Capítulo 27

Ir vestida toda de negro había sido una ventaja para Sonea cuando se había escabullido de la mansión a primera hora de la mañana, pero ahora que el sol había salido, resultaba demasiado visible contra las pálidas paredes de la capital sachakana.

«Al menos estoy más cerca del centro de la ciudad».

Al alba, había encontrado otra mansión con torreta en la que esconderse. La puerta lateral por la que había entrado sigilosamente no estaba cerrada con llave, pero ella había descubierto que el edificio no se hallaba del todo vacío al oír voces procedentes del interior. Cuando había intentado marcharse, había echado un vistazo rápido a la calle y había advertido que un grupo de hombres la recorría a toda prisa, así que se había adentrado de nuevo en la casa haciendo el menor ruido posible. Había encontrado las escaleras y había ascendido a la torre, pensando que si oía subir a alguien, escaparía por una de las ventanas y se iría corriendo por el tejado.

Habían transcurrido horas, y de abajo solo le habían llegado sonidos lejanos y apagados. Las ventanas de la torre estaban abiertas, tal vez para dejar entrar la fresca brisa matinal. En la calle se oían pasos y otras voces, pero, por lo demás, reinaba el silencio en la ciudad.

Las ventanas daban al lado más alejado de la calle y a un mar de tejados. «Sería tentador salir allí y saltar de un tejado a otro, como hacíamos Cery y yo en la época en que éramos niños de las barriadas…».

—La vista no es mejor aquí —aseveró una voz a su espalda.

Ella dio un respingo y se volvió. Regin estaba casi en lo alto de la escalera, con los brazos cruzados. La vergüenza por haber sido encontrada, y luego el alivio egoísta por tenerlo cerca, cedieron el paso a la inquietud y la irritación.

—¡Regin! —musitó—. ¿Qué haces aquí?

Él se encogió de hombros y descruzó los brazos.

—Te he seguido, claro está, aunque me he pasado las últimas horas atrapado abajo, escondiéndome de la gente que había allí. Acaban de marcharse, por cierto.

—Me prometiste que no me acompañarías. Teníamos un trato.

—Mentí. —Volvió a encogerse de hombros y continuó subiendo la escalera—. Sabía que no absorberías mi energía si yo no accedía a quedarme. Además, tú también mentiste. Les dijiste a los Traidores que no te moverías de allí.

—Eso es distinto. Debería poder confiar en que otro mago del Gremio cumpla su palabra. Y ellos se fueron sin avisarnos.

—Creo que al Gremio le parecería peor el riesgo que corres de convertir a los Traidores en enemigos que el hecho de que yo te haya desobedecido. Solo intento protegerte.

Ella puso los brazos en jarras.

—No puedes. Si nos atacan, soy yo quien tendrá que protegerte a ti. No eres más que una persona más por la que debo preocuparme. Podrías conseguir que nos maten a ambos.

Regin sonrió, impávido ante su cruda sinceridad, y Sonea no pudo evitar preguntarse si se sentía atraída por él porque no se mostraba intimidado por ella.

—Proteger a una persona no requiere mucha más energía que proteger a dos. —Dirigió la mirada a la ventana, y ella lo imitó de forma automática—. ¿Ha llegado Dannyl a su puesto de observación?

Sonea hurgó en su túnica buscando el anillo de Osen.

—No lo sé.

—¿Todavía no te has comunicado con Osen?

—Lo he hecho hace un rato. No había novedades. No he querido dejarme el anillo puesto por si alguien subía por la escalera y yo estaba demasiado distraída para darme cuenta.

—No te preocupes por eso ahora. Yo puedo montar guardia. —Soltó una risita—. ¿Lo ves? Sí que me necesitas.

Mordiéndose la lengua para no replicar, ella notó que sus dedos se cerraban sobre el anillo. Lo sacó, se lo puso en el dedo y comenzó a buscar las mentes de Osen y Dannyl.

Dannyl se asomó a la esquina del edificio, inspeccionó la calle y comprobó aliviado que estaba desierta. Tras hacer una señal a Tayend y Merria, salió y echó a andar rápidamente. El sonido de los pasos y de la respiración de los otros dos le indicó que lo seguían de cerca.

Por el momento, las únicas personas que habían visto circular por la ciudad eran esclavos y un cochero que iba demasiado bien vestido para ser esclavo. Todos parecían tener prisa y avanzaban en dirección contraria al centro de la ciudad, mientras que Dannyl y sus compañeros se dirigían hacia él.

Por desgracia, el mayor atractivo del hogar de Achati era también lo que lo hacía peligroso: su proximidad al ancho paseo que llevaba a palacio. Acercarse lo suficiente para presenciar la batalla implicaba acercarse también a las personas de quienes le habían advertido que se mantuviera alejado.

«Pero en principio todo irá bien cuando lleguemos allí, una vez que estemos dentro y a salvo de las miradas».

Siempre había sido consciente de la ubicación privilegiada de la casa de Achati, pero nunca había estado en una de las habitaciones que daban al paseo. La sala maestra y los aposentos privados ocupaban normalmente una situación central y carecían de ventanas. Los sachakanos preferían la intimidad y el aislamiento contra el calor del sol veraniego a las vistas bonitas.

Dannyl enfiló una vía más amplia que desembocaba en el paseo. La casa de Achati se hallaba en la esquina. Tras comprobar que la calle estuviera despejada, dobló la esquina, con los otros dos a la zaga. Pegado a la pared, intentó caminar de forma rápida y silenciosa. Aun así, el taconeo de sus botas y las de Merria resonaba en la calle.

Se percató de que los zapatos de Tayend no emitían más que un golpeteo suave. En cambio, los botones y broches de su elaborado atuendo de cortesano repiqueteaban y tintineaban mientras caminaba. Aunque estos ruidos habrían pasado inadvertidos en circunstancias normales, en aquel silencio escalofriante sonaban como… Dannyl frunció el ceño, intentando pensar en algo que hiciera un estrépito comparable. «Como si alguien agitara un cajón lleno de cubiertos».

Se quedó paralizado cuando se abrió una puerta al otro lado de la calle. Oyó que Merria se paraba en seco y vio con el rabillo del ojo que Tayend miraba en torno a sí buscando un sitio donde esconderse, pero era demasiado tarde. Un hombre salió, alzó la vista y, cuando reparó en ellos, se detuvo.

—¿Corremos? —preguntó Merria por lo bajo.

Dannyl sacudió la cabeza. Si arrancaban a correr, darían una impresión de culpabilidad. Al mostrarse atemorizados, pondrían de manifiesto que tenían razones para estarlo. Repasó en su mente lo que había aprendido tiempo atrás en las clases de habilidades de guerrero. «No puedes calibrar la fuerza de otro mago, ni él la tuya. Una actitud segura dará a tu adversario motivos para dudar que es más fuerte, aunque todo parezca indicar que lo es». Enderezó la espalda, siguiendo el ejemplo del otro hombre, y echó a andar hacia él.

Dannyl calculó que este rondaba los sesenta años. Tenía el cabello entreverado de gris, y la típica anchura de hombros de los sachakanos estaba suavizada en su caso por la grasa.

—¿Son ustedes los embajadores de la Casa del Gremio? —inquirió el hombre en un tono enérgico. Dannyl se percató de que estaba tenso. «Tiene prisa. Tal vez pueda aprovecharme de ello».

—Así es —respondió de manera pausada y formal—. Soy el embajador Dannyl, de Kyralia. —Hizo un gesto en dirección a Tayend—. Él es el embajador Tayend, de Elyne. Y ella… —Se volvió hacia Merria.

—¿Por qué no están en la Casa del Gremio? —lo interrumpió el hombre—. ¿Es que no saben lo que está a punto de ocurrir? Puede que estén dirigiéndose hacia donde se va a librar una batalla mágica.

—Estoy al corriente de la situación —afirmó Dannyl—. Le aseguro que no tenemos intención de interferir en…

—Entonces, ¿qué hacen aquí?

—Nos han ofrecido una alternativa más segura que la Casa del Gremio. —En esto no mentía. Achati le había informado de que un barco los esperaba.

El hombre arrugó el entrecejo.

—¿Aquí? Estamos cerca del palacio. ¿Cómo puede ser un lugar más seguro?

Dannyl se encogió de hombros.

—Es poco probable que los Traidores lleguen hasta aquí.

Esto produjo el efecto deseado. El hombre alzó la barbilla.

—Sí. Por supuesto. De acuerdo, entonces. El palacio no está lejos, y yo voy hacia allí, así que los escoltaré.

«Oh, no». El último sitio donde Dannyl quería estar era entre los ashakis, sobre todo si empezaban a perder y estaban desesperados por conseguir más energía. Agachó la cabeza en señal de disculpa.

—Me temo que no vamos a palacio. Los soberanos de nuestros respectivos países desean evitar a toda costa dar lugar a sospechas de una injerencia por parte del Gremio. —A continuación, consciente de que el hombre no les dejaría marchar sin saber adónde iban, especialmente después de que él mencionara la posibilidad de una injerencia, añadió—: Nos dirigimos a la residencia del ashaki Achati.

El hombre arqueó las cejas y asintió.

—Les acompañaré hasta la puerta.

Se puso en marcha con zancadas largas y veloces. Dannyl lo siguió, atento a los pasos de Merria y el repiqueteo de los botones de Tayend para asegurarse de que no se rezagaran. Aunque la tentación de volver la cabeza para mirar a Merria a los ojos era grande, la resistió. Adoptar una actitud segura implicaba también comportarse como si estuviera al mando.

Al echar una ojeada por encima del hombro del ashaki, vio movimiento más adelante. Se había formado una multitud lo bastante grande para obstruir el paso por la ancha calle, y seguramente llenaba el paseo que se hallaba al otro lado. Hombres con pantalones y chaquetas cortas observaban algo que ocurría en el paseo que Dannyl no alcanzaba a ver. Sus piedras preciosas relucían al sol. «Son ashakis. Muchos, muchos ashakis. En cualquier momento, uno de ellos alzará la mirada, nos verá y llamará la atención de los demás hacia nosotros. ¿Qué pasará entonces?». No pudo evitar imaginar que una horda de ashakis se abalanzaba hacia él, ávida por arrebatar su energía a los tres extranjeros.

Pero esto no sucedió. Cuando su escolta autoproclamado se acercaba a la puerta de la casa de Achati, la muchedumbre empezó a moverse. El ejército ashaki se ponía en marcha. Dannyl esperó que esto incitara al escolta a dejarlos, pero el hombre subió los escalones de la puerta con cara de pocos amigos y la golpeó con los nudillos.

Siguió un largo silencio. El ashaki llamó de nuevo. Conforme se alargaba la espera, Dannyl notó que se le aceleraba el corazón. Achati debía de estar con el rey. Los esclavos seguramente se habían ido. ¿Qué haría el escolta cuando quedara claro que nadie iba a abrir? El hombre golpeó por tercera vez, aguardó, suspiró y se encaró con Dannyl.

En el momento en que abrió la boca para hablar, la puerta se abrió hacia dentro y un esclavo asomó la cabeza.

—Embajador Dannyl.

Tayend soltó el aire que retenía y Merria suspiró. El ashaki volvió los ojos hacia el esclavo, luego hacia Dannyl, y después hacia el paseo. Al seguir la dirección de su mirada, Dannyl vio a los últimos ashakis avanzar con aire decidido hasta desaparecer detrás del edificio de enfrente.

—Gracias, ashaki…

El hombre no reveló su nombre. Retrocedió un paso.

—No salgan a la calle —les advirtió antes de dar media vuelta y echar a correr.

Dannyl miró a Tayend y a Merria. Lo contemplaban con los ojos desorbitados.

—Entremos.

El esclavo no protestó cuando cruzaron el umbral. Una vez dentro de la sala maestra, se arrojó al suelo. Dannyl oyó algo y vio a otro esclavo postrado cerca de un pasillo. Desplazó la vista de uno a otro con expresión ceñuda. ¿Qué hacían allí esos dos?

—Levantaos —ordenó. Ambos obedecieron—. ¿Cómo os llamáis?

—Lak.

—Vata.

—¿Por qué no os habéis marchado con los demás esclavos de la ciudad?

Lak lanzó una mirada fugaz a Vata.

—Puede que él nos necesite —contestó.

Con «él» debía de referirse a Achati. Dannyl, a su pesar, sintió admiración por su lealtad.

—¿Desde dónde se tienen las mejores vistas del paseo? —preguntó Tayend.

Vata alzó los ojos.

—Desde el tejado.

Tayend enarcó las cejas y miró a Dannyl.

—¿Y bien?

Dannyl asintió.

—Llevadnos allí.

La calle estaba repleta de Traidores que se arremolinaban ante la verja de la mansión. Lorkin y Tyvara habían salido por una puerta para esclavos a una calle lateral y se habían dirigido a toda prisa a la parte delantera del edificio, donde los Traidores se estaban congregando. Al echar un vistazo alrededor, Lorkin se fijó en que la mitad de los combatientes eran mujeres, y la otra mitad, hombres. Magas y fuentes. Todos llevaban chalecos como el suyo. «La mayoría de los hombres no podrá utilizar otra energía que la de las piedras —advirtió—. Los no-magos tomarán parte en una batalla. Debe de ser la primera vez».

Justo antes de que la multitud creciera hasta llenar el espacio entre las casas, Lorkin avistó la calle que conducía al centro de la ciudad. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero desde lejos daba la impresión de que la calle estaba bloqueada por una sombra. Una sombra que parecía moverse.

Unos gritos pidiendo silencio acallaron a la muchedumbre, y Lorkin oyó una voz conocida procedente del centro de la aglomeración.

—… protegernos a todos. Debemos permanecer juntos. Nuestra fuerza está en la unidad y en nuestra determinación. Estamos unidos. Los ashakis no. Nos hemos preparado durante siglos. Los ashakis no. Contamos con el apoyo de los esclavos. Los ashakis no. Y nosotros tenemos piedras.

Lorkin, que era más alto que la mayoría de los Traidores, dirigió la vista por encima de sus cabezas hacia el origen de la voz y vio a Savara, de pie en un lugar elevado sobre el gentío, a la vista de todos.

—¿Alcanzas a verla? Tenemos que llegar hasta ella —le susurró Tyvara al oído.

—Está junto a la verja.

Ella lo tomó de la mano y, tirando de él, rodeó a la multitud hacia el muro que cercaba la mansión. La voz de Savara se oía más fuerte a medida que se acercaban, rebosante de confianza y pasión.

—No tengáis reparo en usar las piedras. Fueron fabricadas para esto. Son instrumentos para romper cadenas, para construir nuestro futuro, para establecer la igualdad entre todos. Para traer la libertad a Sachaka.

—¡Libertad! —gritaron los Traidores.

A Lorkin le dio un vuelco el corazón ante aquel clamor inesperado. La segunda vez que se produjo, estaba preparado para ello, y esta vez se le aceleró el pulso por la emoción creciente. Una vez junto al muro, Tyvara empezó a avanzar en zigzag entre las personas que contemplaban a su reina con embeleso. Finalmente, se abrieron paso entre la muchedumbre hasta que llegaron ante la reina, que estaba de pie sobre una carreta, rodeada por las portavoces, finalizando su arenga.

—Hoy conseguiremos que los sachakanos estén unidos, ¡unidos en la libertad! —concluyó.

—¡Libertad! —rugieron todos de nuevo. Comenzaron a corear la palabra mientras Savara bajaba de la carreta y se encaminaba con paso decidido hacia delante, por el pasillo que el gentío había abierto ante ella. Las portavoces se apresuraron a seguirla, y Tyvara prácticamente se abalanzó hacia allí, arrastrando a Lorkin detrás de sí para unirse a las portavoces antes de que los Traidores cerraran filas tras ellas.

Alcanzaron a Savara justo cuando la reina se apartó de la multitud. Las portavoces se apostaron a los lados, formando una hilera de un lado a otro de la calle. El caos por fin dio paso al orden cuando los Traidores se dividieron para seguir a las portavoces que comandaban sus respectivos equipos. Tyvara miró alrededor y luego hacia atrás.

—No localizo a Kalia —susurró—. ¿Y tú?

—No. —Lorkin sacudió la cabeza mientras buscaba a la mujer.

—Oh, se quedará en la retaguardia —dijo una voz a su izquierda. Al volverse, Lorkin vio que Chari, la mujer que los había ayudado a huir hacia Refugio, se había situado a su lado—. Va a atender a los heridos.

—Bueno, una cosa menos de la que preocuparnos —murmuró Tyvara—. Ahora solo tenemos que lidiar con ellos.

Lorkin siguió la dirección de su mirada por encima del hombro de la reina y comprobó que no lo había imaginado: varios pasos más adelante, la calle estaba obstruida por otra multitud que se acercaba con rapidez. El sol arrancaba destellos a sus chaquetas enjoyadas.

«Todas esas gemas… —pensó Lorkin—. ¿Adornaban su ropa los ashakis del pasado remoto con piedras mágicas? ¿Se ha mantenido la tradición pese a que se perdieron los conocimientos sobre la elaboración de gemas?».

Aunque solo avanzaban al paso, los dos ejércitos parecían correr el uno hacia el otro. Lorkin notó que tenía el corazón desbocado. «Ha llegado el momento. Al final de esto, o seguiré con vida, o habré muerto. Maldición… Quería comunicarme con mi madre. —En torno a él, los Traidores se llevaban las manos a los bolsillos de sus chalecos para coger las primeras piedras—. Demasiado tarde». Respiró hondo y los imitó. Sacó una piedra de azote y otra de escudo. Cuando Tyvara se colocó a la derecha de la reina, él se dio prisa para ocupar su lugar a la izquierda.

La distancia entre los dos ejércitos se redujo de unos cientos de pasos a menos de cien. La reina sostuvo en alto una gema, preparada para lanzar un azote. Las portavoces hicieron lo mismo. Lorkin dirigió la vista hacia el enemigo y vio el semblante resuelto de los ashakis, las miradas de odio y las sonrisas de impaciencia. Avistó al rey y se le heló la sangre. El anciano observaba a los invasores de su ciudad con ojos altivos. «Me encantaría ser quien le borrara esa expresión de la…».

A una señal que pasó inadvertida a Lorkin, ambos bandos se acometieron mutuamente. No llegó a ver quién había lanzado el primer azote. En un momento el ambiente estaba cargado de tensión, y al momento siguiente chisporroteaba con magia. Con un gesto automático, él pulsó la piedra de escudo y notó que se activaba y rebotaba contra la barrera de la reina y la que la portavoz había generado a su izquierda hasta que se acomodó entre ellas. Aunque Savara estaba atacando, Tyvara permanecía preparada, piedra de azote en mano, como le había indicado a él que hiciera. Se unirían a la batalla más tarde; por el momento debían proteger a la reina.

Ambos bandos habían detenido su avance. Lorkin había contenido el impulso de encogerse frente a las fuerzas peligrosas que surcaban el aire entre ellos. «No han intentado parlamentar —advirtió—. Ni siquiera se han insultado». Según los libros de historia, los líderes de los ejércitos siempre invitaban al enemigo a rendirse. Ésta vez no.

«No es porque los Traidores y los ashakis crean que el otro bando jamás aceptaría la rendición; es porque no tienen nada que negociar. Cada ejército pretende erradicar al otro, matar hasta el último Traidor o ashaki. —Se estremeció—. Hasta los ichanis dieron al Gremio la oportunidad de doblegarse para evitar la batalla».

Como no estaba lanzando azotes, podía observar lo que ocurría. Los ashakis permanecían quietos, mientras que los Traidores se movían de forma incesante. A Lorkin le fascinaba la estrategia militar que habían desarrollado y estaba ansioso por verla llevada a la práctica. La reina y las portavoces se mantenían en primera línea, y Tyvara y él también, como protectores de Savara. Los demás Traidores formaban columnas detrás de las portavoces. Cuando llegaban al frente, cada uno se situaba junto a una de ellas. Si se colocaban a la izquierda de la portavoz, protegían la primera línea con un escudo; si se desplazaban hacia la derecha, utilizaban una piedra de azote. Cuando esta piedra se vaciaba de energía, se retiraban hacia el final de la columna para ceder el sitio a otros.

De este modo se aseguraban de que la mayoría de los Traidores se debilitara al mismo ritmo, y de que casi todas las piedras se gastaran antes de que los magos del ejército comenzaran a consumir energía de sus propias reservas. Era mucho más fácil responder de forma rápida y contundente a los ataques inesperados con magia personal que con gemas, por lo que procuraban ahorrarla.

Unas voces de advertencia les llegaron de atrás. Lorkin volvió la cabeza. Algo estaba pasando en el flanco derecho del ejército Traidor.

—¿Qué sucede? —preguntó Tyvara.

Los Traidores en las columnas de la derecha estaban gritándose entre sí. Los que se hallaban más cerca transmitieron a Tyvara lo que habían oído. Lorkin captó fragmentos de lo que decían.

—Ataque por la derecha —repitió Tyvara—. Siete ashakis. Todos eliminados.

Al ver que Savara sonreía con alivio y satisfacción, Lorkin experimentó una pequeña sensación de triunfo.

«Los ashakis son idiotas si creen que no estamos preparados para esta clase de ofensiva».

—Lorkin —siseó Tyvara.

Cuando la miró, vio que tenía el ceño fruncido de preocupación. Ella echó la cabeza hacia atrás y volvió los ojos hacia el ejército Traidor, mientras articulaba una palabra solo con los labios. Lorkin se quedó de piedra.

«Kalia».

Se torció para escrutar las caras de las columnas formadas detrás de Tyvara, pero no encontró el menor rastro de la mujer. «Tal vez ha visto a alguien que se asemejaba un poco a Kalia. No, parece muy convencida. ¿Dónde está Kalia, entonces?».

Detrás de Tyvara, no. Miró a los Traidores que estaban detrás de él, y su corazón se convirtió en hielo. Kalia, a solo unos pasos de distancia, estaba colándose en la columna más cercana aprovechando que una Traidora estaba distraída con su chaleco. Lorkin pronunció su nombre con un jadeo, invocó magia y erigió un escudo detrás de Savara, Tyvara y él. Chocó contra otro, de modo que dedujo que Tyvara había hecho lo mismo.

—¿Kalia? —dijo Savara, en tono sorprendido. Se volvió hacia la mujer. Los Traidores se quedaron asombrados al ver que su líder apartaba la atención del enemigo. Varios azotes impactaron contra el escudo de Savara, pero esta se encaró con Kalia sin inmutarse—. ¿Qué haces aquí?

Kalia recorrió con la mirada los rostros que la observaban y palideció.

—He venido a ayudar.

—Te he dado una orden —le recordó Savara con un deje que denotaba enojo y una paciencia al límite.

Kalia se quedó callada. La batalla se encarnizaba. El aire vibró frente a Savara cuando los ashakis redoblaron sus ataques contra su escudo con la esperanza de que su distracción fuera una señal de debilidad. Los Traidores que se acercaban para combatir lo hacían sin titubear, mientras que aquellos que se retiraban iban un poco más lentos, observando a Kalia y a la reina con interés.

—Pero necesitáis toda… —empezó a objetar Kalia.

—Lo que necesito es que obedezcas mis órdenes —dijo Savara con frialdad en el tono y la expresión—. ¿Cómo esperas recuperar nuestra confianza si no haces lo que se te dice? —Apartó la vista de ella—. Regresa a la retaguardia y quédate allí.

Mientras Kalia se alejaba, Savara se inclinó hacia Lorkin.

—¿Qué está pensando?

Él se concentró. Como en ocasiones anteriores, oyó mentalmente algunas palabras, pero la mujer irradiaba desilusión. Sin embargo, Lorkin no percibió en ella la irritación o la ira de quien ha visto frustrado su plan. La sensación de fracaso de Kalia estaba teñida de miedo y vergüenza. Aún albergaba antipatía, pero no intenciones asesinas.

—Dudo que esté tramando nada —opinó.

Savara asintió.

—Escúdame.

—Ya te estoy escudando yo —oyó que decía Tyvara en voz baja—. Alguien debería seguirla y mantenerla vigilada.

Savara sacudió la cabeza.

—No. Es a nosotros a quienes odia. No hará daño a otros Traidores a propósito. —Tenía la mirada fija en los ashakis. Comenzó a avanzar. Un momento después, las portavoces hicieron lo mismo. Al dirigir la vista al frente, Lorkin vio que algunos de los ashakis retrocedían arrastrando los pies. Una oleada de entusiasmo recorrió las filas de Traidores.

Savara soltó una risita.

—O están debilitándose, o perdiendo la seguridad en sí mismos, o conduciéndonos a una trampa.

—¿Qué hacemos? —preguntó Tyvara.

—Averiguarlo —respondió la reina—. Es hora de que hagáis uso de vuestras piedras de azote. Si nos olemos que es una trampa y de improviso empezáis a lanzar azotes, ellos deducirán que sabemos lo que se traen entre manos. Prefiero que sigan teniendo dudas respecto a si lo sabemos o no durante el mayor tiempo posible.

Con una sonrisa, dio un paso más largo hacia delante, y luego otro.