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Las cuevas de las pedreras

Según una tradición sachakana tan antigua que nadie recordaba dónde se había originado, el carácter del verano era masculino, y el del invierno, femenino. A lo largo de los siglos desde la fundación de los Traidores como pueblo, sus líderes y visionarias aseguraban que las supersticiones sobre hombres y mujeres —sobre todo estas últimas— eran ridículas, pero muchos de sus paisanos opinaban aún que la estación que ejercía una mayor influencia sobre su vida tenía muchas características femeninas. El invierno era implacable y poderoso, e impulsaba a las personas a unirse para sobrevivir en condiciones mejores.

En cambio, para quienes vivían en las tierras bajas y los desiertos de Sachaka, el invierno era una bendición, pues traía consigo las lluvias que necesitaban los cultivos y el ganado. El verano era riguroso, seco e improductivo.

Mientras Lorkin volvía caminando a toda prisa desde la herbería, su único pensamiento era que en el valle hacía más frío del que él esperaba. La gelidez del aire contenía una amenaza de nieve y hielo. Lorkin no tenía la sensación de haber vivido en Refugio tanto tiempo como para que el invierno estuviera tan avanzado. Solo habían transcurrido unos meses desde que había llegado a la ciudad secreta de los rebeldes sachakanos. Antes de eso había pasado una temporada en las cálidas y secas tierras bajas, huyendo en compañía de una mujer que le había salvado la vida.

«Tyvara.» Lorkin notó una opresión incómoda pero curiosamente agradable en el pecho. Respiró hondo y apretó el paso. Estaba decidido a hacer caso omiso de este sentimiento con la misma determinación con que Tyvara hacía caso omiso de él.

«No vine aquí solo porque me hubiera enamorado de ella», se dijo. Sentía que su honor lo obligaba a hablar en defensa de Tyvara ante su pueblo, pues le había salvado el pellejo. Había matado a la asesina que había intentado seducirlo y acabar con él..., pero la asesina también era una Traidora. Riva actuaba en nombre de una facción que creía que él debía ser castigado porque Akkarin, su padre, el Gran Lord anterior, no había cumplido su parte del acuerdo al que había llegado con los Traidores hacía muchos años. Ninguno de los miembros de la facción había reconocido haber dado a Riva la orden de matarlo. Admitirlo habría equivalido a confesar que habían obrado en contra de los deseos de la reina, por lo que habían asegurado que todo había sido una iniciativa de Riva.

«Son rebeldes dentro de un pueblo de rebeldes», pensó Lorkin.

Aunque su defensa de Tyvara quizá la había salvado de la ejecución, ella no se había quedado sin castigo. Tal vez eran las tareas que la familia de Riva le había impuesto las que la mantenían apartada de él. Fuera cual fuese el motivo, Lorkin había soportado la soledad de un forastero que apenas conocía a nadie.

Estaba a punto de llegar al pie de la pared del precipicio que rodeaba el valle. Cuando alzó la vista hacia las ventanas y puertas talladas en aquel lado del valle, Lorkin supo que habría ocasiones en que se sentiría atrapado en ese lugar. No por la crudeza del invierno, que lo obligaría a permanecer bajo techo, sino porque, en su calidad de extranjero que conocía a grandes rasgos la ubicación de la ciudad de los Traidores, jamás le permitirían que se marchara.

Al otro lado de las puertas y ventanas había habitaciones suficientes para albergar la población de una ciudad pequeña. Las había de tamaños diversos, desde huecos reducidos hasta espacios tan grandes como el Salón Gremial. En su mayor parte, no penetraban mucho en la pared de piedra, pues en el pasado se habían producido temblores de tierra y hundimientos, y la gente se sentía más cómoda si vivía lo bastante cerca del exterior para poder salir corriendo en poco tiempo.

Algunos pasadizos conducían a zonas mucho más profundas. Eran los dominios de las magas Traidoras, las mujeres que, pese a que sostenían que aquella era una sociedad igualitaria, gobernaban la ciudad. Tal vez no les importaba vivir en las entrañas de la tierra porque podían valerse de la magia para no morir aplastadas a causa de un derrumbamiento. «O quizá les guste permanecer cerca de las cuevas donde se elaboran las piedras y los cristales mágicos.»

Este pensamiento le provocó a Lorkin un cosquilleo de emoción. Se apoyó la caja que llevaba sobre el otro hombro y atravesó el arco de entrada a la ciudad con grandes zancadas. «A lo mejor esta noche lo averiguo.»

Los pasadizos de la ciudad estaban muy transitados, pues los trabajadores se dirigían a casa con sus familias. En cierto momento, los hijos de dos Traidores que se habían detenido a charlar se interpusieron en el camino de Lorkin.

—Con permiso —dijo él de forma automática mientras se abría paso entre ellos.

Tanto los adultos como los niños lo miraron, divertidos. Los modales kyralianos desconcertaban a todos los sachakanos. Los ashakis y sus familias, los habitantes libres y poderosos de las tierras bajas, se sentían demasiado superiores para expresar gratitud por los servicios de otros, y dar las gracias a los esclavos por hacer lo que no tenían más remedio que hacer les parecía ridículo. Aunque los Traidores no practicaban la esclavitud y en teoría su sociedad era igualitaria, no habían desarrollado un sentido de la urbanidad. Al principio, Lorkin había intentado comportarse como ellos, pero no quería perder la cortesía hasta el extremo de que sus compatriotas lo consideraran grosero si algún día regresaba a Kyralia.

«Me da igual que los Traidores piensen que soy un bicho raro. Eso es mejor que ser desagradecido o huraño.»

Tampoco es que los Traidores fueran antipáticos o de trato frío. Tanto los hombres como las mujeres se habían mostrado sorprendentemente cordiales. Algunas de las mujeres incluso habían intentado llevárselo a la cama, pero él había rehusado cortésmente. «Puede que sea un tonto, pero aún no me he dado por vencido con Tyvara.»

Cerca de la sala de asistencia, la versión local de un hospital, donde él trabajaba casi todos los días, aflojó la marcha para recuperar el aliento. Lo dirigía la portavoz Kalia, líder no oficial de la facción que había ordenado la ejecución de Lorkin. Él no quería que Kalia pensara que había vuelto a toda prisa por alguna razón, o que necesitaba terminar su turno a la hora. Si a ella le daba la impresión de que estaba ansioso por marcharse, le buscaría alguna tarea para retrasarlo. En cambio, si no tenía mucho que hacer, evitaba quedarse sentado descansando, pues sabía que de lo contrario Kalia encontraría alguna ocupación para él, a menudo algo desagradable e innecesario.

Por otro lado, si entraba con aire despreocupado, como si tuviera todo el tiempo del mundo, quizá ella lo castigaría por eso también. Así que adoptó su actitud serena y estoica habitual. Cuando Kalia lo vio, puso los ojos en blanco y le quitó la caja de las manos con magia.

—¿Por qué nunca se te pasa por la cabeza usar tus poderes? —suspiró, dándole la espalda para llevar la caja al almacén.

Él fingió no haber oído su pregunta. A ella no le interesaría saber que lord Rothen, el viejo profesor de Lorkin en el Gremio, sostenía que un mago no debía sustituir todo esfuerzo físico por la magia, pues podía volverse débil y enfermizo.

—¿Quiere que la ayude con eso? —preguntó.

La caja estaba llena de hierbas que se utilizarían para elaborar remedios, y él deseaba conocer la receta de algunos de ellos.

Ella lo miró por encima del hombro y frunció el ceño.

—No. Tú vigila a los pacientes.

Lorkin se encogió de hombros para disimular su desilusión y se volvió para echar un vistazo a la sala principal. Todo estaba prácticamente igual que aquella madrugada, cuando él había comenzado su jornada de trabajo. Las camas estaban dispuestas en filas. No había muchas ocupadas. Unos pocos niños se recuperaban de enfermedades o lesiones típicas de la infancia, y una anciana se reponía de una fractura en el brazo. Todos dormían.

La idea de ponerlo a trabajar en la sala de asistencia se le había ocurrido a Kalia, y él estaba seguro de que lo había hecho para poner a prueba su determinación de no enseñar a los Traidores a sanar por medio de la magia. Por el momento, no habían llegado pacientes con dolencias o heridas que pudieran ser mortales a menos que él las curara con magia, pero era algo que sucedería tarde o temprano. Cuando ocurriera, él preveía que Kalia encendería los ánimos de los demás contra él. Tenía un plan para contrarrestar el de Kalia, pero detrás de su aspecto y comportamiento maternales había una mente astuta. Era posible que ella hubiese adivinado ya sus intenciones. A Lorkin no le quedaba más que esperar a ver qué sucedía.

En aquel momento no podía esperar. Necesitaba estar en otro sitio. Se le hacía cada vez más tarde, así que siguió a Kalia al interior del almacén.

—Por lo visto tiene usted mucho trabajo —observó.

—Así es —dijo ella sin alzar la vista hacia él—. Pasaré la noche en vela.

—No pegó ojo anoche —le recordó Lorkin—. Eso no es bueno para usted.

—No seas idiota —espetó ella, fulminándolo con la mirada—. Puedo arreglármelas perfectamente sin dormir. Hay que hacer esto ahora. Y debe hacerlo alguien que sepa lo que se trae entre manos. —Apartó los ojos de él—. Vete. Tómate la noche libre.

Lorkin no le dio la menor oportunidad de cambiar de idea. Se sonrió, divertido, mientras salía de la sala de asistencia. Los sanadores del Gremio sabían lo perjudicial que era la falta de sueño para el organismo porque sus poderes les permitían percibir los efectos. Los Traidores, como no sabían sanar con magia, nunca habían caído en la cuenta de su error y creían que dormir bien era un lujo innecesario.

Él no había intentado convencerlos de lo contrario, pues recordarles lo que no sabían habría sido una falta de tacto. Muchos años atrás, su padre había prometido a los Traidores que les enseñaría la sanación mágica si ellos le revelaban a cambio el secreto de la magia negra, pese a que no contaba con la autorización del Gremio para transmitir dicho conocimiento y, lo que era más importante, la magia negra les estaba prohibida a los magos del Gremio.

Por aquel entonces, muchos niños Traidores habían contraído una enfermedad mortal, y la técnica de la magia sanadora habría podido salvarlos. La magia negra había permitido a Akkarin escapar de los ichanis que lo habían esclavizado y regresar a Kyralia, pero nunca había vuelto a Sachaka para cumplir su parte del trato. Desde que se había enterado de la promesa rota de su padre, Lorkin había barajado varias explicaciones posibles. Akkarin sabía que el hermano del ichani que lo había sometido a la esclavitud planeaba invadir Kyralia. Quizá se había sentido obligado a lidiar primero con esta amenaza. Tal vez no podía poner al Gremio sobre aviso sin revelar que había aprendido magia negra, a pesar de la prohibición. Posiblemente le había parecido demasiado peligroso regresar solo a Sachaka, donde corría el riesgo de que los ichanis lo capturaran de nuevo o el hermano de quien había sido su amo se vengara de él.

Quizá nunca había tenido la intención de mantener su palabra. Después de todo, cuando por fin le ofrecieron su ayuda, los Traidores ya conocían su terrible situación desde hacía un tiempo, mientras que socorrían continuamente a otros —sobre todo a mujeres de Sachaka— sin pedirles nada a cambio. Que no hubieran ayudado a Akkarin a recuperar la libertad hasta que vieron un posible beneficio en ello demostraba sin lugar a dudas lo despiadados que podían ser.

Los pasadizos prácticamente se habían vaciado, lo que permitió a Lorkin avanzar más deprisa e incluso arrancar a trotar cuando no había nadie alrededor que pudiera verlo. Si algún miembro de la facción de Kalia se percataba de que tenía prisa, quizá iría a contárselo.

La vida en aquel lugar no hacía honor a la sociedad pacífica o incluso justa que Tyvara le había descrito, a pesar de los principios de igualdad que profesaban los Traidores. «Aun así, las cosas funcionan mejor que en muchos otros países, sobre todo que en el resto de Sachaka. No practican la esclavitud, y el trabajo se asigna a las personas en función de sus habilidades y no según un sistema de clases heredado. Quizá traten a los hombres de manera distinta que a las mujeres, pero también lo hacen las otras culturas, a la inversa. La mayor parte de las culturas tratan a las mujeres mucho peor que las Traidoras a los hombres.»

Pensó en el amigo más reciente e íntimo que tenía en Refugio, un hombre llamado Evar, con el que había quedado aquella noche. El joven Traidor se había acercado a él por curiosidad, pues era el único otro mago varón de Refugio que aún no se había emparejado con una mujer. Lorkin había descubierto que su primera impresión sobre la posición que ocupaban los magos varones en la sociedad local era errónea: había supuesto que si había hombres magos, era porque los Traidores les ofrecían las mismas oportunidades de aprender magia que a las mujeres. Lo cierto era que todos los magos varones del lugar eran natos; personas cuyos poderes mágicos se habían manifestado de forma espontánea, lo que obligaba a las magas Traidoras a elegir entre instruirlos o dejarlos morir cuando perdieran el control sobre su energía. En todos los demás casos, los conocimientos de magia estaban vedados a los hombres.

No obstante, los pocos afortunados que eran natos tampoco gozaban de los mismos derechos que las mujeres. A ellos no les enseñaban magia negra. Era una forma de garantizar que hasta las magas más débiles fueran más poderosas que los hombres, pues podían incrementar su fuerza absorbiendo la magia de otras personas.

«Sería interesante saber... si me habrían permitido entrar en Refugio si hubiera estado iniciado en la magia negra.»

No reflexionó más sobre ello, pues había llegado por fin a su destino: el «dormitorio masculino», una habitación espaciosa en la que se alojaban los Traidores varones que eran demasiado mayores para vivir con sus padres pero que aún no habían sido elegidos como compañeros por una mujer.

Evar estaba conversando con dos hombres, pero se apartó de ellos cuando vio entrar a Lorkin. Como la mayoría de los Traidores varones, era delgado y de huesos finos, a diferencia del típico sachakano libre de las tierras bajas, más bien alto y ancho de espaldas. Lorkin se preguntó, no por primera vez, si los hombres Traidores habían empequeñecido a lo largo del tiempo para adaptarse mejor a su categoría social.

—Evar —dijo Lorkin—. Siento llegar tarde.

Evar se encogió de hombros.

—Comamos algo.

Lorkin titubeó y luego lo siguió a la zona de preparación de alimentos, donde uno de los hombres había cocido una olla de sopa humeante para la cena de todos. Aquello no entraba en lo previsto. ¿Había vuelto Lorkin demasiado tarde? ¿Había cambiado de planes Evar?

—¿Al final daremos ese paseo que propusiste? —dejó caer Lorkin intentando aparentar la mayor despreocupación posible.

Evar asintió.

—Sí, si todavía quieres. —Se inclinó hacia él—. Algunas de las pedreras tienen que trabajar hasta tarde —murmuró el joven mago—. Hay que darles tiempo para que terminen y se vayan.

Lorkin sintió un nudo en el estómago.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —preguntó mientras se acercaban a una de las largas mesas para comer y se sentaban a cierta distancia de los hombres que ya estaban cenando.

Evar masticó y tragó antes de dedicar a Lorkin una sonrisa tranquilizadora.

—Nada de lo que voy a enseñarte es secreto. Cualquiera que quiera echar una ojeada puede hacerlo, siempre y cuando vaya acompañado de un guía, guarde silencio y no estorbe.

—Pero es que yo no soy cualquiera.

—Se supone que eres uno de nosotros. La única diferencia es que a ti te han dicho que no puedes marcharte. Si yo intentara irme, bueno, dudo que pudiera llegar muy lejos sin permiso, y no es probable que me lo concedieran. No les gusta que haya muchos Traidores fuera de la ciudad. Cada espía constituye un riesgo, aun con una piedra que bloquee la lectura mental. ¿Qué pasaría si uno de ellos sujetara la piedra en la mano y alguien se la cortara?

Lorkin torció el gesto.

—Aun así, dudo que a nadie le haga gracia que yo entre allí —comentó, volviendo al tema anterior—, o que tú me lleves.

Evar tomó el último bocado de su cena.

—Seguramente no, pero mi querida tía Kalia me adora. —Aunque Lorkin nunca había visto a Kalia charlar informalmente con Evar, era cierto que parecía tenerle aprecio a su sobrino—. ¿Vas a acabarte eso?

Negando con la cabeza, Lorkin empujó los restos de su cena hacia un lado. Estaba demasiado nervioso para seguir comiendo. Evar contempló el tazón medio lleno con el entrecejo arrugado y, sin decir una palabra, lo cogió y apuró su contenido. Puesto que las tierras para cultivos y para el ganado eran limitadas, los Traidores no veían con buenos ojos que se desperdiciaran alimentos. Además, Evar siempre tenía hambre. Se pusieron de pie, lavaron y guardaron los utensilios que habían empleado y salieron del dormitorio masculino. Lorkin notó que el estómago se le retorcía y se le revolvía a causa de la ansiedad, pero al mismo tiempo estaba lleno de impaciencia y expectación.

—Iremos por una de las entradas traseras —musitó Evar—. Así será menos probable que alguien te vea entrar.

Mientras atravesaban la ciudad, Lorkin meditó sobre lo que esperaba averiguar. El Gremio había sostenido durante siglos que no existían objetos mágicos reales, solo cosas normales con una integridad estructural o unas propiedades mejoradas —como edificios reforzados por medio de la magia, o las paredes luminosas de la universidad— que se debían a que estaban hechas de un material en el que la magia actuaba con lentitud y por tanto seguía produciendo efecto mucho tiempo después de que el mago dejara de trabajar en ellas. Ni siquiera las «gemas de sangre» de vidrio podían considerarse objetos mágicos. Aunque canalizaban la comunicación mental entre el portador y el creador impidiendo que otros magos la oyeran, no contenían magia.

Sospechaba que algunas de las gemas de Refugio sí la contenían. En su mayor parte eran como gemas de sangre en el sentido de que se trataba de piedras que transformaban la magia que se les infundía con un propósito determinado. Otras parecían encerrar en sí una magia lista para ser utilizada de alguna manera. Todos los Traidores que se aventuraban a salir de su ciudad secreta llevaban una piedra diminuta insertada bajo la piel que no solo les permitía proteger su mente si un mago sachakano se la leía, sino también proyectar pensamientos inocentes e inocuos. Los pasillos y las habitaciones de la ciudad estaban iluminados por gemas que despedían luz. En la sala de asistencia en la que Lorkin atendía a los enfermos había varias piedras con propiedades útiles, desde emitir un brillo tenue o producir una vibración suave que aliviaba los dolores musculares hasta cauterizar heridas.

Si la información que contenían los documentos históricos que Lorkin y Dannyl habían descubierto era correcta, entonces era posible que una gema almacenara una cantidad enorme de magia. En Arvice, la capital de Sachaka, había habido una de estas piedras de almacenaje muchos siglos atrás. Según Chari, una mujer que había ayudado a Lorkin y a Tyvara a llegar a Refugio sanos y salvos, los Traidores habían oído hablar de las piedras de almacenaje, pero no sabían cómo elaborarlas. Quizá era cierto, o quizá ella había mentido para proteger a su pueblo.

Si el conocimiento sobre cómo crear las piedras de almacenaje se conservaba aún, podía ahorrar al Gremio la necesidad de permitir que algunos magos aprendieran magia negra por si volvía a producirse una invasión de magos sachakanos. En vez de ello, podrían almacenar magia en las piedras y utilizarlas para la defensa del país.

Por eso Lorkin iba a visitar las cuevas de las pedreras, pese a los riesgos que esto implicaba. No quería aprender a fabricar las piedras, sino confirmar que tenían el potencial que esperaba. Entonces tal vez podría negociar un intercambio de información entre el Gremio y los Traidores: la elaboración de piedras a cambio de la sanación mágica. El trueque sería beneficioso para ambos pueblos.

Él sabía que le costaría mucho esfuerzo convencer a los Traidores de que consideraran siquiera esta posibilidad. Como llevaban siglos ocultándose de los ashakis, protegían celosamente la seguridad de su ciudad secreta y su estilo de vida. Tenían prohibida la comunicación mental, pues podía atraer una atención no deseada hacia la ciudad. Los únicos Traidores a los que se permitía entrar y salir del valle eran espías, con pocas excepciones.

Sin embargo, mientras seguía a Evar, adentrándose en la red de galerías subterráneas, a Lorkin empezó a preocuparle que fuera demasiado pronto para visitar las cuevas. No quería dar a los Traidores motivos para desconfiar de él.

Por otro lado, por su condición de forastero, tal vez nunca se fiarían de él por completo. Solo necesitaba ganarse la confianza suficiente para persuadirlos de que comerciaran con el Gremio y las Tierras Aliadas. «Quizá acaben por caer en la cuenta de que no me han prohibido oficialmente visitar las cuevas y reparen su error. Debo aprovechar esta ocasión.»

Evar tenía una opinión distinta: «Los Traidores tomamos nuestras propias decisiones o, mejor dicho, no nos gusta que otros decidan por nosotros. Si quieres que hagamos algo, tienes que hacernos creer que la idea se nos ha ocurrido a nosotros mismos. Si alguien nos sorprende curioseando en las cuevas, al menos será una manera de recordar a todos que poseemos algo que podría interesar al Gremio a cambio de la sanación mágica».

—Hemos llegado —anunció Evar, volviendo la cabeza hacia atrás para mirar a Lorkin.

Habían estado recorriendo un pasadizo tan angosto que no podían caminar el uno al lado del otro. Evar se había detenido junto a una abertura lateral. Por encima del hombro de su amigo, Lorkin vio una sala bien iluminada. El corazón le dio un vuelco.

«¡Hemos llegado!»

Evar le hizo una seña para que lo siguiera y pasó al interior de la sala. Avanzando tras él, Lorkin paseó la vista por aquel espacio inmenso. Cuando posó la mirada en las paredes, inspiró bruscamente.

Estaban recubiertas de gemas centelleantes de colores vivos. Al principio le pareció que estaban distribuidas de forma aleatoria, pero al fijarse en las zonas de color se percató de que había franjas, volutas y manchas de tonos similares. Se dio la vuelta para contemplar la pared que tenían detrás y advirtió que había piedras de tamaños diversos, desde partículas diminutas hasta cristales tan grandes como la uña de su pulgar.

Era precioso.

—Aquí hacemos las piedras de luz —le dijo Evar, indicándole con un gesto que se acercara y encaminándose hacia una sección resplandeciente de la pared—. Son las más fáciles de fabricar, y salta a la vista si están bien hechas o no. Ni siquiera hace falta una piedra de duplicación.

—¿Una piedra de duplicación? —repitió Lorkin.

Evar ya las había mencionado antes, pero Lorkin no tenía muy claro para qué servían.

—Mira, te enseñaré una. —Evar cambió de dirección bruscamente y guió a Lorkin hacia una de las numerosas mesas que había en la sala. Abrió una caja de madera en la que había una gema sobre una almohadilla de una fibra sedosa y fina—. Para hacer piedras de luz basta con grabar en las gemas que están creciendo el mismo pensamiento que se usa para generar una luz mágica. Pero en el caso de las piedras para usos más complicados, es más fácil coger una que ya ha crecido de forma adecuada y proyectar la pauta en su interior. Esto permite reducir los fallos y el número de piedras defectuosas, y también cultivar varias piedras a la vez.

Lorkin asintió. Señaló otra zona.

—¿Y esas piedras qué función tienen?

—La de crear y mantener una barrera. Se utilizan para detener temporalmente un curso de agua o evitar derrumbamientos de rocas. Echa un vistazo a esto. —Se aproximaron a una pared de minúsculos cristales negros—. Serán bloqueadores mentales. Su elaboración lleva mucho tiempo porque es muy complicada. Resultaría más fácil si solo tuvieran que bloquear los pensamientos del portador, pero también tienen que permitirle proyectar los pensamientos que la persona que le lee la mente espera percibir, para engañarla de forma que no sospeche nada. —Evar observó las pequeñas piedras con admiración—. No los inventamos nosotros. Solíamos comprarlos a las tribus dúneas.

La advertencia de Dannyl de que los Traidores habían robado al pueblo dúneo el secreto para fabricar piedras mágicas le vino a la mente a Lorkin. Tal vez esto solo reflejaba el punto de vista de los dúneos. Quizá se trataba de otro acuerdo que había salido mal, como aquel que su padre había establecido con los Traidores.

—¿Seguís comerciando con ellos? —preguntó.

Evar sacudió la cabeza.

—Superamos sus conocimientos y técnicas hace siglos. —Miró hacia su derecha—. Estas son algunas de las piedras que desarrollamos nosotros. —Se acercaron a una zona de gemas grandes, cuya superficie relucía con una iridiscencia que recordó a Lorkin el interior de las conchas exóticas pulidas—. Son piedras de llamada. Al igual que las gemas de sangre, nos sirven para comunicarnos a distancia, pero solo con las piedras junto a las que crecieron. Como es difícil llevar un control de las que tienen un vínculo entre sí, no podemos dejar de fabricar gemas de sangre.

—¿Y por qué querríais dejar de fabricarlas?

Evar le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿No conoces sus puntos débiles?

—Bueno... Deja que lo adivine: ¿el creador de estas otras piedras no ve en todo momento los pensamientos del portador?

—Así es, y la gema no recibe todos los pensamientos y sensaciones del usuario, solo los mensajes que este envía.

—Eso supone una mejora, desde luego. —Lorkin se volvió para examinar la sala. Había muchas franjas de gemas y mesas repletas de objetos orientadas hacia las paredes—. ¿Para qué sirven esas piedras? —inquirió, señalando con la mano una sección extensa.

Evar se encogió de hombros.

—No lo sé exactamente. Creo que se trata de un experimento. De algún tipo de arma.

—¿Arma?

—Para defender la ciudad, si alguna vez nos invaden.

Lorkin movió la cabeza afirmativamente y se quedó callado. Cualquier pregunta sobre armas le parecería sospechosa incluso a su nuevo amigo.

—Las piedras-arma tienen que ser capaces de hacer cosas que un mago no pueda hacer por sí solo —dijo Evar—. Son para personas de habilidad o formación insuficientes, o para magos que hayan agotado su energía. Espero que ayuden a afinar la puntería al lanzar azotes. No se me daban muy bien los combates de entrenamiento, así que si algún día nos atacan, me vendrá bien toda la ayuda posible.

—Pero ¿tendrías que luchar siquiera? —preguntó Lorkin—. Según creo, en las batallas entre los magos negros, las personas de baja categoría como tú y yo solo resultan útiles como fuentes de magia adicional. Seguramente cederíamos nuestra energía a alguna maga negra y luego nos enviarían a algún sitio donde no molestáramos.

Evar asintió y miró a Lorkin de reojo.

—Sigue pareciéndome extraño que llames a la magia superior «magia negra».

—En Kyralia, el negro es un color que simboliza el peligro y el poder —explicó Lorkin.

—Eso me has dicho. —Evar apartó la vista y la paseó por la sala como buscando algo más que mostrar a Lorkin. De pronto abrió mucho los ojos y emitió un sonido bajo—. Oh, oh.

Al seguir la dirección de su mirada, Lorkin vio que una joven había entrado en la sala por la puerta arqueada principal. Resistió la tentación de volverse para buscar la entrada pequeña de atrás; debía de estar a varios pasos de distancia, y la mujer los vería antes de que llegaran allí.

«Al parecer vamos a meternos en ese lío que Kalia quería que evitáramos.»

Al cabo de un momento, la mujer alzó la vista y reparó en su presencia. Sonrió a Evar, pero cuando posó la mirada en Lorkin, su sonrisa se desvaneció. Se detuvo y lo observó con aire pensativo antes de volverse y marcharse de la sala.

—¿Has visto bastante? Porque creo que ya va siendo hora de irnos —susurró Evar.

—Sí —respondió Lorkin.

Evar dio un paso hacia la entrada trasera y se quedó quieto.

—No, salgamos por la puerta principal. No nos conviene parecer culpables ahora que nos han descubierto.

Intercambiaron una sonrisa sombría, respiraron hondo y echaron a andar hacia el arco por el que se había alejado la mujer. Cuando estaban a punto de alcanzarlo, apareció otra mujer de aspecto furibundo. Los vio y se les acercó con grandes zancadas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó a Lorkin con voz imperiosa.

—Hola, Chava —saludó Evar—. Lorkin está aquí conmigo.

Ella se volvió hacia Evar.

—Ya me he dado cuenta. ¿Qué hace él aquí?

—Estoy enseñándole las cuevas —contestó Evar. Se encogió de hombros—. Ninguna norma lo prohíbe.

La mujer frunció el ceño y pasó la vista de Evar a Lorkin antes de fijarla de nuevo en el primero. Abrió la boca, la cerró de nuevo y una expresión de irritación asomó a su rostro.

—Puede que no lo prohíba ninguna norma —le dijo a Evar—, pero hay... otras consideraciones. Sabes lo peligroso que es interrumpir y distraer a las pedreras.

—Claro que lo sé. —Tanto el semblante como el tono de Evar denotaban seriedad—. Por eso he esperado a que las pedreras terminaran su jornada y se fueran a casa, y no he llevado a Lorkin a las cuevas interiores.

Ella enarcó las cejas.

—No te corresponde a ti decidir cuándo es el momento apropiado. ¿Has pedido permiso para realizar esta visita?

Evar sacudió la cabeza.

—Nunca había tenido que pedirlo.

Un brillo triunfal en la mirada de Chava hizo que a Lorkin se le cayera el alma a los pies.

—Pues deberías haberlo hecho —replicó—. Tengo que denunciar esta falta, y no quiero perder de vista a ninguno de los dos hasta que las autoridades estén enteradas de lo ocurrido y decidan qué hacer con vosotros.

Cuando giró sobre sus talones y se alejó con paso decidido hacia el arco, Lorkin miró a Evar. El joven sonrió y le guiñó un ojo. «Espero que tenga razón respecto a no tener que pedir permiso —pensó Lorkin mientras los dos seguían a Chava a toda prisa—. Espero también que no haya alguna norma o ley de la que nadie me ha hablado.» Las portavoces le habían indicado que se familiarizara con las leyes de Refugio y las cumpliera, y él había procurado hacerlo a conciencia.

Sin embargo, no podía estar tan despreocupado como Evar. Aunque ambos tuvieran razón, la reacción de Chava había confirmado los temores de Lorkin: había puesto a prueba la confianza de los Traidores al visitar las cuevas. Solo esperaba no haber ido demasiado lejos ni haber echado por tierra sus esperanzas de conseguir que comerciaran con el Gremio... o que lo dejaran volver a casa.