Cuando los dedos de Skellin tocaron la frente de Lilia, ella no pudo evitar apartarse con un estremecimiento. Él alargó el brazo hacia ella de nuevo, con los ojos clavados en los suyos.
—Si creo que estás dándome largas o si haces algo que me duela, mi madre le cortará las orejas y la nariz a tu amiga —gruñó.
Con el corazón latiendo a toda prisa, Lilia bajó los ojos. «Y en cuanto haga lo que me pide, querrá más. Amenazará con hacerle daño hasta que se lo haya enseñado todo. Luego nos matará a las dos. Será mejor que me ciña a mi plan. Si fracaso, al menos no sufriremos mucho antes de morir. Pero tendré que actuar con rapidez, sin darle tiempo a reaccionar».
Lo agarró de las muñecas como para quitarse sus manos de encima, pero luego dejó que le apretara las sienes con ellas. Respiró hondo, cerró los ojos, acumuló la magia suficiente para atravesar un escudo resistente y la proyectó desde su palma derecha en un azote de energía punzante.
Notó que la barrera bajo sus dedos se abría bajo aquel ataque inesperado y preciso. «¡Ha funcionado!». Sorprendida, comenzó a invocar más energía, confiando en que el efecto paralizante le impidiera resistirse o hablar. Como tenía la espalda vuelta hacia Lorandra, esperaba que ella no se percatara de lo que ocurría.
La fuerza con que Skellin le apretaba la cabeza disminuyó conforme la magia negra lo debilitaba, pero ella continuó aferrándole las manos. Abrió los párpados y proyectó magia para evitar que él se desplomara en el suelo. Mantenía la mirada fija en ella, con las pupilas dilatadas de rabia y terror.
«Eso es. Tenme miedo —pensó ella—. Ésta vez has subestimado a tu víctima. Estabas demasiado ansioso por conseguir lo que querías».
Pero tampoco debía subestimarlo a él. O a su madre. En aquellos momentos, Lorandra representaba un peligro mayor que Skellin. Acabaría por darse cuenta de que algo iba mal, y todavía sujetaba el cuchillo contra el cuello de Anyi. La duda asaltó a Lilia, lo que ralentizó su absorción de energía. No sabía cuánto tardaría en despojarlo de casi toda, y tenía que decidir qué haría a continuación.
«He de proteger a Anyi antes de que Lorandra se percate de que estoy vaciando a Skellin. —Volvió la cabeza ligeramente, de manera que alcanzaba a ver a su amiga, y extendió sus sentidos y su magia. Debía crear de alguna manera una barrera entre el cuchillo y la piel de Anyi sin que ninguna de las dos reparara en ello. Concentrarse en invocar energía y utilizarla a la vez resultaba complicado—. Kallen debería haberme enseñado a hacer esto…».
Su magia topó con un obstáculo.
«¡Una barrera! La barrera de Lorandra. Solo puede ser suya. Skellin no está en condiciones de valerse de sus poderes».
Al instante comprendió que había cometido un error. Lorandra frunció el ceño. «Sabe que no debería estar usando la magia. Que Skellin me lo habría impedido». Espantada, advirtió que Lorandra abría mucho los ojos al comprender lo que ocurría y que luego entornaba los párpados con furia.
Lilia invocó energía y la lanzó hacia Lorandra en el instante en que esta movía la mano. Algo rojo brotó de la garganta de Anyi.
«¡No!». Lilia dejó caer a Skellin. Cuando la barrera de Lorandra se hizo añicos, la chica cogió a Anyi y apretó la mano contra su cuello. La sangre escurrió entre sus dedos. Lilia generó un escudo en torno a sí y a su amiga, la tendió sobre la cubierta y envió su mente al interior de su cuerpo. «¡Cerraos!», ordenó a los vasos desgarrados por los que circulaba la sangre de Anyi. Despidió energía sanadora para reparar los tejidos dañados. Los vasos y músculos volvieron a estar enteros. Lilia se llenó de esperanza, pero mientras la piel se unía con la piel, dejó de apretar la garganta de Anyi. «¿He sido lo bastante rápida? ¿Habrá perdido demasiada sangre?».
La joven yacía inmóvil, con los ojos fijos en las velas y el cielo. Tenía la cara pálida y los labios lívidos. «Pero vive. El corazón sigue latiendo. Aún respira. Está viva, pero…».
No muy lejos, se oyó un grito. Sobresaltada, Lilia se volvió para ver a Lorandra enderezándose, con Skellin a sus pies. Él también contemplaba el cielo. Lorandra se encaró con Lilia. Al reparar en la rabia que crispaba el rostro de la mujer, Lilia fortaleció instintivamente su escudo, pero no se produjo azote alguno.
En cambio, el aire empezó a ondularse frente a Lorandra. Lilia notó calor y le pareció entrever que la piel y la ropa de la mujer se ennegrecían. Aparecieron unas llamas que envolvieron la silueta de la renegada. Ésta profirió un alarido, se tambaleó hacia atrás y cayó por la borda.
Anonadada por la imagen que aún tenía grabada en la mente, Lilia fue incapaz de moverse por unos instantes. Entonces se dio cuenta de que la tripulación estaba gritando y que una lluvia de objetos se precipitaba sobre ella. Velas. Sogas. Una viga de madera rebotó en su escudo. Algo estaba destruyendo el aparejo del barco; seguramente lo mismo que había fulminado a Lorandra. Irguiéndose y estirando el cuello, Lilia miró en torno a sí y divisó otra embarcación que se acercaba, con una figura enfundada en una túnica morada al timón.
—¿Lilia?
Contuvo el aliento y bajó la vista hacia Anyi. La chica tenía los ojos abiertos. El corazón de Lilia dio un brinco de alegría y alivio.
—¡Estás viva! Estás viva. —Lilia se arrodilló junto a Anyi y la atrajo hacia sí—. ¿Cómo te encuentras?
—Fatal. Pero no tan mal como me imagino que se encuentra esa zorra…, si todavía vive.
—¿Has visto lo que ha pasado?
—Sí. Creía que estaba soñando. —Anyi aún tenía los labios matizados de azul. Arrugó el entrecejo—. ¿Skellin está muerto?
Lilia volvió la vista hacia el ladrón, que yacía a pocos pasos de distancia.
—Lo parece, pero es posible que solo esté agotado. De cualquier modo, no puede hacernos daño.
—Hazme el favor de comprobarlo.
Echó una ojeada alrededor y advirtió que los marinos las evitaban. De mala gana, Lilia se levantó y se acercó a Skellin. Tenía el rostro paralizado en una expresión de dolor y sorpresa. No respiraba. Al tocarlo, no percibió energía en su interior. «Está muerto y bien muerto. Pero no había terminado de vaciarlo cuando Lorandra hirió a Anyi en el cuello». Cuando recordó cómo había invocado magia para romper el escudo de Lorandra, comprendió de dónde la había sacado. Había vencido a Lorandra con la energía de Skellin.
Se asomó por encima de la borda. Había supuesto que vería el cadáver de Lorandra flotando cerca, pero no había rastro de él. Regresó junto a Anyi y se sentó.
—Sí. Está muerto. Al Gremio esto no le gustará.
Anyi emitió un resoplido.
—No por la craña —aclaró Lilia—. Querían averiguar quiénes eran sus aliados, sobre todo los que tenía en el Gremio.
—No te preocupes —la reprendió Anyi—. Mi padre descubrirá quiénes son.
A Lilia se le cortó la respiración. «No lo sabe…».
Los ojos de Anyi se desorbitaron.
—No… no estaba fingiendo, ¿verdad?
Mordiéndose el labio, Lilia negó con un gesto.
La aflicción se reflejó en el rostro de Anyi. Soltó una palabrota. Pero cuando Lilia se acercó para abrazarla, sacudió la cabeza y su expresión se endureció.
—Ya habrá tiempo para eso más tarde. Aún nos queda mucho por hacer, y no podemos dejar que… Mi padre luchó por que el asesinato de su familia lo hiciera más fuerte, no más débil. Yo también tengo que ser fuerte. —Anyi se incorporó apoyándose en los codos, pero palideció aún más y se tumbó de nuevo.
—Descansa —le indicó Lilia—. Has perdido mucha sangre y tu cuerpo necesita tiempo para fabricar más.
—¿Cuánto tiempo?
Lilia se encogió de hombros.
—No estoy segura. Unos días, tal vez. —Esbozó una sonrisa triste ante la mueca de impaciencia de Anyi. «Pero me temo que su corazón tardará mucho más en recuperarse que su cuerpo»—. Necesitas comida y agua. Rothen llegará en cualquier momento. —Estiró el cuello y vio que la otra nave se acercaba de costado al barco.
Anyi asintió. Al mirar alrededor, Lilia localizó las prendas raídas que llevaba cuando había subido a bordo.
—Debería vestirme.
—Sí. ¿Por qué te obligó Skellin a quedarte en ropa interior? —Anyi arqueó una ceja—. Aunque no es que me queje.
—Quería asegurarse de que no llevara un cuchillo.
—Parece extraño que un mago se preocupe por eso cuando lo habitual es que la gente que lleva cuchillos tema a los magos, pero supongo que la magia negra vuelve un poco las tornas.
—Ya no. —Lilia meneó la cabeza ante la cara de extrañeza de Anyi—. Ya te lo explicaré.
¿Osen? La batalla ha comenzado. Me llegan ruidos y destellos a una distancia de varias calles.
¿Alcanza a ver los combates?
No. ¿Qué hay de Dannyl?
Se ha puesto en contacto conmigo para comunicarme que han llegado a la casa de Achati, pero no he tenido noticias suyas desde entonces. La casa está en el paseo, así que solo podrán ser testigos de la batalla si los ashakis tienen que replegarse.
¿Quiere que intente acercarme más?
No. Quédese donde está. Déjese el anillo puesto. Dannyl debe de estar a punto de ponerse el suyo, y sospecho que cuando los dos lo lleven al mismo tiempo, la situación será un poco… abrumadora para mí, aunque al parecer el anillo de bloqueo de lectura mental de Naki me protege de sus pensamientos.
Sonea bajó la mirada hacia el otro anillo que llevaba en el dedo. Ella no le había dicho que se había escabullido de la casa en la que los Traidores les habían indicado que se quedaran. Si todo salía bien, no tendría que decírselo.
«A los Traidores solo les preocupa que interfiramos en la batalla. Creo que, mientras no lo haga, me perdonarán por querer saber cómo se encuentra mi hijo».
El problema residía en que no estaba en mejor posición que antes para ver a Lorkin. Tendría que esperar a que Dannyl le mostrara lo que ocurría. Y él no podría, a menos que los ashakis recularan. Y si no reculaban, sería señal de que estaban ganando.
No por primera vez aquella mañana, notó que la ansiedad se apoderaba de ella en una oleada asfixiante. Respiró hondo, la apartó de su mente y sopesó sus opciones. ¿Podría acercarse un poco más sin poner en peligro a Regin o las relaciones futuras entre las Tierras Aliadas y Sachaka?
Desde la azotea de la casa de Achati, Dannyl dominaba la ciudad que se extendía alrededor, aunque casi todo lo que veía eran tejados. Aun así, no le costó descubrir dónde se libraba la batalla. El fragor y el restallido de los azotes que impactaban contra los escudos o la piedra resonaban por toda Arvice. Nubes de humo se elevaban de un edificio situado a al menos mil pasos, iluminadas en su parte inferior por los destellos de magia continuos.
—¿Crees que los Traidores tratarán bien a los esclavos de Achati si ganan? —preguntó Merria—. ¿O los matarán por haberse mantenido leales a él?
—Me temo que esto es lo más probable —respondió Tayend.
—¿Podríamos protegerlos?
—Tendrás que preguntárselo al Gremio. Dannyl…
—Pronto —contestó Dannyl sin despegar los ojos de las señales lejanas de batalla—. Osen debe de estar reunido con el rey Merin y los magos superiores. No quiero distraerlo otra vez mientras no tenga noticias que comunicarle.
Sin embargo, esta no era la única razón por la que Dannyl estaba dudoso. En cuanto se pusiera el anillo de sangre de Osen, tendría que arrinconar todo pensamiento sobre Achati, y no estaba seguro de cuánto tiempo podría aguantar así. «Sobre todo mientras Merria y Tayend hablan como si estuvieran convencidos de que los Traidores vencerán».
—Se están acercando —señaló Merria.
«No —pensó Dannyl, fijándose en la humareda—. No está más cerca. Achati está a salvo. —Pero ¿lo estaba Lorkin? Sintió una punzada de ansiedad, seguida de amargura—. Como dijo Tayend, acabe como acabe esto, alguien saldrá perjudicado».
—Creo que tienes razón —respondió Tayend—. Los fogonazos se reflejaban en la parte de abajo de la columna de humo, y ahora se reflejan por este lado.
A Dannyl le cayó el alma a los pies cuando vio que Tayend estaba en lo cierto. «Tal vez los ashakis hagan acopio de fuerzas y recuperen terreno. Tal vez los Traidores agoten su magia».
Sus acompañantes guardaron silencio durante largo rato, pues no sucedía nada que indicara un cambio en la contienda. De pronto, un edificio situado a medio camino entre el paseo y la distante nube de humo se derrumbó hasta desaparecer. El estampido y el estruendo llegaron unos instantes después, y se levantó una gran polvareda. Merria soltó un grito ahogado. Tayend masculló una maldición.
—Tal vez este no sea el lugar más seguro para nosotros —dijo Tayend en un tono agudo y débil— si llegan hasta aquí.
—No nos pasará nada —aseguró Merria con una voz trémula que la desmentía—. Podemos alejarnos levitando.
—Entonces será mejor que no me aparte de ti.
—Todos debemos permanecer juntos —convino Merria.
Cuando los dos se colocaron a los lados de Dannyl, este los miró, divertido al ver que su instinto de supervivencia los atraía hacia él. Esto tenía sentido en el caso de Tayend. Aunque Merria era maga, Dannyl y Tayend habían estado muy unidos durante mucho tiempo. Pero ella habría debido confiar en su propia capacidad para protegerse.
Dannyl dirigió la vista hacia el lugar donde antes se alzaba el edificio que se había venido abajo. «A diferencia de mí, lo último que quiere Merria es verse envuelta en los combates. Yo, en cambio…, desearía tener una excusa para ayudar a Achati, aunque solo sea para asegurarme de que sobreviva si los ashakis pierden…».
—¡Están aquí! —exclamó Merria.
A Dannyl se le encogió el corazón al ver a varias personas que salían corriendo de una calle lateral cercana. Todos eran hombres con atuendo de ashaki, algunos de ellos recubiertos de polvo. Se detuvieron cuando llegaron al paseo y formaron una fila de dos y luego de tres en fondo que ocupaba el ancho de la entrada de la calle conforme otros ashakis se unían a ellos. Dannyl calculó que eran unos cien.
—¿Ése no es el rey Amakira? —preguntó Tayend.
Dannyl entornó los ojos. Un hombre mayor estaba en el centro de la fila, pero como había muchos otros ashakis de cabello cano, resultaba imposible identificar al rey. Llegaron otros, procedentes de calles situadas a ambos lados. Tal vez habían intentado dar un rodeo y atacar a los Traidores por detrás. No obstante, fuera lo que fuese lo que habían hecho, no habían debilitado lo suficiente al enemigo. Un extremo de la primera línea de Traidores apareció. Sus azotes hacían retroceder a los ashakis. Los hombres situados en un lado de la fila se tambalearon hacia atrás y cayeron al suelo. Ya no se levantaron.
Los ashakis de la fila lanzaron descargas a la vez, y los Traidores contraatacaron. De inmediato se abrieron brechas en el muro defensivo de los ashakis. La fila iba mermando a medida que los hombres ocupaban los huecos que dejaban los caídos. Se oyó una orden a lo lejos, y los defensores empezaron a desbandarse, sin lanzar azotes, concentrando todos sus esfuerzos en escudarse.
«Están perdiendo. Han perdido. A menos que tengan una operación preparada en el palacio…».
—Dannyl —dijo Merria.
—¿Qué? —preguntó él, y acto seguido se sintió culpable por la aspereza de su tono.
—¿El anillo de Osen?
Dannyl soltó una palabrota y luego pidió disculpas mientras rebuscaba el anillo de sangre en su túnica. Respiró hondo y se lo puso en el dedo.
¿Dannyl?
Sí, Osen. Ahora tenemos el conflicto a la vista. Los ashakis han formado una fila en la entrada del paseo, pero se han batido en retirada.
Sonea, ¿ve algo?
Sí, llegó la respuesta de Sonea. Aunque su voz mental le llegaba con claridad, Dannyl no percibía su presencia o sus pensamientos. Abajo, los ashakis que huían se hallaban a cincuenta pasos de la casa de Achati y seguían acercándose. Pronto Dannyl podría ver algo más que la parte posterior de sus cabezas y sabría si Achati se encontraba entre ellos. Un azote arrojó a dos de ellos contra los hombres que tenían detrás. Dannyl vislumbró por un momento sus rostros desfigurados y sanguinolentos.
Los ashakis están perdiendo, observó Osen.
Es posible que tengan más tropas esperando en el palacio, replicó Dannyl.
¿Ves a Lorkin?, preguntó Sonea.
Haciendo un esfuerzo, Dannyl apartó la mirada de los ashakis y la desplazó hacia los Traidores. Se quedó sin aliento. Cientos de ellos enfilaban el paseo. Avanzaban en columnas ordenadas que contrastaban significativamente con la multitud de ashakis en desbandada. Él advirtió que varios de los Traidores que marchaban en cabeza se hacían a un lado para ceder su lugar a quienes venían detrás.
Había supuesto que le sería fácil distinguir a Lorkin por ser un hombre entre muchas mujeres, pero al parecer había el mismo número de magos Traidores de un sexo que del otro, y todos iban vestidos iguales. Tanto hombres como mujeres se llevaban la mano a los bolsillos de su chaleco, extraían un objeto y lo sujetaban ante sí con el brazo extendido. Dannyl entrevió un destello, y después otro, y comprendió qué estaban haciendo.
«Piedras. Están utilizando piedras».
En ese momento sus ojos se posaron en un rostro conocido, y el alivio se apoderó de él. Lorkin estaba en el medio de la primera línea de Traidores, a un lado y detrás de una mujer mayor y más baja. «¿Tyvara? No. Ninguna de las esclavas personales que había en la Casa del Gremio tenían la edad de aquella mujer». Entonces, ¿quién era?
La reina, envió Sonea.
Dannyl miró de nuevo a la mujer madura y se fijó en la posición central que ocupaba y en la determinación en su semblante. «La reina Savara —pensó—. A menos que los ashakis se saquen de la manga una maniobra de último momento que les dé la victoria, es la mujer ante quien pronto tendré que arrodillarme y con quien tendré que negociar. Los ashakis…». Estaban llegando frente a la casa de Achati. Su número se había reducido notablemente. Dannyl se armó de valor, bajó la vista y buscó una cara familiar. Un rostro se volvió hacia arriba, y todo el miedo y el afecto que él se había propuesto ocultar a Osen y a Sonea afloraron y lo dejaron paralizado. Achati sonrió, como si hubiera sabido desde un principio que su amante lo observaba desde lo alto de su mansión, antes de devolver su atención a los Traidores.
Dannyl no podía moverse. El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho mientras los ashakis continuaban reculando hacia el palacio. «No puede morir. —El rey Amakira estaba flanqueado por Achati y otro de sus consejeros. Cayeron más ashakis—. No morirá —se dijo—. Si consigue llegar al palacio, estará a salvo».
—Oh —dijo Merria—. Mirad.
Dannyl apartó la vista de los ashakis y vio que ella estaba señalando el majestuoso edificio palaciego. Un torrente de personas manaba de sus puertas. Al principio lo invadió una sensación de esperanza y triunfo, pues creía que se trataba de refuerzos ashakis, pero entonces Tayend emitió un silbido suave como solía hacer cuando se sentía impresionado, y al mismo tiempo Dannyl se percató de que no estaba contemplando las vestimentas centelleantes de unos ashakis.
—Los Traidores ya lo han tomado. —Tayend suspiró—. Y los ashakis ni siquiera se han dado cuenta.
Dannyl bajó la mirada de nuevo y, con el estómago revuelto, esperó a que los ashakis dieran señales de haberse enterado de lo que ocurría. «Cuando lo hagan, se rendirán. No tendrán otra opción». Los ashakis empezaban a aglomerarse en torno al rey. No quedaban más de veinte. Algunos volvían la vista hacia el palacio. Quienes iban detrás se detuvieron y dieron voces de advertencia. Dannyl vio que el rey empezaba a girarse y luego se detenía. Los labios de Amakira se movieron, y Achati asintió. El monarca y el otro consejero continuaron su retirada, pero Achati quedó atrás. Los Traidores redoblaron la intensidad de sus azotes, quizá por haber perdido de vista al líder enemigo.
Achati se tambaleó.
Acto seguido, ejecutó un salto imposible hacia atrás, contorsionándose en el aire, y golpeó el suelo con violencia.
El corazón de Dannyl dejó de latir. Contempló con incredulidad la figura torcida y exánime de su amigo.
«Pero… ¿por qué? ¿Por qué no se ha retirado con el rey? ¿Por qué se ha sacrificado, si no era necesario? Amakira debería haber tomado conciencia de que habían perdido. Debería haberse rendido. Yo debería haber intervenido. De haber sabido que sucedería esto, lo habría hecho…».
Unas manos le aferraban los brazos. Cuando bajó la mirada, reparó en que Merria y Tayend lo sujetaban. Clavó la vista en ellos, sorprendido. Entonces cayó en la cuenta de que estaba muy cerca del borde del tejado.
—Lo siento —dijo Tayend. Al mirar a Tayend, vio comprensión y compasión en sus ojos. Merria había dicho algo al mismo tiempo, y Dannyl tardó unos instantes en asimilar sus palabras.
—¿Que no haga qué? —preguntó.
Ella lo miró con fijeza.
—Intentar salvarlos.
Dannyl se apartó del borde y agitó los brazos para soltarse.
—Por un momento he pensado que estabais preocupados por mí —dijo con amargura. Se estremeció al percibir la hosquedad de su voz. Entonces la ira creció en su interior, junto con algo más. Algo que amenazaba con adueñarse de él. De pronto, sintió la necesidad de alejarse de ellos, de la escena de abajo. Dio unos pasos hacia la trampilla por la que habían salido a la azotea.
—Espera. —Merria se acercó a él a toda prisa y lo asió de la mano. Él se zafó y notó que algo se le caía del dedo. «El anillo de Osen». Se había olvidado de él. «Todo lo que he visto y sentido, lo ha visto y sentido él…». Pero le daba igual. Achati había muerto. «Muerto. Y yo estaba allí, mirando sin hacer nada».
Tayend se dirigió hacia él y le posó la mano en el hombro. Era un gesto inoportuno para Dannyl, pero reconfortante a la vez.
—Vayamos dentro a esperar —sugirió—. Merria puede encargarse de la comunicación con Osen.
El rencor se esfumó. Tayend lo comprendía. Siguiendo a su amigo, Dannyl bajó a la casa de Achati, recorrió varios pasillos y llegó a la sala maestra. Se detuvieron allí, pasearon la vista por la estancia y luego se miraron. Tayend tenía los ojos brillantes por las lágrimas. Se acercó y rodeó a Dannyl con los brazos.
—Creía que no le tenías mucho cariño —susurró este.
—Sí que le tenía cariño. Pero no tanto como tú.
«No, no tanto como yo. —Dannyl agachó la cabeza y dio rienda suelta al llanto. Cuando los sollozos remitieron, le sorprendió descubrir que podía sentir afecto y gratitud a la vez que aflicción y horror—. Tengo mucha suerte de que Tayend esté aquí conmigo. Siempre me ha comprendido mejor que nadie. Aunque nunca volvamos a ser más que amigos, espero que siempre nos tengamos el uno al otro».
Con Tayend a su lado, no lloraría la pérdida de Achati solo. Con Tayend a su lado, podría mirar a la cara a las personas que lo habían matado. En Tayend tendría a una persona que también recordaría las grandes cualidades de Achati.
«Y ahora que he visto lo despiadados que pueden ser los Traidores, debo hacer lo posible por asegurarme de que no decidan que las Tierras Aliadas también deben ser liberadas».
Sin despegar los ojos de los ashakis, Lorkin exploró los bolsillos de su chaleco por si había dejado de utilizar alguna piedra, pero no encontró ninguna. Había agotado la energía de los anillos rojos y azules, por lo que había echado mano de sus propias reservas. No quería gastar la piedra de almacenaje mientras no fuera imprescindible.
Suponía que no llegaría a serlo. Los Traidores que habían salido del palacio estaban uniéndose al ejército principal en torno a los ashakis supervivientes. Solo quedaba cerca de una docena de ellos, que rodeaban y protegían al rey.
Lorkin no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido desde el comienzo de la batalla. ¿Unas horas, tal vez? Por el ángulo y la longitud de su sombra, dedujo que ya había pasado el mediodía, pero el humo de las casas en llamas teñía la luz del sol de un engañoso tono dorado que hacía que el día pareciera más avanzado de lo que era.
La batalla había sido curiosamente poco complicada, y se habían producido pocas bajas entre los Traidores. Unos veinte habían perdido la vida como consecuencia de un ataque lanzado a un lado. Aunque los Traidores del flanco derecho se habían defendido con éxito, a los del izquierdo los había pillado desprevenidos una explosión en un edificio próximo, desde el que numerosos ashakis los habían acometido.
Pero el enemigo no había dejado de recular en ningún momento. La batalla se había convertido en un avance constante de los Traidores hacia el centro de la ciudad. Los ashakis habían empezado a caer mucho antes de llegar allí, y para cuando los Traidores los hicieron retroceder hasta el paseo, su número se había visto reducido a un tercio.
Ninguna de las batallas mágicas sobre las que había leído se asemejaba a aquella. «Todo lo que se daba por sentado respecto a los combates mágicos ha cambiado. Las gemas los han convertido en algo totalmente distinto. El Gremio sabe que necesita piedras mágicas para defenderse, pero no tiene idea de hasta qué punto. Si no se adapta, se quedará atrás».
A pesar de todo, la batalla no había terminado. Él tenía muy presente que no era el único Traidor que había agotado sus piedras. Su método de lucha garantizaba que, salvo en caso de ataque sorpresa, todos estuvieran protegidos hasta que el ejército entero consumiera toda su magia. Savara era la única que sabía de cuánta fuerza disponían en total, pues se comunicaba con las portavoces, que a su vez recibían informes de los Traidores justo antes de que estos abandonaran la primera línea. «Podríamos estar gastando las últimas piedras, o tener energía de sobra —pensó Lorkin—. Savara no ha dado muestras de preocupación, pero se le da muy bien parecer tranquila y segura».
La miró de nuevo. Estaba estudiando la escena con los ojos entornados. Enderezó la espalda y levantó la mano con la palma hacia el frente: la señal de alto el fuego.
De inmediato, los Traidores dejaron de lanzar azotes contra los ashakis. El zumbido que producía la energía al surcar el aire cesó, al igual que los pasos. Las voces se acallaron. Los pocos ruidos que se oyeron después sonaban apagados, como si algo los amortiguara.
Un círculo de Traidores rodeaba a los ashakis vivos, que los contemplaban con actitud desafiante. Lorkin desplazó la vista de ellos a Savara.
«¿Qué hará? Hasta ahora, teníamos instrucciones de matar a todos los ashakis. No veo que estos hagan el menor ademán de rendirse. Los pocos que sabemos que simpatizaban con los esclavos y no querían enfrentarse a los Traidores han salido del país».
La orden de acabar con todos los ashakis tenía por objeto garantizar su derrota. Ahora que estaban derrotados, ¿se respetaría su vida si se rendían? Lorkin pensó en las piedras que mantenían el páramo sin vida. Los Traidores podían ser crueles…
Savara dio un paso al frente, y luego otro. Lorkin advirtió que Tyvara se ponía tensa. Él dio la vuelta entre sus dedos al anillo con la piedra de almacenaje de manera que pudiera absorber su energía en caso necesario. Savara se detuvo.
—Rey Amakira —dijo.
Los ashakis permanecieron inmóviles. Lorkin intentó avistar al rey entre ellos. El silencio se prolongó.
—Os hemos vencido —prosiguió Savara—. Acércate, ¿o eres demasiado cobarde para dar la cara?
Esto suscitó un murmullo entre los ashakis, y Lorkin vio que se movían.
—¿Esperas que me rinda?
Lorkin se estremeció al oír la voz. Le vinieron a la memoria imágenes del anciano sentado en su trono, del calabozo del palacio, de la joven esclava… Parpadeó para ahuyentarlas y se concentró en lo que sucedía ante él. Los ashakis se apartaron para dejar paso al rey.
—No nos doblegamos ante Traidores —aseveró.
Mientras hablaba, acercó la mano a su cinturón y cerró los dedos en torno a la empuñadura de un cuchillo. Las gemas relampaguearon al sol cuando lo desenfundó. Extendió el brazo hacia Savara, apuntándola con el arma. Soltó el cuchillo, que quedó flotando en el aire. El rey bajó el brazo a su costado.
Luego, con un movimiento casi demasiado rápido para seguirlo con la mirada, el puñal giró ciento ochenta grados, salió despedido hacia atrás y se clavó en el pecho de Amakira.
Lorkin inspiró con brusquedad y oyó gritos ahogados en torno a sí. «Vaya, eso no me lo esperaba —pensó mientras el rey caía y los ashakis que tenía detrás lo sujetaban y lo tendían en el suelo—. ¿Se ha suicidado, o ha pedido a uno de los ashakis que…?».
Los otros ashakis se apartaron a toda prisa, y una luz brillante envolvió el cuerpo del monarca. Un estallido fuerte, seguido de un rugido como el de un incendio avivado por una ráfaga de viento, resonó entre los edificios. «La energía que el rey aún contenía en su interior se ha liberado cuando él ha dejado de controlarla». Un escalofrío recorrió a Lorkin.
La luz se desvaneció y no quedaron más que unas cenizas.
De repente, el aire empezó a vibrar frente a Savara. Lorkin se percató de que los ashakis restantes tenían los ojos fijos en ella. Al darse cuenta de que los hombres estaban lanzando descargas contra su reina, los Traidores atacaron. Lorkin crispó el rostro al oír los golpes sordos y los chasquidos de huesos, y los últimos ashakis cayeron ante la andanada. «No se han tomado la molestia de escudarse. Han utilizado la energía que les quedaba en un intento vano de matar a la reina Traidora y para asegurarse de morir».
La ofensiva de los Traidores finalizó tan rápidamente como había empezado, y se impuso un silencio distinto, cargado de alivio y también de espanto. Savara elevó y bajó los hombros e inclinó la cabeza. No alzó la vista ni habló, y conforme el momento se alargaba, los Traidores empezaron a intercambiar miradas con el ceño fruncido. Cuando Tyvara se acercó a ella, con los ojos llenos de preocupación, Lorkin la siguió, aunque a unos pasos de distancia, listo para ayudar pero dejándoles cierta intimidad a las dos.
Savara miró a la joven y sacudió la cabeza.
—Ashakis y Traidores. Somos tan diferentes…, y sin embargo somos iguales en nuestra determinación y en la certeza de que tenemos la razón.
—Ya no somos iguales —repuso Tyvara—. Los ashakis ya no existen.
—Los Traidores ya no existen tampoco. Pronto habremos destruido aquello contra lo que nos rebelamos. A partir de ahora, debemos llamarnos sachakanos. —Savara se volvió hacia Lorkin—. ¿Qué opinas? ¿Éramos iguales?
Lorkin sacudió la cabeza.
—No. Sí, tenéis determinación, pero eso no es malo en sí mismo. Solo una determinación más grande por acabar con su poder podía vencer su determinación de aferrarse a él.
Savara enarcó las cejas.
—Interesante observación, viniendo de un kyraliano y ex mago del Gremio.
Él se encogió de hombros y consiguió sonreír.
—Pero no me digáis que habéis triunfado en aquello en que el Gremio fracasó hasta que llevéis unas décadas gobernando…, y sin mano de hierro, como los ashakis.
Ella curvó los labios en una leve sonrisa, se enderezó y recorrió el círculo de Traidores con la mirada.
—La batalla ha terminado —declaró—. Ahora comienza el trabajo duro. Ya sabéis lo que debéis hacer.
Lorkin vio expresiones irónicas y de cansada resignación cuando la multitud de Traidores se disolvió. Las portavoces echaron a andar, y Savara se dirigió hacia ellas. Los demás se dividieron en equipos. Al escuchar la conversación de un grupo cercano, Lorkin oyó que la líder preguntaba cuántas piedras les habían sobrado. Mientras contaban, ella pidió un voluntario para llevar a los ex esclavos el mensaje de que podían regresar a la ciudad sin peligro.
Notó que alguien le pinchaba las costillas y, al volverse, vio que Tyvara dedicaba a Savara un gesto de asentimiento. La reina y las portavoces estaban alejándose. Lorkin acomodó su paso al de Tyvara, que las seguía. «Savara necesitará protección durante un tiempo más —comprendió. Luego sacudió la cabeza—. De algún modo he acabado convirtiéndome en guardaespaldas. Jamás lo habría imaginado».
—Hay muchos, muchos esclavos muertos en el palacio —decía la portavoz Shaiya—, soy incapaz de calcular cuánto tardaremos en retirar los cadáveres. Aunque despejemos el lugar esta noche, no sabremos si es seguro hasta que registremos todas las habitaciones.
—¿Y los sirvientes libres? —inquirió Savara.
Shaiya sacudió la cabeza.
—La mayoría ha opuesto resistencia. Los demás han huido.
—Les inculcaron la lealtad desde pequeños —dijo Savara—. Y, a diferencia de los esclavos, ellos tenían algo que perder. Jamás habríamos podido ganarnos su apoyo. —Suspiró—. Necesitamos una base segura donde organizarlo todo. Un sitio céntrico. ¿Qué te parece una de estas casas?
Shaiya miró alrededor.
—Enviaré unos equipos a investigar.