu vida? ¿Que tomes las decisiones por ti mismo?
Él movió la cabeza afirmativamente.
La reina agitó la mano para señalar la habitación, o algo más lejano.
—Y en cambio aquí estás, atrapado en Refugio.
—Es un lugar agradable donde estar atrapado.
Ella sonrió en señal de aprobación.
—Espero que no deje de parecértelo —su sonrisa se desvaneció de nuevo—, porque es posible que la vida aquí no siempre te resulte muy cómoda. Soy vieja. No sé con certeza quién será mi sucesora. Todos saben que mi deseo es que Savara ocupe el trono después de mí, y ella te aprecia, pero eso no significa que el pueblo vaya a votar por ella. No lo harán, desde luego, si empiezan a poner en entredicho mis decisiones. —Lo apuntó con el dedo—. Como la de permitir la entrada en Refugio de un mago kyraliano que ha resultado ser un entrometido.
Su mirada era severa y ligeramente acusadora. Él notó que se le encendía el rostro y desvió la vista, sin saber qué decir.
—Pero es posible que se den por satisfechos ahora que te he hecho venir para soltarte una buena reprimenda. Savara ha llegado a la conclusión de que lo mejor sería prohibir a Tyvara que la vean contigo, lo que pone de manifiesto que no aprueba tu exploración de las cuevas.
El corazón de Lorkin dio un pequeño vuelco. «Tampoco es que nos hayamos visto mucho últimamente», se recordó. Zarala sonrió y le dio de nuevo unas palmaditas en la rodilla.
—Te daré un consejo amigable y gratuito, joven Lorkin. Ten cuidado con los líos que armas. Pueden acarrearte a ti y a otras personas muchos más problemas de lo que imaginas.
Él asintió.
—Gracias. Seguiré vuestro consejo. Nada de líos.
Ella pareció complacida.
—Eres un joven inteligente. Ya está, ya te he devuelto el cumplido. ¿Te apetece comer algo? —Sin esperar respuesta, se volvió en la dirección contraria, hacia la puerta interior.
—Pelaya, ¿hay algo de comer que podamos ofrecer a nuestro invitado?
—Claro que lo hay —respondió la mujer. Apareció en el umbral con una sencilla bandeja de madera sobre la que había vasos, una jarra de agua y un cuenco con pastelillos. Era evidente que había estado esperando a que la reina la llamara.
—Ah, mis favoritos —comentó la reina, frotándose las manos. Le dirigió una sonrisita a Lorkin—. Pelaya es una cocinera fabulosa. Lo prepara todo con magia. —Mientras la joven entraba en la sala con la bandeja, Zarala fijó la mirada en una mesita cercana. Esta se elevó y flotó por el aire hacia ellos antes de posarse frente a Lorkin.
«Puede que esté demasiado vieja y cansada para las ceremonias —reflexionó Lorkin—, pero entiendo por qué es la reina. Y apostaría a que sigue siendo tan poderosa e inteligente como el día que se ciñó la corona.»
Cuando Pelaya depositó la bandeja sobre la mesa y le ofreció un pastelillo, él se preguntó hasta qué punto había adivinado sus planes la reina, pues dudaba que ella creyera que se resignaría a ocupar un lugar entre los Traidores para siempre.
Tal vez estaba aconsejándole que pospusiera sus planes porque sus posibilidades de éxito aumentarían después de que ella muriera, si Savara la sucedía en el trono.
«Pero, ahora que la he conocido, le he cobrado afecto, y espero que eso no ocurra muy pronto.»