Capítulo 1

En Imardin existía la creencia errónea de que la imprenta había sido inventada por magos. Debido al ruido espectacular y los movimientos convulsivos de la máquina, no era difícil que alguien que ignorara cómo funcionaba tanto la magia como la imprenta supusiera que en el interior de esta tenía lugar algún tipo de alquimia, pero en realidad la magia no era necesaria, siempre y cuando hubiera alguien dispuesto a hacer girar los volantes y accionar las palancas.

Sonea le había explicado a Cery la verdad sobre el artilugio hacía años. El inventor había presentado prototipos de la máquina al Gremio, que había decidido utilizarla para elaborar copias baratas y rápidas de libros. Más tarde, se instauró un servicio gratuito de impresión para las Casas, y uno de pago para los miembros de las otras clases. Se dio pábulo a la idea de que las imprentas eran mágicas para evitar la competencia. No fue hasta que el Gremio empezó a admitir como miembros a personas de origen humilde que el mito se vino abajo y los talleres de impresión proliferaron en la ciudad.

La parte negativa de esto, reflexionó Cery, fue la popularidad repentina de la novela romántica de aventuras. Una de ellas, publicada recientemente, estaba protagonizada por una rica heredera a quien un ladrón joven y apuesto rescataba de su vida lujosa pero aburrida. Las peleas eran ridículas e inverosímiles, y los bajos fondos estaban poblados por demasiados hombres atractivos con conceptos poco prácticos del honor y la lealtad. La novela presentaba a una parte de la población femenina de Imardin una imagen del submundo de maleantes que estaba muy alejada de la realidad.

Naturalmente, él no había dicho una palabra de esto a la mujer que yacía en la cama a su lado y que había estado leyéndole sus pasajes favoritos de aquellos libros todas las noches desde que lo había dejado alojarse en su bodega. Cadia no era una rica heredera. «Ni yo soy un ladrón gallardo y bien plantado». Se sentía sola y triste desde que su esposo había muerto, y mantener a un ladrón oculto en su sótano constituía una distracción agradable para ella.

En cuanto a él…, prácticamente se había quedado sin lugares donde esconderse.

Se volvió hacia la mujer, que dormía respirando con suavidad. Cery se preguntó si Cadia creía de verdad que él era un ladrón, o si él simplemente se ajustaba lo suficiente a su fantasía como para que a ella no le importara si era cierto o no. No era el ladrón joven y apuesto de la novela, y desde luego no tenía las energías necesarias para emular las proezas que describían sus páginas, ni en la cama ni fuera de ellas.

«Me estoy ablandando. Ni siquiera soy capaz de subir escaleras sin que se me acelere el corazón o me falte el aliento. Hemos pasado demasiado tiempo hacinados en escondrijos reducidos y entrenado demasiado poco para la lucha».

Se oyó un golpe sordo en la habitación contigua. Cery irguió la cabeza y dirigió la mirada hacia la puerta. ¿Estaban despiertos Anyi y Gol? Ahora que él lo estaba, dudaba que pudiera pegar ojo en un buen rato. Nunca dormía bien cuando estaba encerrado.

Se levantó de la cama, y, de forma mecánica, se puso los pantalones y cogió su abrigo. Mientras deslizaba un brazo en una manga, extendió la mano hacia el pomo de la puerta y lo hizo girar de forma silenciosa. Cuando la abrió, vislumbró a Anyi. Estaba inclinada sobre Gol, empuñando un cuchillo que destellaba a la luz de las lámparas, a punto de asestarle una puñalada. El corazón le dio un vuelco a Cery, presa del horror y la incredulidad.

—¿Qué…? —titubeó. Al oírlo, Anyi se volvió hacia él con la envidiable velocidad de la juventud.

No era Anyi.

Con la misma rapidez, la mujer que no era Anyi centró de nuevo su atención en Gol, y el cuchillo descendió velozmente hacia él, pero unas manos se alzaron para asir la muñeca de la asesina y evitar la cuchillada. Gol se levantó de la cama a toda prisa. Para entonces, Cery ya había cruzado la puerta, pero aflojó el paso cuando lo asaltó un pensamiento que prevaleció sobre su intención de parar los pies a la mujer.

«¿Dónde está Anyi?».

Al volverse, vio que estaba produciéndose otro forcejeo en la segunda cama improvisada, aunque en este caso era el intruso quien tenía la espalda contra el colchón e intentaba apartar de sí las manos que sujetaban una daga justo por encima de su pecho. Cery se llenó de orgullo por su hija. Sin duda se había despertado a tiempo para sorprender al asesino y hacerle frente.

Sin embargo, su rostro estaba crispado en una mueca mientras se esforzaba por empujar el cuchillo hacia abajo. A pesar de la corta estatura del asesino, este tenía bien desarrollados los músculos de las muñecas y el cuello. Anyi no saldría vencedora de aquella competición de fuerza bruta. Su punto fuerte era la agilidad. Cery dio un paso hacia ella.

—Vete de aquí, Cery —bramó Gol.

Esto distrajo a Anyi, y sus brazos cedieron. De un salto, se situó fuera del alcance del asesino, que bajó de la cama, adoptó una postura de combate y se sacó rápidamente de la manga un cuchillo largo y fino. Pero no avanzó hacia ella. Su vista se posó en Cery.

Éste no tenía la menor intención de dejar a Anyi ni a Gol solos en la lucha. Quizá tendría que abandonar a Gol algún día, pero ese día aún no había llegado. A su hija jamás la abandonaría.

Había insertado el otro brazo en la manga del abrigo en un gesto automático. Retrocedió aparentando temor mientras se llevaba las manos a los bolsillos para enrollarse en torno a las muñecas las correas de sus armas favoritas: dos puñales, con la funda cosida al interior de los bolsillos de modo que pudiera desenvainarlos con facilidad.

El asesino se abalanzó hacia Cery. Anyi saltó sobre el asesino. Cery la imitó. No era lo que el hombre esperaba. Tampoco tenía previsto que su cuchillo quedara atrapado entre los dos puñales. O que una daga bien dirigida atravesara la carne suave de su cuello. Se quedó paralizado de asombro y pavor.

Cery esquivó el chorro de sangre mientras Anyi extraía su daga, hacía caer el cuchillo de la mano del asesino y lo remataba con una puñalada en el corazón.

«Qué eficiente. La he entrenado bien».

Con la ayuda de Gol, claro está. Cery se volvió para ver cómo le iban las cosas a su amigo, y comprobó aliviado que la asesina yacía en el suelo, en un charco de sangre cada vez mayor.

Gol miró a Cery y desplegó una gran sonrisa. Tenía la respiración agitada. «Yo también», advirtió Cery. Anyi se inclinó, palpó la ropa y el cabello del asesino y se frotó los dedos.

—Hollín. Ha bajado por la chimenea de la casa de arriba. —Dirigió una mirada especulativa hacia la antigua escalera de piedra que ascendía del sótano a la puerta.

Esto desalentó a Cery. Independientemente de cómo habían conseguido entrar aquellos dos, o de cómo habían dado para empezar con su escondite, la guarida ya no era un lugar seguro. Contempló con el ceño fruncido los cadáveres de los sicarios, pensando en las pocas personas que quedaban a las que podía acudir en busca de ayuda, y en cómo ponerse en contacto con ellas.

Oyó un grito ahogado procedente de la puerta. Cuando se volvió, vio que Cadia, tapada únicamente con una sábana, miraba con los ojos desorbitados a los asesinos muertos. Ésta se estremeció, pero al posar los ojos en él, su horror dio paso al desencanto.

—Supongo que eso significa que no te quedarás otra noche, ¿verdad?

Cery sacudió la cabeza.

—Siento dejarte todo este desorden.

Ella contempló la sangre y los cuerpos con una mueca, antes de arrugar el entrecejo y alzar los ojos hacia el techo. Cery no había oído nada, pero Anyi había levantado la cabeza al mismo tiempo. Todos intercambiaron miradas de preocupación, resistiéndose a hablar a menos que vieran confirmadas sus sospechas.

Cery percibió un crujido débil, amortiguado por las tablas del entarimado que tenían sobre sus cabezas.

Lo más silenciosamente posible, Anyi y Gol cogieron sus zapatos, sus mochilas y los faroles, siguieron a Cery a la otra habitación, cerraron la puerta tras de sí y la reforzaron colocando contra ella un viejo arcón. Cadia se detuvo en medio de la habitación, suspiró y dejó caer la sábana para vestirse. Tanto Anyi como Gol volvieron la espalda hacia ella de inmediato.

—¿Qué hago? —le susurró Cadia a Cery.

Éste recogió el resto de su ropa y el farol de Cadia, y reflexionó.

—Síguenos.

Ella parecía más asqueada que emocionada cuando se escabulleron por la trampilla que conducía al antiguo Camino de los Ladrones. Allí, los pasadizos estaban sembrados de escombros y no resultaban del todo seguros. Aquel sector de la red subterránea había quedado aislado de los demás cuando el rey había reconstruido una vía cercana y levantado edificios nuevos allí donde antes había casas de las barriadas. Aunque aquella zona caía más bien fuera de los límites de su territorio, Cery había pagado a un viejo constructor de túneles para que excavara un nuevo pasaje de acceso, pero había dejado que los caminos de antes siguieran pareciendo abandonados a fin de que nadie sintiera la tentación de utilizarlos si topaba con ellos. Había sido un buen lugar donde ocultar cosas, como objetos robados y algún que otro cadáver.

Sin embargo, él nunca se había planteado la posibilidad de esconderse allí. Cadia escrutó la galería repleta de cascotes con una mezcla de desaliento y curiosidad. Cery le entregó el farol y señaló en una dirección.

—Unos cien pasos más adelante, verás una rejilla en lo alto de la pared izquierda. Al otro lado, encontrarás un callejón que discurre entre dos casas. Hay unas muescas en la pared de las que podrás agarrarte para subir, y la rejilla debería abrirse hacia dentro. Llama a la puerta de alguno de tus vecinos y avísale que unos maleantes han entrado en tu casa. Si encuentran los cadáveres, diles que son de los delincuentes y que supones que uno de ellos atacó al otro.

—¿Y si no los encuentran?

—Sácalos a rastras hasta los pasadizos, y no dejes entrar a nadie en la bodega hasta que se disipe el olor.

Aunque la cara de Cadia reflejó un asco aún mayor, ella asintió y enderezó la espalda. Cery sintió una oleada de afecto hacia ella por su valentía, y esperó que no topara con otros asesinos o sufriera represalias por haberlo ayudado. Se le acercó y la besó con firmeza.

—Gracias —dijo en voz baja—. Ha sido un placer.

Ella sonrió, y los ojos le brillaron por unos instantes.

—Ten cuidado —le dijo a Cery.

—Siempre lo tengo. Y ahora, vete.

Ella echó a andar apresuradamente. Quedarse para seguirla con la vista mientras se alejaba habría sido un riesgo demasiado grande. Gol encabezó la marcha y Anyi permaneció en la retaguardia mientras avanzaban por los túneles ruinosos. Varios pasos más adelante, sonó un portazo tras ellos. Cery se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Cadia? —murmuró Gol—. ¿Eso ha sido la rejilla que se ha cerrado después de que ella saliera a la calle?

—Estamos demasiado lejos para alcanzar a oír eso —dijo Cery.

—No ha sido el golpe de una rejilla contra ladrillos o piedra —musitó Anyi—. Ha sido… algo de madera.

A continuación se oyó un golpeteo, el crujir de ladrillos y piedras pisados por alguien. Un escalofrío le bajó a Cery por la espalda.

—Vamos, deprisa. Pero sin hacer ruido.

Gol alzó su farol, pero a causa de los escombros que cubrían el suelo, apenas podían trotar en algunos trechos. Cery contuvo más de una palabrota, lamentando no haber limpiado un poco mejor los pasadizos. Después de un tramo recto del túnel, Gol soltó una maldición y se detuvo con un patinazo. Al echar la vista por encima del hombro de su corpulento amigo, Cery advirtió que una parte del techo se había derrumbado recientemente y les impedía seguir adelante. Giró sobre sus talones y los tres retrocedieron con paso veloz hacia el último cruce que habían pasado.

Anyi suspiró cuando tomaron otro camino.

—Estamos dejando un rastro.

Cery bajó la mirada y vio las pisadas en la tierra. Su esperanza de que los perseguidores siguieran las huellas hasta el túnel sin salida quedó truncada cuando se percató de que las de Gol conducían ahora al pasadizo lateral, por lo que resultaba evidente que habían vuelto sobre sus pasos.

«Pero si surge otra oportunidad de dejar huellas falsas…».

Sin embargo, no se presentó ninguna. Lo invadió un gran alivio cuando llegaron por fin al pasaje que conducía a la parte principal del Camino de los Ladrones. Se arrepintió una vez más de no haber prevenido la situación en que se encontraba: aunque había disimulado la entrada de los túneles aislados, no había hecho el menor esfuerzo por ocultar la salida a cualquiera que explorara el interior.

Una vez que cerraron la puerta tras ellos, examinaron la galería en que se hallaban, que estaba más limpia y mejor cuidada. No había nada que pudieran usar para obstruir la puerta e impedir que sus perseguidores abandonaran los pasadizos antiguos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gol.

—Al sudeste.

Ahora caminaban más deprisa, con la tapa del farol cerrada casi por completo, de modo que solo un fino haz de luz iluminaba el camino. En otra época, Cery habría continuado avanzando a oscuras, pero había oído rumores de que había trampas diseminadas para proteger el territorio de otros ladrones, instaladas por salteadores con iniciativa o por los misteriosos Slig. Aun así, Gol impuso un ritmo peligrosamente rápido, y a Cery le preocupaba que su amigo no pudiera eludir las amenazas con que se encontrara.

Al poco rato, Cery estaba jadeando, le dolía el pecho y empezaban a flaquearle las piernas. Gol se adelantó un poco, pero unos momentos después aflojó el paso y volvió la vista atrás. Se detuvo para esperar a Cery, pero no suavizó su expresión ceñuda ni reanudó la marcha cuando este lo alcanzó.

—¿Dónde está Anyi?

El vuelco que le dio a Cery el corazón fue doloroso como una puñalada. Giró rápidamente, pero detrás de ellos no vio más que oscuridad.

—Estoy aquí —dijo una voz por lo bajo, y se oyeron unas pisadas suaves antes de que ella emergiera de la penumbra—. Me he parado a escuchar si nos seguían —explicó con el semblante sombrío—. Me temo que sí. Son más de uno. —Agitó la mano mientras se acercaba con rapidez—. ¿A qué esperáis? No les llevamos mucha ventaja.

Cery siguió a Gol, que continuó andando, incluso más deprisa que antes. Aunque el hombretón tomó una ruta tortuosa, no lograron burlar a sus perseguidores, lo que parecía indicar que conocían los pasadizos tan bien como Cery y él. Gol se acercó a los túneles del Gremio, pero estaba claro que quienes los seguían no se sentían lo bastante intimidados por los magos para dejar escapar su presa.

Se aproximaban a la entrada a los túneles que discurrían bajo el Gremio. «No se atreverán a seguirme hasta allí. —A menos que no supieran adónde conducían las galerías—. Si nos siguen, descubrirán que el Gremio no mantiene vigilados sus pasadizos subterráneos. —Lo que significaba que Skellin se enteraría también—. Y entonces no solo no podré volver a huir por allí, sino que tendré que advertir al Gremio. Cegarán los túneles, lo que nos privará de la ruta más segura para llegar hasta Sonea y Lilia».

Prefería no escapar por los pasadizos del Gremio salvo como último recurso. Si tenía otra alternativa…

A unos veinte pasos largos de la entrada a los pasadizos del Gremio, oyó un sonido procedente de atrás que confirmaba que los asesinos estaban cerca. Demasiado cerca; no habría tiempo de abrir la puerta secreta antes de que les dieran alcance. Cuando Gol aminoró la marcha y se volvió hacia Cery —con las cejas arqueadas en un gesto inquisitivo—, el ladrón lo pasó de largo y tomó un rumbo distinto.

Sí que tenía otra alternativa, una más arriesgada. Incluso era posible que entrañara un peligro mayor que aquel del que huían. Pero al menos sus perseguidores tendrían que enfrentarse a la misma amenaza, si se atrevían a ir tras ellos.

Al comprender lo que Cery pretendía, Gol maldijo entre dientes. Pero no discutió su decisión. Aferró a su amigo del brazo para frenarlo y se situó de nuevo al frente.

—Qué locura —farfulló, encaminándose hacia Ciudad Slig.

Hacía más de una década —casi dos— que varias docenas de golfillos callejeros se habían instalado en los túneles tras la destrucción de su barrio. Al poco tiempo se habían convertido en protagonistas de historias de miedo que se contaban en las casas de bol y a los niños desobedientes para asustarlos. Se rumoreaba que los Slig nunca se exponían a la luz del sol y solo salían de noche, a través de cloacas y sótanos, para robar comida y jugar malas pasadas a la gente. Había quien creía que se habían reproducido y habían engendrado a seres larguiruchos y pálidos con ojos enormes que les permitían ver en la oscuridad. Otros aseguraban que su aspecto era igual al de cualquier otro niño vagabundo, hasta que abrían la boca y dejaban al descubierto sus largos colmillos. En lo que todos estaban de acuerdo era en que adentrarse en territorio Slig era tentar a la muerte. De vez en cuando, alguien desafiaba esa creencia. La mayoría de estas personas desaparecía para siempre, pero unas pocas lograban salir a rastras, sangrando por las puñaladas que les habían infligido agresores silenciosos y ocultos en las sombras.

Los vecinos les dejaban ofrendas en la calle con la esperanza de evitar invasiones subterráneas de sus hogares. Cery, cuyo territorio coincidía en una esquina con el de los Slig, había encargado a alguien que llevara comida a uno de los túneles cada pocos días, en un saco marcado con un dibujo de un ceryni, el pequeño roedor del que había tomado su nombre.

Hacía tiempo que no comprobaba que continuaran cumpliendo sus órdenes. «Si ya no lo hacen, seguramente no tendré ocasión de castigarlos por ello».

No tardó en vislumbrar las señales que les advertían que estaban entrando en territorio Slig. Después dejó de verlas. Oía la respiración agitada de Anyi a su espalda. ¿Se habían aventurado los asesinos a seguirlos?

—No te pares —jadeó Anyi cuando él redujo la velocidad para mirar atrás—. Nos… pisan… los talones.

A Cery le faltó el aliento para proferir una palabrota. El aire entraba y salía de sus pulmones con un silbido ronco. Le dolía todo el cuerpo, y las piernas le temblaban mientras él las obligaba a seguir trotando. Hizo un esfuerzo por pensar en el peligro que corría Anyi. Sería la primera víctima de los asesinos si los alcanzaban. Él no podía permitirlo.

Algo lo asió de los tobillos, y Cery cayó hacia delante.

No se dio de bruces con la superficie plana o dura que se imaginaba, sino con algo que resollaba, se mecía y emitía maldiciones apagadas. Era Gol, ahora invisible en la negrura absoluta. Los faroles se habían apagado. Cery rodó hacia un lado.

—Cállate —susurró una voz.

—Ya lo has oído, Gol —ordenó Cery. Gol guardó silencio.

En el pasadizo, tras ellos, unos pasos sonaban cada vez más fuertes. Aparecieron unas luces que se movían, filtradas a través de una cortina de un tejido basto que Cery no recordaba haber visto. «Deben de haberla dejado caer después de que pasáramos por debajo». Las pisadas se hicieron más lentas hasta detenerse. Se oyó un sonido procedente de otra dirección: más pasos apresurados. Las luces se alejaron mientras sus portadores reanudaban su búsqueda.

Después de una larga pausa, unos suspiros rompieron el silencio. Un escalofrío le recorrió el espinazo a Cery cuando cayó en la cuenta de que lo rodeaban varias personas. Un fino rayo de luz surgió de uno de los faroles. Lo sujetaba un desconocido.

Cery alzó la vista hacia un joven, que lo mirada con fijeza.

—¿Quién? —preguntó el hombre.

—Ceryni de Ladonorte.

—¿Y estos?

—Mis guardaespaldas.

El hombre enarcó las cejas y luego asintió. Se volvió hacia los demás. Cery miró en torno a sí y vio a otros seis jóvenes, dos de ellos sentados encima de Gol. Anyi estaba agachada en posición de combate, con un cuchillo en cada mano. Los dos jóvenes que la flanqueaban se mantenían a una distancia prudente, aunque daba la impresión de que no dudarían en arriesgarse a recibir un tajo si su líder les ordenaba que la redujeran.

—Guárdalos, Anyi —dijo Cery.

Sin apartar los ojos de ellos, Anyi obedeció. A una señal del líder, los dos hombres se levantaron de encima de Gol, que soltó un gruñido de alivio. Cery se puso de pie, se encaró con el líder y enderezó los hombros.

—Pedimos paso franco.

Los labios del joven se torcieron en una media sonrisa.

—Eso ya no existe. —Se apuntó con el pulgar al pecho—. Wen. —Se dirigió a sus acompañantes—. Conozco su nombre. Es el que deja comida. ¿Qué hacemos?

Intercambiaron miradas y mascullaron palabras que lo hicieron sacudir la cabeza. «¿Matar?, ¿libre?».

—¿Lombriz? —dijo uno de ellos, y Wen se quedó pensativo. Asintió.

—Lombriz —dijo con aire decidido.

Por algún motivo, esto ocasionó que los otros movieran la cabeza arriba y abajo, aunque Cery no logró distinguir si eran gestos de aprobación o conformidad.

Wen se volvió hacia Cery.

—Vendréis con nosotros. Os llevaremos con Lombriz. —Devolvió su lámpara a Gol y miró a uno de los que se habían sentado encima del hombretón—. Ve a avisar a Lombriz.

El muchacho se alejó con paso rápido hacia la oscuridad que se extendía detrás de Wen. Cuando este giró para seguirlo, Anyi extendió el brazo y arrebató su farol al chico que lo sujetaba. Dos de los jóvenes se apresuraron a unirse a Wen, su líder, y los demás cerraron la marcha.

Nadie habló mientras caminaban. Al principio, Cery no sentía más que un alivio inmenso por el mero hecho de no tener que seguir huyendo, aunque aún le temblaban las piernas y el corazón le latía a toda velocidad. Advirtió que a Gol parecía faltarle el resuello tanto como a él. Conforme recuperaba el aliento, la preocupación se apoderó de él otra vez. Nunca había oído de nadie que hubiera conocido a un Slig llamado Lombriz. A menos que…

«A menos que Lombriz no sea en realidad una persona, sino una criatura que devora a los intrusos.

»Basta —se dijo—. Si nos quisieran muertos, no nos habrían ocultado de nuestros perseguidores. Nos habrían acuchillado a oscuras o nos habrían conducido a un túnel sin salida».

Tras avanzar durante un rato, una voz surgió de las sombras, ante ellos, y Wen farfulló una respuesta. Al punto, un hombre salió a la luz y el grupo se detuvo. Miró a Cery de hito en hito y asintió.

—Eres Ceryni —dijo, tendiendo la mano—. Yo soy Lombriz.

Cery le ofreció a su vez la mano, sin saber muy bien qué significaba el gesto. Lombriz se la estrechó por un momento, se la soltó y le hizo señas para que se acercara.

—Ven conmigo.

A esto siguió otro trecho a pie. Cery notó que el ambiente era cada vez más húmedo, y de cuando en cuando se oía un murmullo de agua que corría al final de un pasaje lateral o detrás de las paredes. Llegaron a una sala amplia y sombría, inundada por el rumor de un torrente, y todo cobró sentido.

Los rodeaba un bosque de columnas, cada una de las cuales se ramificaba en lo alto para formar un arco de ladrillo que la unía a la columna vecina. La red en su conjunto componía una bóveda baja que recordaba un tejido drapeado o una tela de farén. Debajo, en vez del suelo, se extendía la superficie reflectante del agua. Ahora su guía caminaba por lo que parecía la parte superior de un muro grueso. El agua fluía a ambos lados. Debido a la oscuridad, costaba determinar su profundidad.

Por fortuna, el camino estaba seco y no resultaba resbaladizo en absoluto. Al volver la vista atrás, Cery vio que la corriente se internaba en unos túneles que, a juzgar por la inclinación de su techo, descendían aún más por debajo de la ciudad. A derecha e izquierda vislumbró otros muros que sobresalían del agua, demasiado lejanos para alcanzarlos de un salto. La única iluminación procedía de los faroles que llevaban.

El líquido en sí estaba sorprendentemente libre de objetos flotantes. Solo alguna que otra mancha aceitosa pasaba por su lado, y casi todas olían a jabón y perfume. Sin embargo, algunas partes de las paredes estaban cubiertas de moho, y se respiraba una humedad malsana en el aire.

Un grupo de luces apareció más adelante, y Cery pronto distinguió una especie de plataforma grande tendida entre dos de los muros. Había varias personas sentadas en ella, y un leve rumor de voces resonaba en la enorme sala. Al otro lado de la plataforma, Cery entrevió unos círculos oscuros en una zona más clara, y al cabo de un momento logró discernir suficientes detalles para comprender que se trataba de otros túneles, excavados a mayor altura, que vertían sus aguas en el gigantesco depósito subterráneo.

Sus pasos hicieron crujir la plataforma cuando la cruzaron en pos de Lombriz. Al fijarse en las personas, Cery se percató de que ninguna de ellas contaba más de veinticinco años. Dos de las mujeres jóvenes tenían bebés en brazos, y un niño pequeño estaba atado con una cuerda a la columna más cercana, seguramente para que no correteara cerca del borde de la plataforma y se cayera al agua. Todos observaron a Cery, Gol y Anyi con ojos muy abiertos y llenos de curiosidad, pero ninguno de ellos abrió la boca.

Lombriz echó una mirada a Cery e hizo un gesto en dirección a los conductos de desagüe.

—Esto viene de los baños del Gremio —dijo—. Más al sur están las alcantarillas, y los túneles del norte son cloacas y también sumideros de las cocinas. Pero aquí el agua es más limpia.

Cery asintió. No era un mal lugar para vivir, si a uno no le importaba estar bajo tierra en una atmósfera permanentemente cargada de humedad. Al mirar hacia los lados divisó otras plataformas, pobladas también por Slig, y puentes estrechos que las conectaban entre sí.

—No tenía idea de que aquí había todo esto —reconoció.

—Justo delante de tus narices. —Lombriz sonrió, y Cery cayó en la cuenta de cuánta razón tenía el hombre. Aquella zona del territorio Slig se extendía por debajo del suyo. Cery se volvió hacia Lombriz.

—Tu gente nos ha ocultado de unas personas que querían matarnos —declaró—. Gracias. No habría entrado en tus dominios de haber tenido otra opción.

Lombriz ladeó la cabeza.

—¿Los túneles del Gremio no?

«Así que sabe que tengo acceso a ellos». Cery negó con la cabeza.

—Eso habría significado revelarlos a mis enemigos. Tendría que avisar de ello al Gremio, y ellos tomarían unas medidas que seguramente no me gustarían. Supongo que tampoco os haría mucha gracia que bajaran a fisgonear por aquí.

—No —dijo el hombre, arqueando las cejas. Se encogió de hombros y suspiró—. Si dejáramos que el que envió a los cazadores a por ti te encontrara, nos encontraría también a nosotros. En cuanto se quede con lo tuyo, nada le impedirá quedarse con lo nuestro.

Cery contempló a Lombriz, pensativo. Los Slig estaban mucho más informados de lo que ocurría en el mundo exterior de lo que Cery había imaginado. Tenían razón respecto a Skellin. Tan pronto como se adueñara del territorio de Cery, querría apoderarse del de los Slig también.

—O Skellin o yo. Menuda elección —comentó Cery.

Lombriz sacudió la cabeza con el ceño fruncido.

—Él no nos dejará en paz como haces tú. —Señaló los túneles con la barbilla—. Querrá controlarlos porque quiere controlar el lugar adonde conducen.

«El Gremio». Cery se estremeció. ¿Era una suposición inteligente por parte del líder Slig, o estaba al corriente de los planes concretos de Skellin? Abrió la boca para preguntárselo, pero Lombriz clavó la vista en él.

—Te enseño esto para que lo sepas. Pero no podéis quedaros —aseveró—. Os llevaremos fuera, a un sitio seguro, pero eso es todo.

Cery movió la cabeza afirmativamente.

—Es más de lo que esperaba —contestó, en un tono que expresaba toda su gratitud.

—Si tienes que volver, di mi nombre y vivirás, pero te llevaremos fuera otra vez.

—Entiendo.

Lombriz sostuvo la mirada de Cery por unos instantes más y asintió.

—¿Adónde queréis ir?

Cery se volvió hacia Anyi y Gol. Su hija parecía preocupada, y Gol, pálido y agotado. ¿Adónde podían ir? Les quedaban pocos favores por cobrarse, y no conocían ningún lugar cercano en el que refugiarse. No tenían aliados fiables o a los que pudieran arriesgarse a poner en peligro. Excepto una. Cery devolvió su atención a Lombriz.

—Llevadnos de vuelta por donde hemos venido.

El hombre conferenció brevemente con los jóvenes que habían rescatado a Cery y a sus acompañantes. Indicó a estos últimos que los siguieran; a continuación, sin una palabra de despedida, se alejó. Cery supuso que era una costumbre Slig y dio media vuelta también.

Salieron del territorio Slig a paso más tranquilo, y Cery se sintió agradecido por ello. Ahora que tanto el miedo como el alivio habían quedado atrás, estaba cansado. El pesimismo se apoderó de él. Gol también arrastraba los pies. Anyi por lo menos tenía a su favor el aguante de la juventud. Cery empezó a reconocer las paredes que los rodeaban, y de pronto sus guías Slig se desvanecieron en las sombras. El farol que llevaba Cery chisporroteó y se extinguió al quedarse sin aceite. Gol no protestó cuando Cery le quitó su lámpara y los condujo hacia la entrada a los túneles del Gremio.

Una vez que todos habían pasado y que la puerta volvía a estar cerrada, Cery notó que buena parte de la tensión y el temor se disipaba. Por fin estaban a salvo. Se volvió hacia Anyi.

—Bueno, ¿dónde está ese cuarto en el que te ves con Lilia?

Ella cogió el farol y guió a Gol y a su padre por la galería larga y recta. Después de torcer hacia un lado, llegaron a un complejo de habitaciones conectadas entre sí por pasillos tortuosos. A Cery le vino a la memoria el recuerdo desagradable de cuando lord Fergun lo había encerrado en la oscuridad, y un repeluzno le bajó por la espalda. Pero estas habitaciones eran distintas: más antiguas y con una disposición deliberadamente caótica. Anyi los llevó a una sala limpia de polvo, con unas cajas de madera a modo de muebles y un montón de cojines raídos sobre los que sentarse. En un extremo había una chimenea tabicada. Ella dejó el farol en el suelo y encendió varias velas en hornacinas excavadas en las paredes.

—Aquí lo tienes —dijo—. Habría traído más muebles, pero no podía cargar con cosas pesadas ni quería llamar la atención.

—No hay camas. —Gol se dejó caer con un gruñido sobre una de las cajas. Cery sonrió a su viejo amigo.

—No te preocupes. Ya nos las apañaremos.

Sin embargo, la mueca de dolor de Gol no se suavizó. Cery arrugó el ceño al reparar en que tenía las manos debajo de la camisa y se apretaba con ellas un costado. Entonces vio la mancha oscura que relucía a la luz de las velas.

—¿Gol…?

El hombretón cerró los ojos y se bamboleó.

—¡Gol! —exclamó Anyi, plantándose a su lado casi al mismo tiempo que Cery. Sujetaron a Gol antes de que se cayera de la caja. Anyi arrastró varios cojines hacia él—. Recuéstate —ordenó—. Déjame echar un vistazo a eso.

Cery no podía hablar. El miedo le había paralizado la mente y la garganta. La asesina debía de haber herido a Gol durante la pelea, o tal vez antes de que él despertara, y Cery solo lo había visto parar la segunda puñalada.

Anyi obligó a Gol a bajar de la caja y tenderse sobre los cojines, le apartó la mano y retiró la camisa para revelar un corte pequeño en el vientre que sangraba lentamente.

—Llevas así todo este rato. —Cery meneó la cabeza—. ¿Por qué no habías dicho nada?

—No era tan grave. —Gol se encogió de hombros y se le crispó el rostro—. Ha empezado a dolerme cuando estábamos hablando con Lombriz.

—Pues se nota que ahora te duele —señaló Anyi—. ¿Crees que la herida es muy profunda?

—No mucho. No lo sé. —Gol tosió, dolorido.

—Podría ser peor de lo que parece. —Anyi se puso en cuclillas y alzó la mirada hacia Cery—. Voy a buscar a Lilia.

—No… —protestó Gol.

—Solo faltaban unas horas para el amanecer cuando salimos de casa de Cadia —le dijo Cery—. Es posible que Lilia ya esté en la universidad.

Anyi asintió.

—Es posible. Solo hay una manera de averiguarlo. —Lo miró, arqueando una ceja con aire inquisitivo.

—Ve —la autorizó él.

Ella tomó la mano de su padre y la colocó sobre la herida del hombretón, haciendo fuerza. Gol soltó un quejido.

—Mantén la presión y…

—Ya sé lo que tengo que hacer —la interrumpió Cery—. Si no la localizas allí, al menos consigue una tela limpia que podamos usar como venda.

—Hecho —respondió ella, recogiendo el farol.

Se alejó a toda prisa en la oscuridad hasta que el sonido de sus pasos se apagó.