El aire nocturno era curiosamente frío, habida cuenta del calor que hacía en el páramo durante el día. Lorkin tiró de las riendas para disuadir otra vez a su montura pequeña pero vigorosa de intentar alcanzar al caballo que avanzaba delante. El animal echó la cabeza hacia atrás en señal de protesta, y Lorkin oyó que se agitaba el agua contenida en los barriles que llevaba atados a un costado.
Cabalgaban desde el anochecer. El Traidor que se hacía pasar por ashaki había llevado a Lorkin a la orilla del páramo en su carruaje y lo había dejado allí con dos esclavos de una finca cercana. Estos le habían dicho que solo podían acompañarlo hasta las colinas, donde un grupo de Traidores se reuniría con ellos. Aunque tenían un caballo adicional que transportaba agua y víveres, no podían llevar una cantidad suficiente para un viaje de ida y vuelta a las montañas sin despertar sospechas.
Al mirar hacia el este por encima del hombro, Lorkin vio que el cielo empezaba a iluminarse. No había dormido desde hacía más de un día, y durante las dos noches anteriores había tenido que acurrucarse en el reducido asiento de un carruaje. Aunque podía mitigar el cansancio con magia sanadora, la marcha incesante y el miedo a que lo descubrieran resultaban agotadores. Permanecer un rato tranquilamente sentado habría supuesto un gran alivio para él, pero dudaba que ese lujo fuera a estar a su alcance durante un tiempo.
La esperanza de que Tyvara estuviera entre los Traidores que lo esperaban le infundía fuerzas cada vez que pensaba en ella, cosa que hacía cuando la fatiga lo doblaba en dos sobre la silla de montar. Pensaba en su sonrisa cariñosa, en el timbre de su voz, en el tacto de su piel desnuda. «Pronto», se dijo.
Si no la encontrara con los demás, Lorkin se llevaría una decepción enorme, pero no una sorpresa. Le habían prohibido a Tyvara que saliera de la ciudad durante tres años, como castigo por matar a Riva. «Al menos estará a salvo allí, y si no ha venido a mi encuentro, su recuerdo me animará a seguir adelante hasta que vuelva a verla».
Un chasquido de dientes atrajo de nuevo su atención hacia su montura. Cuando advirtió que se había acercado lo suficiente al caballo de delante para intentar morderlo otra vez, se apresuró a dar un tirón enérgico a las riendas. «Bestezuela loca y rencorosa —pensó, mascullando una maldición—. Me alegro de que no lo intente con los humanos».
Sin embargo, el animal aflojó el paso obedientemente; el caballo de delante hizo lo mismo. Lorkin abrió la boca para prevenir al esclavo, pero la cerró cuando este le impuso silencio con un gesto. Se detuvieron. Incluso la montura de Lorkin se quedó quieta e irguió las orejas.
Aunque Lorkin no alcanzaba a oír nada, uno de los esclavos descabalgó y corrió hacia una duna cercana. Tras permanecer acuclillado por un momento, con su silueta oscura recortada contra la arena pálida, regresó rápidamente con los demás.
—Un grupo de ocho —musitó.
El otro esclavo asintió y se volvió hacia Lorkin.
—Traidores, seguramente. Los ichanis viajan en solitario, con solo unos pocos esclavos.
Lorkin asintió. Tenía el corazón desbocado. Se dispuso a desmontar, pero el esclavo sacudió la cabeza, ceñudo.
—Quédate en la silla. Por si acaso estamos equivocados.
El otro esclavo subió de nuevo sobre su caballo. Se resguardaron en la sombra alargada de una duna baja, que solo los ocultaba en parte, aunque el cielo cada vez más brillante que tenían detrás dificultaría un poco que los avistaran.
«¿Y si se trata de un ichani? —Lorkin notó que la gelidez de la noche le traspasaba la ropa—. ¿Y si hay más de uno? Podemos huir, pero ¿llegaríamos lejos? ¿Soy capaz de neutralizar sus intentos de retenernos por medio de la magia durante el tiempo suficiente para escapar? Dudo que me quede mucha de la magia de Tyvara, y aunque la conservara toda no podría derrotar a varios ichanis».
Unas figuras aparecieron frente a ellos en el valle, entre las dunas. La claridad del cielo, que se había tornado más cálida, teñía de dorado a los recién llegados. Aunque todos vestían pantalones y jubones, era fácil distinguir a hombres de mujeres. Todos llevaban sobre el jubón un cinto del que colgaba una funda. A diferencia de los cuchillos de los ashakis, los suyos tenían empuñaduras sin decorar y vainas rectas. Cuando Lorkin reconoció a quien iba en cabeza, exhaló un suspiro de alivio.
«Savara».
Ella se acercó con paso veloz, sin prisa pero con decisión. Lorkin dirigió la mirada detrás de ella, buscando el rostro que más anhelaba ver, con el pulso acelerado aunque estaba preparado para la desilusión. Cuando sus ojos se encontraron, temió haberse equivocado. Entonces ella sonrió, y él sintió que el corazón le daba un vuelco, así como un deseo intenso de estrecharla entre sus brazos y notar su cuerpo contra el suyo. Se apeó de su cabalgadura, al igual que los esclavos, pero se obligó a permanecer inmóvil de cara a la nueva reina de los Traidores.
—Gal. Tika. Justo en el sitio convenido —dijo Savara, sonriendo cuando se encontró frente a los esclavos. Se volvió hacia Lorkin—. Me alegra verte de nuevo, lord Lorkin. Nos preocupaba la posibilidad de tener que entrar clandestinamente en el palacio para rescatarte. Hace siglos que no hacemos algo así.
Lorkin se llevó la mano al corazón y aguardó. Ella sonrió con tristeza antes de asentir.
—Yo también me alegro de veros, majestad —respondió él. Como continuaba sin estar muy seguro de qué protocolo seguían los Traidores tras la muerte de una monarca, optó por pecar de directo—. Me entristeció enterarme del fallecimiento de la reina Zarala, pero me complació saber que os habían elegido a vos.
Ella bajó la vista.
—No será olvidada. —Apretó los labios y se volvió hacia los esclavos. Mientras les daba las gracias, Lorkin posó los ojos en Tyvara y la contempló con avidez, resistiendo una oleada de impaciencia. «Tengo la sensación de no haberla visto desde hace meses».
Los esclavos montaron de nuevo en sus caballos y, después de que uno de ellos tomara las riendas de la montura de Lorkin, se alejaron hacia el este. Desaparecieron al rodear una duna, en dirección a un sol anaranjado que anunciaba el calor abrasador del día que se avecinaba.
—Ahora debemos avanzar lo más deprisa posible —dijo Savara, dirigiéndose al grupo e indicándole a Lorkin con el brazo extendido que se uniera a ellos—. Tu madre nos espera en las montañas.
Él sintió una punzada de temor y emoción, pero se olvidó de ambas cosas cuando Tyvara dio unos pasos hacia él con una amplia sonrisa.
—Es un gran alivio que el rey te haya dejado libre. Savara aseguraba que él no se atrevería a hacerte daño, pero yo estaba preocupada de todos modos. —Lo tomó de las manos. Se le acercó y le plantó un beso rápido pero se apartó cuando él intentó atraerla hacia sí, volviendo fugazmente los ojos hacia los demás y clavando en él una mirada de advertencia que expresaba con claridad «ahora no». El desencanto le provocó cierto malhumor, pero él lo dejó a un lado. Tyvara estaba allí. Le bastaba con eso por el momento.
—Veo que no soy el único al que han dejado marchar —comentó.
Ella se encogió de hombros.
—Tengo cosas más importantes que hacer que encargarme de las cloacas. Además, estoy segura de que tendré que seguir cumpliendo el castigo cuando terminemos con esto.
El grupo dio media vuelta como un solo hombre y echó a andar en la dirección por la que había venido. Alguien le pasó a Lorkin una mochila y murmuró que dentro encontraría una cantimplora. Él se la echó a la espalda y miró a Tyvara. La joven lo observaba con el entrecejo arrugado.
—¿Qué sucede?
—¿Lo pasaste muy mal en el calabozo del rey? —preguntó ella en voz baja.
A Lorkin se le hizo un nudo en el estómago. De pronto, la alegría que lo inundaba se esfumó y el agotamiento se apoderó de él otra vez. Desvió la vista.
—Divertido no fue —contestó, encogiéndose de hombros. «¿Le cuento lo de la esclava? ¿Qué pensará de mí por haberla ayudado a morir? A lo mejor si la chica no hubiera sido una Traidora… No, no creo que eso cambie mucho las cosas. Por otra parte, Tyvara debe de haber tenido que tomar decisiones difíciles como espía». Respiró hondo—. Seguro que tú pasaste por cosas peores cuando representabas el papel de esclava.
Ella se quedó callada. Lorkin hizo un esfuerzo para alzar los ojos hacia Tyvara, que le devolvió la mirada a regañadientes, antes de bajarla hacia el suelo.
—De ser así, ¿supondría eso un problema para ti? —inquirió.
Era una extraña manera de formular su respuesta, pero cuando él comprendió a qué se refería, lo invadió una consternación matizada de afecto.
—No —dijo—. Estoy… Sé lo que… lo que implica el hacerse pasar por esclava. No tenías elección.
—Sí que la tenía. Podía elegir entre ser espía o no.
—Lo hiciste por tu pueblo. Y para socorrer a otras personas. —«En cambio, que yo haya ayudado a la esclava a morir no tiene nada de noble». Sin embargo, él no se hallaba en aquella situación por su propia voluntad.
—Basta de charlas —dijo Savara a Lorkin y Tyvara—. La última vez que los vimos, los ichanis estaban lejos, pero son impredecibles. Debemos avanzar en silencio.
Tyvara frunció el ceño y se mordió el labio. Mientras caminaban con grandes zancadas, lanzaba miradas ocasionales a Lorkin. Él solo alcanzaba a entrever su expresión por un instante, pues ella tenía la espalda vuelta hacia el sol del amanecer. Resultaba evidente que quería decirle algo. Frustrado por la necesidad de mantener la boca cerrada, se concentró hasta que logró detectar su presencia. Se imaginó que oía sus pensamientos como un zumbido a las puertas de sus sentidos, demasiado bajo y poco claro para resultar inteligible.
Al final, incapaz de aguantarlo más, se acercó a ella y la tomó de la mano.
¿Qué ocurre? ¿Qué te preocupa?
Ella se mostró sorprendida, pero luego sonrió y le dio un apretón en la mano.
¿Sabes adónde vamos?
A las montañas, a encontrarnos con mi madre y, supongo, a negociar un acuerdo comercial o una alianza.
Así es.
Tyvara lo miró con expresión inquisitiva y, por algún motivo, él captó unas palabras débiles que quizá ella no pretendía enviarle.
«¿Qué hará él entonces?».
Lorkin juntó las cejas. Había estado evitando hacerse esta misma pregunta. ¿Qué haría una vez que finalizaran las conversaciones? ¿Regresaría a Kyralia con su madre? ¿Se quedaría en Sachaka con Tyvara? La respuesta cobraría aún más importancia si las negociaciones no daban lugar a algún tipo de trato entre las Tierras Aliadas y los Traidores.
El Gremio, al igual que su madre, querría que él regresara a casa. Pero esto tal vez implicaría no volver a ver a Tyvara.
«¿Qué es lo que quiere?», le llegó el pensamiento mal encubierto de Tyvara.
Quiero estar contigo, le respondió él.
Tyvara parpadeó, asombrada, y fijó la vista en él. Lorkin percibió en ella perplejidad y una ligera vergüenza. La joven dejó de apretarle la mano, como si estuviera a punto de soltarlo. Pero entonces se la estrechó de nuevo.
¿Permitirá el Gremio que te quedes con nosotros?
No les hará gracia, pero tendrán que aceptarlo.
Ella asintió y apartó la mirada, liberando su mano. Lorkin la escrutó con atención, intentando interpretar su expresión, y oyó de nuevo unas palabras en el extremo de sus sentidos.
«Cambiará de idea en cuanto sepa que dentro de poco entraremos en guerra».
Lorkin notó que se le tensaban los músculos de la impresión y estuvo a punto de tropezar. Sacudió la cabeza. Sin duda lo había imaginado. Era imposible oír los pensamientos de alguien sin tocarlo, a menos que esa persona los transmitiera deliberadamente. Al mirar en torno a sí, comprobó que ninguno de los demás Traidores parecía alarmado o lo observaba, lo que significaba que no sabían que Tyvara le había revelado sus planes.
«No. Deben de ser imaginaciones mías. —Después de todo, en Refugio había visto indicios de que los Traidores podían estar preparando un ataque contra los ashakis. Su mente simplemente estaba poniendo de relieve, de un modo inesperado, que la guerra haría que su decisión fuera aún más difícil. Seguramente Tyvara se preguntaba si él preferiría evitar verse envuelto en una guerra—. Claro que lo preferiría. En las guerras muere gente. Tyvara podría morir. A menos que… ¿Y si encuentro una excusa para llevármela a Kyralia? Quizá podría convencer a Savara de que las Tierras Aliadas necesitan una embajadora de los Traidores. Pero ¿estaría dispuesta Tyvara a irse conmigo? Lo dudo».
Por tanto, él tenía que decidir ahora varias cosas: si se quedaría con Tyvara o iría a Kyralia para difundir sus conocimientos sobre la elaboración de gemas; cómo explicaría a su madre que había aprendido magia negra; si debía referirle a Tyvara el episodio de la esclava envenenada; qué haría si los Traidores entraban en guerra. Por fortuna, tenía por delante muchas horas de caminata por el páramo hacia las montañas que se elevaban ante él. Tiempo de sobra para pensar.
Aunque la primavera no había hecho más que empezar, los botones de los árboles en los jardines del Gremio ya empezaban a abrirse y a despedir un aroma que preludiaba los días más cálidos que pronto llegarían. Lilia lo aspiró, disfrutando de un breve momento de paz y esperanza. Estaba viva, no se hallaba en la cárcel, el Gremio la había admitido, y Cery, Gol y Anyi seguían a salvo y sin que los descubrieran.
Como era de esperar, el momento no podía durar mucho. Sus amigos no estaban totalmente a salvo, la admisión por parte del Gremio llevaba aparejadas condiciones que limitarían su libertad durante el resto de su vida, y ella se dirigía hacia otra clase con el Mago Negro Kallen. Pero su humor se agrió antes de lo habitual cuando advirtió que tres estudiantes estaban de pie frente al alojamiento de los aprendices, observándola. Uno de ellos era Bokkin.
Les dedicó la mirada más breve posible, pero aunque mantenía la vista fija en el camino por el que avanzaba, vio con el rabillo del ojo las sombras de los aprendices. Creó un escudo débil, por si decidían jugarle alguna mala pasada.
Nada sucedió, aunque ella estaba tan pendiente de posibles problemas que no se percató, en un principio, de que no había otros aprendices esperando con Kallen junto a la Arena. Aunque él siempre tenía el entrecejo surcado por una arruga de ensimismamiento, esta era un poco más profunda de lo habitual, y su mirada, un poco más alerta.
—Mago Negro Kallen —saludó ella cuando llegó frente a él y ejecutó una reverencia.
—Lady Lilia —dijo Kallen—. La clase de hoy se impartirá dentro de la universidad.
El corazón de Lilia dejó de latir por unos instantes y ella tuvo que reprimir el impulso de prorrumpir en gritos de alegría.
—O sea que… ¿no habrá práctica de combate hoy?
—No.
Kallen le hizo una seña para que caminara a su lado y echó a andar hacia la universidad. Ella comprobó, aliviada, que Bokkin se había ido. Acarició la idea de preguntarle a Kallen qué iba a enseñarle, pero sabía por experiencia que cuando no ofrecía información, rara vez recibía una respuesta útil. Una vez dentro del edificio, oyó que él dejaba escapar un hondo suspiro. Al mirarlo de reojo, vio que tenía los labios apretados en una línea fina.
«Está disgustado por algo —pensó ella—. Bueno, más disgustado de lo normal».
La guió por los pasadizos interiores del edificio hasta una de las habitaciones pequeñas reservadas para clases particulares. Tras indicarle que ocupara una de las dos sillas, él se sentó en la otra y la contempló por encima de la única mesa que había.
—El Gremio ha decidido que ha llegado el momento de que aprendas a utilizar la magia negra.
Ella se estremeció, presa del miedo y el sentimiento de culpa, aunque al cabo de unos instantes sonrió, divertida.
—Pero si ya sé utilizar la magia negra.
—Sabes cómo se utiliza —la corrigió él—. Al margen del experimento aislado que realizaste, no la has usado de forma consciente y deliberada, ni has tenido la necesidad de almacenar energía. Hay, además, otras tareas que los magos negros deben llevar a cabo y que no consisten en la adquisición de magia.
—¿Como cuáles?
—Leer mentes. Elaborar anillos de sangre.
A Lilia se le aceleró el pulso. Había supuesto que no le enseñarían ninguna de estas técnicas antes de que se graduara y asumiera oficialmente las funciones de maga negra.
—¿Por qué ahora?
Las cejas de Kallen descendieron aún más.
—Durante la ausencia de Sonea, muchos prefieren que aprendas a hacer magia negra a que solo tengamos en Imardin a un mago negro plenamente formado.
«No me extraña que esté de malas. Eso significa que creen que él debe estar vigilado. Que no es de fiar. —Notó una ligera sensación de triunfo al percatarse de que él era objeto de las mismas sospechas y la misma desconfianza que ella—. Sin embargo, la gente desconfía de mí porque al aprender magia negra infringí una ley, pese a que pensaba que no lo conseguiría. En cambio, supongo que desconfían de Kallen porque es adicto a la craña. —La sensación triunfal se desvaneció y cedió el paso a la compasión—. Seguramente él tampoco pensaba que eso pudiera ocurrir».
Asintió.
—Entonces… ¿por dónde empezamos?
Él enderezó la espalda y extrajo algo del interior de su túnica. La luz se reflejó en la superficie pulida de un cuchillo pequeño y delgado. Kallen levantó la otra mano para hacer caer la manga hasta el codo, y apoyó el brazo en la mesa. Miró a Lilia.
—Voy a hacerme un corte. Pon la mano sobre la herida e intenta repetir lo que le hiciste a… Absorbe energía hasta que percibas que la tuya ha aumentado.
«A Naki». Lilia terminó la frase en su mente. Ahuyentó el recuerdo de una biblioteca y de las palabras que la habían seducido para que aprendiera lo que estaba prohibido. «Haría cualquier cosa por ti». Kallen deslizó la hoja por la parte exterior de su brazo. Ella, obedientemente, posó la palma sobre el corte poco profundo y cerró los ojos.
«El truco consistía en notar que mi magia está contenida bajo mi piel», recordó. Recuperó esta conciencia poco apoco, pero en cuanto le vino a la memoria la sensación de la magia en el interior de su cuerpo, fue capaz de percibirla con claridad. Hizo una pausa por un momento, maravillada, pero la llamada de otro ser captó su atención. Al concentrarse en su mano, detectó la presencia de Kallen y vio la brecha en sus defensas.
Vaciló por unos instantes. Quitarle magia a Kallen, un mago superior que le había inspirado cierto temor durante casi toda su vida, le parecía una impertinencia. Pero él se lo había ordenado, así que Lilia hizo acopio de valor y absorbió.
Un torrente de magia irrumpió en su cuerpo. Ella disminuyó de inmediato la fuerza con que la atraía hacia sí. Supuso que él lo notaría y sabría si se pasaba de la raya. Le había indicado que absorbiera energía hasta que sintiera que esta aumentaba su propia reserva. Concentrándose, cayó en la cuenta de que ya era consciente del incremento de su fuerza. Dejó de acumular magia, abrió los ojos y retiró la mano.
Kallen fijó la vista en ella.
—Absorbe más.
Ésta vez ella advirtió de inmediato la brecha en la barrera de Kallen y descubrió que no necesitaba percibir la contención de su propia energía para seguir adelante. Olvidó cerrar los párpados y comprendió que no le hacía falta. Reparó en que Kallen tenía el rostro extrañamente laxo. Parecía triste y cansado.
Cuando ella se interrumpió, él recobró la expresión en la cara. La miró de nuevo, y esta vez asintió.
—Bien. Percibo que ahora almacenas energía. —Sus labios se estrecharon en un gesto sombrío de aprobación—. Cuando contenemos más energía de la que poseemos por naturaleza, una cantidad pequeña escapa por nuestra barrera. Céntrate en la contención natural de tu piel hasta que detectes esta fuga, y envía un poco de magia para reforzar tu barrera.
En esta ocasión Lilia cerró los ojos. Dirigió la atención hacia su interior y notó que su fuerza se incrementaba. Se concentró en la barrera de la piel, que estaba en el límite de su control. En efecto, la magia se filtraba hacia fuera, más en unas zonas que en otras.
Esforzó su voluntad, extrajo un poco de magia de su reserva y encauzó hacia su barrera una corriente débil pero constante con el fin de hacerla más gruesa y resistente. La fuga cesó al instante.
—Ya no la percibo. —Kallen casi sonrió—. Ahora bien, también es posible que otro mago detecte la absorción de energía. Es un problema similar al de la fuga, pero se produce en torno a la herida. Tienes que extender ligeramente tu barrera para que se solape con la del… eh… el donante de la magia.
Siguiendo sus instrucciones, Lilia logró dominar esta lección tras varios intentos. Después, Kallen la animó a tratar de quitarle magia tan lentamente que él apenas se diera cuenta, y luego lo más deprisa posible. Durante la primera prueba, él le hablaba, aunque de forma entrecortada, mientras que, como es natural, le costaba tenerse en pie durante la segunda.
—Debes experimentar la debilidad que te embarga en cuanto te vacían de energía —le dijo Kallen—. La Maga Negra Sonea no fue lo bastante cuidadosa para impedir que la hirieran durante un combate contra los ichanis porque no era consciente de la impotencia que invade a quien se convierte en objeto de magia negra. Una vez que has tenido una experiencia así, te aseguro que no quieres volver a vivirla. —Agitó la mano—. Pero eso puede esperar a otra clase.
—Recuerdo que sentí algo parecido, cierta vez que Naki lo probó conmigo —declaró Lilia—. Dijo que no había funcionado, pero creo que mentía.
La expresión de Kallen se ensombreció, pero luego apretó los labios en un gesto de comprensión.
—Según las descripciones del rito de la magia superior entre magos y aprendices de la antigüedad, estos se arrodillaban ante su maestro. De algún modo conseguían no caer al suelo. Quizá se volvían inmunes al efecto debilitador.
—O los maestros sabían absorber energía sin producir este efecto.
Él asintió.
—Podemos hacer experimentos, si estás dispuesta. Hay muchos aspectos de la magia negra que no entendemos, y temo que los magos de Sachaka aprovechen esta debilidad contra nosotros.
Lilia contuvo un escalofrío de renuencia. Aunque la perspectiva de experimentar con la magia negra en compañía de Kallen no parecía muy divertida, tuvo que reconocer que el Gremio no podía dejar sin explorar las lagunas en sus conocimientos de magia.
Kallen pasó la mano sobre el corte, que se había cerrado hasta quedar reducido a una raya rosa.
—Solo debes emplear este sistema para obtener magia de no-magos o de magos enemigos, claro está. La transferencia normal de energía puede llevarse a cabo sin cortar la piel. El efecto debilitador también constituye una ventaja en batalla. No se me ocurren muchas situaciones en las que absorber energía por la fuerza sin debilitar a la víctima sea muy útil.
—Quizá… en el caso de que uno tenga que absorber la energía de un mago anciano que se muere pero por algún motivo (por estar inconsciente o senil, tal vez), este no puede ceder su magia voluntariamente.
Kallen hizo una mueca.
—Sí. Sería más compasivo ahorrarle al moribundo el mal trago del debilitamiento.
Ella miró el cuchillo.
—¿Qué debe hacer uno si no dispone de un arma? ¿Se puede practicar el corte con magia?
Kallen negó con la cabeza.
—Aunque un mago esté demasiado débil para crear un escudo, mientras viva tendrá algo de energía en su interior y una barrera unida a la piel. La función más elemental de dicha barrera es actuar como escudo contra la voluntad de otras personas, por lo que debe romperse.
—Pero si uno moldeara la magia en forma de astilla de fuerza y la proyectara como un azote para traspasar la barrera, ¿lo conseguiría?
Él enarcó las cejas.
—Tal vez. Supongo que si el azote fuera lo bastante intenso… —Frunció el ceño—. Sería difícil probarlo. El sujeto tendría que estar dispuesto a sufrir daños, quizá graves… Por otro lado, si antes adquiriéramos cierta destreza para lanzar un azote leve y punzante que solo se clavara superficialmente, el resultado no sería peor que un corte pequeño. —Entornó los ojos, pensativo, antes de escrutarla con la mirada—. Es una idea interesante. Deberíamos explorarla.
Ella asintió, antes de que la idea de dejarse apuñalar por Kallen empañara su satisfacción por haber pensado algo que a él no se le había ocurrido antes.
—Bien…, es suficiente por hoy —aseveró él—. Mañana te iniciaré en la lectura mental. Necesitaremos un voluntario con el que puedas practicar. En cuanto domines esa habilidad de forma adecuada, te enseñaré a elaborar una gema de sangre.
«¡Una gema de sangre!». Lilia resistió el impulso de sonreír, pues no quería parecer demasiado ansiosa por aprender más sobre lo que en otro tiempo había sido una magia prohibida. Se levantó cuando Kallen se puso de pie y lo siguió hasta la puerta.
—¿Nos vemos aquí? —preguntó ella.
Él asintió e hizo un gesto en dirección al pasillo.
—Sí. Hasta mañana, entonces.
Ella le dedicó una reverencia y echó a andar hacia las aulas exteriores de la universidad, donde tenía su clase siguiente, sin poder evitar un estremecimiento de emoción.
«Por primera vez, no tengo la sensación de que saber magia negra sea un… un castigo, o una enfermedad. El propio Gremio quiere que aprenda a usarla. Y además resulta sorprendentemente interesante».
Conforme el sol de la mañana se elevaba y brillaba con más fuerza, los colores del páramo se aclaraban cada vez más. Sonea entrelazó las manos en torno a sus rodillas, recordando con nostalgia la época en que era capaz de doblar las rodillas contra el pecho. Había dejado de ser tan flexible hacía mucho tiempo. La vida de maga —y el tener que llevar una túnica completa— tendía a exigirle que se sentara en posturas más dignas. Estas pequeñas pérdidas le revelaban que estaba envejeciendo.
Regin se irguió y se acercó a sus mochilas, que parecían algo más vacías que dos noches atrás, cuando habían llegado al lugar donde debían encontrarse con los Traidores.
«Seguí las instrucciones al pie de la letra —se dijo—. Eran meridianamente claras. Regin está de acuerdo conmigo. Sin duda estamos donde tenemos que estar».
No obstante, los Traidores no se habían presentado.
Se volvió hacia la derecha, donde la cordillera se curvaba hacia el sudeste. Cuando, veinte años antes, Akkarin y ella habían entrado en Sachaka, habían viajado en aquella dirección, por las faldas de las montañas, sin víveres, sin hogar y perseguidos por los ichanis. Ésta vez, Regin y ella habían avanzado hacia el noroeste, también por terreno agreste, pero con alimentos de sobra, sin ichanis de los que preocuparse y con la certeza de que el Gremio esperaba su regreso con los brazos abiertos.
«Es asombrosa la diferencia que supone el tener cubiertas algunas necesidades básicas y el no temer por la propia vida».
Aun así, el páramo era un lugar inhóspito. Más abajo, las pendientes rocosas descendían hasta un mar de dunas que se extendía hacia el horizonte. En su primer día de espera en aquel sitio, habían avistado una tormenta de arena que se desplazaba hacia el norte, oscureciéndolo todo a su paso. Les preocupaba que el vendaval los alcanzara, pero este se extinguió al chocar con las montañas. Sonea miró hacia la izquierda y contempló las cimas que se sucedían hacia la lejanía, agazapadas una tras otra, cada vez más pálidas a medida que se alejaban.
«Más allá, en algún lugar, está Refugio, el hogar de los Traidores. A juzgar por lo que dice Lorkin, como captores son mucho más considerados que el rey Amakira».
Aunque, en realidad, nadie le había descrito la reclusión de Lorkin en el palacio. Casi se alegraba de no haberle podido leer la mente a través de su gema de sangre. Se debatía entre su deseo de saber y la idea de que quizá sería mejor no enterarse nunca. Si él había sufrido, ella no estaba segura de lo que sentiría o de lo que querría hacer, pero sabía que ni una cosa ni otra serían buenas.
«Ahora está en libertad. Libre y vivo. Debo procurar que nada de lo que yo haga cambie eso».
—Sonea.
Ella arrancó la vista del paisaje y la posó de nuevo en Regin.
—¿Sí?
Él señaló las mochilas.
—¿Debemos seguir racionando?
Sonea asintió. Sabía que la pregunta iba con segundas. Regin quería saber si se quedarían allí o si se darían por vencidos pronto y regresarían al Fuerte. «Podríamos cazar para comer, como hicimos Akkarin y yo». Le vinieron recuerdos de los alimentos que habían recolectado, preparado y comido en un valle pequeño y recóndito. Sonrió al rememorar otra cosa que había ocurrido en ese lugar.
—Al menos tenemos agua en abundancia —comentó Regin, volviéndose hacia el arroyo—. Y ahora está limpia.
Ella siguió la dirección de su mirada. El reguero de agua manaba a través de una grieta en el suelo rocoso y se detenía en una charca pequeña y tranquila antes de verterse en un río de poco caudal. Era evidente que el agua atraía a los animales. Cuando ellos habían llegado, habían tenido que limpiar los excrementos de ave acumulados en la orilla. El riachuelo discurría por una corta distancia antes de sumirse en un agujero en la roca.
«Si nos ocultamos, tal vez los pájaros se acerquen a beber. Podemos apresarlos y comérnoslos».
Se puso de pie, caminó hacia la charca y la contempló. No cabía duda de que había algo de agua en el páramo, pero ni siquiera allí, en los alrededores del arroyo, había rastros de vida. Se acuclilló al lado y sumergió la mano. Se concentró para intentar percibir en el agua la energía dispersa procedente de los seres vivos minúsculos que siempre estaban presentes en ella.
Nada.
Frunció el ceño. A su llegada, había comprobado que el agua pudiera beberse sin peligro. A pesar de los excrementos de pájaro, era pura. Lo cual resultaba… extraño.
«Tal vez un Traidor estuvo aquí y absorbió toda la energía justo antes de que apareciéramos». Cuanto más pequeña y simple fuera una forma de vida, más débil era su barrera natural contra intervenciones mágicas. Incluso era posible despojar los árboles de toda su magia sin cortar la corteza, aunque la energía salía muy despacio y nunca había tanta como en un animal o una persona.
«Cuando uno mata los organismos diminutos del agua, esta se vuelve apta para beber, pero lo normal es que al poco tiempo se pueble de nuevo de seres vivos». Extendió el brazo hacia el hilillo de agua que alimentaba la charca. Tras ahuecar la palma para recoger en ella un poco de líquido, se concentró otra vez.
«Allí está. Son como puntitos de luz».
Dejó caer el agua de su mano en la poza. Solo había una explicación posible. Algo exterminaba a los organismos en cuanto entraban en la charca.
De pronto, se le hizo un nudo en el estómago. ¿Estaría envenenada el agua? Llevaban unos días bebiendo de ella. ¿Qué podía eliminar de inmediato las formas de vida pequeñas sin afectar a las personas?
La hondonada era lisa; quizá la había excavado alguien, a mano o valiéndose de la magia. Introdujo el brazo de nuevo en el agua y deslizó la mano despacio por la superficie de la piedra. No esperaba percibir nada. El veneno en un organismo se detectaba sobre todo a través de sus efectos. Sus dedos toparon con una protuberancia. La palpó con las yemas antes de proyectar su mente hacia ella.
Algo tiró de sus sentidos. Invocó un poco de magia y la dejó rezumar por sus dedos. Algo la absorbió en el acto.
Se le heló la sangre. Irguió la espalda y clavó los ojos en el pequeño bulto que sobresalía de la superficie de la hondonada, que por lo demás era regular. «No forma parte de la piedra. Si sirve para lo que yo creo, la colocaron aquí para limpiar el agua. Pero si sirve para lo que yo creo…».
—Regin.
Ella notó en la espalda el frescor de la sombra de su acompañante.
—¿Sí?
—¿Puedes conseguirme un cuchillo o algo con lo que arrancar una cosa?
—¿Por qué no usas la magia? Ah…, claro. No quieres gastarla.
Se acercó a las mochilas. Mientras estaba ocupado, ella invocó energía y la usó para desviar el reguero de agua de la charca. A continuación, vació la hondonada con una fuerza que empujó el agua hacia un extremo. La superficie empezó a secarse de inmediato, y para cuando Regin regresó, la protuberancia podía apreciarse como una mancha más oscura en la piedra.
Él le tendió una pluma de plata.
—¿Es lo único que tenemos?
—Eso me temo. Nadie imagina que unos magos puedan necesitar cuchillos.
Con un suspiro, Sonea cogió la plumilla.
—Supongo que pedimos víveres para varios días, no para una merienda campestre. Esperemos que esto dé resultado.
Comenzó a escarbar alrededor del bulto con la parte afilada de la plumilla. Descubrió, aliviada, que lo que lo mantenía fijo era más blando que la piedra, algo similar a la cera. Al poco rato, había conseguido excavar un canal pequeño alrededor de la protuberancia. Introdujo los dedos, apretó y tiró de ella. Como permaneció inmóvil, ella escarbó un poco más.
—¿Puedo preguntarte qué haces?
—Sí.
El bulto se movió, y Sonea tiró de él para arrancarlo, pero fue en vano. Apretando los dientes, continuó extrayendo trozos de la sustancia cerosa de la charca.
—Bueno. ¿Qué haces?
—Excavo para sacar esta cosa.
—Ya lo veo. —Parecía más divertido que irritado—. ¿Por qué?
La plumilla no era lo bastante fina para insertarla entre la protuberancia dura y el borde del agujero en que estaba encajada. La agarró de nuevo con las yemas de los dedos.
—Es… raro… ¡Ah! —El bulto, ahora una piedra, se soltó. Ella la alzó hacia la luz y limpió los restos de cera de la superficie.
Regin se inclinó para estudiarla.
—¿Es un cristal?
Sonea asintió. Varias caras lisas y planas reflejaban la luz del sol.
—Es natural. Quiero decir que no está tallado.
—¿Por lo demás es artificial? —Regin bajó la vista al agujero del que ella lo había sacado—. ¿Qué clase de gema es?
—¡Gema! —exclamó Sonea. Inspiró bruscamente, levantó la mirada hacia Regin y se puso de pie—. Una de las gemas mágicas de los Traidores, con toda seguridad. Dudo que los dúneos llegaran tan al sur, y si los ichanis hubieran estado informados sobre estas gemas las habrían utilizado en nuestra contra hace veinte años. —Pensó en el modo en que la piedra había absorbido su magia, y la sangre se le heló de nuevo. Se volvió hacia Regin, mordiéndose la lengua. ¿Podía expresarle sus sospechas? ¿Y si alguien le leía la mente? ¿Y si él se lo contaba a alguien? ¿Y si…?
Para cuando llegaran los Traidores —si es que llegaban—, tendría que haber meditado ya todas las implicaciones de su descubrimiento. Tal vez no necesitaba hablarle a Regin de ello, pedirle su opinión, pero quería hacerlo.
Él la observaba con fijeza, perplejo y preocupado. Ella respiró hondo.
—Me parece que se trata de una gema de magia negra —declaró Sonea en voz baja, por si había alguien espiándolos o escuchándolos de algún modo.
Regin aspiró entre dientes y la contempló horrorizado. Bajó los ojos hacia la piedra y entornó los párpados.
—O sea que esta es la razón por la que el páramo nunca ha reverdecido.
Ella sintió un escalofrío, a pesar del calor cada vez más intenso, y miró alrededor. «Tiene sentido. Si son capaces de elaborar una piedra como esta, pueden elaborar cientos. Miles. Esparcidas por toda esta tierra, deben de consumir la vida de forma lenta pero implacable. El suelo se vuelve demasiado infértil para que se desarrollen las plantas. Seres más grandes y complejos como los animales mueren de hambre o se marchan».
Esto significaba que los Traidores se encargaban de que el páramo siguiera siendo un páramo.
«Desde hace siglos».
—Durante todo este tiempo se creía que el Gremio había creado esto para mantener débil a Sachaka. Pero en realidad fueron los Traidores.
Regin arrugó el entrecejo.
—Bueno…, no lo sabemos con certeza. Quizá solo hayan colocado la piedra aquí para purificar el agua.
Ella alzó la vista hacia él.
—Supongo que si hay más gemas por aquí, podría encontrarlas.
La mirada de él se tornó más penetrante.
—Inténtalo.
Tras entregarle la piedra a Regin, que la cogió con cautela, Sonea se alejó unos pasos y examinó la pendiente que descendía hacia las dunas. Cerró los ojos y expandió la barrera natural que envolvía su piel hasta convertirla en una esfera. La parte de la barrera que entró en contacto con la roca bajo sus pies se debilitó, y la magia empezó a filtrarse al exterior. Entonces ella echó a andar despacio hacia delante.
No había dado más que unos quince pasos cuando notó un tirón apenas perceptible. Era una ilusión, la sensación producida por la ausencia de resistencia en un lugar rodeado de otros muchos en que sí la había. Sonea se detuvo, dio media vuelta y, después de perder la sensación de tracción unas cuantas veces, consiguió reducir la zona de la que procedía a un área de pocos pasos de diámetro: una grieta repleta de piedras entre dos placas de roca.
Regin se acercó mientras Sonea escarbaba en la grieta. Ella empezó a recorrer la fisura con su barrera, pero antes de que llegara muy lejos, Regin emitió un leve grito de triunfo y sostuvo algo en alto.
Otro cristal oscuro y reluciente. Ella se lo quitó y realizó una prueba. La piedra absorbió la magia que le envió.
—Dos veces puede ser casualidad —comentó Regin—. Pero tres…
Ella movió la cabeza afirmativamente y se encaminó en otra dirección. Ésta vez encontró fácilmente una piedra que estaba medio enterrada en una depresión del terreno rellena de arena. «Todas en recovecos resguardados donde el agua podría depositarse, o por donde podría fluir. Rincones y grietas donde la vida podría echar raíces». Regresaron al punto de encuentro. Ella había devuelto el arroyo a su curso, y la charca volvía a estar llena. Tras meter la mano en el agua, confirmó que ahora contenía muchas motas diminutas de energía.
Miró a Regin.
—Hay que informar a Osen de esto.
Él le dedicó una sonrisa torcida.
—Ya lo creo que hay que informarlo.
«Y también a Lorkin —pensó Sonea—, aunque tal vez ya lo sepa. Ah. Si se supone que no debe saberlo, quizá ponga su vida en peligro al contárselo. Tal vez tampoco sea prudente revelar a los Traidores que nos hemos enterado de su sórdido secretillo».
Por otro lado, en cuanto el Gremio estuviera al corriente del asunto, los Traidores no ganarían nada con matarla a ella y a Regin. Se sacó del bolsillo el anillo de Osen, se sentó con la espalda apoyada en una roca y se lo puso en el dedo.
Osen.
¡Sonea!
¿Tiene un momento? No se va a creer lo que acabo de descubrir.